\"Los \'muertos vivientes\' de la memoria histórica en el teatro español contemporáneo\"

July 3, 2017 | Autor: Alison Guzman | Categoría: Memoria Histórica, GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, Teatro español contemporáneo, MUERTOS VIVIENTES
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Los "muertos vivientes" de la memoria histórica en el teatro español contemporáneo


El incremento de textos teatrales sobre la Guerra Civil publicados durante el primer decenio del siglo XXI estriba, por una parte, en el hecho de que España se encuentra en las postrimerías de la memoria comunicativa: testimonios compartidos de modo oral (Assmann 126). Coincide, por otra parte, con el auge polémico de la recuperación de la memoria histórica al nivel social, político, histórico y cultural, después de lo que el historiador Francisco Espinosa denomina la "suspensión de la memoria" entre 1982 y 1996 (171-204). Al sacar a la luz recuerdos colectivos, pluralistas, marginados, y recónditos del trauma colectivo, se pretende dirigir la mirada a lo que Richard Terdiman denomina el enigma del pasado presente (358), y Walter Benjamín acuña, paradójicamente, un pasado ausente (Mate).
Tal "realidad del vacío" viene a ser una "presencia" viva de proyectos en ciernes (Matas Morell 82), o contra-memoria –una retentiva arrinconada por la historia oficial (Zemon Davis y Starn 2)–, que revive en virtud de su legado apartado y suprimido, de manera fragmentaria. Entreteje, por demás, la imaginación y la remembranza (Ricoeur 67). De hecho, numerosos teóricos confirman que el pasado desligado, inmiscuido con la imaginación, lo verídico y el olvido selectivo, se representa en objetos o lugares simbólicos (Ver Stewart, Nora, Hirsch, Middleton y Edwards) que procuran "tomar cuerpo aunque su corporeidad no será ya una excrecencia" del pasado (Matas Morell 82). Tony Bennett sostiene, llamativamente, que el cuerpo humano encarna esta memoria cultural vivaz e intrincada en la que cohabita forzosamente el presente y el pasado (40-54).
Por añadidura, Josette Féral observa que el cuerpo del actor teatral "no representa sino que recrea, revive, reconstruye, imagina y performa" (Féral 25-26), de modo parecido a los fantasmas de la obra de Lacan –en los cuales se convergen lo imaginario, lo simbólico y lo real (Fink 3)– y los espectros visibles, o "proyecciones" imaginarias de "apariciones desaparecientes", de Jaques Derrida. Éstos últimos vuelven repetidamente en pos de una justicia escurridiza (117). De ahí lo teatral del fantasma. El actor da vida y forma a su persona real y, simultáneamente, al personaje representado, personificando así el nexo en el que se relacionan ambas identidades. De acuerdo con Brian Rotman, tal "yo" actoral, escindido y desdoblado, es lo que favorece el fenómeno de los aparecidos en el género teatral (119).
El espectro patentiza, además, la imbricación del ayer y el hoy en una puesta en escena efímera. En este sentido, las representaciones miméticas, directas, continuas y diáfanas de la lucha de 1936 resultan engorrosas e inverosímiles, por lo que no cuadran con la naturaleza elíptica del trauma histórico en la identidad colectiva, atiborrada de vacíos, disociaciones, omisiones, y desaparecidos (Colmeiro 30-31). En cambio, los estilos posmodernos y posdramáticos, colmados de laberintos, anacronismos, y confluencias temporales lúdicas, además de fantasmas y apariciones, se ajustan bien a las teorías actuales de la memoria social, como plasma Jeanette Malkin en su estudio Memory-Theater and Postmodern Drama (1999). Por estas razones, cabe subrayar el tropo posiblemente más utilizado en la última dramaturgia española cuyo tema es la memoria de la Guerra Civil: los "muertos vivientes". Redivivos, o bien de difuntos, o bien de homólogos jóvenes de los protagonistas, estos aparecidos regresan sobre el escenario, encarnando lo verosímil, simbólico, ilusorio y dinámico del pasado traumático colectivo, para, o bien conversar con personajes vivos, o bien dirigirse directamente al público.
