LOS MEDIOS COMO AGENTES DEL CONTROL SOCIAL. EL CASO DE LA OFERTA DE SEXO EN EL ESPACIO PÚBLICO

July 3, 2017 | Autor: Marcelo Pereyra | Categoría: Estudios de Género, Social Control, Género y Periodismo
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LOS MEDIOS COMO AGENTES DEL CONTROL SOCIAL. EL CASO DE LA OFERTA DE SEXO EN EL ESPACIO PÚBLICO1

Marcelo R. Pereyra

Introducción Así marcharía, con su lógica renqueante, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que dejar un espacio a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se las puede reinscribir, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. (Michel Foucault. Historia de la sexualidad. I La voluntad de saber)

El comercio sexual puede ser considerado como una particular modalidad de las relaciones capitalistas de producción y, a la vez, de las relaciones sociales de dominación de clase y de género. El mantenimiento de este orden en las relaciones sociales necesita de un control que no siempre es fácilmente observable; un control que reprime y al mismo tiempo produce (Pegoraro, 1993). El comercio sexual se ha caracterizado por tener un status ambiguo: tanto desde lo moral como desde lo normativo, ha sido admitido y repudiado a la vez. En la ciudad de Buenos Aires la historia de su regulación legal incluye leyes, ordenanzas, y edictos que no siempre se hicieron cumplir. Muchas veces estos instrumentos fueron derogados y luego reestablecidos; otras, directamente ignorados. En suma, el control social formal sobre la prostitución –considerado como respuesta a una conducta desviada- se ha caracterizado por ser inconstante y contradictorio. 1

Agradezco a Sabrina Gallego su colaboración en la búsqueda y selección del corpus.

En la última década del siglo XX en las calles de Buenos Aires fueron ganando visibilidad ciertas actividades indeseables para la vista de sus habitantes, entre ellas la oferta de sexo por parte de mujeres y hombres. Rápidamente lo prohibido y lo permitido en el espacio público urbano se transformó en un problema político de importancia, ampliamente expuesto en las agendas de los medios masivos de comunicación. Si la ciudad ha sido y es motivo y ocasión de narraciones de la más diversa índole, que naturalizan la constitución de barreras, reales o imaginarias, entre la “gente decente” y los desviados/indeseables, los relatos de los medios masivos de comunicación son un escenario propicio para explicar la necesidad de trazar fronteras (Pereyra, 2009). Al hacerlo, esos relatos mediáticos pueden legitimar el control social sobre el uso del espacio público.2 Tomando como caso la derogación de los Edictos Policiales y la sanción del Código de Convivencia Urbana (CCU) y sus sucesivas reformas (1998, 1999 y 2004), se analiza aquí la cobertura periodística de los diarios Clarín, La Nación y Página/12 de esos acontecimientos para rastrear el origen y el significado de las representaciones de las actividades indeseables en el espacio público, en particular la oferta de sexo, que las consideran como amenazas al orden social y por lo tanto merecedoras de acciones de control adecuadas para obtener la necesaria “cohesión ética y organización social” (Pitch, 1996). Antecedentes históricos

“(…) saldrán a la calle, enloquecidas en la libertad recuperada, siempre buscando hombres para caer de nuevo, una noche cualquiera, bajo las bóvedas sombrías de la cárcel, salir de nuevo y volver a entrar y durante muchos años, hasta que la sífilis o la tuberculosis les gangrene las

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La noción de espacio público que se trabaja en esta investigación se reduce a su aspecto material o físico, susceptible de ser controlado por medio de reglamentaciones. No obstante, existe un espacio público simbólico, que excede lo que ocurre en paseos, parques y calles para convertirse en un lugar altamente politizado de producción social (Pereyra, 2005).

vísceras y las mate. Mientras tanto han diseminado por la ciudad gérmenes mortales. Han depravado a muchos, en las tristes correrías nocturnas, trabajando siempre para los proxenetas, que las esperan en las esquinas para robarlas.” (Francisco A. Sicardi. “Impresiones médicoliterarias”, en La vida del delito y de la prostitución).

Para una mejor comprensión de los debates que tuvieron lugar antes, durante y después de la sanción del CCU, se hace necesaria una sumaria historización de las formas de control y admisibilidad de la prostitución en la ciudad de Buenos Aires. El primer hito de este relato es el Reglamento sobre la Prostitución del 5 de enero de 1875. El espíritu de esta norma era permitir la actividad pero controlarla sanitariamente, pues en una época signada por las grandes epidemias era vista por las autoridades municipales como un problema de salud pública asociado a las enfermedades venéreas y a la higiene ambiental. El Reglamento dispuso que las prostitutas debían someterse a revisiones médicas y llevar siempre consigo su libreta sanitaria. Cada prostíbulo debía tener un libro donde se registraban los datos filiatorios de las pupilas y de la madama, y en el que los médicos municipales consignaban su estado de salud. El higienismo gozaba por aquel entonces de un gran prestigio en todo el mundo, y en Argentina se había convertido en una disciplina de importancia central en el proyecto modernizador. Los médicos higienistas gozaban de prestigio en el ámbito munícipe, influyendo en la planificación urbana y en el control social (Lekerman, 2004). Como bien sostiene Pegoraro (2003), todo control social responde a una idea de un orden social deseable, y para fines del siglo XIX la burguesía moderna asignaba a las fábricas un funcionamiento carcelario y veía en cada gran ciudad un foco de pestes bíblicas. En 1888 una ordenanza municipal dispuso la creación de un sifilicomio al que las prostitutas debían concurrir a revisarse una vez a la semana. Aquella que no lo hacía era asentada en los libros como enferma, y por lo tanto inhabilitada para trabajar. Este

control sanitario era discriminatorio, pues se hacía sólo sobre las prostitutas y no sobre sus clientes. Se pensaba que los hombres enfermos irían al médico por su cuenta. Como puede apreciarse, la vigilancia de la prostitución puso en juego la necesidad de un orden y control social basados en valores patriarcales y en cuestiones de género y clase. El Reglamento también pretendía cuidar la salud moral de los porteños, para lo cual disponía que los prostíbulos debían ser discretos, porque lo contrario se consideraba un “menoscabo a la moral y la decencia”.3 En cambio, una prostituta callejera –considerada como clandestina por ejercer “fuera de las casas de prostitución toleradas por este reglamento”- no era molestada por la policía siempre que se condujera con discreción. La fuerza policial prefería perseguir a los prostíbulos clandestinos porque le daba más rédito político y económico. Por otra parte, se autorizaba la concentración de burdeles en lo que hoy es el microcentro porteño –para facilitar, se decía, la supervisión sanitaria y policial-, pero se prohibía su instalación a menos de dos cuadras de templos, teatros y establecimientos educativos.4 Para poder instalarlos en zonas más ventajosas del centro porteño los prostíbulos eran camuflados como cafés y salas de baile. A principios del siglo XX alertaba La Nación que bajo el nombre de “cafés cantantes” se habían multiplicado establecimientos que para “entretener (sic) a los clientes de alguna forma”, se habían convertido en “…centros de vicio y corrupción que reclaman la acción tutelar de las autoridades”. (“Espectáculos inmorales. Represión Necesaria”, 5/6/1905).En suma: a pesar de que la prostitución era rechazada por muchos, se la toleraba en la zona céntrica de la ciudad en tanto que no fuera “escandalosa”, es decir mientras no fuera notoriamente visible. El 3

