Lugares y espacialización posmoderna

August 31, 2017 | Autor: Félix J. Ríos | Categoría: Culture, Lugar, Posmodernismo, Espacialidad
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LUGARES Y ESPACIALIZACIÓN POSMODERNA FÉLIX J. RÍOS Universidad de La Laguna

Resumen: En este trabajo se hace un análisis de algunos lugares utilizados en los productos artísticos posmodernos (los centros comerciales, las zonas turísticas, las ciudades) así como el proceso de espacialización que se lleva a cabo de forma paralela a la construcción poética. Habría que hacer una distinción previa entre los lugares concretos que configuran el escenario sobre el que se desarrollan los acontecimientos y la espacialización propiamente dicha. La localización es una actividad elemental mediante la cual se identifica el marco físico, cartográfico, de cada creación, mientras que la espacialización es una operación mucho más compleja que está ligada a la visión del artista y al modelo histórico y social del espacio en el que vive y que va a configurar una imagen del mundo determinada por los elementos ideológicos presentes en el tipo de cultura dominante en el momento de la producción artística. Así, la posmodernidad habla del vacío, de los no lugares, de un mundo globalizado sin referentes. Parecería entonces que hubo un momento en la historia en la que habitamos un mundo de lugares en los que se desarrollaba plena nuestra humanidad, mientras que en el mundo digitalizado del siglo XXI estamos condenados a errar sin horizontes, sin sentido. Sin embargo, los lugares nunca han tenido un sentido por sí mismos, sino que lo adquieren por la mirada y la acción de los seres humanos. Palabras clave: Lugar. Espacio. Cultura. Posmodernismo. Abstract: This paper provides an analysis of some places used in post-modern art products (shopping centres, tourist areas, cities) and the spatialization process that is carried out in parallel to the poetic construction. We should make a previous distinction between the concrete places that set the stage on which events unfold and the spatialization procedure. Localization is a basic activity in which you identify the physical framework, the mapping of every creation, while spatialization is a much more complex operation that is linked to the vision and the historical and social model the artist lives. Space sets up an image of the world determined by the ideological elements the type of culture prevalent at the time of artistic production. Thus, post-modernism speaks of emptiness, of non-places, in a globalized world without references. It seems there was a moment in history which we inhabited places where our humanity was fully developed, while in the digitized world of the XXI

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century we are doomed to wander without horizons, without sense. However, place have never had a sense by itself, but acquires that sense by the look and actions of human beings. Keywords: Place. Space. Culture. Post-modernism.

Nos dijeron que lo habíamos perdido todo. La modernidad nos había dejado sin dioses, sin el sujeto, sin el yo y sin ideología. ¿Qué más después del horror de Auschwitz...? Y cuando parecíamos condenados a vagar sin horizontes, cargando la pesada carga de Sísifo, llegó la posmodernidad para decirnos que tampoco nos quedaban lugares, que habitábamos el vacío más absoluto. Los acontecimientos que configuran la vida de los seres humanos suceden en algún lugar. A lo largo de la existencia, cada uno de nosotros identifica esos lugares y los clasifica y jerarquiza de una manera tácita. Podemos hablar de lugares interiores y exteriores, estáticos y cinéticos, cercanos y lejanos. Estamos hablando del espacio físico, real y tangible, el escenario sobre el que ensayamos nuestra feria de las vanidades. Estos espacios adquieren un sentido por la mirada y la acción de los seres humanos. No son lugares neutros. La espacialización del lugar tiene una dimensión ideológica que se manifiesta en el proceso de construcción artística y en la interpretación de la realidad que muestra el texto literario. De este modo, la estructura del espacio del texto se convierte en modelo de la estructura del espacio del universo, y la sintagmática de los elementos en el interior del texto, en el lenguaje de modelización espacial. […] Los modelos históricos y lingüísticos nacionales del espacio se convierten en la base organizadora para la construcción de una imagen del mundo, un modelo ideológico global propio de un tipo de cultura dado. Sobre el fondo de estas construcciones adquieren significado los modelos particulares creados por un texto o un grupo de textos dados. (Lotman, 1970:272)

