Luchas por la Hegemonía y el Derecho a la Salud Indígena

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Descripción

Seminario Pueblos Indígenas Gretel Echazú Estudiante Grado Licenciatura en Antropología LU: 705.974 [email protected] Categoría: Curso

Luchas por la hegemonía y el derecho a una salud indígena Escribimos este trabajo con una intención: la de pensar los procesos de Salud/Enfermedad/Atención y Cura 1 desde una perspectiva no positivista, que reivindique el análisis histórico cultural y las relaciones de poder. Hallamos en ello dificultades importantes, desde el momento en que los estudios de las memorias, cuyas líneas de análisis nos interesan, no han ahondado en la problemática que nos atañe, siendo el interés por la marca del poder o la violencia institucional en el cuerpo el punto más cercano de convergencia que hemos encontrado con ellos (Burgat, 1996; Jelin, 2002). Desde las otras perspectivas dedicadas a estudiar los procesos de S/E/A/C en comunidades indígenas, es más frecuente encontrar una mirada despolitizada de los mismos, que los ubica en la capa rígida de una configuración cultural estática, inferior al estilo del funcionalismo, superior al estilo del estructuralismo2. Reconocemos pues que la influencia fundamental de nuestro trabajo está situada en la perspectiva de las memorias y el interés en las luchas políticas, más que en una antropología médica clásica o una epidemiología social. Por otra parte, reconocemos en la antropología feminista la motivación por desnaturalizar nuestras prenociones sobre los cuerpos y sus experiencias, incluidas especialmente las referidas a la S/E/A/C, ya que la medicina ha sido una de las disciplinas que más se ha ocupado de nominar, jerarquizar y clasificar el mundo a través de las diferencias corporales -de sexo pero también étnicas y etáreas- (Esteban, 2006). Para pensar en la situación de salud de los pueblos indígenas, es necesario reconocer que los datos epidemiológicos, la organización y calidad de los servicios de salud y las relaciones entre los profesionales de la salud y las comunidades indígenas no son “hechos sociales” que puedan contemplarse como cosas: están, en gran parte, determinados por el contexto de las relaciones interétnicas. Este contexto interétnico está, según Langdon (1999), caracterizado por relaciones jerarquizadas en dos sentidos. En primer lugar, la relación de jerarquía que caracteriza a las relaciones interétnicas en general, que refiere a la posición del indígena frente al no indígena en nuestras sociedades3. El segundo sentido refiere a disposición jerárquica entre los saberes, en la cual la cultura de la biomedicina se posiciona como hegemónica frente a los saberes vernáculos (Rahnema,

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En adelante, S/E/A/C. Estos procesos son comprendidos por Ortega Canto (2006) como estructuras de significado que implican el desarrollo y uso de representaciones sociales por parte de los actores involucrados en ellos. Deben entenderse como procesos socialmente constituidos. Esta noción nos remite a la necesidad de comprender sus vinculaciones mutuas: los modos de percibir y vivir la salud; de enfermar y percibir la enfermedad; de modificar (o no) el curso de esa enfermedad; y de sanar y percibir esa cura. La idea misma de proceso remite al carácter histórico de estas cuestiones, a la necesidad de vincularlas a contextos locales específicos y pensar en forma situada en las diversas maneras de apropiación, intervención e influencia sobre los mismos. Estas acciones diversas se ven diferenciadas, jerarquizadas y negociadas en virtud de las luchas entre sectores de la sociedad, que reproducen o contestan las interpretaciones de los procesos mismos de S/E/A/C. Añadimos a la categoría comúnmente utilizada de procesos de Salud/Enfermedad/Atención la de “Cura”, pues consideramos que esta dinámica debe ser considerada integralmente como una instancia que comienza y termina en la percepción y vivencia de los agentes. Considerar a la atención sanitaria como la última fase de estos procesos involucra desplazar la mirada del actor hacia los sectores de poder, y considerar que la atención sanitaria conlleva en sí la cura, independientemente de la persona que se atiende. 2

El funcionalismo comprende a la salud humana como factor dependiente de la satisfacción de necesidades básicas (alimentación, vestido, vivienda etc.) consideradas universales. Por otro lado, el estructuralismo se interesa por el simbolismo que rodea a la salud y enfermedad en tanto que expresión de una estructura simbólica universal, común a todas las sociedades humanas. Ninguna de las dos posturas ha contemplado la interacción del mundo indígena con el afuera, por lo tanto, no se ha planteado los procesos de S/E/A/C en términos relacionales; ni ha asumido una perspectiva histórica para mirar estas conexiones. 3

La marginalización, pérdida del territorio, transformaciones ambientales, la consecuente pérdida de las técnicas tradicionales de subsistencia y la explotación por parte de la sociedad mayoritaria causan una situación de salud muy precaria en gran parte de los casos.

1996), dificultando la plena realización del principio de respeto de los saberes y prácticas indígenas que las legislaciones internacionales propugnan. En el presente trabajo, pretendemos realizar una contribución a la discusión sobre la problemática de los aspectos de la salud de los pueblos indígenas en el marco de una historia (precaria, somera, arbitraria) de las intervenciones en salud en el marco de los procesos de formación identitaria más amplios y de un análisis crítico de las normativas referidas a la salud vigentes en el plano internacional y el nacional. Nos interesa aquí tender líneas de reflexión hacia lo que consideramos la vulnerabilización del hacer cultural de los pueblos indígenas de nuestro país a través de la lucha por nominar, clasificar e intervenir sus modos de vida y dentro de estos, sus propios procesos de S/E/A/C. No es novedad que la medicina ha sido una de las disciplinas que más fuertemente contribuyó a la formación de poblaciones reguladas e individuos disciplinados en la formación de los Estados – Nación modernos (Foucault, 1996). Aquí queremos pensar en la forma en que históricamente el Estado “habló” acerca de la salud de los pueblos indígenas, lo cual involucra bucear en discursos que se referían sin eufemismos al genocidio o al etnocidio, como el de los médicos higienistas del siglo XIX. El final del camino que en este trabajo recorremos se emplaza en los discursos del riesgo que hacen hincapié en las ideas de vulnerabilidad social y legitiman la intervención normalizadora sobre el cuerpo indígena, individual y social, como la iniciativa APS de fines del siglo XX. Las nociones de hegemonía y subalternidad organizan nuestra comprensión de la configuración de fuerzas (actores, instituciones, mediadores, auxiliares, sujetos a intervenir) situadas socialmente, y encaminan la comprensión de los procesos que en ella ocurren: intervenciones sobre los cuerpos, apropiación de las experiencias de sufrimiento-placer y de la vivencia de determinados itinerarios corporales, silenciamiento u olvido de memorias diversas/particulares de lo referente a los procesos de S/E/A/C, silenciamiento de la diversidad de percepciones de la propia corporeidad, vulnerabilización – pauperización de las subjetividades y también resistencia y conflicto. Siguiendo a Kalinsky (2000), contemplamos a la interculturalidad no como un “encuentro” entre culturas sino como un campo de conflictos donde unos intereses intentan imponerse sobre otros. Del mismo modo, concebimos a la hegemonía como una forma de dominación con consentimiento, que no es monolítica, sino que involucra una diversidad de producciones políticas con demandas de significado. De este modo, consideramos que la identidad de los agentes que forman parte de una comunidad indígena no abreva de una sola fuente de significado: no es “puramente” indígena, o indígena desde la auto-nomía. Lo indígena se construye tanto desde la oposición con lo no-indígena, como también desde la apropiación de sentidos no indígenas en forma táctica (Isla, 2002). Por ello, desde la perspectiva del investigador, todo estudio sobre lo indígena involucra una revisión, implícita o explícita, de lo no indígena. Es esto lo que destacamos cuando asumimos la perspectiva interétnica en el estudio de cualquier proceso social en los pueblos indígenas, incluidos los de S/E/A/C. Todo estudio sobre políticas y prácticas de salud en esta área involucra también el estudio de políticas de salud no indígenas, indiferenciadas, que se piensan sobre un modelo de sociedad determinado y se implementan, con más o menos éxito, en la sociedad real. Nuestro trabajo se divide en cuatro partes: - Un recorrido histórico por los procesos de formación identitaria y el papel cambiante de las políticas de salud dirigidas a los cuerpos, donde seguimos la línea de reflexión acerca de la forma en que el poder (colonial,

