Los problemas de la evangelización de los moriscos y el papel de la Inquisición 1

June 7, 2017 | Autor: Rafael Benitez | Categoría: Inquisition, Moriscos, Confession
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Descripción

Los problemas de la evangelización de los moriscos y el papel de la
Inquisición[1]




Rafael Benítez Sánchez-Blanco
Universidad de Valencia






La Inquisición llevó a cabo una dura represión contra las principales
comunidades moriscas en la que podemos considerar fase antimorisca de la
actuación del tribunal, entre 1560 y 1614, especialmente en los distritos
en que eran numerosos, como los de Granada, Zaragoza y Valencia[2].
No obstante, esta misma actividad represiva provocó una sensación de
fracaso entre los contemporáneos. La represión inquisitorial encontraba
siempre nuevos delincuentes a los que procesar y condenar, con lo que la
sensación de encontrarse ante un enemigo inagotable e invencible caló entre
los propios inquisidores y entre las autoridades. Hay que señalar que
posiblemente el primero en pedir la expulsión de los moriscos de España fue
un inquisidor del tribunal de Valencia, Ximénez de Reinoso en la primavera
de 1582. Y que uno de los que más duramente habló contra los moriscos y
propuso no solo la expulsión sino alternativas exterminadoras, el obispo de
Segorbe Martín de Salvatierra, había sido antes inquisidor de Valencia. Por
parte de las autoridades, la persistente presencia de moriscos condenados
en los autos de fe se utilizará como argumento para justificar la expulsión
en varios de los bandos.
La historiografía ha buscado explicaciones a este fracaso, destacando
los límites de la actuación del Santo Oficio. Límites que son de varios
tipos: el primer lugar, materiales. Dos o tres inquisidores como mucho, con
su red de comisarios, deben cubrir amplias poblaciones y extensas
geografías. Por centrarnos en los tres tribunales citados, el número de
moriscos de los reinos considerados – aunque la geografía inquisitorial no
coincidía con los límites territoriales de Valencia y Aragón – era de unos
165.000 granadinos en vísperas de la sublevación de 1568; de en torno a
125.000 valencianos y a 60.000 aragoneses en el momento de la expulsión
(1609-1610). Ya puede suponerse que los que tuvieron que verse cara cara
con los inquisidores fueron una mínima parte, aunque el impacto afectara a
sus familias y el temor a sus comunidades.
Límites impuestos por el procedimiento. No hay que perder de vista que
el inquisitorial es un proceso judicial, en el que se necesitan testimonios
y pruebas, lo que tropieza en bastantes localidades de estos tres reinos
con el aislamiento de las comunidades moriscas que las hacía invisibles
ante el tribunal. La actuación procesal abunda en trámites burocráticos, en
especial en la segunda mitad del siglo XVI en que el Consejo de Inquisición
vigila de cerca el procedimiento e interviene a menudo en las resoluciones.

Límites, por último, de impacto represivo. En el caso de los moriscos
las relajaciones al brazo secular son limitadas, las reconciliaciones, que
en muchos casos llevan duros castigos corporales como azotes y galeras,
abundan en cambio. Pero ni la confiscación de bienes ni la inhabilitación
tienen gran impacto entre los moriscos. Lo primero por efecto de las
concordias económicas que salvan los bienes de una gran parte de los
aragoneses y valencianos que pagan una subvención anual al Santo Oficio
para evitar las confiscaciones y limitar las multas. Lo segundo, por la
propia marginación en que una gran parte de las familias moriscas viven en
relación con las categorías de honra y prestigio de la sociedad cristiano
vieja. E incluso los moriscos otorgan un reconocimiento especial a los que
padecen la persecución sin delatar a sus correligionarios.
En conclusión, a pesar de toda su dureza, la Inquisición no logró
doblegar la resistencia religiosa de los moriscos, aunque siempre queda la
duda de qué hubiera sucedido si la expulsión no se hubiera producido y la
represión hubiera continuado.
Vinculado con este debate, se produjo otro que enfrentó a los
contemporáneos en torno al problema del papel de la Inquisición en el
proceso de conversión de los moriscos. No me refiero aquí al bautismo
inicial y forzado que los convirtió en cristianos, a los de la Corona de
Castilla en el tránsito del siglo XV al XVI y a los de la aragonesa en un
proceso que arranca en 1521, con la acción brutal de los agermanados
llevando a la fuerza a numerosas poblaciones de mudéjares a la pila
baptismal, y culmina en 1525-26 con la orden de bautizarse o emigrar.
'Conversión' la entiendo aquí con la acepción de cambio de forma de vida:
"Mudanza de vida y regularmente de mala a buena", la define el Diccionario
de Autoridades. Y 'convertir', como "enderezar al que va errado". Es decir,
me interesan las posturas enfrentadas sobre cómo lograr que los moriscos
vivan como cristianos que eran; sobre cómo lograr la "reformación" de los
moriscos. Evidentemente se parte de lo que considero el "pecado original":
la forma que tuvo la conversión inicial, que más que conversión fue
simplemente la administración del bautismo sin que antes ni después hubiera
una instrucción ni un convencimiento de lo que hacían, ni la mayoría
contara con medios para poder practicar el cristianismo.
A mediados del siglo XVI, en particular después del final del concilio
de Trento (1563), una serie de prelados, alguno de los cuales había
intervenido en el Concilio, Pedro Guerrero en Granada, Martín de Ayala en
Guadix y luego en Valencia, Fernando de Loazes y, en especial, Juan de
Ribera en la archidiócesis valenciana, Feliciano de Figueroa en Segorbe, se
plantean el problema. El interlocutor principal va a ser el poder político
en sus más altas esferas, incluyendo al propio que Felipe II. Asistimos a
un diálogo directo entre el Monarca y los prelados, de forma personal en
ocasiones, ya que Guerrero y Ribera tuvieron entrevistas importantes con
él; en otras, por escrito, con abundancia de cartas y memoriales. Y también
a un amplio diálogo indirecto a través de las numerosas juntas que se
convocan al efecto, en las que ministros principales, Diego de Espinosa,
por ejemplo, y altos consejeros intervienen. Participando en estas juntas o
desde su relativa autonomía jurisdiccional, la Inquisición defenderá sus
puntos de vista frente a los ataques. En el debate intervendrán además los
señores de moriscos, y los propios moriscos. El tema clave fue el de la
confesión, de cuya importancia en la época, además del libro clásico de
Delumeau[3], da fe el de Adriano Prosperi[4].