En La Nación, una crónica dio cuenta del malestar de familias que vivían en las inmediaciones de Corrientes y Libertad, que decían ser molestadas permanentemente por personas de “moralidad altamente dudosa”. (“Excusiones urbanas. Por todos los barrios”, 21/10/ 1904). 4

No obstante la prensa denunciaba con frecuencia la violación de estas restricciones. Por ejemplo, los vecinos de la Parroquia de la Piedad, se quejaban de que gracias al Reglamento la prostitución había tenido en su barrio un “desenvolvimiento prodigioso” (“Sobre moral y salud públicas. Comisión auxiliar de la Piedad”, La Nación, 14/7/1905).

control de la prostitución contó además con la prolífica colaboración de los criminólogos positivistas de la época, que se ocuparon de estudiar minuciosamente toda sexualidad que no fuera la heterosexual. Las sexualidades diferentes eran catalogadas como patológicas. La prostituta era definida como objeto de represión, “concepción que se legitimó a través de un discurso jurídico y legal” (Lekerman, 2004:390) Pese a que el rufianismo estaba penado por el Reglamento de 1875, cada prostíbulo tenía un rufián como protector-explotador. El crecimiento del comercio sexual que acompañó a la explosión demográfica de la ciudad, terminó con el rufianismo solitario y repotenció las organizaciones de trata y explotación sexual de mujeres. Buenos Aires se ganó en Europa una pésima reputación. Franceses, ingleses y alemanes se indignaban al leer las crónicas periodísticas que daban cuenta de la existencia de prostitutas de esas nacionalidades en los lenocinios céntricos de la “ciudad del pecado” de Sudamérica. 5 Ante esta realidad, la legislación municipal se tornó más restrictiva: una ordenanza de de 1895 dispuso que se debía declarar la fecha de ingreso al país de toda mujer sindicada como prostituta, cuál iba a ser su destino y quién y por qué medios la había ingresado al país. Si la mujer había sido traída con engaños se la alentaba a denunciar a sus victimarios. Si declaraba su intención de ejercer la prostitución, se le explicaba que podía renunciar a ese propósito. El articulado de la norma prohibía toda forma de compulsión, violencia y castigos corporales. Con todo, rufianes y tratantes prosiguieron con su negocio porque contaron con la venal aquiescencia de funcionarios y policías. Con la actividad prostibularia en pleno ascenso, desde los diarios se levantaban de tanto en tanto voces de protesta.6

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El censo de 1887 reveló que había cerca de 6.000 prostíbulos y entre 20.000 y 30.000 prostitutas en Buenos Aires, el 75% eran extranjeras –mayormente europeas- y el 25% argentinas. 6 “La ciudad está materialmente plagada de estas casas de tolerancia, instaladas infaliblemente a una por cuadra, donde no hay dos, y como si esto no bastara quedan todavía las tituladas casas amuebladas y posadas que, sin restricciones en cuanto a su número, se multiplican día a día, siendo más peligrosas aún puesto que ejercen su comercio libremente, a puerta abierta, a la vista de todo el mundo y haciendo de la

En 1912, basada en un proyecto del diputado socialista Alfredo Palacios, se sancionó la ley 9143 para castigar el delito de trata de personas y la corrupción de menores. Contemplaba para los rufianes extranjeros el retiro de la ciudadanía y la deportación, y la pena de cárcel para todo aquel que obligase a una mujer a ejercer la prostitución. Era la primera vez que se disponía la persecución penal para este tipo de situaciones. Pero tampoco esta ley consiguió amilanar a los rufianes organizados. Al igual que los mafiosos italianos, sus redes delictivas -a menudo bajo fachadas legaleshabían crecido intrincándose con el poder político y policial. Los diarios de corte popular, como Crítica, La Razón y Última Hora, que en los primeros años del siglo XX pasaron a liderar la producción de noticias policiales –desplazando a La Nación y a La Prensa-, estaban muy interesados en el accionar de estos delincuentes. Sus crónicas, preñadas de sensacionalismo, entrecruzaban el delito con la marginalidad de los prostíbulos, los conventillos o los cafetines del puerto. Sin embargo no abordaban el mundo de los “bajos fondos” con extrañamiento, sino con una proximidad que les permitía legitimarse en base al íntimo conocimiento que tenían de él. En esas narrativas de una ciudad dividida entre un núcleo ordenado y una periferia caótica, el peligro no sólo residía en los territorios de la marginalidad sino también en los cuerpos. Dicho de otra forma: el peligro sexual era inseparable del peligro social. La justicia desbarató en 1930 a la organización de rufianes más poderosa: la Zwi Migdal.7 La prensa sensacionalista le dio tanta difusión al procesamiento de los

vía pública el lugar predilecto de todas sus transacciones” (“Moralidad pública. Las casas amuebladas”, La Nación, 5/11/1905).

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La Zwi Migdal llegó a contar en la ciudad de Buenos Aires con unas 2.200 prostitutas distribuidas en 200 prostíbulos. Los rufianes tenían corresponsales en las aldeas pobres del Este europeo que marcaban a las doncellas disponibles. Entonces el rufián viajaba para acordar un noviazgo con los padres de las jóvenes y rápidamente las pedía en matrimonio. Parte de sus condiciones, bajo el acuerdo de enviar dinero desde América, era el casamiento en la Argentina. Los futuros suegros, ahogados por la necesidad, aceptaban. Una vez que llegaban a Buenos Aires las mujeres eran rematadas en lotes. El casamiento era una forma de asegurase obediencia y de cubrirse ante eventuales denuncias de explotación sexual. El

