Los límites del índice: imagen fotográfica y arte contemporáneo en Colombia

June 19, 2017 | Autor: Efrén Giraldo | Categoría: Arte contemporáneo, Fotografia
Share Embed


Descripción

Los límites del índice Imagen fotográfica y arte contemporáneo en Colombia

1

2

Efrén Giraldo

Los límites del índice Imagen fotográfica y arte contemporáneo en Colombia Beca a la Creación en Ensayo 2009

2010

3

Giraldo Quintero, Efrén Los límites del índice : imagen fotográfica y arte contemporáneo en Colombia / Efrén Giraldo Escobar. -- Editor César A. Hurtado O. -Medellín : La Carreta Editores, Alcaldía de Medellín. Secretaría de Cultura Ciudadana, 2010. 170 p. ; cm. -- (La carreta del arte) 1. Arte contemporáneo 2. Fotografías - Colombia 3. Artistas colombianos I. Hurtado Orozco, César A. ed. II. Tít. III. Serie 709.861 cd 21 ed. A1263938 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8427-46-1 © 2010 Efrén Giraldo Quintero © 2010 Alcaldía de Medellín, Secretaría de Cultura Ciudadana © 2010 La Carreta Editores E. U. La Carreta Editores E.U. Editor: César A. Hurtado Orozco http://www.lacarretaeditores.com/ E-mail: [email protected]; [email protected] Teléfax: (57) 4 250 06 84. Medellín, Colombia. Primera edición: septiembre de 2010 Carátula: diseño de Álvaro Vélez Ilustración: Nathaly Rubio, Cuerpo in situ, detalle del registro de la acción realizada en la Casa Tres Patios de Medellín el 25 de septiembre de 2009, fotografía de Fabio Arboleda. Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia por L. Vieco e Hijas, Medellín. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas las lecturas universitarias, la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler público.

4

Contenido

Palabras preliminares............................................................. 7 Prólogo.................................................................................. 9 El arte contemporáneo en Colombia, una versión fotográfica.......................................................... 33 Fenomenología de la desaparición. Óscar Muñoz y la poética de los elementos................................................. 53 Miguel Ángel Rojas, las rutas de la huella............................. 71 José Alejandro Restrepo, mirada y etnografía........................ 89 Rosemberg Sandoval: acciones políticas, arquetipos fotográficos............................................................................ 111 Jesús Abad Colorado, las trampas del documento ............... 127 Juan Manuel Echavarría, contra la hegemonía del registro............................................................................. 145 Referencias............................................................................ 163

5

6

Palabras preliminares

El daguerrotipo, el primer sistema operativo de producción fotográfica, llegó a Colombia de la mano de un aventurero ilustrado proveniente de Francia, el Barón de Gros. Su gesto, convertido en efeméride histórica, el día de hoy resultaría de lo más intrascendente, ya que, actuando como el típico turista, realizó dos tomas del Parque de Bolívar en Bogotá. Y lo cierto es que no hay una diferencia sustancial entre el espíritu del noble Barón y el del turista contemporáneo a la caza de lo exótico, afirmando con la imagen: «estuve allí y tengo la prueba que lo demuestra». En otro campo, con mayor relevancia, causando escándalo y que llegaría para transformar definitivamente el status quo, el Barón de Gros se convirtió en el portador de un aparato que hizo realidad lo que hasta la fecha sólo podía ser obra humana, la creación de una imagen. Una que, además, resolvía el problema del realismo de una manera tan convincente que se hablaba de ella en términos de objetividad. En nuestro ámbito, que recibió el embate de lo fotográfico con la misma fuerza de transformación que en los entornos donde se gestó el invento, no fueron ni han sido muchos los intentos por abordar el análisis de sus efectos. Las discusiones, que de manera clara se han enfocado en reproducir el circuito entre teoría técnica y aplicación instrumental, al mismo tiempo no han conducido a desarrollos de innovación. Lo mismo puede decirse de los aun más escasos abordajes teóricos, que en su mayoría se han confinado a proponer recorridos de tipo historiográfico, más en términos de inventario que de análisis contextual. En todos los casos, igual que ocurrió con el arribo del daguerrotipo del noble francés, la técnica y la teoría llegaron de fuera. Lo cual contrasta con la rica y prolífica utilización del aparato y sus conceptos, producto de la suma de inventos que recíprocamente empujó a los consumidores a responder en masa, 7

a la vez que respondió a las expectativas del imaginario humano, presentes desde los tiempos del pensamiento mágico. De los artistas puede decirse que, siempre inquietos y curiosos, han participado asiduamente como usuarios de la fotografía, poniendo siempre a prueba los postulados teóricos y generando nuevas aplicaciones de los métodos disponibles. Y, claramente, debe entenderse dicha utilización desde la perspectiva del usuario que se preocupa por las formas de consumo y utilización que se hace de lo fotográfico en sus fórmulas más convencionales, y no tanto por los virtuosismos que los espíritus puristas siempre demandan de los oficios -–y oficiantes– del arte. Porque nítido, en Colombia, nunca ha existido el rol de artista-fotógrafo. Este es el mapa donde podríamos ubicar la incursión que nos propone Efrén Giraldo. Un recorrido por el uso que los artistas, en los tiempos más recientes, han hecho de lo fotográfico, focalizando la pesquisa en el territorio del que se establece una identidad nominal (Colombia), pero sorteando la peligrosidad del enfoque, procurándose una tesis -que es igualmente importada desde los circuitos intelectuales de referencia, pero que localiza los personajes que la sustentan en el entorno inmediato, ofreciendo una versión cargada de elementos endémicos, que a su vez revisa las teorías propuestas. Se trata de un rastreo que señala las técnicas al establecer las aplicaciones locales del medio, pero sustentado en las derivas conceptuales que la fotografía forjó en su utilización artística y que necesariamente sentó un escenario de flujos y contraflujos a través de diálogo con los otros medios de representación. Este filtro prestado se definió con apoyo en el escenario de reflexión que, de manera más consensuada, ha localizado el fenómeno fotográfico en relación con otros marcos de referencia (la semiología, la sociología, la filosofía, la historia del arte, etc.), proponiendo sobre la teoría indicial una definición, que si bien dice ser limítrofe, en realidad se ubica en el centro del análisis. Gabriel Mario Vélez Tutor del proyecto 8

Prólogo

Uno de los motivos de discusión más frecuentes en el contexto latinoamericano de los últimos años es si los fenómenos de la historia y la cultura deben afrontarse desde la perspectiva de las disciplinas académicas especializadas o si cabe todavía una aproximación desde la legendaria tribuna que supuso una vez el ejercicio del ensayo crítico y literario en nuestras latitudes. Mientras unos creen que es necesario afrontar un quehacer especializado con el fin de otorgar rigor a una tarea que ha sido puramente intuitiva y especulativa, otros aseguran la primacía que le cabe a la escritura argumentativa y de opinión en la construcción de reflexiones sobre las más agudas problemáticas culturales. A este segundo grupo pertenecen quienes han visto, no solo la viabilidad para la escritura personal, sino también la importancia que los llamados «ensayos de interpretación* de la realidad latinoamericana» tuvieron en la consideración de problemas y asuntos que las ciencias sociales y humanas se han ocupado de «descubrir» después. Se sabe, así, que muchas de las preocupaciones de la sociología europea del siglo XX fueron anticipadas en el ensayo hispanoamericano del XIX. Se admite, para recurrir a un ejemplo ampliamente citado, que fue Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz, ensayo de interpretación de la condición cubana y a la vez magnífico ejemplar de prosa literaria, el antecedente * La discusión sobre el ensayo como instrumento privilegiado de conocimiento de la realidad social y cultural ha vuelto a estar en el centro del debate desde que las problemáticas contemporáneas han revelado la actualidad de las preocupaciones sociales y culturales de los ensayistas latinoamericanos de los siglos XIX y XX. No se trata, solamente, de que el ensayo anticipe las indagaciones de la antropología o la sociología sino de la posibilidad de que un instrumento en el que confluyen imaginación y razón sirva a la indagación en realidades dinámicas y multifacéticas para las que la cultura tratadística (que ha sufrido sus propios desgastes) no es el del todo competente.

9

de agudas consideraciones antropológicas, admitidas después por la antropología hegemónica en el concepto de «transculturación». Necesariamente es Ariel, el libro de Rodó, el que anticipa las preocupaciones más latentes de hoy acerca de las relaciones postcoloniales. Antes de la escritura profesional de la historia, estuvieron las intuiciones de ensayistas y comentaristas que aplicaron este instrumento*, a la vez poético y racional, a la comprensión de una realidad próxima y demandante. Julio Ramos, en uno de sus libros, ha señalado cómo en Latinoamérica fueron los ensayistas quienes realmente introdujeron visos de modernidad en nuestras letras y nuestra cultura. Germán Arciniegas, incluso, llega a decir en un memorable texto que América es un ensayo†. En el ámbito de la crítica, al que se dirigen estas líneas preliminares, ha ocurrido un debate semejante. Como se sabe, la necesidad de dar cuenta del fenómeno artístico y el hecho literario ha traído consigo la irrupción de teorías y discursos altamente formalizados que desdeñan los artículos de opinión y los ensayos que constituyeron la principal plataforma de la crítica en Europa y América. Burocratizando la expresión, segmentando hasta lo intolerable los objetos de estudio, la universidad ha desterrado de sus ámbitos el cultivo de la evaluación personal y la estructuración de una mirada subjetiva, en aras de los requerimientos de una tarea * El ensayo, más allá de que pueda tener un aprovechamiento crítico, es irreductible a una mera condición instrumental. Algo de gratuidad y desinterés hay en un ejercicio que privilegia la exposición de la subjetividad y la posición personal hacia las cosas. Un género en el que escritura y autor son consubstanciales (Montaigne expresó esto bellamente cuando dijo que el libro y él eran uno solo) difícilmente se adscribe a la representación transparente de la realidad y a la comunicación unidireccional de la verdad. No estamos, por supuesto, frente a una puesta en práctica de la ratio corriente, como Adorno explicó. Y, tal como ocurre con los otros géneros artísticos y literarios, parafraseando la definición de Emile Zolá, el ensayo encarna una eterna lucha contra las convenciones intelectuales. Las convenciones que desafía el ensayo son, por supuesto, las de la argumentación, la exposición y el razonamiento, con cuyas materias primas el ensayista práctica una modelación estética de la materia verbal y las posibilidades argumentativas. † Germán Arciniegas, «América es un ensayo», en Zea, Leopoldo (comp.), Fuentes de la cultura latinoamericana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, tomo II, pp. 293-304.

10

intelectual cada vez más neutralizada y separada de los imperativos de la vida cotidiana. Por vía de la institucionalización de la escritura tratadística y la incómoda elevación de la glosa y el comentario técnico a géneros canónicos de nuestros días, el ensayo parece quedar reducido a una simple categoría de expresión subjetiva, de exaltación del perspectivismo, difícil de encuadrar en los discursos oficiales de y sobre la cultura. Se olvida lo que expresó una vez bellamente Octavio Paz en su libro sobre Marcel Duchamp: «La libertad no es un saber, es aquello que está después del saber». Los ensayos serían, así, solo un insumo crítico que debe ceder el paso a la «teoría grande», apenas prefigurando lo que hacen las disciplinas «duras». Recordemos que Georg Lukács, autor de una de las más importantes poéticas del género ensayístico, afirmó tal cosa, no para invalidar el ensayo como género de apreciación total de la realidad, sino para señalar su carácter vanguardista y avizor. En la crítica de arte, un ámbito a veces refractario a la irrupción de los fervores de la escritura literaria, son muchos los que piden el destierro de la idea de que escribir sobre las artes visuales y plásticas es propio de literatos, y abogan por la llegada y permanencia de especialistas a la escritura crítica, a la curaduría y al periodismo cultural. Por supuesto, sabemos que la más importante tradición de la crítica del arte moderno en Colombia ha sido configurada, ante todo, por magníficos prosistas y comunicadores que, de Luis Vidales y Casimiro Eiger a Marta Traba y Jorge Zalamea, se comprometieron con un comentario público de arte que, ante todo, buscaba formar al público y propiciar un encuentro con el espacio de la obra a través de un texto que compitiera en excelencia y conciencia formal con su objeto de estudio. Uno de estos críticos, Marta Traba, fue antes que nada una de las más brillantes ensayistas de la generación de la revista Mito, publicación responsable, en gran medida, de la modernización del pensamiento y la cultura colombianos, sin contar el impulso que dio a la misma profesionalización de las humanidades y a la escritura en la vida universitaria. No en vano, la misma Traba invocó varias veces a 11

Octavio Paz, quien escribió abundantemente sobre arte, como una de sus influencias y referentes fundamentales, dada su agudeza de penetración en las condiciones de la estética contemporánea y su innegable habilidad para hacer de la crítica una instancia productora de textos de alto valor estético. Recordemos que uno de los textos fundamentales sobre Marcel Duchamp, quizás el más decisivo artista del siglo XX, fue Apariencia desnuda, un libro donde aparecieron penetrantes reflexiones sobre el autor de El gran vidrio, citadas después por las más encumbradas autoridades especializadas. El poeta se aunaba con el crítico y el teórico para ofrecer una mirada abarcadora, donde el conocimiento libresco era solo un ingrediente de la síntesis ofrecida por el ensayo. El panorama de la crítica de arte en Colombia con posteridad a la generación de críticos modernistas ha mostrado que, aunque se ha ganado en suficiencia e idoneidad profesional, la escritura es esporádica y cada vez menos influyente en los medios masivos de comunicación impresos, que aún sostienen gran parte de la influencia dominante sobre la esfera pública. Los esfuerzos, sin duda valiosos, por configurar un establecimiento crítico que atienda a la inexistencia mediática del comentario sobre arte no han conseguido, a pesar de todo, los dos méritos más importantes de la crítica modernista: la capacidad de movilización del público y la destreza para aunar rigor crítico y persuasión. La consecuencia final, en términos sociales y comunicativos, es que gran parte de la crítica de arte que se hace en Colombia posee reducidos alcances por fuera de la esfera gremial*, desplegada sobre todo en los portales de Internet, donde se escribe lo más meritorio. * Si bien gran parte de las reactivaciones de la crítica se deben a los espacios concedidos por la visibilidad otorgada en la red, todavía en el caso colombiano se discute si tal plataforma garantiza el progreso cualitativo de la crítica y el fortalecimiento de sus planteamientos. La posibilidad de que todos tengan voz y de que puedan darse diálogos más o menos horizontales entre diferentes actores del campo ha permitido la conversión de la crítica en una poderosa herramienta de interrogación de las políticas culturales y, tal vez, en la consolidación de una opinión pública sobre las situaciones del arte en Bogotá. Sin embargo, se han dado varias críticas a este modelo, apoyadas en el carácter, casi siempre de queja gremial, que tienen los comentarios. Como expansión de

12

Pero si la crítica de arte en Colombia y Latinoamérica se muestra refractaria a la validación de las formas del ensayo literario como las más apropiadas para la consideración de la obra de arte, el problema es más visible cuando se habla del arte contemporáneo, una esfera de la producción cultural que parece entregada a los equívocos de una escritura crítica oscura, abrevada en las malas digestiones de la teoría posmoderna o en el deseo de propaganda institucional, y a la vez ávida de los alcances que puede otorgar la diseminación banal de los medios. Si la crítica (en palabras de Carolina Ponce de León) «no comunica», ello obedece a que se congela en el ámbito neutralizador de la academia o naufraga buscando lugar en la exposición mediática, convirtiéndose en periodismo cultural light. Como expresaba el ensayista cubano Antonio José Ponte, «en tiempos de escasez abundan el mercado negro y el nominalismo*». Las causas de esta distancia entre la crítica de tenor ensayísticoliterario y el arte colombiano contemporáneo no son, a pesar de todo, simples, ni es posible tampoco avizorar un remedio a tal enfermedad. No se trata solo de que la excesiva retórica de la tradición literaria nacional haya hecho descreer a los expertos en arte contemporáneo de la eficacia de estas aproximaciones. También escritores, ensayistas y periodistas se han distanciado del arte de nuestros días, convirtiéndose, en algunos casos, en claros referencias e ideas, parece ser una alternativa invaluable frente a la disfuncional industria editorial del país y frente a la mediocre información sobre actividades culturales que ofrece la prensa nacional. * En cierta medida, la crítica de arte ha sufrido en los últimos años una explosión de traslados gratuitos del discurso de la filosofía y la teoría cultural a la esfera del arte que han restado coherencia y alcances a su enunciación. El resultado, la mayoría de las veces, es una fractura en la que todavía es la actividad fundamental del crítico: establecer cómo se da la significación en la obra. Conceptos y nociones quedan adheridas como lastres a obras que, a duras penas, son descritas o presentadas como objetos referenciales ante el espectador. La espiral babélica acaba en un discurso inerte para el que las motivaciones internas no son las singularidades que despliegan las obras sino el mismo impulso de tener que decir algo sobre cualquier acontecimiento artístico. Si, por un lado, las críticas de la obra han casi que desaparecido a causa del apogeo de la crítica institucional, por el otro son cada vez más evidentes las renuncias a un texto crítico que genere tesis y problemas para tener en cuenta.

13

opositores a los decursos de las expresiones contemporáneas del país y adalides de una especie de política cultural neoconservadora, que pide a gritos la rehabilitación de los géneros artísticos tradicionales y que cuelga en el cuello del arte contemporáneo, de sus artistas, teóricos, críticos y curadores, el remoquete de la estafa. Recordemos cómo el cuento infantil del traje del emperador fue recurrido por la pecera literaria nacional para señalar cómo en el arte colombiano concurrían ignorancias que se hacían pasar por perplejidad. Por otro lado, una nueva generación de críticos de arte, entre los que quizás la figura más importante sea la de Lucas Ospina, parecen querer conciliar los dones otorgados por la escritura literaria y las exigencias de una comentario de arte consciente de los profundos cambios ocurridos en la teoría, la estética y la curaduría*. Sin embargo, como se ha señalado ya, gran parte de esta crítica de arte, que pone el énfasis en su forma de enunciación y que frecuenta complejos artificios literarios, adolece a veces de frivolidad y naufraga en el pastiche, la alegoría intrascendente y el aforismo más o menos repentista. Problema adicional lo constituye la nimiedad del tema o el acontecimiento * Otro de los debates que se han dado en los últimos años, en el ámbito de la crítica, es el del supuesto desplazamiento de la crítica por la curaduría, un proceso que indicaría la superación de la instancia crítica por la expositiva, que sustituiría el medio escrito por la plataforma múltiple del museo y la galería y que plantearía una nueva forma de entender la intermediación. Como han planteado varios críticos celosos de este nuevo estado de cosas, al que entienden como una especie de usurpación, la curaduría supondría el eclipse de la textualidad y el debilitamiento inevitable del discurso verbal y la consolidación del imperio del espectáculo. Por otro lado, hay quienes ven en la curaduría la posibilidad de articular discursos y formular tesis y planteamientos, valiéndose de una especie de discursividad múltiple, donde, además de los textos escritos, se puede conceptualizar con objetos, imágenes, entornos y espacios. La polémica está lejos de dirimirse, pero una mirada a las exposiciones de arte recientemente desarrolladas en Colombia demuestra que estamos aún lejos de que la curaduría alcance algún estatuto declarativo semejante al del texto crítico. Como en muchas situaciones del medio del arte en Colombia, parece que muchos actores del campo se hubieran «pasado» a la curaduría, sin que existiera conciencia especial sobre las demandas que supone un paradigma tan joven y exigente. La pregunta ¿se pueden hacer ensayos en una exposición? abre la posibilidad de que la textura del género inventado por Montaigne pueda transmigrar, con sus virtudes, a la arena de la presentación pública del arte.

14

tratado, que no sirve, por él mismo, para hacer una rehabilitación antiacadémica. Ahora bien, si pensamos en el tema de este libro observamos que la situación vivida es diferente. Lo fotográfico es un fenómeno que, como se sabe, es susceptible de variadas y enriquecedoras apreciaciones, por la literatura y por los discursos especializados. Allí donde las artes contemporáneas han visto el abandono de quienes tienen un don verbal pasable, la fotografía ve florecer a los más luminosos comentaristas. Incluso, podríamos decir que se escribe con relativa regularidad sobre la fotografía desde ambas perspectivas, la que podríamos llamar académica y la literariaperiodística. Desde la intersección cultural donde necesariamente está situada, la imagen fotográfica permite la especulación teórica más rigurosa y el excurso verbal más imaginativo. Si bien en sus inicios la fotografía recibió atención y valoración ambivalentes por parte del establecimiento literario (recordemos que Baudelaire la vio como el más degradado ejemplo de imitación servil de la naturaleza, luego de haberla valorado como un invento determinante), es cierto que también fue explorada como tema dentro de sus posibilidades poéticas y dramáticas por escritores que vieron en la mágica realidad de sus operaciones un acicate verbal y poético. Así, en El castillo de los Cárpatos, Verne expresó la relación que hay entre un mecanismo de conservación de la imagen, el deseo de atesorar a la mujer amada y la ancestral aspiración a detener el paso del tiempo. Este interés, caro a «La Eva futura» de Villiers y a la Gradiva de Jensen, recordarán los lectores de Bioy Casares, reaparece a mediados del siglo XX en una de las más espléndidas fábulas creadas por la imaginación latinoamericana, La invención de Morel, novela sobre lo fotográfico por antonomasia. Con los críticos y ensayistas literarios, Walter Benjamin, Roland Barthes y Susan Sontag, encontramos de igual manera una síntesis especial entre aguda reflexión y enunciación insuperable. Los ensayos de estos tres prosistas demuestran que, hasta cierto punto, la fotografía ha sido, entre las expresiones plásticas del siglo, la más sondeada por el instrumento poético. 15

Ahora bien, si el destino de la fotografía como práctica legítima del arte tuvo sus avatares en el siglo XIX*, la siguiente centuria vivió la pregunta por el derecho que la fotografía tiene a ser considerada, más allá de una expresión estética o comercial, un lenguaje de vanguardia†, con todo el derecho a explorar subversiones, aventurar deslindes y exponer cruciales cuestionamientos. Y es que, si bien desde el Surrealismo y el Dadaísmo las actividades fotográficas lograron un inusitado protagonismo como lenguaje privilegiado para el enjuiciamiento de los valores burgueses y la revelación poética del inconsciente y lo aleatorio, fotografía artística, fotografía documental, collage y fotomontaje estuvieron siempre en la retaguardia de las grandes experimentaciones y transgresiones del arte. Era pictorialidad exacerbada, kitsch o simplemente expresión comercial. Incluso, hubo alegatos que, al enfatizar la virtud de representar el mundo como nunca se había hecho, solo aseguraban la más elemental función documental. Como es sabido, la lucha del arte moderno contra la representación y el efecto de realidad e imitación en la plástica se extendió a un desprecio por las actividades fotográficas, vistas en muchos casos como procesos atrasados con respecto a la experimentación del arte abstracto, la instalación, las acciones, el happening y las formas de arte procesual,

* Es decir, como medio de legitimidad semejante a la de la pintura y la escultura. † Actualmente, la pregunta por la vanguardia tiene dos formas de abordarse. Una desde una perspectiva histórica, que busca señalar las singularidades de una serie de actividades de producción del arte que ya han sido institucionalizadas y que en cierto modo han perdido la capacidad para generar subjetividad. Y otra, que piensa que algunas aspiraciones generales de la vanguardia se mantienen intactas y que vale la pena proseguirlas, por más que las formas de concretar estas aspiraciones se hayan modificado radicalmente en un escenario de pluralismo. La pregunta que interesa, en el caso de este texto, no tiene que ver con una dialéctica entre innovación y conservación o entre revolución y reacción. La pregunta es si el arte tiene, como única opción, más allá de lo que propone el legado de la posmodernidad conservadora, citar la historia y renunciar a la posibilidad de generar singularidad. En cierto sentido, buena parte del pensamiento sobre el arte contemporáneo considera útil pensar que aún pueden operarse transformaciones radicales en el arte y la producción cultural, como una manera de hallar ese punto arquimédico donde pueden suceder, si no transformaciones estructurales, sí por lo menos ámbitos para la reflexión y la crítica.

16

donde la presentación * se incrementaba a medida que la representación decrecía. La imposibilidad para hablar del medio fotográfico como un medio moderno y rupturista ocurría también por la incapacidad de saber qué es lo fotográfico en sí y cuáles son los valores irreductibles de su medio. Adicionalmente, cabía la idea de que la fotografía tuviera usos burgueses que iban en contra del propósito de desmantelar el estatuto mercantil de la obra de arte. A todo esto, de todas formas, debe oponerse el uso experimental que los constructivistas rusos dieron a una expresión llamada a cooperar en la fundación de una nueva forma de concebir, construir y mirar la imagen. Y, precisamente, fue solo después del auge del arte conceptual, y con el apogeo cultural de la imagen en los medios masivos, como la fotografía logró un posicionamiento en tanto actividad privilegiada para cuestionar los límites del modernismo artístico, * La dimensión presentativa del arte, que constituye uno de los rasgos fundamentales de la operación artística en el siglo XX, genera nuevas posibilidades y problemas para la literatura artística. La pregunta por la traducibilidad de la obra en un contexto donde la representación había empezado a decrecer, como se sabe, estuvo en el centro de las preocupaciones de muchos críticos y teóricos del arte moderno. La abstracción fue, como dijo Bourdieu, la práctica artística que se resistió por excelencia a la anexión verbal de los contenidos de la obra. Si se decía con palabras, recordemos, ya los objetos descritos no hacían parte del arte, pues establecían, así, un contenido que pertenecía, por obra de la enunciación verbal, a la literatura. En cierto sentido, la especificidad de la pintura partía de la imposibilidad de expresar con palabras lo que proponían sus formas. Ello hizo que gran parte de la crítica sobre arte abstracto en Colombia tuviera como correlato un discurso crítico igualmente abstracto, donde la palabra parecía liberada de sus obligaciones de comunicar. Mala crítica encapsulada en mala poesía. Solo en los años cincuenta y sesenta, críticos como Marta Traba insistieron en un comentario de la abstracción que perfilaba una investigación sobre las formas, investigación que obviamente muy pronto se volvió ineficaz. La presencia de objetos reales, desde el collage, sin embargo, no ha tenido una respuesta crítica que se haga consciente de esta nueva obligación para el comentario. ¿Qué significa hablar de obras integradas por el material, casi que en bruto, de la realidad? ¿Cómo afecta el discurso de la crítica (todavía dependiente de los lineamientos de la ekfrasis clásica) una actividad artística donde se intenta igualar vida con arte? Del collage y el ready-made al ensamble y el happening, los retos para una palabra que siempre ha intentado ser suscitadora son tan importantes como poco analizados. La mudez de un objeto o una acción trasladados a la esfera del arte supone nuevas posibilidades para una actividad que, como la ensayística, se siente muy a gusto en situaciones de enrarecimiento y ambigüedad.

