Los pasos de Jiro Taniguchi.

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Descripción

Los pasos de Jiro Taniguchi Pedro Piedras Monroy

El lenguaje personal, profundo y evocador de este maestro japonés de la novela gráfica va más allá del Manga y entronca directamente con la gran pintura clásica japonesa.

Entre los aficionados y los estudiosos del cómic es conocido que el Manga japonés representa una vía paralela y, durante años, independiente del desarrollo del arte secuencial en el ámbito europeo y norteamericano. La figura de Osamu Tezuka (1928-1989) destaca, en ese sentido, como la del descubridor, el renovador y el unificador del lenguaje plástico de la viñeta en Japón. El creador de Astroboy y sus epígonos impulsarán un léxico, una morfología y una sintaxis que, a la larga, se impondrán de forma universal conformando el contemporáneo tratamiento del tiempo, el espacio, la perspectiva o el movimiento en la novela gráfica. Es indudable que el Jiro Taniguchi (1947) maduro le debe al Manga un buen número de elementos formales y de recursos expresivos; sin embargo, su propuesta estética y narrativa ofrece más bien una simbiosis que bebe a partes iguales del arte y el pensamiento occidental y japonés.

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A través de Hamaguchi – trasunto del autor –, protagonista de su novela gráfica Un Zoo en Invierno (Ponent Mon, 2008), Taniguchi nos relata sus primeros pasos profesionales, a finales de los años 60, como ayudante de un dibujante de Manga. A su lado y en compañía de otros jóvenes inquietos como él, sentirá el impulso de expresarse a través de las viñetas, aunque solo con el tiempo conseguirá publicar sus álbumes iniciales, con guiones de otros autores y un estilo aún vacilante. Su opera prima, titulada Kareta Heya (Un verano seco) marcará, en 1970, el comienzo de una carrera que aún habrá de ver pasar otros 20 años para alcanzar su madurez.

El Taniguchi “clásico” arrancará, sin duda, en 1991, con Aruku Hito (Casterman, 1995) y para entonces descubrimos ya en el autor una verdadera transformación orgánica de lo que pudo haber sido una estética manga hacia un lenguaje formal no solo personal sino absolutamente reconocible. No se trata tanto de que Aruku Hito marque una tendencia en su 2

obra sino de que representa el primer jalón del discurso que seguirá desarrollando el autor a lo largo de su carrera, combinando en él una serie de elementos y de temas entre los que destacarían: la condición de flâneur, la ciudad como organismo vivo, las tribulaciones del individuo en las modernas sociedades urbanas, las difíciles relaciones dentro de la familia y la memoria como fuerza que configura y altera el presente.

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El término francés flâneur significa paseante callejero y da nombre a un tipo literario del siglo XIX, característico de las calles de París. En principio, el flâneur se dedica a callejear sin rumbo, expectante y abierto a cualquier impresión que se le ofrezca en el paseo, que le llamará a la reflexión y al conocimiento. Honoré de Balzac consideró la flânerie de forma expresiva como gastronomie de l’oeil (gastronomía para los ojos). Charles Baudelaire dirá del flâneur que su casa es la multitud, en la que se siente a gusto al tiempo que pasa desapercibido. Ahora bien, será Walter Benjamin quien considere por encima de todos al flâneur como una figura clave de la experiencia urbana y moderna. El flâneur no deambula por pereza sino en razón de su ansia de conocimiento. Él es quien capta como nadie la compleja riqueza del paisaje urbano. Él propio Benjamin, transfigurado en flâneur convertirá su experiencia parisina en un ejercicio de flânerie del cual su proyecto Das Passagenwerk (Libro de los Pasajes, Akal, 2005) es un monumental testigo.