proxenetas que contribuyó de una manera decisiva para crear un clima de menor tolerancia hacia la prostitución. De hecho, cuatro años después se sancionó la Ordenanza 5.953 que dispuso la clausura de todos los prostíbulos en la ciudad de Buenos Aires. A partir de ese momento una parte de las prostitutas pasó a trabajar en los prostíbulos ubicados en los alrededores de la ciudad, y otra parte pasó a ofrecerse en sus calles, por lo que cayó en manos de la policía. Por ello a partir de 1934 aumentaron las detenciones por escándalo y vagancia, contravenciones que estaban incluidas en los Edictos Policiales. Creados a finales del siglo XIX para sancionar conductas no tipificadas en el Código Penal, y legitimados por un decreto del gobierno de Uriburu de 1932, los Edictos facultaban a la policía para arrestar a cualquier persona por cualquier cosa: vagancia, averiguación de antecedentes, actitud sospechosa, falta de documentos, ebriedad, escándalo, y otros ilegalismos. La imprecisión y ambigüedad de sus figuras propiciaba la construcción de sujetos peligrosos -a partir de los saberes criminológicos y médicos, y también de prejuicios de clase- desde una concepción de un orden y de una moral públicos compartidos por todos los ciudadanos, lo que incluía la criminalización de aquel que automáticamente se convertía en peligroso por no compartir el orden impuesto por las elites morales. (Rodríguez y Escayola, 1998). En la práctica, los Edictos no eran un mecanismo para sancionar faltas, sino un sistema de control social ya que la policía podía detener arbitrariamente un gran número de personas sin supervisión judicial, por eso resultaron útiles para limpiar las calles de los sospechosos de estar en un estado predelictual, según la arbitraria suposición de la agencia policial. Esto es: las personas eran detenidas más por su aspecto y condición que por la

primer presidente fue Noé Trauman. Hombre de pasado anarquista, arengaba a sus consocios, tratantes y esclavistas de personas, acerca de las injusticias sociales. Sostenía que los verdaderos explotadores no eran ellos sino los empresarios que pagaban salarios de hambre a sus obreros a cambio de largas jornadas de trabajo. Trauman trabó relación con Roberto Arlt, quien se inspiró en él para crear a Haffner, el Rufián melancólico de Los siete locos (Levy, 2007).

infracción que supuestamente estaban cometiendo.8 De esta manera la agencia policial tomó el control del espacio público, determinando a su exclusivo criterio quién podía y quién no podía usufructuarlo, lo cual derivó en abusos de poder y corrupción.9 Las prostitutas fueron las principales víctimas de este sistema a partir del cierre de los prostíbulos, pero no porque se les impidiera desarrollar su actividad callejera sino porque para ejercerla sin ser importunadas debían arreglar con la policía, la cual había pasado, definitivamente, a tomar el comando de la actividad. Las que se rebelaban eran detenidas y sumariadas. Luego se les hacía la reacción de Wasserman (para detectar sífilis): si el resultado era negativo, cumplían veinte días de arresto en la Cárcel de Encausados; si era positivo, se las trataba. También se detenía ilegalmente a las travestis que ofrecían sexo en la calle, aplicándoles un artículo de los Edictos que castigaba a quienes se exhibiesen en público “vestidos o disfrazados con ropas del sexo contrario”. De esta forma, las conductas indeseables en el espacio público -amenazantes del orden social- eran controladas y reprimidas por la agencia policial, que tutelaba todo lo “enfermo” que podía tener el “organismo social”.

Al desaparecer la prostitución reglamentada recrudeció la sífilis. Como respuesta se sancionó en 1936 la ley nacional de Profilaxis de Enfermedades Venéreas (12.231), que sigue vigente en la actualidad. Esta norma dispuso la obligatoriedad del análisis prenupcial para detectar la enfermedad. Además, extendió la prohibición de los burdeles a todo el país. Sin embargo, ocho años después el gobierno militar surgido del golpe del 4/6/1943, autorizó el funcionamiento de lenocinios en “zonas cercanas a cuarteles Por otra parte, las cifras de personas detenidas le servían a la agencia policial para “hacer estadística”, es decir, para generar la impresión de eficacia prevencional y, de paso, como fundamento para reclamar más presupuesto. 9 En este sentido los diarios de corte popular cumplían una importante tarea política: merced a su cotidiano pleonasmo de noticias sobre crímenes horribles, volvían aceptables los controles judiciales y policiales que entramaban lo social (Foucault, 1979). 8

militares o de reconocida necesidad”. No aclaraba el decreto cuáles eran las zonas “necesitadas”, ni de qué naturaleza era esa necesidad –aunque se la puede sospechar-, ni por qué podía haber prostíbulos cerca de los cuarteles, pero llama la atención que un gobierno al que se lo recuerda por su afán moralizador, que llegó a entrometerse con las letras de algunos tangos, haya sido el que consintiera nuevamente la explotación sexual en locales cerrados. De hecho al poco tiempo un nuevo decreto autorizó la reapertura irrestricta de prostíbulos, lo que fue ratificado por una ley nacional dos años después. Sanitariamente fue un desastre: entre 1943 y 1945 la sífilis aumentó un 70%. Pero en 1946 apareció la penicilina y desde ese momento la prostitución dejó de ser un problema de salud pública. Las nuevas condiciones socioeconómicas que creó el peronismo no hicieron mella en la actividad prostituyente; por el contrario, gracias a las migraciones internas y a la mejoría relativa en la situación salarial cobró un nuevo ímpetu. En 1954, en un marco de creciente tensión con la jerarquía católica, el gobierno de Juan Perón ratificó la legalidad de los prostíbulos mediante el decreto 22.352. En diciembre de 1955, las autoridades de la autodenominada “Revolución Libertadora” lo derogaron. Y esta situación se mantuvo inalterada durante más de treinta años. Cambio de época En la última década del siglo XX la prostitución se ejercía sin ningún tipo de problema en la ciudad de Buenos Aires. Los prostíbulos seguían operando, con conocimiento de las autoridades municipales y policiales, relativamente disimulados con distintos disfraces y subterfugios: “saunas”, “apartamento privados”, “casas de masajes”, “whiskerías”, etc. Incluso adquirió notoriedad la prostitución masculina: travestis, strippers y taxi boys se incorporaron naturalmente al mundo del sexo por dinero. En sectores de los barrios de Palermo, Constitución, Flores y San Cristóbal,

como así también en la plaza Once, prostitutas y travestis se ofrecían de día y de noche y nadie protestaba por ello. Aún así, la policía obtenía sus beneficios por tolerar éste y otros ilegalismos en el espacio público urbano que se cometían a la vista de todos. Este equilibrio comenzó a desmoronarse cuando, como consecuencia de la crisis laboral producto de políticas neoliberales, otros actores incrementaron su presencia en ese espacio: mendigos, personas sin techo, cartoneros, limpiavidrios, cuidacoches y vendedores ambulantes se volvieron familiares para los porteños. En un contexto de extendida y creciente preocupación por el marcado aumento del delito contra la propiedad, no pasó mucho tiempo para que los sectores medios y altos, las autoridades políticas y la mayoría de los medios masivos de comunicación instituyeran una estrecha correspondencia entre pobreza, marginalidad y delito. El ejercicio en el espacio público de actividades de supervivencia como las señaladas se transformó en una conducta cuasi delictiva que amenazaba la seguridad personal de la gente. Con la oferta callejera de sexo sucedió lo mismo. Entonces, la gente, elevó su reclamo social para que las autoridades políticas actuaran con energía. La respuesta gubernamental consistió en ordenar a la Policía Federal una campaña de detenciones masivas de individuos pertenecientes a los grupos sociales conflictivos. La característica común de la gran mayoría de los arrestos fue su arbitrariedad, posibilitada por los Edictos Policiales. La iniquidad quedó demostrada por el hecho de que muy pocos de los detenidos fueron procesados por algún delito, y de éstos sólo un reducido número recibió sentencia condenatoria. 10 10