Los muertos vivientes del teatro contemporáneo español surgen, la mayoría de las veces, del principal lugar físico, simbólico, y polémico de la recuperación de la memoria histórica española: las fosas comunes (Matas Morell 77). Entre las controversias suscitadas sobre las exhumaciones de las fosas comunes pendientes, se destaca la de su máximo representante, Federico García Lorca, cuya memoria, en virtud de la búsqueda inconclusa de su cuerpo, sigue perturbando el presente como una sombra desasosegada. Por ello, a partir de la escritura de La muerte de García Lorca (1969) del exiliado José Antonio Rial, la gran mayoría de la dramaturgia protagonizada por Lorca despunta por la alteridad y el desdoblamiento del personaje histórico. Al igual que Federico, una historia distinta (1982) de Fernando Guzmán, Llanto por Federico García Lorca de Lorenzo Píriz-Carbonell, escrito en el mismo año, escinde al protagonista en un vivo y un muerto, pero a diferencia de la pieza de Guzmán, la de Píriz-Carbonell también lo trifurca en una especie de Santísima Trinidad: un Federico-adulto agorero, un Lorca-niño surreal que juega al teatro y cuestiona los mitos sobre su homólogo adulto, y un Viejo que representa a un hipotético Lorca-anciano que jamás habría comprendido las atrocidades cometidas durante la Guerra Civil y la posguerra.
Fruto de un trabajo colectivo entre el investigador y director español, César Oliva, y el dramaturgo argentino, Eduardo Rovner, la última obra redactada sobre el poeta andaluz a nuestro conocer, La sombra de Federico (2008), consta de una adaptación teatral de la novela de Carlos Rojas –El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos (1980)– en la que Lorca, de fantasma, revive oníricamente los traumas experimentados en vida desde el infierno, simbolizado por una sala teatral que perpetuamente estrena y cuestiona en balde la memoria opaca y hostigadora del pasado. Empero, esta Vía Crucis sempiterna también tiene sus ventajas, como demuestra el epílogo entrañable en el que la aparición del Padre de Federico se redime ante su hijo al dejar aflorar su naturaleza poética en una especie de herencia al revés.
Pero los protagonistas desdoblados no sólo prevalecen en las obras sobre Lorca, sino también entre la mayoría de los aparecidos que intervienen en la dramaturgia contemporánea. En efecto, el primer dramaturgo español en dar voz a los cadáveres de las fosas comunes precisamente en el lugar de su despojo, Juan Copete, aprovecha de la inamovilidad de las tres Muertas que protagonizan Soliloquio de grillos (2003), para inyectar comicidad a la acción dramática. A diferencia de esta obra, en la cual las Muertas y sus homólogas jóvenes no se tratan directamente, los protagonistas desdoblados de las siguientes obras entablan conversación con sus homólogos jóvenes: El último dragón del Mediterráneo (2001) de Alberto Miralles, Bilbao; Lauaxeta, tiros y besos (2002) de Maite Agirre, y Todos los que quedan (2008) de Raúl Hernández Garrido. Al principio del encuentro entre el Viejo y el espectro Joven en esta pieza, se produce un desajuste temporal, parecido al que surge entre Carmela y Paulino en ¡Ay, Carmela!, por lo que se enmarañan tres tiempos distintos: el de la matanza en el que participó el Viejo durante la Guerra Civil, el de su reclusión en Mauthausen durante la Segunda Guerra Mundial, y el primer tiempo dramático, a principios de la democracia española. Aún más, las identidades de tanto el Viejo como su ¿homólogo? Joven están en juego:
Viejo: He sido Juan Cerrada durante mucho tiempo. He defendido ese nombre con más fuerza que el mío. Juan Cerrada nunca existió. Fue simplemente la fantasía de una muchacha solitaria en mitad de la guerra.
