Los siete mensajeros

October 8, 2017 | Autor: Agustin Santella | Categoría: Narración Cuentos
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Descripción

Los siete mensajeros Dino Buzzati1

Habiendo partido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan se hacen siempre más raras. He comenzado el viaje poco más que treintañero y más de ocho años han pasado, exactamente ocho años, seis meses y cincuenta días de continuo camino. Creía, a la partida, que en pocas semanas habría fácilmente alcanzado los límites del reino, en vez de eso he continuado encontrando siempre nueva gente y aldeas; y dondequiera hombres que hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos. Pienso a veces que la brújula de mi geógrafo esté loca y que, creyendo marchar siempre al meridiano, nosotros estemos en realidad quizás girando sobre nosotros mismos, sin nunca aumentar la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar el motivo por el cual aún no estamos junto a la extrema frontera. Pero más seguido me atormenta la duda de que este límite no exista, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por cuanto yo avance, nunca podré arribar al final. Me metí en viaje cuando ya tenía más de treinta años, demasiado tarde quizás. Los amigos, los familiares mismos, se burlaban de mi proyecto como un inútil dispendio de los mejores años de la vida. Pocos de mis fieles en realidad consintieron partir. Sin atemorizarme me preocupé – a buena hora – de poder comunicarme, durante el viaje, con mis queridos, y entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores que me sirvieran de mensajeros. Creía, ignorante, que tener siete fuese completamente una exageración. Con el ir del tiempo me di cuenta por el contrario que eran ridículamente pocos; y sí que ninguno de ellos nunca ha caído enfermo, ni tropezado con los bandidos, ni ha perdido la cabalgadura. Todos y cada uno me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente alcanzaré nunca a recompensar. Para distinguirlos fácilmente les puse sus nombres según las iniciales alfabéticamente progresivas: Alessandro, Bartolomeo, Caio, Domenico, Ettore, Federico, Gregorio. 1

« I sette messageri », en Sessanta racconti, Mondadori, 1994. Traducido por Agustín Santella

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No acostumbrado a la lejanía de mi casa, les envié el primero, Alessandro, al término de la tarde del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya más de ochenta leguas. La tarde siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, luego el tercero, luego el cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde de viaje, en la que partió Gregorio. El primero aún no había regresado. Nos alcanzó la décima tarde, mientras estábamos disponiendo el campo para la noche, en un valle deshabitado. Supe de Alessandro que su rapidez había sido inferior a lo previsto; había pensado que, procediendo aislado, en sillas de un buen caballo, el pudiese recorrer, en el mismo tiempo, una distancia dos veces la nuestra; en vez de ello había podido solamente una vuelta y media; en una jornada mientras nosotros avanzábamos unas cuarenta leguas, él se devoraba sesenta, pero no más. Así fue con los otros. Bartolomeo, partido para la ciudad a la tercera tarde de viaje, nos alcanzó a la quinceava; Caio, partido a la cuarta, a la veinteava solo estuvo de regreso. Bien rápido constaté que bastaba multiplicar por cinco los días empleados por ellos para saber cuando el mensajero nos habría alcanzado. Alejándome siempre de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino, el intervalo entre un arribo y otro de los mensajeros comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras que al principio me los veía llegar al campo uno de cada cinco días, este intervalo devino veinticinco; la voz de mi ciudad devenía de este modo siempre más débil; semanas enteras pasaban sin que yo tuviera ninguna noticia. Transcurridos los seis meses – ya habíamos cruzado los montes Fasani – el intervalo entre un arribo y el otro de los mensajeros aumentó a sus buenos cuatro meses. Ellos me traían ahora algunas noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de humedad por las noches transcurridas al sereno de quien me las traía. Seguimos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes danzantes sobre mi fuesen iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no fuese distinto de la cúpula azul que me amenazaba, que el aire fuese el mismo, igual al soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros, me mostraban cosas nuevas y distintas; y yo me sentía extranjero.