En ningún momento se plantearon las autoridades nacionales y/o municipales tratar de encontrar otro tipo de soluciones para un problema que tienen una innegable multicausalidad. Es que, como sostiene Garland, las soluciones punitivas son más simples, más fáciles de implementar y además “tienen muy pocos opositores políticos, costos comparativamente bajos y concuerdan con las ideas del sentido común acerca de las causas del desorden social y la adecuada atribución de culpas” (Garland, 2001:323). Pero además este tipo de castigo funciona porque es efectista: es fácilmente comunicable para los gobiernos y para los medios tiene un atractivo impacto. Y por último: cualquier gobierno que quisiera buscar soluciones no punitivas a estas problemáticas debería reconocer su parte de responsabilidad en la ejecución de políticas económicas que empobrecen y marginan.

Desde distintos sectores políticos se consideró necesario poner fin a los abusos funcionales de la Federal. Fue así que durante el debate de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires (1996) muchos diputados defendieron la necesidad de eliminar los Edictos. Se los reemplazaría por un código en el que deberían estar expresamente prohibidas las detenciones preventivas en materia contravencional. A principios de 1998 comenzaron a discutirse en la Legislatura de la ciudad distintos proyectos. Los medios los agruparon en "duros" y "garantistas". Los legisladores “garantistas” creían conveniente sustraerle a la Policía Federal la posibilidad de efectuar detenciones infundadas, porque con esta facultad vigente, en el caso de prostitutas y travestis callejeros, la agencia policial podía negociar su detención. Cuando la Federal tomó nota de que si triunfaba el garantismo mermaría su recaudación ilegal, presionó fuertemente sobre los legisladores de la ciudad para que sancionaran un proyecto “duro”. Además, y pese a que, en el peor de los casos, la oferta de sexo y otras actividades no reguladas en ele espacio público podían significar una contravención, los funcionarios policiales advirtieron a través de la prensa que sin los Edictos no tendrían forma de combatir el delito.11

El Código de Convivencia Urbana se sancionó el 9 de marzo de 1998. No incluyó figuras predelictuales y prohibió expresamente el arresto preventivo por incurrir en una contravención. Funcionarios de los poderes ejecutivos nacional y local (a cargo de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, respectivamente) se declararon en contra. Argumentaron que se había creado un vacío legal que le impediría a la policía

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Una investigación de la Procuración General detectó que la Policía Federal fraguó procedimientos contra prostitutas y supuestos traficantes de drogas, para demostrar la existencia de una estrecha relación entre drogas y prostitución, razón por la cual la policía debía contar con los instrumentos legales adecuados para combatir ambos flagelos (Pereyra, 2004).

desempeñar "normalmente" sus tareas preventivas de "lucha contra el delito". De esta forma, dichos funcionarios, consciente o inconscientemente, confundieron la misión de un código de contravenciones –la gestión del conflicto urbano- con la problemática del delito común. Sectores vecinales de las zonas rojas (fundamentalmente Palermo y Flores) descontentos con el CCU emprendieron una campaña para reformarlo, la cual contó con el apoyo de algunos políticos y tuvo amplia difusión en medios masivos de comunicación. La Nación, por ejemplo, dedicó mucho espacio y entusiasmo a dar cuenta de las críticas de los vecinos.12 El cúmulo de presiones dio sus frutos y los legisladores de la ciudad se vieron obligados a retomar las discusiones. Lo central de la controversia pasaba por si la policía podía detener a travestis y prostitutas y luego debía avisar al fiscal o si solamente lo podía hacer con la presencia del Ministerio Público. Es decir que el eje seguía siendo el de siempre: quién y cómo podía controlar el espacio público. Así las cosas, no le convenía al oficialismo porteño (Alianza UCR-FREPASO) mantener indefinidamente abierto un conflicto que podía tener consecuencias políticas negativas, y por ello sus máximos dirigentes ordenaron a sus legisladores aceptar un endurecimiento del Código en cuanto a oferta de sexo. Entonces, el 1º de julio de 1998, a solo tres meses de su sanción, el CCU fue reformado. Se le incorporó, entre otras figuras, la “alteración de la tranquilidad pública” en tanto se constituyera un “abuso del espacio público a través del ejercicio de la prostitución”. También se le confirió a la Policía Federal la facultad de llevar ante un juez a las prostitutas y travestis -que se encontraran frente a viviendas, establecimientos educativos o templos, o en su proximidad- para labrarles un acta contravencional y, a posteriori, juzgar su conducta. Como puede apreciarse, la reforma no penalizó en forma directa la oferta sexual. En 12

“Los vecinos de Palermo están hartos de los travestis y de su clientela” (9/3/98); “Los vecinos de Palermo exigen una respuesta” (10/3/98).

todo caso sancionaba la que se hiciera de manera “escandalosa”, causando disturbios. Si fuese del caso detener a los contraventores/as, sólo lo podría hacer el Ministerio Público. Esta modificación no conformó a los que pretendían sanciones más vehementes contra la oferta pública de sexo pago. Con el paso del tiempo la polémica se enfrió y se desplazó a un segundo plano. La violencia delictiva seguía en aumento y sus expresiones más dramáticas –los secuestros extorsivos, por ejemplo- convertían al debate por la oferta de sexo en una cuestión menor, que además afectaba a un número reducido de barrios, mientras que, según los relatos mediáticos, el crimen asolaba cada rincón de la ciudad (Pereyra, 2009). Así, para principios de 1999 la discusión por el control del delito (la “inseguridad”) era un tema principal de la agenda de los medios. En vista de ello, los gobiernos municipal y nacional compitieron por mostrarse ejecutivos al respecto: el primero insistió vivamente en que se traspasa la Policía Federal a la órbita de la ciudad, y el segundo reflotó de facto los Edictos Policiales a través del decreto 150/99. El instrumento penaba ciertas actividades que se consideraban sospechosas/peligrosas en la vía pública, como la oferta y demanda de sexo, sin haber modificado -por ley- el Código Penal. Evidentemente, pretender reponer los Edictos demostraba por parte de las autoridades nacionales una urgencia por ejercer el control del espacio público, y también del espacio político.13 En ese clima de confrontación política por lo securitario reapareció –inopinadamente, como parte visible de un todo complejo-, el debate sobre la oferta callejera de sexo. Pero ahora, con pragmático oportunismo ante la inminente contienda electoral, los legisladores porteños de la Alianza abdicaron de sus posturas progresistas y decidieron apoyar una categórica modificación del artículo 71 del Código de Convivencia a partir