17

por lo menos tal como conocemos éste en su versión europea y norteamericana. La fotografía era medio de representación, pero a su vez motivaba una pregunta por los límites y posibilidades de esa representación. Estaba dentro de un esquema ideológico de producción de imágenes dado, pero también lo interrogaba exponiendo sus peligros. De igual manera, la fotografía cooperó en el giro etnográfico y cultural evidenciado en las actividades del arte de la década del noventa del siglo XX. Un desplazamiento descrito por Hal Foster en términos de una secuencia: de la investigación de los medios específicos de la actividad artística al lugar donde ocurría esa actividad, de ésta última a las bases corpóreas de la experiencia del arte y, finalmente, de tales bases al reconocimiento de la práctica artística como una red discursiva* y cultural. La fotografía conseguía así, entonces, un poder que iba más allá de sus capacidades para la representación (iconicidad) y de su autoridad como huella de la realidad (indicialidad), lo que le permitía reconocer particularidades culturales para la realización de obras vinculadas con la especificidad de un contexto. Las fotografías nutrían, a la vez, uno de los propósitos posmodernos por excelencia: descubrir relaciones de poder† en la mirada. * En el ya célebre «El artista como etnógrafo», Hal Foster explica que una de las transformaciones operadas en la práctica del arte, después del conceptualismo, tiene que ver con el paso de una concepción del arte como espacio donde se presentan objetos para la contemplación por parte de cuerpos que perciben hacia un conjunto de relaciones discursivas donde espectadores y obras están inmersos. En cierto sentido, puede leerse este enunciado como una especie de giro lingüístico admitido por el crítico norteamericano, mediante el que el lugar del fenómeno artístico no es más el ámbito de la galería, sino el contexto, ampliado, de lo cultural. En esta dirección, la exposición de arte sería el ámbito privilegiado para la confrontación de la diferencia. De cuerpos que perciben a identidades que confrontan, de espacios intervenidos a lugares con significación histórica e ideológica, la actividad del arte es entendida como una forma de discursividad específica. † Es sorprendente que gran parte de los estudios sobre la imagen, inspirados en la teoría posmoderna, aseguren la importancia que debe concederse a un estudio de lo visual que parta del reconocimiento de relaciones de poder. Sin embargo, esta aspiración, que en cierto sentido se ha concentrado en la consideración epistemológica, rara vez ha mejorado cualitativamente las estrategias de interpretación del arte contemporáneo. De igual manera, se detecta cómo la agudeza de interpretación de lo visual dada en el

18

De ahí que, también en el caso colombiano, donde el arte moderno fue superado en aras de una mayor vinculación del artista con problemas de orden cultural y antropológico (un giro del que dan testimonio tanto las obras de Beatriz González, Antonio Caro y Miguel Ángel Rojas de los años 70 y 80, como la crítica de Carolina Ponce de mediados de la década del 90 y la curaduría de la exposición Ante América del año 92, en la Sala de Exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango), lo fotográfico y los problemas de representación hubieran tenido una singular preeminencia. Es lo fotográfico, más que la fotografía en sí, el ámbito al que artistas como Miguel Ángel Rojas y Óscar Muñoz acudieron para superar el virtuosismo de un hiperrealismo en el dibujo del que empezaban a sentirse indefectiblemente prisioneros a finales de la década del ochenta. Fue la reflexión sobre la imagen la que animó el trabajo de artistas como José Alejandro Restrepo, quien, a través de su escrupuloso sondeo en la lógica de los medios y la historia de la devoción religiosa y profana a las imágenes, propuso desde la década de 1990 su revelador recorrido por las condiciones sociales y culturales de la mirada en Colombia. Fueron la imagen y la obligación de hacer acciones para un medio las que permitieron a Rosemberg Sandoval, en los años más recientes, garantizar para sus actividades, performances, objetos e instalaciones la inclusión de su trabajo en la producción de símbolos visuales de poderosa carga cultural. Y, por último, podríamos señalar que es lo fotográfico lo que aparece como el centro de la discusión desarrollada en los últimos años en torno a la validez del discurso del arte rara vez se traslada a otros contextos. A lo sumo, se explica que los artistas que incorporan reflexiones sobre el poder y la mirada en su obra han sido permeables a teorías y discursos que tratan del tema, pero pocas veces se ha abordado una crítica de la obra que confronte sus elaboraciones formales con este imperativo. Gran parte de los artistas contemporáneos colombianos que emplean lo fotográfico para señalar implicaciones políticas en la construcción de las representaciones sociales del acto de mirar ubican el mirar mismo en las coordenadas que proveen las particularidades culturales. De alguna manera, historian esa mirada y la hacen depender de singularidades sociales que hacen visibles en sus piezas a través de la citación o la incorporación de prácticas populares o de las industrias de los medios de comunicación.

19

documentalismo* y la representación del acontecer bélico nacional en las exposiciones de fotógrafos como Jesús Abad Colorado o artistas como Juan Manuel Echavarría. Una última razón, a la hora de solicitar validez provisional para este ensayo (o conjunto de ensayos) sobre lo fotográfico en el campo del arte contemporáneo en Colombia, es que, pese a ser ámbitos reconocidos y frecuentados por la crítica, la fotografía y el arte contemporáneo de tendencia política y crítica han sido temas poco vinculados. Muchos coinciden en señalar que la fotografía es preponderante como medio y en reconocer el vínculo que las prácticas más avanzadas tienen con la política, aunque no se han establecido relaciones significativas. La bibliografía existente, como podrá apreciarse en una pesquisa general en las fuentes relacionadas al final, es escasa a la hora de relacionar el papel que la imaginación, la técnica y los motivos simbólicos de lo fotográfico jugaron en la ampliación y superación de los paradigmas del arte moderno en Colombia y el acercamiento del artista a realidades políticas, sociales y culturales que habían quedado, hasta cierto punto, marginadas con el esteticismo y el trascendentalismo de la abstracción, la neofiguración pictórica y el experimentalismo medial del arte moderno. Si bien, por ejemplo, hay estudios que responsabilizan a la obra de Beatriz González del quiebre† con algunos de los postulados del arte moderno, no hay reflexiones que examinen el * Si bien se ha detectado en gran parte del arte de las últimas décadas una especie de impulso documentario, también es cierto que tales retornos a la realidad son importantes cuando problematizan la misma posibilidad de comunicar lo real. El propósito de dar un contexto de realidad a la operación artística, que reduce a la fotografía a un soporte documental para las actividades imaginarias de otros géneros, medios y lenguajes, es fácilmente discutible, dada su cooperación en el mantenimiento de los estereotipos sociales y las estructuras de representación de la realidad que se desea cuestionar. En cierto sentido, podría decirse que los artistas de los que se ocupa este texto buscan problematizar los supuestos ontológicos que enmarcan culturalmente la acción fotográfica y exponen las problemáticas que implica su aparente dependencia con los hechos. † Se ha discutido, en repetidas ocasiones, qué tan lícito es establecer momentos privilegiados de transformación de la producción cultural. En el caso de las obras de Beatriz González, sin embargo, es obvio que los discursos del arte moderno están puestos al servicio de una confrontación inédita con la indagación en los símbolos que denotan el ser nacional. La ubicación cultural advertida por Marta Traba y después confirmada

20

papel que la fotografía tuvo en este punto de inflexión. Que la cita de la Encajera de Vermeer, empleada por Beatriz González, se convirtiera, con Los suicidas del Sisga, en apropiación de una fotografía de crónica roja no es solo un testimonio de ubicación cultural, como lo intenté señalar en uno de mis textos sobre la crítica de arte en Colombia*. Es producto de una hibridación profunda de los aspectos simbólicos, técnicos y estéticos de la pintura y la fotografía. Lo fotográfico es, por lo menos desde esta obra, un dinamizador de los lenguajes del arte contemporáneo. Y es en sus trasuntos donde hay que situarse para formular la pregunta por la obra de artistas deudores de la fotografía, pero también hábiles trastocadores de sus estereotipos y peligros ideológicos: artistas que emplean el medio para interrogarlo o que se valen de él indirectamente para indagar en los problemas que supone la captación de lo real. Y es que, si bien lo fotográfico coopera con la ampliación de las operaciones artísticas modernas, su uso parece traer consigo un impulso de realidad y confrontación del valor cultural de sus representaciones que no se puede pasar por alto. Mis relaciones con la fotografía, en caso de que quepa señalar aquí un antecedente personal, han estado condicionadas, desde hace mucho tiempo, por una apreciación que podría llamarse «literaria». Hace algunos años, en un artículo donde analizaba las implicaciones del mito fotográfico en la novela de Bioy Casares para un dossier dedicado a la ciencia ficción en la Revista Universidad de Antioquia, revisé las maneras en que la captura de la imagen ha quedado registrada en la imaginación novelesca, intentando, tal vez infructuosamente, señalar una posible por Carolina Ponce estatuye nuevas posibilidades de lectura para un arte que puede no ser identificado como rupturista desde el punto de vista formal, pero que se abre a nuevas posibilidades de singularización de la práctica social y de comprensión específica de su significado. * Giraldo, Efrén, «La construcción del concepto de lo contemporáneo en la crítica de arte en Colombia, de Marta Traba a Esfera Pública», en Domínguez, Javier; Fernández, Carlos Arturo; Giraldo, Efrén; Tobón, Daniel Jerónimo (eds.), Moderno/Contemporáneo: un debate de horizontes, Medellín, La Carreta Editores, 2008, pp. 152-158.

21

interpretación mítica y poética para la obtención de la imagen en un relato fantástico latinoamericano de mediados del siglo XX. Adicionalmente, observaba cómo en el arte contemporáneo, otro de mis intereses permanentes, las más diversas actividades contaban incluso en Colombia con este medio para subvertir* algunas de las ideas dominantes en la cultura moderna, función artística que, en un contexto como el de las últimas décadas, no es desdeñable. Notaba, sin embargo, que junto a esa irrupción crítica y a esos usos deconstructivos del medio y el lenguaje fotográficos, se desarrollaba un proceso inverso, por no decir regresivo, en el terreno institucional y mediático: mientras las imágenes del reportero del periódico El Colombiano Jesús Abad Colorado lograban en el mundo del arte una de las más inusitadas visibilidades que se le hayan concedido a fotógrafo colombiano alguno, toda una pléyade de estetizadores de la miseria convertía en mercado persa y en despensa gráfica el horror visual y las vergüenzas sociales de la nación. En el mundo de las instituciones artísticas, la respuesta era menos ingenua, pero tenía también sus áreas grises. En uno de sus textos de Columna de arena, el importante curador José Ignacio Roca confesaba sin empacho que había incluido las fotografías de Jesús Abad Colorado en una exposición para ofrecer a las obras artísticas expuestas algo de «contexto real». Asimismo, la exposición Destierro y reparación, en el año 2008, organizada por el Museo de Antioquia con el apoyo del Estado y la empresa privada, concedía a la fotografía un inusitado y problemático poder de representación y de apelación a la compasión, encubierta de solidaridad, del espectador. Por supuesto, las fotografías de Jesús Abad Colorado, cuya obra analizo en este libro desde un enfoque que busca la * La etimología del término «subvertir» puede ayudar a superar equívocos. Al signar las actividades fotográficas del arte contemporáneo como una práctica discursiva que cuestiona la autoría y la capacidad de veracidad de la comunicación, la crítica logra desligarse del lugar común de convertir cualquier elaboración de la producción artística en técnica o gesto retórico. Al ponerse en una posición negativa contra el sistema de expresión del arte y mantenerse en una posición crepuscular implica que muchos de sus procedimientos dejen de ser precisamente eso, un procedimiento que amplía la gramática del arte y deben entenderse de otra manera.

22

diferencia, aparecían también como el «eje curatorial*» de referencia invocado por la institución. Las fotografías de Abad eran obligadas a servir de «trasfondo antropológico» para la presentación de obras relacionales de escaso valor, y más bien configuradas en una dirección falsamente social, sin duda imputable al oportunismo de algunos artistas. Alguien, incluso, había publicado en Medellín en el año 2007, también con apoyo institucional, un libro que recreaba, con odioso glamur, los primores estéticos de la miseria, un reprochable propósito en el que la fotografía parecía dispuesta a cooperar dócilmente. Resultaba odioso, desde luego, que la estética se usara, con el pretexto de la fotografía, para afirmar un status quo socialmente intolerable. Como se sabe, el discurso de la estetización porta el más oneroso de los fascismos. La voz de Adorno, cuestionando a aquellos críticos culturales que jamás se dignaban a pasar su crítica por la necesidad obvia de la transformación material, parecía asaltarme indicándome que, antes tales peligros, ya habían aparecido voces disonantes en el contexto bélico de Europa y Estados Unidos. De manera que la fotografía aparecía como el instrumento más cómodo utilizado por críticos, teóricos, periodistas, curadores y funcionarios culturales para * Los que, por curiosidad o interés profesional, se ocupan de leer las justificaciones que se escriben a propósito de curadurías y proyectos de exhibición se encuentran a menudo con una expresión que, de tan oída, ha pasado a ser casi un lugar común. Como muchos de los clichés con que se alude a la actividad expositiva, la expresión tiene algo de santo y seña, contraseña para entrar en un saber sistemático y exhaustivo, fraseologismo que alguna vez significó algo y que el desgaste de los años ha convertido en retórica. Técnicamente, el «eje curatorial» (la expresión pseudo-industrial no deja de ser cómica, toda vez que articula una metáfora que alude a la exposición de obras como un mecanismo que gira interminablemente sobre una especie de barra) describe la noción que articula las obras, los objetos y las actividades presentadas en una exposición. Abusivamente, el término sufre desplazamientos. Los ejes están por todas partes. Por ejemplo, apoyados en las connotaciones de seriedad, tecnicismo y sistematicidad que intentan reclamar algunos curadores, a algunos artistas más importantes o más abundantemente representados en una muestra se les llama «artistas eje». En el caso de la fotografía, que un fotógrafo sea elegido como «eje» no solo suscribe un acercamiento a la representación documental de la realidad que, se supone, amarrará el arte a la realidad más inmediata. También, muestra el uso apenas ritual de una nominación que intenta presentar como exhaustivo, sistemático y preformado un ejercicio que, como el de la crítica, tiene mucho de tanteo y ensayo.

23

apoltronar una excursión políticamente correcta en la «situación del país», pues permitía una interrogación crítica y una inmersión ideológica que el arte moderno, tan esteticista y abstraccionista, parecía incapaz de realizar. De hecho, la famosa Violencia de Alejandro Obregón de los años sesenta aparecía como el testimonio de un triunfo ocasional del arte pictórico autorreferencial ante la obligación contraída con las circunstancias. De alguna manera, para seguir a Walter Benjamin y a Hal Foster, estas actividades, indignantes para mí, solo tenían resonancia como propaganda institucional y como confirmación de la supuesta autoridad moral de los trabajadores de la cultura, que de una vez por todas se resistían a permanecer en la torre de marfil y fatigaban las calles con proyectos sociales, ideas de intervención en comunidades, etnografías y falsos documentales bajo el brazo, corriendo en tropel detrás del curador o el funcionario de cultura. Se sabe que las transformaciones en el arte no solo obedecen a fuerzas internas (cambios estéticos, polémicas estilísticas, procesos técnicos, etc.). También ocurren por factores extra-artísticos. Es muy probable que la presencia de la fotografía en muchos artistas que experimentan con ella y la combinan con otros lenguajes obedezca a la presión del contexto, que demanda más realidad y más alusión social, aunque, por supuesto, a veces conviene a la crítica asumir una situación semejante como una determinación individual. En el mundo académico de los últimos años, un ámbito que casi siempre apela tangencialmente al referente del arte, pues le da una validación sin arriesgar mucho de su autoridad e imparcialidad, de su objetividad científica y rigor intelectual, la respuesta a la fotografía era una mezcla de Estudios Visuales no muy bien digeridos, discursos de origen posmoderno acerca de la imagen y una historia del arte canónica cada vez más impotente para lidiar con el difuso estatuto artístico de la imagen fotográfica. También, por supuesto, estaban los estudios inocuos estimulados por las facultades de comunicación, deseosas de entender cómo la imagen fotográfica puede servir como llave para acceder a la caja fuerte de los símbolos. 24

La crítica más reciente realizada en Colombia, cuya vertiente más valiosa es la que aúna ironía, conocimiento interdisciplinario y cuestionamiento institucional y cuya menos promisoria línea es la que se extravía en arcanos laberintos verbales o eleva el chisme de gremio a la condición de acontecimiento ejemplarizante, tampoco parecía responder de manera eficiente a esta ominosa presencia del discurso fotográfico. Adicionalmente, por supuesto, críticos, académicos o periodistas no parecían tener interés en ocuparse de la cuestión más palpitante en toda esta situación: los usos sociales y culturales de la imagen, la onerosa condición arrastrada por la fotografía de poseer un poder confirmador y otorgador* de verdad. Más allá de este panorama un poco adverso en la intermediación, siempre deficiente en los últimos años, aparecían artistas que empleaban aún lo fotográfico como una posibilidad fértil y generosa, sin concesiones ni reivindicaciones fáciles al «compromiso del artista» y a una dudosa militancia del lado de los vencidos. Fotógrafos algunos de ellos, artistas del cuerpo otros, del activismo los demás, coincidían en una conciencia de la necesidad de superar las obviedades del medio. Por otro lado, algunas ideas en el ambiente parecían animar la posibilidad de un debate más consistente. La traducción en Buenos Aires, en el año 2007, de un libro del historiador del arte alemán Hans Belting, Antropología de la imagen, acontecimiento sumado a la difusión de teóricos y críticos del contexto norteamericano como Rosalind Krauss, Hal Foster, Douglas Crimp, Benjamin Buchloh, Craig Owens y Barbara Kruger, permitía la consolidación de un soporte teórico para la revisión * Propongo, para el tema de este libro, considerar el uso que se da a la fotografía como una estrategia orientada a proveer estatuto de verdad a diferentes prácticas artísticas por parte de curadores y galeristas, los cuales, como dijo José Roca en el comentario antes citado, necesitan dar contexto de realidad a lo que hacen los artistas. Una manera distinta de entender el fenómeno ocurre cuando examinamos la inclusión de procedimientos fotográficos dentro de la misma práctica artística. En este último caso, la obra de arte no emplea de ninguna manera el procedimiento fotográfico para dar presencia a lo real. La mayoría de las veces, la intención es criticar esta misma posibilidad de proveer contexto a la actividad artística y confrontar la posibilidad de la representación y la alusión cultural. El cuestionamiento puede ir desde la interrogación radical a los límites del medio hasta el desvelamiento de estereotipos sociales caducos.

25

del impulso fotográfico en el arte contemporáneo colombiano. Precisamente, es el título de uno de los libros clásicos sobre la fotografía el que se cita en el nombre de este trabajo, más como noción general que como rasgo estilístico o metáfora comodín. Se trata de Lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos, de Rosalind Krauss. A esto, por supuesto, hay que añadir las ya abundantes publicaciones de la editorial española Gustavo Gili, cuyas traducciones han permitido en la última década conocer de primera mano a los más importantes pensadores de lo fotográfico, los cuales, como se sabe, provienen de dentro y de fuera del mundo del arte. Además de los anteriores nombres, la resonancia de autores clásicos, todos ellos grandes ensayistas, como los ya mencionados Benjamin, Sontag y Barthes, y tal vez el mismo John Berger, puede advertirse también en un trabajo, que, como se dijo antes, es más una colección de ensayos literarios vinculados con la crítica y la historia del arte que un texto orgánico* y sistemático. El carácter literario de un escrito como éste (que, visto el panorama actual del arte contemporáneo en Colombia, es más una confesión desventajosa que un intento de atribuirse alguna dignidad) busca afiliarse a valores siempre celebrados en la historia del ensayo. El carácter conversacional, el uso liberal de la digresión, el tratamiento personal de las citas de autoridad y el uso de la primera persona son, más que comodidades y licencias, exigencias que el ensayista se impone a sí mismo por un deseo de establecer comunicación directa con el lector. Comunicación humanística más que * La tradición del ensayo prescribe la necesidad de considerar lo efímero o poco atendido desde una posición que está en contra de toda exhaustividad y sistematicidad. Proclama, además, el hecho de que la digresión, el tratamiento impreciso de las referencias y la renuncia a cualquier posibilidad de totalización o clasificación de la experiencia o cosa descrita son recursos y elecciones en lugar de insuficiencias. Escribe ensayísticamente quien ensaya, quien da rodeos y no toma ninguna circunstancia como entrada privilegiada para considerar una situación. La idea de Ortega y Gasset de que, en un perfil, un viso o una faceta, se puede hallar el elemento privilegiado que da lugar a la consideración de una persona, una obra o una época se sigue aquí al pie de la letra. La iluminación no proviene de la planeación del enfoque de la luz, sino de la reverberación, siempre inesperada, sobre la superficie de las cosas.

26

comunicación depositaria, según la antinomia dibujada por José Luis Gómez Martínez. Es por eso que, aquí, las referencias librescas son reducidas y los imprescindibles conceptos especializados, largamente madurados por la teoría, aparecen solo cuando es estrictamente necesario, para aclarar o extender una reflexión hacia otros contextos. Si hay un método de aproximación e interpretación al arte en este libro, está dado por la discusión de los datos ontológicos de las obras y por su interrelación con los problemas simbólicos de la fotografía y los decursos del arte contemporáneo. Se parte de la superficie de las imágenes y se intenta luego un desplazamiento en dos direcciones: una en profundidad hacia el centro de la obra y otra hacia la vecindad con imágenes afines. Ahora bien, si el desplazamiento hacia lo fotográfico en algunas actividades artísticas es una de las nociones de partida, las reflexiones sobre el espacio, el medio, el cuerpo y la imagen mental y física en las alusiones culturales e históricas del arte contemporáneo colombiano serán las categorías que regulen el posible exceso verbal que provocan los innegables atributos visuales superficiales de las obras. Aun en el arte contemporáneo, se puede padecer del Síndrome de Stendhal* y trasmitir al lector el mareo insoportable que se ha apoderado de nosotros. * Como se recordará, el Síndrome de Sthendal es una de las muchas enfermedades asociadas al arte, una pieza privilegiada entre las patologías estéticas que pueblan la novela del gusto y la apreciación. Palidecer y tener escalofríos ante una obra de arte («especialmente del Renacimiento», como prescribe la farmacopea) puede ser todavía uno de los indicadores del poder comunicativo de la crítica. También, es una muestra de la dependencia que el discurso sobre el arte tiene con el imperativo de hacer visible la obra mediante las palabras al que no puede contemplarla. Supone, además, la confirmación de que, en cierto sentido, cualquier consideración sobre el arte se vincula con una especial atención a las afecciones. Valdría la pena preguntarse si palidecer de emoción ante las obras de arte es un síndrome erradicado de la intermediación artística y si las obras del arte contemporáneo pueden afectar de la misma manera que lo hacían los cuadros de los maestros clásicos. Queda abierta la opción de hacer un catálogo de enfermedades relacionadas con géneros, temas, épocas y autores de nuestro tiempo. ¿Se puede tener alguna afección hacia el arte conceptual? ¿Qué respuestas provoca la obra de Duchamp? ¿Podría haber excesos de belleza en la pintura abstracta que hagan también imposible verbalizar lo que se experimenta ante sus piezas? Si el ordenamiento emocional de la información es una de las características del ensayo, ¿se puede tener una enfermedad de respuestas ante el arte a la que llamemos ensayismo?

27

El ensayo parte, entonces, de la hipótesis de un desplazamiento conceptual y medial fotográfico, y comenta algunas obras de seis artistas colombianos. No se trata, de ninguna manera, de confirmar una teoría con las obras. Las imágenes del arte no son un pretexto para hilvanar un discurso autorreferente, sino el motivo para realizar un paseo por la fronda de símbolos y evocaciones que proponen las obras y que el ensayo literario intenta traducir con el instrumento contrastivo de la escritura. De ahí que las aproximaciones a Óscar Muñoz, Juan Manuel Echavarría, Miguel Ángel Rojas, José Alejandro Restrepo, Rosemberg Sandoval y Jesús Abad Colorado busquen la superficie de las imágenes y la manera en que la procedencia fotográfica de las mismas problematiza su sentido y expone precariamente* su modo de denotar lo real. No es éste, sin embargo, un esquema de aproximación a fotografías, sino una pregunta por la manera en que lo fotográfico juega con elementos de la instalación, con elementos digitales, espaciales, corporales o ambientales de los que extrae su potencia y su colocación cultural. También, vale la pena señalar que, aunque se pretende abordar cada artista de manera separada, busco establecer un hilo conductor entre sus prácticas y actividades, más allá de que, en ellos, el arte se presente en formatos, lenguajes y poéticas diferentes, * Asocio la precariedad en el uso de un medio con un poderoso instrumento de significación. A ello, se refieren también algunas de las teorías que han vinculado esta manera de emplear de modo deliberadamente insuficiente los lenguajes artísticos o al hecho de limitar las posibilidades de los signos. La figuración pictórica ofrece un buen campo para entender este problema, toda vez que una manera insuficiente o distorsionada de representar puede enfatizar las posibilidades de reconocer una visión personal y puede, a la vez, encarnar un símbolo de trascendencia histórica o aludir de cierta manera a una tradición iconográfica. En cierto sentido, los abstraccionismos son vocaciones de renuncia a las posibilidades icónicas del signo plástico. En la teoría del arte contemporáneo, como se sabe, fue Craig Owens quien asoció la ruina (expresada muchas veces como insuficiencia del medio o actividad artística destruida o a medio terminar) con la condición del arte posmoderno. La ruina, entendida más como insuficiencia del procedimiento o acción del tiempo sobre la configuración artística que como un motivo temático, es evidente en muchos artistas que se refieren a lo fotográfico. La imperfección del acto de fijación de la realidad, la crisis del índice y las problemáticas de la representación, cuando no las lumpenizaciones y marginaciones deliberadas, funcionan de manera general más o menos parecida en buena parte de las obras aquí comentadas.

