Luz Negra: Crónicas Africanas (1era. parte)

July 4, 2017 | Autor: Fernando Irineo | Categoría: Africa, Crónica y periodismo literario
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Descripción

Luz Negra: Crónicas Africanas

Fernando Irineo Tomo 1

1 Respirar la noche Yo tumba abro la tierra de mi signo, canto toda la noche sobre mis huesos. Reviven abrazados a la tierra del desierto, yo poseo: Las venas del alba y el ocaso, todos los rojos fuegos del sol. Joana Medellín    

La piel negra tiene un olor peculiar. Aunque es un olor intenso, pocos tienen el privilegio de percibirlo. Cuando la gente con piel negra suda, despide una esencia fuerte, no es dulce ni amarga: es propia, es un tatuaje que viaja en el aire y podría decir que es la fragancia de su existencia. No es cualquier tatuaje como el que, en arrebato de finales de pubertad, uno decide hacerse; nada parecido a una simple grafía en sánscrito o al famoso símbolo de infinito que me remite más a la infinitud de la ignorancia que a la trascendencia de sabernos perpetuos. La primera vez que olí la piel de un grupo de africanos estaba en el transporte público, el calor estaba en su punto más alto y las ventanas del camión iban cerradas. Los hijos de África detestan el viento mezclado con polvo pero aman la lluvia porque es bendición. Ahí estaba yo, sentado, tratando de darle nombre a lo que pasaba por mi nariz. Me parecía estar oliendo plástico quemado, luego detecté el hedor del sudor y finalmente me convencí que era la primera vez que mi sentido del olfato entraba en contacto con una sustancia desconocida. Es la provincia, lo distinto, lo foráneo, lo

milenario. Es un perfume desafiante para los occidentales y hermanado a los orientales. Es el ethos de los africanos porque sus cuerpos son sus casas y sus casas son sus historias. Con vergüenza de viajero inexperto confieso que mi primera impresión fue pensar en pestilencia, este prejuicio ha ido modificándose hasta habituarme. De donde yo vengo es común esconder el mal olor natural con desodorantes, jabones perfumados y talco para los pies. Las pieles negras no se esconden porque son orgullosas consumidoras de rayos solares. Si queda alguna duda de su energía basta con verlos sonreír para saber que toda esa luz quema su dermis y se almacena en su interior. No conocen la noche porque la llevan sobre sí, no temen la oscuridad porque sus ojos están cargados de una fuerza que solamente puede adquirir quien enfrenta al Sol con desnudez y valentía. Su despertar es continuo, nada los mueve, nada les acongoja, nada les estresa. Allá donde se guarece la ciudad, ellos resucitan y cantan y bailan y se identifican con la Luna porque los vigila. Sus gritos de alegría son su dignidad, sus llantos también. Temerarios caminan descalzos sobre los pedazos de vidrio que el Primer Mundo ha puesto en sus camino. Los hijos de África no temen la sangre que brota, avanzan hasta que las cicatrices forjen su nuevo calzado y siguen peregrinando. Cada acto, incluso decir “no”, debe ser apasionado. Comen con voracidad y sumergen los dedos en el plato. Tocan su alimento y juegan con él en sus manos. Sus puños se

vuelven mandíbulas que mastican previamente la comida para, posteriormente, depositarla en su boca. Hablan con la boca llena y sorben en voz alta para hacerse presentes. No se alejan del otro, rozan cuerpos, a veces los golpean, y no piden perdón porque la coexistencia no admite cortesías. Son dueños del espacio mientras ellos son ese lugar, ese momento. Arrebatan las cosas, exigen que la realidad sea forjada por actos decisivos y en contraste con la corteza de árbol que tienen por plantas de los pies, también saben ser suaves porque cuando cantan cierran los labios y dejan que el sonido del tarareo pinte melodías profundas. Voces de los ancestros que viajan con ellos y los significan y los hacen ser quienes son. No hay una brújula moral sino un destino trazado por el pasado. El mapa de ese camino es el recuerdo. El destino son ellos mismos, creados por una deidad que también fue humana y ahora pertenece al mundo de las estrellas. Cantan y crean un cosmos donde habitarán en el futuro. La esperanza es un lujo que rara vez los pobres pueden pagar. Para quien tiene la piel negra, la esperanza es una conquista. Por eso su piel canta y exuda un olor incierto, el aroma del abismo que no sabe si la mañana es el momento del Sol o la posibilidad de amanecer con vida. El porvenir no tiene respuestas para ellos: canta en un idioma desconocido.

2 Donde termina el cuerpo y comienzan los erotismos Gocemos, si quieres, provocando el segundo de muerte para luego caer ‹¿en qué cansancio?, ¿en qué dolor? como en un pozo sin fin de luz de aurora. Xavier Villaurrutia

