\"Los monasterios como ámbitos de construcción de la autoridad a partir de las reglas monásticas visigodas\".

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REVISTA MEMORIA EUROPAE I/1 (1), Diciembre de 2015 e-ISSN: 2469-0902

LOS MONASTERIOS COMO ÁMBITOS DE CONSTRUCCIÓN DE LA AUTORIDAD A PARTIR DE LAS REGLAS MONÁSTICAS VISIGODAS

THE MONASTERIES AS AMBIT OF CONSTRUCTION OF AUTHORITY SINCE OF THE VISIGOTH MONASTIC RULES

PROF. GONZALO CANÉ Universidad de Buenos Aires Argentina [email protected] Resumen: Los

monasterios

Abstract: constituyen

Monasteries are one of the para-

uno de los espacios paradigmáticos de digmatic spaces of Late Antiquity and la tardoantigüedad y el altomedioevo. High Middle Ages. Both men and women Tanto hombres como mujeres se volca- turn here during this period to engage ron a lo largo de este periodo a la vida themselves in the monastic life that shaped cenobítica que moldeaba en ellos los them the habits of prayer and reading, hábitos de la oración y la lectura, el fasting and abstinence. In this context we ayuno y la continencia. En este contex- find that Christianity made possible new to encontramos que el cristianismo ways of thinking authority. Recurrent posibilitó nuevas maneras de pensar y gestar la autoridad. Las prácticas recurrentes del ayuno, la penitencia y la continencia características de la vida del monje dan a luz una autoridad y un carisma que generan un status reconocido por la sociedad. En este trabajo quisiéramos reflexionar en torno a los modos de construcción de la autoridad en el ám-

practices of fasting, penance and continence typical of monk's life, gave birth to a kind of authority and charisma that generate a status recognized by society. In this paper we would like to reflect on ways of building authority in the Visigoth monasticism using a set of works by San Leandro, San Isidoro, San Fructuoso and the Regula communis. Key words: Monasticism, Visi-

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bito monástico visigodo utilizando un goths, Authority. conjunto de obras de San Leandro, San Isidoro y San Fructuoso así como la Regula communis. Palabras clave: Monasticismo, Visigodos, Autoridad.

De la lectura de las reglas monásticas visigodas pueden extraerse muchas valiosas lecciones. Si bien, durante mucho tiempo, éstas sirvieron para nutrir posiciones doctrinales (Díaz Martínez, 1986: 189), en este trabajo intentaremos buscar en ellas vestigios de lo que pudo haber sido la vida social en la Hispania del siglo VII, los modos en que los hombres pensaban su entorno y los intentos de posicionarse en un mundo cambiante. En nuestro caso, nos interesa ver en ellas la forma en la que construyeron su autoridad y legitimidad hombres que, separándose del mundo, contribuyeron también a su modo a gobernarlo. Recurriremos, para tal fin, a cuatro obras compuestas entre fines del siglo VI y mediados del VII en la España visigoda. Estas son; la obra “De institutione virginum et contemptu mundi” de San Leandro, las reglas de San Isidoro, San Fructuoso y la Regula communis cuya autoría está todavía en debate (Campos Ruiz y Roca Melia, 1971: 165). El auge de las reglas monásticas en Hispania durante la Antigüedad Tardía se nutre de la recepción de un conjunto de textos normativos entre los que destacan las obras de Pacomio, Jerónimo, Juan Casiano y Agustín. Allí se aprenden los lineamientos básicos que sostienen y modulan la vida de los monjes en el cenobio. En la sociedad tardoantigua la autoridad se construye en una serie de gestos y acciones; por una parte, en la guerra, el mando, la victoria militar; por otra, en el acceso a Dios, la administración de los sacramentos, la intermediación con lo divino y los modos de obtener el perdón de los pecados. 68

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Ante los profundos cambios que vive el Imperio Romano tardío, el cristianismo brinda elementos novedosos para la conformación de la autoridad y de su legitimidad. Hasta entonces, el Imperio ofrecía ciertos modos de diferenciación que constituían el status de sus más distinguidos hijos, sin embargo ese paradigma mutó con las sucesivas crisis y cambios que vivió el mundo mediterráneo a lo largo de este periodo. Con la conversión de Constantino a la nueva fe el devenir del Imperio quedó ligado a las encrucijadas de la religión de Cristo. A partir de entonces, las disputas teológicas, la organización de los fieles y el acceso a Dios constituyeron asuntos cruciales para el poder político (Wickham, 2009: 102). La época final del Imperio Romano y la aparición de las monarquías que lo subsistieron constituyen un ámbito de debate en la historiografía desde la época de Edward Gibbon. En las últimas décadas las posiciones y argumentos en torno a las continuidades y rupturas en el mundo posromano, el rol de las migraciones, los problemas en torno a la identidad de los pueblos germánicos (Dietrich, 1998), el peso concedido a las fuentes documentales y a las arqueológicas (Wickham, 2009; Heather, 2005, Ward-Perkins, 2005), entre otros, han contribuido a gestar miradas dispares del mundo tardoantiguo. Los problemas específicos analizados, el tipo de fuentes elegidas así como el peso concedido en la reflexión a la pars occidentalis y a la pars orientalis han inclinado la balanza, alternativamente, por la senda de la ruptura y el cambio radical o más bien por la continuidad y las transformaciones1.

La caída de Roma y el fin del Imperio Romano de Occidente constituye un tópico largamente recorrido en la historiografía. Desde los estudios tradicionales que fechan en 476 el fin del mundo antiguo y el inicio del periodo medieval se promovía una lectura de la caída de Roma como consecuencia de las denominadas por entonces invasiones bárbaras. Sin embargo, a partir de los años setenta y ochenta, el crecimiento de los estudios sobre la Antigüedad Tardía conllevo una renovación en el modo de pensar el fin del mundo clásico y el primer periodo medieval. El cambio de enfoque permitió la realización de nuevas preguntas y nuevas hipótesis ancladas ya no en las ideas de crisis, caída y ruptura sino en las nociones de cambios, continuidades y transformaciones. Producto de este clima renovado fue la experiencia de la colección The Transformation of the Roman World promovido por el European Research Council en la década del noventa así como también The Transformation of the Classical Heritage, editada por la Universidad de Cali1