estatal o supraestatal) nomina a los indígenas e interviene sobre ellos, y cómo se acentúa esto en el tiempo en lo que hace a los procesos de S/E/A/C. - Normativas referidas a la salud indígena, parte que analiza las leyes nacionales y normativas internacionales donde se hace referencia a la cuestión de la salud indígena, y de qué modo. - Discusiones, donde ponemos sobre el tapete los trabajos de dos autores, J. Palmer y A. Torres, que estudian, indirecta o directamente, los procesos de S/E/A/C en grupos indígenas contemporáneos, de las tierras bajas y de las tierras altas. - Salud y lucha indígena, punto en el cual cerramos nuestra propuesta centrándonos en la importancia de analizar críticamente las nociones de multiculturalidad en el ámbito de la salud y de estudiar las dimensiones cruzadas de la normatividad y las prácticas, deliberando acerca de la particular tensión que puede atravesar una demanda de autonomía indígena en lo que hace, específicamente, a los procesos de S/E/A/C. 1. Recorrido histórico por los procesos de formación identitaria y el papel de las políticas de salud dirigidas a los cuerpos. Es la intención de este apartado recorrer brevemente, y no de forma exhaustiva, la línea de acercamiento al Otro y de construcción de la alteridad indígena en lo que hace a los saberes y prácticas de la medicina y las ciencias de la salud. Definimos cinco momentos que nos parecen significativos. Reconocemos aquí que existen entre unos y otros momentos ciertos espacios, hiatos que no cubrimos 4. Nuestro recorrido señala cinco momentos elegidos: la Colonia, el inicio del Estado – Nación Argentino, el de la corriente Higienista, el momento Peronista y el que se abre a partir del desarrollismo de los años ´70 hasta nuestros días. La Colonia. La dinámica de acercamiento al Otro ha tenido históricamente un tinte patriarcal y racista. En el espacio colonial del siglo XVI, hasta las Reformas Borbónicas de fines del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XIX 5 la medicina ha sido, más que la ciencia de lo jurídico, la religión o la economía, la que ejercitó el mayor grado de control de conocimiento sobre el pueblo colonizado y la que lo hizo, además, con mayor rapidez: los conocimientos médicos modernos sobre los procesos de S/E/A/C, de acuerdo a la óptica occidental, debían aceptarse de buena voluntad ya que la ciencia se construía y comprendía como una herramienta neutral, de la que puede beneficiarse toda la humanidad por igual, sin distinción de raza, género o clase social. Esta postura, que partía de una subordinación epistemológica (a priori, esencial y definitiva) de los conocimientos – prácticas del Otro, fue el punto de partida de la comprensión de los grupos sobre los cuales intervino la medicina en contextos extraños. Bajo esta pretendida calidad de igualitaria de la ciencia médica occidental se escondía un intento sostenido de imposición y apropiación de los cuerpos, las prácticas y las formas de ser/estar en el mundo del Otro indígena. Este intento ponía repetidamente en marcha la lógica hegemónica que involucra todo proceso colonizador, cosa que en todos los casos comprendía un alto grado de violencia hacia el Otro colonizado. La medicina occidental moderna, en virtud de sus bondades demostradas estratégicamente por medio de las más diversas técnicas de propaganda y su “tolerancia” hacia el Otro 6, acabó construyendo con mucha mayor rapidez 4

Es en virtud de esto que elegimos la denominación de momentos, y no de etapas, ya que si bien ambos representan la intención de una aproximación temporal, la segunda reivindica un trazado sistemático de acontecimientos y procesos mientras que de acuerdo al primero es factible detenerse sólo en la cristalización de determinadas situaciones particularmente densas que nos interesa interpretar. 5

Estas reformas estuvieron dirigidas a reafirmar el poder de la corona española sobre sus posesiones americanas y alentaron la formación de una elite intelectual que incorporó a sus preocupaciones los problemas sanitarios. 6

Otro al que se le reconocían determinadas cualidades, como el hecho de que “el instinto natural de conservar la salud y la vida está muy desarrollado hasta en las razas más atrasadas y salvajes” (Martín Salazar, 1927; citado por Molero-Mesa, 2006).

que otras su estructura interventora, su institucionalidad racional en el territorio del Otro. Esta construcción permaneció hasta la luchas de la Independencia y permeó la construcción posterior del Estado – Nación Argentino. Inicios del Estado – Nación Argentino. Para Corrigan y Sayer (1985), es necesario desnaturalizar nuestra idea misma de Estado, dándole menos concretitud: “es en gran parte un constructo ideológico, una ficción (…) a lo sumo un mensaje de dominación, un artefacto ideológico que atribuye unidad,