Sin saberlo, los africanos todo lo tocan. Van por las calles y sienten los árboles, palpan los automóviles detenidos en el tráfico, unen sus manos con las de sus amistades y caminan juntos porque se saben uno, partícipes de las mismas miserias y alegrías. Ellas, a veces, rascan sus cabezas y sacuden sus enormes melenas artificiales; ellos, a veces, pasan su mano por encima de la frente y fingen peinar un cabello invisible. Los que tienen pelo en realidad poseen lana enrollada, volutas de algodón suavemente acomodadas para poder presumir las canas de la adultez. No hay arrugas en una piel brillante y resistente. Los cuerpos adorados son los robustos, las piernas grandes, los muslos descomunales. Al caminar mueven su ser sin esfuerzo, se acomodan donde les place. No se limitan y no son timoratos al momento de rozar su masa corporal con la de otro ser. No hay malicia ni frotamientos indebidos. La seducción tiene niveles más interesantes que el simple toqueteo; para los de piel oscura amar y

sentir no son sinónimos. Cumplen una función erótica en el baile pero el romance viene en la privacidad, en el sigilo de las habitaciones. Allá, en los secretos del otro no hay revelaciones, se funden sin pasión y aman de una forma rutinaria: vuelven amor la vida, el afecto que la tradición marca en tanto hay testigos. No existe la virilidad ni la feminidad; son dos evanescencias que se confunden y que a veces se asoman para cumplir con un ritual tribal. En los laberintos del romance hay variedad de salidas. Occidente le llama infidelidad, aquí es la noción más pura de libertad, de amor cortés en contexto urbano y libre de culpas vanas. Ellas los piensan animales, pequeños infantes con los que se han casado y que nunca lograrán una reflexión más allá de las ansias del orgasmo. Ellos se reconocen hijos de espíritu frágil, de un corazón regido por la necesidad de presunción fálica. El placer compartido es una bestia mitológica en la que solo creen los varones. Algunas mujeres la han visto, apenas de pasada y culparon al cansancio del ensueño. Nada es más real que lo decepcionante. La cortesía implica debilidad y en África nadie cree en doblegarse; han sufrido suficiente como para abstenerse de condescendencias vacías. Ser rudos es signo de honestidad: a nadie le deben, a nadie le temen, a nadie se entregan por completo. Pero en esta ontología avasalladora, una esperanza: la sinceridad como religión. Directos, sin rodeos, dicen lo que piensan sin titubeos morales o de trato social. Extraña y cándida transparencia. Dolorosa

para quienes crecimos rodeados de retóricas elegantes. En África no se piden favores, se exigen acciones. Se demuestran lealtades, lo fingido es ajeno. La hipocresía es una invención occidental que aquí no se practica y si se llega a hacerlo es por supervivencia, ignoran el perverso deleite de mentir de frente. Mujeres que se ocultan en las calles conocidas. Son anónimas proveedoras del secreto erótico. Ante un automóvil que ha frenado, se acercan, exhiben sus atributos y sonríen porque conocen el poder seductor de sus dientes perfectamente blanqueados. También hipnotizan con los ojos, brillan de una forma casi traviesa. Son tan anónimas que ni ellas mismas se conocen: cambian de identidad y adoptan, como guerreras, un nombre de batalla. Exponen la vida y se atienen al silencio estoico del gemido provocador. Si hay noches en África, las de ellas son las más oscuras. Cuerpos, sudor, saliva, fluidos. Viven al margen de una sociedad que todavía no reconoce su caminar. En una delgada cuerda danzan sobre la fosa del puritanismo. Son el mal necesario que engendra placeres efímeros. Sobre su sombra se proyecta una más grande: la de un pueblo que ha olvidado a algunas de sus hijas; víctimas sacrificiales para los lobos del desarrollo. Que las coman a ellas, murmuran, para salvar el pundonor del resto.

3 Aquello, lo natural Estalla un mediodía nocturno, arde en gracia la noche, calla el cielo. Gabriel Zaid

Un cielo que no tiene reparos en aparecerse con nubes exageradas. Es un atardecer africano de explosiones infinitas de colores. Cada día distintas aves atraviesan la ciudad, miles de formas nuevas, diseños imposibles que la naturaleza ha creado para que coexistan con otras creaturas. En los safaris, viajes por montañas hechas con acuarela verdadera, los turistas asoman los enormes lentes de cámaras que apenas y logran retratar las bellezas en lo inhóspito. Un león reposa, con un bostezo nos deja boquiabiertos y en sus diminutos ojos se refleja el hastío de ser protagonista de todos los flashes y de todos los asombros. Las jirafas corren con pasos tartamudos, elegantes y soberbias, lucen sus vestidos manchados. Piernas de ramas infinitas y cabezas que sobrepasan las copas de los árboles. Acacias con multitudinarias formas y colores, relámpagos de madera enclavadas con raíces profundas. No quieren desprenderse del árido suelo africano ni de su tierra roja como la sangre. Burros corriendo libres, sin conocer la opresión del trabajo forzado. Impalas que bailan mientras corren, zigzaguean el camino, demostrando que la velocidad

es más útil que los colmillos. Trazos de pintas blancas y ojos hechos de instantes. Los hipopótamos descansan en el lodo, sumergen la enormidad de sus mandíbulas y aquellas pequeñas orejas parecen ser dos flechas que señalan sus presencias. Vivir de la naturaleza, yuxtaposición al sentido de supervivencia, acto desbocado de libertad en verdadera rebeldía. Changos meciendo sus extremidades, alegres ladrones de nerviosismo provinciano. Pisa el suelo un rinoceronte, su coraza pesa y deja una huella en cada paso, su faro personal lo lleva sobre la nariz, mástil de poder, de muerte, de anhelo para los cazadores sin corazón. Un grupo de cebras contrasta con el panorama de absoluto verdor; caballos rayados con crin de fuego.