Joven: Yo soy Juan Cerrada.
Viejo: Fuiste Juan Cerrada y yo lo he sido y lo soy contigo.
Joven: ¿Quién eres tú? ¿Quién soy? (171).

Aprovechándose de una pregunta que recuerda la repetida por el Padre de El tragaluz (1967) –"¿Quién es ése?"–, el Viejo y el redivivo del Joven discurren una y otra vez sobre la identidad de Juan Cerrada, un nombre que ostenta sentidos divergentes según quién lo pronuncie.
Algunos de los protagonistas muertos que regresan al escenario, se dirigen al espectador, apelando diáfanamente a la memoria colectiva. Cabe citar El volcán de la pena escupe llanto (1997) de Alberto Miralles, y el El convoy de los 927 (2008) de Laila Ripoll, obra que también trata el tema del internamiento de los españoles exiliados en los campos de concentración Nazi. Los discursos caducos y paródicos de los únicos fantasmas del bando nacional en intervenir sobre el escenario contemporáneo –Franco en el monólogo breve Auto de fe (2003) de Santiago Martín Bermúdez, y el General Millán Astray en Cantando bajo las balas (2007) de Antonio Álamo–, sobresalen por su mordacidad grotesca.
Pero no hay que perder de vista la gran cantidad de espectros que traspasan barreras espacio-temporales para dialogar y convivir con sus allegados vivos, y lo que es más, se relacionan, la mayoría de las veces, de una manera marcadamente natural. Inyectan, por consiguiente, una suerte de realismo mágico a las piezas, reflejando así la mezcla de ficción y veracidad en el proceso de recordar. Su existencia se debe, en muchas instancias, a lo que Sanchis Sinisterra calificó de "magia teatral" al referirse a su tragicomedia entrañable, ¡Ay, Carmela! (1987), cuyo éxito impresionante, tanto entre la crítica como el público, dio fama al recurso de los muertos vivientes. Efectivamente, la actriz de variedades, Carmela, viene a ser la primera aparecida en sugerir que los muertos se van borrando conforme los vivos les van olvidando. Así y todo, no constituye una mera calca de la memoria de su viudo, Paulino, sino que procede con cierta autonomía. Determina, de modo metateatral, cuál pasado se re-escenifica. Portavoz del dramaturgo, el espectro de Carmela insiste en revivir la memoria traumática y colectiva que Paulina prefiere ignorar, y sigue rebelándose de muerta, al igual que lo hacía de viva, ya que no se conforma con borrarse, alegando "lo mismo que hay muchas maneras de estar vivo […] hay muchas maneras de estar muerto" (Sanchis Sinisterra 259). A pesar de sus inconvenientes, "la muerte" en la que se encuentra Carmela también goza de una faceta utópica, pues los aparecidos de ideología y lenguas divergentes, logran comprenderse prodigiosamente.
Si bien la primera rediviva en seguir a Carmela –Nadia en La mujer burbuja (1988) de Juan Margallo y Petra Martínez– recupera muchas de las características de la protagonista de Sanchis Sinisterra, se distingue por su aspecto surreal: amnésica y vestida de plástica, con un ojo azul y otro oscuro, Nadia habita una burbuja. Semejante aspecto también la diferencia de la mayoría de los espíritus vivientes del escenario contemporáneo, cuyo aspecto difiere poco del de los personajes vivos. Con todo y eso, el encuentro paradigmático entre un espectro viviente y su cónyuge en ¡Ay, Carmela! y La mujer burbuja se reproduce también en El soldado desconocido (2001) de Manuel Martínez Mediero y Que nos quiten lo bailao (2004) de Ripoll.
