\"Los muertos que vos matasteis gozan de buena salud\": Ideología y política de resistencia fallida en \"Adiós Ayacucho\" de Yuyachkani

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LOS MUERTOS QUE VOS MATASTEIS GOZAN DE BUENA SALUD
Ideología y política de resistencia fallida en Adiós Ayacucho de Yuyachkani

No quiero
que mis muertos descansen en paz
tienen la obligación
de estar presentes
Stela Díaz Varin, Dos de noviembre

INTRODUCCIÓN
«Los muertos que vos matasteis gozan de buena salud» es la denuncia con que Yuyachkani referencia a las almas en pena, esos espectros que deambulan entre los vivos persiguiendo algún tipo de consuelo. Alfonso Cánepa, asesinado durante la guerra interna, es uno de estos muertos saludables. Su travesía infructuosa, en la que reclama a las instancias estatales –sus propios asesinos– la devolución de su cadáver, constituye el monólogo que el espectador presencia: Adiós Ayacucho.
Este monólogo ha sido presentado en diversos festivales internacionales y ha recorrido casi todo el Perú en el marco de eventos y campañas sobre los derechos humanos. Debido a esta labor, Ileana Diéguez (2005) considera que Adiós Ayacucho y otras obras del grupo teatral (entre ellas Sin Título, Rosa Cuchillo o Antígona) constituyen «tentativas de reparación simbólicas», en las que a través del arte se intenta contribuir al «proceso de curación y justicia social». La puesta en escena se compone, ante todo, de «acciones estéticas concebidas como actos éticos», los cuales buscan «participar de ese proceso de restauración de la memoria, de restitución de la dignidad humana y ciudadana».
En consecuencia, puede argumentarse que, con Adiós Ayacucho, Yuyachkani ha puesto sobre los escenarios un tipo de «prácticas de resistencia que trascienden la dimensión estética» (Diéguez 2005). Una práctica escénica política (o en palabras de Miguel Rubio, director del grupo, 'performances políticos') que reta las representaciones habituales y hegemónicas, y que abre nuevas posibilidades para denunciar y visibilizar los problemas que afronta nuestra sociedad de posguerra (Durand 2012). Lo que el grupo de teatro ha logrado con esta obra sería «un ACTO que otorga presencia simbólica a las múltiples ausencias, que hace VISIBLE los cuerpos de los desaparecidos, que se constituye acción de resistencia contra el olvido» (Diéguez 2005).
Es precisamente este 'acto' representado –supuesto desafío a la ideología imperante sobre el conflicto armado interno–, y la consecuente 'política de resistencia' que despliega, lo que desde este artículo me interesa cuestionar. Por un lado, Slavoj Žižek (2003a: 7), al afirmar la existencia de la ideología, advierte la necesidad de distinguir cuando «un acontecimiento que se inscribe por completo en la lógica del orden existente es (erróneamente) percibido como una ruptura radical». Considero que es esta lógica la que caracteriza Adiós Ayacucho: un aparente rompimiento que, pudiendo retar el orden existente, acaba legitimándolo y constituyéndose en un acto fallido.
Por otro lado, interesado en proyectar la idea de una nueva norma cultural sistemática, Fredric Jameson (1992: 4) ha planteado la importancia de analizar la producción artístico-cultural «con el fin de reflexionar con mayor precisión sobre las formas más eficaces que en la actualidad puede revestir una política cultural radical». Sigo estos lineamientos al afirmar que Adiós Ayacucho no se inscribe como una «política de resistencia» (Jameson 2006), sino que resulta una continuación de la norma político-cultural imperante.
De este modo, los siguientes párrafos tratarán de demostrar, principalmente desde los postulados de Slavoj Žižek –quien confluencia el pensamiento marxista con el sicoanálisis lacaniano– cómo este aparente cuestionamiento ideológico que Alfonso Cánepa desarrolla –a través de la posibilidad de realizar un acto– constituye un intento fallido de liberación y, en consecuencia, una falsa política de resistencia: un afianzamiento del orden dominante.