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Ese año era de elecciones presidenciales. Carlos Menem aspiraba a su reelección; su principal rival era el candidato de la Alianza UCR-FREPASO, Fernando de la Rúa.

de la cual se prohibió la oferta de servicios sexuales en el espacio público, y como novedad también se vedó su demanda. Pese a la prohibición absoluta, con el tiempo las aguas volvieron a su cauce y prostitutas y travestis se las arreglaron para seguir ofreciendo sus servicios en el espacio público, aunque de manera menos notoria. No obstante, este orden de las cosas en el comercio sexual resultó precario por la irrupción de un nuevo factor externo: la protesta social. Al comenzar la primera década del siglo XX los desocupados-piqueteros se convirtieron en los principales protagonistas del conflicto social en el espacio público. Los manifestantes provenientes de los suburbios más pobres de Buenos Aires llegaban semana tras semana hasta el centro de la ciudad para expresar sus reclamos. Estas muchedumbres eran presentadas por casi todos los medios masivos como hordas peligrosas que sitiaban la ciudad causando caos en el tránsito (Pereyra, 2005). Además, hay que tener en cuenta que no habían desaparecido de la escena pública las actividades indeseables mencionadas más arriba y otras, como la venta ambulante, habían tomado un inusitado vigor. Las clases medias expresaban diariamente su enojo a través de los medios: reclamaban ponerle coto al desorden. En febrero de 2004, estando a cargo de la Jefatura de Gobierno Aníbal Ibarra, los legisladores del PRO, el partido de Mauricio Macri, comenzaron a presionar para modificar nuevamente el CCU. Pretendían ahora castigar con prisión a quienes impidiesen u obstaculizasen la circulación de vehículos por la vía pública, y también a vendedores ambulantes y artesanos. Además proponían rebajar la edad mínima de punibilidad de 18 a 16 años. La oferta y demanda de sexo en el espacio público seguiría prohibida. El nuevo instrumento fue rebautizado como Código Contravencional (Ley 1472) y fue aprobado en general 7de julio de 2004. El 16 del mismo mes se iba a discutir en particular, pero los incidentes provocados por manifestantes reunidos frente a la Legislatura de la ciudad, cuando se les negó la

posibilidad de ingresar en el recinto para presenciar el debate, obligaron a suspender la sesión. Recién el 23 de septiembre se pudo aprobar completamente el nuevo Código. Todos los diarios destacaron en primer lugar el artículo que dispuso multas y penas de trabajo social a quienes cortasen la vía pública sin antes avisar a las autoridades, aclarando que no debía considerarse una contravención "el ejercicio regular de los derechos constitucionales", pero que para manifestarse debía darse aviso a las autoridades "cuando en las circunstancias del caso, éste fuera razonablemente posible" y respetando las indicaciones, en el caso que las hubiere. La propuesta del PRO de la pena de arresto fue rechazada solamente por un voto. La reforma sumó 39 artículos a los 84 originales e incorporó penas específicas para cada contravención. Además incluyó muy diversas figuras.14 Los legisladores procuraron cubrir un espectro de conductas tan amplio que transformó al Código Contravencional en un código penal local.15 En lo referente a la oferta y a la demanda “ostensibles” de sexo (art. 81) se ratificó su prohibición “en los espacios públicos no autorizados”, -frentes de viviendas, templos o establecimientos educativos y sus adyacencias (distancia menor a 200 metros)-; se dispuso que nadie podía ser considerado contraventor por su “apariencia, vestimenta o modales” y se anexó una cláusula transitoria por la que se habilitó al Ejecutivo municipal a crear lugares autorizados para el comercio sexual, especialmente el de 14

Entre otras conductas, se penaba arrojar sustancias insalubres en lugares públicos, espantar animales cuando ello resulte peligroso para terceros, alterar la identificación de sepulturas, perturbar ceremonias religiosas o servicios fúnebres, suministrar material pornográfico o productos farmacéuticos a menores, frustrar una subasta pública, alterar el programa de un espectáculo sin previo aviso e ingresar o permanecer en un local contra la voluntad del titular del derecho de admisión. 15 “Los Códigos de Faltas y Contravencionales son cuerpos normativos elaborados por las Legislaturas de cada distrito de nuestro país con el fin de regular aquellas conductas que no fueron seleccionadas por la ley para configurar delitos, pero que –de todas formas- son pasibles de reproche legal, aunque de menor trascendencia en términos de política criminal. (…) Cada distrito es libre para determinar cuáles conductas constituyen una falta o contravención y la sanción que la misma traerá aparejada. Es por ello que los Códigos de Falta y Contravencionales funcionan -en los hechos- como ‘pequeños Códigos penales’. (…)En la práctica cotidiana, los Códigos de Faltas y Contravencionales son utilizados como pretexto para perseguir y hostigar a distintos grupos vulnerados, estigmatizando, discriminando y/o reprimiendo a personas migrantes, indígenas, afrodescendientes, en situación de pobreza, niños y niñas en situación de calle, lesbianas, gays, bisexuales y trans, por mera “portación de cara” o apariencia física, entre otras cuestiones”. (INADI, 2008)

travestis. Dada la prohibición del artículo 81, esos lugares sólo podían ser grandes espacios verdes. Así fue cómo primero se dispuso como espacio autorizado las inmediaciones del Buenos Aires Lawn Tennis Club. Pero socios de la institución y habitués de esa zona de Palermo se opusieron. Desde aquel momento, y hasta el presente, el espacio autorizado pasó a ser el Rosedal. Los diarios en la sanción del CCU y sus reformas Clarín alimentó la serie periodística de la sanción del CCU y sus reformas con los distintos enfrentamientos que se fueron suscitando, como los de carácter político y los sociales (vecinos vs. travestis). En este sentido, La Nación y Página/12 no le fueron a la zaga, porque en los medios en general las noticias tienen la estructura de un conflicto. Todo relato de un conflicto necesita identificar claramente un protagonista y un antagonista, por eso los medios suelen reducir los conflictos entre varias partes a sólo dos contendientes “para poder seguir focalizando el agón, el drama, en el binomio que se supone más atractivo para el lector: protagonista contra antagonista” (Borrat, 2006: 288 y ss.). Y en este caso el binomio más noticiable resultó ser vecinos/travestis. Así, en varios tramos la cobertura de este matutino se transformó en un epopéyico relato, siendo sus protagonistas los vecinos que se propusieron limpiar las calles de Palermo de la suciedad que representaban sus antagonistas, las travestis, de la misma forma que Heracles higienizó los pestilentes establos del rey Augias. Desde un principio Clarín se mostró de acuerdo con la sanción de una norma que derogara los Edictos, pero tuvo una postura oscilante en cuanto a la penalización de travestis y prostitutas: rechazándola primero y aprobándola después. Presentó a la prostitución como un negocio lícito y redituable, que sólo debía ser encarrilado adecuadamente. Encarrilamiento que solo podía tener lugar por medio de una norma jurídica (el CCU), dejando de lado toda posibilidad de gestión consensuada del conflicto

