Los manteles de Cotán (Monográfico Toledo Gastronómico 2016) VI: Roma

June 8, 2017 | Autor: A. De Mingo Lorente | Categoría: History of Gastronomy, Toledo, Gastronomía histórica, Historia De La Gastronomía Y Alimentación
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Descripción

los manteles de cotán

21 DE FEBRERO DE 2016 LA TRIBUNA

GASTRONOMÍA E HISTORIA ROMA

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a ciudad de Toledo debe al historiador romano Tito Livio (siglo I) la primera descripción concreta de su historia: «Parva urbs, sed bene munita», es decir, «ciudad pequeña, aunque bien amurallada». Poco conocemos sobre su conquista, salvo que fue tomada por el cónsul Marco Fulvio Nobilior (el año 192 antes de Cristo) y que las legiones no siempre combatieron en Hispania con la panza llena. Cuarenta años después de la caída de Toletum, durante el asedio de la ciudad de Intercatia (en el entorno de Valladolid o de Zamora), relata Apiano, los soldados romanos se vieron privados de vino, sal, vinagre y aceite, así que «alimentándose de trigo, cebada y mucha carne de ciervo y liebre, cocido todo sin sal, padecían disturbios intestinales y muchos morían». En aquel entonces, Toletum no era todavía el próspero enclave dotado de grandes edificios públicos, como el acueducto o el circo. Sus pobladores -que se habían enfrentado a Roma coaligados con celtíberos, vettones y vacceos- probablemente fuesen bebedores de cierto «jugo de trigo artificiosamente elaborado, que llaman caelia porque es necesario calentarlo», y que se extraía «por medio del fuego del grano de la espiga humedecida, se deja secar y reducido a harina se mezcla con un jugo suave, con cuyo fermento se le da un sabor áspero y un calor embriagador». Esta nueva entrega de ‘Los manteles de Cotán’ está dedicada a Roma y a las explotaciones agrícolas que, a finales de la Edad Antigua, sembraron de prósperas villas el valle del Tajo. De una de ellas procede el ‘Mosaico de los Peces’, hallado en 1923 en terrenos de la Fábrica de Armas y en la actualidad expuesto en el Museo de Santa Cruz. Sus animales -que forman parte de una temática marina que fue de gran aceptación en mosaicos de todo el Imperio- no son propiamente toledanos (hay entre ellos langostas, cangrejos, tembladeras, morenas y otras especies marinas), pero permiten formar una idea del refinamiento y pujanza que estos complejos alcanzaron durante la fase final del Imperio. Tendidos en sus triclinia -los lechos en donde estos acaudalados propietarios se reclinababan para comer-, los patricios toledanos no solo disfrutarían de los manjares producidos en sus propias fincas, sino también de exquisiteces procedentes de lugares lejanos, como las ostras (cuyas conchas han aparecido como rellenos arqueológicos en diversos puntos de la ciudad).

PARVA VRBS,

SED BONA DESPENSA Las villas romanas situadas en los alrededores de Toletum generaron una sociedad de acaudalados propietarios agrícolas • Vino y aceite fueron su principal fuente de riqueza

Los historiadores conocen bien las características de la gastronomía romana, que ha llegado hasta nosotros a través de fuentes muy abundantes, incluidos libros como el célebre De Re coquinaria, de Apicio. El tópico popular atribuye a los banquetes romanos decenas de platos extravagantes y lujosos -como las «lenguas de flamenco rosa» que se hacía servir el emperador Heliogábalo-, pero es probable que estos terratenientes se sintieran mucho más cercanos a los alimentos relacionados con la matanza y con la siega (no en vano, el medallón central del ‘Mosaico de los Peces’ se encuentra rodeado de escenas relacionadas con los ciclos agrícolas, con motivos como espigas y ramas de olivo). Se desconoce si la ciudad de Toletum destacó por la producción a gran escala de alimentos como el famoso garum -una salsa de pescado que los romanos empleaban profusamente como condimento-, que desde el litoral andaluz y murciano era exportado hasta la misma Roma, pero sin duda es posible aventurar sin temor a equivocarse que la producción de aceite y vino era abundante en sus alrededores. Las excavaciones en la villa de Materno, en el yacimiento arqueológico de Carranque, han permitido encontrar un destacado núcleo de producción agrícola, el mayor de época del emperador Teodosio (segunda mitad del siglo IV ) encontrado en la Península. No es de extrañar que las sucesivas campañas de excavación hayan atraído a la provincia de Toledo a grandes especialistas en arqueología del vino de nuestro país, como Yolanda Peña Cervantes. Incluso en los últimos tiempos -excavación de la villa romana de Los Lavaderos en 2012, para la instalación del colector de la depuradora de Estiviel-, no precisamente fáciles para los arqueólogos, han surgido nuevas hipótesis relacionadas con la producción agrícola, en este caso en los alrededores de la capital provincial. Paradójicamente, la mayor concentración de restos arqueológicos de época romana encontrados en nuestra ciudad no tiene que ver con el vino, sino con el agua. El subsuelo histórico toledano se encuentra surcado por canalizaciones y salpicado de aljibes. Algunos de estos restos son tan conocidos como las denominadas ‘Cuevas de Hércules’, cuya visita gestiona el Consorcio de la Ciudad de Toledo; otros, como la cisterna excavada en 2007 bajo el restaurante Txoco (Plaza de la Ropería), una de las más grandes de la ciudad, siguen deparando sorpresas.