A lo lejos un elefante asoma el lomo. Me acerco y la unidad se vuelve multitud. Son demasiados palacios grises, ubicados en conjunto sin parecer importarles el prójimo. Los más jóvenes, juguetean entre las patas de los mayores. Patas que son pilares, pilares que son troncos arrugados, perfectamente tubulares. Decir que un elefante es viejo es relativo. Uno de ellos mira fijamente mis ojos. El elefante es templo y dios simultáneamente. El tiempo no existe y el espacio es apenas el límite de su trompa. ¿Qué secretos esconde cada arruga? ¿Qué insinúa el aleteo de sus orejas? Cada elefante es un palacio móvil. Ellos son el espíritu de la selva, sus años no parecen ser reales. Son eternos y su mirada dice que han estado aquí antes

que los árboles y que estarán entre nosotros incluso después que el tiempo humano deje de contarse. Portan dos lanzas de marfil, cuernos afilados, brazos pálidos, elevados como en súplica, en oración a ellos mismos. Sus trompas poseen voluntad propia, también tactan el cielo. Son hijos de la desmesura pero en realidad son padres y madres de todo cuanto vive, mira y olfatea. Sueñan con montañas que susurran secretos milenarios. Lo hacen mientras caminan buscando protegerse, solamente se comportan de forma violenta cuando tienen miedo. Son más humanos que los humanos: saben que corren peligro debido a su grandeza. Paradoja de piel impenetrable, cargar en la fas el oro blanco, aquel marfil es su sentencia de muerte. Ya, en algún lugar del mundo, se está expidiendo un cheque asesino que pretende quitarle la vida al hacedor de vida. Una orden y el cazador, mercenario de conciencia aplastada, extermina al templo que es dios y al dios que es elefante. Barritan en conjunto y crean el himno silencioso de los árboles. La estridencia que habla de éxtasis o de advertencia. Mueven sus troncos traseros y delanteros y avanzan en la historia para esconderse entre la cortina negra y verde de la selva. Solamente quien ha visto un elefante sin jaulas ni circos, quien lo ha palpado y le ha hecho frente a su majestuosa presencia, puede explicar las razones y las pasiones del universo. Quien ha tenido la gracia de guardar silencio frente al

milagro de una mirada de paquidermo puede y debe decirle al mundo que la Tierra todavía tiene profetas: los elefantes.

4 Creer en un Dios negro ¡Cómo nutres de luz a tu criatura en tanto la devoras! ¡Qué secreta, qué secreta, Señor, es tu ternura! Emilio Ballagas

Los domingos en África son días de entrega religiosa. El fervor circula sin remordimientos. Creer es una exigencia para los africanos y el ateísmo es sinónimo de inmadurez. Por mi ventana se filtran los rezos de una mezquita cercana. No ha salido el sol completamente y ya escucho los altoparlantes dirigir alabanzas hacia Alá. Sus cantos me recuerdan a los lamentos de un pueblo que bosteza pero en su cansancio agradece los misterios de la vida. El cristianismo se vive y se siente, se goza y se sufre, es tan real como puede serlo la misma miseria del corazón. Mi primera navidad africana fue surreal: en una aldea inhóspita, un grupo de jóvenes me ofrecía un poco de comida. Sonreían a la luz de la fogata con la que calentaban sus cuerpos y sus alimentos. Diametralmente diferente a las cenas de occidente donde los asistentes portan sus trajes y corbatas de lujo, las mujeres portan elegantes peinados y vestidos de temporada. Aquí, en un punto que la geografía ha olvidado, las señoras cargan sus cuellos con pesados

collares y sus aretes hacen que las orejas se vuelvan elásticas hasta golpear sus hombros. La belleza y la elegancia son los movimientos corporales; en África no hay superioridad sin dominio de la cultura. Comí con las manos mientras tocaban los tambores. Un cielo estrellado narraba una noche especial. El Dios de los africanos bendice desde el hacer, su actividad es su bendición. Canta con ellos, disfruta de sus bailes y, si lo considera conveniente, los baña con lluvia para que el ganado tenga algo para beber y eso se convierta en leche que mezclan con té negro. Chozas hechas de lodo y varas de madera, dentro todo es oscuridad y el humo del carbón evita que uno abra demasiado los ojos. Los africanos leen la naturaleza con los ojos cerrados, huelen la tierra húmeda o perciben en su piel el polvo de la sequía. Aman la vida y temen la muerte. No es falta de fe sino terror a alejarse de los suyos, de la vida que es amor, de su ganado que es riqueza y de su casa que habrá de ser hogar para miles de descendientes. No tienen prisa por convertirse en estrellas y le piden a Dios, a ese Dios que no es oculto sino una deidad desnuda, que les permita ser fértiles, activos y sabios. En la ciudad se congregan en sus respectivos templos: los coros hacen estallar los tímpanos celestes con hermosas melodías. Algunos no se arrodillan, para ellos el favor de Dios se gana día con día, no con posturas de arrepentimiento. La estética queda de lado, rezan en un diálogo abierto con Dios; conversan con soltura y el fuego del infierno los asusta, sin embargo,

no se detienen a pensar demasiado sobre la condena eterna. Viven la intensidad de sus espíritus, el rezo es apenas el inicio de una fe que madura entre invasiones coloniales y secretos tradicionales. Son pastores de sus propios rebaños familiares, aconsejan y enseñan lo verdaderamente importante a los más pequeños. Los servicios religiosos no tienen límite. Se acaba hasta que se acaba, dicen y alegres siguen danzando con ese Dios que no es oscuro, con el Dios de los negros que conoce sus más profundas heridas y las besa sin asco. Es el espíritu más poderoso y ellos, al sentirse hermanados a Él, también se empoderan y se saben niños con cuerpos de adultos, volviendo a ser consentidos por quien los ha creado. En materia de religión, los nombres o etiquetas de los diferentes cultos no importan. La gran distinción es entre los hermanos del Islam y los hermanos de Cristo. Incluso esta separación la realizan por motivos prácticos, jamás para cuestionar o condenar determinadas creencias. Un sacerdote católico puede ser amigo del pastor protestante y nadie se escandaliza. En África la fe se toma tan en serio que las personas creen en lo que creen y no predican, más bien, viven lo que creen para dar validez a su código moral. Los domingos son destinados para adorar a su Dios en multiplicidad de idiomas, organizaciones y ritos. El día no importa, es un calendario invisible donde solamente la fe puede marcar el ritmo. Se ora y se canta en el idioma celeste, allá

donde el llanto es purificación y el sacrificio es culpa de la pobreza heredada.