EL MUERTO RESISTIÉNDOSE A MORIR: SÍNTOMA NACIONAL Y SUPLEMENTO OBSCENO AL DESCUBIERTO
Alfonso Cánepa está muerto, pero no quiere morirse incompleto. «El 15 de julio –narra el espíritu– fui apresado por la guardia civil de mi pueblo, incomunicado, torturado, quemado, mutilado, muerto. Me declararon desaparecido.» (Rubio 2008: 44). Debido a ello, su alma viaja desde Ayacucho a Lima en busca de sus restos que seguramente, piensa él, sus victimarios se han llevado a la capital.
La aparición del horror, su muerte, y la brutalidad con que esta se ha dado, hacen que Cánepa afronte una extrema desnaturalización y presencie «ese abismo aterrador que se lo traga todo, que disuelve todas las identidades» (Žižek 2003b: 93): la aparición de lo Real. Con su muerte, Cánepa quiebra esa "normalidad" ficcionalizada por la realidad social cotidiana y evidencia los antagonismos inherentes no simbolizados (ocultos). Así, irrumpe en su existencia lo Real: ese «X negado que causa que nuestra visión de la realidad se deforme de manera anamórfica» (Žižek 2003b: 105).
Se ha dicho que la mutilación y muerte de este campesino ayacuchano representa la fragmentación social de nuestra historia más reciente (Durand, 2012). Sin embargo, este espíritu penando es también la revelación de ese síntoma social, producto del trauma, que todavía persiste y perturba nuestro imaginario colectivo: aquello que aún no logra ser superado, ni puede incorporarse a la narración simbólica y que retorna siempre para acosar al sujeto (Žižek 2004). La muerte de Alfonso Cánepa es entonces el punto de quiebre para evidenciar lo Real latente, aquellos antagonismos y tensiones presentes, pero no incorporados, en la narrativa oficial sobre el conflicto armado interno.
Por ello, para hacer frente a lo que ha convulsionado su realidad, Cánepa busca su cuerpo, y con él, la garantía de recobrar la consistencia de su mundo y superar el trauma: «Quiero mis huesos, quiero mi cuerpo literal, entero, aunque sea enteramente muerto.» (Rubio 2008: 113) El cuerpo ausente se establece como el objeto causa de su deseo, el cual siempre permanecerá perdido, inalcanzable, debido a la relación imposible –la espectralidad– que se establece entre el sujeto y el objeto (Žižek 2000).
De este modo, la travesía de Alfonso Cánepa (y él mismo, obviamente) constituye la espectralidad, eso que «escapa a la realidad simbólicamente estructurada» (Žižek 2003a: 31). O, para efectos de la remembranza histórica a la que alude el montaje: esos muertos y desaparecidos (y quienes aún los buscan) que la realidad discursiva ignora, oculta, reprime. Porque «lo que el espectro oculta no es la realidad, sino lo "primordialmente reprimido" en ella, el X irrepresentable sobre cuya "represión" se funda la realidad misma» (Žižek 2003a: 31).
La espectralidad es entonces «aquello que llena el abismo irrepresentable del antagonismo, de lo real no simbolizado» (Žižek 2003a: 38). Es esta represión primordial de los antagonismos sin simbolizar lo que fundamenta la ideología, la realidad misma. Así, hay que entender la ideología, tomando como base una de las definiciones clásicas que Marx le otorga (falsa conciencia), pero amplificándola y entendiéndola como una matriz generativa que regula la relación entre lo visible y lo no visible, entre lo imaginable y lo no imaginable, entre la realidad y lo Real. (Žižek 2003a).
Una forma de clarificar esta regulación (ocultación) entre fantasía y no fantasía se evidenciaría al agenciarnos de la interpretación que Stuart Hall (2010: 144) proporciona del mismo concepto. Él propone entender la ideología como una explicación insuficiente, parcialmente adecuada: una verdad a medias, la cual nunca podrá ser una verdad completa sobre nada, ya que solo representa una parte de la totalidad: «Las explicaciones unilaterales siempre son una distorsión».
Es precisamente esta unilateralidad narrativa (distorsionada) lo que la fantasía ideológica regula a través del ocultamiento de sus antagonismos inherentes (el horror de lo Real): la muerte de Cánepa, por ejemplo. Así, la aparición de un muerto que insiste en reclamar su cuerpo oculto surge como un cuestionamiento a la ideología, como una ruptura de este velo que recubre lo Real. Ese suplemento obsceno que, ahora manifiesto, puede resultar subversivo para el poder hegemónico. Y es precisamente en esta subversión donde se encuentra la posibilidad de realizar un acto.