28

que se nutren mayoritariamente de la imaginación fotográfica y de sus condicionamientos pragmáticos. Mi propuesta, entonces, busca mostrar cómo en la exacerbación y la abyección que provocan las controversiales acciones de Rosemberg Sandoval hay el mismo motivo de relación fotográfica con lo real y lo cultural que aparece en las obras de leve acento poético y espiritual de Óscar Muñoz. Trato de mostrar el modo en que, en un proyecto documentalista como el de Jesús Abad Colorado, late una pregunta por el poder simbólico de las imágenes, tanto como lo sugieren los vídeos y las videoinstalaciones deconstructivas de la historia visual hechos por José Alejandro Restrepo o las etnografías visuales de Juan Manuel Echavarría. Y, más allá de todo límite historiográfico, exploro cómo a los espacios fotográficos, la luz y la intervención de artista y espectadores en los proyectos de algunos artistas de la década del ochenta subyace la misma pregunta de Miguel Ángel Rojas, cuando, buceando en el álbum de la infancia, encuentra ese suelo perdido que intenta reproducir con pasmosa exactitud en el espacio de la galería, mediante tierras y polvos que, en última instancia, hablan de nuestra finitud, de la impotencia de la imagen ante nuestro intento de adueñarnos del recuerdo. Ahora bien, esta hermandad entre artistas disímiles (que podríamos llamar imaginativa y fotográfica) no obliga al ensayo a renunciar a las particularidades de los productores de imágenes, acciones y conceptos artísticos. Así, en el fondo, lo que hay es un interés por hallar el lugar especial en que cada artista emplea la imagen fotográfica y sus procesos de consecución, circulación y discusión, para establecer su relación con la memoria, el espacio y la ficción. Precisamente, a la definición de esta individualidad es a lo que dedico el estudio histórico teórico que encabeza los capítulos del libro y que lleva por título «El arte contemporáneo colombiano, una versión fotográfica». Allí busco trazar unas coordenadas que permitan suscribir la pesquisa ensayística (digresiva y personal por naturaleza) a los marcos históricos y críticos que exige la comprensión del arte contemporáneo. Una genealogía que, pese 29

a sus acentos en la imagen y la contrastación con la cultura mediática, reconoce también el papel de las investigaciones en medios y materiales propia de la alta modernidad. Parafraseando a Walter Benjamin, podríamos sostener que los artistas contemporáneos colombianos se acercan a la fotografía para trastocar sus presupuestos y enrarecer sus virtudes utilitarias. Incluso, teniendo presentes las ideas de Hans Belting sobre las relaciones entre cuerpo, medio, espacio e imagen en el arte contemporáneo, podríamos señalar que, de la mano de la fotografía, estas extensiones y cooperaciones se han vuelto a la vez problemáticas y fecundas. Insisto en que la redacción de este ensayo crítico interpretativo suscribe la creencia en el comentario sobre arte como participante del discurso icónico-verbal. En cierta medida, el ensayo sobre arte e imagen se aventura como un texto «centauro*», esto es, un escrito compuesto por palabras que recurren a un grupo de índices visuales para su apoyo y comprensión. Una criatura híbrida de la que difícilmente podría decirse que la cabeza es el texto y la imagen el cuerpo. Sin duda, en lo fotográfico y en el arte contemporáneo, palabra e imagen comparten la doble condición de vehículo de la sensación y foco de la conceptualización, en el más estricto sentido de la palabra. Ya desde los años sesenta, John Berger† enseñó cómo * La imagen del centauro, para describir el ensayo, la usó Alfonso Reyes. La expresión «centauro de los géneros» ha magnetizado en buena medida la reflexión sobre un género que da lugar a lo que se conoce como libros «monstruosos», engendros textuales que no poseen un estatuto definido. El carácter centauro, en el caso de un texto sobre arte, se refiere también a que participa de las obligaciones argumentativas y expositivas del ensayo y a las necesidades de ilustración a que obligan las reproducciones de arte. Esta intersección tiene más implicaciones aun, si se piensa en una opción crítica que desea acercamientos detallados a las obras y comentarios que exploren particularidades de las piezas. No se equivocó quien dijo que uno de los problemas centrales de la disciplina de la historia del arte son las reproducciones fotográficas de las obras. Una opción adicional por el signo del centauro se convoca en un libro que entrega a sus notas marginales un decurso tanto o más relevante que el de su cuerpo textual principal. † En Modos de ver, su libro clásico de la década del sesenta, John Berger mostró e ilustró admirablemente cómo una serie de imágenes articuladas en una exposición pueden tener un estatuto declarativo y, aun, interpretativo. Una manera de tratar imágenes de la publicidad, del arte y de la cultura popular que se caracterizan por articular relaciones,

30

se puede articular un texto de crítica ideológica de la imagen solo con imágenes, de manera similar al modo en que los artistas apropiacionistas y simulacionistas toman las imágenes como readymades y, si se quiere, las usan de la manera en que Walter Benjamin concibió un libro compuesto solo de citas. Debo agradecer a la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín, que me otorgó una de sus Becas de Creación artística y Cultural para realizar este proyecto. También, soy deudor de mi colega, el fotógrafo y profesor Gabriel Mario Vélez, quien tuvo a su cargo la tutoría del proyecto. Sus conocimientos sobre arte contemporáneo, su erudición en la teoría fotográfica y su creencia en un lugar de interrogación crítica y no complaciente para el arte fueron fundamentales para la realización del proyecto. Por supuesto, además de haber creído en esta propuesta y haber hecho juiciosos comentarios y sugerencias, alimentó mis referencias artísticas y bibliográficas con generosas recomendaciones y apreciaciones. También, deseo agradecer a Carlos Mario Vanegas, joven egresado del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia cuyo apoyo en tareas investigativas, editoriales y de corrección fue fundamental para componer el texto. Sin la colaboración de ellos, este libro no hubiera podido tener existencia, pues, en desacuerdo con lo que expresara una vez el poeta dadaísta Tristan Tzara, el pensamiento no «nace en la boca». Medellín, agosto de 2010 influencias y continuidades. Si bien en su texto muchas de estas imágenes son tratadas como ready-mades visuales, es obvio que las imágenes, en el discurso de la historia del arte y la teoría, adquieren dimensión conceptual en tanto están articuladas con otras imágenes. En este caso, si bien no se aspira a la autosuficiencia icónica de las imágenes propuesta por Berger, sí es necesario entender que el texto verbal, en cierto sentido, aspira a estar en igualdad con el texto visual, un flujo en el que lo captado por el ojo establece una relación de complementariedad con lo dicho. Ahora bien, la relación que se establece entre las imágenes y las piezas ensayísticas no está concebida en términos explicativos, de glosa o de traducción. Respecto de las imágenes, las palabras buscan suscitar problemas y penetrar en paradojas luego de haber resbalado por la superficie y haberse sometido a los fenómenos que convoca su observación.

31

32

El arte contemporáneo en Colombia, una versión fotográfica

Se ha afirmado en varias ocasiones que uno de los rasgos esenciales del arte contemporáneo, en oposición al restrictivo paradigma modernista, es la aparición del pluralismo y la coincidencia de múltiples maneras de hacer, comprender y valorar la actividad artística. A la supresión de la representación, desterrada por la abstracción y las estéticas inmanentistas de la imagen, se le opondría su retorno, revestida ahora del valor cultural y crítico permitido por múltiples operaciones de reinscripción. A las estéticas de la producción, centradas en la noción de estilo y personalidad artística, se contraponen las ideologías de la recepción, el consumo y la intermediación críticas. Contra la idea de unas actividades artísticas orientadas a la profundización de los lenguajes artísticos, portadoras en sus despensas de la buscada originalidad, surgen unos caminos artísticos en permanente hibridación, que facilitan al artista un desplazamiento por diferentes técnicas y dinámicas productivas. Por supuesto, en este contexto hay que cuestionar los mitos de la creación* y la creatividad, poco elocuentes y más bien nociones reaccionarias. La adscripción al paradigma de la producción† participa de la desmitificación del arte y, como Benjamin enseñó, nivela la actividad de la alta cultura con el campo amplio de la producción simbólica y cultural. * Resuenan ecos religiosos y aristocráticos en un término que parece resumir la concepción más reaccionaria de la actividad artística. El sustrato demiúrgico de esta denominación está en proporción solo a la de un espectador que es casi concebido como adorador y a un artista que, aunque no se crea Dios, sí aspira a una condición sacerdotal para la que ha sido ungido por un designio casi celestial. † El llamado de Benjamin a los artistas para alinearse con otros productores resuena en la presencia de la fotografía en el arte contemporáneo, que adscribe las vecindades entre el arte y otras formas, a veces consideradas menores, de la producción simbólica.

33

Como ya se dijo, estos ensayos buscan situar las relaciones entre el arte colombiano y la fotografía en el contexto de la contemporaneidad, mediante la revisión crítica de los procedimientos y las múltiples posibilidades que facilita un contexto donde la interpretación alegórica de acciones y técnicas de generación de imágenes ha vuelto a ser posible. Negados ya a la idea de que la obra de arte es un artefacto solo con posibilidades autorreferentes, que agota su significado en la inmanencia de sus aspectos perceptivos, nos acercamos a un conjunto de comportamientos artísticos que han visto en la fotografía amplias posibilidades de investigación y significación. Si bien puede decirse que en el arte colombiano la fotografía cumplió algún tipo de papel dentro de los procesos de lo moderno, solo hasta la superación de tal paradigma se hizo evidente una cooperación más estrecha entre técnicas pictóricas o escultóricas y la imaginación fotográfica. Por imaginación fotográfica entiendo el modo como se vinculan las posibilidades simbólicas, ideológicas, técnicas y estéticas de la fotografía entre sí y se realizan en la mente de un productor y un consumidor o en un portador físico de la imagen. Que estas instancias de soporte y recepción se vean afectadas por los aspectos indiciales, icónicos o pragmáticos de la fotografía es lo que se intentará hacer aquí. Tales nociones, como se verá, quedan también explicadas cuando se consideran casos particulares donde los artistas recurren a la fotografía desde diversas tácticas, operaciones y estrategias. Un buen punto de inicio lo ofrece la obra de Beatriz González, no solo por su reconocido papel en el inicio del rebasamiento del discurso del arte moderno en Colombia, verdad casi que unánimemente aceptada en la crítica y la historia del arte recientemente escrita en el país, sino también por lo avanzada que fue su manera de relacionarse con los procedimientos fotográficos e introducir un referente inédito para la imagen en la pintura. Dos obras de mediados de los años sesenta demuestran esta presencia. En Los suicidas del Sisga, vemos que la imagen, cuya fuente es un informe visual de crónica roja, ha sido generada 34

pictóricamente a través de la incorporación de valores fotográficos. Aunque es evidente que la artista parece interesada en los valores inmanentes de la imagen, lo que demuestra su interés en aspectos composicionales, cromáticos y constructivos, son necesarios los apoyos culturales e históricos para comprender los alcances semánticos de la obra. Si las obras pictóricas del modernismo aspiraban a cierta intemporalidad, a cierta autosuficiencia histórica y a una especie de universalismo comunicativo (el de las formas, el de la autorreferencialidad del arte), en Beatriz González el contexto* y la participación de la pintura y la instalación en las tradiciones iconográficas son aspectos fundamentales. Su fuente es la cultura popular de masas que circula impunemente por el territorio visual y coloniza todos los territorios culturales, nivelando e irrespetando toda jerarquía. A la idea de que el sistema del arte occidental estalla en mil pesados por obra de la relativización cultural, se suma la evidencia de que el arte se vale de otras referencias visuales para hacerlas colisionar con el sistema estético hegemónico. Del Botero que hizo comentarios pictóricos a la obra de Mantegna, siguiendo el ejemplo de Picasso y Las Meninas, hay un paso decisivo: el de las fuentes plurales, culturalmente niveladoras, de los símbolos del arte.

* Es de sobra conocido el proceso mediante el cual, desde finales de los años cincuenta hasta la década del setenta, el arte moderno involucró la generación de espacios o la modificación de espacios existentes como estrategia formal. Menos discutido es el proceso mediante el cual la realización de obras para una especificidad de lugar se convirtió en producción para un contexto cultural definido, proceso que permitió arribar a una concepción del arte como red discursiva. Para el caso del arte colombiano, la traducción de particularidades de la producción popular al lenguaje del arte se convirtió en un sello distintivo contra el que también muchos se han rebelado. En algún texto, el artista y crítico uruguayo Luis Camnitzer expresa cómo, en cierta medida, comportamientos artísticos que importan procedimientos de la cultura popular al arte en Latinoamérica producen una duda: si en realidad obran genuinamente con el material simbólico ofrecido por la tradición popular o si son meras respuestas a un mundo del mercado que los hace adaptarse a una noción preconcebida de latinoamericanidad povera. Como en el caso del uso de procedimientos fotográficos, es evidente que las manifestaciones artísticas que salen mejor libradas de esta sospecha son las que interrogan los mismos estereotipos y lugares comunes sobre la representación de lo subalterno.

35

Imagen 1. Beatriz González, Los suicidas del Sisga, 1965.

Imagen 2. Beatriz González, Apuntes para la historia extensa II, 1967.

36

La segunda imagen, esta vez del año 1967, sirve para señalar nuevos papeles de la fotografía cuando se trata de volver cultural, y no solo estética, la operación artística, es decir, cuando un factor de relevancia histórica y antropológica hace su irrupción, imponiendo un sello indeleble a la imagen y llevándola más allá de su autosuficiencia formal. En primer lugar, la fotografía media en la confiscación* de la imagen del arte académico y vuelve a dar datos para una nueva conversión: la del arte crítico. Dos reinscripciones, entonces, parecen esta vez servir de soporte a varias declaraciones conectadas con el título irónico de la obra (Apuntes para la historia extensa) y con el motivo visual invocado, el del prócer de la Independencia, reducido a monigote y contramonumento. Descubrimos, así, un paralelo entre el desgaste producido por la apropiación «de ida y vuelta» de la imagen y la referencia explícita al fracaso de todo proyecto monumentalista o consagratorio. En este sentido, dos comentarios críticos sirven para apoyar estos rasgos, unificados en la imagen de Beatriz González: uno, de Marta Traba, quien una vez escribió que es imposible para un artista moderno rendir homenajes; el otro, de Luis Camnitzer, quien hablando de Andy Warhol señaló que, salvo Duchamp, el de Pittsburgh era el único artista del siglo XX que había transitado de ida y vuelta el camino que va de la cultura de masas al arte. En palabras de Camnitzer, Warhol convirtió la torre de marfil en una torre de plástico y, luego, transformó esa torre de plástico en una nueva torre de marfil. Aunque el propósito de Beatriz González no es ni mucho menos desglamurizar para volver a glamurizar, como * La idea de que un artista puede interponerse en el flujo de imágenes y tomar sin permiso una de ellas para descontextualizarla y usarla para nuevos fines es una idea corriente en la discusión sobre el arte contemporáneo. La apropiación, el detournement, la cita y la reinscripción de representaciones dadas son designaciones para una actitud de retención indebida de lo que el sistema visual ofrece para el consumo y que el arte aprovecha casi siempre para sus fines críticos. La confiscación alude a una especie de derecho propio del artista a rescatar del ámbito de la funcionalización a las imágenes que tuvieron en la inteligencia artística su más seguro origen y cuyos procedimientos han quedado puestos al servicio de otros intereses. La retención rara vez pide rescate y solo aguarda a las transacciones que le permite la conciencia del espectador.

37

lo sugiere el uruguayo, y tampoco podemos asociar su proyecto artístico con una posición nihilista o suprahistórica hacia la realidad inmediata, como la descrita por la argentina, es obvio que las obras de los años sesenta donde Beatriz González iguala realidad del arte con realidad cotidiana funcionan con el estímulo que introduce la fotografía entre los sistemas de producción visual. Otro papel, ya en los años setenta, parece corresponderle a la fotografía cuando interactúa en Colombia con las diferentes modalidades y prácticas del arte contemporáneo. Ello lo vemos, sobre todo, en la clara presencia de lo fotográfico y sus determinaciones en las primeras formas de lo procesual. Como se sabe, el arte de procesos involucra la temporalidad de una manera antes inexistente en las artes plásticas o visuales (caracterizadas, durante mucho tiempo, por ser artes del espacio y no del tiempo, según la división de Lessing) y también señala la preeminencia de los procesos, acciones e ideas sobre el resultado*. De ahí que la fotografía, arte «fenoménico» por excelencia, vinculado con la experiencia dinámica e inestable de la captación de la realidad y la producción de índices testimoniales†, sirva en más de una manera a la expansión temporal, espacial y material del arte, muy característica de la década del sesenta, aun en nuestro país. * Muchas de las prácticas definidas por su carácter procesual no solo aplazan la valoración del resultado y se oponen a que el arte tenga que ver con objetos que poseen cierto tipo de atributos. Implican también una extensión de las actividades de formalización de los objetos o de los espacios a los aspectos temporales, performativos, del despliegue de la obra, como por ejemplo su propia recepción social. Obras como las de Juan Camilo Uribe funcionan, además, en el ámbito de la contradicción y la paradoja. La obra es obra en tanto estatuye la propia imposibilidad de su consumación. Más allá de que la exageración del kitsch y lo anti-pragmático produzcan el chiste, estas obras reclaman para sí la única dimensión posible: la de la especulación y la imaginación. La anulación de una eventual consumación en objeto abre al espectador, sin embargo, a la opción de constatar cómo el artista puede también modelar la enunciación de una imposibilidad. Aún en terrenos donde el collage fotográfico y el texto solo parecen estar puestos al servicio de la presentación de un proyecto, cabe la mirada a una forma de concebir y proyectar, una estetización del anuncio de lo improbable muy característica del pensamiento utópico en literatura y arquitectura. † Esta expresión busca extender la idea del índice más allá de la acción física de un elemento sobre una superficie y vincula esta huella con una forma de indicación que también puede ser simbólica y cultural.

38

Permítaseme, sin embargo, poner como ejemplos de esta cooperación entre lo fotográfico y las dinámicas del arte procesual, obras que, por accidente y por eventualidades externas al arte, subrayan el proceso en completo desmedro del resultado. Son, si se quiere, obras eventuales* en el más pleno sentido de la palabra, toda vez que el resultado es, o bien aplazado o bien imprevisto, tanto por determinación de los artistas como por el contexto que debería acoger las obras y hacerlas circular. El primer par de ejemplos son dos proyectos (fallidos†, como se verá) del artista antioqueño Juan Camilo Uribe. El segundo caso es el famoso evento con que el bogotano Antonio Caro estrenó su disenso en el circuito institucional del arte colombiano. Como sabrá el lector, la obra de Juan Camilo Uribe se ha vinculado con dos tendencias, el arte conceptual y el aprovechamiento de la imaginería popular. Se recuerdan sus obras dedicadas a la iconografía popular religiosa y sus acciones provocadoras, solo existentes en una dimensión mental, como el envío, desde el Museo de Arte Moderno de Medellín, de varias cartas de despido a las obras del arte occidental, habitantes y «trabajadoras cesantes» de los más importantes museos del mundo. En este sentido, también puede entenderse en una dimensión conceptual y procesual el aviso del artista en un periódico de la ciudad, señalando que dejaba Medellín con motivo de la realización de una de sus Bienales de Arte. Vale la pena recordar que, por la misma época, tuvo lugar el recordado gesto de Beatriz González, quien, para una de esas bienales, envió un pasacalle donde informaba que un país pobre * Los ejercicios de Cage, Cunningham y Rauschenberg en el Black Mountain College fueron llamados Events y son considerados los precursores de una de las formas más prominentes del arte procesual: el happening. † La tendencia a enfatizar lo inconcluso, lo fallido y lo que fracasa tiene una importante tradición en aquellas obras que exponen la condición del medio, aquellas donde la pereza artística y la inacción son fuerzas paradójicamente constructivas. Tales obras parecieran encarnar la posibilidad de negatividad para el arte. La aporía, por supuesto, es que estas negatividades (desmaterialización de la obra, desprecio por el resultado, reducción de la operación del artista) estatuyen nuevas opciones para el arte y nuevos ámbitos de proposición.

39

no podía darse el lujo de hacer un evento semejante. La institución artística metropolitana, recordemos, encuentra en la obra de Beatriz González uno de sus más memorables episodios cuando la obra de Manet pintada sobre cortinas es luego cortada en trozos que se venden por centímetro cuadrado. Si la obra de Beatriz González acerca de El desayuno sobre la hierba se hermana con las cartas de despido a las obras maestras de Uribe, también el hecho de dejar la ciudad resuena en la inasistencia al evento como declaración artística. Las obras que interesan aquí de Juan Camilo Uribe, sin embargo, son dos proyectos que solo podemos conocer por medio de la fotografía, una fotografía-collage que describe un evento y un lugar proyectado que todos sabemos imposibles, pero que resumen su carga artística con el mismo humor e inviabilidad de la propuesta. Si en Los suicidas del Sisga la fotografía acota el tránsito entre dos sistemas visuales, en los proyectos para el aeropuerto y la hidroeléctrica ideados por Juan Camilo Uribe la fotografía sirve de atajo hacia la idea, ése único terreno donde pueden vivir obras semejantes. La utopía pesimista no es ahora el lugar de la imposibilidad al que llega la imaginación para lo peor, sino el no lugar que revela la sátira. En el caso de Caro, un artista que parece preferir la información a la estética y el pronunciamiento político a la investigación formal de la imagen, la fotografía no ha jugado un papel determinante. Sin embargo, la idea de que muchas de sus obras o anti-obras puedan vivir solo en la memoria y en los pensamientos públicos que generaron se debe a la acción de una fotografía precaria que solo testimonia indirectamente el carácter de la acción. Vemos el busto de sal que representa al presidente Carlos Lleras diluyéndose en el agua del contenedor, con el típico marco de las gafas flotando como náufrago, y, en la base de la columna, unas cubetas que parecen recoger lo que las junturas de las paredes de vidrio no alcanzaron a contener. En un evento como éste, donde lo imprevisto y las resonancias de la acción cualifican la comprensión de la obra, la fotografía solo puede ser imprescindible, pues, recurriendo a un lugar 40

P ROYECTO

JOSÉ MARÍA C ORDOBA RIONEGRO (ANTIOQUIA) POR: JUAN CAMILO URIBE 1. Terminal aéreo 4. Norte 2. Cabecera de la pista 5. Nueve "Manos poderosas" 3. Dirección de las aeronaves en el 6.Pista de Carreteo momento del "decollage" A. -Movimiento de despedida- por medio de C. -Movimiento de socorroun ingenioso mecanismo secreto, las "Nueve Cuando una nave aérea sufra alguna emergenManos Poderosas" se agitan de lado a lado cia las "Nueve Manos Poderosas" harán los dos produciendo el movimiento de despedida movimientos descritos anteriormente, es decir B. -Movimiento de desaparición- Las "Nuve A y B. pero además aquella "Mano" que esté Manos Poderosas" subirán o bajarán, pudiéndose mas creca de la nave accidentada, adquirirá controlar sus alturas por medio de elevadores un luminoso color rojo y despedirá luces y sonidos intermitentes indicando el lugar del suceso. PARA LA OBRA DE ARTE EN EL AEROPUERTO EN LA CIUDAD DE

Imagen 3. Juan Camilo Uribe, Proyecto de obra para el Aeropuerto José María Córdova, 1981 (No realizado).

común, es la que realmente hace existir la acción del artista. La conciencia o la inconsciencia de la importancia del medio fotográfico en tales circunstancias es algo que, como se verá, hace su aparición durante las siguientes décadas, uniendo la fotografía y los problemas de registro a una especie de conciencia institucional de los marcos del arte. Este hecho, como es apenas evidente, lleva, en cierto sentido, a la conciencia de un contexto cultural condicionante para la actividad artística y conduce a entender las relaciones sociales como una materia modelable: si se quiere, se trata de una comprensión del arte y sus contextos como instancia discursiva. 41

PROYECTO 26: En el cual la divina imagen utiliza el GRAN MACIZO DE ROCA, como pedestal y aparece coronada de para-rayos, las figuras a la izquierda y derecha aparecen en varias tonalidades ya que el sol de tierra fría es muy fuerte, lo cuál obliga a que en este proyecto sean alternadas, las rosas pueden cambiarse por especies nativas. La divina imagen protege de los rayos y vigilará a los navegantes.

Imagen 4. Juan Camilo Uribe, Proyecto Rio Grande II, 1984 (No realizado).

Imagen 5. Nota periodística sobre el "accidente" ocurrido con la obra de Antonio Caro en el Salón Nacional de Artistas de 1970.

42

Imagen 6. Bernardo Salcedo, The gambler, 1982.

En otra dimensión, hallamos el uso que a lo fotográfico dio en sus obras el otro artista vinculado en Colombia con actividades protoconceptuales y neodadaístas: Bernardo Salcedo. Si bien sus intereses parten del objeto y de las resonancias humorísticas que pueden tener en los ensambles que realizó durante los años sesenta y setenta (un ataque a la propia obsolescencia del objeto perecedero, asociada por Marta Traba en uno de sus muchos ensayos, con la escultura de Louise Nevelson), lo fotográfico juega un papel decisivo en algunas de sus series de las décadas del ochenta y noventa, cuando interviene fotografías que ha rescatado de su destino utilitario para añadirles objetos que provocan su desnaturalización. El enrarecimiento ocurre en el ámbito comunicativo de la fotografía, que es abrupta y enigmáticamente interrumpido. En muchas de estas fotografías, Salcedo añade tornillos o balas a los retratos de militares, mientras a los retratos individuales o grupales de otros personajes, aposta-dores, cantantes, actrices, vendedores de helados, les adhiere elementos que ironizan sus oficios o, en el mejor de los casos, los presentan literalmente, negando la identidad y la trascendencia que, de otro modo, la cara revelaría. Hay aquí una sofisticada comprensión de los alcances pragmáticos de la fotografía y sus diferentes géneros, toda vez que los 43

usos monumentales, memorísticos e identitarios del retrato están aquí trastocados. En el arte conceptual, el propósito de cuestionar el estatuto de la representación llevó a esta tendencia, como se sabe, a volver impuros sus procedimientos y a contaminarse con fotografías usadas por sus características informativas y no estéticas. Esto, por supuesto, trajo consigo, con la ayuda de otros fenómenos, el retorno de la representación, una representación que, pese a su opacidad*, cristaliza en las diferentes actividades artísticas de la posmodernidad activista norteamericana. En la obra de Bernardo Salcedo, si la presencia de la fotografía afirma, su desfuncionaliza-ción comunicativa niega. Lo que es presencia se convierte en evidencia precaria. Salcedo, fiel a esta tradición, da así una opción para discutir el estatuto conceptual y los usos sociales de lo fotográfico mediante una anulación parcial de su proyección como símbolo e índice. Ahora bien, también tendencias de cierto «retorno al orden» en Colombia, como el fotorrealismo, se nutrieron de lo que podríamos llamar la imaginación fotográfica y cinematográfica en el arte de la década del setenta. Dos ejemplos de Miguel Ángel Rojas ilustran el paso de una cooperación entre posibilidades de representación mediante el dibujo y la acción de la cámara a la capitalización de las posibilidades indiciales extremas de la fotografía. En el dibujo Boca, que podría hacernos creer simplemente en el retorno de la figuración y la pericia técnica del artista al arte colombiano contemporáneo (fenómeno interpretado así por * El adjetivo "opaco" no solo se refiere a una cualidad sensitiva, así como el adjetivo "crepuscular" no solo remite a una situación atmosférica. La opacidad tiene que ver con el uso de procedimientos que involucran la incertidumbre como medio de composición y generación de la pieza, aunque también puede concebirse como la referencia indirecta a las mismas propiedades y usos sociales de las imágenes. Obras, por ejemplo, que, negando revelarse del todo ante el ojo del espectador, hacen una declaración sobre algún aspecto negativo de la visión. En el caso de las obras que emplean lo fotográfico, se observan diversas formas de operación: las que cuestionan su capacidad de ser índice de la realidad, las que exponen una manera conflictiva de presentar un símbolo y las que ponen a colisionar la representación con sus contextos. Por supuesto, nuevas incertidumbres aparecen cuando la imagen fotográfica aparece mediada por procedimientos de otros lenguajes (escultura, pintura, instalación, performance) o cuando se enfrenta con suplementos verbales o situaciones de contexto particulares.