5 Nairobi: La ciudad del asombro Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día. Octavio Paz

Nairobi fue la primera ciudad africana que pisé. Al bajar del avión tenía frío y una mujer, que venía de Carolina del Norte, me dijo que nunca había pensado en usar una chamarra en África. Al llegar al aeropuerto me preguntaron por un jugador de fútbol de mi país. No supe responder salvo con una sonrisa diplomática. Aquí los ídolos de occidente se han convertido en pequeños habitantes del olimpo del imaginario colectivo. Recuerdan nuestros olvidos y olvidan nuestras joyas: Aman la lucha libre, las telenovelas y el fútbol. Ignoran las imágenes de Frida Kahlo y a Galeano, que tanto escribió sobre estas tierras, sobre las llagas del tercer mundo. Para concebir Nairobi, capital de Kenya, hay que imaginar un adolescente obeso con niveles dramáticos de desnutrición. Es una ciudad llena de espejismos, de edificios que crecen como árboles en medio de la selva y de asfalto

colocado como mera decoración. Es obesa por la cantidad de construcciones, asombra para quien desconoce que todos esos rascacielos están huecos y que dentro del cemento que los compone hay sangre, miseria y corrupción. La realidad de la ciudad se refleja en otros espacios, los no-lugares como los “slums” donde se cohabita con la basura y la falta de recursos básicos. Colonias de hormigas para humanos, montañas de desperdicios y lodo y niños jugando en los charcos con agua estancada. Casas diminutas hechas de lámina y adobe, escondites del ahorro, centros que generan enfermedades y sueños de grandeza, obnubilados adolescentes que llevan galones de agua para abastecer a sus familias. En un pequeño espacio viven y existen más personas de las que pueden dar cuenta las leyes de la física. El humo del carbón dice que es real, que ahí viven personas en medio de cabras, cerdos y perros callejeros. Los canales del lodazal afirman su presencia como calles, todo pareciera ser una ciudad aparte, una nación sin nombre, sin bandera ni himno. Es un espacio para probar la razón de la humanidad, para gritar que el primer mundo existe gracias a que millones de hombres y mujeres y niños tienen que defecar en bolsas de plástico porque un sanitario es un lujo que no pueden permitirse. Les llaman “flying toilets” porque al terminar de vaciarse en la bolsa, la cierran y arrojan al infinito, pero como a los pobres no se les da el derecho a la infinitud, los desperdicios caen en otros techos o a los pies de un incauto que al

pisar sobre la misteriosa bolsa descubrirá que los secretos del mundo rara vez son otra cosa que mierda embolsada. Unos kilómetros fuera de los “barrios pobres” y la ciudad tiene otro cariz. El tétrico y siempre falso rostro del desarrollo. Los blancos, los eternos turistas, acuden a esas zonas para sentir que ha sido suficiente estar en medio de los pobres y para hablar de las grandezas económicas de África y para criticar a sus empleados locales. Lo hacen desde elegantes terrazas donde nadie parece aceptar que uno de los grandes males es justamente la presencia de los que no somos nativos y que, si bien es un pueblo que ha conquistado su independencia, todavía falta mucho para que gane su libertad. Centros comerciales diseñados para que los extranjeros escapen del infierno nairobita, cines que proyectan de manera tímida una

película

africana

contra

cinco

o

seis

producciones

norteamericanas. Restaurantes de comida exótica. Cafeterías decentes con mármol en las paredes: refugio de los que escribimos. Es una ciudad con dos historias, parte libro de Dickens y parte película de Fritz Lang (Metrópolis). Mi posición y mi trabajo en Nairobi me permite no ir a los extremos aunque demasiadas veces tengo un pie en cada frontera: donde los extranjeros decidieron importar su estilo de vida a otro suelo y donde los kenianos decidieron establecerse para sobrevivir al espíritu de la globalización. No son dos bandos ni dos grupos encontrados. La pugna se da en otros niveles, en el

desprecio con la mirada y en adjetivar la presencia de los diferentes con vocablos locales. Al final uno lo entiende: Ellos nunca serán nosotros y nosotros nunca seremos como ellos. El color de la piel apenas es un pretexto, hay una raíz llena de dolor que nosotros no conocemos. La herida fresca de una independencia pacífica y los abusos cotidianos de ambas partes. Lo digo una y mil veces: el verdadero enemigo del pueblo africano yace en ellos mismos. Nadie es más racista que un africano con otro africano. Lenguas de látigo, palabras lacerantes, unos dicen yo no soy negro, soy café y el de piel más oscura y palmas grises, el hijo o la hija del mítico Sudán, son objeto de sus burlas. Callan y el enojo sale por los ojos. Miradas que ejecutan y que vuelven a oprimir al otro. El discurso de la esclavitud revive cuando entre hijos del África buscan someter y humillarse.