POSIBILIDAD DE LIBERACIÓN: INTENTO FALLIDO DE ACTO
El momento más álgido en el que Adiós Ayacucho cuestiona la narrativa oficial sobre la guerra interna es, sin duda, la carta que Alfonso Cánepa redacta para el presidente de la República:
[…] Como usted bien sabe, todos los códigos nacionales y todos los tratados internacionales, además de todas las cartas de Derechos Humanos, proclaman no sólo el derecho inalienable a la vida humana sino también a una muerte propia con entierro propio y de cuerpo entero. El elemental deber de respetar la vida humana supone otro más elemental aún, que es un código del honor de guerra: los muertos, señor, no se mutilan. El cadáver es como si dijéramos la unidad mínima de la muerte y dividirlo, como se hace hoy en el Perú, es quebrar la ley natural y la ley social. […] (Rubio 2008: 113)

Es esta la denuncia explícita –el reclamo de justicia– del muerto. Una de las críticas máximas que Cánepa acomete contra la visibilización de esa fantasía ideológica que él mismo representa. Sin embargo, esta es también la barrera limitante del acto liberador: el cuestionamiento de la ideología agotará con esta carta sus posibilidades críticas para inmediatamente sumirse en la resignación/aceptación y la recomposición de los discursos dominantes.
Žižek (2003b) propone que existen dos formas de enfrentar el exceso de lo Real, esa aterradora desnaturalización que ha padecido el sujeto traumado: «o bien uno lo enfrenta directamente, o bien se apela a la mediación del orden simbólico» (pág. 87). Ambas son maneras fundamentales de relacionarse con la nada de lo Real (la Cosa en sí misma que nos constituye como sujetos). La segunda posibilidad es un claro ejemplo de «cómo las formaciones fantasmáticas y las ficciones simbólicas se esfuerzan por recomponer las intrusiones de lo Real» (Žižek 2003b: 101). La primera, es la manifestación del acto, «el momento en que se suspende el "principio de la razón suficiente", el momento en que se rompe "la gran cadena del ser", de la realidad simbólica en la que estamos incluidos» (Žižek 2003a: 38). Ese momento que Cánepa no logra alcanzar.
De este modo, el acto implica atravesar –perturbar– el universo discursivo existente de la forma más radical posible. Por ello, la auténtica elección de lo peor conduciría al acto: «provoquemos directamente la catástrofe y el acto de algún modo se producirá» (Žižek 2001: 404) El heroísmo consistirá precisamente en asumir esta elección de lo peor, en suscribir plenamente el acto con todas sus consecuencias. Justamente, Alfonso Cánepa fracasa en esta asunción: no asume el acto en su posibilidad más radical. Pese a ello, antes de su fracaso, en esa carta con que pretende reclamar su cuerpo ausente, él demuestra la tentativa más cercana al acto que alcanza:
[…] Sus antropólogos e intelectuales han determinado que la violencia se origina en la subversión. No, señor. La violencia se origina en el sistema y en el estado que usted representa. Se lo dice una de sus víctimas que ya no tiene nada que perder, se lo digo por experiencia propia. Quiero mis huesos, quiero mi cuerpo literal, entero, aunque sea enteramente muerto. […] (Rubio 2008: 113)

Cánepa cuestiona el origen de la violencia. Evidencia las contradicciones implícitas en la sociedad que engendra el terror, entre aquellos que lo interpretan y a quienes se les atribuye. Remarca, además, su propia condición de afectado por el terrorismo estatal y hace explícito su reclamo por la devolución de sus restos. Esta carta es el mayor golpe que asesta contra sus propios asesinos. Sin embargo, a pesar de que logra entregarlo, este símbolo de su lucha particular será desechado por el mandatario: «en el piso oscuro vi mi carta arrugada y sin abrir» (Rubio 2008: 118).