Mayor conocimiento de los recipientes A diferencia de lo que sucede en otras ciudades con pasado romano, en Toledo no son excesivamente habituales los hallazgos arqueológicos de recipientes para el almacenaje y transporte de alimentos. Junto a estas líneas, reproducimos un pequeño fragmento de ánfora oriental tardía (finales del siglo IV o comienzos del V) encontrada por Rafael Caballero en una excavación del casco histórico toledano, en la Calle Tornerías. A este arqueólogo se deben otros hallazgos relacionados con la alimentación de los pobladores de Toletum durante la Antigüedad tardía, uno de ellos plasmado en un reciente artículo sobre la pervivencia del consumo de ostras en época visigoda al que nos referiremos más adelante. Nuestro conocimiento de la vajilla de mesa empleada por los habitantes del Toledo romano es cada vez mayor gracias a los hallazgos producidos tanto en diferentes puntos del casco como en las excavaciones de la Vega Baja. En otro gran núcleo romano de la provincia, Consabura (Consuegra), se hallaron hace años tempranos restos de cerámica de barniz negro o campaniense, lo que permitió en su momento aventurar que hubieran servido como recipientes para trasladar vino desde esta región del sur de la Península Itálica. Los hallazgos consaburenses no solamente se han producido en el entorno del cerro Calderico, sino también dentro de su amplio término municipal; en Pozos de Finisterre, por ejemplo, aparecieron en 2004 numerosos restos de animales (suidos o jabalíes, équidos, cérvidos) que podrían estar indicando una intensa actividad relacionada con la caza.

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GUSTATIO TOLEDANA La Real Fundación de Toledo ofreció en 2005 unas jornadas sobre gastronomía romana que se complementaron con una recreación culinaria elaborada por la Escuela Superior de Hostelería y Gastronomía · Los ciudadanos romanos más acomodados podían llegar a incluir en su dieta especies como el lirón, el flamenco o el pez torpedo

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a Real Fundación de Toledo organizó en abril de 2005, apenas un año después de que el Consorcio de la ciudad declarase inaugurada la visita a las Termas de la Plaza de Amador de los Ríos y organizase el congreso Arqueología romana en Toletum: 1985-2004, unas jornadas sobre gastronomía romana en sus instalaciones de Roca Tarpeya. Semejante encuentro, que congregó a varios especialistas españoles y a la arqueóloga Annamaria Ciarallo, de la Soprintendenza de Pompeya, fue rematado con una degustación inspirada en los antiguos recetarios romanos, obra de Marco Gavio Apicio y del gaditano Lucio Junio Columela, entre otras fuentes. Quedó en manos de la Escuela Superior de Hostelería y Gastronomía de Toledo recrear platos como «Panecillos al queso» (Liba), «Pollo Frontoniano» (Pullum Frontonianum) y «Dátiles rellenos caramelizados» (Dulcia domestica), que fueron servidos acompañados de caldos como «vino con miel y especias» (Mulsum) y «Vino de rosas» (Rosatum). La degustación, que imaginamos sería mucho más limpia que el banquete recogido junto a estas líneas -un mosaico con escena costumbrista del tipo «oikos asorakos» (literalmente, «casa sin barrer»), con los desperdicios de la cena sobre el suelo y antes de que los retiraran los esclavos como parte de la propia representación-, estuvo acompañada de conferencias como la que pronunció la arqueóloga María Ángeles Sánchez. Esta destacó la importancia de las legumbres y los cereales dentro de la alimentación romana -especialmente el trigo y la cebada, con cuyas harinas elaboraban gachas (pultes), a veces condimentadas con menudillos de carne o con tocino- y la gran variedad de vegetales que quienes podían permitírselo incorporaban a su mesa (incluyendo especies poco recordadas hoy aunque sumamente nutritivas, como la ortiga o la hoja de acanto). El consumo de carne -especialmente la de cerdo, seguida del ovino y del vacuno- era muy importante, aunque no formase parte de la dieta habitual de las clases más humildes.