Los románticos fueron más allá, o más acá, según se mire, porque no se quedaron en la cultura, en la moda o en la ideología, sino que se acercaron al individuo. Frente a las ideas neoclásicas, los artistas del Romanticismo se inclinaron por la configuración de un mundo que superaba la concepción racionalista mecánica y consideraba que la naturaleza y el hombre estaban unidos de una forma mucho más profunda e inexplicable. Por lo tanto, la naturaleza, el paisaje, el espacio en definitiva, no es algo que está ahí fuera y al que nosotros accedemos sino que nuestra vida está unida intrínsecamente al espacio que ocupamos. Estos espacios están también en nuestro interior. Nos afectan y nosotros los afectamos. Es una relación recíproca. La mirada de cada ser humano es la que crea el espacio sobre el lugar. Blake ya había impugnado con desdén la teoría física del siglo dieciocho. Y para Wordsworth el paisaje de su niñez no equivalía a agricultura ni a idilios neoclásicos,

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sino a una luz nunca vista sobre el campo o el mar. Cuando el poeta miraba en su interior, contemplaba algo que no le parecía reducible a un conjunto de principios sobre la naturaleza humana, […] los sentimientos humanos y los objetos inanimados son interdependientes, desarrollándose juntos según su propio modo, aunque de ello puedan darnos una idea equivocada nociones tradicionales nuestras como son la ley de causalidad y la dualidad de materia y mente o de cuerpo y alma. (Wilson, 1969:14-15)

José Luis Pardo, al hablar de una célebre conferencia de Heidegger –“El origen de la obra de arte”– en la que el pensador alemán se preguntaba por el origen, por el lugar natural, histórico de los seres humanos, concluye diciendo lo siguiente: No hay lugares naturales o naciones sustentadas en bases genéticas o raciales, lo que hay son Lugares del Espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya que sólo los lugares poetizados son habitables y los verdaderos Lugares los fundan los poetas y los artistas. (Pardo, 1998:22)

Los lugares interiores no pueden ser analizados científicamente, necesitan ser interpretados. No nos sirve la geografía, no se pueden delimitar mediante métodos cartográficos puros. Utilizaríamos, en todo caso, la herramienta hermenéutica: Los lugares, las culturas, las naciones se convierten en obras de arte que hay que comprender y juzgar exclusivamente desde su propia alteridad identitativa, es decir, en el contexto cultural inmanente que ellas mismas constituyen. (Pardo, 1998:24)

Ese contexto cultural inmanente al que Pardo se refiere tiene, también, en su concepción, elementos problemáticos. ¿Es la cultura de un pueblo, de una comunidad, la que sustenta y explica el ámbito espacial que sus artistas construyen? ¿De qué estamos hablando hoy cuando reafirmamos el valor de la cultura en la formación humana y, por lo tanto, en la creación artística fruto de los individuos que conforman una comunidad determinada? En las postrimerías del segundo milenio, el pensamiento humanista, un poco desorientado por los efectos de la globalización, cayó en la tentación de refugiarse en la diferencia cultural para huir de la quema. De ahí el éxito de los enfoques culturales de la antropología, la psicología o los estudios filológicos en los últimos decenios (buena prueba de ello es la preponderancia de los llamados Estudios Culturales en los programas universitarios que disuelven los espacios de especialización que hasta hace poco tiempo singularizaban nuestras disciplinas). Tenemos que relativizar el papel que la Cultura (con mayúsculas) desempeña en la construcción y representación de los lugares que aparecen en las creaciones estéticas. No podemos admitir una visión esencialista de la cultura. No se trata de establecer mecánicamente una relación de causa-efecto. Como afirma David Marín (2005:75) al hablar de los problemas que presenta la traducción, “[...] la categorización de las personas en unidades culturales no responde a una realidad natural [...]”.