La ruina de su reclamo nos permite entrever una serie de elementos en el accionar de Cánepa que invalidarían esa posibilidad de acto o rompimiento político que Diéguez (2005) y Durand (2012), respectivamente, encuentran en Adiós Ayacucho. Se hallan los argumentos suficientes para determinar que esta obra, lejos de ser un cuestionamiento a la narrativa oficial sobre el conflicto armado interno, no consiste en un quiebre emancipatorio de la realidad sino, más bien, legitima la fantasía ideológica sobre estos sucesos.
INTERPASIVIDAD, RESIGNACIÓN Y RECOMPOSICIÓN DE LA ESTRUCTURA SIMBÓLICA
No basta con que el suplemento obsceno esté manifiesto –o en palabras de Žižek (2003a): «No alcanza con decir que tememos al espectro» (pág. 38). El acto liberador no solo «transgrede los límites de lo que experimentamos como "realidad"» (pág. 39), también cancela nuestra obligación primordial hacia la espectralidad: con el acto todo se rompe y todo vuelve a comenzar.
Pero Cánepa no quiebra su realidad; por el contrario, en diversos momentos de su monólogo se evidencian situaciones en las que él delega a sus propios asesinos la resolución de su encuentro con lo Real. Acciones que reafirman y claramente consolidan a las propias instituciones (ese gran Otro) que le han provocado la muerte. Por ejemplo, la reflexión sobre su captura revela cierta ingenuidad (no sin cierto cinismo) sobre el operar de la institución castrense: «Sabía que me acusarían de terrorista y ellos sabían que yo no lo era. Entonces ¿qué querían que yo confiese?» (Rubio 2008, 102). Quizá la duda más inmediata consista en preguntarse por qué, sabiendo que lo acusarían de terrorista, él decide apersonarse a la Comisaría.
La respuesta se evidencia en esa «condición de peruano crédulo» (Rubio 2008: 105) que tanto se autocritica Cánepa y que es una constante a lo largo del montaje. Es esa misma credulidad –una confianza enceguecida– la que lo impulsa a viajar a Lima, a escribirle al presidente, a creer que este lo tomará en cuenta. La misma que –mucho más fuerte e inmutable frente al horror de lo Real– lo convencerá de conformarse con una futura posibilidad de liberación: «…entendí que mi hora era cercana. Ya me levantaría en esta tierra…» (Rubio 2008: 118). La 'credulidad' en Cánepa será lo que finalmente decida su derrotero. Dicha credulidad no es otra cosa que la interpasividad.
Žižek (1999b) establece las coordenadas para entender la interpasividad y sus vicisitudes. Menciona que el sujeto «desplaza su creencia hacia el gran Otro» (un individuo, elemento o idea diferente al sujeto), a quien «imputa sus creencias» (pág. 126). La interpasividad establece la posibilidad de creer o gozar a través del Otro y pasivizar la posibilidad de actuar realmente. En otras palabras: «yo soy pasivo por medio del Otro, es decir, le cedo al otro el papel pasivo (del goce) mientras yo puedo permanecer activamente involucrado», pero dicha actividad es falsa, puesto que «crees que estás activo, mientras que tu verdadera posición, como está encarnada en el fetiche, es pasiva» (pág. 139). Por ello, «el gran Otro [a través de la interpasividad] involucra, y se basa en, una "confianza" fundamental» (pág. 128). Es esta confianza esencial (a la que también podríamos llamar credulidad) la que Alfonso Cánepa muestra a cada momento.
En Adiós Ayacucho, la creencia, esa «característica fundamental constitutiva del orden simbólico» (Žižek 1999b: 139), es la actitud que define al sujeto y que mantiene la interpasividad. Alfonso Cánepa cree que yendo a conversar con el comisario no lo apresarán, cree que es el único muerto y desaparecido, cree en la devolución de su cuerpo si viaja hasta Lima, cree que el presidente leerá la carta escrita, cree que ya pronto vendrá el momento de levantarse.
Y, aunque duda de estas creencias (por ello su reproche constante de 'peruano crédulo'), el intento por recomponer e «intentar curar su herida mediante la imposición de una estructura simbólica equilibrada» (Žižek 2003b: 105) es mucho más fuerte. La fantasía ideológica termina por absorber e incorporar el intento subversivo de Cánepa, la posibilidad de aperturar nuevos horizontes a partir del descubrimiento de lo Real.