Mosaico con la representación de un banquete, comensales en triclinia y desperdicios por el suelo. /CHÂTEAU DE BOUDRY, SUIZA

Los romanos se inclinaban por texturas blandas, por alimentos muy cocinados (normalmente cocidos, e incluso cocidos primero y asados después), cuya insipidez equilibraban con todo tipo de condimentos y salsas, además de la sal, que consumían casi como un alimento más.

Las más pudientes, por el contrario, incluían en sus mesas animales que hoy nos resultarían tan extraños como el lirón (glires), el flamenco (phoenicopterus), el avestruz (struthione), la morena (murena) o la tembladera o pez torpedo (torpedine); los dos últimos aparecen precisamente representados en el mosaico de la Fábrica de Armas. Cocinaban en pequeños y poco aireados espacios que distaban mucho de lo que hoy entenderíamos por cocinas. La elaboración de los alimentos -normalmente cocidos, e incluso cocidos y después asados-, no obstante, estaba muy presente dentro de su dieta. El resultado eran platos de textura blanda -carnes nunca poco hechas, ni mucho menos sangrientas- cuyo sabor era necesario potenciar por medio de condimentos y salsas, entre ellas el garum. Fueron buenos conserveros y emplearon con auténtica profusión la sal, que consumían prácticamente como un alimento más.

Dos recetas, según Catón y Apicio «Harás así el libum», expresó Catón en su libro De agricultura para elaborar unos panecillos que eran ofrecidos a los dioses: «Desmenuzar bien en un recipiente dos libras de queso fresco. Cuando quede cremoso añade una libra de harina. Añade un huevo y de nuevo amasa bien todo. Haz la hogaza, ponla sobre un lecho de hojas y cuécela lentamente en un horno caliente». Los ingredientes para este plato (para seis personas) son: 400 gr. de queso fresco, 100 gr. de harina, un huevo y una pizca de sal. «Triturar bien el queso con un tenedor y mezclar con la harina y el huevo; una vez amasado todo, coger pequeñas porciones (para que la masa no se pegue a las manos, pasar cada porción por un poco de harina) y darles forma redondeada, aplastarlas ligeramente y colocarlas en la bandeja del horno ligeramente aceitada, sobre un lecho de hojas de laurel frescas untadas de aceite. Dejar los panecillos unos 25 minutos, a 180°, hasta que queden doraditos por fuera». El «Pollo Frontoniano» se obtenía así, según Apicio: «Llevar a media cocción el pollo y condimentarlo con garum mezclado con aceite, con un ramillete de eneldo, puerro, ajedrea y cilantro verde, y cuece. Una vez cocido, retirarlo y presentar en un plato, bañarlo con mosto cocido, espolvorear con pimienta y servir». Así proponía adaptar esta receta A. Villegas (Aceite de oliva y cocina antigua, 2003): «Trocear un pollo y sazonarlo con una mezcla preparada con un vaso de aceite, salsa Perrins, eneldo, puerros cortados en juliana, ajedrea y cilantro. Se mantiene en adobo varias horas y se coloca en una cazuela, a fuego fuerte, con todo el aliño, hasta que se haga y se dore. Una vez listo se añade un vaso de vino de pasas, se retira del fuego y se sirve ligeramente espolvoreado con pimienta».