Visto cronológicamente, después del impulso de la obra de Sanchis Sinisterra a finales de los años 80, los espíritus vivientes del pasado bélico se asoman en el teatro español a cuentagotas a lo largo del decenio de los 90. Ahora bien, los primeros espectros dramáticos de la Guerra Civil en hacer acto de presencia en la dramaturgia española corresponden a dos obras escritas en 1944 por el autor exiliado Max Aub, Cara y cruz y Los guerrilleros, las mismas que parecen dejar huella en ¡Ay, Carmela!. De modo semejante a la técnica que Sanchis Sinisterra usará más de cuatro décadas después, Aub desdobla el final del conflicto dramático –el sacrificio de un grupo de maquis en aras de dar con el espía que les había traicionado– con un final imaginado en Los guerrilleros. En esta pieza breve, los guerrilleros asesinados vuelven al escenario como espectros de sí mismo, o quizá recuerdos del traidor, Lucio, o de Encarna –¿o también está muerta?–, una mujer que auxiliaba a los maquis. Al contrario de la mayoría de los muertos vivientes, Encarna defiende férreamente lo imprescindible de la memoria vista como "debió ser" y no como "fue": "Los muertos no podemos irnos". Y es que la vida, como también sugerirán las acciones de Carmela en la obra de Sanchis Sinisterra, no tiene confines bien delimitados, más bien: "a veces no sabemos si vivimos o hemos muerto" (142).
Noche de guerra en el museo del Prado (1956), de otro escritor exiliado, Rafael Alberti, es la única otra pieza sobre la contienda de 1936 en servirse de apariciones durante los primeros cinco lustros de la dictadura. El Ekphrasis, o desglose de una obra de arte en otro, del que se sirve Alberti da pie a espectros plásticos teatralizados que emergen de los cuadros, un recurso que será recuperado más de una década después en el semi-happening de Jerónimo López Mozo, Guernica (1969), y luego en Guernica y después (1982) de Francisco Torres Monreal.
Seguramente en virtud de la censura y la falta de distancia con el trauma, la dramaturgia escrita dentro de la Península prescindió de fantasmas de la Guerra Civil hasta finales de los 60. A esta época corresponde, aparte de la ya mencionada Guernica de López Mozo, English Spoken (1968) de Lauro Olmo, y particularmente El tragaluz (1967). En esta obra célebre de Antonio Buero Vallejo, la presencia de los dos investigadores futurísticos, Él y Ella, confiere, tanto a los personajes del primer tiempo dramático –el franquismo tardío– como a los espectadores, desdoblados y desplazados al futuro, una índole fantasmal. De modo paradójico, los espectadores son, al mismo tiempo que público teatral, jueces futurísticos de su propia vida y de su propio tiempo; es decir, a través de la fantasía teatral, comparten la contemporaneidad de Él y Ella en el siglo XXX, y su capacidad de atestiguar una recreación "viva" del pasado. Con su tecnología memorialística del futuro, Él y Ella han podido restablecer metateatral y artificialmente, los actores-personajes –los "fantasmas", o recuperaciones del pasado– de la anécdota que el espectador observa. De forma utópica, Él y Ella han "descubierto" una manera de acceder a una memoria social "total" que incorpora incluso "la acción más oculta o insignificante", lo fantástico y lo pensado, haciéndola "vivir" de nuevo sobre el escenario:
Él. Estáis presenciando una experiencia de realidad total: sucesos y pensamientos en mezcla inseparable.
Ella. Sucesos y pensamientos extinguidos hace siglos.
Él. No del todo, puesto que los hemos descubierto. (Por Encarna.) Mirad a ese fantasma. ¡Cuán vivo nos parece! (91-92).

Con todo y eso, hay una diferencia fundamental entre el fantasma de Sanchis Sinisterra de 1987 y los que surgen dos décadas antes en El Tragaluz. Y es que los espacios diferenciados y los "aparatos" futurísticos en la obra de Buero Vallejo no impulsan el diálogo entre los dos investigadores y los personajes-fantasmas del siglo XX que protagonizan el anécdota, mientras que el personaje vivo de Paulino y su difunta esposa en ¡Ay, Carmela! se relacionan directamente.