estructura e interdependencia a los trabajos desunidos,

desestructurados e independientes de la práctica del gobierno”. Con la formación de los Estados – Nación, la lógica de intervención en los espacios extraños adquirió, en virtud de estas ficciones autopromulgadas, nuevos contornos y especificidades. Foster (1991) señala: “el Estado nunca para de hablar”. Esta metáfora evoca ideas de persistencia, permanencia, durabilidad sostenidas a lo largo del tiempo. La voz del Estado es la mayoría de las veces sutil, casi imperceptible, y se encarna en los cuerpos de los sujetos que gobierna a través de una serie de tecnologías, que Corrigan y Sayer (1985) sugiere son a la vez totalizadoras e individualizadoras. Al totalizar, se alza una identidad compartida, un sentido de comunidad: el Estado actúa como comunidad moral, como ente con autoridad moral y legal, que demanda la obediencia de la población. Al individualizar, se escinde al individuo de su grupo de pertenencia y se lo sujeta a los imperativos de la Ley, apoyada en la noción de contrato libre entre partes. En el Estado – Nación moderno, la ley construye a los sujetos, y lo hace de manera idéntica según el derecho liberal. En este frente, el orden social se mantiene apelando al sentido del deber (Carrasco, 2006). Como argumentan Corrigan y Sayer (1985): “el disciplinamiento moral efectuado en la formación del Estado tiene menos que ver con una “integración” neutral de la sociedad que con el mandato de hacer cumplir la ley”. En un primer momento, los indígenas significaron, para conquistadores y colonos, una presencia que les podría reportar dos clases de recursos: mano de obra y tierra. Así, la primera circunscripción de lo indígena como tal en el marco legal aparece en la Constitución Nacional sancionada en 1853. Allí se explicita la voluntad de hacerlos partícipes de la nación bajo tres condiciones: sometimiento, desterritorialización y radicación (Carrasco, 2000). En el siglo XIX, las intervenciones en salud muchas veces tomaron la forma de discursos centrados en una “transición deseada” por las elites del Estado – Nación argentino en formación, cosa que involucraba el paso de un modo de sociedad a otro y la asimilación, por parte de los pueblos indígenas, del ideario occidental de valores y de las categorías médicas referidas a los procesos de S/E/A/C. Es aquí donde la regulación y el disciplinamiento toman la forma de un discurso homogeneizador que es, a la vez, individualizador, dinámica doble que impacta desde dos frentes en la constitución vernácula de los pueblos indígenas: tendiendo al resquebrajamiento de sus marcos de referencia locales en relación al Estado Nacional y a la reorganización congnoscitiva de roles y posiciones en la sociedad de pertenencia en virtud de nuevas tecnologías de clasificación centradas en el individuo y su cuerpo (Foster, 1991). Por supuesto, este proceso no fue nunca definitivo ni completo: toda imposición de categorías resultó ser una lucha entre fuerzas, momentáneamente hegemónicas o subalternas, en una pugna de memorias que interpretaran los cuerpos individuales y sociales. Estas luchas, a pesar de nunca detenerse, involucraron también el ascenso de una idea particular, de una “homogeneidad putativa” (Foster, 1991) que se convirtió en la cristalización del “deber ser” prevaleciente en un momento y lugar determinados. En consecuencia, la construcción de lo que se ha denominado en estos

contextos la “conciencia colectiva” de una Nación fue siempre un logro, el producto parcial de una lucha contra otras perspectivas, otras formas de moralidad, aquellas que expresaban las experiencias históricas de los dominados (Corrigan y Sayer, 1985). Es éste el modelo de sociedad y de ciudadano que comenzó a discutirse con asiduidad en nuestro país desde la generación de 1880, y motivó la adscripción a escuelas de pensamiento provenientes de Europa occidental, como el higienismo, la eugenesia y el darwinismo social, y una particular formulación en el ámbito nacional. La Corriente Higienista. Hacia fines del siglo XIX y principios del XX las reflexiones de las elites latinoamericanas estuvieron fuertemente vinculadas a las ideas de la eugenesia y darwinismo social que comenzaron a hacerse un espacio en las escuelas de pensamiento de la época (Leys Stephan, 1991). En Argentina, la eventualidad de situarse en una posición favorable en el concierto de Estados – Nación mundiales involucró la apelación al mestizaje desde una concepción particular: debían absorberse todos los tipos raciales, fundirse en un “crisol” unificador. Sin embargo, el mismo proceso presentaba caracteres de diferenciación: allí debían tender a desaparecer los tipos inferiores a la vez que prevalecer los tipos superiores. La deseada “blanquización”, ambicionada mediante el fomento de la inmigración europea, tenía su correlato en la negación del Otro indígena al interior de las fronteras nacionales y, más adelante, lo tuvo en la expulsión del Otro proveniente de países limítrofes (Grimson, 1999). Es interesante señalar la vinculación de estas políticas con la ciencia y la profesión médicas. A principios del siglo XX nace la salud pública como disciplina capaz de dar cuenta de la enfermedad colectiva: a diferencia de la salud individual, se encargaría de las causas que permanecen “por fuera” de los cuerpos. “La salud pública transforma al Estado en el mago que explica el riesgo [social] y lo previene” (Granda, 2000). En este contexto, el higienismo como corriente de pensamiento resulta ser un espacio fundamental de producción de dispositivos de saber- poder en el marco de la institucionalidad estatal. Las obras de divulgación científica de la época nos dan una pauta acerca del clima de ideas vigente. Un médico escribe a principios del siglo XX un tratado de higienismo7 destinado a su uso en educación media. Allí define el concepto de higiene: “la higiene es el arte de conservar la salud, para cuyo fin indica las reglas que hay que seguir y los peligros que hay que evitar”. Su objetivo es tanto el cuidado que debe tener cada individuo de sí como el que un Estado debe tener de sus ciudadanos. Todo ser humano que habite el suelo argentino es preso de este deber que se trasviste de derecho, incluidos, especialmente, aquellos actores sociales desfavorecidos en la configuración étnica, de clase y de género en la Argentina del momento8. Cuando se refiere a la higiene social, señala: “El Censo Nacional de 1895 nos da algunos conocimientos acerca de la etnología argentina. La población autóctona, en la época del descubrimiento y la conquista, se componía de razas indias que se distinguieron después con los nombres de guaraníes, quichuas, araucanos, abipones, querandíes y otros. Cerrada la América para los extranjeros mientras duró la dominación española, fueron los españoles los que produjeron el primer cruzamiento con las razas americanas, que transformaron el tipo autóctono en otro que se asemejaba al de la raza caucásica. Después de la proclama de nuestra independencia comenzaron á fluir á la república inmigrantes de otras nacionalidades europeas; anglo – sajones, eslavos etc., que modificaron poderosamente los elementos étnicos del país. El cabello rubio, los ojos azules, antes tan raros, empezaron á abundar. (…)Actualmente, más de cincuenta naciones, con sus elementos étnicos incorporados á nuestro país, contribuyen á la transformación étnica de nuestra nacionalidad, de modo tan vivo y poderoso, que el elemento autóctono, el indio, va desapareciendo rápidamente (…) La población aborigen marcha (…) rápidamente a su desaparición; actualmente son pocos los que no hayan sido absorbidos por nuestra civilización. La república formará dentro de pocas generaciones una sola y hermosa raza blanca, de tipo bien definido y mejorado por el cruzamiento de la sangre.”

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“Elementos de Higiene Pública y Privada”, Dr. M. Benítez (1902), Imprenta y litografía “La Buenos Aires”. Biblioteca Popular de Cachi.

Carrasco (2000) apunta para este momento: “los nativos son vistos como ciudadanos sin acceso pleno a los derechos del resto de los habitantes del país, aunque con las mismas responsabilidades”.