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En este sentido, si bien el auge de los estudios vinculados a la Antigüedad Tardía desde los años setenta ha concedido un lugar protagónico al cristianismo en clave social (Brown, 1981), otros estudios más cercanos a la historia política tradicional han limitado su importancia (Heather, 2005). En este trabajo intentamos pensar el cristianismo como uno de los rasgos clave que modela las experiencias y las acciones de hombres y mujeres a lo largo de este periodo. El auge de las prácticas ascéticas, la vinculación de monarcas y aristócratas con el poder episcopal y la consolidación del paisaje monástico, sugieren nuevas formas de construcción de la autoridad así como vías para legitimar su poder. Es posible entonces pensar que frente a la caída del Imperio Romano de Occidente y la subsiguiente conformación de los reinos romano-germánicos, la religión de la Cruz jugó un rol central en la formulación de la autoridad de las nuevas monarquías. En este sentido, Mayke de Jong señala como rasgo de la época: “la integración de la autoridad religiosa y secular, y la importancia concedida al culto público”. De la cual dependía “la salvación de reyes, reinos y pueblo” (De Jong, 2002: 141). Estos nuevos jefes, si por un lado aspiraban a ligar su prosapia a la romanitas, a su vez, buscaban participar también de esa vibración sagrada que creció pujante desde los sucesos del Puente Milvio. Sin embargo, la adopción de la fe de Cristo implicó para estos hombres tener que lidiar con un conjunto de problemas nuevos e intrincados. Su fe, su doctrina, su organización eran, por aquel entonces, un campo de abiertas disputas. El objetivo de este trabajo es extraer de las reglas monásticas visigodas elementos que permitan pensar algunos de los modos en que era posible construir autoridad hacia el final del mundo antiguo. El reino visigodo da cuenta de una peculiar vinculación entre poder secular y poder eclesiástico. El rey recibía el apelativo de Apóstol de Cristo, se lo fornia. Es preciso, además, reconocer el importante aporte realizado en las últimas décadas por la arqueología. Para un panorama de la época final de Roma y el mundo tardoantiguo ver: Heather, 2005; Wickham, 2009; Ward-Perkins, 2005.

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representaba como pastor de su pueblo y en los concilios se lo refiere como sanctissimus y christianissimus (Valverde Castro, 1991: 141-143). De hecho, las relaciones mutuas entre la jerarquía eclesiástica y el poder monárquico constituyen el eje sobre el cual se construye la monarquía visigoda. La participación de sus reyes en los numerosos concilios de la iglesia goda y el rol de los obispos en la gestación de sus códigos legales, dan cuenta de este proceso (Fernández Ortiz de Guinea, 1994: 159-160). Isidoro elabora los fundamentos de esta participación al sostener que el rey tiene como misión “impedir y corregir las consecuencias del pecado en la humanidad” (Fernández Ortiz de Guinea, 1994: 160). Es preciso tener en cuenta que hombres como Leandro e Isidoro fueron, además de hombres cultos dados a la escritura, actores políticos de primer orden. Desde sus cargos de obispos de Sevilla fueron protagonistas de los cambios y tensiones que vivió la península en los siglos VI y VII2. Leandro en su rol de embajador visita Constantinopla como representante de Hermenegildo y luego como testigo de la conversión de Recaredo en 589 fue un claro defensor de la fe nicena en una Hispania por entonces arriana. Isidoro desde su cargo de obispo de Sevilla, luego de suceder a su hermano Leandro, fue un protagonista del IV Concilio de Toledo, articulando desde sus obras y su rol episcopal la visión de una iglesia goda nicena y unida (Wood, 2012: 4). De este modo, es preciso leer en estas obras dirigidas al ámbito monástico un intento por actuar en un mundo cambiante, un contexto en el cual tanto el reino godo como la iglesia peninsular se encuentran en permanente configuración. El caso hispánico es de hecho notable por el valor que otorga en su configuración a la vinculación eclesiástico-monárquica. En este contexto, creemos, es posible encuadrar las obras de Leandro, Isidoro y Fructuoso que presentamos en este trabajo.

En relación con el itinerario de Isidoro de Sevilla y la articulación de su obra intelectual y su rol político en el contexto visigodo ver: Wood, 2012; Cazier, 1994. 2

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1. LA

VIRGINIDAD COMO FUENTE DE AUTORIDAD EN EL

“DE

INSTITUTIONE

VIRGINUM ET CONTEMPTU MUNDI” DE SAN LEANDRO

Se estima que San Leandro, obispo de Sevilla entre el 578 y el 600, compone su opúsculo “De institutione virginum et contemptu mundi” alrededor del año 580. La entrada de su hermana Florentina a un monasterio le sirve de motivo a Leandro para escribir esta obra en la cual reflexiona sobre el estado virginal en la mujer y su rol en la sociedad cristiana. De este modo, el autor participa de una tradición que venera en la mujer su rechazo a los placeres de la carne y celebra la conservación de la pureza, tradición que se remonta a Tertuliano y es luego continuada por otros Padres. A lo largo del texto Leandro realiza, por un lado, una exposición doctrinal de aquellas virtudes que la mujer casta posee y, por otro, da una serie de consejos y advertencias para que las vírgenes sigan en su vida monástica. Nuestra intención es rastrear en este texto de qué modo piensa Leandro, un obispo sevillano, a las mujeres vírgenes. Qué rol ocupan en la sociedad cristiana, qué status otorga la virginidad a estas mujeres, cómo se vincula esto con la vida monástica. Y, particularmente, cómo se vinculan virginidad y autoridad. De este modo, intentamos entrever cómo el pensamiento cristiano reelabora la noción de autoridad y la dota de nuevos sentidos. Las vírgenes, en la concepción de Leandro, poseen una cualidad extraordinaria que las sitúa en una posición cualitativamente distinta frente al resto de los cristianos: Pues lo que todos los fieles esperan ser y después de la resurrección aguarda toda la Iglesia, ya lo sois vosotras: Este ser corruptible se revestirá de incorruptibilidad, dice el Apóstol. Pero en realidad esto sucederá después de la resurrección del cuerpo. He aquí que vosotras participáis ya de la gloria de la incorrupción (De inst. virg: 91-94)

La castidad habilita a la mujer a participar en una gloria que es eterna y que para el resto de los cristianos solo estará disponible luego de la resurrección. Esto coloca a la mujer en una posición privilegiada en tanto participa de lo divino en un modo negado al resto de los fieles. 72