En el centro de la ciudad los vendedores acosan a los de piel blanca. Los mendigos piden, alzan la voz para exigir su rebanada de pastel del capitalismo. Los policías, otra clase de mendigos, extorsionan a los viajeros desprevenidos, exhiben las esposas metálicas para amedrentar y mamar de las ubres de la extorsión. Más edificios, todos descuidados, todos monumentos de un momento en la historia que ya no es. Ahora ellos son los caóticos dueños de las calles,

del

tráfico

iracundo

que

se

empecina

en

volver

estacionamiento cualquier vialidad importante, del transporte público

que acelera para desafiar la lentitud africana y en su carrera no le preocupa perder una llanta o la vida de un pasajero.

Todos los ruidos, todos los sonidos, todas las explosiones, todas las masas, todas las alegrías. Nairobi es la ciudad del asombro porque cada día descubro algo nuevo, alguien también me descubre y en el intercambio se engendran amistades, traiciones, conveniencias y amor. A veces amar a los ciudadanos de Kenya es agotador por uno no termina de comprenderles. Nairobi es una montaña en la planicie, cordilleras de locura, precipicios de egoísmo. Luchando por recoser un manto raído: el de ser un pueblo tradicional y una ciudad de nuestro siglo. Vacas entre los automóviles, cultura desbordando los espacios, ladrones de traje, ladrones sin zapatos. Es la ciudad sede de la posmodernidad: aquí son y están en un mismo espacio todos los tiempos, todos los vicios y todas las salvaciones.

6 Del poder como droga El hombre, monótono universo, cree acrecentar sus bienes, y de sus manos febriles no salen, sin fin, más que límites. Giuseppe Ungaretti

Robusto, del tamaño de un armario, se acerca un policía keniano. Pide ver mi identificación. Me arrebata el pasaporte. No me mira a los ojos. Murmura “massico” y supongo intenta decir “México”. Sarcásticamente se ríe cuando le explico que en mi país hablamos español y no inglés; es tan ignorante que no acepta mi improvisada lección de geopolítica lingüística. Ten cuidado, advierte y se va. Mi crimen fue no detenerme ni bajar la mirada cuando iba pasando la caravana de automóviles de lujo del presidente. Los policías y los militares portan una pequeña vara de madera, es una representación del poder. Apenas levantan el brazo con varita en mano y cualquier disputa queda resuelta. Cetros para que cada africano con autoridad se sienta un pequeño rey. Bastones cortos para ayudar a que camine la tullida corrupción de los pueblos más empobrecidos de la Tierra. El pobre policía intentó amenazarme con su pequeño palo de madera

y cuando vio que en mí no surtía ningún efecto (acaso risa), sintió que lo estaba desafiando. África continental ha pasado por un periodo de libertad exorbitante. Sus países, otrora colonias del primer mundo, han tenido el

desafío

de

no

convertirse

en

sus

propios

captores.

Lamentablemente cambiaron de reyes pero no de sistema de gobierno. Pocas familias gobiernan al resto. Monarquías dictatoriales disfrazadas de incipiente democracia. La izquierda es un olvido que se llamaba Thomas Sankara o Julius Nyerere. Se han engendrando formas de vida tan irreales como surreales, la clase política es una suerte de olimpo negro lleno de sangre, corrupción y mentiras. Los países del Norte heredaron la idea de forjar castas políticas para mantener el poder y si hay una droga que viaja por todas las venas negras, por los barrios más pobres y por las mentes más sucias y limpias por igual, es el poder. En África el poder no es, en sentido estricto, una posibilidad, sino el resultado de lo que se obtiene cuando combinamos la idea de competencia del neoliberalismo y la falta de justicia de las economías empobrecidas. Quema, en cualquier infante africano, la ilusión de ser poderoso. Aquel ardor que empieza como un murmullo de la conciencia se vuelve llamarada que, apenas empieza

la

adolescencia,

explota

y

anida

personalidades

incandescentes. El crimen se vuelve relativo en una sociedad donde la ley es transformada a capricho del gobernante; donde la justicia es

despojada de su ropa y de la venda de sus ojos y es obligada a prostituirse para calmar la sed de lujos de los poderosos. Pero gran paradoja que el poder sea un cetro de madera, una corona invisible por la que tantos y tantas murieron. Curioso y lamentable que, hasta el día de hoy, los pueblos africanos prefieran el poder antes que la libertad. Aquí viene la paradoja: el poder no libera y fue el poder, en primer lugar, lo que volvió esclavos a los negros. Esta sed histórica parece que es fácilmente olvidada por ellos. No es la negritud parte esencial de su historia continental, es la humanidad misma la que se les presenta como aquel presagio hegeliano en la Historia donde apenas y pueden asomar la cabeza para decir que son personas y que los colores de la piel son el pretexto para aclarar que hay un norte y un sur y que los de arriba siguen siendo, incluso viendo el globo terráqueo, quienes dominan a los de abajo. La negritud no los constituye pero lo ignoran porque todos los pueblos oprimidos tienen la necesidad de pertenencia, de sentir que entre toda su miseria al menos hay algo que los distinga, un halo de distinción en medio de ser considerados productos desechables del primer mundo. Grande es el problema del ser y más grande todavía cuando el ser humano, con los pies atascados en arena movediza, no se da cuenta que junto a él están sus hermanos sufriendo la misma agonía. Al alcance de ellos está la ayuda, la fraternidad como solución, pero los de arriba, los devoradores de esperanza, los volvieron ciegos consumidores de

ilusiones; una caverna platónica actualizada. Entonces lo que vemos cuando vemos a un africano no es sino el espejismo que los mass media han creado, una figura de entresueño mitad enraizada con la selva, con lo salvaje y mitad famélica, víctima de una pobreza que supuestamente no tiene origen y cuya salvación será la caridad, alimentarlo con las sobras de los ricos.