* * *


Una vez aceptado que el bautismo, en particular el impulsado por los
agermanados durante la guerra, fue válido, los moriscos caen bajo la
jurisdicción del Santo Oficio, como cualquier cristiano. La realización de
prácticas islámicas, e incluso el incumplimiento de las básicas del
cristianismo, son consideradas como apostasía y pueden llevar al morisco
ante el tribunal en caso de ser denunciado. En la época de Carlos V la
Inquisición actuó con relativa moderación, alternando tiempos de represión
con tiempos de gracia. Los moriscos y sus protectores alegaban, con
bastante razón, la falta de instrucción y su carácter de "nuevos
convertidos". En la práctica se dio una cierta tolerancia de facto, rozando
con la inhibición, a la que se llegó incluso en Valencia durante los años
centrales del siglo, a partir de que en 1542 la Inquisición perdiera la
jurisdicción sobre los moriscos en beneficio del comisario apostólico Diego
Ramírez de Haro. Esto facilitó la pervivencia de el islamismo de forma más
o menos oculta según las circunstancias.
Esta situación no era aceptable para los prelados tridentinos, que se
enfrentaron al doble problema de tener que reintegrar al seno de la Iglesia
a los apóstatas, es decir, de facilitar su reconciliación; y de darles la
instrucción religiosa cristiana de la que carecían, buscando además su
conversión sincera, por medio de la evangelización. Para lo primero el
procedimiento habitual era la publicación de un edicto de gracia que
ofrecía un plazo para confesar voluntariamente los pecados sin sufrir la
condena inquisitorial, y en particular la pena de la confiscación de los
bienes, a la que la Hacienda real renunciaba. No obstante las confesiones
en tiempo de gracia debían hacerse judicialmente ante los inquisidores, con
manifestación de complices, y dejaban marcado al penitente, de manera que
una nueva recaída en la apostasía implicaba la relajación. Los edictos de
gracia habían sido abundantes en la época de Carlos V.
En el Reino de Valencia, aprovechando su concesión, se planeaban
campañas de predicación para instruir a los moriscos, y visitas para
conocer el estado de las parroquias. El conflicto va a surgir a la hora de
asignar la dirección y delimitar el protagonismo respectivo de los prelados
y los inquisidores en las diversas facetas del proceso. Un choque que
tendrá al Rey y su consejeros de árbitros. Los prelados tridentinos
pretenden tener el protagonismo no solo de la instrucción sino también de
la reconciliación. Quieren ser los encargados de otorgar el perdón, de la
venia; asumir, en definitiva, su papel clásico de inquisidores ordinarios
que había perdido importancia con la instauración de la Inquisición
moderna. Se trata de un típico conflicto de competencias jurisdiccionales,
pero también, y es lo que interesa destacar, de una visión diferente de lo
que conviene para lograr la conversión de los moriscos. Y la forma en que
debe administrarse el sacramento de la confesión tiene un papel importante
en el debate.
Adriano Prosperi ha expuesto las dos grandes funciones asignadas a la
confesión en la Iglesia tridentina: ser un instrumento de control de las
ideas y los comportamientos, tarea que correspondía de forma principal a la
Inquisición por medio de la confesión judicial (in foro externo); servir de
medio para la consolación del individuo pecador, función prioritaria para
los pastores ordinarios, prelados y curas de almas. Es la confesión
sacramental, en el fuero interno (in foro conscientiae). A ellas añade el
papel que los jesuitas otorgaron a la confesión como vía para su proyecto
de mejora de la vida espiritual a través de una especial e intensa relación
entre el confesor y el penitente. La dirección espiritual, basada en el
recurso habitual a la confesión, facilitaba la permanente conversión. No se
trataba de convertirse una vez por todas, sino de avanzar en el camino de
la perfección cristiana.