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Es interesante pensar aquí cómo se relacionan la posesión personal de una virtud, como puede ser en este caso la virginidad, con el rol que ocupan en la Iglesia las instituciones y los órdenes jerárquicos, como el cargo de obispo que Leandro posee. De algún modo, aquí se ponen en juego dos paradigmas tradicionalmente opuestos: carisma e institución. La virginidad es una virtud personal que nadie otorga sino que se posee por propia voluntad y consideración y que, sin embargo, otorga a quién la conserva, un status especial en la sociedad. Podemos pensar aquí en el concepto de autoridad ascética de Claudia Rapp. De acuerdo con ella en la sociedad tardoantigua es posible pensar la autoridad desde tres perspectivas: la autoridad ascética, la autoridad espiritual y la autoridad pragmática. En cuanto a la primera Rapp sostiene: It has its source in the personal efforts of the individual. It is achieved by subduing the body and by practicing virtuous behavior; these efforts are centered on the self, in the hopes of attaining a certain ideal of personal perfection. Ascetic authority is accessible to all. Anyone who chooses to do so can engage in the requisite practices. (Rapp, 2005: 17)

Es decir, la posesión personal de una virtud, en nuestro caso la virginidad, adquirida en base al esfuerzo y el sacrificio autoimpuesto otorga en la sociedad una distinción, un status, que hace autoridad. Sin embargo, esto resalta aún más al contraponerse con la autoridad que proviene de un cargo eclesiástico como es el caso de su hermano obispo. En la concepción de Leandro, su cargo, el obispado, un altísimo rol institucional dentro de la Iglesia, es, sin embargo, menor frente a la trascendencia que otorga una virtud como la virginidad. Esto se evidencia en varios momentos de la obra. El obispo sevillano considera que Florentina es su “defensa ante Cristo” y agrega “si tú te abrazares a Cristo por el fragantísimo aroma de la virginidad, ciertamente, acordándote de tu hermano pecador, obtendrás el perdón que solicitares para las culpas de tu hermano” (De inst. virg: 140-143). De este modo, la virtud, la conducta ascética íntimamente conquistada, posee una dimensión y una trascendencia mayor que el cargo que Leandro po73

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see. La virginidad, el ascetismo, otorgan autoridad y esta trasciende el plano terreno, ya que para una concepción que anhela lo divino, la legitimidad es también supraterrenal. Y es en ese plano donde se ubica, en parte, la supremacía de la virginidad. Uno de los pilares de la autoridad espiritual es la intermediación con lo divino. Los hombres considerados santos son aquellos que, debido a su grado de ascetismo logran poseer una cierta gracia, alcanzando de este modo un contacto personal con lo divino. Esta relación se concreta en la acción de cargar con los pecados de otros. Los monjes, los hombres santos, debido a su autoridad espiritual poseen la capacidad de cargar con los pecados de los otros hombres3. Debido a su elevado nivel de ascetismo y gracia, la posesión de un conjunto de virtudes permite a los santos cargar con las faltas de otros cristianos e interceder frente a Dios por el perdón. La mujer virgen, por esta misma condición, es capaz de tal acción frente al Altísimo. Así lo reconoce Leandro a lo largo de la obra: “Tu carísima, mi garantía […] por la cual no dudo que expiaré el aluvión del pecado”, y que “el castigo que acaso se me aplique por tus descuidos, será mitigado gracias a tu castidad, alejando, sin duda por tu intercesión, el reato de mis obras” (De inst. virg: 153-155).

Vemos que el cristianismo propone una concepción que privilegia una suerte de economía de la gracia de la cual se busca participar. Frente a la suma de los pecados a los que empuja la vida terrena, un conjunto de hombres y mujeres, por sus méritos personales, se presentan como aquellos capaces de liberar la carga de los pecadores. Estos santos y santas adquieren un status especial en la sociedad y esto se manifiesta en una autoridad reconocida, en tanto se vincula en la vida cotidiana con lo sagrado por medio de la intermediación.

“The ability to intercede for others before God is one of the distinctive marks of the spiritual individual”. Rapp (2009) p. 67. 3

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Si bien la posesión de las virtudes constituye el rasgo que define al santo y a la santa y, por ende, su capacidad de intermediación, sin embargo, esto debe suceder, señala Leandro, en el ámbito del monasterio. Es en este lugar donde deben agruparse las mujeres que deciden rechazar los placeres terrenos. Aludiendo a esto, el obispo dice a su hermana: “con la ayuda del gran número de vírgenes que tendrás en tu compañía lograrás para mí sin dificultad lo que pidieres” (De inst. virg: 158-159). Aunque Leandro no posee la virtud y el status que lo eleve como una virgen, sí posee la capacidad de guiar la vida monástica, de ordenar qué tipo de vida es apta para quienes se embarcan en el camino del perfeccionamiento moral. Así se manifiesta en los consejos y advertencias que a lo largo de la obra da a su hermana Florentina y en ella, a todas aquellas mujeres que quieran asumir los votos monásticos. En primer lugar, se descarta, por varios motivos, que la virgen pueda vivir confundida con los gentiles, con aquellos que llevan una vida mundana. “Huye, te lo suplico, la vida particular. No imites a aquellas vírgenes que habitan en ciudades en celdas aisladas, pues una muchedumbre de inquietudes las oprime” (De inst. virg: 761-763). La vida mundana se presenta como el ámbito de la tentación, el terreno en el cual la voluntad de ascenso moral encuentra obstáculos y desvíos a cada paso. Para aquellos que desean elevarse espiritualmente es necesario, por lo tanto, alejarse de esta vida de tentaciones. En este sentido, recomienda Leandro, evitar el trato con las mujeres seglares, el trato con hombres y con los jóvenes. Estos momentos se presentan como potenciales desafíos al deseo de purificación que implica la vida espiritual. De tal modo, considera importante el entorno que rodea a la virgen, y pide a Florentina: “no participen de tu trato las mujeres que no tienen tu misma profesión” (De inst. virg: 286-187). Pero la vida mundana no debe abandonarse solamente porque dificulta el perfeccionamiento espiritual en tanto cuna de tentaciones, sino también por75

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que quién es santo debe vivir como santo y verse como santo. Este es un punto importante en la concepción de la autoridad en el periodo tardoantiguo. La virtud que se ha conquistado, la autoridad que se posee, se manifiesta por medio del estilo de vida y se expresa en la vestimenta. El aspecto visual es tan importante en la mujer virgen que un segmento de la obra trata expresamente este asunto. En este apartado, llamado “Del vestido de las vírgenes”, Leandro le recomienda a su hermana que use: … vestidos no de los que te recomienden y te den distinción ante los hombres, sino de los que te muestren inocente ante Dios, de modo que por la sencillez en el vestir se eche de ver la integridad de tu alma virtuosa (De inst. virg: 451-454)