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¿Habrá que volver al individuo, como vimos que hicieron los románticos hace un par de siglos? Lo que está bastante claro es el hecho de que no podemos utilizar el concepto de cultura como un cajón de sastre en el que cabe todo y que explica la imagen del mundo que muestran los textos artísticos. Se trataría, en consecuencia, de dejar de ver esencias culturales allí donde sólo hay diferentes habitus, es decir, comportamientos que surgen ante ciertos condicionamientos sociales, pero de tal manera que aquéllos no están determinados por éstos en forma mecánica, sino que poseen la capacidad de introducir transformaciones generadoras […] La reificación de los comportamientos sociales a través de un concepto de cultura considerado como un todo orgánico trascendente nos impide ver a las personas y sus acciones: sólo vemos epifenómenos de las culturas. (Marín, 2005:78)

La ciudad de Salzburgo aparece en las guías turísticas como una urbe tranquila y elegante en la que la cultura florece en cada esquina. Allí se celebra en verano un exquisito y famoso festival de música y teatro. Patrimonio Cultural de la Humanidad, podemos pasear por las calles y apreciar los monumentos de su barrio antiguo. Cuna de Mozart, es también la ciudad que acogió a Stefan Zweig durante unos años. De allí es natural Herbert Von Karajan. Veamos como habla de la ciudad Thomas Bernhard, otro de sus ilustres hijos: Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad, y detrás de la cual lo (o el) creador tiene que atrofiarse y pervertirse y morirse lentamente. Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialistacatólico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano. (Bernhard, 1975:16-17)

El contexto cultural no ha generado esta terrible composición descriptiva de un Salzburgo que, exista o no en el mundo real, ha sido creado por el escritor austriaco mediante la integración de sus pasadas experiencias en un espacio habitado y sufrido en su juventud. Recogemos el término habitus de la sociología de Bordieu1 porque creemos que permite superar la visión clásica de la cultura gracias a una concepción dinámica

1. El habitus se define como un sistema de disposiciones durables y transferibles –estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes– que integran todas las experiencias pasadas y funciona en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir. (Bourdieu, 1972: 178)

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y abierta del sistema social en el que se inserta el sujeto que, desde este punto de vista, percibiría el mundo a partir de unos esquemas conformados a lo largo de su historia, de su experiencia personal. Estas estructuras se convierten, a su vez, en principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que el sujeto social produce (percepciones, pensamientos y acciones). La visión que de la ciudad de Salzburgo tiene Thomas Bernhard no se explica por el nazismo, las guerras mundiales o las prácticas artísticas y culturales centroeuropeas sino por su cruda experiencia personal en la adolescencia. Su mirada es tan legítima como la de cualquiera que construya el espacio Salzburgo a partir de la imagen que su historia individual le proporcione, aunque sea la de Sonrisas y lágrimas.2 Claro está que en la actualidad vemos la obra de Bernhard como parte del pasado, es un clásico más. Admiramos la fuerza provocadora de su prosa pero hoy está en los anaqueles literarios de la modernidad, fagocitado por el sistema, asimilado, de la misma forma que los rebeldes del surrealismo son hoy figuras de museo. Hay un escritor destacado de la literatura norteamericana contemporánea que recoge en alguna de sus novelas el crecimiento industrial de la ciudad burguesa a finales del siglo XIX, de manera paralela al ascenso del capital. Hablamos de Edgar Lawrence Doctorow, que recrea en sus relatos el proceso que convirtió a Nueva York en la urbe cosmopolita que conocemos. En El arca de agua escuchamos a un personaje que piensa en otro espacio para ese lugar, un espacio arcádico, libre de todo lo que caracterizaba a una ciudad comercial y portuaria hacia 1870; un espacio irreal, locus amoenus que construye en su imaginación pero que sabe que nunca volverá. Desde aquel día, varias veces he soñado... yo, una rata callejera en el fondo de mi alma, sueño todavía hoy... que si fuera posible arrancar de la superficie de la tierra a esta Manhattan cubierta de desperdicios y adoquines... y a todas sus tuberías laceradas y goteantes, sus circuitos, sus túneles, sus raíles y cables... toda ella, como quien arranca una costra que cubre una piel lozana... retoñarían las semillas, brotarían los arroyos, la hierba y la maleza crecerían sobre las colinas ondulantes... maraña de enredaderas y campos de arándanos y de moras silvestres... Habría robles que darían sombra bajo el calor, y abedules blancos, y sauces llorones... y en invierno, la nieve reposaría inmaculada en su blancura hasta que se derritiera, pura y cristalina como agua de manantial. (Doctorow, 1994:211)