Es el final de la obra de teatro un claro ejemplo de esta resolución fallida del acto. Rechazado por el gobernante, Cánepa ha decidido refugiarse en la Catedral de Lima, robarse los huesos de Pizarro –en vista de que no puede obtener los suyos– y esperar a que llegue el momento remoto en que podrá levantarse. ¿Acaso esta resolución resignada no es la evidencia ideológica por excelencia? Esa actitud cómoda de observador distante ¿no es una forma evasiva de librarse de la responsabilidad de actuar? Porque culpar a las circunstancias (o atribuirse la propia culpa), «nos releva de la tarea de sondear las circunstancias concretas del acto en cuestión» (Žižek 2003a: 12). Esta situación necesariamente nos conduce al ideológico cinismo. Y una vez allí, «el sujeto ya no está comprometido con lo que le está ocurriendo; mantiene con el trauma una simple relación externa» (Žižek 2003a: 13).
CONCLUSIONES
Este texto se ha propuesto demostrar, desde los postulados de Slavoj Žižek, que el monólogo Adiós Ayacucho, del grupo teatral Yuyachkani, a pesar de potencialmente constituir un síntoma social y una posibilidad de transgredir la realidad, resulta un acto fallido. Dicho fracaso se evidencia en la interpasividad (esa confianza en el gran Otro) que Alfonso Cánepa muestra en distintos momentos de la obra. Así, el sujeto que ha vislumbrado el horror de lo real y que ostenta la posibilidad de liberarse de ese universo simbólico que lo excluye, termina reincorporándose (resignándose) a la realidad social cotidiana: esa estructura oficializada del discurso dominante.
Esta obra de teatro, representada en distintos lugares de nuestro país como el ejemplo paradigmático de las víctimas de la guerra interna, repercute directamente en la política cultural que Yuyachkani ha venido desarrollando. Fredric Jameson (1992) ha planteado la necesidad de analizar la producción artístico-cultural para articular políticas culturales radicales que puedan pensar el cambio histórico social. Existe así una importancia en explorar lo que es y debe ser una cultura política vital y emergente, la misma que debe ser «la tarea más urgente de una crítica cultural marxista» (Jameson 1989: 12).
Por ello –luego de aplicado ese «'método' crítico especifico del marxismo» (Jameson 1989: 13), el análisis ideológico–, considero que, pese a su masiva difusión y aceptación en los circuitos culturales, Adiós Ayacucho no se inscribe como una «política de resistencia» (Jameson 2006), sino que resulta una continuación de la norma político-cultural imperante. Así, Yuyachkani legitimaría con esta obra una posición bastante conformista respecto a la resolución de los antagonismos sociales que nuestro pasado reciente plantea. Una perspectiva que no contribuye a la praxis política de reparación social de todas esas almas en pena que todavía continúan buscando su historia, su reconocimiento, sus cuerpos ausentes.


BIBLIOGRAFÍA
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Hall, Stuart
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1992 El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío. Centro de Asesoría y Estudios Sociales. En: http://goo.gl/xA5aDY
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Rubio, Miguel
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Žižek, Slavoj
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Fue estrenado en 1990 por el grupo Yuyachkani. Cuenta con la interpretación de Augusto Casafranca, la música de Ana Correa y la dirección de Miguel Rubio. Este monólogo es la versión teatralizada por Miguel Rubio (2008) de la narración homónima de Julio Ortega, publicada en 1986.
Por ejemplo, durante los meses de agosto y setiembre de 2001, el unipersonal fue escenificado en distintos pueblos y ciudades como parte de la campaña informativa Para que no se repita, organizada por la CVR (Rubio 2008: 45)
En ese sentido, como indica Buntinx (2006) para el caso del Colectivo Sociedad Civil (pero también aplicable a la labor del grupo Yuyachkani), en Adiós Ayacucho el arte funcionaría no como finalidad autónoma sino como laboratorio de experiencias críticas cuyo criterio de verdad se ubica radicalmente fuera del arte. «Entrar y salir del arte podría ser la fórmula aquí operativa. No una liquidación, sino una transfusión artística hacia el agónico cuerpo social».

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