En esta concepción, la castidad que se posee debe mostrarse. La virginidad por la cual se vencen mil tentaciones y desvíos, debe reflejarse en el vestir de modo que todos la reconozcan. Deben evitarse, entonces los vestidos lujosos y llamativos, de manera que se logre una coherencia entre el ser interno, el alma y la apariencia física, externa. En la sociedad tardoantigua la vestimenta supo indicar status y expresar el estado del espíritu. Podemos citar el caso de un hombre que visitó a Gregorio de Tours en el año 587: There appeared in the city a figure whose aspect and actions were immediately familiar to contemporaries: “He wore a tunic and a hood of goat’s hair, and in public practiced abstinence in the matter of food and drink”. The people understood the man’s appearance and behavior at once… (Jussen, 2001: 147)

Al aparecer este hombre en la ciudad todos reconocieron su condición de santo y en esto su autoridad. Su ascetismo, su elevación espiritual, se manifiestan en un aspecto característico, evidente a primera vista, que convoca y atrae a los pobladores que acercan a sus enfermos para que sean curados. Leandro participa de esta concepción y pide a las vírgenes que expresen en sus atuendos su castidad y su ascetismo, de modo que el resto de las mujeres y los hombres sepan al verlas que son mujeres esforzadas en el perfeccionamiento moral. El apartado termina con una insistencia: “Procura usar vestidos que cubran el cuerpo, que sirvan para velar el pudor virginal, que defiendan 76

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del rigor del frío, no los que exciten el cebo y llama de la concupiscencia carnal”. Aquella mujer que, aunque casta, use vestidos llamativos “… para atraer las miradas de muchos y halagar su espíritu y fascinar su imaginación […] aunque no cometa adulterio exteriormente por temor al marido, fornica, sin embargo, allá adentro en su intención” (De inst. virg: 461-465). Y no solo la vestimenta hace a la santa, también debe comportarse de un modo particular que sea reconocido por los otros. “El pudor es como la madre que alimenta todas las virtudes de la virgen. El pudor hace que la virgen no se irrite, sino se muestre paciente; que no sea insolente en el hablar, sino suave” (De inst. virg: 380-382). La humildad, la suavidad, la paciencia, la simpleza, la honestidad son las formas que la virgen debe conservar a todo momento ante todos como garantía de su elevación espiritual. A modo de resumen, entrevemos que la virginidad en la mujer, de acuerdo con Leandro, no se limita al simple rechazo del acto sexual. En la concepción del obispo sevillano la virtud virginal se expresa en un conjunto de gestos y acciones. Esta se expresa en la humildad del habla, en el carácter pudoroso, en la paciencia del temple, en la vestimenta sencilla. En la sociedad tardoantigua, el status que confiere autoridad debe ser visto por todos y como tal reconocido. Si bien la castidad se expresa, en primer lugar, en el rechazo de los placeres de la carne, debe también manifestarse en un comportamiento y una apariencia precisa que hable y de cuenta del perfeccionamiento moral. Ya que si una mujer: Lleva la corrupción en el alma, aunque guarde la castidad del cuerpo; ni siquiera es casta de cuerpo la que tiene el alma corrompida por los demonios con la pasión de los vicios, puesto que así como se mancilla el alma con el contacto carnal, así se mancha torpemente el cuerpo con los vicios del alma (De inst. virg, 425-428)

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2. HACIA

UNA TÉCNICA DE PERFECCIONAMIENTO MORAL.

CONSERVAR EL “ESTADO” EN LAS REGLAS DE

LOS

MODOS DE

SAN ISIDORO Y SAN FRUC-

TUOSO

El auge de la vida ascética en la tardoantigüedad estimula a muchos hombres y mujeres a recorrer los caminos de la elevación espiritual. Como fruto de estos esfuerzos, como vimos en Leandro, se obtiene un status y una jerarquía propia de la santidad que se adquiere y de las vinculaciones con lo divino que esto habilita. Sin embargo, el camino del santo esta cruzado por mil obstáculos, tentaciones y desvíos. Parte importante de los pensadores cristianos del periodo se volcaron a pensar estos problemas, buscando el modo de clarificar el camino de elevación moral: la mejor forma de vencer las tentaciones, corregir el carácter y, también, discutir el rol mismo del ascetismo en la salvación personal. En este apartado quisiéramos tomar algunos elementos de las reglas de San Isidoro y San Fructuoso y leerlos a la luz de estos debates en torno al modo y la posibilidad de encontrar una técnica de perfeccionamiento moral para los monjes. San Isidoro fue arzobispo de Sevilla durante los años 599 y 636 y San Fructuoso ocupó el cargo de obispo de Braga. La regla de San Isidoro podría fecharse en la década del 610 y la de San Fructuoso en la de 640. Ambas reglas, así como la de San Leandro, retoman obras previas dentro de la tradición monástica como son la de Pacomio, Agustín, Casiano y Jerónimo. A su vez, fueron reglas muy visitadas en la Hispania de los siglos VII y VIII. Prima facie estas reglas se presentan al lector como una guía que ordena la vida del aprendiz de monje con una serie de indicaciones, consejos y advertencias, las cuales modelan su vida con el objetivo de conducirlo al desarrollo espiritual. La vida en el cenobio impone un régimen de tareas y acciones que ocupan todas las horas del monje. En referencia a otra región, Jussen señala un conjunto de acciones que realizan los aristócratas galos las cuales tienen como fin establecer una liturgia que resignifica los conceptos de tiempo y espacio a la luz de sus intereses: “Time 78

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was organized liturgically: the whole day and sometimes the night as well was subjected to an all-encompassing liturgical rhythm” (Jussen, 2001: 168). A lo largo de Europa, el cristianismo difunde en aldeas y ciudades un nuevo ritmo del tiempo4. Este fenómeno se produce también en el ámbito del monasterio, como señala San Isidoro: … es necesario que el monje dedique al trabajo tiempos determinados, y otros a la oración y lectura, pues el monje debe tener los tiempos oportunos y señalados para cada obligación. Las partes del año distribuidas para cada tiempo y para cada obra… (Reg. Isidori, V: 156-158)

Y San Fructuoso indica que el monje debe “observar la distribución de las horas establecidas (canónicas)” (Reg. Fructuosi: 6-9). De este modo, en el monasterio se gesta un tiempo particular, distinto de aquel que viven el resto de los hombres e incluso distinto de aquel otro que viven los cristianos por fuera del cenobio, en la ciudad y el campo. El monasterio fija un tiempo propio, orquestado por las horas canónicas, las cuales marcan el paso del tiempo de los monjes y asignan sus tareas y obligaciones. Por ejemplo, en San Isidoro leemos: En verano debe trabajarse desde la mañana hasta la hora tercia; de tercia a sexta ha de vacarse a la lectura; después debe descansarse hasta nona; después de nona hasta el tiempo de vísperas, de nuevo ha de trabajarse (Reg. Isidori, V: 161-165)

Incluso se pautan los días de fiesta y los momentos de ayuno, ambos reciben un apartado en la regla de San Isidoro: “Las fiestas de los monjes en las que cesan los ayunos son las siguientes…” (Reg. Isidori, X: 277-299) y “…los antiguos eligieron como días de ayuno principalmente los siguientes…” (Reg. Isidori, XI: 296-297).