El presente documento expone las preocupaciones “sociales” de la medicina del momento, y señala que la cuestión de los pueblos indígenas fue materia de estudio de los médicos higienistas de la época a partir del reconocimiento de una preexistencia indígena entumecida en el pasado y la inmediata elaboración de medidas para su asimilación. Esta cuestión requirió tiempo y esfuerzo: el indígena debía orientar su cuerpo a fines justos, fundiéndose en los cuerpos de la nueva comunidad imaginaria de la Nación y permitir que de ello nazca una mejor sociedad. A partir de este momento, las políticas estatales se pensaron desde un modelo de sociedad no sólo homogéneo sino también blanco, europeo y civilizado. Un aumento cualitativo en las políticas públicas ocurre en 1930, momento en el que ingresan al país masivas cantidades de inmigrantes de Europa meridional principalmente. Estas iniciativas afectaron de modo diferencial, a partir de ese momento, a la diversidad de grupos sociales residentes en el territorio nacional: inmigrantes transatlánticos, inmigrantes limítrofes y del Cono Sur, “campesinos” de las áreas rurales, “pobres” urbanos. En lo que hace a las intervenciones en salud pública, fueron inexistentes las medidas que se emprendieron en relación al colectivo indígena. Los pueblos indígenas como grupo y los indígenas mismos como individuos se mantuvieron largamente invisibilizados en esta esfera. Momento Peronista. Aunque las ideas sobre la integración estuvieran presentes en discusiones anteriores, como en el documento del higienista citado, es desde la década del ´40 que la “integración sociocultural” de los indígenas más que su “eliminación” o “radicación” comienza a ser el propósito que orienta la política legislativa (Carrasco, 2000) y se encarna en leyes y normativas. Aquí, el modelo de Estado fomentó la inclusión de amplios y diversos colectivos bajo la categoría de “trabajador asalariado”, y se resignificaron las relaciones Estado – Sociedad en forma innovadora (Belmartino, 1996). Los dos gobiernos peronistas marcan un cambio de actitud hacia la cuestión indígena, con la incorporación a la vida política de gran cantidad de indígenas a través de la entrega masiva de documentos de identidad y su rápida incorporación a la masa electoral (Carrasco, 2000). Sin embargo, no existieron políticas de salud dirigidas a ellos como colectivo diferenciado. Hubo, sí, iniciativas populistas que impactaron indirectamente en la vivencia de los procesos de S/E/A/C de estos grupos, como la creación de escuelas y hospitales, sobre todo en centros poblados. El indígena seguía inmerso en el crisol de razas que posicionaba a la identidad hegemónica en términos de ciudadanía individual, abstracta y asalariada. Al analizar este momento, es interesante pensar la forma en que los cuerpos sociales, embutidos en espacios fueron construidos por los discursos de la época 9. El espacio medicalizado por excelencia, sobre el que reflexionaron e intervinieron los higienistas de fines del siglo XIX y los sanitaristas de mediados del siglo XX fue el urbano (Álvarez, 1996; Belmartino, 1996), alrededor del cual se construyó, asimismo, la noción de ciudadanía10. El espacio del NOA se instituyó marginalmente en esta construcción, y aún cuando sus elites buscaron reivindicarlo desde diferentes lugares, como la poesía y el folklore (Álvarez y Muñoz, 2005), continuó manifestando la concreción de lo Otro en el territorio: la barbarie, el locus de las enfermedades y los “venenos 9

El espacio resulta ser un potente concepto organizador para repensar las relaciones entre los hombres, del mismo modo que lo fue el tiempo en el campo de pensamiento sobre lo social en forma precedente. 10

La ciudadanía, sin embargo, lejos de mantenerse cristalizada en este ámbito fue expandiéndose a contextos nuevos y redefiniéndose en virtud de la puesta en escena de los diferentes actores sociales a lo largo del siglo (Jelin, 2002).

raciales” (Leys Stephan, 1991). Las políticas de salud pública a partir de los años ´40, ´50 y ´60, sobre todo con el ascenso de Ramón Carrillo como Ministro de Salud, fueron dirigidas a la investigación de las enfermedades que se consideraban endémicas de la cultura, como el alcoholismo, la tuberculosis y el bocio (Álvarez y Llaó, 2005), de cuya erradicación dependía el fortalecimiento y el progreso de la región y la Nación toda y que se situaban en los espacios marginales, como el NOA o NEA. En la década del ´60 sobre todo, y en concordancia con los modelos desarrollistas, surge la preocupación por convertir al indígena en sujeto activo de su propia integración, tendiendo al mejoramiento de sus condiciones de vida (Carrasco, 2000). Las políticas apuntaban al cambio, siempre en consonancia con un “dejar de ser para llegar a ser” persistente en la propuesta del Estado – Nación. Ello redundó en mayores posibilidades efectivas de visibilidad como la disposición de un Censo Indígena Nacional con el fin de ejecutar una política indigenista de aculturación coherente y continua, tendiente a producir, entre otras cosas “mejoras en las condiciones de sanidad (…) [partiendo de un] conocimiento conceptual de la realidad cultural y de la estructura antroposociológica de las comunidades indígenas” (Decreto 3998 de 1965; Citado en Carrasco, 2000). Sin embargo, este interés por conocer al Otro significó no tanto el respeto efectivo por su realidad como la preparación de un nuevo cerco hegemónico alrededor de él. Ello redundó en un largo silencio tendido alrededor de la posibilidad de pensar las diferencias culturales como alternativas positivas o legítimas, incluidas, especialmente, las de S/E/A/C. Desde el desarrollismo de los años ´70 hasta nuestros días.

Con los albores de los años ´70, la sociedad dominante comienza a visibilizar de un nuevo modo la existencia de los grupos indígenas, y lo hace desde la postura de que estos grupos están invariablemente “marginados, pobres, muriéndose de hambre, mala salud e injusticias” (De la Cruz, 1997). El vocabulario político eleva el concepto de “reparación histórica” como política dirigida a poblaciones nativas que han sido despojadas de sus territorios y marginadas del tren del progreso social (Carrasco, 2000). En consecuencia, las obras de la filantropía “comienzan a mirar al Chaco y a su gente. Las iglesias comienzan a tener acciones en educación y salud” (De la Cruz, 1997). En lo que hace a los procesos de S/E/A/C, comienza a delinearse lo que es una “problemática de salud” más específica dirigida a estos grupos. A partir de los ´80, con la estrategia APS, se dirigen fuertemente políticas sanitarias a las áreas rurales y “comunidades campesinas”, quienes no habían tenido un acceso sostenido al sistema de atención a la salud hasta entonces. Estas políticas son síntomas de un cambio de perspectiva fundamental que está ocurriendo al interior del discurso de los expertos internacionales: la atención a la salud por parte del Estado es tomada como signo de desarrollo. A través de una mayor propensión estatal a intervenir en la vida local, y cada vez hay una mayor cantidad de servicios orientados al grupo familiar, y, especialmente, a la familia campesina e indígena (Butt, 1996). En el ámbito público, las políticas de salud no tienen que ver con el reconocimiento al derecho del Otro sino con la asistencia a los problemas del Otro, concebidos como grupos en riesgo que requieren intervenciones focalizadas. Con las políticas neoliberales de los ´90, aparece el “color