44

Imagen 7. Miguel Ángel Rojas, Boca, 1974.

algunos críticos y que aún hoy es ingenuamente visto, por lo menos en Medellín, como una muestra de pluralismo†), asistimos más bien a la confrontación entre el lenguaje plástico gráfico y las múltiples referencias ofrecidas por el cine, la fotografía y la cultura popular de masas. Como expresó alguna vez la crítica, el artista del fotorrealismo parece querer arbitrar entre dos sistemas visuales, sin que opte por alguno. De alguna manera, la imagen se hace difusa, al contrario de lo que harían creer la nitidez y contundencia superficial que nos ofrece su apariencia. Más allá de que el fotorrealismo ponga en cuestión la suficiencia de la imagen mental para hacerse arte por obra de la mano (pues hay que recordar que † La reciente aparición de una generación de artistas jóvenes en Medellín que frecuenta la tradición hiperrealista, y su posterior validación en el contexto de la crítica y el mercado local, puso en evidencia la manera en que el pluralismo puede una vez más ser invocado como una manera de nivelar la producción artística y como una forma de evitar el esfuerzo por buscar y fomentar la singularidad en el arte. El rechazo de esta salida no tiene que ver, de ninguna manera, con una reivindicación del progreso, sino con la idea de que conceptos una vez empleados de manera liberadora no deben ser invocados para generalizar. Contrariamente a lo que propone esta fácil adscripción al pluralismo mediante las invocaciones a regresos o a estéticas del pasado, los artistas contemporáneos colombianos que se acercaron en la década del ochenta a los lenguajes del fotorrealismo se caracterizan por su manera de confrontar los presupuestos de ese legado y por someter sus convenciones a ampliaciones e hibridaciones con lo procesual y lo conceptual. En esta ampliación, es donde la aparición de lo fotográfico se convierte en una posibilidad para ampliar las posibilidades del dibujo y de la misma representación.

45

todo dibujo o pintura fotorrealista tiene a la fotografía como atajo y referente), en Rojas es evidente que el encuadre y el seccionamiento de los cuerpos involucrados en la imagen se nutren de una ideología visual muy distinta. Por si fuera poco, la acción metonímica de significar el todo del entorno de la acción representada con un fragmento elegido especialmente para la provocación se vincula con un contexto que retira a la imagen de su autosuficiencia y la lleva a unas claves culturales que son imprescindibles para interpretarla en todos sus alcances. En efecto, sabemos que gran parte de la obra de Rojas, al vincularse con una imaginería fotográfica y videográfica que se apropia de la cultura visual homosexual, se sustrae a los planteamientos del modernismo artístico tradicional y pone a jugar la obra en unos contextos narrativos, sociales y autobiográficos que se hacen, desde ese momento, bastante necesarios. Como expresaba Craig Owens, la insuficiencia de los aspectos formales de las obras produce en el arte contemporáneo una fuerte tendencia a la alegoría y, añadimos nosotros, al procedimiento oblicuo de la mirada. Una vez la obra debe ser interpretada en el marco de la cultura y de la vida individual, se ha pasado a otra manera de entender el papel de lo fotográfico en el arte contemporáneo. Hay cooperación medial, pero también hay

Imagen 8. Miguel Ángel Rojas, Subjetivo, 1982.

46

ideologización y significado político en tal procedimiento. Y, por otro lado, las referencias culturales no ocurren solo en el terreno de la representación, sino en los otros niveles del signo. Ahora bien, gran parte de estas apelaciones a lo fotográfico descansan en aspectos propios de la representación y su nexo con tradiciones iconográficas y contextos mediales diferentes a la fotografía. El dibujo de Rojas aparecía definido, así, en función del vínculo con otras imágenes y con su lectura oficial o emergente. Tipo, prototipo, estereotipo y biotipo configuran una metáfora donde la identidad sexual y su legibilidad en un medio acaban por ser discutidas. Por el contrario, lo fotográfico aparece con otras determinaciones sobre la obra de arte en un trabajo como Subjetivo. No son ya los aspectos icónicos de la fotografía los que se emplean. Se trata más bien de sus aspectos indiciales, también puestos al servicio de la memoria y la definición de un sustrato cultural. En principio, no es un dibujo, sino una especie de instalación, la cual «reproduce» un espacio clandestino, tal como lo recuerda el artista. Es decir, el carácter físico de la imagen solo es garantizado por su carácter conceptual y por su asociación convenida con el soporte. Si la fotografía ayuda a recuperar la imagen a través de sus posibilidades físicas, será a través de huellas verdaderamente «memorísticas». Recordar con ayuda de un icono, como recuerda Belting, es acentuar la dimensión mental de la imagen. Hacerlo con ayuda de una huella es acentuar su índole corporal. Si es posible una fotografía en tres dimensiones, ésta será la que ofrece Miguel Ángel Rojas cuando recrea una situación de fuerte carga cultural (se captan aquí evocaciones de marginalidad y segregación) con un dispositivo donde algunas determinaciones de lo fotográfico cooperan en una extensión del arte hacia propuestas ambientales, que vinculan la especificidad material de los espacios con la especificidad cultural de los lugares. Un comentario cabe aquí también acerca de la fotografía y su validación como medio artístico en sí mismo. Con el primer premio otorgado en el XXVI Salón Nacional de Artistas a Fernell Franco en 1976, la fotografía hacía su aparición dentro del discurso 47

Imagen 9. Fernell Franco, Interior 2, 1976.

institucional del arte colombiano y volvía posibles experimentos como los que haría después Miguel Ángel Rojas. Si bien el arte de Miguel Ángel Rojas, Jorge Ortiz, Beatriz González o Juan Camilo Uribe relativiza la fotografía como fin y juega en sus encrucijadas mediales e ideológicas y es éste el vínculo que interesa para este trabajo, es evidente que un trabajo como el de Fernell Franco constituye base necesaria para comprender la historia específica de la fotografía «artística» en Colombia, de donde muchos de los artistas contemporáneos aquí estudiados extraen sus posibilidades expresivas. Piénsese, por ejemplo, en la manera como la obra de Óscar Muñoz, con puntos de partida muy semejantes a los de la fotografía de Franco, arriba a soluciones procesuales muy distintas, y, más aun, donde lo fotográfico no es punto de llegada sino procedimiento simbólico que debe interpretarse de otra manera. Que la presencia y la ausencia, la intimidad y la privacidad sean expuestas por Franco con procedimientos internos a la fotografía no lo hace menos cercano del Óscar Muñoz que trabaja alrededor de la desaparición y sus mitos permanentes, expresados en su confrontación procesual. No olvidemos, para concluir con Franco, que una reproducción de esta misma fotografía es objeto de una agresión ritual* con un cuchillo en una acción de Rosemberg Sandoval, lo que afirma su vínculo con la tradición aquí propuesta. * Sacramento y blasfemia se unen en un tipo de procedimiento con el que el arte crítico de la religión se une más y más a sus presupuestos.

48

Imagen 10. Johanna Calle, Progenie, 2001.

Con el tiempo, la manera en que los artistas afrontan el sentido de la individualidad dentro del contexto de la sociedad adquiere, mediante el diálogo con lo fotográfico, otras resonancias expresivas, tan singulares y significativas como las de los años setenta y ochenta. Así, ocurre con la obra de Johanna Calle, quien, 25 años después de que la fotografía de Franco ganara el Salón Nacional de Artistas, presenta en el mismo certamen, obteniendo el mismo galardón, un conjunto de fotografías conseguidas con la huella que dejan diferentes trozos de piel animal sobre la superficie fotosensible. El título de la obra, además, carga de fuertes acentos míticos un procedimiento que, como expresó Belting en su Antropología de la imagen, demuestra cómo el medio es lo que vincula la imagen con nuestro cuerpo. La opción física de la imagen fotográfica involucra aquí, no los elementos minerales (arena, polvo de ladrillo), que en Rojas permiten la reconstrucción del suelo campesino de infancia o el abyecto urinario público de la juventud, sino materias orgánicas de contundente manifestación. Como en el minimalismo, la presencia se opone a la evidencia y colisiona con ella, haciendo consciente al espectador de su corporalidad. La memoria deja paso al tema del sentido de la vida y sus complejidades en un mundo donde las tecnologías de producción y conservación artificial de la materia orgánica están a las puertas de inventar una nueva manera de vivir lo humano. 49

Lo anteriormente expuesto debería servir para observar cómo, en Colombia, lo fotográfico ha sido el invitado inadvertido en los procesos de superación del arte moderno. Además, sirve para convencerse de las variadas posibilidades de experimentación que, con la fotografía, han ingresado en el arte contemporáneo colombiano de los últimos tiempos. Lo fotográfico ha permitido dar pruebas de ubicación cultural a los procesos del arte, ha colaborado en el establecimiento de una fuerte tendencia a la hibridación de lenguajes, ha participado en la adscripción de los artistas a la estética procesual, ha facilitado una nueva aproximación a la realidad histórica y geográfica, ha cuestionado los usos perniciosos de la representación cultural y sus estereotipos, ha permitido una inserción relacional* de la práctica artística y acercado a los artistas a procedimientos de campo y extensiones etnográficas del hacer artístico y, por si fuera poco, ha servido para problematizar los mismos límites y alcances de la producción cultural, propósito que caracteriza al arte más o menos avanzado del último tiempo. Piénsese por ejemplo en dos caras del arte político, donde la fotografía interactúa con escenarios discursivos que, sin duda, van más allá del arte. En la obra de Carlos Uribe, las estrategias fotográficas sitúan el papel del artista en procesos de apropiación y reinscripción de representaciones dadas, con el fin de hacer visible un predicamento político a través del diálogo con el arte mismo. De Beatriz González y su apropiación del retrato académico del prócer de la Independencia a Horizontes y su énfasis en la historicidad y función política de las imágenes, se marca un derrotero que es el de los usos políticos de la fotografía, asunto central del que el magnífico emplazamiento de las fotografías de

* Siendo hasta cierto punto efímeras las producciones del arte relacional, las fotografías se constituyen en excelente oportunidad para transmitir acontecimientos e inserciones, a veces poco convincentes por ellas mismas. ¿Cuántas acciones e intervenciones se hacen para ser fotografiadas? Es sin duda ésta una determinación del medio que no se puede desdeñar.

50

Imagen 11. Carlos Uribe, Horizontes, 1997.

Liliana Angulo es también testimonio. El cuestionamiento de la hegemonía de las representaciones raciales existentes y la idea de que la imagen debe ocupar el estereotipo y exponerlo críticamente demuestran hasta qué punto, en un momento en que el arte ha adquirido una singular tarea de interrogación y crítica política, la imagen fotográfica y sus complejos mecanismos de inserción en la memoria colectiva aún siguen teniendo vigencia crítica. Justo cuando algunos quieren que las fotografías estén puestas exclusivamente al servicio de una estetización de los conflictos, justo cuando su capacidad de provocación y vehículo de las ideas se pone en suspenso por la ideología del mercado, los artistas parecen revocar esta obligación y afilar de nuevo sus armas en ella. Una lectura atenta de cómo la fotografía introduce en el arte contemporáneo una nueva vocación por la imagen es el propósito de los capítulos que siguen. Muñoz, Rojas, Sandoval, Restrepo, Abad y Echavarría no son más que la puerta de entrada a la consideración de una cooperación entre arte contemporáneo y fotografía que, seguramente, permanecerá aún abierta por mucho tiempo.

51

Imagen 12. Liliana Angulo, Pelucas porteadores, 1997.

52

Fenomenología de la desaparición. Óscar Muñoz y la poética de los elementos Pintura votada a la eternidad no puede avenirse con procedimientos votados a la intensidad. Eugenio D'Ors De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo. Acaso el manantial está en mí. Acaso de mi sombra surgen, fatales e ilusorios, los días. Jorge Luis Borges

* Ocuparse de un artista como Óscar Muñoz, cuya presencia en el panorama del arte colombiano e internacional ha sido ya suficientemente valorada por la crítica, demanda, más que una incursión en consideraciones sobre géneros o técnicas plásticas, que él mismo se ha encargado de interrogar de manera coherente y sistemática, una contextualización de su obra en la situación contemporánea de las imágenes. Pide también una especial mirada a la estética de la desaparición* insinuada en sus procesos artísticos, donde lo inacabado, lo aleatorio y lo efímero actúan con singular fuerza expresiva. Sus piezas aspiran a esa condición de silencio, a esa dimensión de lo inaudible, propia de un arte que, a fuerza de reducir y simplificar sus estrategias, ha hecho más necesaria la respuesta crítica del espectador. Una ruina que no está asociada a la piedra, sino a la carne. Por tal razón, si en su trabajo encontramos una reflexión sobre el paso del tiempo, la finitud o la construcción de la identidad personal, ello obedece a la contundencia en su uso crítico de los * La estética de la desaparición puede entenderse en términos de un artista que declara y construye valiéndose de la exposición de la naturaleza perecedera de las cosas.

53

soportes. No se trata, entonces, de ingeniosos procedimientos de fácil comprensión. Estamos ante un trabajo que también habla de los mecanismos simbólicos de producción de las imágenes (fundamentalmente, el fotográfico) y provoca en el espectador una confrontación genuina de su condición de habitante provisional del mundo. Si aceptamos con Craig Owens que, a diferencia del arte moderno, el arte contemporáneo emplea la alegoría como uno de los procedimientos más notables y que el carácter inacabado del que la ruina es emblema constituye uno de los procedimientos fundamentales, sabemos muy bien en qué contexto cabe la obra de Muñoz. Toda creación artística reclama una irrupción de la palabra en sus dominios y una atención extrema de quien la comenta. Desde cierta perspectiva, la escritura explicativa no es más que una violencia que se hace a la intimidad de lo comprendido, para que el espectador encuentre allí una vía de acceso y fruición. Violar una fotografía, violar lo fotográfico, son condiciones necesarias de una interpretación que recupera su lugar en el orden de las cosas. **

Imagen 13. Interior, 1987. Carbón sobre papel. 1,60 x 1, 20 cm.

54

Lo que primero sorprende del dibujo es el insidioso dominio de la luz sobre la sombra. Y sorprende, porque nada aquí es brillante. No hay nada para la contemplación de lo sublime o de lo bello, no hay una exaltación de la presencia humana o de su dominio sobre el entorno. Hay, es verdad, un virtuosismo evidente en la captación de las apariencias, pero tal habilidad está curiosamente puesta al servicio de una desmaterialización, de una especie de ensayo de ausencia. Apenas si subsiste en esta ducha una huella del paso de los hombres o del agua que animó su diaria y prosaica rutina. Podríamos imaginar los torpes gestos de la gente apoyándose contra las baldosas. Estamos frente a un espacio cotidiano, historiado por el muy frecuente paso de cuerpos y volúmenes que lo han transitado, hasta desgastarlo y casi confundirlo con el aire circundante. Es evidente una voluntad de figuración que depende del vacío y del ocultamiento. El mismo título elegido por el artista no admite dudas: el dibujo habla de la intimidad, de una presencia evocada por la paciente labor de trazo y el borrado. Hacer y deshacer son caras de la misma metáfora creativa. Adición, pero también sustracción; evasión, pero también presencia. Llama la atención del espectador lo que no está, lo que el lápiz no dice y entrega a la luz devoradora. Por otro lado, la retícula de los azulejos en perspectiva subraya una sensibilidad constructiva, matemática, que ordena el espacio pictórico como totalidad ilusionista, que podría hablarnos con toda claridad de la ubicación de los objetos, a la vez que convencernos de la rigurosa formación técnica del artista. La escultora francesa Louise Bourgeois decía, a propósito de la geometría, la perspectiva y la astronomía: «es magnífico saber que el sol se levantará al otro día por el mismo lugar. Cuando tienes esto puedes sentirte aliviada. Por lo menos esto no cambiará.» En el caso de Muñoz, se trata también de coordenadas cartesianas cuya eficacia descriptiva no puede discutirse. Y, sin embargo, en el espacio creado por esas escuetas líneas no hay sede para presencia alguna, y lo único que parece merecer la atención del ojo es el tubo de la ducha, al que sorprendemos 55

bajo la barbilla, en un efecto que debe tanto a la inteligencia fotográfica como al cine, dos lenguajes con los que, sin duda, el artista parece haber estado en comunión permanente, tal como ocurrió con sus contemporáneos Andrés Caicedo, Ever Astudillo y Fernell Franco, todos ellos ávidos observadores de la ciudad a través de las formas experimentales de imaginación y comprensión dispensadas por «el ojo sustituto». Pero el arriesgado ángulo de visión a que se ve obligado el espectador contradice la presencia tranquilizadora y ordenadora de la retícula. Al mirar, abisman las acusadas líneas oblicuas. Pese a estar frente a un interior cotidiano y familiar, en el que se es espía involuntario, no puede evadirse la sensación de que algo inquietante ocurrió entre esas paredes, circunstancia a la que contribuye la pronunciada diagonal que atraviesa la imagen. La presencia está indicada por la ausencia, como decíamos, pero siguiendo el procedimiento de extrañamiento por excelencia: definir lo siniestro mediante una atenta mirada a la rutina. Todo es simple, pero a la idea que tenemos sobre la pericia del artista oponemos la aparente banalidad del tema; a la reducción de medios, la amplitud semántica de las sugerencias. Y es que, como lo expresó alguna vez en los años sesenta el escultor minimalista Robert Morris, la sencillez de la forma no implica necesariamente una simplicidad de la experiencia. Óscar Muñoz, con sus impecables y contundentes Interiores de la década de los ochenta, así como con sus series de dibujos y experimentos elementarios de los años posteriores, hace suyo tal imperativo. Al contrario del virtuosismo técnico de los dibujantes colombianos gratuitamente ligados por la crítica de arte nacional de los años ochenta con el fotorrealismo norteamericano, Óscar Muñoz asume una indagación sobre la representación a la que es ajeno el naturalismo de los habilísimos dibujantes de su generación. El fotorrealismo o hiperrealismo, por lo menos en su versión norteamericana, más que una revitalización del dibujo y el ilusionismo, como se creyó en un momento dado, ensaya más bien una reflexión sobre la condición traumática de la visión contemporánea, enrarecida con la frialdad 56

que acecha en el texto difundido por los medios masivos. En este caso, el interés fotorrealista por el ilusionismo no implica necesariamente una revalidación de la pericia técnica, sino un enrarecimiento del sujeto ante algo que, a fuerza de acentuar su condición de representación literal y transparente, raya en la frialdad, el laconismo y la extrañeza. La Boca de Miguel Ángel Rojas muestra, pero, a la vez, niega el acceso a la consumación erótica. *** Así, poco o nada tienen que ver el literalismo y la asepsia semántica de un arte mínimo con las soluciones y búsquedas de Muñoz. Ni, mucho menos, podríamos invocar un supuesto interés en el credo realista. Salvo por una sabia economía de medios y por una bien conseguida autorreferencialidad, que le permite juzgar sistemas visuales y soportes con implacable decisión, el idioma plástico de la abstracción geométrica está enteramente ausente de su trabajo, así como cualquier presentación explícita de los acontecimientos difundidos por los medios. Y esto, fundamentalmente, porque Muñoz propone reflexiones sobre la ausencia y la presencia, sobre la identidad personal y la memoria, del todo ajenas a la reducción y a la simplificación semántica de las estéticas de la literalidad y del distanciamiento emocional presentes en el arte pop, el minimalismo y el mismo arte fotorrealista. Su diferencia con estas prácticas se percibe claramente en las diversas soluciones visuales y espaciales conseguidas a principios de los años noventa, cuando se encontró ante el desafío de superar su excelso dominio del carboncillo y explorar nuevos medios, distintos al dibujo, y cuyo pleno ejercicio, en lugar de ser una oportunidad, constituían al parecer ya una limitante. La fotografía, en ese sentido, aparece como un dispositivo usado de manera mítica, apelando a su voluntad de símbolo y huella. O, para emplear la idea de Owens, a usar su insuficiencia como una especie de desastre íntimo contemporáneo. Haciendo suya la prédica de Walter Benjamin, Óscar Muñoz parece asumir que la condición contemporánea del artista reside en su capacidad para incursionar 57

en las técnicas artísticas buscando transformarlas*, y a la fotografía le cabe un destino semejante. No obstante, antes de alejar su interés del papel y el carboncillo y acercarlos al trabajo con el agua, ya había hecho dibujos sobre yeso y madera, y había también doblado superficies intervenidas de las cuales exhibía el reverso, en una evidente declaración sobre la relatividad de las representaciones, sobre la falibilidad que acecha en todo intento de apresar la realidad.

Imagen 14. Biografías, 2002. Detalle de secuencia de vídeo.

* Una tradición sostiene que las transformaciones en el arte ocurren por el estímulo a la profundización en las posibilidades de los lenguajes artísticos, la exploración de sus límites y el despliegue de sus posibilidades sintácticas y semánticas. Otra quiere que esta misma transformación sea causada por la misma transgresión de esos límites y por la hibridación de medios y posibilidades técnicas. Aun en ambas formas de explicar el cambio, cuando se trata de lo fotográfico, hay ambigüedades, pues la exploración extrema de los recursos fotográficos bordea con facilidad otras formas de la producción plástica, como la pintura y el dibujo. Y, por supuesto, la confrontación e intersección con otros lenguajes puede dar lugar a obras de fuerte capacidad comunicativa y simbólica. No olvidemos que cuando Benjamin, en «El autor como productor», señalaba la importancia

58

Así, después de haber experimentado con el dibujo sobre estas superficies poco convencionales e indagar en el problema del plano como objeto, el artista abandonó definitivamente el uso de materias secas para dar lugar a experimentos con el agua y sus evocaciones simbólicas. En algunos casos, era el agua misma la que aparecía frente al espectador, en pleno espacio expositivo, en contendores de donde se evaporaba lentamente o sobre cortinas que se agitaban por mecanismos que revelaban presencias abismadas en vapores creados de manera fantasmagórica por tintas que fluían con morbidez. En otros, eran impresiones estáticas o dinámicas las que registraban los efectos del polvo serigráfico posado sobre superficies sólidas, luego de haberse evaporado el agua, en cuya superficie habían reposado. Una especie de fotografía «no solucionada» e impotente que obligaba al espectador a asistir a la misma configuración física de la imagen, una apelación, si se quiere, a las posibilidades expresivas de la fotografía en tanto forma procesual. No en vano, en el año 2006, Óscar Muñoz fue incluido en una muestra llamada Fantasmagorías, en la que se presentaba a diversos artistas con inclinaciones por la capacidad de alegoría que tiene nuestro intento de hacer, mediante el afecto, transacciones con espectros*. En el caso de Biografías, el espectador está frente a una secuencia fotográfica que recoge las fases de disolución de un retrato realizado con polvo de grafito sobre el agua. A la reflexión sobre ausencia y presencia, se suman, entonces, consideraciones sobre tiempo, de que la obra de arte sacara posibilidades de las otras formas de la producción, estaba pensando en el fotomontaje, que aunaba las posibilidades del discurso fotográfico con los aportes de la propaganda. En Muñoz, son evidentes las confluencias de estas dos tradiciones en su trabajo, que permiten señalar cómo las transgresiones de los medios se han operado con toda meticulosidad. Casi que imperceptiblemente, sin que el parecer cambien sus experimentos y técnicas, estamos pasando del dibujo a la instalación y de ésta última al vídeo y la videoinstalación. Unidad técnica dentro de la diversidad de medios parece ser la característica especial de un artista para el que los deslindes y las profundizaciones son caminos viables. * La idea del aura no es más que uno de los atajos para conectar la perplejidad ante lo fotográfico y sus valores mnémicos. Una noción sociológica parece ser, extrañamente, en el caso de Benjamin, la metáfora de una situación cercana al ocultismo.