El teatro de los años 70 suprime los redivivos, probablemente en función de los cambios político-sociales que estaban ocurriendo a la sazón, pero a principios de los 80, en las postrimerías de la transición política, hubo un brote reducido de aparecidos en la dramaturgia sobre la Guerra Civil. Aparte de las obras ya mencionadas, habría que agregar El corto vuelo del gallo (1980) de Jaime Salom y El álbum familiar (1982) de José Luis Alonso de Santos. En éste último, el espíritu del mítico Tío Santo, fusilado por sus simpatías republicanas, emerge de las fotografías familiares. Entre la cantidad limitada de textos teatrales que se aprovecha de los fantasmas para rememorar el conflicto de 1936 durante los años 90, amén de las piezas ya citadas, conviene agregar ¡No pasarán! Pasionaria (1993) de Ignacio Amestoy, Lugar (1993) de Raúl Dans, No faltéis esta noche (1994) de Martín Bermúdez, y un semi-happening en el que, al igual que Guernica de López Mozo, los animales adquieren voz: Las manos (1999) de José Fernández, Yolanda Pallín y Javier Yagüe.
Ahora bien, la eclosión de los muertos vivientes en la dramaturgia española cuyo tema es la Guerra Civil, ocurre, sin duda, en los albores del siglo XXI. A diferencia de ¡Ay, Carmela! y de las obras de los exiliados, cuyo tiempo dramático se limitaba a los años bélicos, los muertos vivientes que protagonizan las obras del siglo XXI proceden del tiempo bélico o de la posguerra inmediata, y se resucitan durante otra época posterior, generalmente la de la democracia. Por así decirlo, "viajan" por lapsos temporales mucho más extendidos que Carmela, quien se asoma sobre el escenario apenas unos días después de su fusilamiento.
En Y María tres veces amapola María (2001) de Maite Agirre, por su parte, la dramaturga y diputada para la Segunda República, María de la O'Lejárraga, dialoga, de modo pirandelliano, con sus personajes teatrales, a modo de gran parte de las susodichas obras sobre Lorca. El uso de la metateatralidad se repite en otra pieza protagonizada por diputadas, Las raíces cortadas (2003) de Jerónimo López Mozo. Una de las dos primeras diputadas españolas, Victoria Kent, de anciana, invoca a la otra, Clara Campoamor, cuya edad indefinida responde a los recuerdos entreverados de Victoria, quien en una ocasión llega inclusive a debatir sus retentivas con su homóloga joven. A medida que Victoria, de octogenaria, va rememorando la disputa política que tuvo lugar entre las protagonistas en el congreso antes de la Guerra Civil, se transforman los personajes en títeres de un teatrito de marionetas:
Títeres Victoria y Clara. (Al unísono.) – ¡Pido la palabra!
Títere Don Julián. – Han cacareado al mismo tiempo. ¿A quién se la doy!
Títere Clara. – ¡A mí!
Títere Don Julián. – ¡Que hable la Clara! Después, será el turno de la Yema. (López Mozo, Las raíces 60-61)

A modo de farsa, recuerda Victoria la manera por la cual les tocó a ella y a Clara regatear una pizca de respeto dentro de una esfera pública dominada por los hombres. Ambas terminarán haciendo añicos de tales fantoches esperpénticos, puesto que, aparte de su comicidad, representan la frustración y la amargura experimentadas por las dos en los años 30, las cuales persisten en su memoria. Así y todo, la obra concluye con una proyección esperanzadora de la memoria histórica, descrita por otro redivivo latente: "Figuras humanas, que parecen desprendidas de un álbum de fotos, van poblando aquél paisaje arenoso." (López Mozo, Las raíces 91)
Los muertos vivientes colman, por demás, la obra variopinta de la más prolífera de los dramaturgos que escriben sobre la Guerra Civil en el siglo XXI, Laila Ripoll. Esta escritora dramática corrobora la propagación de los fantasmas en el teatro contemporáneo así: "Lo paranormal, el mundo de los muertos, es algo que seduce muchísimo y que te da pie a contar muchas cosas, sobre todo cuando son historias pasadas […] Desde el momento en que tienes un código en que los personajes están y no están, son y no son, cualquier cosa es posible" (Henríquez, "Soy nieta" 124). En su drama tierna, tragicómica y enigmática, Los niños perdidos (2005), no se confirma hasta el final que los tres huérfanos con los que dialoga Tuso –un niño sempiterno por su retraso mental– de manera natural, así como la efigie horripilante de la Sor, son en realidad muertos vivientes. En efecto, los demás personajes dimanan de la memoria de Tuso –el único protagonista vivo–, quien procura aliviar su soledad y lidiar con la memoria traumática de la pérdida de sus amigos por el abuso atroz de la Sor.