La regla intenta establecer un modo peculiar de organizar el día, con horas propias, las horas canónicas, con fiestas y ayunos pautados, lo cual distingue a los monjes frente al resto de los hombres. El objetivo de esto es explicitado por San Isidoro al comienzo de su regla, allí se explica que al seguir estas indi“Entre el bautismo y la muerte, el tiempo cristiano afectaba a las vidas de la gente. Los días festivos cristianos definían el curso de una semana, un mes o un año: los domingos, días de ayuno, la fiesta de los santos”. De Jong (2002) p. 169. 4

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caciones lograran estos hombres “conservar la consagración de vuestro estado” (Reg. Isidori: 7-8). Este estado, es el de la virtud y la espiritualidad que otorga el camino del perfeccionamiento moral. Más aún, la obra se presenta como una fórmula para aquellos que, incapaces de seguir la rigurosidad de las reglas antiguas, quieren aún inclinarse a la vida ascética. Para ellos “ésta hace monje aún al de ínfima categoría” (Reg. Isidori: 13-14). Podemos ahora retomar algunas ideas esbozadas al analizar la obra de San Leandro Allí veíamos que la mujer al conservar su virginidad lograba un status distinto al resto de las mortales, una jerarquía propia, expresada en su capacidad de intercesión frente a lo divino. Sosteníamos que el cristianismo permitía pensar una suerte de autoridad carismática que escapa y filtra el orden institucional de la Iglesia, o mejor dicho, que en paralelo con la autoridad expresada en cargos, como puede ser el obispo, un conjunto de hombres por medio de la vida ascética lograban para sí una autoridad personal vinculada a su status distinto. Sin embargo, vemos en San Isidoro y San Fructuoso que los logros del ascetismo se subordinan al cumplimiento de un conjunto distinto de mandatos. Aquí no alcanzan los esfuerzos libremente elegidos y superados sino un modo detalladamente explícito de ordenar la vida personal ajustada a una regla. Lo que se intenta discutir, en parte, es qué implica ser monje. La regla de San Isidoro, como citamos, se adjudica la potencia de hacer monje. Y aquí no basta simplemente ayunar, rezar, alejarse del mundo como lo hacían los padres egipcios, como supo hacerlo San Antonio. Incluso en la virgen de San Leandro pervive, en parte, aún la fuerza del puro carisma que otorga status y jerarquía. En San Isidoro y San Fructuoso, predomina el intento por subordinar las fuerzas del carisma ascético a un orden institucional. Si bien se otorga aún al ascetismo la capacidad de elevar a los hombres en su camino espiritual, este ya no queda librado al libre flujo de la voluntad personal sino que por medio de recomendaciones, consejos y advertencias se 80

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busca guiar y orientar exteriormente la voluntad del aprendiz de monje, con el fin de educarlo. Ahora bien, esta concepción se nutre de una serie de lecturas y debates que durante la Antigüedad Tardía trataban de reflexionar en torno a los problemas derivados de la vida ascética y el modo en que estos obstáculos podían superarse. Aquí, como señala Conrad Leyser al analizar estos debates, debemos pensar en Juan Casiano. En él observamos un intento por meditar en torno a los modos en que es posible superar las tentaciones y crecer en el perfeccionamiento espiritual. En Casiano, sostiene Leyser, está formulada esta idea que elucidamos en San Isidoro y San Fructuoso: … ascetics could not simply improvise their lives as they pleased. Spiritual discipline was an acquired technique, and Cassian named the places where it was best learned –Egypt and Syria… (Leyser, 2001: 44)

El camino ascético que lleva al perfeccionamiento espiritual ya no se expresa en un carisma personal, encontrado y desarrollado libremente, improvisado. Sino más bien en una técnica, en una tradición de reflexión en torno a cómo vencer la tentación. Y esta tradición sostiene Casiano reconoce una patria: Egipto. Más aún, aquí se crea para el monasticismo una genealogía la cual establece sus orígenes en las comunidades apostólicas de Jerusalén. San Isidoro participa de la misma concepción al sostener que “… los monjes […] son los que mantienen la forma apostólica de vida” (Reg. Isidori, III: 46-47). De tal modo, la vida cenobítica se ata a una sagrada tradición de vida comunitaria con el fin de participar en su status y jerarquía, interpretación que puede rastrearse hasta Eusebio de Cesárea (Leyser, 2001: 45). Los monjes se presentan así como los continuadores del purismo apostólico de los primeros tiempos. Cómo señalamos antes, el monje no se constituye solo por la práctica del ayuno, el rezo, la lectura, el alejarse del mundo sino por el cumplimiento de una serie de acciones y mandatos que la regla instituye. 81

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En este sentido, la regla no regula solo las horas del día y las acciones que durante la jornada se desarrollan. Como veíamos en el caso de las vírgenes de Leandro, la regla impone a los hombres un modo de ser, un comportamiento que el monje debe realizar para ser considerado como tal. San Isidoro señala que: El monje ha de contener igualmente su cólera, y su lengua ha de abstenerse de la detracción. Tampoco andará con poco decoro o llamativamente. Ha de evitar el contagio de la codicia como de mortal epidemia, apartar su lengua de palabras torpes u ociosas, y, en cambio, ha de mostrar continuamente un corazón y lengua puros. […] Ha de huir la modorra y pereza del sueño y entregarse, en cambio, a la vigilia y oración sin interrupción. Debe reprimir la pasión de la gula y mortificarse con la virtud de la abstinencia, con el fin de esforzarse en dominar las pasiones. (Reg. Isidori, III: 54-62)

Esto último nos recuerda el objetivo de Casiano “dominar las pasiones”. La intención es pensar el monasterio como el ámbito peculiar en el cual se pergeña una técnica capaz de elevar espiritualmente a los hombres. Con tal objetivo, se estipula cómo debe conducirse el monje: “Al andar, ni ruidos ni anchos saltos con estirados pasos han de dar; y cuando van de un lugar a otro no han de mirar sino delante de sus propios pasos” señala San Fructuoso, y agrega: … cuando hablan, su voz ha de ser pausada y silenciosa, sin jurar ni mentir, ni intentar engaño, ni darse a la locuacidad, sin caer en modo alguno en la murmuración, ni en el contradecir, ni en rencores, evitando vituperar o delatar al inocente (Reg. Fructuosi, VI: 166-170)