59

memoria y devenir. Como lo anuncia el título, una vida cabe en el acto de disolver el rostro en el agua que corre por el sifón. Tan anodinos son el destino de nuestra historia individual y nuestro pobre intento por apresar la materia del recuerdo. Si en Interiores asistíamos a la desintegración de la visión en un instante revelado por un dibujo que atravesaba la realidad, con estos retratos de anónimos sobre agua estamos frente a la incorporación del tiempo y el azar como aquel protagonista que niega la condición demiúrgica del artista e impide concebir la imagen como sanción definitiva de la realidad apresada. En los trabajos con el dibujo y el carboncillo de los años ochenta, que podríamos signar bajo la condición de lo terrestre, todo estaba controlado y decidido; desaparición y evanescencia se evocaban con la representación, un acto hasta cierto punto afirmativo, que late en el mito fundacional de la pintura, y según el cual fue la acción de calcar la silueta del amado pronto a desaparecer en el vórtice de la guerra el gesto del que nació el deleite por apresar el mundo en las imágenes pictóricas y luego fotográficas. Con Biografías, lo improbable y lo falible quedan atados a la segura desaparición. Se niegan la eficacia y los privilegios de la vista, pero a costa de emplear las imágenes para aseverarlo. Por eso, ¿cómo hablar de la inutilidad de las palabras, si lo hacemos valiéndonos ellas? ¿Cómo mostrar al ojo la ceguera o la pérdida de sus poderes presentando imágenes? Tal paradoja, afrontada reiterativamente por el arte contemporáneo, afronta una amenaza, en tanto puede ser fuente de imposibilidad expresiva u oportunidad para agudizar la conciencia crítica del espectador, como lo prueba la larga tradición de hacer un arte que tenga en el vacío una de sus experiencias definitivas, de Mark Tobey a John Cage, de Marcel Duchamp a Robert Rauschenberg, de Yves Klein a Santiago Sierra. Y es precisamente de tal modo, no solucionando la paradoja, como los retratos de Óscar Muñoz logran una fuerza comunicativa casi inédita hasta ese entonces en el arte colombiano. Sabemos que se muestra la insuficiencia de la vista, su precariedad y su 60

infructuosa tendencia a creerse en posesión de la verdad. Sin embargo, esto se logra convocando al espectador a presenciar una tragedia anodina y privada: la imagen diluyéndose en el vórtice provocado por la acción de los elementos registrados en el vídeo o la fotografía. No se debe olvidar, por supuesto, que el polvo sobre el agua no va al cielo ni se convierte en otra cosa: se cuela por el sifón. La banalidad y la condición de desecho son el destino de una imagen que alguna vez fue amada. Todo es, por tanto, doméstico, trivial. Sin la garantía del plano pictórico, en el papel fotográfico o en la pantalla, que le dé sede en lo durable. El título, de igual modo, es elocuente: estamos frente a la inclusión de un acto efímero en la escritura sobre la vida. Olvido y desmemoria se invocan como fuerzas que dirigen el destino de ese ser anónimo, retratado hace mucho tiempo, y cuyas fotografías nadie se preocupó de reclamar. ¿Quién era? ¿Qué ha pasado con él? ¿Qué sentía o en qué pensaba cuando la cámara fijó su imagen? ¿Por qué quedó olvidado en fotografías perdidas, de cuya muerte social fue rescatada por el gesto afirmativo del artista? Tales preguntas ceden, después, al impulso de saber por qué encomendamos la conservación de la imagen de un ausente a las equívocas potencias de la memoria y a un dispositivo, sin duda falible, como el fotográfico. Aunque, por supuesto, no se habla solo de la fotografía, sino de todo lo que pueda considerarse una tecnología de la memoria. Es una biografía, una escritura sobre la vida, pero tal escritura, parcial e incompleta, solo puede hablarnos de su propia ineficacia. Si la fotografía alguna vez cartografió la identidad personal y la hizo manejable para la policía y los forenses o acrisoló el recuerdo del rostro amado, ahora solo expone insuficiencia y decrepitud. Sin embargo, referirse a lo trágico en las obras de Óscar Muñoz podría resultar desmedido, si reconocemos el peligro que supone adoptar convenciones literarias al tratar de las imágenes o, más aún, signar teatralmente manifestaciones que eluden cualquier forma de efectismo. No obstante, como Aristóteles enseñó, la tragedia es en esencia una contradicción insoluble entre la libertad 61

y lo inevitable. Y las imágenes también tienen la facultad de filtrar ese conflicto primigenio. Elegimos, pero quizás solo para favorecer lo que ya es irreversible. Por ello, el personaje trágico por excelencia es aquel que, privado de los ojos, puede ver como antes no lo hacía y, además, convertirse, mediante la anagnórisis*, en fin y objeto de su propia búsqueda (Edipo). Se desea retener imágenes de aquellos que nos son o nos fueron queridos, pero el tiempo conspira contra tal forma de permanencia. Ver y verse, ver y no ser visto, ser visible e invisible: he aquí las polaridades aludidas por un trabajo que, como el de Muñoz, expresa las complejas realidades de la memoria, a partir de un esencialismo que debe su significado a la misma configuración de la forma interactiva. La fotografía, al igual que la imagen de Biografías, representa una situación donde el espectador interviene. De hecho, la imagen nos muestra al artista probando el «funcionamiento» de su obra Aliento. La imagen, sin embargo, podría llamar a engaño, y hacernos creer que se pretende con ella revitalizar la condición genial del artista, que hace vivir a otros a través de su soplo mágico. Esta instalación habla, más bien, de la oscilación entre ver y ser visto, valiéndose de convenciones y estrategias recurridas en trabajos anteriores: el retrato, la desaparición, la temporalidad…

* Tal como se entiende desde Aristóteles, la anagnórisis alude al reconocimiento del héroe trágico, a un saberse que implica tanto el reconocimiento físico (Odiseo es descubierto a causa de su cicatriz), su pertenencia a un orden familiar determinado (Edipo advierte finalmente cuál es el parentesco que tenía con Layo y con Yocasta) o sus propios datos ontológicos. Por supuesto, el despliegue de una posibilidad de reconocimiento semejante se ve favorecido por la creación poética, que puede representar las transformaciones del carácter a través de los avatares de la vida. Las artes visuales, dominadas por la idea del espacio, solo indirectamente pueden aludir a este reconocimiento, situándolo en el contexto simbólico donde puede ser reconocible mediante otros apoyos. Cuando las artes visuales admiten lo procesual y el tiempo se convierte en una variable, las posibilidades de que el reconocimiento se opere en el desarrollo de la obra aumentan de manera considerable. Especial circunstancia en la obra de Óscar Muñoz es que el proceso de reconocimiento se despliegue mediante un gesto con el que el espectador actualiza la anagnórisis en tanto mirada develada, una metáfora que remite a uno de los referentes tradicionales de la relación entre visión y autoconocimiento: Edipo.

62

****

Imagen 15. Aliento, 1995.

Solo que ya la comunión del espectador con la obra es de una intimidad suprema, pues, ante los discos de metal en que el público se refleja, el espectador puede echar su aliento sobre la superficie y dar vida a unos rostros impresos con grasa, ese material efímero que tan palpitante y poderoso nos parece desde que Beuys lo dispuso sobre una silla vieja y cuyo poder de comunicación biológica solo podría compararse con el agua y el polvo usados por el artista colombiano. En este caso, el ser visible o no ser visible implica una dialéctica de insistente reclamo al espectador, pues, para vernos, no solo debemos acercarnos al espejo y, para dejar de vernos y poder ver a otros, que no son reflejo sino imagen impresa, debemos proveer de nuestro soplo vital a esas imágenes de seres olvidados que lo reclaman desde su mutismo. Dar ese impulso vital que resuena desde que el yahvista cantó la vanidad de la vida en el Eclesiastés hasta los frescos de Miguel Ángel y los tremendos mitos pintados y verbalizados por William Blake parece una exigencia inapelable. El mirar reclama del espectador una participación cooperativa que confirme su misma responsabilidad con la memoria. Si la obra moderna pedía una distancia contemplativa, la tradición de la que 63

participa la obra de Muñoz anula tal distancia y el espectador es un facilitador directo. Si se quiere, es el usuario* del dispositivo relacional, mencionado por Nicolás Bourriaud en su Estética relacional. De ahí entonces que, en lugar de metáforas o complejos patrones simbólicos, podamos hablar en estas obras de un predominio de la dimensión metonímica, donde la significación del dibujo, de la acción o del vídeo queda atada a la proximidad del entorno, a las condiciones del proceso o a su redefinición en la interacción biológica con el destinatario. No símbolo, sino alusión por contigüidad. La obra no es solo objeto para contemplar o espacio para ser recorrido. Puede ser también duración para ser experimentada. Acciones, imágenes y procesos no están, en este sentido, aspirando entonces a la metáfora obvia, a la alegoría didáctica, a la declaración o a la prédica moralista. La obra de Muñoz habla de la misma ineficacia de toda comunicación y representación, y por eso reclama la opacidad, el silencio y la sutileza como respuestas. Óscar Muñoz pasa de una estética de la obra y el objeto a una estética de la acción y del proceso, la cual condiciona, de manera preponderante, la respuesta del espectador, al suscitar en éste el efecto de reconocimiento mediante la alarmante * Pese a sus connotaciones funcionalistas, parece hacerse necesaria una nueva manera de referirse al espectador de obras semejantes a Aliento. El mismo término «espectador» parece acentuar una separación física entre el público y la obra que es del todo ajena a las condiciones de presentación de buena parte del arte contemporáneo. Recuérdese cómo, por ejemplo, en el arte de los años sesenta, se señalaron las implicaciones espectacularistas de un término que, según los teóricos del happening y otras formas del arte procesual, ponía al arte en una órbita distante de la vida. En un panorama dominado por una exasperación de la recepción, como una categoría casi que de la misma obra, entender a quien interactúa con la obra como un usuario es acceder a una posibilidad donde la contemplación pasiva está desterrada del vocabulario artístico. Aunque la palabra posee innegables referencias a una especie de utilitarismo, se sabe que, en gran medida, en un universo dominado por productos obsolescentes de la industria cultural, la obra de arte tiene un destino parecido. De ahí que, en buena medida, se haga necesario para muchos artistas una obra que se erija como tal mediante la cooperación y la participación. En lugar de objetos para la contemplación privada o de espacios para ser recorridos, según la prédica de Bourriaud, estamos frente a obras que se experimentan como duración y acontecimiento. La obra, en tal escala de valores, apela a su condición de dispositivo generador de experiencia.

64

proximidad con la disolución. No se dibuja, se muestra el imperfecto dibujar; no se representa el ilusionismo, se expone su fracaso. Por eso, en su obra asistimos a una de las más radicales indagaciones del arte colombiano contemporáneo en torno a los límites entre géneros y técnicas, según la capacidad de comunicación simbólica que tiene el hecho de ponerlas en una posición crepuscular* respecto de la actividad fotográfica, y no desde el simple desmantelamiento. No se cuestionan las técnicas abandonándolas, sino situándolas en una crisis siempre inminente, irresuelta. Casi ininterrumpidamente, Muñoz ha penetrado los secretos conceptuales del dibujo y la fotografía y los ha revelado en toda su enigmática materialidad, llevándolos a límites que explotan toda su tensión física y simbólica, convirtiéndolos en una ética visual de cuño existencialista. Dibujo sobre el agua o dibujo con el agua, como en su obra Re/trato, no son más que dos de estas claves iniciáticas que demanda una lectura de la poética ya encarnada por el mito de Sísifo. ¿Son dibujos? ¿Son actos de dibujar registrados por una cámara? ¿Son instalaciones? ¿Son dibujos instalados? ¿Son fotografías? ¿Son fotografías de actos de dibujar-recordar? Con Muñoz, además de una condición contemporánea, emparentada con la violencia ejercida sobre los lenguajes, ocurre lo que enseñan algunos de los artistas que explotan la relación con la tradición: que una convención plástica puede ser siempre vista con ojos * Si el crepúsculo es el estado atmosférico que connota la indecisión temporal por excelencia, su aprovechamiento para desestabilizar la percepción de lo real puede ser de los más dicientes en el arte. En «Continuidad de los parques», el célebre cuento de Cortázar, la indeterminación entre la realidad y la ficción se consuma con una alusión al anochecer, ese momento en que, como quería Borges, se borra el perfil de todas las cosas. En Óscar Muñoz, la crepuscularidad compromete a los cuerpos humanos representados (especialmente los rostros) y también alude a una especie de impotencia de la visión para fijar los contornos de lo humano. De ahí que alusiones que podrían tener una especie de trasfondo humanista intemporal puedan extenderse en algunos casos a contextos sociales y culturales donde esta condición de la desmemoria se acentúa. En el plano material, la crepuscularidad se hace evidente en la manera en que el dibujo, como acción, es trasladado a soportes que traen a la configuración de la obra una dificultad técnica inevitable y logran alusiones a problemas de tiempo y vida rara vez tocados con tal fuerza en el arte contemporáneo colombiano.

65

nuevos, que una técnica atávica puede tornarse tan experimental como lo exijan las necesidades expresivas. En Aliento, sabemos que los rostros parcialmente revelados en los discos de metal, luego de conseguir vida momentánea por la exhalación del espectador, hablan de aquellos anónimos blancos humanos de la violencia que pueblan la más gruesa de nuestras historias: la de la infamia colectiva, vuelta cifra y dato inexpresivo en manos de los medios. Sin embargo, la obra nos habla de la inexistencia o de la existencia relativa de tales rostros en la imaginación grupal, en la frágil e injusta recordación social de la que dan prueba las insuficientes imágenes monumentales que fabricamos para recordar a nuestros muertos ilustres en cualquier plaza pública. Son el devenir efímero del rostro y el recuerdo que precariamente lo anima los que aparecen como fuerzas expresivas. Expresión del deseo de ser y existir, la pluralidad y falibilidad del recurso plástico hablan de la esquizofrenia de los tiempos, donde la identidad personal queda reducida a un juego de simulacro y sobreimposición mediática, donde importan las huellas y no los pasos, la visibilidad y no la autonomía personal, donde la propia comprensión queda sometida al imperio de las circunstancias. Las imágenes no trascienden, pero, aun en su contingencia, reclaman una atención para su valer y persistir. La identidad personal ya no es la metáfora por excelencia. Es una clave provisional que corre a la deriva de los tiempos. ***** En Óscar Muñoz, las antinomias propias del arte plural de nuestro tiempo tienen su solución en una obra que declara la fragilidad de las representaciones afectivas y las construcciones culturales con que las entronizamos y les rendimos culto público o privado en cualquier álbum de familia, en cualquier fetichismo de la memoria. En Interior, estábamos ante una poética del desgaste, de la disolución y del uso, pero referida al contexto temático de los objetos y a los espacios visitados por transeúntes y habitantes. Los 66

dibujos hablaban de lugares agredidos por la luz y de la penetración de esta última en los dominios de la materia oscura, en una simulación del «pincel de la naturaleza» de Fox Talbot, uno de los precursores de la fotografía. El tema parecía ser excusa para su propia negación. Con Biografías, esta dinámica de deterioro, evanescencia y relativización se agudizaba, introduciendo en la obra, mediante el artificio de la fotografía, el vídeo y la acción participativa, una dimensión temporal, apenas sugerida en los trabajos precedentes y que capitalizaba una de las posibilidades de expresión más agudas: la que poetiza la misma fuga del instante, la manifestación de la vanidad. Con Aliento, estamos frente a una sólida dialéctica que hermana vida y muerte como efectos de la memoria, a la vez creadora y destructiva. Sin importar que la afirmación de Levinas, según la cual «el rostro del otro es lo que nos impide matar», no haya sido atendida por quienes desaparecieron a los vivos, a los que pueden ser fotografiados. Y es que, además de los medios alternativos y experimentales, Óscar Muñoz ha elegido en muchas de sus series una clave cuya tradición no podemos pasar por alto. El retrato es, en efecto, aquel género que le permite conseguir que sus declaraciones sobre los usos sociales de la imagen logren la marcada dimensión poética por la que se le reconoce. Pensemos en los artífices de Al Fayum y su tarea de dar a los muertos una cara para conservar en el último silencio; en Rembrandt y su terca disposición de la materia sobre un rostro envejeciendo y corrompiéndose ante la paleta; en Leonardo y su enigmático deseo de desafiar al tiempo incognoscible que abriga el contorno de los rostros acariciados por la penumbra; en Daumier y su súbita intuición de que el odio, la ignorancia y la sordidez caben en la fuerza de un gesto taquigráfico; en Julia Margaret Cameron y su insistencia en diluir la mirada y el gesto del modelo mediante el artificio pictorialista del desenfoque. Los retratos de Óscar Muñoz, si es que tal nombre cabe a sus obras, no obedecen a un puro interés narrativo o descriptivo, como de hecho esperaríamos en todo intento por registrar visualmente el rostro de una persona que ha muerto o que va a morir. El artista 67

invoca la dimensión convencional del mismo sistema de representación y su ineficacia para dar cuenta de lo que somos. Si con el retrato se aspiraba antes a conservar la memoria de los muertos o a apresar la fuga del gesto y del instante, con Muñoz asistimos a la negación de tal empeño. Solo que esa negación, lejos de emplear la ironía, la cita o el pastiche posmodernos, opta por un tono elegíaco y una disolución de los elementos como estrategia fundamental. No es un lamento por la pérdida de las cosas, es la queja por nuestra incapacidad para darnos cuenta de que ella ocurre, dolorosa e inevitable, ante nuestros ojos y ante los aparatos con que intentamos retenerlos. El émulo literario de este pálpito se halla en El castillo de los Cárpatos, aquel relato de Verne donde intentaba sostenerse la imagen apagada de una actriz moribunda mediante un artificio de resurrección simbólica, y también en La invención de Morel de Bioy Casares, donde el mecanismo sirve para eternizar unas pocas horas de los amantes reunidos. Los retratos de Muñoz no quieren burlarse de las formas culturales y artísticas que alimentaron la necesidad de fijar el rostro en la memoria de los hombres, como hizo Vik Muniz con su retrato de Jackson Pollock en chocolate derretido, reproducción a la vez de la conocida fotografía de Hans Namuth. Se duelen de su ineficacia y claman por su pérdida. De tal manera, dibujo, fotografía, instalación, vídeo y acción participativa quedan cuestionados como estrategias para representar la conciencia y el carácter, cuando no las simples claves de la mirada. Como consciente del valor de cambio de la identidad personal, del estereotipo de su representación y del uso pervertido por los medios de reproducción, Muñoz juega entre la serialidad* de los métodos representativos y la unicidad de la * La estrategia de la producción en serie, extrapolada al arte contemporáneo, ha permitido que los artistas incorporen a su trabajo métodos de la producción industrial y, por otro lado, citar visualmente y aludir metafóricamente a procesos de un campo exterior al arte. Estas dos maneras de encarar la serialidad en la producción artística se comprenden mejor si contrastamos el uso que a tal procedimiento dieron el arte pop y el minimalismo. En uno, la serialidad invoca la manera en que la cultura del capitalismo tardío introduce un principio de inercia en la recepción del abundante e indiscriminado flujo de imágenes de los medios masivos de comunicación. En el otro, la serialidad, que

68

experiencia representada, lo cual queda subrayado por una de sus últimas obras, Re/trato, en la cual presenta el registro fílmico de un dibujo con agua emprendido una y otra vez sobre una piedra caliente*. La obra de Óscar Muñoz, hecha de presencia y ausencia y de una sabia poética de los elementos, convertidos en reflexión sobre la memoria y sus equívocos poderes, recuerda ese famosos epitafio romántico atribuido al poeta John Keats, que resume la inutilidad de toda acción humana: Aquí yace uno que escribió en el agua. Debemos anotar, sin embargo, que este proceder, hecho de tiempo y de incertidumbre, es el que puede aspirar a la única permanencia factible, aquella que el arte da a nuestros erráticos intentos de negociar con lo imposible.

remite al contexto de la industria pesada, enfría la relación del espectador con la obra de arte y desliga este vínculo, por lo menos en el espacio expositivo, de cualquier condicionamiento antropomórfico. Es interesante, para el caso de Óscar Muñoz, observar cómo la serialidad es un procedimiento orientado a nuevas alusiones antropomórficas y míticas y trae a colación nuevas formas de entender la imagen en relación con su despliegue en el eje temporal. * Vale la pena recordar un hecho curioso, que reafirma la tesis de este comentario: Muñoz realizó el diseño para el billete de más alta denominación actual del Banco de la República. ¿Dónde puede estar más disuelto el valor de identidad de una representación facial portadora de identidad que en el papel moneda? (Cfr. Banco de la República. Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango. «La Nueva familia de billetes.» Artículo de Internet.)

69

70

2. Miguel Ángel Rojas, las rutas de la huella *

Imagen 16. Serie Faenza, 1978.

La imagen tiene por tema la mirada. O, si se quiere, los múltiples avatares que esta mirada, captada con cierta ayuda del azar, debe padecer para mantener algo de elocuencia y legibilidad en medio de las mediaciones culturales. Y se presenta también de manera problemática para negar cualquier vínculo con la transparencia comunicativa. Las fotografías de la serie han sido expuestas en reducciones minúsculas y en ubicaciones a veces inaccesibles para el espectador, lo que obliga a aguzar el ojo*, a empinarse. O, incluso, a renunciar, a veces, a la misma observación de las imágenes. La distancia entre los que se miran puede ser física, pero, en este caso, * Como en el caso del proceso de marginado, el emplazamiento de la imagen propone significaciones que trascienden la mera esfera de las formas y buscan contenido en el contexto y en la manera en que la imagen se dispone pragmáticamente frente al espectador. Si el marginado es una figura de orden textual que, con la alusión fotográfica, compone referencias culturales y políticas, también la inaccesibilidad de los que queremos ver hacen una metáfora del voyerismo y un llamado a comprender la ubicación necesariamente contextual del acto de mirar.

71

los trayectos ideológicos se interponen como subtexto (a la vez garantía y obstáculo) de la información visual. La obra, por supuesto, es también procesual, porque convierte el acto de mirar la imagen en un recorrido poblado de incidentes. La exposición traslada la imposibilidad comunicativa y la convierte en experiencia personal inviolable, en inoperancia de la fotografía para configurar un sentido probable de las cosas. El protagonista de la imagen mira desde un lugar acentuado por el marco de oscuridad que lo rodea. Y lo hace, también, desde el límite dibujado por una línea que, a modo de cenefa, dibuja un horizonte precario en la pared. En los dos casos, el joven (cuya androginia* se subraya significativamente) mira desde el marco que, como opción marginal, la cámara le permite. La margen es entonces, no solo una condición del medio o del dispositivo, sino también una referencia a la ubicación social del capturado. La condición marginal, no lo olvidemos, es primero un concepto de la lingüística del texto y de la organización tipográfica de los libros, y luego una constatación social o cultural. También, es una noción propia del proceder fotográfico. El «marginado» es también un proceso que se consuma en el laboratorio, una acción que establece un límite entre lo registrado y un «fuera de campo». Estar al margen es estar fuera de la corriente principal del texto y de los registros de la historia. Por supuesto, hay también en el óvalo denegrido una referencia irónica a los retratos fotográficos antiguos, guardados habitualmente en estuches y relicarios, es decir, en portadores físicos secundarios. El gesto es el de quienes son sorprendidos o interrumpidos por la aparición furtiva de un intruso en el espacio de su asilamiento cultural. Hay algo de aparición religiosa en la imagen, pero la ironía viene a confirmar que es una aparición que trascurre en un lugar prosaico y aun sacrílego. Rojas muestra que, si la cámara practica un recorte, también la cultura lo ha hecho * La ambigüedad sexual del motivo humano parece corresponderse asombrosamente con el carácter liminar de los lugares y con la atmósfera crepuscular que convocan estas obras. Los acercamientos a los límites de las técnicas artísticas son la consecuencia en el otro nivel del problema.