racista de la pobreza”11 (Álvarez, 2003). Al contrario de lo que se sostiene comúnmente, el nuevo paradigma aumenta las posibilidades de intromisión directa del Estado y del sistema político nacional dentro de las comunidades indígenas (Schieder, 2004). Como señala Huertas (1997), el paradigma APS, aunque originado tal vez en otro espacio discursivo12, tiene fuertes convergencias con los imperativos neoliberales de descentralización, reducción del gasto en salud, focalización y control policial de los cuerpos en un Estado represor por medio de “técnicas de control en pequeña escala” (Butt, 1996). El enfoque de riesgo, preconizado actualmente, es parte de esta política de control ramificada13. Por su parte, afirma Torres (2006), “el control de la vida y los cuerpos de las gentes es el pecado original de la Atención Primaria para la Salud”. En este marco, mientras el sistema público se desfinancia, llegan cantidades ingentes de fondos internacionales vía gobierno Nacional, aplicados en forma inconexa, paralela y superpuesta. 2.

Normativas referidas a la salud indígena

En este apartado, nos interesa situarnos en el momento actual para analizar los procesos de S/E/A/C en comunidades indígenas y las luchas entre hegemonías y subalternidades en lo que hace a su construcción y reconstrucción, mediada por los cuerpos de los actores involucrados. Consideramos al derecho un campo privilegiado para la profundización de estas cuestiones : el Estado es comprendido, en los diferentes momentos históricos, el núcleo de la moral de una comunidad nacional determinada, mientras que la ley y su imposición resultan ser los vehículos legítimos por medio de los cuales esa moral se hace carne en las personas que se hallan bajo su gobierno (Duarte, 2006). Al analizar las relaciones existentes entre el derecho y la salud estamos pensando en una lectura jurídico – política de la cuestión que nos atañe, lo cual involucra la posibilidad de evaluación de las normativas vigentes concernientes al tema. Éstas, indirectamente y junto a otros factores estructurantes, reconstruyen los límites a los cuales están adscriptos los procesos de S/E/A/C que cotidianamente atraviesan los pueblos indígenas tanto como individuos así como colectivo parte del Estado Nacional. El artículo 75 inciso 17 de la Constitución Nacional reformada en 1994 no hace alusión alguna al derecho a una salud (y unos procesos de S/E/A/C, apuntamos) diferencial. El artículo tan solo se refiere a “ asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones.” Esta prescripción, aunque indirectamente, tiene fuertes implicancias en relación con la salud de los pueblos indígenas. Entre otras razones porque la pérdida de control sobre los recursos naturales, y las consecuencias de degradación y contaminación ambiental son factores que impiden el mantenimiento de la salud. De ahí la importancia que adquiere la participación en la 11

En los 90’, cambian las problematizaciones del desarrollo. Se jerarquiza el medio ambiente, la multiculturalidad, los efectos de la globalización, las cuestiones de género, la seguridad y la “complejidad y heterogeneidad” de la pobreza (Álvarez, 2003). 12

Desde la conferencia de Alma- Ata en 1978 se impulsó lo que hoy conocemos como estrategia de APS (Atención Primaria para la Salud), filosofía que pretendió abordar los problemas de salud de manera diferente a la instaurada por la ortodoxia positivista en medicina desde hace más de un siglo. Fue APS la propuesta de una nueva forma de abordar la atención (tanto clínica como preventiva) a la población, que intentaba trascender la epidemiología clásica. Sin embargo, su aplicación en las políticas de salud implicó una radical modificación de la misma. De un modelo dinámico que, coordinado con otros niveles de atención, se convirtiera en el eje del sistema sanitario público, se pasó a un constructo vacío de contenidos, sin recursos y sin posibilidades de desarrollo (Huertas, 1997). El programa APS se implementa en la provincia de Salta en el marco de la ley Nº 6841/96 del año 1996, en concordancia con la etapa de gerenciamiento de la salud que apunta a un nuevo modelo donde todas las acciones se orientan hacia el Seguro Provincial de Salud. Aquí se expresa, en el marco jurídico, la mutación de la razón gerencial por sobre la asistencial. 13

El enfoque de riesgo es un método que se emplea para medir la necesidad de atención por parte de grupos específicos, que por sus condiciones de vida están expuestos a distintos conjuntos de factores que afectan sus niveles de bienestar. e reconoce la desigualdad social, y se actúa sobre sus bordes más deletéreos.

gestión referida a sus recursos naturales, como el reconocimiento de la propiedad de las tierras, para el tema en cuestión (Carrasco, 2001). Dentro de nuestro país, las demandas referidas a este tema deben enmarcarse en el derecho internacional: a nivel general, los DDHH, y a nivel específico, el convenio 169 de la OIT. Éste hace referencia a las cuestiones de salud en su parte V. Prescribe que: “los gobiernos deberán velar por que se pongan en disposición de los pueblos interesados servicios de salud adecuados o proporcionarles los medios que les permitan organizar y prestar tales servicios bajo su propia responsabilidad y control, a fin de que puedan gozar del máximo nivel posible de salud física y mental”. Por su parte, la Ley Nacional 23.302 del año 1985 introduce la temática sanitaria en el Capítulo Sexto, titulado “De los Planes de Salud”, donde se prevé la implementación de planes y de medidas distintivas para la protección de la salud de los indígenas. Se trasluce allí una delimitación por parte del Estado de un campo de intervención más amplio en relación al previsto para ciudadanos no indígenas, expresando una intención proteccionista. A las medidas distintivas estipuladas se añade un aspecto novedoso, al establecer que “Las medidas indicadas en este capítulo lo serán sin perjuicio de la aplicación de los planes sanitarios dictados por las autoridades nacionales, provinciales y municipales, con carácter general para todos los habitantes del país”. En este marco, la Constitución Nacional asegura no comprometer las decisiones provinciales en lo referente al tema. Además, todas las acciones que enuncia la ley quedan simplemente recomendadas, pero no garantizadas (Carrasco et al, 2001). Por otra parte, aunque se prevé la formación de promotores sanitarios aborígenes, su acción se circunscribe a la esfera práctica, no teniendo cabida en el diseño ni la elaboración de los planes. Su labor se reduce a la realización de actividades de prevención y primeros auxilios y aplicación de directivas emanadas “desde arriba”, con escasas o nulas posibilidades de incidencia en la toma de decisiones. Tampoco se menciona la creación de espacios interdisciplinarios de intercambio o discusión con los restantes miembros de la comunidad, para una posible modificación de las políticas sanitarias en función de las necesidades, demandas y deseos de cada comunidad. En el artículo 21 de la misma ley se recomienda la creación de centros de educación alimentaria y “demás medidas para asegurar a los indígenas una nutrición equilibrada y suficiente.” Las deficiencias nutricionales parecen atribuirse a la carencia de educación (Carrasco et Al., 2001), situándose la interpretación de la enfermedad como atributo de una cultura diferente. En un mismo movimiento, el imperativo hegemónico sugiere que la enfermedad y la situación cultural que la causa deben desaparecer. Queremos subrayar esta cuestión: en nuestra ley nacional, el respeto como valor en la aproximación a una mirada intercultural de los procesos de S/E/A/C no existe.