De este modo, la regla da cuenta de un arquetipo de monje. El cual debe poseer una serie de cualidades: ser sereno, humilde, calmo, honesto, obediente. Más aún, se establece detalladamente cómo debe ser el comportamiento de los monjes en la mesa, según San Fructuoso: Cuando se reúnen para comer a la hora de nona, después de rezado el salmo y mientras los demás están sentados, leerá uno en medio. Durante la refección no habrá ningún ruido ni hablara ninguno de los que comen. […] Antes de reunirse para la mesa precede la oración y después de levantarse de ella sigue la oración. Y nadie tratará de ir a alguna parte antes de cumplir la acción de gracias ante el altar de Cristo (Reg. Fructuosi, III: 8490)

Incluso, recordando nuestro análisis previo del texto de Leandro, también la vestimenta es asunto a tratar por parte de la regla. Al respecto, San Isidoro comenta que: 82

REVISTA MEMORIA EUROPAE I/1 (1), Diciembre de 2015 e-ISSN: 2469-0902 El monje ha de evitar el aliño exquisito del vestido y la distinción en sus prendas; le han de servir de protección, no de delicadeza; pero así como el hábito del monje no ha de ser elegante, tampoco excesivamente despreciable, pues el vestido costoso arrastra el espíritu a la lascivia y el demasiado abyecto produce angustia de ánimo o engendra el vicio de la vanagloria. (Reg. Isidori, XII: 310-315)5

De esta manera, monje no es aquel que se aleja del mundo y se empeña en una vida de abstinencia y renuncia por cuenta propia. Monje es aquel que, adscripto a un monasterio, se dedica a ajustar su vida a una regla. Esta le señala un nuevo ordenamiento que marca sus horas y sus días. La regla otorga un nuevo sentido a su tiempo. Las horas canónicas distribuyen sus tareas durante la jornada. El día, el trabajo, la lectura, el rezo, la oración, incluso la noche y el modo de dormir, los ayunos y las fiestas, todo está detalladamente asignado. El fin de este esfuerzo, como señalamos, es ejercitar una técnica la cual permita “dominar las pasiones” y con ello, como enuncia San Fructuoso, lograr lo siguiente: … los sentimientos de los monjes han de ser piadosos y suaves, humildes y llenos de moderación, carentes de toda impureza y que enciendan en el ánimo del que los ve o escucha afectos de amor y temor de Dios

Y esto lo reafirma con palabras de la Escritura: “De tal manera debe brillar en vosotros vuestra luz ante los hombres, que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.” (Reg. Fructuosi, VIII: 205208). Aquí encontramos otro elemento que vale la pena destacar. La virtud adquirida en base a la técnica debe verse, debe exteriorizarse visualmente de modo que todos la reconozcan como tal. De nuevo estamos frente a ese rasgo tardoantiguo que ya comentamos previamente. El status y la distinción que hacen autoridad en este periodo, valen en tanto se ven, se muestran y son reconocidas por otros. Este último fragmento citado da cuenta de esto. Para quien ve a Aquí además, entrevemos otro de los conflictos que se darán al interior de la vida monástica el cual se vincula con el fenómeno de los monjes ascetas santos itinerantes que con su vestimenta andrajosa, pensamos aquí en el visitante de Gregorio de Tours. También es el caso de los monjes sarabaítas enumerados por Benito de Nursia en su Regula y por Juan Casiano en sus Conferencias. Estos personajes pondrán en entredicho la autoridad de los obispos disputando el liderazgo en base a su carisma ascético. 5

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un monje debe ser evidente la santidad porque esta se refleja en su apariencia, en sus obras, en la luz que expiran y por ello deben agradecer a Dios. En el resto de los mortales, el monje debe despertar admiración, ejemplo y prueba de la grandiosidad de Dios. Finalmente, vemos que el monasterio se constituye en el espacio particular que habilita la puesta en práctica de esta técnica. Como señala Caner acerca del monasterio: Its aim, like that of the Greek polis and various philosophical schools or religious communities before it, was to devise the ideal politeia –the regimen and circumstancesthat would produce an ideal human being. (Caner, 2009: 588)

Pensado de este modo, el monasterio tiene como fin dar a luz hombres que vivan como habitantes del paraíso, en la tierra. A ese fin, se subordina la vida de los hombres que desean educarse en el ascetismo y la abstinencia. El resultado son hombres poseedores de un status que lo distingue frente al resto de los cristianos. Estos son reconocidos por la sociedad como poseedores de un rol peculiar. La regla busca perpetuar ese estado, generarlo, educarlo, guiarlo. La distinción se obtiene subordinándose a los mandamientos de la regla. Como dice San Isidoro “… en la mesa de los monjes no intervendrán en manera alguna sirvientes laicos, pues no puede haber una mesa común para aquellos que tienen diverso modo de vida” (Reg. Isidori, IX, 266-267). La vida en el monasterio ajustada a una regla tiene como consecuencia vincular al monje a un estado distinto de hombres, poseedores de un status y una jerarquía reconocida. La regla posibilita gestar y sostener ese estado.

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3. LA

NOCIÓN DE OBEDIENCIA EN EL MONASTERIO VISIGODO A LA LUZ DE

LA REGULA COMMUNIS

Si se clavan una espina en el cuerpo, ninguno la sacará sin la bendición de su superior. Sin la bendición nadie se cortará las uñas. Nadie descargará de sus espaldas cualquiera carga sin la bendición y permiso del superior. (RC, XVI: 340-344) Hasta aquí, intentamos presentar un panorama de las reglas monásticas visigodas y de su intención de formar un cuerpo de hombres ascetas buscando la realización espiritual. Sin embargo, para comprender mejor este fenómeno es preciso dialogar con otros aspectos de la vida religiosa en la Antigüedad Tardía. Para ello recurriremos a la Regula communis (en adelante RC). Esta regla de mediados del siglo VII ilumina algunos elementos que nos ayudan a comprender mejor ciertos momentos de este proceso. La Regla tiene una autoría discutida, sin embargo, generalmente se la reconoce como obra de San Fructuoso, aunque se acuerda también la participación de otros autores en la obra (Campos Ruiz y Roca Melia: 165). La RC nos ilustra sobre un fenómeno común en la Hispania de la época, la fundación por parte de cristianos de monasterios propios, no vinculados con la estructura eclesiástica oficial. Al respecto, al inicio de la obra se lee: Suelen efectivamente algunos organizar monasterios en sus propios domicilios por temor al infierno, y juntarse en comunidad con sus mujeres, hijos, siervos y vecinos bajo la firmeza de juramento, y consagrar iglesias en sus propias moradas con título de mártires, y llamarlas bajo tal título monasterios. (RC, I, 6-9)