72

sobre ciertos grupos sociales. La obra de arte supone el encuentro de un seccionamiento físico y de una escisión simbólica. La pregunta que hace la imagen es si el gesto del obturador fue el invasor o si, simplemente, lo que produjo el gesto fue otro acto de perturbación. Como en aquellas fotografías de ejecuciones o asesinatos, el lector de la imagen asocia siempre el disparo del arma con el de la cámara. Pero, aquí, no sabemos si la mirada resultante es respuesta del obturador o si la imagen simplemente cita la reacción del cuerpo ante otra cosa. Testigo o causa, la fotografía es una garantía fallida para hacer ver algo que, de otra manera, ni siquiera emergería a la superficie del texto. Como sabemos, tal irrupción conserva algo de opacidad, y la imagen que llega a nuestros ojos se ha desgastado en su recorrido, desde el acto fotografiado hasta la consumación provisional en el portador. Mucho se ha escrito sobre el hecho de que la obra de Rojas suscita una especie de voyerismo involuntario en el espectador. Como ventanas indiscretas, vemos a través de ellas un mundo desconocido. Los discursos psicoanalíticos y de género han encontrado en ello motivo para distintas especulaciones, más allá de que la abundante crítica sobre la obra de Rojas en Colombia sea más sosa que realmente indagadora. La interacción conflictiva entre lo que se revela y lo que se oculta, lo que se deja oír y a la vez calla, lo ofrecido a la fruición erótica y lo que se niega a ser poseído, habla de las exclusiones sociales que confinan las representaciones del mundo homosexual a la marginalidad y al aislamiento. Hay que señalar cómo, de igual modo, se afirma con osadía la dependencia que las imágenes de Rojas contraen con la explicación autobiográfica. Como nunca, parece que la fotografía estuviera al servicio de la mitificación de una vida privada. Incluso, se habla de que esta ligazón con el mundo personal es uno de los atributos de la obra y una de las formas de protestar contra el modernismo pictórico y su rechazo exagerado de la anécdota y la subjetividad. La oferta de leyenda y mito parece más rentable, en la tasación crítica, que la ardua lectura del encuadramiento lógico y simbólico de la imagen. Mejor para muchos, tal vez, averiguar de qué vida hablan 73

estas obras que intentar leerlas como arte. Mejor predicar que la imagen habla de temas nunca antes mencionados (la ilusión redentora del tabú, que cree hallar en la destrucción de prohibiciones la garantía de la validez estética) y evadir la pregunta por su propuesta. Si bien el arte contemporáneo difícilmente tolera una lectura formalista (y, menos aun, la obra de Miguel Ángel Rojas) es evidente que considerar la misma pragmática de la imagen fotográfica, su funcionamiento y sus cooperaciones con el sistema de los objetos y del espacio facilita una mejor comprensión de sus significados. La distinción entre formalismo e ideología en el ámbito de la crítica no es del todo necesaria en el arte. Las más ensimismadas decisiones formales y técnicas declaran. Si se quiere, en nuestro caso, como decía Michael Fried refiriéndose a la teoría barthesiana del punctum, una indagación en lo fotográfico conjura cualquier reducción teatral de una obra que, antes que nada, pertenece al mundo de los objetos visuales y a las superficies portadoras de la imagen. La convicción de que el significado externo está precedido de una alusión de la misma imagen fotográfica a sus posibilidades y condiciones es el punto de partida necesario. Evitar la explicación simplista y la alegoría fácil son siempre formas de restituir a la imagen del arte su carácter inconcluso, su dimensión problemática. Ir en la dirección contraria es situarla en la cómoda categoría de los artefactos comunicativos que simplemente denotan información. Si alguna alegoría es válida en el arte contemporáneo es la de lo inacabado, la del fragmento y lo discontinuo, como Craig Owens escribió, cuando defendió el carácter contemporáneo del interés por la ruina. Pretender una comprensión acabada de un fenómeno, o una interpretación total del mundo social o cultural, resulta inadecuado cuando se trata del arte reciente. Por ello, la resistencia a lo narrativo y a la comunicación referencial es todavía una posibilidad que puede aprovecharse. Un arte que reconoce la imposibilidad de experimentar sin mediaciones el mundo facilita más una lectura abierta y coopera con el carácter inconcluso del sentido. Parafraseando a Benjamin, la alegoría no es una garantía de comprensión. Antes bien, como se sabe, para él la ruina estaba en relación con las cosas, como la alegoría con el pensamiento. 74

Tenemos, pues, estas imágenes que han aparecido una y otra vez en las obras de Rojas. Tomas clandestinas de encuentros furtivos homosexuales en teatros ya abandonados, donde thrillers, westerns y toda una fauna de culebrones y melodramas que integran la clase B se exhiben como pretexto para el ritual de cortejo. Si, según Umberto Eco, el superhombre de masas se define en función del placer masturbatorio dado por los dramas inocuos del entretenimiento, la representación de la recepción de este estereotipo da una vía de acceso privilegiado al conocimiento del mecanismo psicológico. La consolación sexual en un entorno donde se consuma la fantasía de habitar una zona de tráfico de amores furtivos (y donde la evocación de héroes y mitos de la masculinidad difundidos por Hollywood los hace accesibles) se da aquí a través de un uso de lo fotográfico que ha hecho del marco y del recorte su mejor principio de operación. Y que, más aun, aprovecha el margen de oscuridad ofrecido por la posibilidad del espectáculo cinematográfico. Portadoras de su autoconciencia, las fotografías de Rojas afirman aquí la idea lacaniana de que lo imaginario es el reino de la fantasía por excelencia y que, allí, el espacio se libera de las restricciones históricas. Con el psicoanalista, sabemos que a esta etapa imaginaria le sucede una simbólica, en la cual las experiencias son codificadas. Solo que, como afirmó Barthes, la fotografía es lo que se resiste, por definición, a ser codificado. De ahí que dudemos de la capacidad de una foto para exorcizar los demonios del recuerdo y restituirles un lugar en el orden de las cosas. Por ello, el hecho de que estas fotografías sobre el mundo homosexual vuelvan insistentemente en varios de los proyectos de Rojas habla menos de la condición traumática de la visión que de la imposibilidad de vincular las imágenes solo con lo autobiográfico y vivencial. Supone el paso de una designación imaginaria a un intento de estructuración artística que logra comunicar, con cierto grado de universalidad, una vivencia incompleta y segregada. Lo que en la crítica de arte en Colombia es ya una insoportable legión de entrevistas, diálogos, diarios y anécdotas con los artistas 75

como recurso último para explicar el significado de la obra pasa al periodismo cultural como mitología que es necesario tener en cuenta para notificar del valor cultural de una obra. Que la visita a los teatros clandestinos bogotanos de los años setenta sea en la crítica el punto de llegada para la lectura de las múltiples obras que abordan la marginalidad (Antropofagia en las ciudades, La vía láctea, Faenza), que la fotografía del éxodo de Girardot sea el referente para explicar la reelaboración de la memoria en la instalación Grano, no son más que auxiliares que permiten la comprensión de los procesos y la manera en que la reelaboración de la autobiografía puede convertirse en una representación de uno mismo con repercusiones simbólicas globales. A lo sumo, estas informaciones enriquecen lo que ya el procedimiento y las referencias ideológicas contienen o son garantías de cualificación posterior del significado. Decir que la obra de Rojas se vale del tópico de las representaciones homosexuales es confinar su obra también a un estereotipo que, no por secundario y consciente, es menos reaccionario. Las fotografías de Rojas citan, en varios casos, otras imágenes. En otros, nos dan la prueba del momento decisivo en que el fotógrafo se encontró con lo visto y leyó su complejidad cultural. Sea en las proyecciones cinematográficas que en algunos casos quedan registradas en fotografías luego trasladadas por medios gráficos a otros soportes, sea en las escenas que citan los mismos estereotipos de masculinidad, feminidad y ambigüedad sexual difundidos por los medios, la fotografía está siempre atenta a captar resonancias y auras, reflejos que traen a la conciencia atmósferas y espacios animados por la magia simpatética del contagio físico. Leemos las atmósferas clandestinas, los singulares amueblamientos del gueto. Que el artista haya renunciado a erigirse en emblema de una clase, una época o una identidad emergente o subalterna, lo que es evidente en el laconismo histórico de estas primeras obras, da una idea de cuáles son los asuntos con los que la crítica debe entenderse en primer lugar. Por supuesto, esta recurrencia al discurso verbal es también causada por el uso de imágenes indiciales dominadas por una aparente mudez. Hay que hacerlas hablar. Lo importante es decidir de qué manera. 76

**

Imagen 17. Grano, 1981.

La vista parece ofrecer la panorámica simple de un enorme salón vacío. Un mar inmóvil de mármol o de gres. Una superficie casi uniforme y regular donde el diseño parece aludir al planisferio urbano o al damero que, como testimonio del dominio sobre la naturaleza, ofrecen desde el aire los campos cultivados. Podría ser, sin duda alguna, la imagen aérea de una campiña o una ciudad. Pareciera que la geometría hubiera anulado el delirio, que la racionalidad y el orden constructivo estuvieran imponiendo su sello sobre la imagen. Solo una distante y quebrada línea de horizonte y alguna imperfección leve en el diseño logran introducir algo de distorsión semántica en lo que vemos. Poco falta, incluso, para que juzguemos la fotografía como una pieza visual perteneciente a la publicidad de pisos y baldosas. Podríamos aceptar que es solo esto, si el motivo fuera un poco más fotogénico, si no apareciera en ella ese tinte un poco melancólico que, lo sabemos, acostumbra usar el arte para anular el glamur de todas nuestras empresas de representación y figuración. Estaríamos dispuestos, incluso, a reconocer que la imagen señala algo identificable, pero todo cambia una vez sabemos de las circunstancias en que fue producida. Incluso, entendemos por qué en obras como ésta se revela la manera singular en que Miguel Ángel Rojas expone una crisis de la fotografía como posibilidad de señalamiento y auxiliar 77

de la memoria. Si se quiere, se trata de una impotencia deíctica, elevada por Rojas a intenso procedimiento poético, que confronta fotografía e instalación de una manera harto novedosa. El diccionario ofrece dos definiciones de deixis: deixis. f. Ling. Señalamiento que se realiza mediante ciertos elementos lingüísticos que muestran, como este, esa; que indican una persona, como yo, vosotros; o un lugar, como allí, arriba; o un tiempo, como ayer, ahora. El señalamiento puede referirse a otros elementos del discurso (Invité a tus hermanos y a tus primos, pero ESTOS no aceptaron) o presentes solo en la memoria (AQUELLOS días fueron magníficos). // 2. Mostración que se realiza mediante un gesto, acompañando o no a un deíctico gramatical.

La confrontación del carácter deíctico de la fotografía, es decir, su capacidad para ser índice de la realidad y para permitirle al observador la certidumbre de que con ella se señala algo, es uno de los fundamentos de la teoría de lo fotográfico de Rosalind Krauss. La autora norteamericana mostró cómo, en el arte moderno, muchas obras, entre ellas la de Marcel Duchamp, aludieron a esa dimensión indicial de la fotografía, aun sin presentarse estrictamente como fotografías. La producción de obras bidimensionales y tridimensionales aparecía fuertemente influida por la fotografía y sus posibilidades. Para explicar esta tesis, recurrió con éxito (más allá de los equívocos terminológicos) a lo que en lengua inglesa se conoce como el «signo pronominal vacío», y logró establecer relaciones entre la lógica que rige la acción fotográfica y la actividad lingüística, a través de los pronombres personales y los deícticos. El interés de tal hipótesis es que la asociación entre fotografía e índice (cuya premonición, según Krauss, le corresponde a Duchamp) permite cualificar el entendimiento de muchas actividades artísticas recientes, si se miran a la luz de «lo fotográfico». De tal manera, son fotográficas las obras de Duchamp que transcriben sombras de sus ready-mades o que incorporan en El gran vidrio las huellas que el polvo dejó sobre su superficie. Así, es doblemente fotográfica la imagen tomada por Man Ray de las huellas que, en ese polvo acumulado durante años en una bodega, dejó El gran vidrio mientras estuvo abandonado: fotografía de un índice que luego se disgrega 78

para ser incorporado en el objeto. De igual manera, son fotográficas, en el más pleno sentido de la palabra, algunas de las obras de Óscar Muñoz, Miguel Ángel Rojas y Rosemberg Sandoval que emplean recursos del dibujo, del grabado, de la instalación y de la acción performativa. Grano obedece a lo que podríamos llamar un impulso fotográfico, porque se convocan en su desarrollo todos los componentes que permiten considerar el acto de fotografiar con una especie de fe en su condición de índice, es decir, en el hecho de ser un signo provocado causalmente* por aquello que la imagen muestra. En este caso, además, la imagen resultante estuvo antecedida por una fotografía de la que se copió el diseño del suelo. Circunstancia adicional es que Grano, un título de amplias y múltiples resonancias semánticas incluso en el léxico fotográfico, pone en evidencia la colisión del estatuto semiótico de la imagen fotográfica. Si bien la obra refiere a la igualación del espacio expositivo con la imagen obtenida del álbum fotográfico familiar mediante la reminiscencia icónica (el suelo realizado en la instalación es idéntico al suelo que sale de debajo de la cama en la fotografía infantil), la obra también funciona como índice. Este tránsito de la imagen figurativa a la imagen producida por huella tendrá como estación final del recorrido el acortamiento de la distancia entre lo imaginario y lo real, entre lo que es imagen especular y lo que es codificado. Por supuesto, esta sistematización no deja de ser problemática, toda vez que la misma instalación es destruida luego por una gallina que se libera en el lugar de la * Por supuesto, la idea de que la imagen fotográfica es producto del azar debe ser considerada con dudas, dado que en la producción de este tipo de imágenes la determinación del artista está tan presente como en otras formas de la producción artística. Sin embargo, la idea de este encuentro fortuito entre el ojo y lo real, mediante el registro que permite el artefacto, persiste en buena parte de la crítica y la teoría sobre lo fotográfico. Incluso, una de las grandes escritoras de lo fotográfico, la norteamericana Susan Sontag, no duda en tener presente esta circunstancia como el rasgo distintivo del verdadero surrealismo. Para los artistas contemporáneos que cuestionan los fundamentos de lo fotográfico, es claro que esta aleatoriedad merece también una revisión. Y, en muchos casos, mediante diferentes estrategias formales, exponen o literalizan los límites de esta virtud de captación, al parecer «desprevenida», de lo real.

79

exposición. Si se quiere, las varias estaciones de codificación donde el recorrido se detiene una y otra vez van desgastando o revivificando la imagen sin que quede ya claro dónde está el referente. Que el animal destruya la ilusión representativa vuelve al símbolo campesino que estuvo en el origen de la imagen. Si en Proust la ilusión de la magdalena se disipa con la irrupción de las conversaciones de otras personas, que sacan a Marcel de su ensimismamiento, aquí todo está clausurado por el cuerpo de un ser vivo, que interrumpe el laberinto de referencias entre imágenes y huellas. Si en Óscar Muñoz la dinámica de lo imaginario está asociada directamente al estadio del espejo como tránsito obligado para la elaboración del autorretrato, en Miguel Ángel Rojas se presiente un desplazamiento de esta estrategia hacia la recuperación del espacio, al recuerdo del lugar. Como es evidente, lo procesual en ambos es algo obligado: según dice Krauss, siguiendo a Barthes, la imposición del orden natural a la fotografía hace que las imágenes producidas por ésta última se resistan a cualquier inclusión posible de su significado en un sistema de comunicación, es decir, a ser codificadas. Por ello, artistas como Óscar Muñoz, Rosemberg Sandoval o el mismo Miguel Ángel Rojas solo pueden presentar sus contenidos exponiéndolos, no codificándolos. La fotografía no es presentada como tal, sino que se expone su propio proceso constructivo (o destructivo). Lo real, en muchos casos, ingresa a la galería y viola la misma codificación artística. Sin embargo, en el caso de Rojas, la indicialidad fotográfica no se usa directamente, como ocurre, por ejemplo, en las obras de Jorge Ortiz*. «Es citada». La cita se da, por supuesto, a través de * En cierto sentido, Jorge Ortiz representa el punto culminante de la reflexión sobre lo fotográfico y sus posibilidades de hibridación con los lenguajes plásticos del arte moderno. Y, de igual manera, podría considerársele como un antecedente fundamental para entender la incorporación del discurso fotográfico a las formas del arte procesual. Tal vez el sesgo político que poseen las manifestaciones plásticas que involucran lo fotográfico citadas en este libro excluye la posibilidad de considerar a uno de los más eximios representantes de la extensión material y temporal del proceso fotográfico y acentúa un rasgo común en el uso que, de lo fotográfico, proponen los otros nombres

80

otros procedimientos, que también tienen la capacidad de producir ciertos tipos especiales de índices. El ready-made, en este caso, no está constituido por fotografías o restos de fotografías, como en el fotomontaje o en el collage. Lo citado, lo apropiado, lo posproducido, es el acto mismo de fotografiar. Si bien todo elemento puede producir huellas, el dibujo o la pintura consiguen los más eficaces sucedáneos de lo real, como explicó André Bazin. La misma Rosalind Krauss diría algo que podríamos relacionar con Grano: «la arrolladora presencia física del objeto original, fijada en la proyección de su huella, revoca la posible intervención formal del artista en la creación de la obra». Es iluminador también el hecho de que tales palabras hayan sido usadas por la crítica e historiadora norteamericana para referirse al fotorrealismo pictórico, tendencia en la que también se inscriben las obras tempranas de Rojas y de Muñoz. Y donde la pintura o el dibujo acaban por referirse, no a la realidad que supuestamente presentan de manera tan transparente, sino a la misma representación, a sus propias insuficiencias. En este punto, podemos decir que una autoconciencia de cualquiera de las dimensiones semióticas de la imagen fotográfica (que es huella o icono) lleva a la radicalización de un impulso, al enrarecimiento del medio y, finalmente, a la opacidad de la imagen. A fuerza de indagar en los fundamentos del índice, la figura o el símbolo, la obra se convierte en crítica de los mismos lenguajes artísticos. *** Este poder para dislocar los signos visuales conseguidos de manera fotográfica se pone en evidencia cuando se tienen presentes obras de Rojas que emplean trozos circulares de hojas de coca, semejantes en tamaño a las reducciones fotográficas de las series Faenza, Vía láctea y Antropofagia en las ciudades. La obra ofrece considerados aquí: las nuevas posibilidades de análisis cultural e histórico que permiten las representaciones hechas con la cámara. La transformación de una consideración puramente espacial y procesual de la fotografía a una antropológica y política se da si ponemos la obra de Ortiz frente a una obra como la del mismo Miguel Ángel Rojas.

81

una imagen de guerra, pero no al estilo de la reportería o de la pintura histórica. En Bratatatá, los símbolos y las codificaciones de las imágenes del arte y de la cultura popular colisionan cuando el artista emplea una estrategia de producción (o, más bien, de posproducción) fotográfica. Observamos que la pintura del artista pop Roy Lichtenstein, también ella una apropiación pictórica del estilo composicional de las tiras cómicas, se cita aquí con la alineación de los trozos de coca, elocuentes en su escueta materialidad. Si bien se altera la frase de la franja superior, el parecido de la imagen hecha con los bocados de coca con la pintura pop, aunque precario por la diferencia de medios, es evidente. Por supuesto, como se ha señalado, los puntos de coca están en relación analógica con los puntos de color que componen la imagen de la tira cómica y que Lichtenstein reprodujo hábilmente con el pincel. La alusión a la experiencia infinitamente mediada es contundente, más allá de que una de las materias empleadas en esa mediación sea de procedencia natural. En la imagen de la serie dedicada a los teatros Faenza y Mogador, la imagen mostraba, a través de diferentes recursos, la dependencia

Imagen 18. Bratatatá, 2002.

82

del acto de mirar con los condicionamientos de la cultura. Al ser imagen sobre los lugares y los focos de la mirada, la obra empleaba el procedimiento fotográfico para hacer referencia a las distintas maneras en que el ver se relaciona con la representación y la construcción social de identidades. En Bratatatá, la relación de la mirada con la cultura adquiere otra dimensión histórica. Señala, con recursos diferentes, los tránsitos que pueden ocurrir de la imagen de referencia (la obra de arte pop) a la imagen resultado (las circunferencias de hoja de coca que forman el contorno de la imagen), sobre todo si la mediación es operada mediante una materia que carga con el lastre de las tensiones contemporáneas entre naturaleza, poder y tecnología. Vaciamiento o llenado, concreción o desrealización *, la oposición de operaciones contrarias y su posterior interpretación permanecen sin solucionar. Se ha dicho, con razón, que las obras donde Rojas emplea las hojas de coca para citar visualmente símbolos culturales altos y bajos de la sociedad de la abundancia hacen una crítica a los oscuros resortes que rigen la relación entre el mundo de oropel del espectáculo en el primer mundo y el mundo sórdido de los cultivadores del tercer mundo. Santiago Rueda ha mostrado, en su exhaustiva monografía† sobre Rojas, cómo el consumo de drogas en los países ricos está odiosamente investido de glamur, sobreexpuesto en los medios, mientras el cultivo y la producción están satanizados y se ocultan como una vergüenza. La obra, según este planteamiento, escenificaría, en el momento de la exposición, las oscuras * El término es de Baudrillard y se refiere a la manera en que la experiencia directa de lo real se ve cada vez más pospuesta por la interposición de representaciones de esa realidad entre el sujeto y la realidad misma. † Si bien el discurso monográfico y tratadístico es fundamental para la circulación de información cualificada sobre el arte, constituye solo uno de los soportes para la crítica. Si bien el ensayo y la escritura de opinión, de acuerdo con Ortega y Gasset, prefiguran y anticipan (el ensayo considera las cosas para que después las trate la teoría grande, según Georg Lukács), debe considerarse la posibilidad de que los géneros que estetizan lo didáctico sirvan también de síntesis. Que recojan toda la información posible, pero que la trasciendan. Que se nutran de lo que han agotado filosofía y teoría para ponerlo al servicio de una expresión que permanezca por sus mismos valores formales. El ensayo no se contrapone a la ciencia ni renuncia a la teoría. Las problematiza profundizando en sus fundamentos y extendiendo sus alcances.

83

rutas que comunican los dos mundos y los hacen entrar en relaciones intrincadas. Vale la pena añadir a esta interpretación el hecho de que el artista, más allá de aprovechar el poder de evocación y significación de los materiales, actúa, también aquí, con una avanzada conciencia de las operaciones fotográficas del arte contemporáneo. Así, el apropiacionismo de los años ochenta ofrece, con ciertas variaciones, una estrategia crítica poderosa. Si en las fotografías de fotografías de Sherrie Levine y Richard Prince y en las imágenes de fotogramas de Troy Brantuch y Richard Long se ponía en evidencia la crítica al fetichismo de la autoría y la propiedad sobre las imágenes, en Rojas asistimos a la citación de un referente visual de las culturas de la sociedad de consumo para señalar impensados vínculos sociales. No solamente, por supuesto, la referencia a la hipocresía del mundo mediático norteamericano, sino también a los innegables vínculos que existen entre el mercado del arte y las nefandas actividades ilícitas de los estupefacientes. En el vodevil contemporáneo, parece decir Rojas, el arte y la industria del entretenimiento pertenecen al mismo conjunto de operaciones simbólicas, apoyadas en la proscripción* de quienes proveen materialmente el alucinógeno como forma de supervivencia. * De seguro, una de las tradiciones más vigentes del arte moderno es la que se apoya en la inclusión de lo despreciado y rechazado por la alta cultura como motivo o modo de representación. Lo banal, lo que pertenece a la baja cultura, lo inmoral, lo convulsivo o lo abyecto son, la mayoría de las veces, los motivos más recurrentes. Las estrategias de choque, inversión y trastocamiento proveen un combustible inagotable para un arte que aún funda en la crítica al status quo una de sus más importantes tácticas de operación. Rojas involucra la reaparición de lo proscrito, que ingresa al arte para redefinir el orden de la representación y las formas de estructurar y encuadrar la imagen. El tema de la circulación de imágenes y representaciones sociales sobre los actores que intervienen en el proceso de circulación, venta y consumo de drogas alucinógenas da Miguel Ángel Rojas una opción de discusión y cuestionamiento que va más allá de reivindicar o protestar en nombre del raspachín o del cultivador las especies malditas. Solamente dispone un orden diferente, en el que las categorías con que la sociedad encuadra este proceso se vuelven inoperantes o simplemente contradictorias. En otras ocasiones, como cuando reúne en una imagen fotográfica los versos de la novena de aguinaldos con alusiones a las fumigaciones con glifosato, revela connivencias simbólicas que creeríamos impensables. No en vano, gran parte de esta inclinación por la proscripción tiene a la religión católica y a sus símbolos como blanco de sus dardos.

84

Punto adicional es que, más allá del tipo de apropiación de la imagen practicada por Rojas en Bratatatá y en otros trabajos donde emplea hojas de coca, la obra impone una calculada autorreferencialidad artística. En cierto sentido, aunque la obra hace una declaración sobre un trasunto cultural y sobre las implicaciones geopolíticas de unas prácticas simbólicas y económicas (es decir, algo externo a ella), la imagen también porta una declaración sobre el arte y el papel de las imágenes para transitar entre realidades problemáticas. La cita histórica del arte pop sirve aquí para mostrar a qué tanta distancia crítica está el arte contemporáneo de sus antecedentes de mediados de siglo y, también, como se ha venido insistiendo, para indicar cuáles son los límites y las posibilidades de la imagen en una crítica del mismo sistema de la imagen. Contra una representación infantilizada del conflicto bélico y su elevación al glamur del arte, Rojas presenta una imagen precaria, insuficiente en sus poderes icónicos, pero que con su uso autoevidente del material es suficiente para desatar una oleada de resonancias críticas. Una imagen concebida de manera inteligente puede ser el mejor atajo para detonar la dependencia informativa que se tiene con las mismas imágenes del sistema que la obra cita. Un atajo es siempre un desvío y, a la vez, una confirmación de la dependencia con la ruta principal, a la que se puede subvertir, pero nunca anular. No hay marginalidad posible, sino un conjunto de operaciones internas que parasiten el sistema y lo cuestionen en zonas parciales de autonomía y libertad. **** Si la presencia de la fotografía como atajo crítico se pone en evidencia en las obras donde las materias orgánicas citan imágenes relacionadas conflictivamente con un material determinado, las obras donde lo fotográfico, el vídeo y el dibujo se relacionan logran un poder comunicativo impuesto con inusitada fuerza sobre el espacio. El vídeo es elemental en la descripción de una acción que mide los poderes del arte para intentar una codificación pública de lo que tal vez no tiene nombre. Una mano enfundada en un 85

guante de látex dibuja con un lápiz de color blanco los contornos de unas manchas de sangre derramada en el asfalto. De mancha a mancha, la mano intenta una imposible cartografía del miedo, derretido en sangre sobre las calles. La captación de un principio de orden en lo que es la diseminación caótica por antonomasia: la de la materia vital derramada, a la que se intenta captar mediante un imposible retrato de silueta.

Imagen 19. Borde de pánico, 2006.

La obra hace referencias explícitas a imágenes de violencia y, de paso, a representaciones sociales de la misma. La mano enguantada cita los procedimientos fiscales que, en un intento por recolectar pruebas, intentan hacer razonable el horror, delimitándolo y disponiéndolo para una posible acción de la justicia. Su reducido ámbito de operaciones y su improbable capacidad para apoyar la compensación de la víctima quedan aquí aludidos con claridad. De igual modo, deben tenerse en cuenta las referencias a la ciudad y a la manera en que el espacio urbano se ha convertido en sede del desasosiego, declaraciones que se hacen explícitas en * La idea de que las artes ofrecen una posibilidad de reparación del mundo ha estado asociada a una concepción estética que les reconoce también posibilidades de evasión y renovación psicológica. A mi modo de ver, la idea de que el arte produce estos dones espirituales se ha convertido, por diferentes situaciones, en una pretensión de intervención sobre el medio social. La expresión parece ser tan modesta como para no declarar una pretensión de transformación social, pero sí tan ambiciosa como para afirmar, dentro de la esfera del arte, una función en la que el contexto es anexado como uno de los destinos probables (y, en ocasiones, obligatorio) para la obra.

86

una acción de etnografía imposible, pues el obrar artístico retrocede presa del pánico y el horror a lo escueto del crimen. Un horror que, sin duda, se expresa en el intento por superponer una explicación al mudo agujero que en lo imaginario hacen los acontecimientos. Líneas que intentan apresar lo informe y ofrecerlo a la comprensión. Si el arte, de alguna manera, repara* las grietas de un mundo incomprensible y terrorífico, la obra de arte contemporáneo resbala sobre su propia insuficiencia para emprender esta sanación. Las huellas del cuerpo en disolución fijadas al pavimento son pobremente conjuradas, así, con la delimitación de su contorno. El encuadramiento es aquí nuevamente el procedimiento fotográfico al que alude Rojas, aunque ya no se le practique para señalar segregaciones, sino para exponer la impotencia de la razón cuando intenta lidiar con lo infame. Los trazos extienden, así, una red de signos opuestos con impotencia a la elocuencia de una muerte que a diario se inscribe sobre las calles. El arte opone sus signos al dictado de una máquina poderosa, la que orquesta la destrucción y el exterminio. Una vez más, al poner en escena este acto de impotencia comunicativa, tan antinarrativo como tan antiteatral, la obra habla de que la fotografía es lo que no puede codificarse, lo que no tiene un sentido social por depender de los hechos y de la naturaleza. Esto, sin embargo, es lo que garantiza, aún en la escritura de los más extraños signos, la irrupción, a la vez traumática y esperanzadora, de lo real. Que se tenga una posibilidad de contestación desde el arte no deja de ser ya una promesa.

87

88

José Alejandro Restrepo, mirada y etnografía

*

Imagen 20. Paso del Quindío II, 1999.