* * *


Entre estas coordenadas se va a desenvolver el debate. Aunque pudieran
señalarse muchos matices en las posturas de los intervinientes y en la
cronología, ya que es un proceso largo que dura medio siglo, me centraré en
los aspectos básicos. Se pueden distinguir dos grandes fases, separadas por
la entrada en escena, a principio de los años 1570, de la enorme y compleja
personalidad de D. Juan de Ribera. Aunque la inhibición inquisitorial en
Valencia había provocado ya diversas peticiones solicitando que el Santo
Oficio volviera a ocuparse de los moriscos, e incluso se había discutido el
problema en la importante junta celebrada en Valladolid en 1548, podemos
situar el comienzo del debate en las Cortes de Valencia de 1563-64. La
Inquisición era consciente de que su jurisdicción sobre los moriscos iba a
ser objeto de discusión, y se había preparado para ello. Los inquisidores
planteaban una clara división de competencias: los prelados deben
preocuparse de las parroquias y de los párrocos y ocuparse de la
instrucción de los moriscos: la Inquisición debe comenzar a "hazer su
officio", inicialmente "con mucha blandura" para irlos castigando luego con
más rigor[5]. Las peticiones de las Cortes iban en otra dirección:
solicitaban que tanto la necesaria instrucción y dotación de las parroquias
como el castigo de los delitos de los moriscos corriera a cargo de los
prelados. Felipe II concedió que la acción pastoral ordinaria, centrada en
las parroquias, correspondía a los prelados, pero no se comprometió en lo
relativo a la instrucción y al castigo, que remitió a decisiones
posteriores[6]. Para tomar estas convocó una junta que se reunió en Madrid
a finales de 1564 en casa del Inquisidor General Fernando de Valdés. En
ella, junto a miembros de los consejos de Aragón e Inquisición,
participaron el confesor real, Bernardo de Fresneda, el recién nombrado
arzobispo de Valencia, Martín de Ayala, y un especialista reconocido en la
cuestión morisca como era el inquisidor de Valencia, Gregorio Miranda[7].
El protagonismo que este último tuvo en la preparación de las
resoluciones de la junta hizo que se mantuviera, por una especie de
inercia, lo fundamental del procedimiento adoptado en la época de Carlos V.
Es decir, se planea realizar una campaña extraordinaria de instrucción que
sirviera al tiempo para reconciliar con la Iglesia a los moriscos, y a la
vez, y por medio de una visita de inspección, conocer las deficiencias de
las parroquias y de los párrocos. El problema surgió al asignar la
dirección del proceso y definir la política represiva. En definitiva, si el
objetivo de Felipe II al convocar la reunión era dejar claro a quién
correspondía el protagonismo de la instrucción y el castigo, el resultado
tuvo que defraudarle ya que los miembros de la junta defendieron posturas
contrapuestas. El arzobispo Ayala, con el apoyo de los miembros del Consejo
de Aragón, consiguió inicialmente que fueran los prelados los encargados de
la instrucción y la reconciliación, marginando al Santo Oficio, o, al
menos, dejando sus atribuciones mal definidas. La tensión entre el Consejo
de Aragón y el de Inquisición debió de ser importante, como dejan entrever
unas breves notas intercambiadas entre Felipe II y Gonzalo Pérez[8]. El
secretario sugirió al Rey una solución aceptable, en principio, para ambas
partes, como era el nombramiento del inquisidor Miranda como comisario
encargado de dirigir la campaña de instrucción y reconciliación. Al aceptar
esta propuesta, sobre la que debieron de tratar el Inquisidor General y el
Vicencaciller de Aragón, Bernardo de Bolea, en una entrevista personal, el
Rey resolvía, de momento, la falta de definición de la junta. Como
complemento se fijó una relación de cuatro delitos que serían perseguidos
de inmediato por la Inquisición, que, sin embargo, seguiría sin asumir, de
momento, la represión de los moriscos valencianos con carácter general[9].
La solución impuesta por Felipe II había dejado bastantes cuestiones
irresolutas que no solo provocarán tensiones en los meses siguientes, sino
que seguirán abiertas a la discusión durante mucho tiempo. El Rey, como ya
había ocurrido en tiempo de su padre, se había decidido a intervenir en la
evangelización de los moriscos, imponiendo una determinada orientación, en
lugar de descargar la responsabilidad en los prelados, y limitarse a
devolver a la jurisdicción inquisitorial el control de la apostasía
morisca. El intervencionismo real se convirtió en un factor fundamental en
todo el proceso, tanto de reconciliación como de evangelización. La
actuación de los prelados quedó, en consecuencia, muy mediatizada por la
Corona, cuya iniciativa era clave para que se plantearan medidas y se
llevaran a la práctica. De esta forma, el impulso regio marcará en gran
parte el proceso. Pero, al mismo tiempo, hizo recaer sobre el Monarca y su
gobierno las demandas de las partes afectadas – prelados, inquisidores,
señores y moriscos, entre otros –, convirtiéndole en árbitro de debates que
en ocasiones le desbordaban por su complejidad teológica y canónica. O no
le interesaba abordar por sus implicaciones sociales y políticas.
Es lo que sucederá de inmediato tras la junta de Madrid de 1564-65. La
puesta en marcha de las medidas aprobadas exigía una reunión de los
prelados valencianos, como se había determinado en una de las primeras
conclusiones. Dos arzobispos se van a suceder, rápidamente, en la sede
valentina: Martín de Ayala, fallecido el 5 de agosto de 1566, y Fernando de
Loazes, que moría el 29 de febrero de 1568, al poco tiempo de tomar
posesión. La postura de ambos ante el problema morisco era bastante
similar: aceptaban el plan real de una campaña de reconciliación,
instrucción y visita aunque para ellos lo fundamental era la mejora de las
parroquias para garantizar la asistencia religiosa permanente. Centrándome
en lo que aquí pretendo analizar – el problema de la confesión –, ambos
prelados van a insistir en participar en la reconciliación de los moriscos.
Para Ayala el perdón, la venia, era una exigencia previa necesaria para
poder llevar a cabo la instrucción. Había que reconciliarles con la Iglesia
como paso previo para todo lo demás. Otra era que la Inquisición se
inhibiera durante más de un año mientras se efectuaba la campaña. Además,
planteaba algunas dudas sobre el tener que ir dos comisarios, inquisitorial
y episcopal, a otorgar el perdón a los moriscos. El Rey, con tono un tanto
cansino, le responde que el breve de Pio IV, por el que concede la gracia y
que viene dirigido al Inquisidor General, resuelve ambas dudas[10].
Realmente el el breve de 25 de agosto de 1565 se limitaba a autorizar un
edicto de gracia en las condiciones habituales, que incluían la voluntaria
colaboración de los prelados, pero no les otorgaban poderes especiales[11].
El arzobispo volvió a insistir, y el rey le contestaba que el breve
"para el perdón y relapsía [...] es tan cumplido como se podía desear
en la facultad, porque se estiende a los ordinarios, y así cesará el
inconveniente que avéis apuntado de la Inquisición pues no podrá
proceder sin los dichos ordinarios"[12].
Como se ve, el reparto de competencias no había quedado del todo claro
y los prelados exigían participar en la reconciliación y planteaban dudas
sobre la conveniencia de que lo hiciera el Santo Oficio. Este había
comenzado a procesar y condenar a los alfaquíes, lo que provocó la protesta
de las autoridades valencianas, incluido el nuevo arzobispo Fernando de
Loazes, que pedía que la Inquisición cesase de perseguir a los moriscos por
el momento[13]. Insistirá en ello, poco después, en nombre de la junta de
prelados que se celebra en Valencia. Lo significativo ahora es que no se
fían de la declaración general de Felipe II sobre el breve y piden verlo
para estudiar cómo les afecta. En definitiva, con una prosa muy rebuscada y
prudente, piden intervenir en la reconciliación de unos moriscos, de los
que destacan los defectos del bautismo y su falta de instrucción[14]. Su
planteamiento, expresado con mayor claridad más tarde, en enero de 1568, es
que los moriscos carecen de preparación para realizar una confesión
sacramental en condiciones, pero que tampoco se les puede exigir una
confesión judicial completa, entre otras cosas porque para que la hicieran
como es debido sería necesario disponer de muchísimo tiempo. Proponen que
realicen ante notario un declaración de tipo general confesando haber sido
moros – es decir, musulmanes – durante tanto tiempo. Declaración que
pasaría al archivo inquisitorial. Piden que dada su falta de instrucción
puedan ser reconciliados varias veces sin mayores penas[15].
Las discusiones en la junta de Valencia sobre la validez del bautismo
y la inhibición del Santo Oficio alteraron a los moriscos. Corrieron
rumores de que el Papa iba a conceder dos años de tregua inquisitorial. Los
inquisidores, que seguían persiguiendo alfaquíes, denunciaron estas
habladurías a la Suprema, y el Inquisidor General Espinosa salió en defensa
de su actuación: ellos cumplían con lo acordado en la junta de Madrid, y
estaba dispuestos a conceder la gracia a quienes la pidieran; los obispos
debían ocuparse de la instrucción[16].
La muerte de Loazes cuando la campaña de reconciliación se iba a poner
en marcha hizo preferible comenzar por la diócesis de Segorbe en lugar de
la archidiócesis de Valencia, y allí se dirigió el comisario-inquisidor
Gregorio Miranda. Pero el obispo de Tortosa[17] se precipitó a predicar en
Vall de Uxó sin contar con el comisario inquisitorial y se tropezó con la
resistencia morisca. Animados por la discusiones de la junta, los más
radicales defendían que el bautismo de los moriscos no había sido válido,
por lo que no podían considerarse cristianos y, en consecuencia, la
Inquisición carecía de jurisdicción sobre ellos. Así se lo hicieron saber
al obispo Martín de Córdoba, quien, superado el incidente, se hizo eco de
algunas de sus demandas. Entre otras cosas pedían
"que se les haga un perdón general de todo lo hasta aquí cometido sin
que sean compellidos a confesar ni abiurar sus errores. Esto último no
lo pueden tragar, no tanto por ellos cuanto por sus mugeres y hijas.
Sobre esto les e hecho diversos razonamientos suadiendoles a la
confesión y desaciéndoles la dificultad que sienten. Negocio es lo que
piden de mucha consideración"[18].
Los inquisidores se opusieron a que pudiera darse un perdón general.
Defendían la doctrina canónica de que no era posible perdonar herejías sin
mediar la confesión ni el arrepentimiento, "porque sin ella no se puede
saber quien es moro y quien es christiano", y la necesidad de la confesión
judicial, y su exigencia de denunciar a los complices, como vía
imprescindible para poder desmantelar la estructura de alfaquíes y
circuncidadores sobre la que se asentaba la continuidad del islamismo[19].
Adoptando un término medio, los comisarios optaron por el
procedimiento indicado por la junta de prelados, y se aceptó que las
confesiones – ante notario – fueran genéricas, sin precisar el número ni
las circunstancias de sus pecados. Algo que no dejó de provocar la protesta
de alguno de los miembros del tribunal. El inquisidor Santos expuso, y
criticó, el procedimiento seguido en algunos lugares[20]:
"Según lo que resulta de los papeles que aquí se han traído y lo que en
particular an dicho los notarios del secreto que asistieron con los
inquisidores las confesiones de algunos de los que venían a gozar de la
gracia se han recibido estando muchos juntos puestos de rodillas, los
quales dezían aver sido moros toda su vida y de aquí adelante querían
ser christianos. Y con solo esto les absolvían sin preceder juramento,
sin preguntarles edad, ni de complices [ ...] La abjuracion no se ha
hecho en la forma que ponen las instrucciones sino diciendo tan
solamente que juraban o prometían de ay adelante vivir como buenos
cristianos y no volver a la secta de Mahoma".
Felipe II había conseguido que el proceso de reconciliación e
instrucción se pusiera en marcha en las diócesis de Tortosa, Segorbe y
Orihuela. Los moriscos aprovechaban a regañadientes el edicto de gracia y
se venían a confesar ante los inquisidores y sus delegados. Es
significativa la valoración que de ello hacen el Rey, el obispo de Tortosa
y el inquisidor Rojas. Coinciden en expresar que consideran un éxito la
conversión de los moriscos, pero ahora hay que darles la instrucción
necesaria. Escribe Felipe II al duque de Segorbe: "El aviso del buen estado
en que quedava la conversión de los moriscos de vuestros lugares me ha dado
muy grande contentamiento y satisfactión". Por su parte ha escrito de nuevo
a los prelados para "encargarles la execución y cumplimiento de la dicha
instructión", y espera que lleguen los breves de Roma para la reforma de
las parroquias[21]. La necesidad de completar la conversión con una mayor
instrucción y, sobre todo, por medio de una atención pastoral constante que
debía corresponder a los curas, la exponen también el obispo y el
inquisidor[22].
En esta fase se consideró prioritario la reconciliación de los
moriscos con la Iglesia antes que garantizarles una instrucción religiosa
suficiente. A pesar de la satisfacción que algunos responsables
manifiestan, son conscientes de que la conversión así lograda es
insuficiente si no se completa con instrucción y asistencia cristiana
permanente. En definitiva, se ha vuelto a caer en un defecto semejante al
de la conversión inicial en el momento del bautismo forzado. Sin duda
contribuyeron a ello las prisas de Felipe II, pero también la postura de
Martín de Ayala, sólida desde el punto de vista canónico, de que la
reconciliación era imprescindible para admitir a los moriscos apóstatas en
la iglesia. Como hemos visto, tampoco la forma en que esta reconciliación
debía efectuarse estaba del todo clara. El procedimiento habilitado para
ello, que pretendía salvar la cara al Santo Oficio exigiendo la confesión
judicial en el fuero externo ante los inquisidores o sus comisarios, pero
que al tiempo diluía las formalidades legales y las convertía en una
parodia, no resolvía los problemas de fondo y dejaba descontentos a muchos.
A los inquisidores más estrictos, porque no se seguían las normas
contenidas en las "instrucciones" del Santo Oficio; a algún obispo, como el
de Tortosa, porque desconfiaba de la sinceridad de la conversión de los
moriscos[23]:
"Diré también lo que últimamente estos pretenden y es buscar de cómo
engañarnos ofreciéndose a ser christianos en lo exterior y dexarse
doctrinar y venir a misa con todo lo demás, y esto con intención de ser
moros libremente en lo interior, y esto es así como lo digo y lo an
dado bien a entender".