Los lugares literarios, entre otras cosas, nos están dando algo del alma del creador, sus sentimientos, sus deseos, sus obsesiones. Esos espacios nos remiten

2. Sonrisas y lágrimas es el título que se le dio en español a la película estadounidense, dirigida por Robert Wise en el año 1965, The Sound of Music, que se basa en un musical de Broadway del mismo nombre y que protagonizó Julie Andrews. La mayor parte de sus exteriores se rodaron en Salzburgo.

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al interior del hombre, del individuo que los crea; no son sólo espacios de ficción, estereotipos, constructos sociales de una época o reflejos de una corriente literaria determinada, son símbolos, retazos de la personal relación que mantiene el artista con el mundo. Es una cartografía íntima que adquiere carta de naturaleza en el momento de la creación y acabará formando parte de la cosmovisión de los receptores del producto artístico. Los nuevos creadores que viven en la posmodernidad construyen sus obras sobre espacios de soledad, los no lugares característicos del mundo contemporáneo, espacios de tránsito, múltiples e inconcretos, que son producto, aunque pueda parecer una paradoja, del exceso de espacio. Esta superabundancia espacial funciona como un engaño, pero un engaño cuyo manipulador sería muy difícil de identificar (no hay nadie detrás del espejismo). […] Esta concepción del espacio se expresa, como hemos visto, en los cambios en escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos los “no lugares”, por oposición al concepto sociológico de lugar, asociado por Mauss y toda una tradición etnológica con el de cultura localizada en el tiempo y en el espacio. (Augé, 1992:39-40-41)

Un significativo ensayo de Anxo Abuín (2009) recoge con prosa brillante el estado de la cuestión, la caracterización de una época que parece estar acabando también. Así de rápidos son los procesos socio-culturales en el nuevo milenio. La posmodernidad hay que situarla en la historia, el espacio posmoderno es fruto de un momento histórico concreto: indeterminado, fluctuante, ramificado, inestable y caótico. Un ciclo que parece ir quedando atrás porque vuelven las viejas evidencias. Pero será mejor no entrar en la espinosa cuestión de la muerte de la posmodernidad, una afirmación que necesitaría para su justificación un tiempo y un espacio con el que no cuento. Tal empresa sobrepasa los límites y las ambiciones de este trabajo. Vayamos al análisis de los productos artísticos posmodernos sin preguntar por su fecha de caducidad. Dice Abuín: Los espacios de la circulación, de la comunicación y del consumo son en cierto modo espacios de la soledad contemporánea, y los escritores (como Jean-Philippe Tousaint, Michel Houllebecq o Paul Auster) se encargan de describirlos con una escritura irónica, deshilachada y desesperada, uniéndose así a aquellos cineastas cuyas cámaras se han impregnado de los márgenes de la ciudad y de los escenarios sin memoria, vaciados de significados concretos, abiertos a la especulación, allí donde todo es ningún sitio. De este modo, el no-lugar se aleja de la utopía, al negar la posibilidad de una sociedad común, quizás la mera posibilidad de vida. (Abuín, 2009:267)