3.

Discusiones

El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas, en su Observación General N° 14, del año 2000 acerca de “el derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud”14, apunta que: “Los 14

Entre otras cuestiones, este órgano enfatiza en los siguientes puntos referidos a la atención sanitaria: disponibilidad; accesibilidad, no discriminación, accesibilidad física y económica y acceso a la información; aceptabilidad y calidad.

servicios de salud deben ser apropiados desde el punto de vista cultural, es decir, tener en cuenta los cuidados preventivos, las prácticas curativas y las medicinas tradicionales. Los Estados deben proporcionar recursos para que los pueblos indígenas establezcan, organicen y controlen esos servicios de suerte que puedan disfrutar del más alto nivel posible de salud física y mental. También deberán protegerse las plantas medicinales, los animales y los minerales que resultan necesarios para el pleno disfrute de la salud de los pueblos indígenas”. ¿Qué limitaciones prácticas encontramos para el ejercicio de este derecho? Ello involucra salirnos del análisis de las legislaciones y tomar en cuenta tanto los discursos como las prácticas, tanto del pueblo indígena en cuestión como del contexto sociopolítico en el que se halla inserto. Con este fin, ahondaremos en tres cuestiones: la necesidad de relativizar la biomedicina, la de relativizar el concepto de carencia y la de introducir el análisis del poder. Relativizar la biomedicina. Deseamos partir de la idea de respeto. El logro del respeto como valor en la mirada intercultural de los procesos de S/E/A/C implica, para los profesionales dedicados a la planificación de políticas públicas, abrirse a una comprensión más profunda de la vida indígena y a sus saberes. Langdon (1999) sostiene que “teóricamente no debería haber conflicto entre los dos sistemas médicos [de los indígenas y biomédico] (…) los indígenas reconocen la eficacia de la biomedicina, y hay generalmente una relación de complementariedad entre las dos medicinas en la búsqueda del tratamiento”. Sin embargo, del lado del sistema de salud, no deja de resultar paradójico pretender el respeto a los saberes del Otro desde la horizontalidad cuando éste históricamente se constituyó en el marco de relaciones jerarquizadas, componiendo una pirámide cuya estructura se expresa tanto en la concepción de los diferentes niveles de atención a la salud como en la división del trabajo en el ejercicio de las profesiones sanitarias (Esteban, 2006). Creemos que el primer paso para realizar los principios de la legislación sobre salud indígena, en lo que hace al respeto de su especificidad cultural, es el reconocimiento de que las diferencias son genuinas, parte de formaciones culturales y no son “supersticiones” o fragmentos de un pensamiento menos evolucionado. Un segundo paso, más difícil de alcanzar, es relativizar los saberes: ello implica también relativizar la medicina del Estado, la medicina legítima. La biomedicina debe ser vista también como un constructo cultural, y no como una ciencia de la verdad única. Aquí la enfermedad es vista como un proceso biológico universal, en el marco de la ilusión positivista de la enfermedad como hecho universal, independiente de su historia y contexto. La visión del cuerpo humano es básicamente mecanicista y cartesiana, separada del resto de los otros cuerpos y de la naturaleza. Esta construcción nace en un momento histórico particular de la vida de occidente, la modernidad (Esteban, 2006). Relativizar la idea de carencia. Pensamos que la posibilidad de que lo prescripto tanto en el Convenio 169 de la OIT como la Observación General N° 14 de la ONU ocurra va de la mano de demandas más globales y, a la vez, concretas, como la del territorio15: “La salud física, la salud mental y la salud social del pueblo indígena están vinculadas con el concepto de tierra” (Stavenhagen 2001; citado en Bazán, sf). La Observación General N° 14 de la ONU, 15

De la Cruz (2006) concibe al territorio es una representación histórica, móvil y dinámica. Ésta va adquiriendo diferentes niveles de complejidad de acuerdo a las diferentes demandas de una sociedad (que pueden ser básicas, tecnológicas o trascendentes). De acuerdo a su perspectiva, esta representación debería ir unida a la demanda política de los pueblos. De ahí que la territorialidad es un concepto con significado no sólo político, sino también moral y ontológico.

sostiene que: “[las actividades relacionadas con el desarrollo] que inducen al desplazamiento de poblaciones indígenas contra su voluntad, de sus territorios y entornos tradicionales, con la consiguiente pérdida por esas poblaciones de sus recursos alimenticios y la ruptura de su relación simbiótica con la tierra, ejercen un efecto perjudicial sobre la salud de esas poblaciones” (Bazán, sf). En cuestiones de salud la posibilidad de gozar de un territorio donde los hechos de la vida ocurran en un marco materialmente suficiente se torna, desde la perspectiva de los expertos, imperativa (Carrasco et. Al, 2001; Torres, 2006). Sin embargo, debemos ser cuidadosos en la especificación de valores aparentemente tan “neutrales” e “inocuos” como suficiencia, carencia y abundancia. Nuestra mirada etnocéntrica difícilmente puede deshacerse del lente de la carencia, con el que históricamente se ha mirado al indígena (y, más ampliamente, al “pobre”). No indígenas que compartieron su tiempo con grupos indígenas han documentado nociones muy relevantes de abundancia en su percepción del mundo, incluso en grupos indígenas contemporáneos (Sahlins, ---; De la Cruz, 1997). Estas apreciaciones contestan las aproximaciones biomédicas de las políticas de salud del Estado – Nación que crearon una atmósfera de emergencia alrededor del estado de salud de los indígenas (Butt, 1996) legitimando las intervenciones para “mejorarlos”. Introducir el análisis del poder. Quisiéramos comentar brevemente nuestra interpretación de dos autores que toman, de forma directa o indirecta, los procesos de S/E/A/C en grupos indígenas. Uno de ellos es Palmer (2005), que se dedica a estudiar las “tierras bajas” de la región Chaqueña y otra es Torres (2006), que trabaja en las “tierras altas” de la Puna. El estudio de Palmer propone una aproximación clásicamente antropológica a la comprensión de los procesos de S/E/A/C que no es explícita, sino que se enmarca en lo que él considera las realidades ontológicas de la vida y la muerte mismas. Su propuesta gira en torno a una consideración positiva de la realidad indígena y de su propia lógica al momento de hacer frente a los hechos de la vida. Así, se ocupa de estudiar la organización de la cultura del pueblo Wichí de la cuenca del Río Itiyuro, del borde occidental de la llanura chaqueña, a través del concepto de “buena voluntad”. Ésta, husék en idioma wichí, es la fuerza que “transforma a los individuos biológicos en seres morales con voluntad social” (op. cit.), fomentando la armonía social y la integración de la comunidad moral que constituye cada familia ampliada. El concepto abreva de la idea de “don” de Mauss para explicar la cohesión social y el involucramiento de los diferentes niveles de la vida (social, económico, político) en los intercambios que la sostienen, y tiene su correlato con la noción de alma que se construye desde el cristianismo. Para el autor, la espiritualidad del pueblo Wichí es central a la constitución de su cultura. Es en este marco que inserta los procesos de S/E/A/C, a los que define en virtud de la distribución desigual del conocimiento de la cura (prácticas chamánicas o domésticas), de una particular comprensión y organización de los ciclos de la vida a través de esquemas de género donde la mujer es “centro” y el hombre “periferia” (una sagrada, el otro profano; una invisible, el otro visible), de la dinámica fundante del parentesco, y de la pérdida de husék como causal de las enfermedades y síntoma de desintegración social. De esta manera, el autor conecta la vivencia de la enfermedad a lo social y a lo cultural, la inserta en un marco de sentidos prolijamente elaborados que son expresión de “la vitalidad de una cultura indígena autónoma que se mantiene vigente”. Tanto el rescate del concepto de moral de la antropología durkheimiana resulta interesante como así la noción misma de espiritualidad, que involucra una valoración de la realidad trascendente de la vida cultural de un grupo dado. Además, la relación de las enfermedades con un todo más amplio resulta vital. Pero este enfoque no