7 Lo violento del tiempo Sobre la misma columna, abrazados sueño y tiempo, cruza el gemido del niño, la lengua rota del viejo. Federico García Lorca

El tiempo no existe en África, es una ilusión de Occidente. Es un lujo para quien puede vivir una larga vida. Una mujer camina con lentitud, mueve sus caderas con armonía. Sobre su cabeza un enorme jarrón de barro. Solamente una mano detiene el recipiente, la otra va en su cadera. Mira el camino sin mirarlo, avanza sin sentir el cansancio en su cuello. Sonríe. En la pequeña choza su familia toma el té con lentitud porque no es simplemente agua con hiervas y leche; es el esfuerzo de la caminata de la mujer. Los niños ríen y juegan a ser mayores: toman una vara y fingen ser pastores. Las vacas, que no conocen de amos ni de edades, aceptan la voluntad del pequeño pastor. A lo lejos un jeep se acerca a toda velocidad. Hay gritos y confusión. Del vehículo bajan sujetos armados. La misma chica que por la mañana sostenía el jarrón con magistral agilidad es obligada a matar a todos los miembros de su familia. Incluido a su hijo más joven, un infante de cuatro años. Su primo, que comanda al grupo

que la ha amenazado, le exige cortar todas las cabezas de los que ha matado y colocarlas en un costal donde antes guardaban carbón. Con lagrimas en los ojos y salpicada de sangre, ella obedece. Siete hombres le apuntan con un rifle mientras contemplan la escena. En realidad no todos son hombres, dos de ellos son menores de catorce años y otros no alcanzan los veinte años. La siguiente instrucción es ir al río y arrojar las cabezas. Ella se niega, mira los ojos de su primo, por primera vez durante la masacre, y le pide que la mate porque ella no puede hacer eso. Se lo suplica. Él ignora la petición y repite la instrucción. Llevar el costal con las cabezas a la orilla del río y arrojarlo allí. Resignada, toma el pesado costal y sale de la casa. Después de hacerlo, con el dolor de haber profanado el entierro digno de los miembros de su familia, piensa en su futuro. Presiente que al volver la violarán antes de matarla. Tal vez también lo hagan después. Su primo había perdido la noción del bien y del mal. El resto de su grupo estaba drogado. Probablemente su primo también. Decide saltar del puente para escapar. Teme morir aunque mientras lo piensa determina que peor sería vivir después de lo que ha hecho. Dios sabrá qué hacer conmigo, piensa para sí. Salta y al impactar sobre el riachuelo, se rompe el cuello. El mismo cuello que alegremente soportaba el peso del jarrón de barro. Muere instantáneamente.

África está hecha de historias semejantes. Todos los días conflictos tribales y territoriales generan cientos de muertes estúpidas. Continente de fuego, de pólvora, de sangre. Cada político es una mecha, una bomba de tiempo que no se sabe cuándo explotará y hará que sus seguidores, en una suerte de culto abnegado, provoquen las llamaradas de la violencia. Discursos de seducción, palabras que acaloran las mentes sedientas de muerte. La sangre africana tiene una coagulación diferente, no se seca, se vuelve una línea de vida que se resiste a irse, es un aceite sagrado: espeso, de olor intenso, de vida contenida. Las miradas de sus muertos lo dice todo en un brillo intenso, sus miradas destellan. Por eso creo que relacionan a los ancestros con las estrellas porque el resplandor lo han visto en los ojos de sus muertos. Las bocas abiertas, mostrando la dentadura perfecta. La piel apenas un poco más pálida. Sus muertos poseen una belleza escalofriante porque no parecen seres que se hayan ido. Parece que en cualquier momento tomarán aire y volverán a la lucha. Entonces aparecen sus heridas, su carne, que por dentro es rosada, se ve abierta, expuesta y ya no es posible que regrese a su condición original. Una vez que la gruesa piel negra ha sido violentada, realmente violentada, no hay nada que pueda repararla; misteriosa corteza. Qué pequeñas son las manos blancas cuando intentan salvar la vida de los africanos. Se necesitan extremidades de gigante para prevenir el odio entre ellos. Miro a todos los blancos, europeos y

norteamericanos, intentando impedir las agresiones entre los pueblos del África. Imagino pigmeos intentando detener una pelea de osos. Acaso algunos chillidos llegan a molestar a las bestias pero ninguno con suficiente persuasión para hacerlos cambiar de parecer. Son guerras que no son nuestras y son conflictos que nosotros no entenderemos porque no luchan por lo mismo que las personas en el primer mundo. Aunque el tema central sea el poder, jamás entenderemos que para ellos es más fácil matar para robar que simplemente amenazar con un arma falsa. Una cultura aparte que ha adoptado la violencia como moneda de cambio. No es para justificar una violencia que a todas luces es estúpida, pero debe bastar el conocimiento de una situación ajena en la que nadie, excepto los actores, debe involucrarse. Cuando ellos quieran, será la paz. Cuando ellos decidan, será la paz. Mientras queramos “civilizarlos” con nuestros esfuerzos patéticos de tomarnos de las manos y cantar, nos darán la paz que nosotros queremos y que ellos han comprado a cambio de ayuda en forma de comida, dinero, etc. Hasta que ellos, con madurez personal libre de influencias, quieran la paz, habrá paz en África. La paz africana no debe ser un concepto creado por el Norte para el Sur. La paz, en cualquier escenario o contexto, no puede ser impuesta. Además, ¿hemos olvidado quiénes fueron los que enseñaron la violencia a los africanos contemporáneos?