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La ciudad, uno de los lugares más importantes en la configuración arquitectónica y simbólica de casi todas las culturas y civilizaciones terrestres, desde las clásicas a las contemporáneas, parece estar herida de muerte. Aunque, paradójicamente, cada día seamos más urbanitas y menos rurales. En esas megalópolis que se extienden kilómetros y kilómetros sobre la tierra horadada, con unos suburbios en el extrarradio en los que no hay esperanza para las nuevas generaciones, en esas aglomeraciones urbanas de hoy en las que estalla de vez en cuando la revuelta social parece que se cumple la vieja premonición del no future. Veamos un ejemplo de la desaparición del concepto de ciudad –y por lo tanto, de su correlato, el concepto de ciudadano– a través del efecto desmembrador que supone la concentración artificial de lugares que un día fueron urbanos en los espacios de consumo. Estamos hablando de la aparición de los centros comerciales –y, por lo tanto, de su correlato, el cliente. Las galerías comerciales son un fenómeno que se remonta al desarrollo y apogeo de la burguesía en el siglo XIX. Frente a los mercados tradicionales que se repartían por pueblos y ciudades europeas desde la Edad Media y los barrios de artesanos que han dado nombre a tantas calles, el comerciante emprendedor busca concentrar los productos en un espacio común en el que también se refleje, junto a la abundancia de víveres y suministros, el nuevo nivel de vida. Unos burgueses que le han ganado la partida económico-social a los nobles, a la estructura sanguínea del Antiguo Régimen. El ejemplo paradigmático de estas construcciones son las famosas Galerías Lafayette de París, que tienen su reflejo en las Galerías Gum del Moscú zarista. Estos almacenes fueron construidos entre 1890 y 1893 y han resistido el paso del tiempo, las revoluciones y las guerras y siguen más vivos que nunca en el corazón de la capital rusa, frente al Kremlim. En Londres también tienen su monumento capitalista decimonónico: Harrods. Todo este sistema alcanza su eclosión en la segunda mitad del siglo XX, con los grandes edificios neoyorquinos que muestran con luz y sonido el poder del dinero. Uno de sus más claros ejemplos en la Trump Tower, donde el millonario empresario Donald Trump muestra el escaparate rutilante del capitalismo extremo. Los ejemplos se podrían multiplicar si nos fijáramos en los países árabes productores de petróleo o en algún gigante asiático... Pero vayamos mejor a los testimonios literarios. José Saramago publica su novela La caverna en el año 2000. En ella, un viejo artesano del barro mantiene una lucha numantina contra un gigantesco centro comercial que han construido en la ciudad y que amenaza al mercado local. El coloso capitalista acabará por devorar al pequeño trabajador. Sus piezas de cerámica no pueden competir con el plástico... Nos encontramos con la primera aparición del Centro en el relato de Saramago. El alfarero Cipriano Algor se acerca al lugar para dejar un encargo. El edificio es una mole sin personalidad que rompe con el paisaje habitual, con la disposición arquitectónica de la zona. No tiene ventanas porque, como todos sabemos, las galerías comerciales modernas se abren al interior, son auto-suficientes hasta en

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el paisaje, que construyen y modelan para canalizar el torrente humano que acude a la llamada del consumo patológico: Al fondo, un muro altísimo, oscuro, mucho más alto que el más alto de los edificios que bordeaban la avenida, cortaba abruptamente el camino. En realidad, no lo cortaba, suponerlo era el resultado de una ilusión óptica, había calles que, a un lado y a otro, proseguían a lo largo del muro, el cual, a su vez, muro no era, más sí la pared de una construcción enorme, un edificio gigantesco, cuadrangular, sin ventanas en la fachada lisa, igual en toda su extensión. (Saramago, 2000:16-17)