urbano sobre la utilización de los espacios comunes. Las críticas de las organizaciones vecinales hacia la permisividad del Código fueron puestas en tela de juicio por el diario, aunque sin rechazarlas del todo. En este sentido, produjo notas a travestis y prostitutas en las que trató de mostrar el costado humano de su actividad. Así, en algunos pasajes de la cobertura le reprochó veladamente a aquellas organizaciones su “manodurismo” y resaltó el acoso ilegal que sufrían las travestis y prostitutas por parte de la Federal. Esta postura se fue atenuando en la medida en que las quejas de los vecinos se manifestaron con más vigor, de forma que coincidió con ellos en tachar de escandalosas a las travestis y sostuvo que al desarrollar su actividad en el espacio público perjudicaban a la comunidad vecinal. Cuando se mencionó la posibilidad de crear zonas rojas alejadas de áreas residenciales, el diario entendió que era una alternativa aceptable para solucionar el conflicto entre vecinos y travestis y prostitutas, al cual calificó como una guerra. Al llegarse a la aprobación en particular de la última reforma (septiembre de 2004), el diario destacó en el titular de la noticia, en primer lugar, que se limitaban las protestas callejeras; en segundo, que se penalizaba la prostitución en cercanía de templos, escuelas y viviendas y en tercer término, que se penalizaba la actividad de los cuidacoches. De esta forma quedó explicitado el orden de importancia que le asignó a cada una de estas problemáticas. Editorialmente el diario señaló que el “deterioro” del espacio público a causa de la “pobreza y el delito” requería de un nuevo articulado, como el que se acaba de aprobar:

“El espacio público de la Ciudad de Buenos Aires estuvo durante décadas regulado por edictos policiales irreconciliables con la Constitución y con criterios republicanos básicos, como el debido proceso. La democracia tardó en superar este anacronismo y en su primer intento buscó una fórmula opuesta al autoritarismo de los edictos. Así nació un Código llamado de Convivencia que no tardó en dividir las opiniones de los vecinos. Si bien la

calidad del espacio público fue deteriorándose fundamentalmente por el crecimiento de la pobreza y del delito, cuestiones como la oferta de sexo en las calles y la venta ambulante fueron haciendo nacer críticas que no tardarían en plasmarse en la reforma legal ahora en vigencia” (24/9/2004).

No obstante, puso en duda el esmero de las autoridades para hacer cumplir lo aprobado:

“¿Se van a aplicar realmente las regulaciones y sanciones que establece el nuevo Código? Uno de los problemas del Código actual es su falta de aplicación real, en parte por el abanico impreciso de penas que propone. Esto quedó saldado, pero si la Policía y la Justicia no hacen cumplir las normas aprobadas, de poco habrá servido tanto ruido (24/9/2004).

Por su parte, La Nación, que por entonces llevaba adelante una persistente campaña a favor del endurecimiento del control y el castigo de la actividad delictiva -un tema de progresiva importancia en su agenda-, a lo largo de toda su cobertura hizo un especial esfuerzo por conectar prostitución con inseguridad, poniéndose del lado de los vecinos en conflicto mucho más decididamente que Clarín. Acogió en marzo de 1998 el alumbramiento del CCU con este título: “Malestar por el nuevo código porteño”/“La sanción del Código de Convivencia Urbana porteño fue recibido con malestar por muchos vecinos de la ciudad y por el propio jefe de Gobierno, Fernando de la Rúa”. En la visión del diario comenzaba una “batalla” que nucleamientos de vecinos se aprestaban a librar para rechazar “la presencia de hombres vestidos de mujer que deambulan día y noche ofreciendo su cuerpo como mercancía”. El construir esta confrontación le fue útil para explicar los derechos tenían los actores sociales en pugna para ejercer sus prácticas en las calles de la ciudad.

Su enfoque fue más enfático en relación al avasallamiento de la moral pública. Apoyándose en la opinión de miembros de la iglesia católica, sumó a la cobertura del conflicto una nueva oposición: moral/pecado (Pinkus). Desde esta mirada, el CCU sancionado llevaría a Buenos Aires a una debacle moral-sexual que la convertiría en la nueva Sodoma. Era imperioso por lo tanto reformar el Código, pero sin pérdida de tiempo, pues “mientras la discusión se aviva, en la ciudad ya no rige ninguna ley contravencional”, y el trance entre “travestis sonrientes y vecinos quejosos” seguía irresuelto. Un conflicto en el que el enemigo había tomado por asalto el barrio de Palermo: “Los travestis que se ofrecen en sus calles se adueñaron del barrio.” (12/3/98). Para fortalecer esta dantesca representación y fundamentar su defensa de la “mano dura” para con la prostitución, La Nación argumentó que en su ejercicio se comete un delito: “La legislación vigente no deja espacio para la duda: la prostitución en la Argentina es hoy un delito, aunque haya dejado de ser una contravención el incitar ‘mediante guiños y contoneos al acto sexual’” (26/3/98). Se refería, erradamente, a la ya mencionada ley de profilaxis venérea de 1936, y el error residió en que esa norma sólo prohíbe la existencia de prostíbulos, no el ejercicio de la prostitución en el espacio público. La Nación representó a las travestis y a las prostitutas como sexualidades desviadas. 16 Las estigmatizó como provocadoras de escándalo, como sinónimo de lo marginal. La estigmatización es uno de los dispositivos de control social más efectivos, porque desprestigiar al otro, personificar en él la amenaza, facilita su rechazo generalizado, su exclusión de la sociedad. No obstante, La Nación no pretendía una exclusión total de la prostitución del espacio público sino su destierro a ámbitos

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“Es más tranquilizador para la moral social pensar que la prostitución siempre es resultado de coacción, engaño, problemas psicológicos o pulsiones ninfómanas” (Holgado Fernández, 2001). .