* * *


La segunda fase se inicia con la llegada de D. Juan de Ribera como
arzobispo de Valencia a principios de 1569. El momento era especialmente
grave debido al levantamiento de los moriscos de Granada y a las noticias
que circulaban sobre las matanzas de cristianos, en especial de los curas,
y los destrozos en las iglesias. De entrada, Ribera se niega a participar
en la predicación del edicto de gracia en la archidiócesis, donde había
quedado en suspenso por la muerte de su predecesor. No consideraba que
fuera el momento oportuno[24]. En el fondo, como manifestará pronto, era
contrario a la forma en que se había actuado en 1568.
Para él lo principal y prioritario era contar con una adecuada red
parroquial, tanto en el aspecto material – iglesias con los elementos
necesarios para el culto divino, casas para los curas – como, sobre todo,
humano: párrocos bien pagados y, en consecuencia, bien seleccionados. La
preocupación por la vida parroquial es uno de los rasgos más sobresalientes
de la acción del Arzobispo desde los primeros momentos de su ministerio. Ya
en 1570 tiene un enfrentamiento con el Virrey, conde de Benavente, por los
bienes de las antiguas mezquitas que debían aplicarse a la dotación de las
parroquias. Se trata de un complejo problema jurídico del que ahora me
interesa destacar el interés que suscita en Ribera. Se queja, en una carta
autógrafa, a Felipe II: "El Virrey a querido embaraçarme un negocio, con el
qual, por ser toda la substancia de la reformación de los moriscos, a que
más principalmente pienso atender, no me a pareçido convenía disimular". El
Vicecanciller del Consejo de Aragón, Bernardo de Bolea, en una consulta al
Rey critica ásperamente la actuación del Arzobispo en un momento – marzo de
1570 – en que la guerra de Granada se encuentra en su fase culminante y en
que se discuten propuestas de deportación de todos los moriscos, tanto los
granadinos como los de la Corona de Aragón. Dice así:
"Al tiempo que profesan con las armas en las manos ser moros los
nuebamente convertidos, tratar de erigirles nuebos beneficios curados y
procurarles rentas para las iglesias, y sobre ello venir a tan grande
disensión el Arçobispo y virrey de Valencia, me paresçe muy fuera de
propósito, y assí creo sería lo mejor a los unos y a los otros
mandalles que sobresean esta plática para quando fuere tiempo y sazón,
que agora no lo es en ninguna manera" [25].
Durante 1572, con ocasión de la muerte de su padre D. Perafan de
Ribera, el Patriarca permaneció varios meses en Sevilla. A su regreso hacia
Valencia se entrevistó con Felipe II. Sin duda le expuso su visión de la
política que debía seguirse con los moriscos. Mientras tanto la
Inquisición, pese a la negativa del Arzobispo a colaborar, había procedido
a publicar el edicto de gracia en la archidiócesis[26]. En 1573 Ribera
convoca una junta de prelados para volver a tratar sobre la forma de
convertir a los moriscos. Sus conclusiones son de gran importancia porque
significan un cambio de prioridades con relación a la época anterior[27].
El memorial comienza analizando los pros y los contras de publicar el
edicto de gracia. A favor de la publicación está el haberse efectuado ya en
las otras diócesis y ser una muestra de la misericordia con que se les
invita a reintegrarse voluntariamente a la Iglesia, "donde con tanta
benignidad son acogidos, con impugnidad y perdón de todos los delictos
pasados". Se alega también que los ya reconciliados, ante el temor al
castigo, viven con más cuidado de no recaer. Pero el fundamental es el
argumento canónico:
"Presuponiéndose por cierto que por su apostasía y herrores estos
moriscos están descomulgados, parece que antes de admittirlos a la misa
y sacramento deven ser absueltos y reconçiliados, para que más sin
escrúpulo se participe con ellos en la comunicación de las cosas
sagradas".
Es decir, se mantiene la idea ya expresada por Martín de Ayala de que,
al estar excomulgados, no pueden ser admitidos en la Iglesia ni participar
en los sacramentos sin que previamente se les perdonen sus pecados. Algo,
por otra parte, comúnmente aceptado en la doctrina.
Sin embargo, los prelados se inclinan por la opinión contraria: "Nos
parece que será más provechoso que sean instruidos los moriscos en nuestra
santa religión y en la doctrina y cerimonias della antes que se les
proponga el edicto de gracia". Van desgranando los argumentos. En primer
lugar rebaten la opinión de que los reconciliados dan pruebas de haberse
enmendado: la experiencia muestra que "ninguna enmienda verdadera se vehe
más en los reconciliados que en los otros". Si se acogieron al tiempo de
gracia fue por miedo, en especial a perder sus bienes; temor que han
perdido a raíz de la concordia de 1571 con la Inquisición.
La segunda razón es de más peso: al haberse reconciliado ante el
notario de la Inquisición, es decir, mediante una confesión judicial en el
fuero externo, una recaída posterior les lleva a la hoguera por relapsos.
Recaída que, como se ha podido ver con los ya condenados, es altamente
probable debido a su falta de instrucción. Los prelados manifiestan aquí
uno de los puntos fuertes de su argumentación. Alegan a favor de los
moriscos, con ciertos matices, la eximente de la ignoracia invencible. No
pueden considerarse plenamente culpables aquellos que no han sido
suficientemente instruidos: "Pareçe cierto que estos no estando
suficientemente enseñados tienen alguna disculpa, porque aunque ellos sean
duros y de mala gana admitan ser enseñados, es cierto que hasta agora no lo
están bastantemente". Y esto se aplica tanto a los que se han acogido al
edicto de gracia como a los que no, por lo que llama la atención que se
trate a los previamente reconciliados con mayor dureza que a los demás. Lo
que vienen a decir es que si el Santo Oficio, que los ha reconcililado en
el fuero externo sin haberlos instruido bastante, simplemente tras una
exhortación piadosa, procede a condenarlos a la hoguera en cuanto vuelvan a
recaer en sus errores, ¿dónde está la misericordia proclamada? La
conclusión es que deben ser instruidos primero para poder castigarlos
después con justificación. Además, para que perseveren es necesario
ofrecerles una atención religiosa permanente; mientras esto no se dé, de
poco sirve el edicto de gracia; solo para exponerles a la relajación: "No
habiendo rectores, instructión y visitas no pueden aprovechar en la
doctrina y costumbres".
El punto más delicado, desde el punto de vista doctrinal, es el de la
admisión en el seno de la Iglesia de unos moriscos que se han alejado de
ella por su islamismo. Al igual que sus oponentes aceptan que al perseverar
en su apostasía, tanto los reconciliados por el edicto como los demás están
excomulgados. Difieren de ellos, sin embargo, en las consecuencias
prácticas que se derivan de esta situación. No se les debe impedir que
acudan a la iglesia, ya que "están descomulgados mas no de manera que no se
les deva enseñar que vengan a la misa y que se confiesen conforme a lo que
por consilios y derecho la Iglesia tiene en este caso dispuesto". No
especifican los preceptos a los que se refieren, por lo que resulta difícil
juzgar sobre si son pertinentes o no. De cualquier forma lo significativo
es que los prelados así lo consideran.
A continuación se enfrentan al asunto más delicado: visto lo que
juzgan un fracaso de la campaña de reconciliación efectuada bajo la
dirección inquisitorial ¿cuál debía ser, según los prelados, el papel del
Santo Oficio en el proceso de conversión sincera y permanente de los
moriscos? En mi lectura, ninguno; al menos mientras no se pudiera
considerar que estaban bien instruidos y que contaban con una atención
religiosa suficiente. El problema que la lectura del documento plantea es
que la prudencia con que lo redactan les hace ser oscuros. Voy a tratar de
reconstruir su argumentación.
Comienza afirmando que el acogerse a un edicto de gracia es algo
absolutamente voluntario para los fieles, igual que
"ganar jubileos o tomar bullas, y no siendo cosa forçosa para su
salvación siempre parece más conviniente questa medeçina y remedio se
applique quando más provecho aya de hazer, que será después de ser
informados y instruidos en la ley que an de guardar, y quando estén más
afficionados a ella por la persuasión".
No es, pues, para reconciliarse con la Iglesia condición necesaria acogerse
a un edicto de gracia, y posiblemente no sea conveniente hacerlo.
El siguiente paso es justificar, con ejemplos históricos, que los
Papas han limitado en bastantes ocasiones la represión inquisitorial sobre