De hecho, la caricatura maniquea y fantasmagórica del espectro de la Sor que se ensañaba con los huérfanos en vida, le concede cierta afinidad con un ogro o monstruo, recién salido de un cuento de hadas, o de la película El laberinto del fauno que se estrenó poco después de la pieza de Ripoll. Prueba de la influencia omnipresente y nefasta que La Sor sigue ejerciendo sobre estos espíritus infantiles y Tuso, el único personaje vivo, es el hecho de que se empeñan en desechar cualquier sugerencia del fatídico día en que los tres niños fallecieron por culpa de La Sor, quien, a su vez, fue asesinada por Tuso. Pero por más que se afanan en hacer caso omiso a la aparición de la Sor malévola, esta tarasca espectral no deja de penetrar en el presente de los redivivos, atrapados en el cuartucho en el que languidecieron, el "Lugar" en el que habita su memoria. Con espanto salpicado de momentos de comicidad irónica, patética, y conmovedora, Tuso y los aparecidos desamparados debaten cómo proceder ante dicha entidad virulenta, magnificada por su condición de recuerdo infantil:
Tuso. –Está ahí, sin moverse de la puerta! ¡Y se ríe! ¡Se ríe sin dientes, pero se ríe! […] ¡Es verdad, que lleva la misma ropa y el mismo vergajo, pero no huele!
Lázaro. – ¡Los fantasmas no huelen!
Cucachica. – ¡Me hago pis, me hago pis, me hago pis…!
Tuso. – ¡Y le sangra la nariz! ¡Está igual! ¡Igualita que aquel día! ¡Con la nariz torcida y el matoma [sic] en el ojo y todo! (Ripoll, Los niños 162).

Está claro que tanto los redivivos de los huérfanos como su amigo Tuso se consideran inermes ante el espectro omnipotente de la difunta. Cuando se percatan, por fin, que las voces tétricas de la psicofonía son sólo extractos de la memoria de Tuso, y que la aparición torva de la Sor que les perturba es una mera imagen nacida de sus evocaciones traumáticas, los niños resultan capaces de desligarse del miedo, y de marcharse hacia un futuro esperanzador dentro de la muerte. Simbolizada por una luz muy potente al otro lado de la puerta, "la muerte" representa la libertad, y quizá también, el Paraíso o El país de Nunca Jamás. Entretanto Tuso, al atestiguar esta especie de justicia poética, se ha vuelto capaz de dejarles marchar a los fantasmas de su pasado, si bien todavía con nostalgia por su amigos.
Una obrita simbólica de Ripoll, La frontera (2003), entra en el grupo menos común de muertos vivientes, el de los abuelos difuntos que surgen de la memoria de sus nietos para dar testimonio y aconsejarles. Esta suerte de fantasma da forma corpórea, dinámica y teatral a la teoría de la "postmemoria" de Marianne Hirsch, la cual sugiere que las secuelas de un trauma colectivo son traspasadas a la segunda y tercera generaciones si la primera generación no resulta capaz de lidiar con él. Por tal razón, a pesar de no haberlo vivido en carne propia, los hijos y nietos de las víctimas con frecuencia "rememoran" el trauma, como si lo hubieron vivido ellos mismos (Hirsch 111).