La imagen es icónicamente* difusa. Advertimos con dificultad la figura de un carguero, de ésos que recordamos por los grabados de la Colonia o por películas y relatos históricos que han hecho ficción con el sometimiento del indígena a la férula del conquistador. Los factores indiciales están igualmente presentes, pero apenas si podemos distinguir cuáles son huellas de una acción mecánica distinta de la cámara. Pareciera que las técnicas gráficas y las fotográficas hubieran tenido una interacción compleja, que borró de nuestro horizonte la posibilidad de identificar cuál medio fue el que sirvió de base a la apropiación. ¿Fue antes la xilografía o lo fue la foto? La hibridez permanece como signo de una bastardía que, a la vez, es tema y modalidad de la imagen. Hay fotografías que citan las huellas de la madera y la plancha metálica, y hay * Este grado relativo de iconocidad no solo es útil, en este caso, para hacer énfasis en la mirada particular del artista o para singularizar la imagen. Sirve para eclipsar la capacidad de referirse a la realidad y elevar lo representado a una dimensión simbólica de la que ha sido retirada toda individualidad.

89

procederes gráficos que ultiman el procedimiento fotográfico. En este caso, las remisiones no se resuelven, y todo parece puesto al servicio de un símbolo complejo, lleno de historicidad, al que la imagen artística visita como un huésped incómodo. La obra de arte se introduce en las representaciones del pasado y las decomisa para exhibir sus delitos y para mostrar cómo su propia negatividad engendra sentido. La lectura del simbolismo operado por el artista no es, tampoco, diáfana. Que una fotografía tenga semejante tema tiene tres opciones de interpretación, si prescindimos del suplemento verbal que ofrecen el artista y el contexto expositivo. Podría pensarse, primero, que la obra usa una fotografía antigua, con la que se captó la supervivencia de esta práctica en algún territorio americano. En ese sentido, la obra trabajaría con un signo histórico al que cita de manera esteticista, dados los atributos formales y compositivos de la imagen, un tipo de procedimiento que comunica una indeterminación temporal, imponiendo a la imagen signos ficticios de envejecimiento. La distorsión, provocada con alevosía, parece convenir a la necesidad de crear incertidumbre histórica y suscitar una parodia de la que los referentes se han extraviado como testimonio de la afirmación de Foucault, según la cual el origen es una ficción de los historiadores. Una segunda manera de entenderla es asumir que la fotografía es reciente y que, por tanto, la actividad de cargar gente para transitar por parajes agrestes de la geografía americana aún se practica, tal como parecen indicar las fotografías, más recientes, del fotógrafo suizo Lucas Zanetti. La obra, entonces, revelaría una particularidad etnográfica, valiéndose de un simple recurso visual que documenta y expone la curiosidad social. Recordemos que algo parecido hizo Juan Manuel Echavarría, presentando con simpleza prácticas culturales de elaboración del duelo en canciones populares del Pacífico colombiano y mostrando la adopción de los muertos anónimos que bajan por el río Magdalena hecha por los habitantes de un poblado. El artista, en este caso, con el mínimo de formalización, deja que brille por sí 90

sola la particularidad estética de la elaboración popular. De ser así, la pátina de vejez de la imagen de Restrepo adquiriría un cariz irónico, toda vez que transmitiría algún tipo de ofuscación perceptiva ante el paisaje. Al ver la imagen, se nos ocurre que estamos repitiendo la manera en que carguero o cargado ven la naturaleza circundante, un conjunto de estímulos que se traslapan y se solucionan en una experiencia visual casi abstracta del entorno. Las otras imágenes que participan de la videoinstalación revelan, por el color de la imagen y por la indumentaria del carguero, que estamos frente a una fotografía contemporánea, intervenida plásticamente. Una tercera forma de lectura, ya menos probable después de este dato, es entender que el artista ha producido una simulación de la actividad del carguero para producir un tipo de comentario irónico sobre las imágenes resultantes de esta alianza parasitaria. Tal fenómeno, conociendo las posibilidades relacionales y sociales del arte contemporáneo, debería bastar para entender, de acuerdo con tal interpretación, que el artista hace simulacro de los roles sociales para construirles representaciones críticas y que, de alguna manera, propicia una acción para que quede registrada en el medio. Es decir, propone una modelación alterna de las relaciones entre las personas para realizar un comentario histórico que cuestiona su operatividad. En resumen, escenificar algo que se capta de cierta manera (una práctica social, un ritual colectivo) para suscitar un discurso alterno. El título y los otros suplementos verbales*, ofrecidos por las declaraciones del artista, por los sesudos textos curatoriales y por la crítica, confirman la complejidad del proceso que dio lugar a la * En un ensayo, notable por sus aportes a la comprensión de la significación en la obra de arte, el teórico Thomas McEvilly señaló que uno de los más poderosos elementos que ayudan a la atribución de significado es el suplemento verbal facilitado por el artista, bien a través de recursos como el título, bien a través de declaraciones o afirmaciones públicas orientadas a cualificar la comprensión y recepción de su trabajo. El autor cita a Duchamp, quien alguna vez dijo que lo más importante en una obra de arte es el título. Cabe especular que los suplementos verbales ofrecidos por críticos y curadores cuando se presenta la obra de arte al espectador, más allá de que estén por fuera de la órbita

91

imagen. Nos enteramos de la supervivencia del oficio de carguero en la persona de un hombre del Chocó que moviliza desvalidos de su propia comunidad. Adicionalmente, la pieza, con su pertenencia a una serie documental más compleja, se nutre de significados obtenidos por proximidad y asociación. Esto último, por ejemplo, ocurre cuando observamos la pieza bidimensional al lado de un vídeo donde se registra el aspecto del paisaje, mirado desde la perspectiva de quien es cargado. En cualquiera de los casos, sin importar la manera en que hayamos obtenido la información sobre la ubicación conceptual e imaginativa de la fotografía, sabemos que el artista intenta hacer visible la presencia del contexto de la visión. Si la pregunta por el lugar desde el que se mira parece ser la cuestión política definitiva en los estudios teóricos contemporáneos sobre lo visual, el artista parece estar dispuesto a introducir en el espectador una conciencia sobre el lugar y sus determinaciones en la misma actividad perceptiva. Como ha mostrado ya José Ignacio Roca en sus textos curatoriales sobre Restrepo, globalización económica, progreso y eurocentrismo son nociones que sufren un ataque desde la misma imagen y su presentación artística. Que la obra confronte las representaciones sobre el carguero, simule la práctica y obtenga nuevas representaciones, lo que hace finalmente es negar, de cierta manera, la univocidad de la historia y cuestionar el relato que convierte el discurso en una crónica de vencedores. De ahí, si se quiere, el americanismo actualizado del discurso de Restrepo, un americanismo que ha sido estación obligada enunciativa del artista, sí funcionan como un elemento sin el que, en ocasiones, es imposible entender los alcances de una pieza. La obra de José Alejandro Restrepo es uno de los más vivos ejemplos de cómo soporte teórico, investigación y documento aparecen como componentes necesarios para la exposición de las imágenes de Restrepo. Sin que las expliquen, pareciera que los textos proveyeran la atmósfera necesaria para entender la dimensión artística de un trabajo que insiste en el carácter mediado de nuestra conciencia de lo real. ¿Qué tan dañino es esto para entender la relevancia estética de una obra que, al hacer patente lo imprescindible de la explicación, el análisis y la mediación en el mundo de la imagen, acaba por someterse en su despliegue formal a este mismo imperativo? Baste con decir que esta circunstancia es propia de un arte que ha renunciado, en cierta medida a su inmanencia y opta por nuevas formas de entender la comunicación artística.

92

en todos los procesos de toma de conciencia de la especificidad de lo subalterno. No debe olvidarse que, en muchas de sus obras, la idea de América como territorio fuertemente mitificado por los europeos es recurrida para mostrar las fisuras y contradicciones de las representaciones. O, como señaló el mismo Roca, para mostrar que desde hace mucho tiempo la imagen de América es un conjunto de citas mediadas por el interés económico y geopolítico. Lo interesante es que esta tesis, tan cara a los estudios postcoloniales, se manifiesta a través de instalaciones, videos, grabados y ambientes audiovisuales donde la reflexión sobre el objeto, el espacio y la imagen, de sustrato estético, siguen apareciendo a través de escrupulosas e inteligentes formalizaciones. Al contrario de lo que muchos creen, las ideas y posturas críticas de Restrepo no desembocan en etnografías insípidas, lacónicos diarios de campo ni exageraciones conceptuales que aminoren lo físico de la experiencia artística, como es habitual en gran parte del arte contemporáneo colombiano. El carácter problemático de los asuntos tratados por el artista se corresponde con una decisión espacial, objetual y estética que resulta elocuente. Así, la imagen, nutrida por los sentidos que le añaden objetos, materias orgánicas y situaciones espaciales, pasa a habitar las zonas del arte, dominadas por una comunicación ambigua, que rechaza las convenciones. Los estereotipos informativos solo podrán criticarse en el arte procediendo en un sentido opuesto, es decir, negando la transparencia de los medios y la univocidad del significado. Así, El cocodrilo de Humboldt no es el cocodrilo de Hegel aparece como una pieza que concita el agudo planteamiento, el hallazgo cultural y la lectura crítica del documento con la disposición de los elementos en el espacio, de manera tal que las pantallas, las intervenciones sobre el muro, la cinta métrica y el video subrayan algo profusamente invocado en el arte contemporáneo colombiano: el carácter mediado de las representaciones que sobre nosotros mismos se han hecho en el primer mundo. En Paso del Quindío II, esta mediación omnipresente, este espejo turbio y deformante, esta idea odiosa de 93

que consumimos las imágenes que de nosotros mismos nos presentan los extranjeros, resulta evidente. El «síndrome de la Malinche» del que hablaban los ensayistas mexicanos se reconsidera aquí de manera singular. Son múltiples las capas de una obra que, mientras se lee, revela gradualmente la eficacia de sus alusiones, partiendo de una respuesta crítica a la manera en que son construidas las imágenes. El hecho de que la imagen sea «natural», «espontánea», aparentemente gratuita, no es obstáculo para que artistas como Restrepo nos revelen cómo ellas arman también un discurso y son portadoras de ideología. Las imágenes hablan y, en tal sentido, la obra de arte descubre a qué intereses sirven. En esta encrucijada, lo sabemos, la fotografía es sintomática, pues la entendemos como irrupción de la realidad, aunque, por otro lado, sabemos que es la tecnología que más puede servir a la manipulación ideológica y al efectismo demagógico de las representaciones. Si un artista como Rosemberg Sandoval, con Mugre, hace literal la acción de poder mediante la cual se consiguen imágenes y representaciones de las personas, Restrepo representa los equívocos de esa representación, de esos procesos de emisión de signos en los que históricamente se congelan las relaciones de dominio y exclusión. Es tarea del artista, explorador de lo visual por excelencia, mostrar continuidades en los modos de representación, revelar fracturas en la lisura de lo que aparece como desprovisto de intereses económicos o motivaciones políticas. De acuerdo con la interpretación proverbial de un naturalista antioqueño* de principios de siglo XX, Linneo dio al plátano el nombre de Musa paradisiaca porque imaginó que eran sus hojas las que habían empleado Adán y Eva para cubrir su onerosa desnudez * Joaquín Antonio Uribe (1858-1935) publicó un Curso compendiado de historia natural y unas Pequeñas monografías de minerales, plantas, minerales y animales. La referencia a la Musa paradisíaca aparece en sus Cuadros de la naturaleza de 1919, más concretamente en el cuadro XXIX, «Las hojas»: «Con hojas cubrieron su desnudez nuestros primeros padres en el Edén. Linneo creyó que hubiera sido con las gigantescas y brillantes del plátano, y por eso llamó una de las especies Musa paradisíaca.» Desconozco si el apunte es veraz, aunque sí detecto en el comentario una relación semejante a la advertida por Restrepo entre las concepciones de la naturaleza y algunas de sus representaciones.

94

Imagen 21. Musa paradisíaca, 1996.

en el Edén. Quizás esta curiosa relación procede del papel que la planta jugó en Europa cuando se armó el ideologema de América como maravilla y fuente de curiosidades. O, quizás, por qué no, por el enorme tamaño de una hoja siempre dispuesta a servir con eficacia a la ocultación pudorosa del cuerpo. La referencia, cuya ingenuidad acaba por darnos revelaciones, muestra que en la historia de la nominación de los elementos de la naturaleza (la manifestación por excelencia del dominio que la razón se jacta de ejercer sobre ella) aparecen connivencias impensadas. El mito y la ciencia, por un lado, y las fuentes culturales griegas y judías, por el otro, aparecen como palimpsesto que cubre una realidad natural americana sobre la que se amontonan capas y capas de designaciones que vedan el acceso a su hipotética imagen originaria. Restrepo, sin embargo, no parece declarar que la realidad americana subalterna es algo por develar o que hay algo esencialista detrás de las representaciones. Más bien, expone que cualquier diferencia, encaminada a establecer una identidad, es ya producto del apareamiento indiscriminado de conceptos y representaciones. El resultado es que la naturaleza, al sufrir manipulación en el contexto del arte, revela la ubicua problemática política que la atraviesa. 95

Así sea mediante un proceso de eversión (lo que se corrompe), el espectador asiste a una naturaleza puesta en ejercicio que desata sus propios poderes, que devuelven lo simbólico a la tierra. De nuevo, aspectos indiciales, icónicos y simbólicos se hacen presentes, no ya en una pieza bidimensional, donde lo fotográfico es un discurso de intersección privilegiado, sino en una videoinstalación que recurre a múltiples posibilidades comunicativas e intermediales de la imagen, el espacio y los objetos. El resultado es la construcción, en el marco expositivo, de un lugar transido de huellas anímicas y atmósferas evocadoras que no excluyen lo siniestro. Lo natural y lo histórico se confrontan para mostrar que también la imagen y sus discursos juegan un papel, a veces pernicioso, en la definición de dos ámbitos que también se influyen mutuamente. La ubicación histórica de las imágenes recibe un eco de la instalación, en la cual los racimos de plátano acaban por perecer. Y, de igual manera, el acontecer desplegado por los iconos proyectados en el suelo (tomados de noticieros televisivos que informan sobre la violencia en las zonas bananeras) se corresponde con el olor de la putrefacción. Acudir a factores biológicos y a su conciencia cognitiva como modo de proveer de significado a la obra encuentra explicación en la creencia de que, aislado, lo visual pierde eficacia comunicativa. En un mundo excesivamente poblado por imágenes visuales, el artista no solo ofrece una imagen singular o eficaz desde el punto de vista crítico. También, la extiende hasta sus conexiones remotas con otros sentidos. Es otro procedimiento, distinto a la recolección crítica de piezas visuales de los medios masivos de comunicación o al retén por el flujo popular de la iconografía cristina. Si con Miguel Ángel Rojas el tufo nauseabundo aparece, en Olor de santidad, para aludir materialmente a la corrupción de una institución religiosa, en Mugre, de Rosemberg Sandoval, el cuerpo del indigente será vehículo del asco que suscita el cuerpo social colombiano en degradación. Las artes del proceso aparecen en estos casos como formas de criticar o acentuar la historicidad del acontecimiento considerado y como la única manera de atraer la atención hacia desventuras para las que ya somos casi ciegos. Una forma de que las ideas entren por los poros, como propuso 96

Antonin Artaud en la década del treinta. En el caso de Restrepo, la metáfora de la degradación estatuye paralelismos que responsabilizan del desastre a la industria de los medios y a las mismas dinámicas occidentales de apropiación de la naturaleza. Lo visual, como estrategia privilegiada de conocimiento del mundo, fracasa una vez se contrasta su capacidad para hacer emerger la realidad con la elocuencia de una simple manifestación olfativa. Los textos críticos escritos a propósito de la obra se esmeran en señalar la tarea del artista, la manera en que investigó, en la zona de Urabá, las raíces de un problema de sangre y poder que se remonta hasta los tiempos de la macondiana United Fruit Company y a las masacres que convirtió en acontecimiento poético la novela de García Márquez. Por supuesto, señalan esos críticos, Restrepo dirige agudamente la tarea de etnografía visual e historia de las imágenes hasta las representaciones europeas del banano (y, más generalmente, de la americanidad) que existen desde la Colonia. En tal sentido, el grabado decimonónico que muestra a una mulata bajo la platanera es una confirmación de la continuidad de motivo visual. Una tarea en la que los grabados, la literatura de viajeros y los informes corporativos y las estadísticas de las ONG se citan como una confirmación del poder de verdad social del trabajo del artista o como una forma de estatuir la legitimidad intelectual* de una práctica estética que se ha adueñado de procedimientos de la investigación de campo. Algo que puede entenderse como una búsqueda de la legitimidad académica que dan la filosofía y las ciencias sociales contemporáneas a la elaboración de la obra, pero que no es garantía de actualidad, ni mucho menos de veracidad o compromiso. * La búsqueda de afirmación social, antropológica y política es una de las fuerzas que dirige el arte contemporáneo. Como se sabe, muchas de las orientaciones del arte responden a un intento por librarse de la autorreferencialidad y el esteticismo heredados de la tradición autocrítica y autonomista de la alta modernidad. El contexto universitario, en el que prosperan gran parte de las manifestaciones del arte contemporáneo en Colombia, pareciera haber llevado a los artistas a justificar, mediante la anexión al discurso de las ciencias sociales y las dinámicas de producción e investigación académica, todos sus procedimientos y despliegues. Si en «El artista como etnógrafo» Hal Foster situaba la

97

Sin embargo, desde esta perspectiva, haríamos bien en volver a la eficacia formal de la obra y dejar esas informaciones de contexto como lo que son: aspectos que refinan el significado y los alcances de la pieza. Si bien existe ya un conjunto de informaciones que dan por sentado que el arte requiere del auxiliar verbal para hacerlo significar, debemos reconocer también que la misma obra se impone ante el espectador, el cual está dispuesto a captar la transparencia de un nuevo símbolo, que paradójicamente tiene un poder crítico sustentado en una capacidad para generar opacidad en lo que creíamos diáfano. Si bien la obra articula un discurso crítico que comparte con disciplinas distintas al arte, son su singularidad y su autoconciencia formal las que nos sustraen del simple informe y del escueto análisis y nos acercan al dominio del arte, donde las formalizaciones expresan y conceptúan por ellas mismas. El hecho de que la obra confronte diferentes dominios perceptivos y que, además, contraste objetos tecnológicos con elementos vegetales obliga a que la información de respaldo sobre procesos investigativos y estudios preparatorios sea una coartada que intenta respaldar la eficacia de la formalización y la hábil lectura cultural de la obra mediante discursos de refuerzo. Si bien la obra se apoya en un tipo de actividad procesual que cada vez más demanda de la crítica un discurso narrativo sustituto de la experiencia artística, ello no significa que debamos renunciar a reconocer que la obra se impone como una anomalía y una excepción en la vida cotidiana. No es, por supuesto, la presentación de un producto de investigación, envidia del artista hacia el antropólogo en un marco metropolitano de corrección política, en el contexto colombiano la vida universitaria (quizás el único foco de acción para las prácticas de arte reciente, fuertemente apoyadas en lo político y la acción social) parece introducir una corriente dañosa, que ha llevado a la contaminación del discurso artístico con los esquemas de pensamiento (y, peor aún, con las formas de presentación de los resultados investigativos) propios de sociología, política, filosofía y antropología. Lo que en un principio era la exigencia de fortaleza conceptual pasa después a ser exigencia de demostración racional del proceso seguido por el artista y, por último, apelación a la investigación, a la necesidad de que el artista pruebe que lo que le permitió llegar a la obra es producto del trabajo «serio» y la reflexión. Quizás, ello obedezca a una exigencia de contexto, a un interés por hacer acceder al arte a otras formas de discursividad o, también, a alguna forma refinada de esnobismo.

98

sino la evidencia de una cosa no resuelta. Por ello, hacer que esta videoinstalación sea un mero acontecimiento en una cadena de procesos de conocimiento social e investigación académica es reducirla a la condición de glosa o comentario visual. Es intentar sumirla en un tipo de declaración sociológica que la confina al ámbito de la simulación, tal como Hal Foster explicó. «El artista como etnógrafo», si se ha leído bien, no es un elogio. Es más bien una crítica al esnobismo en el arte contemporáneo y a una pretensión de corrección política que en muchos casos es impostura, residuo del «mecenazgo ideológico» que Benjamin pronosticó. ***

Imagen 22. Iconomía, 2000.

Algo similar puede decirse de otra imagen, una de las más reconocidas de Restrepo. Su interés reside, según nos dicen, en la actividad crítica y de lectura histórica que hay antes de la producción de la pieza. Como cazador agazapado de presas que circulan por la fronda mediática (imágenes de los medios que permiten una lectura conectada con lo religioso), el artista obra 99

en el territorio de la selección. Fracasada la posibilidad de producción genuina, al artista le quedan la copia, la cita y la búsqueda de otras producciones, a las que resignifica, dándoles una nueva ubicación. La exposición artística es la exhibición de trofeos de caza o el sumidero de otros flujos simbólicos. De hecho, pareciera que la obra solo tratara de la información y que su dimensión material quedara eclipsada ante la primacía del comportamiento etnográfico de la selección. Sin embargo, para quien ha visto esta pieza exhibida en una proyección o en un impreso, resulta evidente la importancia de los atributos perceptivos, la textura de una imagen inquietante que debe tanto a su inserción histórica como a su misma composición. No nos resistimos a la obligación de reconocimiento antropológico y político a que nos obliga la obra, pero también cedemos al poder de persuasión de la luz, a su manera casi mística de incidir en el desdoblamiento de una imagen en sus facetas seculares y míticas. Recuerdo, en una de las exhibiciones de Restrepo, cómo una de las proyecciones de sus imágenes había sido aprovechada en el espacio expositivo interponiendo, entre el rayo de luz y la pared, el cuerpo de un santo de palo sin sus vestiduras. Si bien el comentario daba lugar a lo satírico (y exponía una aguda glosa acerca del lugar marginal y casi fantasmal del discurso religioso en la cultura contemporánea), también era evidente que no se quería renunciar a la imposición rotunda de un objeto lleno de resonancias y evocaciones. La ironía convivía con el aprovechamiento de los recursos visuales y estéticos de la ideología criticada. El resultado, como en este caso, es un mensaje ambiguo que demuestra nuestra incapacidad para aislar lo criticado y librarnos de su influencia. Pareciera, así, que la ideología de la adoración de la imagen solo pudiera ser objeto de crítica mediante una especie de veneración secundaria. Como se sabe, al etnógrafo solo le son accesibles la creencia y el rito si, de algún modo, participa de ellos. Como espectadores, compartimos la actitud crítica participando de un nuevo rito de celebración del ídolo, así sea en medio de un ámbito secular. 100

La imagen, como en la pieza fotográfica de Paso del Quindío II, admite lecturas que entrecruzan múltiples referencias históricas. El marco lo ofrece la reproducción de la imagen religiosa de aquella mujer que, según la tradición, imprimó el rostro de Jesús en una tela y cuyo nombre, según una dudosa etimología, aludiría a la veracidad de la imagen indicial de Cristo. La paradoja, como se ha mostrado, es que la mujer tenía un nombre que supuestamente le vendría de su participación en el drama del viacrucis. ¿Cómo poseía un nombre antes de que tuviera lugar la acción que la nombró? La pesquisa, que demuestra cómo la etimología podría tener otra fuente (el nombre Berenice de origen griego), no alcanza a disipar la singularidad de un caso en que las paradojas sobre la representación son más que visibles. La Verónica exhibe en su manto a otra Verónica: la pariente (tal vez la madre) de un secuestrado colombiano que exhibe, a su vez, la imagen de su propio mártir. La textura de ambas imágenes demuestra que la fotografía sirve de vehículo a la apropiación de dos medios visuales, a los que unifica y de los que borra la costura: la reproducción de una pintura y la cita capturada de un fotograma de televisión. Fotografía de fotografías que refieren a medios con determinaciones históricas distintas, la obra parece insistir en una especie de continuidad atemporal. La imagen de la verónica contiene a la imagen de la madre del secuestrado solo por primacía histórica, pues lo que hay en toda veneración es la confianza en que algo del ausente esté presente y sea comunicable. El mismo impulso que lleva a imprimir la cara del desaparecido en una cartulina o en una camiseta es la que se inclina ante una tela que conserva la huella del paso del redentor por la tierra. Por supuesto, las superficies de la imagen terminan también unificadas, y llegamos a pensar analógicamente que la pantalla de televisión es al secuestrado colombiano lo que la tela de la Verónica fue a Jesucristo. Como en muchas de las obras del arte colombiano contemporáneo que se apoyan en lo fotográfico, la obra de Restrepo contiene una reflexión sobre los signos y sus relaciones con la comunicación. La poderosa tesis de Charles Sanders Pierce, 101

agudamente introducida en la teoría sobre lo fotográfico y el arte contemporáneo por Rosalind Krauss, aparece aquí como una red de posibilidades para un artista que, seguro, descree de la pureza de los signos. Lo que en el texto de Paulo Herkenhoff es una especial «hambre polisémica del artista» (que lo pone a habitar la dudosa zona del cazador de curiosidades culturales) podría ser también visto como la facultad especial del arte para enrarecer las dimensiones semióticas de la comunicación. Si bien decíamos que la obra ofrece la representación de dos representaciones preexistentes, también hay en ella un comentario pesimista sobre el poder de referenciar la realidad que tienen las imágenes. En este caso, la idea de que no existe representación de la realidad que carezca de mediación* enlaza con la naturaleza huidiza de la leyenda de la Verónica. Como se sabe, a la improbabilidad de la existencia de este personaje (que no se menciona en los evangelios y que aparece solo en las tradiciones apócrifas y en la aleación de diversas fuentes orales antiguas) se suma la existencia de múltiples reliquias, que se precian de ser el icono verdadero de Cristo. Si la iconicidad de una representación es puesta en duda o confirmada por su origen indicial, también hay una apuesta por la manera en que el símbolo religioso sobrevive en los contextos seculares más * En el contexto del arte contemporáneo, como dice Renato Barilli, existen dos polaridades que se han hecho presentes de diversas maneras durante el siglo XX. Una especie de principio de lo primario que convoca las fuerzas de la naturaleza y remite a cristalizaciones biomorfas, a concreciones que remiten metafórica o literalmente a la vida orgánica. Expresionismo abstracto, informalismo, accionismo y land art supondrían una especie de confirmación del impulso romántico en el arte, opuesto a uno clásico, que remite a las fuerzas de la cultura, a la historia, a la industria y a las imágenes producidas por los medios. Nuevo realismo, pop, minimalismo y arte conceptual participan de una instauración del principio de realidad. Este principio, que podríamos llamar de lo secundario, tiene en la pregunta por los marcos institucionales y los contextos ideológicos una de sus preocupaciones fundamentales. Sobre esta base de interés, gran parte del arte ha pasado a indagar, no las imágenes, sino en la manera como es mediada nuestra relación con ellas. La interpretación de las relaciones de poder y dominación en el ámbito de las imágenes es favorable cuando se parte de que ya hay una intermediación, en algunos casos borrada de la superficie de los objetos. Si el artista puede apropiarse de las imágenes existentes para diversos fines lúdicos, críticos o estéticos, asistimos también a la consolidación de una especie de paradigma: el del confiscador.