los moriscos; en particular Paulo III que, a petición de Carlos V, "dio
otro breve en que para este effecto del castigo de los moriscos suspendía
ad beneplacitum el officio de la Inquisición en estos reinos". Y de ahí
generalizan:
"De todo lo qual resulta tenerse por muy necesario haver tiempo y
espacio para que durante la instrucción cesse el castigo de la
Inquisición, pues no puede llamarse malicia bastante para la pena
ordinaria la que se desculpa con ignorancia y no es propiamente
affectada [entiéndase "voluntaria"] quando los prelados confiesan que
no están enseñados como conviene".
Es decir, mientras los prelados no confirmen que los moriscos están
instruidos, para lo que no se puede prefijar un plazo dadas las notables
diferencias de unos lugares a otros, la Inquisición debe inhibirse de los
delitos-pecados de los moriscos. El texto dice aquí muy claramente: "Es muy
necessario dar tiempo a los moriscos para ser instruidos, dentro del qual
no sean castigados por el Santo Oficio". La oposición del inquisidor Juan
de Rojas, que participaba como representante del tribunal en la junta,
obligó a añadir: "con el rigor del derecho", con lo que la propuesta
quedaba desnaturalizada. El sentido último de lo que los prelados
pretendían se mantiene en un punto posterior. Informarán al Santo Oficio
cuando consideren que los moriscos están bastante instruidos "para que
proçedan a haçer su officio de hay adelante". Y resaltan la responsabilidad
que tienen de cuidar de las "ovejas que les tiene Dios confiadas, y an de
dar estrecha cuenta de las diligencias que para su salvación y remedio
hazen". La consecuencia implicita de los argumentos expuestos es que si no
correspondía al Santo Oficio la reconciliación mientras duraba la
instrucción, esta debía ser aplicada por los prelados por medio de la
confesión sacramental en el fuero de la conciencia. Algo que no llega a
decirse, por el momento, de forma explicita. Pero lo que será más adelante.
Por el momento era la reforma de la red parroquial creada por los
comisarios apostólicos a mediados de los años treinta lo que interesaba a
Juan de Ribera. No era el primero que insistía en ella: había sido una
demanda reiterada por el arzobispo Tomás de Villanueva a mediados de siglo,
y como vimos ocupó parte de las conclusiones de la junta de Madrid de 1564.
Ahora, en 1573-74, bajo el impulso de Ribera, se elabora un completo plan
para la archidiócesis de Valencia, que parte del conocimiento de las
localidades moriscas y de sus necesidades – derivadas de su tamaño y
ubicación – para desdoblar parroquias y asignarles anexos que permitan un
cómodo acceso de los feligreses a los oficios religiosos. Era además
necesario elevar la dotación anual de los rectores, fijada en 30 libras,
hasta un mínimo de cien, lo que exigía conocer y reasignar las rentas
eclesiásticas disponibles. Aceptado el proyecto por el Rey, el papa
Gregorio XIII dio su aprobación en 1576. El Arzobispo aportaba anualmente
3.300 libras, además de las 2.050 que estaban cargadas sobre las rentas
episcopales desde 1538. Sin embargo, su aplicación tropezó con la
resistencia de los interesados en los diezmos, sobre todo el cabildo de
Valencia, ya que según el plan aprobado, a falta de primicias suficientes
debían ser los diezmos cobrados por eclesiásticos los que contribuyeran en
primer lugar a la dotación de las 100 libras y sólo en último extremo
participarían las rentas decimales de los seglares. El Cabildo se resistió
a pagar su contribución, recurrió a Roma, y el plan quedó sin aplicarse
plenamente. Ribera, no obstante, continuó depositando su cuota en la Taula
de Valencia y además aportó fondos para los párrocos y las iglesias[28].
Con ocasión de las Cortes de Monzón de 1585-86 se estudiaron una serie
de memoriales sobre lo que ya se consideraba el problema morisco[29]. En el
punto 52 de la relación que de ellos se eleabora se recoge lo que era una
propuesta común en todos los memoriales analizados:
"Que al principio se obtenga breve de Su Santidad para que los
predicadores, confesores y rectores de los lugares de los dichos nuevos
convertidos los puedan absolver in foro concienciae del crimen y
delictos de la heregía, asegurándoles que ninguna cosa de las que con
ellos trataren en aquel acto y sacramento de confesión se a de
denunciar al Santo Officio de la Inquisición".
En la última frase se plantea, de manera incompleta, la cuestión que
será objeto de debate en los próximos años. La autorización para absolver
mediante la confesión en el fuero de la conciencia los pecados de herejía
liberaba al confesor de la obligación de denunciarlos al Santo Oficio; es
lo que esa frase se recalca. El problema es que los mismos delitos podían
ser conocidos y perseguidos independientemente por la Inquisición, en cuyo
caso uno de los pilares del sacramento de la confesión, el secreto, quedaba
en entredicho. El reo podía, con razón, pensar que el confesor le había
denunciado. Este, además, podía haber conocido fuera de la confesión otros
delitos de herejía cometidos por su confitente; en este caso estaba
obligado a decirlo ante la Inquisición, quedando en una situación
comprometida, ya que aunque los testigos permanecían en el anonimato
siempre podía sospecharse de donde venía la denuncia. Como veremos, la
dualidad de fueros provocaba graves tensiones en el seno de la Iglesia.
En 1587 se reactiva de nuevo el debate sobre cómo lograr la conversión
de los moriscos valencianos. Juan de Ribera envió dos memoriales a Felipe
II en los que expone su punto de vista[30]: las campañas extraordinarias
deben abandonarse; la instrucción corresponde a los obispos y a los
párrocos; hay que presionar con dureza sobre los moriscos para evitar que
realicen prácticas islámicas. Para lo primero es necesario acelerar la
puesta en práctica de la reforma parroquial y realizarla también en las
diócesis de Tortosa, Orihuela y Segorbe, incluso nombrando como párrocos a
clérigos regulares. Sólo entonces le parece que será conveniente enviar
predicadores extraordinarios. Ribera defiende con firmeza y vehemencia que
la dirección debe corresponder a los prelados, aunque sería conveniente que
se nombrara una autoridad secular que se encargara de resolver los
conflictos que pudieran surgir sin tener que recurrir al Virrey y la
Audiencia. Es una forma de romper con el modelo de actuación anterior, el
impuesto por Felipe II sobre los acuerdos de la junta de Madrid, que
situaba a un comisario inquisitorial por encima de los prelados. Y además,
de arrebatar al Santo Oficio su protagonismo.
La postura queda más clara al analizar sus consideraciones sobre la
reconciliación y el castigo. En el memorial del 12 de junio escribía:
"Muchas veces a apuntado el Arzobispo que le parecería conveniente que
los prelados, y aun los rectores y predicadores, tuviesen facultad de
absolver in foro conscientie a los que viniesen a ellos, y haviéndolo
propuesto a V. M. y al Consejo Supremo de la Inquisición se le a
respondido que esto no convenía por algunos particulares respectos, por
lo qual el Arzobispo no a insistido ni insiste en ello, pareciéndole
que en el Supremo Consejo se havrá esto pesado y considerado mejor,
conforme a la mucha rectitud y circunspectión que allí se tiene, y assí
lo remite a lo que V. M. fuere servido ordenar".
El texto no necesita comentario. En cuanto al castigo de los que
hiciesen ceremonias claramente islámicas mientras se desarrolla la
instrucción, se observa un cambio importante si lo comparamos con su
postura en 1573. Ribera es ahora consciente de la resistencia de los
moriscos a aceptar el cristianismo y de su arraigo en el islam. Es
necesario reprimirlos para evitar que se comporten como si estuviesen en
Argel. Pero al mismo tiempo le parece necesario actuar con una cierta
benevolencia y se plantea "cómo se podría moderar el rigor". Propugna, con
mucha prudencia una vez más, que el castigo no se ejecute por el Santo
Oficio sino por la autoridad civil, y que en lugar de ser corporal sea
pecuniario[31].
"Digo que podría ser que conviniese moderar estas [ceremonias] con
penas en la callidad de ellas por algún tiempo, y que no fuesen
impuestas ni executadas por el tribunal de la Inquisiçión (lo que yo no
osaría tomar sobre mi consciencia), pero quando pareciese que no fuesen
corporales es necessario que sean pecuniarias".
El debate había llegado a un punto en que los propios inquisidores se
vieron obligados a argumentar, y no solo a parapetarse en su jurisdicción