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n 2016 se cumplen precisamente treinta años de la aparición, junto a la villa de Carranque, del torcularium o espacio para la producción de aceite y vino que poseía este gran complejo romano, perteneciente desde 2003 a la Red de Parques Arqueológicos de Castilla-La Mancha. Aunque mucho menos conocida que el resto del conjunto, con sus ricos mosaicos (de los cuales mostramos sendos detalles con la representación de animales que ya entonces abundaban en estas tierras, la liebre y la perdiz), esta zona ha permitido aportar una valiosa información a los aún escasos estudios sobre el prensado de la oliva y de la uva durante esta etapa. Los hallazgos de Carranque se encuentran vinculados a los de otras villas romanas de la provincia, como la de El Saucedo (Talavera de la Reina), también célebre por sus mosaicos, o la de Belvís de la Jara, en donde se descubrieron, en los años sesenta, varios molinos de gran tamaño que probablemente fueron empleados para moler la aceituna. El aceite, antes que el vino, parece haber concentrado la mayor producción de estas explotaciones (las cuales son a menudo difíciles de interpretar, debido a la escasez de restos de prensas y de recipientes que permitan establecer las diferencias entre ambos). Virginia García-Entero, directora de los trabajos de excavación e investigación del parque de Carranque, planteó hace escasos años -con las también arqueólogas Yolanda Peña Cervantes, Carmen Fernández Ochoa y Eva Zarco Martínez- que la aparición de balsas o cubetas de decantación se justificaba más en un contexto relacionado con la producción de aceite. Los historiadores conocen a través de multitud de fuentes, desde los hallazgos materiales a la tratadística, la importancia que sus distintas variedades tuvieron en época romana (y no solo para uso culinario, sino también industrial, medicinal e incluso cosmético). Hoy solamente es posible imaginar la mayor parte de sus características, aunque sí podemos intuir que su sabor resultaría mucho más potente y menos equilibrado que el de

ACEITE Y VINO EN CARRANQUE El torcularium o espacio para la producción agrícola de esta gran villa romana ha permitido durante los últimos años arrojar datos tan interesantes como sus mosaicos nuestros días, pues a menudo se empleaba la sal para estabilizarlo y que no enranciara antes de tiempo. El aceite de mayor calidad y pureza, extraído de olivas verdes, era denominado onfacio, mientras que el cibarium, mucho más barato, era el empleado para cocinar. El proceso de molienda, prensado y decantación se realizaba en Carranque en el interior de un edificio -torcularium hace referencia al tipo de mecanismo de tornillo para prensar la pulpa- de unos 145 metros cuadrados, compartimentado y sometido a modificaciones que han sido estudiadas por los arqueólogos. El sistema de producción oleícola se complementó a comienzos del siglo IV, coincidiendo con una ambiciosa reforma de la villa, con instalaciones para la obtención de vino. Las uvas eran pisadas en el interior de un gran

recipiente (calcatoria) y su mosto se recogía en cubetas (lacus) para la primera fermentación. Se supone que el proceso de elaboración de los caldos se completaría posteriormente en depósitos móviles o en tinajas, pues no se han encontrado restos de otros recipientes. «En este caso -prosigue el equipo de arqueólogas, cuyas conclusiones fueron presentadas en el congreso internacional De vino et oleo Hispaniae, celebrado en 2010 en el Museo Arqueológico de Murcia- no hay dudas sobre el producto elaborado en estas estructuras. Tanto su morfología (claramente, espacios de pisa, usados tan solo en la elaboración de vino) como el hallazgo de semillas de uva en el interior de uno de los lacus de recepción, permiten determinar con claridad un uso vitivinícola». Parece, no obstante, que este fue breve, intensificándose después la producción de aceite. El vino romano -del que conocemos diferentes variedades, comenzando por el apreciado falerno, que se elaboraba en la Campania, o el

Vista del Palatium de Carranque, estructura empleada como ábside de una iglesia en época medieval. /ROSA MARCOS

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Temprana representación de una perdiz en el Mosaico de Adonis de Carranque. Formaba parte de una escena venatoria en la que aparecían, además de la liebre de la izquierda, dos jabalíes y sendos perros heridos con los nombres mitológicos de «Leander» y «Titurus».

avinagrado posca, que bebían las legiones romanas a razón de un litro por soldado al día, y que fue ofrecido a Cristo en la Cruz-, al igual que el aceite, debía de resultar entonces mucho más peleón que en la actualidad, siendo sometidas muchas de sus variedades a procesos de cocción, maceración y añadido de sustancias como la pimienta (piperatum) e incluso agua de mar (carenum), costumbre heredada de los griegos. Como principio general, los romanos apreciaban más los blancos que los tintos; algunos estudios consideran variedades alemanas, como la riesling o la gewürztraminer, herederas directas de las cepas introducidas por Roma durante su expansión, especialmente la uva aminea (probablemente, la variedad más extendida en época imperial). Autores como Plinio el Viejo -que acuñó el proverbio In vino veritas («En el vino está la verdad»)- y especialmente el gaditano Columela disertaron ampliamente sobre su elaboración, producción y consumo. Solo en raras ocasiones se bebía puro. Su elevada graduación recomendaba mezclarlo con agua (lo que se realizaba en un vaso de amplia boca, la crátera) y filtrarlo, proceso que solía incorporar nuevos aditivos. El vino solía beberse, para finalizar, en copas anchas y de poca altura. Una antigua tradición -probablemente basada en la diferenciación identitaria entre romanos y etruscos, relajada tras la desaparición de estos-, impedía a la mujer beber vino sin consentimiento del marido, pudiendo considerarse motivo legal de divorcio e incluso de muerte.