recoletos, allí donde no pudiese ser vista: “No está aquí en discusión -es menester reiterarlo- la prostitución como actividad privada ejercida en circunstancias que no ofendan el orden y la moral públicos”, dijo el diario, coincidiendo con su colega Clarín en que no había por qué perjudicar el “negocio del sexo”. Con todo, en el contexto de 2004 La Nación estaba más preocupado porque se condenara con energía las manifestaciones callejeras. Por eso tituló la aprobación de la reforma con una decepcionada confesión: “No arrestarán a quien obstruya la vía pública”. Se trata de una interesante construcción sintáctica porque anuncia como novedad algo que no ocurrió. Y se repite en la bajada: “Tampoco habrá pena de cárcel para la prostitución callejera”. La contrariedad del diario se hizo evidente en sus comentarios editoriales, en los que calificó a la nueva norma como de controvertida, ambigua y opaca, y, al igual que en Clarín, puso en duda su eficacia. De este modo, el instrumento legal se convirtió simultáneamente en causa y en solución del problema. Por último, Página/12, saludó la llegada del CCU en 1998 y subrayó que la derogación de los Edictos Policiales no tenía por qué afectar la seguridad urbana. No obstante no rechazó que se ejerciera el control del espacio público por medio de un código contravencional y bregó para que en la norma no hubiera ningún tipo de impedimentos para demandar y ofertar sexo en las calles. Para este matutino la prostitución es un trabajo y como tal debe facilitarse su ejercicio. Con este argumento, tachó de moralistas a los vecinos que criticaban la permisividad del código original. En tal sentido recordó, como si fuese algo natural y normal, que alguna vez funcionaron en la ciudad cinco mil prostíbulos autorizados (“Cuando el sexo en Buenos Aires no molestaba a los vecinos”, 7/3/99). Es evidente que la hipérbole de este título tiene un sesgo sensacionalista, porque lo que les molestaba en 1998 a los vecinos quejosos no era todo el sexo, sino el que se ofrecía y demandaba en las calles de su barrio, y muy

probablemente más por razones económicas que morales. Por otra parte, tal como se ha referido más arriba, es inexacto que la prostitución no haya molestado a los vecinos de la ciudad en tiempos pretéritos. Una vez concretada la segunda reforma, en marzo de 1999, Página/12 editorializó su oposición a la misma mediante entrevistas a prostitutas y travestis quienes, decepcionadas con la nueva medida, advirtieron que volverían las coimas, la explotación en los saunas, los abusos policiales, y el autoritarismo de los gobiernos nacional y local. También el matutino criticó la reforma de 2004, pero por penalizar la protesta social, señalando que la Legislatura había hecho “buena letra” sancionado un código autoritario. El cuerpo legislativo se habría acomodado así a lo que el diario llamó una “onda de orden y seguridad”. Censuró también la penalización de la oferta de sexo al pasar a ser una conducta punible per se cuando es ejercida en cercanías de viviendas, templos y escuelas. De esa forma, arguyó, se sancionaría a alguien por el sólo hecho de ser quien es (una prostituta o una travesti). 17

Qué es posible ver, decir y hacer y en qué espacios En la discusión por el CCU, y sus reformas de 1998 y 1999, de todas las conductas a penalizar sobresalió la prostitución callejera. En cambio, en la reforma de 2004, en otro contexto sociopolítico, la discusión se centró en las expresiones callejeras de protesta. En ambos casos los discursos de La Nación y Clarín instituyeron una equivalencia entre el delito y ciertas formas de ser indeseables en el espacio público. No casualmente lo no deseado remitía a unos ciertos otros, que no forman parte de los lectorados de estos diarios, cuyos modos de (sobre)vivir y expresarse en el espacio público son los propios de las clases bajas.

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La Constitución de la ciudad de Buenos Aires prohíbe el derecho penal de autor.

“Jóvenes reunidos en esquinas o plazas, travestis y prostitutas que ofrecen sus servicios en la vía pública, vendedores ambulantes, cartoneros que recorren la ciudad por las noches, indigentes y personas sin techo, compone un cuadro general que junto a los delincuentes de poca monta aparecen como los causantes de todos los males, una suerte de cuerpo extraño en la ciudad, lugar desde donde emergen las preocupaciones de expertos, políticos, periodistas, policías ocupados en proteger a una ciudadanía que es (re) presentada en los medios de comunicación en tanto víctima honesta y atemorizada” (Mouzo;Rios; Rodríguez y Seghezzo, 2010:191).

Relacionar con el delito a quienes desarrollan en el espacio común actividades indeseables aparece como una estrategia de desvalorización. En un segundo momento, vigilar y castigar a los desvalorizados surge como algo natural y justificado. En el caso del comercio sexual, las indeseables estaban concentradas en determinadas geografías barriales que pasaron a transformarse en “zonas inseguras” por su sola presencia. A partir de allí se generó un círculo perverso de “fragmentaciones espaciales, políticas y económicas (que) refuerzan la idea de un ‘otro peligroso’, y estas prácticas legitiman e intensifican las fragmentaciones” (Ortiz Maldonado y Recepter, 2010:153). El Estado entonces debía intervenir para regular “en forma biopolítica, previendo racionalmente los costos y beneficios, permitiendo márgenes variables de ilegalismos e irregularidades” (Foucault, en Ortiz Maldonado y Recepter, 2010:153). Para el pensamiento más conservador estas intervenciones estatales nunca son suficientemente rigurosas y oportunas: siempre se requiere de las agencias de control un accionar sostenido e indeclinable al que no se pueden oponer “rémoras ideológicas”. Así lo demuestra el siguiente párrafo de una nota editorial publicada por La Nación once años después de la última reforma del Código:

“Las rémoras ideológicas que tomaron impulso oficial en los últimos años han generado también una suerte de aversión a todo lo que se parezca al mantenimiento del orden público o a la legítima represión del delito común. El piqueterismo y la inseguridad ciudadana se han convertido en factores adicionales de disociación social, y siguen creciendo en todo el país” (La Nación, 21/8/11) La reproducción del orden social “En su estrategia de reproducción del orden social (el poder) realiza prácticas que recorren un arco que se propone inicialmente la integración-cooptación de los individuos o grupos sociales, y en caso necesario prosigue con la corrección, con la represión, con la estigmatización, con la exclusión, con la incapacitación, y finalmente si es necesario con la eliminación” (Pegoraro, 2003).