Esto nos lleva nuevamente a lo dicho respecto a la definición de monje. Veíamos previamente que la intención de San Isidoro era discutir lo que se entiende por monje y establecer al monasterio y la regla que lo organiza como los creadores de monjes. En la RC la situación se explicita mejor. Muchos cristianos, por propia voluntad y por fuera de la jerarquía institucional eclesiástica se

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agrupan comunitariamente, con mujeres e hijos y deciden darle a esto el nombre de monasterio6. Ante esta situación, la Regla expresa “nosotros a tales viviendas no las denominamos monasterios, sino perdición de almas y subversión de la Iglesia” (RC, I: 10-11). Aquellos que se agrupan y forman monasterio por su cuenta no son reconocidos como tales por la iglesia, más allá que ayunen, recen y sean abstemios. La Regla y el monasterio se presentan como los únicos capaces de guiar el perfeccionamiento moral, allí se enseña la técnica que vence la tentación y educa correctamente al cristiano deseoso de renunciación. El resto de los cristianos que por fuera de la órbita de la iglesia se inclinan al ascetismo “viven a su capricho” (RC, I, 17), y en esto se equivocan gravemente al no reconocer el ámbito de purificación por excelencia, el monasterio. Esta disrupción de la Regla dando cuenta de ciertas prácticas de los cristianos hispanos por fuera de lo que la regla intenta organizar nos permite acercarnos al modo en que se viven algunos aspectos de la religiosidad en el periodo analizado. Como indicábamos al inicio de este trabajo, el cristianismo habilitó pensar en un carisma y un status que se nutren de rasgos ascéticos y de renuncia, es decir, un conjunto de gestos, de acciones personales de renunciación que confieren autoridad. Sin embargo, esto dialoga difícilmente con los aspectos institucionales de la iglesia. El caso de la virgen en Leandro nos sirve de ejemplo. Allí la virginidad en tanto que arquetipo de la renuncia al mundo pone a la mujer en contacto con lo divino de un modo que reduce al obispo en principio a un puesto secundario (es ella quién intermedia por los pecados del obispo frente a Dios).

La heterogeneidad del sentido otorgado a los monasteria es una constante a lo largo del periodo, incluso allende los Pirineos. En las tierras francas de época carolingia es posible encontrar desde los claustros típicos del imaginario benedictino, casas de familia reconvertidas en lugares de lectura y rezo y espacios que combinan la vida contemplativa con las tareas pastorales. El nexo que une estas diversas formas de realizar la vida monástica es la noción de vita communis (De Jong, 2008). 6

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Este fenómeno pone en entredicho al orden eclesiástico el cual intenta intervenir en ese fervor ascético por medio de un instrumento normativo, la regla, y un espacio disciplinador, el monasterio. Es en este espacio y con esta técnica donde se habilita la persecución del perfeccionamiento moral. Todo intento de perseguir este ideal por fuera del ámbito permitido es criticado y denunciado en tanto “perdición de almas y subversión de la iglesia”. Incluso no se reconoce a esos hombres dignidad en su empeño sino que, dice “habéis de tenerlos no por monjes, sino por hipócritas y herejes” (RC, I, 14-15). Estos hombres, más allá de que respeten en su vida cotidiana los parámetros de la renuncia al mundo son denominados en la RC como “hermanos falsarios” (RC, I: 39) y se los acusa de “fingir santidad” (RC, II: 55). El verdadero camino a la elevación espiritual se encuentra en el monasterio y se realiza en el cumplimiento de una regla. Ahora, quienes se asumen como capaces de discernir el modo correcto en que se deben formar los monjes son la alta jerarquía eclesiástica. Esto aparece al inicio mismo de la RC en el título del primer apartado: Que ninguno pretenda establecer monasterios a su arbitrio si no consultare a la conferencia general y lo confirmare el obispo según los cánones y la regla (RC, I: 3-4).

Es decir, son los obispos quienes, amparados en asambleas episcopales, expresan el camino considerado correcto para educar a aquellos que desean elevarse espiritualmente. Toda vía periférica y personal de acercarse a Dios por el camino del ascetismo queda rechazada como invalida. En otras palabras, monasterios son aquellos que los obispos consideran como tales7.

El protagonismo que tienen los concilios episcopales con presencia del rey en la vida de la monarquía goda así como el rol de los obispos en la definición de las leyes del reino dan cuenta del intento persistente por parte de los obispos de controlar las prácticas cristianas en la región. Thompson comenta que muchos cristianos concebían el jueves como día de Júpiter, un día santo y por ende se negaban a trabajar. El sínodo de Narbona procedió a negarles la participación en la misa y a concederles un año de penitencia (1969, pp. 55). La crítica presente en este texto a los monasterios en casas particulares, es parte de un intento general por intervenir y clasificar las formas validas de vida cristiana. Ver: Valverde Castro, 1991; Ortiz de Guinea, 1994; Stocking, 2003. 7

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Al interior del monasterio, la figura dominante y a quién la regla otorga el poder de mando es el abad. Es él quien como ejemplo por llevar una vida santa de ascetismo y entrega, contemplación, templanza y humildad se le otorga el ordenamiento interno del monasterio8. A él se subordinan los aprendices de monjes y en todo le deben observancia, San Fructuoso señala que el monje “… ni ha de admitir empezar o ejecutar cualquier trabajo sin mandato o permiso del superior. Pero en toda cuestión se ha de cumplir lo que ordenare el abad o el prepósito” (Reg. Fructuosi, IV: 148-150). La subordinación total del monje al abad es explicita en la RC. Desde esta perspectiva, el rasgo clave, fundamental en el monje no es su fervor ascético sino, por sobre todo, su obediencia. La regla así lo manifiesta al decir que “… muchos abandonan todos sus bienes, pero no siguen al Señor. ¿Por qué? Porque hacen su voluntad, no la del Padre” (RC, V: 160-164). Aquí se explicita que si bien muchos pueden recorrer los caminos del ascetismo eso no los hace cumplir el mandato de Dios, ya que hacen su voluntad y no la del Padre. Y poco antes, se perfila más claramente quién es el Padre al que refiere: “Deben ser obedientes al abad hasta llegar a morir, de modo que no cumplan su propia voluntad, sino la del Padre” (RC, V: 166-167). En esta sentencia se encierra la vinculación que la vida cenobítica intenta realizar e imponer. En su interior, el abad es el Padre, y a él se debe obediencia. El abad es la representación del Padre en el monasterio y él marca el camino de la realización espiritual. En resumen, percibimos en la RC ciertas nociones que nos ayudan a comprender cuál es el proceso que se da al interior del monasterio y de qué modo dialoga esto con el intento por redefinir el sentido y el rol del monje en la sociedad tardoantigua. En el cenobio, el monje debe ante todo obedecer y la reSan Isidoro dice al respecto que “debe elegirse un abad que sea experimentado en la observancia de la vida religiosa y notable por las pruebas dadas de paciencia y humildad (…) El abad deberá mostrarse como ejemplo digno de imitación en toda su conducta, pues a nadie podrá mandar cosa alguna que él no haya practicado.”(Reg. Isidori, II, 31-33). Y San Fructuoso dice que el abad deberá ser “varón santo, discreto, grave, casto, acepto, humilde , manso y docto, que este experimentado en duraderas pruebas, bien instruido en todas las observancias predichas, que sobresalga por su abstinencia, brille por su instrucción, desdeñe las comidas exquisitas y la afición a la mesa suntuosa.” (Reg. Fructuosi, XIX, 369-373). 8