Eso es lo que pasa en la última pieza a tratar, Père Lachaise (2002) de Itziar Pascual. De modo parecido a las estatuas donjuanescas que bailan en esta obra, los espíritus de los difuntos, cobran vida al habitar, por un rato, los cuerpos de los vivos que visitan este cementerio francés. Estos espíritus se apropian de los cuerpos de los vivos de modo metateatral, pues los actores cambian de papeles sobre el escenario. Empero, es una relación simbiótica. Mientras los protagonistas vivos, se pierden y se encuentran, tanto física como psicológicamente, en este cementerio laberíntico, los muertos vivientes atestiguan el vigor de la memoria, que no reposa en un simple ataúd ni una estatua, sino que anda, debate y baila. Es más, estos espectros ayudan a los vivos, como por osmosis, a ahondar en sus raíces para perfilar su propia identidad y elegir su trayectoria venidera para evitar que la generación joven incurra en los mismos errores que ellos cometieron. A la par, se aprovechan del cuerpo de los vivos para "re-vivir", llegar a comprender, y deshacerse de los rencores y remordimientos que siguen atormentándoles en "la muerte" con el fin de "ascender" a una suerte de paraíso tranquilo dentro de "la muerte". Simbólicamente, los tres personajes vivos, gozan de un homólogo, en lo que se refiere a su personalidad y perspectiva, en los tres espíritus vivientes, desempeñados por los mismos actores. Hasta se podría argumentar que los protagonistas vivos son, en cierto sentido, reencarnaciones de los tres espíritus vivientes. Pascual también confiere un rol de muertos vivientes al público real, derribando la cuarta pared para desdoblar a los espectadores en vivos y espíritus y alentarles a rememorar con miras al futuro.
En esta mirada al porvenir reside, al final y al cabo, la faceta esperanzadora y utópica de los muertos vivientes de la Guerra Civil que traspasan y sintetizan, enmarañan y revuelven el tiempo y el espacio de la dramaturgia contemporánea, propiciando la formación del subgénero que yo llamo el de la meta-memoria histórica, pues entabla diálogo, contrasta y confronta manifiestamente la memoria colectiva de dos o más períodos temporales. Y es que, resulta casi imposible colocar a un personaje muerto, un alter-ego o recuerdo de un personaje vivo, sobre el escenario sin que su diálogo con los vivos y/o los espectadores, deje entrever las influencias y diferencias entre las épocas que les corresponden respectivamente. La interacción entre el personaje vivo y el aparecido viene a incitar, cuestionar y retratar de modo directo la revisión de la memoria histórica. Encarna la vivacidad de la formación de la memoria colectiva, un proceso fluido por el cual un trauma social tergiversado participa activamente en el tiempo presente, reevaluando, contrarrestando, entremezclando, convergiendo y delimitando, perpetuamente, el pasado y el presente.
Seguramente, el acoplamiento del estilo metateatral al recurso de los espíritus vivientes se debe a su faceta vital, efímera, sintética e imaginaria, pues los redivivos devienen un artilugio teatral que aumenta la confluencia temporal y reincide en la multiplicidad de signos temporales implicados en la puesta en escena, dando pie, de este modo, a la ilusión, por parte del público, de "vivir" la historia que se escenifica. En ocasiones incluso derriban la cuarta pared para comunicarse más directo y explícitamente con el público. Menos mal que su perspectiva distanciada, atávica y holística tiende a ser más tolerante y perspicaz que la de los personajes vivos. Estos aparecidos no son, por lo general, ni ángeles maniqueos ni entes vehementes y vengativos. Es más, la mayoría de los espectros se asemeja sobremanera a los vivos, y como ellos, intenta por uno u otro modo, desprenderse de los temores, los remordimientos y la culpabilidad del pasado, si bien sigue exigiendo la verdad y la justicia que se les han sido denegadas. En algunas ocasiones incluso no resulta posible distinguir entre los vivos y los aparecidos. Los redivivos, en suma, consisten en memorias orgánicas, intrusas, fantásticas, y fragmentadas, de la psicofonía, cuya presencia fugaz, en última instancia, se debe a las rememoraciones de los personajes vivos. Por esto, a veces, el personaje que evoca al aparecido es el único capaz de comunicarse con él.