canónica. La Suprema ordenó a los inquisidores de Valencia y Murcia que
dieran su opinión sobre la mejor forma de convertir a los moriscos[32]. En
lo relativo a la confesión, la respuesta de los de Valencia resalta que la
que se efectua en el fuero externo ante la Inquisición, aprovechando el
edicto de gracia, es el remedio "más seguro, cierto y efficaz". La otra, la
realizada en el fuero de la conciencia ante confesores autorizados, puede
dar lugar a sospechas sobre el mantenimiento del secreto si la Inquisición
les procesa por delitos ya confesados. De forma prudente, los inquisidores
remiten al Consejo y al Inquisidor General la solución del problema[33].
Entre junio y octubre de 1587 dos juntas paralelas en Madrid y
Valencia trataron sobre la conversión de los moriscos valencianos. Tanto
la confesión como el papel del Santo Oficio fueron discutidos a fondo. En
Valencia la junta, en la que la voz del Patriarca Ribera fue sin duda la
principal, manifiesta abiertamente su opinión sobre estos conflictivos
temas[34]. El 13 de octubre se muestra plenamente de acuerdo con la
propuesta, remitida por la que se celebraba en Madrid, de que se pidiera un
breve para confesar en el fuero de la conciencia, pero siempre que la
elección de los confesores se delegue en los prelados para que sean
designados los más adecuados. Les parece oportuno solicitar un edicto de
gracia, siempre que no sea como la vez pasada en que tuvieron que
confesarse ante un inquisidor. La experiencia ha mostrado que de lo hecho
entonces "no se havía sacado ningún provecho". Y la causa es que "es tan
odioso el nombre del Santo Officio a esta gente que iamás vendrían a
confessarse ante inquisidor ni comissario suyo, y si algunos viniessen
harían confissiones diminutas". Proponen, por tanto, que a los que se
confiesen en el fuero de la conciencia se les otorgue un perdón general de
todo lo pasado sin tener que dar cuenta de ello ante el Santo Oficio. Hubo
un voto en contra, sin duda el del inquisidor Pedro de Zárate, a quien le
parecía que los moriscos no lo merecían: "Estos moriscos, gente rendida, no
tienen las qualidad y poder y fuerça para que se haya de buscar para ellos
término tan extraordinario". La oscura frase hay que interpretarla en
función de lo alegado por sus contrarios, que recordaron la política que se
había seguido con los ingleses en el momento de la restauración católica de
1554, o con los granadinos sublevados, a quienes se concedió perdón pleno
en el fuero de la conciencia. El inquisidor quería decir que la situación
no era comparable, que no existía aquí y ahora la dificultad excepcional
que plantearon los dos casos señalados, y que lo pertinente era ofrecer un
edicto de gracia habitual, o, todo lo más, la confesión en el fuero de la
conciencia, pero sin que esto les liberase de tener que dar cuenta de lo
pasado al Santo Oficio. Se oponía, en definitiva, al "borrón y cuenta
nueva".
Frente a estas restricciones, Ribera defenderá días más tarde, el 22
de octubre, una postura más radical. Se enfrenta al verdadero fondo del
problema, las recaídas que pueden esperarse y la obligación de denunciar a
los cómplices. No basta con ofrecerles la posibilidad de obtener una vez el
perdón sin tener que confesarse judicialmente. Es casi seguro que recaerán,
y si entonces se les exige denunciar a sus cómplices no querrán acudir a
confesarse. Lo expresa con claridad: "No podrán persuadirse de yr a
denunciar de sus padres, parientes y amigos [...] arán odioso el sacramento
de la confissión diziendo que lo tomamos por medio para inquirir contra
ellos". La solución sería concederles dos años, contados desde la
publicación del edicto de gracia, sin tener que ir ante la Inquisición y
pudiendo ser absueltos, tantas veces como fuera necesario, por sus
confesores. El 31 de octubre Ribera da una vuelta más de tuerca; pide que
se solicite otro breve a Roma para que durante esos dos años los rectores,
confesores y predicadores no estén obligados a denunciar ante la
Inquisición los delitos de herejía que conociesen fuera de la confesión. La
razón es que "siendo padres espirituales se harían odiosos si se
entendiesse que ellos avían de acusar a los dichos nuevamente convertidos,
especialmente si con ellos se avían confessado o avían de confessar de las
dichas heregías". Frente al odio que suscita la Inquisición, la expresión
"padres espirituales" denota claramente la consideración que se quiere dar
a los encargados de evangelizarles y reconciliarles con la Iglesia. La
propuesta del Arzobispo tropezó esta vez con la oposición de tres de los
integrantes de la junta valenciana.
Como era ya habitual las juntas se interrumpieron sin tomar ninguna
resolución práctica, para tres años más tarde volver a reunirse y
reconsiderar de nuevo lo ya discutido. El 16 de enero de 1591 Ribera tuvo
la ocasión de defender sus puntos de vista en Madrid. No pudo convencer a
los integrantes de la junta de sus propuestas sobre la confesión y vio como
eran rechazadas de forma tajante[35]. Tampoco se hizo nada por el momento,
hasta que, una vez más, Felipe II convocó nuevas juntas en 1595.
A lo largo de las reuniones que duran hasta la muerte del Prudente en
1598, Ribera mantuvo su postura inicial en contra de las campañas
extraordinarias mientras no estuvieran bien atendidos por párrocos
competentes y dispusieran de iglesias en condiciones[36]. Tampoco varió su
opinión sobre la forma de reconciliarles. La junta que se reunió en Madrid
discutió, en primer lugar, los antecedentes, ya vistos, sobre la confesión.
Y aunque la mayoría es partidaria de que confiesen en el foro judicial, hay
una minoría que propugna que también se solicite un breve para poderles
otorgar un perdón general, de forma que el Santo Oficio los utilice como le
parezca conveniente. La decisión de Felipe II es que se pidan ambos.
Esto será lo característico de este momento: el Rey, que tiene prisa
por hacer algo, está dispuesto a ceder a casi todo lo que Ribera exige con
tal de comenzar la campaña de instrucción y conversión. En el fondo ambos
contendientes se aferra a su manera de enfrentar el problema, si bien ahora
parece que el Arzobispo consigue imponer su visión. Así, en sucesivas
reuniones se aprueba que la confesión judicial la realicen ante comisarios
inquisitoriales y no ante los inquisidores, para quitarles "parte del
miedo" que tienen a estos, aunque la deben hacer con todos los requisitos
formales. La confesión in foro conscientiae será encomendada a los
prelados. Debe destacarse que si bien la junta no era partidaria de
levantar la obligación de denunciar a los cómplices, Felipe II se inclinó
por la opinión del Patriarca contraria a la denuncia. También es
significativo de la implicación del Rey y de su interés por lo que se
discutía la anotación que hizo al acuerdo sobre la obligación de los
confesores de denunciar las ceremonias islámicas de que tuvieran noticia
fuera de la confesión. La junta aceptó que solo tuvieran que denunciar las
públicas, pero se equivocó y escribió: "públicas y secretas". Felipe II
preguntó si no sobraba lo último, como así era.
En definitiva, la decisión final ahora es que se prefiere un edicto de
gracia con confesión judicial ante comisarios, y no ante los inquisidores,
pero dejando abierta la posibilidad de reconciliarse por medio de la
confesión sacramental ante curas y confesores designados por los
ordinarios, sin obligación de denunciar a los complices, y sin que los
confesores la tengan de denunciar al Santo Oficio las ceremonias secretas
que conocieran, fuera del secreto de confesión, por supuesto.
A partir de estos principios que cuentan con el respaldo de Felipe II,
asistimos a un forcejeo entre el Rey, que insiste una y otra vez en la
necesidad de comenzar de inmediato, y el Patriarca que se resiste con
tozudez a poner en marcha la campaña de instrucción mientras no se cumplan
todos los requisitos que le perecen necesarios. El problema es que buena
parte de ellos dependían de la aprobación de Roma. El Papa concede casi
todo. Un amplio tiempo de gracia de cuatro años, con la posibilidad de que
la confesión sea en el fuero de la conciencia ante sacerdotes cualificados
nombrados por los prelados. Pero no otorga el breve que liberaría de
denunciar cómplices, condición que al Arzobispo le parece imprescindible.
Felipe II da órdenes para que el embajador en Roma explique de nuevo su
necesidad y lo vuelva a solicitar. Era el 30 de enero de 1598[37]. Cinco
meses más tarde el embajador respondía que el Papa "le ha dado intención de
concederlo"[38].