on varias las empresas de alimentación que, en estos últimos años, han invertido sus esfuerzos en la recuperación de productos relacionados con la gastronomía romana, entre ellos diferentes tipos de vinos y la salsa de pescado, el garum, que se elaboró abundantemente en el Sur de la Península Ibérica y tan apreciada era como condimento. No tenemos constancia de iniciativas similares en nuestra provincia -por mucho que Carranque sea un yacimiento de gran interés para los estudios arqueológicos relacionados con el vino y el aceite-, donde, sin embargo, cada vez tienen más éxito las recreaciones de la vida cotidiana de la antigua Roma. La única excepción serían las degustaciones gastronómicas basadas en De Re coquinaria que determinados establecimientos, como el Restaurante El Zaguán, organizan coincidiendo con jornadas o campañas específicas. No obstante, en otros lugares de España sí que han apostado por la recreación de estos productos. Un buen ejemplo es la colección de vinos de la empresa sevillana Baetica, «resultado de un exhaustivo proceso de investigación en el que han participado historiadores, arqueólogos y enólogos». Sus recreaciones ofrecen mezclas imaginarias (a partir de uvas cabernet sauvignon) aunque efectivamente basadas en las recetas de Apicio y otros autores. El resultado son vinos licorosos (condita) como el célebre mulsum (con miel), rosatum (con pétalos de rosa), violacium (con violetas) y vino macerado con canela. Con respecto al garum, salsa originariamente elaborada mediante la cocción y fermentación de pescados (con todas sus partes, incluidas vísceras y espinas) a los que se añadían diferentes especias, ha sido recientemente recuperado a partir de una investigación realizada por el arqueólogo Darío Bernal y especialistas en Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Cádiz. El resultado es Flor de Garum, una salsa de pescado que recrea el sabor del mar a partir de especies del Estrecho como el atún y la caballa, y que la empresa El Majuelo comercializa junto a la pasta resultante de su elaboración (envasada como paté de boquerón). Ya han recibido encargos internacionales de países como Japón.

Lluís Homar tendido sobre un triclinio en la serie Hispania (Bambú Producciones). /MANUEL FDEZ.-VALDÉS

RECREACIONES COMERCIALES Empresas andaluzas como Baetica y El Majuelo han invertido en la recreación de vinos romanos y de garum, su apreciada salsa de pescado

Gastronomía romana en la Biblioteca Borbón-Lorenzana Marco Gavio Apicio (siglo I) está considerado el gastrónomo romano por excelencia. Se le atribuye una única obra, De Re coquinaria -escrita en realidad mucho tiempo después, a finales del Imperio-, en donde recogió diferentes recetas y procesos para la elaboración de alimentos. Recomendaba como «salsa fría» para la perdiz, por ejemplo, «pimienta, ligústico [una especie de hinojo], apio en grano, menta, bayas de mirto o uva pasa, miel, vino, vinagre, garum [salsa de pescado] y aceite» (In perdice elixis). Muchas de sus recetas serían paladeadas con satisfacción en nuestros días; otras, como las «ubres rellenas» (sumen plenum) o los «tordos rellenos» (turdos aponcomenos), no tanto. Sea como fuere, en Toledo, en la Biblioteca de Cas-

tilla-La Mancha (Fondo Borbón-Lorenzana), se conserva una de las abundantes ediciones antiguas que sobre este libro se han realizado, concretamente la de Gregorio Mayans, de 1768 (derecha). Más antigüedad posee otra de las joyas de esta biblioteca, la Re Rustica de 1528 en la que Giacomo Mazzocchi compiló la obra de Columela junto con la de Catón, Varrón y su contemporáneo Palladio. Estos autores recogieron, por mencionar solamente un ejemplo, la manera de elaborar el moretum, una pasta de queso que se consumía durante el desayuno (ientaculum) y que contenía, según Columela, hierbas como la ajedrea, la ruda, el cilantro, la menta, el tomillo y el poleo, además de apio, cebollinos, lechuga (al gusto), aceite y vinagre.

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