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gla tiene como fin vencer su voluntad y en esto subordinarlo plenamente con el objetivo de realizar en él el modo de vida espiritual. Allí el aprendiz de monje: … por su propia mano debe distribuir todo a los pobres, y, puesto a prueba después, será introducido en el monasterio bajo regla, y durante un año integro debe ser probado por todos los monjes de propósito con insultos; después que fuere probado y resultare obediente en todo, no blando como de plomo, sino que persistiese duro como el acero, será despojado de los vestidos seculares y vestido de las prendas de religioso del monasterio, y se consignara su nombre en el pacto con los monjes y vivirá observante entre los monjes como autentico monje (RC, XVIII, 574-582)

4. CONCLUSIÓN A lo largo de este trabajo hemos intentado esclarecer algunos aspectos vinculados con las formas de autoridad en el ámbito monástico durante el periodo tardoantiguo. En base al análisis de las reglas monásticas visigodas quisimos indicar algunas operaciones que se realizan y que tienen como consecuencia resignificar ciertas nociones de autoridad y legitimidad. En este sentido, el cristianismo habilita una vía para construir autoridad que se gesta en la conducta ascética de ciertos hombres y mujeres. Así se alcanza un grado de distinción, un status que confiere autoridad. Intentamos rastrear esta operación en las fuentes, identificando de qué modo se construye ese status y qué rasgos lo identifican. Luego, vislumbramos los problemas que acarrea esta autoridad ascética para con la autoridad de la iglesia en tanto institución y cómo opera ella en este contexto. Pudimos iluminar allí, el proceso que al interior del monasterio intenta subordinar el carisma al ordenamiento jerárquico eclesiástico. Como sostiene Gaddis: The history of monasticism was in large part the story of efforts by the church hierarchy to bring the movement under control, to discipline and institutionalize what had originally been a nonestablishment phenomenon. (Gaddis, 2005: 21)

Los autores de las obras comentadas en este trabajo son obispos, hombres de la alta jerarquía eclesiástica. Ellos indican cómo deben administrar el ascetismo quienes se embarquen en el camino de servicio a Dios. Del mismo modo que San Isidoro discute quién es monje y asigna al monasterio el mono89

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polio, la potencia de formar a estos hombres. Así mismo, San Fructuoso discute qué es un monasterio y asigna a los obispos la capacidad de reconocer los verdaderos cenobios. Si bien, por citar un caso, Florentina es capaz de intervenir frente a Dios y liberar a su hermano Leandro de sus pecados. Es este último quién asume la autoridad de decir cómo deben vivir las vírgenes y quiénes pueden ser reconocidas como tales. Del mismo modo, San Isidoro y San Fructuoso apuntan a regular al interior del monasterio una forma de autoridad carismática, flexible y potente que el cristianismo ha gestado. Resulta preciso tener en cuenta que la cristianización de la Hispania visigoda pone en juego novedosas formas de pensar la autoridad. Tanto la consolidación de una monarquía goda en la antigua provincia romana como la definición de la identidad étnica de sus habitantes, entre otros aspectos, se ven cruzados por las posibilidades que otorga la fe cristiana. En este contexto, vemos operando el poder episcopal que define su rol protagónico en un momento de cambios profundos. La participación de los obispos en la redacción de los códigos legales así como la importancia concedida a los concilios eclesiásticos en la construcción del poder real (Wood, 2012, Ortiz de Guinea, 1994) permiten reconsiderar el peso específico de los obispos en la Hispania goda a lo largo del periodo9. En nuestro caso, Leandro, Isidoro y Fructuoso intentan intervenir en la realidad monástica limitando la potencia carismática que otorga la vida ascética.

El poder de los obispos no se agotó en la participación en concilios, la redacción de leyes y los intentos por regular la vida cenobítica. Se ocupó también por ejemplo del establecimiento de un dogma de fe específico. Tanto Leandro como Isidoro fueron notorios defensores del dogma niceno en una época en la cual el arrianismo era todavía la fe del reino. La situación cambio gracias a la conversión de Recaredo a la ortodoxia romana en 587 y la posterior celebración del III Concilio de Toledo en 589. En el perfil cristiano de la monarquía visigoda es posible también constatar la vocación por excluir a los judíos. Las leyes que afectan a las comunidades judías son numerosas en el ámbito visigodo. Presentes tanto en el III Concilio de Toledo como en las leyes de Recesvinto, Ervigio y Égica son un rasgo importante de la sociedad de la península en el periodo. Ver: Wickham, 2009; Thompson, 1969. 9

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De este modo, el monasterio se constituye en un espacio disciplinador y la Regla en una técnica, ambos capaces de moldear la autoridad ascética de modo que no confronte y no escape a los caminos de la institución eclesiástica. Como vimos en la Regula communis el elemento clave en la formación de los jóvenes monjes es torcer su voluntad, hacerlos obedientes hasta el paroxismo de modo que se subordinen totalmente al abad y a la regla. Podemos pensar aquí a su vez en una operación que busca ligar la institución iglesia a esa vibración sagrada, hacerla participar de ese carisma a la vez que intenta subordinarlo a sus intereses, limitarlo, cercarlo. Esta operación se realiza en parte por medio de disputar los sentidos de los términos monje y monasterio. Así reconvertido el monasterio es un lugar peculiar, cuya tarea es cercar el carisma y domesticarlo.

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