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Adelante, adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los límites no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no parar, apagaba los gestos desanimados que se formaban en sus labios. Habían pasado ya cuatro años desde mi partida, que larga fatiga. La capital, mi casa, mi padre, se habían hecho extrañamente remotos, casi no lo creía. Veinte meses transcurrían ahora entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas cartas amarillas del tiempo, y en ellas encontraba nombres olvidados, maneras de hablar para mi insólitas, sentimientos que no lograba entender. La mañana siguiente, después de una sola noche de descanso, mientras nosotros nos poníamos nuevamente en camino, el mensajero partía en la dirección contraria, llevando a la ciudad cartas que desde bastante tiempo tenía listas. Pero ocho años y medio han transcurrido. Esta noche cenaba sólo en mi tienda cuando ha entrado Domenico, que aún alcanzaba a sonreír aunque trastornado por el cansancio. No lo veía desde hace siete años. En todo este período él no había hecho otra cosa que correr, a través de los prados, para traerme aquel paquete de sobres que hasta ahora no he tenido ganas de abrir. El se ha ido ya a dormir y volverá a salir mañana mismo al alba. Volverá a salir por última vez. Sobre la libreta de apuntes he calculado que, si todo saldrá bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Domenico en treinta y cuatro años. Entonces yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la muerte me agarrará antes. Así no lo podré volver a ver nunca más. Dentro de treinta y cuatro años (más bien antes, mucho antes) Domenico divisará inesperadamente los fuegos de mi campamento y se preguntará porque nunca en todo ese tiempo había hecho yo tan poco camino. Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas de los años, cargadas de absurdas noticias de un tiempo ya sepulto; pero se detendrá sobre el umbral, viéndome inmóvil y tieso sobre el sillón, con dos soldados a sus lados con las antorchas, muerto. Sin embargo ve, Domenico, y no me digas que soy cruel; lleva mi último saludo a la ciudad donde he nacido. Tu eres el vínculo sobreviviente con el mundo que en un tiempo fue mío. Los más recientes mensajes me han hecho saber que muchas cosas han cambiado, que mi padre ha muerto, que la Corona ha pasado a mi hermano mayor, que me consideran

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perdido, que han construido altos palacios de piedra allá donde antes estaban las encinas bajo las cuales íbamos usualmente a jugar. Pero es también siempre mi vieja patria. Tu eres mi último vínculo con ellos, Domenico. El quinto mensajero, Ettore, que me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendría tiempo para retornar. Después de ti el silencio, o Domenico, a menos que finalmente yo no encuentre los suspirados límites. Cuanto más avanzo, más voy convenciéndome que no existe frontera. No existe frontera, sospecho, al menos en el sentido que nosotros estamos habituados a pensar. No hay murallas de separación, ni valles divisorios ni montañas que cierran el paso. Probablemente cruzaré el límite sin darme cuenta siquiera, y continuaré adelante, ignorante. Por esto, yo entiendo que Ettore y los otros mensajeros después de él, cuando me hayan finalmente alcanzado, no retomen más la vía de la capital sino comiencen a partir de ahora a avanzarme, para que yo pueda saber con antelación aquello que me interesa ver. Un ansia inusitada desde algún tiempo se enciende en mí a la noche, y no son más añoranzas de las alegrías dejadas, como sucedía en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer las tierras ignotas a las que me dirijo. Voy notando – y no se lo he confiado hasta ahora a ninguno – voy notando cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, en el cielo irradia una luz insólita que nunca me había aparecido, ni siquiera en los sueños; y cómo las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecerían hechos de una esencia distinta aquella local y el aire recita presagios que no sé decir. Una esperanza nueva me llevará mañana por la montaña aún más adelante, hacia aquellas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Todavía una vez más yo cruzaré el campo, mientras Domenico desaparecerá en el horizonte de la parte opuesta, para llevar a la ciudad lejanísima mi inútil mensaje.

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