* * *


Para concluir expondré los argumentos utilizados en las discusiones de
la junta en la reunión del 5 de mayo de 1595 sobre cuál debía ser la
actuación del Santo Oficio durante la instrucción[39]. Los partidarios de
la inhibición inquisitorial se centran en el complejo problema de la
culpabilidad – vencible o invencible – de la ignorancia, pero al tiempo
alegan los resultados que la experiencia ha mostrado. En el primer aspecto
su argumentación es complicada. Aunque los moriscos tienen suficiente
conocimiento del cristianismo como para que su negativa a aceptar la fe les
haga reos de la pena de excomunión en que caen los herejes[40], no puede
afirmarse que estén suficientemente instruidos.
"La instructión que tienen estos nuevos convertidos es inperfecta y
para la que es necessaria y obligatoria no se han puesto hasta agora
los medios que eran menester y por esso se ha de proceder con ellos
como con plantas nuevas y que de nuevo se trata de su conversión,
usando de blandura y suavidad conforme al Evangelio".
Para reforzarla se recurre a la experiencia, que ha mostrado que la
persecución inquisitorial no ha conseguido que sean buenos cristianos:
"Con los que están instruidos perfectamente y tienen raízes en la fe
[...] se tiene experiencia que es de grande provecho el castigo del
Santo Officio, pero con estos nuevos convertidos mal instruidos hase
experimentado cada día lo contrario, pues haviendo en tantos años
castigado a tantos se puede juzgar con evidencia que todos son moros y
no haviendo aprovechado este camino la prudencia dicta que se mude y
busquen otros".
Parece conveniente, en consecuencia, cambiar lo que "ha sido miedo y
castigo en blandura y misericordia", para que cuando, en opinión de sus
prelados, estén bien instruidos vuelvan a la jurisdicción inquisitorial,
que, de esta forma, solo quedaría en suspenso temporalmente. La
argumentación vuelve a insistir en la falta de instrucción. Estando de
acuerdo todos en que su falta de conocimientos exige instruirlos más,
"castigarlos durante la instructión trae consigo repugnancia y no se
compadesce instruirlos por una parte y por otra castigarlos como si
estuviessen instruidos, lo qual confirma que es necesaria la suspensión
del castigo durante la instructión".
A continuación deben hacer difíciles equilibrios para salvar la
actuación del Santo Oficio hasta entonces. Reconocen que la instrucción que
han tenido era suficiente, en derecho, para el castigo inquisitorial. Pero
ahora conviene que cese el castigo mientras se procura instruirles
plenamente siguiendo el principio evangélico de usar "la blandura y
suavidad". El posterior castigo estará, así, mucho más justificado.
Al argumento, planteado en la junta de 1564, de que sin presión
inquisitorial no se logrará que se conviertan, se replica, otra vez, por
medio de la experiencia:
"No es de consideración pensar que sea necessario el temor del castigo
del Santo Officio para su buena conversión, porque la experiencia ha
mostrado lo contrario, pues haviéndose procedido con todo rigor en lo
passado no ha sido de provecho; y por esso se deve intentar el camino
de suavidad y blandura, dissimulando con ellos durante la plena y
perfecta instructión".
Hay que reconocer que la conclusión final es brillante:
"No es desautoridad del Santo Officio suspender el castigo como se ha
señalado, porque la autoridad del Santo Oficio no consiste en castigar
sino en que no haya a quien castigar, porque entonces se dirá que la
Justicia está más respectada, quando no habrá delictos ni delinquentes,
y quando la República llega a este estado se ha de llamar felice y
bienaventurada".
Los defensores del Santo Oficio, minoritarios ese día en la junta,
respondieron negando la mayor, es decir, que los moriscos tuvieran una
ignorancia no culpable. Habían dispuesto de suficientes medios para conocer
la doctrina, y si no los habían aprovechado había sido por que no quisieron
hacerlo. "Y assí estos, siendo christianos baptizados y instruidos, como
está dicho, si fueren testificados de haver hereticado deven ser castigados
como hereges, porque lo son, y como tales lo han sido hasta aquí por el
Santo Officio". Les parecía suficiente ofrecerles un edicto de gracia para
el perdón de los delitos pasados: "Y para atraerlos a ello bástales el
edicto de gracia con que se les perdonarán tam in foro interiori quam
exteriori todas las heregías que hasta aquí habrán cometido". Ir más allá y
no perseguir los que cometiesen durante el tiempo de la instrucción era
concederles "libertad de consciencia y que fuessen hereges, pues lo podrían
ser sin castigo ni temor dél". Recurren también ellos a la experiencia para
contrarrestar los argumentos de los contrarios sobre la inutilidad del
castigo inquisitorial. Y aluden al principio de la taquiya:
"Mostrándonos la experiencia que no resciben de la ley christiana más
de lo que la fuerça los apremia, insiguiendo la licencia que tienen en
el Alcorán de poder quebrantar su secta sin pecado quando son
compellidos, viendo que durante su instructión no sólo no los apremian
a ser christianos, pero que aunque sean hereges no los han de castigar,
se exercitarán en todo este tiempo en cometer heregías, encubriéndolas
como lo hazen hoy".
En su respuesta a la extensa consulta de la junta, Felipe II parece
inclinarse por la opinión de los contrarios a que el Santo Oficio
persiguiera a los moriscos que recayeran en sus pecados de apostasía, y, en
definitiva, por la del patriarca Ribera.
"Avíseseme si será bien que los que de nuevo delinquieren estén
obligados a confesar sus errores a los confesores para por este medio
hazer que vivan con más recato y se acostumbran a confessar sus
pecados".