A lo largo de la historia, la regulación de la prostitución se basó en razones de “interés público”, ya sea de tipo sanitario, moral o securitario. Quiere decir que el cuidado de la salud, la moral y la seguridad públicas funcionaron como excusa propiciatoria para dictar instrumentos de control, pero no para la prohibición total de la prostitución, pues el equívoco y antiguo imaginario social que considera al comercio sexual como un “mal necesario” sigue vigente.En el corpus estudiado se pudo verificar que ninguno de los tres medios abordó la prostitución como problemática social, como explotación humana con o sin consentimiento. Clarín, La Nación y los sectores “duros” consideraron que las travestis y prostitutas debían ser penalizadas si “trabajaban” en la calle, incluso con su detención.18 Para Página/12 y los políticos “garantistas”, eran víctimas porque no tenían “libertad” para ejercer su actividad por el acoso policial. Este sector no ha advertido que bajo la concepción de “trabajo sexual” lo que subyacía –y

“La penalización de la prostitución callejera no sólo es ilegal sino que desconoce las consecuencias de su ejercicio en lugares privados (casas de citas, cabarets y prostíbulos), que alimenta la corrupción de agentes policiales y autoridades políticas y dinamiza el circuitos de trata, explotación y reducción a la servidumbre de mujeres, jóvenes, niños y niñas” (INADI, 2008). 18

subyace- es, desde un campo simbólico, un sistema que reproduce las relaciones sociales de dominación. Por otra parte, el comercio sexual callejero no tiene que ver con la seguridad en el barrio. Utilizarlo como excusa para reponer el discurso de la “inseguridad” que exige manodurismo estigmatiza y discrimina a las personas que están en prostitución. En el caso de las prostitutas, su actividad no es un problema barrial, es un problema de género. Encadenar el comercio sexual con la “inseguridad” tuvo el beneficio extra de dramatizar lo que en el peor de los casos era una contravención. A la vez, la dramatización permitió llamar la atención del público. En parte este relato apocalíptico se construyó en los discursos mediáticos aludiendo al miedo y al caos que decían padecer los vecinos afectados. 19 En otros casos, se puso el acento en el enfrentamiento entre vecinos y travestis. En esto coincidieron los tres diarios, como ya fue apuntado. Así, en determinados segmentos de la cobertura predominaron las metáforas bélicas que reforzaron la existencia de dos grupos adversarios. En ese contexto, los otros peligrosos/indeseables debían ser neutralizados y en lo posible eliminados para poder controlar la”inseguridad”. De modo que, tratando de identificar causas y soluciones del problema, se intentó una sutura de la totalidad. (Rodríguez y Seghezo). Otros segmentos de la cobertura resaltaron la lucha vecinal contra la prostitución en sus calles .20 En todos los casos aludidos –miedo, caos, conflicto- lo que subyacía era el peligro que acechaba a la vida y la propiedad (Ortiz Maldonado y Recepter, 2010:147).

“‘Es un caos. Tengo mucho miedo. Al atardecer esto es un desastre, no puedo creer lo que veo’” (testimonio de “una vecina”; La Nación, 9/6/98). 20 “El barrio se ha convertido en una especie de bastión de resistencia al nuevo Código de Convivencia Urbana (...) los vecinos de Palermo quieren, sin medias tintas, correr la prostitución callejera hasta los límites de la Ciudad. (…) El proyecto fue redactado por la Asociación de Asiduos Concurrentes a la Plaza Campaña del Desierto, ubicada entre las calles Costa Rica, Armenia, Nicaragua y Malabia. Como Julio A. Roca y su ejército (que empujaron a miles de aborígenes pampeanos hasta el sur del río Negro), los vecinos de Palermo parecen decididos a hacer su propia campaña de expulsión”. (“En Palermo quieren echar a los travestis de la ciudad”, Clarín, 11/6/98) 19

Clarín y La Nación se alinearon junto a los vecinos que querían un CCU más duro. Cabe puntualizar que los protestantes no fueron todos los vecinos ni de todos los barrios, sino que los opositores más activos fueron algunos profesionales y comerciantes de Palermo Viejo, es decir, vecinos de clase media alta de un barrio caracterizado. En la vereda enfrente: hombres y mujeres de las clases bajas prostituyéndose para sobrevivir. Los caracterizados vecinos no tenían una preocupación altruista, no les inquietaba por qué hombres y mujeres ofrecen su cuerpo por dinero, ni la existencia de redes de trata de personas, ni si detrás del negocio del sexo hay funcionarios civiles y policiales corruptos. No era tampoco la suya una preocupación estrictamente moralista: no eran vecinos contra la prostitución, sino vecinos contra la prostitución en su calle o en su barrio. Al reclamar por su seguridad estos vecinos pasaron de ser víctimas indefensas a ser activos generadores de seguridad. Se transformaron así en ciudadanos (Contursi y Arzeno, 2009) que defendían sobre todo el valor comercial de su propiedad. Su interés residía no en solucionar un problema social sino en sacárselo de encima, es decir, sólo querían desplazarlo geográficamente (González Ojeda, Sanjurjo y Tufró, 2009). En el contexto urbano, los “otros amenazantes” son excluidos material y simbólicamente (Pereyra, 2005 y 2009) por que los imaginarios de miedo e inseguridad los representan invadiendo un espacio que no les pertenece. Esos “otros” son básicamente enunciados como sujetos alejados de los valores éticos y morales. Con distintos énfasis y enfoques, Clarín La Nación y Página/12 coincidieron en que era necesario derogar los Edictos Policiales. La sanción de un código que regulara las interacciones en el espacio público fue una decisión aceptada también por los tres diarios, que sólo se diferenciaron por el grado de “dureza” o “blandura” que se le asignaría a la norma. De esta forma, tácita o expresamente, según el caso, los tres

compartieron un imaginario social según el cual es inadmisible que esas interacciones caigan dentro de un “vacío legal”. Ahora bien, esta ausencia de legislación resultaba más grave para quienes -como Clarín y La Nación- introdujeron en el debate la problemática de la “inseguridad”, porque asociaron, o confundieron, el ámbito contravencional con el penal. Atravesados por la demagogia punitiva, estos medios -y políticos, funcionarios y vecinos- convalidaron la generalizada idea según la cual el castigo de la ley es la única herramienta para combatir el delito y los ilegalismos. Como apunta Garland (2001:315), se observa en la actualidad “la imposición de regímenes de regulación, inspección y control más severos y, simultáneamente, nuestra cultura cívica se vuelve cada vez menos tolerante e inclusiva”. Pese a que cada vez hay más controles en todas las instancias de la vida social –excepto la economía-, hay una generalizada y persistente sensación de inseguridad y desorden alimentada por un relato de una decadencia moral en la que el delito y los ilegalismos son el principal síntoma. El orden perdido, el orden que extrañan y anhelan las clases medias y altas, es aquel que impusieron sobre las clases bajas años de silencio y sumisión, lo que explica que sean estas clases las principales destinatarias del control y, simultáneamente, las más perjudicadas por el nuevo orden económico neoliberal. En definitiva, y en lo que al espacio público se refiere, lo que todo control persigue es la regulación diferenciada de su uso y permanencia. No es una regulación para articular las interrelaciones con criterios amplios y democráticos: es una regulación para excluir y segregar a los indeseables.

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