Con su primer gran trabajo (Aruku Hito), Jiro Taniguchi empieza a asumir la que será una constante a lo largo de toda su obra: su concepción del flâneur como uno de los protagonistas de excepción del contexto urbano. En particular, piezas como esa o como Furari (Ponent Mon, 2012) son verdaderas apoteosis del flâneur. El caminante descubre los efectos de la lluvia torrencial en la ciudad, los flujos de los parques, las rutas de los niños o los viejos… es un observador que interviene de continuo en la realidad que le rodea y convierte 3

invariablemente un paseo casual en una aventura del espíritu. En Furari, el protagonista despliega su flânerie la ciudad de Edo (Tokyo) en el siglo XVIII. Pese a estar jubilado, asume la tarea de participar en mediciones topográficas utilizando tan solo el recurso de sus pasos. Ese particular “pasear”, le llevará por accidente a convertirse en un flemático vagabundo entre artesanos, poetas, vendedores, pintores... encontrándose cada poco con animales hacia los que mostrará una empatía semejante a la que exhibe con respecto a las personas. Un tercer ejemplar emblemático del flâneur de Taniguchi es el protagonista de El Gourmet Solitario (Astiberri, 2010), un inquieto paseante, que llevado por su extraordinario apetito, realiza recorridos gastronómicos aleatorios a la vez que disecciona gentes y locales de comidas en Japón, con un cierto pathos de antropólogo. Quién sabe si esta obra escrita a medias con Masayuki Kusumi no será una respuesta indirecta a la concepción balzaquiana del flâneur. Muchos otros personajes, como la Tsukiko o el profesor de Los Años Dulces (Ponent Mon, 2011; adaptación de la novela de Hiromi Kawakami El cielo es azul, la tierra blanca) o el Hiroshi Nakamura de Barrio Lejano (Ponent Mon, 2003) comparten la flânerie como un atributo intrínseco. Es más. a través de todos ellos, Taniguchi consigue el efecto extraordinario de transformar al propio lector en flâneur.

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La patria del flâneur es la ciudad. Aun cuando sus historias puedan derivar hacia escenarios naturales, como ocurre en El Rastreador (Ponent Mon, 2006) Taniguchi vuelve una y otra vez al medio urbano. Las imágenes de la ciudad sirven en ocasiones para introducir las obras, hacen reposar las acciones o los pensamientos de los personajes y se convierten en una segunda piel de los actores de sus seráficos dramas. Otras veces, la visión de una calle o un parque amplifica en el lector-flâneur la sensación de inminencia o premonición.

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En la omnipresencia del paisaje urbano, los lectores de Taniguchi quedan incorporados a sus historias; casi obligados a dejarse vagar por su infinita ciudad de papel o entran con los personajes en bares y restaurantes que, a menudo, funcionan como los lugares de anclaje de todas las experiencias. El ejemplo más palmario de esto es, sin duda, El Gourmet Solitario, que al mismo tiempo es un delicado viaje por el universo de la cocina japonesa.

En la ciudad, palpita la personalidad de cada personaje. Sus cavilaciones son a menudo proyectadas sobre la imagen de las calles. En cierto modo, la ciudad es también un personaje autónomo; un tejido complejo sin el que la propia existencia individual sería incomprensible. Edificios y calles adoptan siempre, en el autor japonés, su trazo limpio característico, pero esa pulcritud de sus líneas entronca, en realidad, con la imponente tradición plástica de su país, encarnada en autores como Hokusai o Hiroshige. Al igual que en ellos, ni siquiera la radiante explosión de colores logra imponerse a la linealidad y al rigor del dibujo, como puede verse en Los Guardianes del Louvre (Ponent Mon, 2015) o en su álbum sobre Venecia, inédito en español. Y es que Taniguchi bebe tanto o más de las fuentes de la pintura clásica japonesa que de la propia escuela del Manga.

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La ciudad en Taniguchi no es tanto la multitud en la que se movía el flâneur de Baudelaire sino más bien una fantasía de líneas arquitectónicas, de calles muchas veces desoladas. Frente al bosque de edificios, trata de encontrar su camino el individuo, que raro será que en nuestro autor no tenga como atributos la introversión, la timidez y, en cierta medida, la falta de habilidades sociales. En todo caso, este individuo “desnudo” no adopta una

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actitud de misantropía o de búsqueda ascética de la soledad sino que – por el contrario – se esfuerza por abrirse al mundo y busca quien le distraiga de su vacío.