* * *


Muchos otros aspectos se consideraron en los abundantes memoriales y
en las reiteradas juntas que trataron sobre los medios para conseguir la
conversión de los moriscos, en especial de los valencianos. Entre ellos
llama la atención la relativa libertad con que se llegó a criticar la
actuación del Santo Oficio. No se hacía por meras disputas
jurisdiccionales, sino por verdadera preocupación en lograr que los
moriscos aceptaran el nucleo central del ciclo salvífico del cristianismo:
la confesión. Que al final de todo la denuncia de los cómplices fuera el
punto en discordia no es anecdótico.
Para la tarea de los inquisidores era clave; sin delaciones la
posibilidad de procesar y condenar nuevos herejes se limitaba muchísimo. La
tarea de control a ellos encomendada peligraba sin poder establecer
mediante la obligada delación las redes de complicidades. Para los
prelados, movidos por el afán pastoral de lograr que las ovejas perdidas
volvieran al redil, la confesión era la puerta fundamental, y todo lo que
hiciera más fácil el acceso voluntario al sacramento debía intentarse. Es
decir, cada uno ve en la confesión una finalidad diferente, como señala
Prosperi. Controlar, los inquisidores porque es su oficio. Consolar y
reducir al seno de la Iglesia, los prelados, porque tambien lo es.
-----------------------
[1] Ponencia presentada en el Congreso Internacional Los Moriscos: Historia
de una Minoría, celebrado en Granada, del 13 al 16 de mayo de 2009.
[2] Esta investigación se inserta en el proyecto financiado por la
Dirección General de Investigación sobre "El gobierno, la guerra y sus
protagonistas en los reinos mediterráneos de la Monarquía Hispánica"
(HAR2008-00512). Sobre la actuación de la Inquisición sobre los moriscos
debe consultarse la obra colectiva dirigida por Louis Cardiallac, Les
morisques et l'Inquisition, París, 1990. Por mi parte elaboré una visión de
síntesis en "La Inquisición ante los moriscos", Historia de la Inquisición
en España y América, dirigida por J. Pérez Villanueva y B. Escandell Bonet,
vol. III, Madrid, BAC, 1999, págs. 611-652, a donde remito para los datos
indicados aquí.
[3] Jean Delumeau, La confesión y el perdón. Las dificultades de la
confesión, siglos XIII a XVIII, Madrid, Alianza Universidad, 1992.
[4] Adriano Prosperi, Tribunali della coscienza. Inquisitori, confessori,
missionari, Torino, Einaudi, 1996.
[5] El inquisidor Sotomayor al Inquisidor General Fernando de Valdés;
Valencia, 3 de marzo 1563. Archivo Histórico Nacional [AHN], Inquisición,
libro 911, f. 477.
[6] Emilia Salvador Esteban, Cortes valencianas del reinado de Felipe II,
Valencia, Departamento de Historia Moderna– Universidad de Valencia, 1973,
págs. 13-16.
[7] En el Archivo General de Simancas, Estado, 329/I, se conservan
abundantes borradores de las discusiones y acuerdos de la junta. La
resolución final se encuentra, en dos copias casi idénticas, en el AHN,
Inquisición, legajo 1791, exp. 2, y en la British Library [BL], Egerton,
1832, 82.
[8] Rodrigo de Zayas ha publicado los documentos de la colección Holland,
adquiridos por él. Entre ellos se encuentran estas notas (docs. 4, 5, 7, 8,
9 y 10) en que se pueden ver las gestiones iniciales para la reunión de la
junta, y se vislumbran algunos de los obstáculos que durante su transcurso
se produjeron. Destacar el n.º 9, en el que Pérez sugiere al Rey el
nombramiento de Miranda; cuestión que reconoce haber tratado previamente
con el Vicecanciller Bolea. R. de Zayas, Los moriscos y el racismo de
estado. Creación, persecución y deportación (1499-1612), Córdoba, Almuzara,
2006.
[9] Se perseguiría conforme a derecho a los alfaquíes, dogmatizadores,
madrinas y los que hubieren profanado los sacramentos; a los que hicieren
ceremonias públicas islámicas, sus fautores y los que pusieran impedimentos
a la predicación; a los moriscos forasteros; a los señores y cristianos
viejos que animasen a los m,oriscos a vivir como moros, o les protegiesen.
En definitiva se trataba de los cortar con la propagación del culto
islámico. Copia de la instruccion del orden que ha de guardar el inquisidor
de Valencia en proçeder en las causas de los moriscos de aquel reino;
remitidas en junio de 1566. AHN, Inquisición, libro 324, fols. 224v.-225.

[10] Felipe II a Martín de Ayala, 12 de septiembrre 1565. Archivo del Reino
de Valencia [ARV], Real Chancillería, 253, fols. 42v.-44.
[11] Pascual Boronat, Los moriscos españoles y su expulsión, Valencia,
1901, vol. I, pág. 244: El Papa "concede edicto de gracia a los sarracenos
y moros (sic) del Reino de Valencia que comparecieren dentro de un año ante
el Inquisidor Gral. o sus diputados, aunque sean muchas veces relapsos para
que sean reconciliados por el dicho Inquisidor Gral. o sus diputados
juntamente con los ordinarios, y si éstos se excusasen, sin ellos,
imponiéndoles pena saludable y benigna según la culpa, y añadiéndoles
alguna penitencia secreta y absolviéndolos de la pública y otras penas".
[12] Felipe II a Martín de Ayala, 6 de diciembre 1565. ARV, Real
Chancillería, 253, fols. 47-48v.
[13] Loazes a Felipe II, 9 de agosto 1567. BL, Egerton, 1510, 115-116:
"Paresçeme que sería muy buena provisión y muy neçesaria que V. Mg. mandase
a los inquisidores que hasta tanto que este negocio, por mí y por el
inquisidor Miranda, sea asentado, que se asentará en breve, sobresean en el
proçeder contra los dichos nuevos convertidos".
[14] Los prelados valencianos a Felipe II, 9 de noviembre 1567. BL,
Egerton, 1510, 122-125.
[15] BL, Egerton, 1510, 70-78.
[16] Espinosa a los prelados, 20 de noviembre 1567. AHN, Inquisición, libro
912, 91.
[17] La compleja geografía eclesiástica del Reino de Valencia incluía una
extensa cuña de la diócesis de Tortosa, que desde el norte se iba
estrechando hasta llegar a Vall de Uxó, señorío del poderoso duque de
Segorbe.
[18] El obispo de Tortosa al Inquisidor General, Onda, 2 de julio 1568.
AHN, Inquisición, libro 911, 1078.
[19] Inquisidores Manrique y Rojas a la Suprema, Valencia, 6 de julio 1568.
AHN, Inquisición, libro 911, 908.
[20] Santos a la Suprema, Valencia, 10 de octubre 1568. AHN, Inquisición,
libro 911, 1118.
[21] ARV, Real Chancillería, 253, 76v.-77v. ; 2 de septiembre 1568.
[22] El obispo de Tortosa al Inquisidor General Espinosa, Onda, 4 de
septiembre 1568. AHN, Inquisición, libro 911, 1091. Rojas a la Suprema,
Valencia, 7 de septiembre 1568. Ibid., 1097.
[23] El obispo de Tortosa al Inquisidor General Espinosa, Onda, 2 de julio
1568. AHN, Inquisición, libro 911, 1078.
[24] El conde de Benavente, Virrey de Valencia, al Inquisidor General
Espinosa, 21 de noviembre 1569. AHN, Inquisición, libro 912, 37.
[25] Archivo de la Corona de Aragón [ACA], Consejo de Aragón, leg. 221.
Valencia, 8 de marzo [1570].
[26] Como se ve en la correspondencia inquisitorial: los inquisidores de
Valencia a Espinosa, 12 de enero 1572 (AHN, Inquisición, libro 912, 634);
los mismos a la Suprema, 7 de agosto 1572 (Ibid., 623); la Suprema a los
inquisidores de Valencia, 7 de septiembre 1672 (AHN, Inquisición, libro
326, 47).
[27] Fueron remitidas a la Suprema por el inquisidor Rojas el 12 de octubre
1573. AHN, Inquisición, libro 912, 143. Se encuentran en los folios 146-
149.
[28] Sobre los avatares de las parroquias véase Eugenio Císcar, "Notas
sobre la predicación e instrucción religiosa de los moriscos en Valencia a
principios del siglo XVII", Estudis, 15 (1989), págs. 205-244.
[29] Relación de los memoriales que se dieron a Su Magestad en las Cortes
de Monçón de 85 y 86, AHN, Inquisición, legajo 1791, 5.
[30] BL, Egerton, 1511, 128-131 el primero, de 12 de junio; y 142-145 el
segundo, de 20 de julio. Fueron publicados por Boronat, Moriscos..., I,
págs. 374-378 y 369-374 respectivamente, a partir de los borradores del
Archivo del Colegio de Corpus Christi de Valencia.
[31] Memorial de 20 de julio 1587.
[32] AHN, Inquisición, libro 328, 353v. Madrid, 7 de julio 1587.
[33] ACA, Consejo de Aragón, legajo 917, 129/2
[34] El resumen de las discusiones en BL, Egerton, 1511, 263-273.
[35] BL, Egerton, 1511, 183-186. En esta reunión participaron el cardenal
de Toledo, el Vicecanciller de Aragón, micer Frigola, el conde de Chinchón,
Fr. Diego de Chaves, D. Juan de Zúñiga y, como secretario, Mateo Vázquez.
[36] Biblioteca Nacional de España, Ms. 10388, fols. 91-171.
[37] Ibid., fols. 160-161.
[38] Ibid., fol. 169.
[39] Ibid., fols. 106-109.
[40] "Aunque sea verdad que los nuevos convertidos no esten del todo sin
instructión y que tengan alguna noticia de las cosas de nr. sta. fee y que
en no recibirla pecan mortalmente y incurren en las censuras y excomuniones
como batizados que los hereges".
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