La proclividad hacia los "Lugares" de la memoria más traumáticos y/o significativos es otra de las idiosincrasias de "la muerte", entre las que se incluyen, asimismo, la incapacidad de cambiar el pasado, ni tocar a los vivos, ni degustar la comida, ni responder a preguntas teológicas y metafísicas. Al mismo tiempo, suelen carecer de los sentimientos más ignominiosos de los humanos, por lo que son, paradójicamente, más humanos que los vivos. En concordancia con los espectros de Derrida, estos fantasmas teatrales suelen ejercer más influencia sobre los personajes vivos que lo contrario. Con todo y eso, los vivos habitualmente les hacen oídos sordos. En ocasiones, sin embargo, los personajes más sagaces, y más propensos a rememorar, intuyen a los muertos vivientes y responden a sus consejos. En este sentido, la muerte no es ajena a la vida, sino que se solapa con ella, inyectándole una dialéctica pluralista e ilusoria.
De hecho, la indagación en una identidad enmarañada es un elemento común a la mayor parte de las piezas mencionadas, seguramente en función de la tergiversación, amnesia, y suspensión de la versión oficial del trauma colectivo a lo largo de más de siete décadas. En efecto, la escisión de la identidad, los comportamientos intrusos y repetitivos, las obsesiones oníricas, la amnesia selectiva y la locura que inducen los redivivos son, a todas luces, síntomas del trastorno de estrés postraumático que ha hecho mella en los protagonistas vivos, impulsándoles a imaginar lo reprimido, lo no comprendido y lo desconocido o ocultado del trauma.
Estas obras, en suma, convocan e indagan en el recuerdo para dar voz, lugar, imagen, y forma corpórea a las víctimas olvidadas que intervienen, natural, patético o grotescamente, en una historia real y de ficción al mismo tiempo. Seguramente cuantiosos vestigios fantasmagóricos derriderianos aún no han hallado la justicia que persiguen. Así y todo, la memoria no subsana la injusticia, como advierte Derrida, sino que la hace viva y presente para que repercuta en la plasmación del camino venidero (118). Derivado de una suerte de sortilegio teatral, los muertos vivientes hacen hincapié en la recuperación y "resurrección" de la historia, impulsando una dialéctica sempiterna entre el pasado traumático y el presente artístico y poniendo en tela de juicio la inmutabilidad del pasado. Al cobrar vida escénica mediante los actores, tales espectros derridianos brindan al público una imagen bastante teatral del proceso fluido por el que la memoria del trauma colectivo de 1936, olvidado y tergiversado durante mucho tiempo, se cuela una y otra vez en el tiempo presente, incitando así al espectador a revaluar insistentemente su perspectiva del ayer y de hoy, con miras al futuro.
NOTA
1. En "García Lorca, personaje dramático", Mariano de Paco también subraya la calidad de fantasma del personaje de Lorca en Centellas en el sótano del museo de Alberto Miralles, publicado en Il teatro di Alberto Miralles de Magda Ruggeri Marchetti (Bologna, Pitagora, 1995) y en Vivir, para siempre vivir (1983) de Lorenzo Píriz-Carbonell, publicado en Murcia (Editora Regional, 1990), junto con Antonete Gálvez. En esta pieza onírica, el poeta muerto se desdobla en espectador y personaje, quien, de muerto, espera a la actriz famosa, Margarita Xirgu, para pasar a la inmortalidad. Junto a otros personajes intelectuales y artistas ya fallecidos, el fantasma de Lorca en la pieza de Miralles también atraviesa realidades y tiempos enmarañados mientras protesta el silencio cómplice de los intelectuales con la venta de la pinacoteca (De Paco 125-126).

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