En ocasiones, no obstante, el primer núcleo de la inadaptación social es la propia familia. Así, el protagonista de El Almanaque de mi padre (Planeta de Agostini, 2009) recibe con desgana la noticia de la muerte de su padre y vacila antes de decidir si va a los funerales; el de Un Zoo en Invierno, deja la casa familiar y experimenta un conflicto larvado con su hermano; los dos de Cielos Radiantes viven una situación de incomprensión dentro de cada uno de sus núcleos familiares… etc. Y es que, con frecuencia, la familia aparece como un ente lastrado por la marcha o la desaparición de uno de los progenitores; así, la madre de El Almanaque de mi Padre o el padre de Barrio Lejano dejaron pareja e hijos por razones más o menos desconocidas. A menudo, esa desaparición del padre o la madre llevan a los protagonistas a emprender su búsqueda, ya sea en la realidad o en la memoria. Existe otro tipo de individuo recurrente en Taniguchi: aquél al que el trabajo no concede ni un solo minuto y que compromete así su vida familiar y personal. Este personaje casi siempre sufre una especie de metamorfosis que le hace romper su situación; en ocasiones, llega a acabar convirtiéndose en flâneur tras la transformación. Ejemplos de esto se encuentran casi en cada una de sus obras.

4. Las novelas gráficas de Taniguchi son, sin duda, un nuevo campo de exploración de la memoria a través del cómic. Como ocurre en Paco Roca o Art Spiegelman, entre otros, las obras de nuestro autor japonés representan un verdadero laboratorio de las diferentes vertientes sobre las que puede proyectarse la remembranza de lo que fue. La memoria aparece en Taniguchi como búsqueda de un pasado borroso, lleno de vacíos que al aflorar en el presente lo transforman de forma decisiva. Ello se percibe con 6

nitidez en El Almanaque de mi Padre. A veces, ese recuerdo fluye a modo de memorias gráficas, como en Un Zoo en Invierno. Otras veces, invade por sorpresa al individuo y lo transporta físicamente a los acontecimientos traumáticos del pasado que lastran su presente, como en Barrio Lejano; incluso, algún momento feliz de otro tiempo reaparece en forma de un personaje nunca olvidado, y transfigura todo con ello, como ocurre en Los Años Dulces. En Cielos Radiantes (de un modo semejante al Ardalén de Miguelanxo Prado [Norma, 2014]), nuestro autor aborda el tema de la memoria vicaria que pasa a ocupar un cuerpo diferente al que generó los recuerdos trastornando la realidad al trastornar la identidad.

La estrecha vinculación entre novela gráfica y memoria merecería a buen seguro un análisis más profundo. Trabajos como los de Marianne Hirsch (por ejemplo, Family Frames: Photography, Narrative and Postmemory, Cambridge: Harvard University Press, 1997) demuestran que desde la aparición del Maus de Art Spiegelman, el cómic es uno de los lenguajes más fecundos a la hora de reflexionar sobre ella. En ese sentido, nuestro autor japonés es un imprescindible.

5. Taniguchi crea sus álbumes a modo de poemas gráficos. El inconfundible ritmo de sus obras tiene algo de utópico; el ser humano de este autor está hecho de observación y de memoria, y así vive para mirar y recordar. Cada uno de sus libros es un mero matiz fenomenológico de su peculiar visión del mundo. Habrá quien sostenga incluso que este autor cuenta siempre la misma historia, encarnándola a cada paso en nuevos personajes. Su sesgo es siempre humano e íntimo. No deja de ser curioso que en este autor japonés, solo suela ocurrir lo ordinario y no lo extraordinario; ello supone una cierta inversión de la idea de trama que se ha forjado en occidente. Para que se despliegue la pasión, el drama o la aventura, no ha de mediar en 7

Taniguchi un crimen ni un acontecimiento extraordinario… basta con abrir los ojos y mirar a la calle.

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