El viejo alfarero reflexiona sobre la concepción del Centro. Sin tener estudios, sólo con la sabiduría que da la experiencia, llega a una conclusión inquietante, el centro comercial es mayor que la ciudad aunque físicamente no sea así: [...] cada vez que miro al Centro desde fuera tengo la impresión de que es mayor que la propia ciudad, es decir, el Centro está dentro de la ciudad, pero es mayor que la ciudad, siendo una parte es mayor que el todo, probablemente será porque es más alto que los edificios que lo cercan, más alto que cualquier edificio de la ciudad, probablemente porque desde el principio ha estado engullendo calles, plazas, barrios enteros. (Saramago, 2000:292)

Desde un ascensor en movimiento se tiene una visión privilegiada del lugar y su actividad unos minutos antes de la apertura al público. Saramago desgrana, una a una, las maravillas del centro, los lugares casi infinitos que lo pueblan, mediante una exhaustiva enumeración de los negocios y actividades que allí se han instalado, incluido un paisaje tradicional de resonancias bíblicas: La parte del ascensor que miraba al interior era acristalada, el ascensor iba atravesando vagarosamente los pisos, mostrando sucesivamente las plantas, las galerías, las tiendas, las escalinatas monumentales, las escaleras mecánicas, los puntos de encuentro, los cafés, los restaurantes, las terrazas con mesas y sillas, los cines y los teatros, las discotecas, unas pantallas enormes de televisión, infinitas decoraciones, los juegos electrónicos, los globos, los surtidores y otros efectos de agua, las plataformas, los jardines colgantes, los carteles, las banderolas, los paneles electrónicos, los maniquíes, los probadores, una fachada de iglesia, la entrada a la playa, un bingo, un casino, un campo de tenis, un gimnasio, una montaña rusa, un zoológico, una pista de coches eléctricos, un ciclorama, una cascada, todo a la espera, todo en silencio, y más tiendas, y más galerías, y más maniquíes, y más jardines colgantes, y cosas de las que probablemente nadie conoce los nombres, como una ascensión al paraíso. (Saramago, 2000:313-314)

Es la apoteosis del sistema capitalista, lo sublime histérico, según Fredric Jameson (1984), elemento característico de la estética posmoderna. La fascina-

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ción por las nuevas tecnologías crea un subsuelo emocional en el que el sujeto expresa y desarrolla los rasgos constitutivos del nuevo pensamiento, pensamiento débil, claro está: la superficialidad, tanto en la teoría contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen y el simulacro y el debilitamiento de la historicidad en la llamada historia oficial3 y en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada. Otro ejemplo de lugar/no lugar posmoderno es la urbanización turística, un espacio artificial que se crea para la circulación del visitante que busca, durante unos días. el descanso y la re-ubicación planificada de su cuerpo y de su mente para, de ese modo, alcanzar lo que algunos consideran el mejor remedio contra la tensión de la vida actual: las vacaciones, el ocio personal o familiar. Roberto Bolaño escribe en 1989 una novela, El tercer Reich, en la que relata el viaje que una pareja de jóvenes alemanes, Ingebord y Udo, hace a la Costa Brava para pasar unos días de descanso veraniego en un hotel cerca del mar. Es su primera experiencia de vida en común. Sin embargo, la cosa no sale como habían planeado. La trama se complica, ella acaba por volverse a Alemania cuando termina su período vacacional pero él no la acompaña, decide quedarse y prolongará su estancia hasta finales del mes de septiembre... Parece que una extraña atracción por el lugar y su gente le impide al joven la vuelta a su vida habitual. No hay raíces, ni parece que Udo las quiera buscar –de niño veraneó en el mismo hotel con su familia. Quizás esté buscando un lugar vacío, sin atributos, soledad del no ser... El mes de agosto está acabando y comienzan las lluvias, se termina la temporada. 28 de agosto Hoy, por vez primera, amaneció nublado. La playa, desde nuestra ventana, se veía majestuosa y vacía. Algunos niños jugaban en la arena pero al poco rato comenzó a llover y fueron desapareciendo uno tras otro. En el restaurante, durante el desayuno, la atmósfera también era distinta; la gente, que no puede sentarse en la terraza por la lluvia, se acumula en las mesas del interior y el tiempo del desayuno se prolonga y da pie para hacer nuevas y rápidas amistades. Todos hablan. Los hombres comienzan a beber antes. Las mujeres viajan constantemente a sus habitaciones en busca de ropa de abrigo que en la mayoría de los casos no encuentran. Se hacen chistes. Al poco rato el ambiente general es de fastidio. (Bolaño, 2010:96)