debería, a nuestro entender, anular a un desarrollo conjunto de las nociones de poder y de política: de lo contrario, la historia de las relaciones del pueblo indígena elegido con el Estado – Nación corre el riesgo de no llegar a trascender el estatuto de una historia – batallas, contada alrededor de los hechos documentados y alejada de la riqueza interpretativa de cualquier aproximación a las negociaciones y reconfiguraciones de la identidad (sus usos políticos) en el marco del Estado Moderno. Esta perspectiva tiende a marcar una divisoria tajante entre los hechos del pasado y el presente. De este modo, el método etnográfico, instantánea de la vida actual de la comunidad, propone aislar a los sujetos de estudio, recortando todas las influencias del Estado – Nación y el “individualismo cultural”, “las flechas coloniales de muerte y destrucción” de la “civilización del dinero”, tal como lo afirma Francisco Nazar, prologuista del libro. En un mismo movimiento, no se duda en reivindicar la soberanía del pueblo estudiado, a la cual el mundo “externo” suele disolver y contaminar: “ queríamos conocer lo que llamábamos ´ser wichí´ porque teníamos mucho miedo –y siempre lo tenemos- de dañarlos con nuestra activa presencia en sus comunidades y el peligro de introducir esquemas enajenantes y destructores de cultura y de personas”. Aunque reconoce una presencia en el campo, esta no se hace explícita en sus modos, sus condiciones. De este modo, el análisis margina una serie de procesos que inexorablemente ocurren al interior de las comunidades Wichí, que tienen que ver con su permanente e inevitable contacto con el afuera, alimentando el mito de la “comunidad cerrada” (Schieder, 2001) y silenciando la tensión y el conflicto inherentes a la acción no sólo del Estado Nacional, sino de diferentes organizaciones como la iglesia católica, la iglesia anglicana y otras ONG´s y los Organismos Internacionales. Por su parte, el análisis de Torres (2006) sobre la salud indígena se aboca a la descripción de las concepciones (“pensamiento”) de salud/enfermedad (etiologías de enfermedades, simbolismos rituales), como esferas relativamente independientes del resto de las condiciones de vida. Así, se hace referencia a una “salud andina”, o “salud wichí”; se pone el acento en la coherencia interna de esos sistemas y tienden a analizarse como esferas superestructurales. De ahí que el énfasis se pone en lo simbólico y lo sagrado, relegando del análisis lo material y lo profano en la constitución de los procesos de S/E/A/C. En conclusión, la aproximación histórica de la autora es similar a la realizada en el análisis anterior, donde los procesos mencionados en la actualidad merecen el estatuto de “supervivencias” frente a un avance arrollador del Otro y donde se sostienen relaciones duales, como primitivo – civilizado, simple – complejo o no occidente occidente casi sin superposiciones. De este modo, la posibilidad de contemplar silenciamientos, reconstrucciones, reapropiaciones, olvidos, formas creativas de transmisión de la memoria se torna lejana. En el contexto del análisis intercultural propuesto, se utiliza la metáfora de un “encuentro” entre medicinas, lo cual recuerda al aciago “encuentro” entre América y Europa en 1492 y acaba reforzando las alteridades y jerarquías. La cultura no puede desprenderse de su sustrato material y político, del mismo modo en que cada pueblo indígena no es una esfera acabada dentro de “un modelo del mundo similar a una gran mesa de pool en la cual las entidades giran una alrededor de la otra como si fueran bolas de billar duras y redondas” (Wolf, 1987). Las tecnologías políticas de los grupos de poder ponen en marcha procesos de categorización e intentan imponerlas, dando pie a una negociación constante y no exenta de violencias entre hegemonías y subalternidades, que tanto encarnan la resistencia como absorben la lógica de la hegemonía. Creemos, como propone De la Cruz (1997), que se hace necesario “avistar el momento actual que viven los (…) [indígenas] como una coproducción social, económica, política y, en fin, cultural”, y para lograr este fin,

resulta relevante poner en tensión estos dos niveles, el de lo autónomo y el de lo heterónomo, el de lo local y el de lo global, contemplando mutuas hibridaciones, conexiones y superposiciones (Augé, 1995) y el impacto de los procesos globales en nuestra concepción del tiempo y el espacio (Giddens, 1994) 16. Por otra parte, aunque en cierto modo se haya acelerado el tiempo y se haya achicado el espacio global, hay un tiempo y un espacio irreductibles que nos remiten a nuestra corporalidad, a nuestros procesos vitales y a nuestros procesos de S/E/A/C de los que resulta engañoso –y lo que es aún mas relevante, indeseable– huir. 4.