Curiosamente aquellos que ahora buscan la paz y la cordialidad entre esos pueblos otrora conquistados.

8 Noches en Nairobi o Volvernos selva [Sobre] la dialéctica de la embriaguez: ¿no será todo éxtasis en un mundo sobriedad vergonzosa en el complementario? Walter Benjamin

Reza un refrán zulu: “Si quieres llegar rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina acompañado”. Los kenianos, al igual que muchos africanos, prefieren la compañía que la soledad. Avanzar en las noches de Nairobi es descubrir otra ciudad que duerme durante el día y al salir la luna aúlla y se vuelve feroz. La selva que pudiera rodear el país se concentra en los corazones de los nairobitas. El tráfico desaparece de las calles. La oscuridad hace juego con las pocas luces rojas que relucen en las miradas de locales y de turistas. La música suena a todo volumen, la gente no se escucha y habla en el lenguaje del baile y de las miradas. La seducción es la fiesta de la intimidad que se comparte con cualquier desconocido. Nairobi es

una noche de fiesta, de rebeldía, de confusiones y de placeres evanescentes. Todas las pieles de todos los colores beben y ríen y bailan porque aunque sea África, tenemos la oportunidad de olvidarlo por un instante. Entonces uno está en Cuba, en Medellín, en Lima, bailando salsa y dejando que el tequila viaje por el cuerpo hasta llenarnos del calor que nos hace valientes para bailar sin ninguna clase de vergüenza. La cofradía de la noche, la guardia de centinelas de la madrugada, fraternidades ficticias que de alguna forma en ese momento de algarabía cobran sentido y crean vínculos. Al final todos somos hijos de la misma noche. Unos lloran su patria lejana, otros su patria inexistente pero todos bailamos en un ritmo descabellado. Sonrisas, miradas insistentes, lenguas, manos, cuerpos. Nairobi estalla de noche, olvida el recato y permite que en su seno briden con furor y nostalgia quienes quieran hacerlo. Las noches no tienen fronteras ni requisitos migratorios. De noche, en Nairobi, todos somos kenianos. Podría ir más allá y decir que bajo las estrellas nairobitas todos nos volvemos África. No es por la cerveza local o por los “shots” de tequila pero algo dentro de las personas despierta. Una amistosa bestialidad comienza a rondar por los cuerpos. No es que invite a la locura, es que la vuelve normalidad durante la noche. En medio de tal salvajismo musical, algunos viejos vuelven a ser jóvenes y algunos jóvenes maduran. El tiempo, nuevamente, se congela y es posible tocar la

felicidad entre los celebrantes. Las reglas también se desvanecen y en aquel terreno, tan lleno de ramas morales con follaje que todo lo cubre, es posible ser y hacer lo que la imaginación permita. No hay agendas ni hipocresías. Se desnudan los deseos para perderse en medio de la selva nocturna. Es imposible distinguir si se actúa como flora o como fauna, como bestia o como cazador. Los papeles se confunden, es una maraña de excesos apropiadamente acomodados en un pequeño bar. Las noches africanas parecen ser eternas. Si hay una noción de paraíso terrenal, probablemente sea Nairobi por las noches.

9 Kibera: La digna rabia Óyeme con los ojos, Ya que están tan distantes los oídos (…). Sor Juana Inés de la Cruz

De Kibera puede decirse todo: Que es el cinturón de miseria más grande en Kenia y el segundo más grande en el mundo. Que los baños vuelan por los aires y que mientras la gente hace filas para abastecerse de agua, una de sus fronteras colinda con un campo de golf con regaderas automáticas. Que entre sus montañas de basura pasean cerdos y perros. Que la malaria es provocada por el agua estancada en sus calles que en realidad son surcos de lodo. Que es un lugar de tránsito y la población es fluctuante. Que las tribus kenianas coexisten allí y hay cierta tensión debido a conflictos ancestrales entre las mismas tribus. Que hay una cantidad alarmante de personas con toda clase de enfermedades; desde problemas dérmicos hasta enfermedades de transmisión sexual. Que la gente vive en pequeños espacios y que los techos son de lámina. Que durante el tiempo de calor vuelve pequeños infiernos las casas y durante el frío se congela el metal, transitando del sauna al iglú en un mismo día. Que hay pobreza, desnutrición e inseguridad.