3. “Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”, decía Fukuyama en su famoso artículo de 1988,”Tras el fin de la historia”. ¿Qué quedó de todo aquello? La fuerza de los hechos históricos –¡otra paradoja!– se lo llevó por delante.

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Avanza el mes de septiembre y cada vez hay menos clientes en los establecimientos de la zona costera. El protagonista advierte que el hotel en el que se alojaba” “[...] estaba sumergido en un silencio invernal.” Sin embargo, alargará todo lo posible su estancia. No quiere volver a su país, a la realidad, al trabajo que lo espera. En la costa no pasa nada, no pasa el tiempo. La soledad y la vulnerabilidad lo llenan todo. Finalmente Udo vuelve a Alemania y así acaba el viaje y la novela. Si en la posmodernidad no parece haber horizonte es porque no hay paisaje. Paisaje interior. Ya hemos advertido la artificiosidad de la construcción personal que supone la configuración del lugar en las sociedades humanas. Siempre. Por lo tanto, no deberíamos caer en la trampa posmoderna que supone que hubo un momento en la historia en la que habitamos un mundo de lugares en los que sí se desarrollaba plena nuestra humanidad, mientras que en el mundo digitalizado del siglo XXI estamos condenados a errar sin horizontes, sin sentido. Sin embargo, los lugares nunca han tenido un sentido por sí mismos, sino que lo adquieren por la mirada y la acción de los seres humanos. En el caso que nos ocupa, por la mirada artística. Como afirma José Luis Pardo, la obra de arte está siempre fuera de lugar y, aunque sea un signo, no conoceremos nunca su significado propio o recto a no ser que estuviera en su propio lugar: Como no lo está, no nos ofrece más que una galaxia nebulosa de connotaciones o sentidos implícitos de la cual no podemos extraer una denotación, una interpretación recta o un significado explícito […] (Pardo, 1998:30)

¿Qué hacer entonces con los lugares posmodernos que son, al mismo tiempo, no lugares, espacios vacíos, caos, inconcreción,...? Nada. Dejarlos en su sitio, analizarlos, comentarlos para acabar proponiendo un nuevo lugar, una nueva espacialización que busque desde la globalización, bitácora de estos tiempos, la superación de ese momento histórico y cultural que marcó el final del siglo XX. Cada uno de nosotros, al madurar, restringe sus propios horizontes de vida, se especializa, se ciñe a una esfera determinada de afectos, intereses y conocimientos. La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, y, así haciéndolo, muestra también la contingencia, relatividad, y no definitividad del mundo “real” al que nos hemos circunscrito. (Vattimo, 1989:86)

Lo que toca ahora es descubrir o inventar espacios de significación en los que sea posible ensayar nuevas miradas, nuevos signos que interpreten mediante otros procedimientos el complejo mundo tecnológico y comunicativo que habitamos y que tanta suspicacia provoca en muchos de nosotros. Se trata de reconstruir, redimensionar, recartografiar con nuevos elementos, con nuevos instrumentos, el concepto espacial, mental, de la especie humana, de lo local a lo global, a lo universal. El planeta en su conjunto es la nueva unidad de medida. Habrá que

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lanzarse a la búsqueda de configuraciones artísticas del espacio que respondan al desafío que supone el encuentro con el futuro.

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