Salud y lucha indígena

En la actualidad, las políticas multiculturales no acaban de constituirse como discurso hegemónico, pero parecen estar situándose favorablemente cara a las luchas. Las identidades políticas trasnacionales son construidas, según un guión más o menos fijo, en el contexto de los procesos de globalización. Los organismos internacionales promueven todo un nuevo paquete terminológico, pool de recursos discursivos con el cual interpretar la realidad y pensar la sociedad. En forma innovadora, éste toma prestados elementos de viejas conceptualizaciones antropológicas (el relativismo, lo étnico, lo simbólico, la identidad en construcción, lo histórico, y hasta lo “humano”) y lo adapta en forma sui generis a su propio marco interpretativo. Así es como las alteridades históricas locales y nacionales entran en disputa con estas identidades políticas trasnacionalizadas (Carrasco, 2006), reformulándolas. Las comunidades indígenas, que median con lo internacional vía Estado Nacional y ONG´s, adoptan asimismo esta discusión y la incorporan a su arena, en un proceso de lucha entre hegemonías/subalternidades. Respecto de la tensión entre la normatividad y las prácticas, observamos que así como en derecho consuetudinario el punto de partida es la idea de que en diferentes grupos sociales puede existir más de un sentido para el término “justicia”, el derecho a la salud debería reconocer la polisemia en la concepción de la salud, el bienestar y la diversidad de formas de uso del cuerpo en comunidades indígenas. Aquí notamos que la lucha por la universalidad del derecho a la salud entra en tensión, en algún punto, con el más de un sentido posible que tiene la experiencia humana del sufrimiento y el placer en grupos específicos y actuales (Das, 1995). Esos sentidos posibles, cotidianamente practicados, son reformulados cotidianamente por el sistema de leyes vigente, toda vez que una normativa es siempre la ocurrencia de una lucha de hegemonías y subalternidades que se detiene y realiza en la cristalización de una configuración particular de poder. Así, una política de gestión multicultural de los propios procesos de S/E/A/C requerirá la negociación de la propia postura con los agentes de poder que se desempeñan con más o menos éxito en el escenario neoliberal: Estado, Agencias Internacionales, organizaciones de la sociedad civil. En este diálogo, los grupos indígenas deberán utilizar estratégicamente los espacios de autonomía y legitimidad que fueron conquistando en las últimas décadas para construir una expresión local del “derecho a la diferencia”, al mismo tempo que hacer frente al “aluvión” de estos actores sociales que acuden al diálogo: en el caso el Estado, Schieder (2004) señala que “las comunidades indígenas están siendo objeto de políticas públicas [dirigidas a ellos como tales] como nunca antes”. 16

Aunque hayamos naturalizado nuestra percepción del espacio y el tiempo, conviene recordar que han sido construidas en base a nuestros marcos de referencia social y culturalmente adquiridos. La ilusión de su transparencia y neutralidad deben desencajarse, dislocarse, para pensar fenómenos tan característicos, y que atañen en forma tan directa a la contemporaneidad de los pueblos indígenas, como el multiculturalismo o la globalización. La globalización como proceso se ha definido desde una concepción particular de los espacios y los tiempos. Allí se achica el espacio y se simultaneizan los tiempos (Giddens, 1994). Posteriormente, autores como Escobar (2000) y otras líneas de la teoría feminista y de la ecología política intentarán matizar esta idea, previniendo contra el riesgo de atopía (la sensación de que el espacio globalizado, virtual ha desplazado al local y real) y retomando en forma crítica la concepción de los lugares, de la materialidad, de la localización del conocimiento y la experiencia diarios.

En lo que hace a un derecho diferencial a pensar-actuar en lo referente a los procesos de S/E/A/C, creemos que deberán combinarse tácticamente los derechos universales, como los DDHH, con los derechos específicos atribuibles a grupos particulares 17. Aquí se plantea que el sujeto jurídico debe dejar de ser el individuo y pasar a referirse a las colectividades. Del mismo modo que ocurre con las luchas por el territorio, los actores centrales de la juridicidad deben pasar a ser plurales. Esta dinámica no está exenta de tensiones, pues requiere de una negociación en lo que hace a la autonomía/heteronomía de estos grupos dentro de comunidades nacionales y el concierto global de Estados – Nación. Como sostiene Schieder (2004), a pesar de los avances innegables en términos de visibilidad, “todavía el significado y las políticas de autonomía quedan poco claros en la práctica”. Es claro que en todos los casos, la retórica del derecho no instituye, lo que sí instituye es la práctica de esos derechos. Además, el área de S/E/A/C es un terreno delicado porque abarca concepciones y prácticas que instituyen al cuerpo y están relacionadas de múltiples modos con la vida y la muerte. Podríamos decir que estos aspectos resultan ser aquellos que con mayor dificultad puede un poder estatal moderno consentir y resignar a gestiones autónomas al interior de su territorio: la biopolítica, el poder de “hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 1996) se constituyó como resorte fundamental del disciplinamiento de los cuerpos y regulación de las poblaciones al interior de los Estados capitalistas modernos, y, aún hoy, es parte fundante de ellos (Hardt y Negri, 2000). Es en este sentido en que debemos tener en cuenta al Estado como interlocutor, generador de discursos hegemónicos, legitimador de unas prácticas particulares y silenciador de otras. Por otra parte, la coyuntura actual, a pesar de sus rasgos policíacos-normalizadores, también puede propiciar espacios de autonomía impensados: basta con imaginar las prácticas diversas que sin cesar germinan desde la dimensión de los “autocuidados” (Haro Encinas, 2000), en el marco de la heterogeneidad política y social de los pueblos indígenas, tanto de tierras bajas como de tierras altas. Los procesos de S/E/A/C son hechos de la cultura y, como tales, diversos en cada una de las situaciones en las que tienen lugar. Como la mayoría de los hechos vinculados a la corporeidad y a los procesos vitales, han sido apropiados por un modelo medicalizado que impone un “deber ser” respecto del dolor/placer, vida/muerte, lo sano/enfermo, e involucra al cuerpo en el seguimiento de determinados “itinerarios corporales” con determinada significación estética, política y simbólica. Las pautas de relacionamiento que fundan estos procesos generan, a la vez que son generadas por, todo un tejido de prácticas y sentidos inscriptos en el espacio social circundante. La violencia institucional, física y simbólica que ponen en marcha las políticas sociales destinadas a la promoción de la salud indígena, dirigida a grupos considerados a priori “en riesgo”, anormales o subdesarrollados debe ser puesta en cuestión, en tanto encarna una disposición hegemónica sobre los cuerpos de las personas y una vulnerabilización sostenida de sus subjetividades y su ser social. Bibliografía * * * *

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La categoría "derechos colectivos" ha ido abarcando en las últimas décadas una cada vez más diversa cantidad de situaciones. Se denominan de ese modo tanto a los derechos de incidencia colectiva (derecho a un medio ambiente sano, a la paz, del consumidor, etc.) como los que se regulan en favor de un grupo diferenciado (por género, edad, grupo étnico, etc.). El reconocimiento de grupos minoritarios con necesidades diferenciales que requieren regulaciones diferenciales se opone a la doctrina individualista que considera que sólo los individuos pueden ser titulares de derechos, desconociendo, de ese modo, tanto la existencia de las relaciones intergrupales como los vínculos de poder que las atraviesan o la estructura estratificada sobre la que se asientan (Ramos, 2000).

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