En fin, de Kibera puede decirse todo pero lo que se olvida mencionar es que allí vive un número indeterminado de seres humanos (los censos no se ponen de acuerdo). Es decir, de personas reales con problemas reales. Sin embargo y pese a todo pronóstico, Kibera no es solamente miseria perpetua. Se olvida mencionar que hay niños y niñas jugando y sonriendo y que cuando sonríen se les ilumina todo el rostro. Se omite que miles de personas en Kibera están enamoradas, ¡increíble! Tienen hambre, sed, enfermedades, pobreza y todavía poseen la capacidad de amar. No hay drenaje ni energía eléctrica debidamente instalada, no hay nada para desarrollarse; a pesar del contraste, la gente está irremediablemente contagiada de esperanza. Nada de esto aparece en las investigaciones sociológicas sobre Kibera porque no está bien decir que el empobrecido tiene derecho a la felicidad. Kibera fue fundada por los británicos cuando todavía se creía en la esclavitud en razón de la raza. Enviaron a los sudaneses que habían luchado sus guerras a un pedazo de selva como recompensa. El obsequio tenía la gentil intención de aniquilarlos: esperaban que entre ellos se extinguieran o que la fauna salvaje hiciera lo propio. Kibera nació para morir. Lo que ignoraban los ingleses es que la gente de África no vive de la misma forma que los occidentales. La muerte

camina hombro con hombro de los africanos y de las africanas. Entonces debajo de la bota imperial surgió la resistencia a morir por abandono y brotó un pueblo digno. De ahí que sean feroces.

En mi país, México, hubo un pequeño grupo que se resistió a obedecer instrucciones de suicidarse y años después se llamaron Ejercito Zapatista de Liberación Nacional y luego los medios de comunicación los bautizaron como “zapatistas”. Ellos hablan de dignificar los pueblos originarios, de luchar contra la opresión con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra paz. También dijeron que ante un sistema injusto cabía la “digna rabia”. El coraje de saberse libres aunque todo un planeta les grite que están yendo en la dirección opuesta del paraíso capitalista.

Así, todos los días, en Kibera, caminan voluntarios, misioneros, imanes, pastores, mujeres, hombres, niñas, niños. Todos dignos. Todos con la misma digna rabia. Todos en Kibera caminan contra el sentido común y extramente, todos o casi todos, son felices. De Kibera puede decirse todo. Lo que debe decirse es que su gente sabe sonreír.

10 Lo ilógico de ser voluntario en el Tercer Mundo La lógica en uso es más propia para conservar y perpetuar los errores que se dan en las nociones vulgares que para descubrir la verdad: de modo que es más perjudicial que útil. Francis Bacon

La danza de la posmodernidad nos dice que todos los tiempos son este tiempo, después se corrige y declara que no existe el tiempo. El mercado seduce con sus espejismos, con sus pirámides neoliberales, con sus melodías con sabor a café de Starbucks. Nada parece ser real y en realidad no importa que no lo sea; somos y estamos en tanto otros nos observan. Ser vistos ya no solamente es capricho, es condición indispensable para la existencia. La moda y sus tentáculos cada vez más y más incomprensibles. La economía mundial parece ir en declive, hacia el precipicio de la miseria. Los precios de la vida van en aumento. Llegará el momento en que respirar será un lujo y morir dignamente una exquisitez para unos cuantos. Las Universidades, otrora templos de diálogo intelectual, parecen refugios temporales o centros de capacitación para otorgar títulos; camino pero no destino, medio pero no fin. Las instituciones académicas se han convertido en agencias de colocación. La pasión vocacional fue sustituida por necesidades estériles. Entre tanto, una vez ejerciendo cualquier

profesión, se tiene que pensar en competencia, éxito y “visión empresarial”. Bolsillos llenos, cabezas vacías, corazones sordomudos. Los hijos del Sur quieren viajar al Norte para vivir los sueños americanos y europeos. El slogan es pegajoso: Ir siempre hacia arriba. Arriba de las personas al usarlas como escaleras. Arriba de los escrúpulos porque la conciencia es una voz distractora que nos aleja de la eficiencia. Arriba del mundo porque el Tercer Mundo es el infierno y el primer mundo es el paraíso terrenal. De repente, unos cuantos dicen que no. Un grupo de seres extraños con delirio de pequeñez decide ir hacia el Sur del mundo. Se lanzan, en dantesca búsqueda, a conocer el infierno de primera mano. Descubren que el Norte les ha estado contando mentiras sobre el Sur. Mientras unos quieren ser promovidos en sus grises oficinas para usar corbatas más costosas, un sujeto que viajó al Sur quiere ser más sencillo, vivir entre los pobres y ayudarles. Algunos curan, otros enseñan, otros cantan, otros hacen reír, otros hacen sonreír. Cada día el asombro les invade y ven que los cielos del infierno son hermosos y que sus habitantes en realidad son seres de carne y hueso, llenos de sueños e inquietudes. Los voluntarios están absolutamente trastornados. No entendieron el llamado del mercado a ser exitosos.

No comprenden que el dinero sea más importante que el amor. No creen en la fama o el éxito sino en la recompensa de una mirada agradecida. Allí van, con sus zapatos desgastados, ignorando que su simple presencia es una revolución. Y sus vidas también giran porque descubren la riqueza de los empobrecidos. Algunos regresan al Norte pero ya no son los mismos. Se volvieron hijos del Sur. Ya no ven con los mismos colores que antes. Se convierten en seres escindidos porque aunque sus cuerpos viven en el Norte, su mente está en el Sur. En este Sur donde el servicio es todavía un valor y no un retraso del progreso. En este Sur donde se tiene todo, incluso con las manos vacías.

Nadie le creyó a Pitágoras cuando dijo que la Tierra era redonda. Nadie le creyó a Copérnico cuando afirmó que nuestro planeta no era el centro del universo.

Nadie le creerá a los

voluntarios cuando proclamen que el mundo está al revés y que aquellos marginados, en realidad son los protagonistas de la raza humana. Nadie creerá que hemos entendido todo de la forma incorrecta y que, en efecto, la pobreza de los ricos es mayor que la miseria de los pobres.

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