102

cotidianos, y que se creerían libres de tales influencias. De ahí que uno de los méritos de las obras de Restrepo sea señalar la manera en que subsisten en la Colombia contemporánea los más atávicos comportamientos hacia la imagen, desde la adoración ciega hasta la más radical de las negaciones. Lo sorprendente, para este caso, es que sea más fácil crear una pieza artística elocuente como símbolo transhistórico sobre la iconofilia que una obra que resuelva con una formalización contundente la investigación sobre la iconoclastia. Quizás, estemos frente a una obra que, fiel a la tradición crítica del arte contemporáneo, se sienta más cómoda en la esfera de las negatividades. En cierto sentido, gran parte de las obras de Restrepo se caracterizan por la creación de artefactos que metafóricamente figuran los mecanismos de la visión y sus propiedades biológicas, históricas y espaciales y, por supuesto, es en estas posibilidades donde la tradición de la revelación del medio funciona como posibilidad más eficaz de figurar la ceguera. **** «Máquinas paradójicas de visión» podría ser el nombre más apropiado para referirse a obras de Restrepo donde el tema de la visión no está aludido por una imagen bidimensional o por una instalación que convoca la interacción de lo tecnológico y lo natural para realizar comentarios políticos o sociales. Aquí, los objetos tecnológicos se despliegan en el espacio para aludir a la continuidad histórica de los mitos occidentales sobre la imagen y la visión, a la incrustación de lo religioso en lo secular y para imponer un contraste entre factores biológicos y factores históricos. Si bien el acento de la imagen está de parte de lo ideológico, es obvio que la naturaleza y el cuerpo humano obtienen parte de la atención. Es como si, antes de cualquier consideración, las obras señalaran qué tan importante es preguntarse por los fundamentos fisiológicos de la percepción y cómo las mutilaciones que una vez fueron rituales han pasado a una serie de prácticas donde el cuerpo y sus poderes generan desconfianza. 103

Imagen 23. Iconomía, 2000.

Si quisiéramos continuar la idea de que la crítica al ritual implica la participación momentánea de sus eventos, podríamos decir que las obras de Restrepo, relacionadas con la cultura visual del cristianismo y la representación de sus mártires, participan de una especie de proceso de «substanciación». Una hipóstasis* del ver hábilmente propiciada por la obra. Si decíamos que la imagen proyectada en medio del esqueleto del santo de palo adscribía una dimensión física que atenuaba la conceptual de una obra de orientación crítica, en los monitores de pequeña escala que dejan sus cables y conexiones a la vista ocurre algo parecido. Incluso, podríamos decir que la obsolescencia tecnológica se recurre en estos casos como una posibilidad de recobrar la dimensión material del soporte de la imagen. Y es que, si la imagen digital alude con el bit a lo inmaterial y a lo conceptual (en oposición a la imagen analógica, que con el haluro de plata aludía a lo material), las * De su etimología, deducimos que la palabra «hipóstasis» se refiere a un término de origen griego que tiene el significado aproximativo de ser o de sustancia. Teológicamente, en el cristianismo, parece aludir a la materialización de las tres personas divinas. Otra definición sostiene que la hipóstasis es algo que existe y de lo que los fenómenos son manifestación. Desde otra perspectiva, más amplia, la hipóstasis es la materialización de algo. La obra de Restrepo admite, con sus referencias a la concreción de ideas y procesos sociales, a la materialización de un fenómeno con el acto de ver, una designación que se enclava en el discurso religioso, pero que tiene extensiones en el ámbito secular.

104

obras de video arte pueden, mediante la vía escultórica, trazar nuevos vínculos con el mundo de los objetos. Aunque muchos han visto en la tecnología de baja gama de las obras de Restrepo una adscripción tercermundista a la pobreza del medio y una protesta contra la sofisticación tecnológica de las obras de arte para los nuevos medios, es también necesario reconocer el papel que la baja gama tiene en la resucitación de valores del signo perdidos en la carrera digital. Es tarea de este tipo de soportes hacernos reconocer, mediante su propio anacronismo medial, la persistencia del mito y la subsistencia de los regímenes escópicos occidentales, con indiferencia de la evolución de artefactos, soportes y medios de transmisión. En la pieza dedicada a la historia de Santa Lucía, capítulo mágico-mítico de la construcción de imágenes cristianas sobre la visión, asistimos al diálogo entre dos máquinas que figuran el ver y se contraponen a las referencias iconográficas disponibles en el acervo histórico. Nuevamente, como en el caso de la Verónica, Restrepo saquea la pinacoteca, confisca la imagen religiosa y propone una nueva intermediación, esta vez mediante un vídeo que ironiza sus propias posibilidades técnicas. Aclaremos: el vídeo es el medio visual narrativo y procesual por antonomasia y, sin embargo, las imágenes de los ojos en la obra de José Alejandro Restrepo, con su mudez y casi absoluta inmovilidad, acentúan el carácter antinarrativo de su propuesta, más allá de que una inmovilidad absoluta o una movilidad inadvertida basten para comunicar toda la violencia que se desea, como ocurrió en la década del treinta con la película de Buñuel y Dalí, en su ya clásica e insuperable imagen de la mutilación ocular. Si se quiere, hay «un exceso de medio», toda vez que lo que hace el vídeo, si atendemos a una prosaica eficacia comunicativa, podría hacerlo la fotografía. Es la paradoja de un medio procesual solo empleado para acentuar una circunstancia espacial. No obstante el ascendente surrealista del motivo, y más allá de la vocación historicista de la obra, estamos frente a un dispositivo 105

que frecuenta los inicios del video-arte y la tradición de imponer el monitor o el grupo de monitores dentro de un conjunto de claves genéricas que lo intersecan con la pintura, la escultura y la instalación. Desde Nam June Paik y Bruce Nauman, el video-arte intenta confrontar la percepción y nuestra relación con el entorno a través de piezas donde la representación bidimensional se alía con factores sonoros, espaciales y objetuales, para conducir al espectador a una ampliación de sus posibilidades de reconocimiento y orientación en el mundo. Recordemos, por ejemplo, algunas obras que tienen el propósito de problematizar el ilusionismo de las representaciones o la situación del espectador en el espacio. En Tv cello, Nam June Paik confronta el poder de comunicación sonora del instrumento musical clásico, sustituyendo algunas de sus partes con monitores que ejecutan ellos mismos una pieza de imágenes compuesta por los impulsos eléctricos del sonido codificados para la pantalla. En Bruce Nauman, los monitores problematizan el espacio y las acciones que tienen lugar en él, al exhibir imágenes cotidianas del artista realizando acciones que, al ser expuestas luego de la captura, desestabilizan el marco expositivo. En Three transitions, Peter Campus logra que la interacción del cuerpo con la imagen proyectada de este mismo cuerpo desestabilice el orden perceptivo, pues, literalmente, vemos una imagen de desaparición y aparición que es contradictoria. Tony Ousler hace que las proyecciones de partes del cuerpo como la cabeza adquieran una relación problemática con objetos que las oprimen. Es sin embargo en actividades como las de Wolf Vostell, activista, practicante del happening y creador del decollage, quien además realizó instalaciones donde las pantallas de televisión estaban puestas al servicio del principio de yuxtaposición introducido por los cubistas en el arte, donde hallamos una de las más fuertes tradiciones del video-arte con saltos a los problemas escultóricos. El aparato es exhibido como una criatura con vida propia, monstruosa, a la que el artista demoniza aún más, enjuiciándola por su servilismo con un sistema económico injusto y voraz. 106

Con todo, la obra que trata de Santa Lucía no posee el principio radical de yuxtaposición que hay en las obras de Vostell, ni la denuncia política, casi en los bordes del panfleto, que juzga la sociedad de consumo y la espectacularización de la guerra, valiéndose de las mismas estrategias de la industria del entretenimiento. Comparte la voluntad escultórica y tiene cercanía con la franja tecnológica empleada por el artista europeo, pero la situación y el encuadramiento de la imagen son más analíticos y contenidos. Los monitores están allí, en el plato de la santa, para constatar la equivalencia iconográfica y la pervivencia de los mitos de la visión total y la ceguera absoluta en una época que se precia de poder exhibirlo todo, en una prueba de que la era democrática ofrece la visibilidad absoluta como una garantía de existencia segura para todos. La obra se anuda con la imagen de la Verónica y trae a la memoria otro equívoco del origen. La etimología, en la historia de Santa Lucía, es igualmente confusa, pues crea, al parecer, un texto sustituto que pone a la santa en relación con las imágenes y los órganos de una manera que no estaba prevista en la historia primaria. Es la alusión del nombre a la luz la que engendra, en la Edad Media, la idea de que invocarla protege de enfermedades de la vista y, como relato complementario, la idea de que a ella se la martirizó sacándole los ojos. Las hagiografías hablan de otro tipo de martirio, pero al parecer las similitudes del nombre con una metáfora relacionada con la visión engendraron una historia sangrienta que se invoca como fetiche y amuleto. Si la Verónica capturó la imagen de Jesús contraviniendo toda lógica temporal, Lucía ofrece sus ojos en el terreno siempre improbable de la ficción, que está en el inicio de todo intento de contar la verdad. Como dijo una vez el escritor argentino Juan José Saer, «el acontecimiento […] no es más que una mancha casi transparente que flota, inestable, rápida, frente a nosotros». De manera similar a la obra sobre Santa Lucía, hay referencias simbólicas a los fundamentos biológicos y culturales de la visión en Quiasma, la pieza con que Restrepo obtuvo reconocimiento en 107

*****

Imagen 24. Quiasma, 1995.

el Salón Nacional de Artistas. El suplemento verbal arrojado por el título es útil en esta interpretación, que discurre del ámbito natural al ideológico. El término científico alude al entrecruzamiento de las fibras en el nervio óptico. Si en Musa paradisíaca cultura y naturaleza se resolvían en un enfrentamiento procesual que partía de la yuxtaposición entre dos formas de percepción aprovechadas simbólicamente con la confrontación de dos procesos, en Quiasma el emplazamiento del dispositivo tecnológico hace figuración del funcionamiento natural de la percepción. Solo que aquí los ojos no aparecen presentados como alusión metonímica a la visión, ni como captura de los equívocos del mito, sino que son unas especies de fibras sustitutas las que conectan un nodo visual con el otro. La obra de Restrepo se inserta, de esta manera, en una de las tradiciones más fecundas del arte moderno, que llega hasta las obras de formato hipermedial de los últimos años, aquélla caracterizada por dejar a la vista los factores constitutivos del medio, por revelar aquel entramado que está detrás del arte y que, una vez declarado, asociamos con la autoconciencia plástica. Se trata de dejar el orden 108

constructivo a la vista, una tradición de franqueza que críticos como Clement Greenberg y Michael Fried asociaron con una autorreferencialidad radical del arte moderno y con una decidida búsqueda de fundamentos últimos para cada uno de los lenguajes artísticos. Monet, Van Gogh, Cezanne, el Cubismo y la abstracción postpictórica estarían, de este modo, comprometidos en una presentación de los constituyentes básicos de la imagen pictórica. El minimalismo, el povera, el land art y el Nuevo Realismo, por su parte, extenderían tal franqueza a la del campo escultórico, objetual y espacial, que emplean para hacer reivindicaciones a la experiencia directa. Los ejemplos finales de este impulso los hallamos en las últimas obras realizadas en soportes virtuales, que revelan los entresijos de la programación y la naturaleza del software para provocar respuestas críticas y usos subversivos de los medios en el espectador-usuario. Los cables enmarañados en forma de equis confirman el símbolo de la censura, y a la vez la pervivencia de un subtexto siempre conectado, por oscuras vías, con el status quo y la legalidad. La alusión a las formas en que poder, mirada y espacio están del todo vinculados en una especie de relación de complicidad no podría ser más elocuente. Las imágenes, cargadas de poder simbólico, están conectadas por un dispositivo que se nutre de valores escultóricos e instalativos. La metáfora de los oscuros resortes, de los nexos inadvertidos que determinan el intercambio simbólico entre el ámbito de lo legal y el ámbito de lo delictivo (encarnados por la imagen del vigilante en un monitor y la del traficante en el otro), se consuma en una alusión que cuenta con el espacio y la exposición cruda del medio como garantías de operación. Por más vinculadas que estén las obras con la celebración del trabajo de campo y la etnografía, por más insistente que sea la presencia de los suplementos verbales seudocientíficos, es importante valorar las obras de Restrepo por su capacidad de restituir a la visualidad su dimensión trágica y mítica y hacer con ello una declaración política e histórica convincente, que logra iluminar la condición actual. No creo que las referencias a la 109

política, al conflicto armado y a la violencia colombiana hagan a su obra realista, como a veces parecen insinuar muchas de los textos críticos que se han escrito sobre el artista. También en la referencia a la construcción apócrifa y fallida de las referencias culturales hay un lugar para la imaginación y la agudeza. Pese a la asepsia conceptual y a la a veces molesta dependencia de las teorías invocadas, las obras de Restrepo frecuentan los poderes de la imagen, más allá de que esta visita tenga todas las características de una usurpación, que sonsaca los poderes negativos de lo visual y su responsabilidad en los traumas de la cultura contemporánea. Sin embargo, al igual que muchos de los artistas colombianos recientes, Restrepo parece decir que, en el caos de la información, todavía nos quedan las imágenes como una opción de comprensibilidad en la que es mejor confiar, a falta de una mejor manera de orientarnos en el mundo.

110

Rosemberg Sandoval: acciones políticas, arquetipos fotográficos En nuestro presente estado de degeneración, solo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el espíritu. Antonin Artaud, El teatro de la crueldad. Primer manifiesto

*

Imagen 25. Mugre, 1999.

La acción tiene lugar en el espacio de la galería, cuyas inmaculadas superficies sirven de soporte y marco simbólico. El artista, vestido de blanco, parece sumarse a la imparcialidad del canal y el medio, contradiciendo la idea de Vilém Flusser de que, cuando estamos en función de una máquina como usuarios, ésta nos usa. Aquí se usa lo que nos usa, en el más pleno sentido de la paradoja. Por otro lado, el cuerpo sucio parece someterse con docilidad al dictado del escribiente. La escritura, sin embargo, expresa una insuficiencia. El artista podría estar, no escribiendo, sino borrando. Borrando lo blanco con lo negro. Anulando la dicción con el propio gesto. Ya antes, en aquella parte de la acción también registrada por la cámara, el artista había ingresado con el 111

indigente sobre los hombros, luego de haberlo transportado desde su lugar de habitación e intercambiar, mediante la comunicación de los sudores, los fluidos que ayudarían a la consecución del pigmento. La adhesión del cuerpo del indigente al suelo ha estado precedida de un vuelo angelical asistido. El artista lo ha llevado en hombros hasta la sala. El contrapunto espacial queda flotando en el ambiente. Si, según etimología, fotografiar es escribir con luz, Mugre trastoca la transparencia de la escritura por huella y por contacto y convierte en negativo ideológico y fotográfico el calco del cuerpo. También, por supuesto, se detectan las ironías de las que es objeto el arte procesual, de Jackson Pollock e Yves Klein a Piero Manzoni y Vito Aconcci. La huella no puede aludir aquí y ahora a la pureza del medio o a los límites conceptuales del arte. En este momento, la indicación es más social y cultural que concreta o puesta al servicio de una arte que solo juega a describirse. Su simbolismo es, además del que provee el arte, el de la propia historia. De hecho, al ver la imagen superior, intentamos reproducir mentalmente las fuerzas que el artista imprime a un cuerpo que, mediante un fuerte impulso motriz, apoya rotundamente contra el plano. La imagen inferior recoge la huella resultante de la imprimación, una especie de antitestimonio que vuelve literal la idea de alienación y funcionalización del ser humano. Si el medio nos usa, Mugre usa el medio para enrostrarle sus límites y callejones de imposibilidad. Se trata, si se quiere, de un humanismo que predica su fracaso mediante la inversión de la crítica. La idea de Artaud de que las ideas solo pueden entrar en la conciencia contemporánea a través de las vísceras nutre la poética que anima las obras de Sandoval. La palabra solo puede ser elocuente si es grito, la idea solo alcanza a ser comunicada salpicando de materia a quien ve. Sabemos (y, de alguna manera, toleramos) que el indigente es resultado de la alienación social, intersección de las fuerzas políticas, receptáculo de la huella que el lento trabajo de la decadencia va dejando sobre la carne. Pero todo se vuelve intolerable (o, por lo menos, hiriente para los ojos) cuando la acción aparece en el contexto del arte. La fotografía transmite esta herida, 112

citándola y encapsulándola*. Desde los años sesenta, Jean Jacques Lebel y los demás teóricos del happening habían notificado su deseo de que el arte dejara de ser un espectáculo de fieras enjauladas celebrado por espectadores circenses a prudente distancia. Ahora la fiereza no distancia, convoca aún más al espectador. Hemos hablado de fotografía, aunque, con Sandoval, estemos frente a un arte que hunde sus raíces más profundas en la tradición del arte de acción y en las problemáticas de lo procesual. La imagen no alcanza a petrificar lo hecho, le da una nueva potencia en la memoria. Y, sin embargo, como podemos notar, la acción alude a lo fotográfico por partida doble. En primer lugar, la obra participa del vínculo innegable que las artes del comportamiento tienen con los registros aportados por video y fotografía. Aunque, en esencia, el arte del cuerpo desde los años sesenta se vincula con el propósito de rechazar cualquier estatuto objetual, la fotografía, en tanto registro, huella sensible y portador físico, restituye a la acción un lugar en el mundo referencial de los objetos. El mundo del mercado y las instituciones, por su parte, emplea el medio fotográfico como un atajo fácil hacia la aprensión y conservación patrimonial de las artes efímeras y procesuales. La coartada del artista, en muchos casos, consiste en que las acciones sean realizadas para la cámara y para la pervivencia futura en el soporte físico. Actuación para un medio, las trampas de lo performativo y del fetichismo de la imagen reviven los terrores de quienes sufren cuando «se venden». Prótesis del recuerdo, coartada que allana el camino entre imagen y cuerpo, la fotografía da a las artes temporales una posibilidad de permanencia y acentúa en ellas su pertenencia a la dimensión espacial y plástica. Arte y ética, es verdad, pero sin que la igualación de ambas se resista al «registro memorable» y archivable. Se puede leer la imagen fotográfica tomada de una acción performativa, se puede leer en el tiempo la acción misma. * Aunque la teoría del punctum de Roland Barthes está formulada en términos subjetivos y es evidente que se refiere siempre a la respuesta personal del espectador a un detalle de la imagen, hay que aceptar, por ejemplo, con críticos como Michael Fried, que en ella puede haber «una garantía ontológica de la anti-teatralidad de la fotografía».

113

De la colisión de ambas lecturas, puede surgir, así, la comprensión de lo fotográfico dentro de buena parte del arte procesual contemporáneo. En el caso de Sandoval, aparece la idea de que la fotografía es difícilmente codificable y que su vínculo irracional con el cuerpo es algo que el arte está dispuesto a proponer en cada una de sus apuestas. Por otro lado, la acción misma alude metafóricamente al acto de fotografiar, al viejo mito del calco y la retención del cuerpo que estará ausente. Solo que, en este caso, no se calca la silueta para retener la esencia del que se irá a la guerra, como ocurre en el mundo clásico con el mito fundacional de la pintura. Se trata más bien de un duplicado (o del frotagge ideado por los surrealistas) que resume abyección y crítica social. Comparadas con el acto lumpenizador* del artista colombiano, las ironías de la huella corporal de Klein, Manzoni, Acconci y Duchamp parecen intrascendentes juegos de salón. Rutinas asombrosamente inocuas para el mundo en que vivimos. Rosemberg Sandoval se refiere literalmente al fundamento del acto fotográfico para producir una de las imágenes más significativas del arte contemporáneo colombiano: la de un cuerpo atravesado dolorosamente por la historia y la cultura, producto de las exclusiones y el determinismo económico. Tal uso, que parece hipostasiar y hacer visible el influjo que la reducción funcionalista del capitalismo tardío practica sobre * La expresión, como se sabe, es del mismo Sandoval, quien ha empleado esta especie de contraseña como ingrediente fundamental en su estrategia de creación de una figura autoral que sostenga y dé un marco a su trabajo. Si somos fieles a estas palabras cualificadoras del significado de la obra y al contexto comunicativo en el que aparecen (entrevistas para medios masivos y para medios del mundo del arte), encontramos el verbo «lumpenizar», que es presentado, a la vez, como propósito subversivo y como estrategia de tratamiento del material y, aun, como introducción de un principio constructivo que opta por una especie de forma inversa de otorgar relevancia social a la práctica del arte elevado. Vale la pena anotar que una de las líneas más promisorias para desarrollar una crítica amplia al arte colombiano es el estudio de las declaraciones de los artistas y examinar la manera en que construyen la figura autoral, bien con intenciones de cualificar su posición frente al mercado y los medios o bien por su manera de posicionarse frente al sistema y los valores hegemónicos. Rosemberg Sandoval, por supuesto, es una de las figuras más emblemáticas de esta estrategia, sin duda central en una consideración no ingenua de la determinación del artista.

114

los cuerpos, lo que hace es criticar el uso, al parecer invisible, del mercado y de la técnica. Solo de esta manera parece posible referirse a la deshumanización sin caer en el lamento. Recordemos a Argan, quien asoció todo arte de vocación informalista con este tipo de crítica. Sin embargo, el gesto pictórico en Sandoval no parece reservarnos una redención. La literalidad del acto y su aparente desinterés en la alegoría aducen nihilismo social. De igual modo, asociamos la acción, por ubicación cultural, con la idea, latente en el contexto contemporáneo colombiano, de la «limpieza social». Esta expresión, que ha designado por años actividades de purga y exterminio colectivo desarrolladas por grupos de seguridad privada o por ciudadanos «de bien» que candorosamente creen que la miseria se acabará acabando con los miserables, resulta evocada aquí cuando vemos al artista trasladando la mugre a la superficie de la galería. El traspaso de lo abyecto será la ruta de ofensiva. La limpieza social se convertirá, así, en hecho asombrosamente lacónico, que permite invertir los vectores del análisis y la acción social. En varias acciones artísticas relacionadas con Mugre, recordemos, Sandoval ha quitado la suciedad a niños de la calle y ha exhibido como lienzos abstractos los trapos empleados en la limpieza. La elevación estética del detritus acaba en modelo de la penetración de la realidad en el arte. Después, lo sabemos, Sandoval ha quemado los resultados en algo parecido a un ritual de sanación social. Semejante literalidad aparece también en otra obra, donde vemos al artista sentado frente a un villorio, con una casita hecha de granos de arroz en su mano derecha. Luego, la mano aprieta la frágil construcción y las vigas vuelven a ser grano. La extremidad no enseña ahora el estigma de los elegidos, sino la ruina de las ciudades. Si en el Miguel Ángel Rojas de Subjetivo la acción de calcar la mugre y el detritus sobre un muro sirve para recuperar el lugar visto alguna vez, en Mugre Sandoval explora la relación de los cuerpos con el espacio artístico y cultural, así como la capacidad que tal relación tiene para exponer una versión de lo social. Lo que en Subjetivo era referencia a los espacios atravesados por el 115

poder de la mirada, en Mugre nos habla del cuerpo y su forma de significar segregaciones y exclusiones. Rojas capta la huella del sitio clandestino y el «no-lugar» para evocarla en el espacio galerístico mediante un artilugio que está en los ancestros de lo fotográfico. Sandoval comprende la manera en que un cuerpo concreto puede, en sus usos, ser metáfora de la catástrofe social y el fracaso de la civilización. Una obra incluye por calco. La otra exagera la exclusión con el mismo procedimiento, pero aplicado a la presencia real de la fuente de la imagen. Introduce en el universo visual una idea que solo en su explicitud suscita una repugnancia que la denuncia, la buena voluntad y la prédica moralista nunca podrán transmitir. ** El hombre está de pie ante nosotros, mirándonos con tranquilidad. Ostenta una frontalidad que evoca tímidamente el hieratismo de esas imágenes antiguas del poder y el señorío. Sin embargo, quien nos mira no es un faraón o una deidad remota. El hombre no actúa: simplemente se ofrece a la mirada escrutadora o extrañada. Más que mirar, incluso, parece buscar que le miremos. Sin embargo, tampoco parece posar o someterse dócilmente a que la imagen aprese el sentido de lo expresado. Está allí, vestido «de cierta manera», indicando que debemos concentrarnos en un gesto distinguido por su extrañeza en medio de la convención del retrato. La uniformidad de la vista parece anticipar la necesidad de que el ojo advierta alguna anomalía. Hemos leído en alguna parte que la obra tiene por título la árida declaración de que es una «acción política». También, se nos ha comunicado que se trata de un «caudillo con machete». El complemento del nombre va, por si fuera poco, entre paréntesis. La circunstancialidad de la representación es puesta en entredicho. En alguna parte, se nos ha dicho también que ese machete es un objeto que la familia del artista conservó luego del éxodo a que los condujo la violencia desplegada sobre las tierras que habitaron. Se conserva el apéndice de la mano, 116

Imagen 26. Caudillo (con machete), 2000-2007.

su atajo funcional, como testimonio de la esterilidad y la reducción de las posibilidades de trabajar la tierra. Pensamos, por ello, que la imagen, al tener que recurrir a semejantes suplementos verbales, es impotente y requiere de palabras que la expliquen y la ayuden a significar. El texto, aparentemente, es muleta en que se apoya el hombro de la invalidez estética. La mudez del objeto, el artista la remedia acudiendo a las palabras siempre auxiliadoras. Sin embargo, una observación cuidadosa demuestra que la obra no es impotente ni esclava del texto verbal, del género y la convención histórica o de la anécdota. Como en Miguel Ángel Rojas, artista homólogo, la biografía y la fotografía son terrenos donde se confrontan las dos formas de escritura por excelencia: la de la vida física y la de la vida espiritual. Además, como dijo Barthes, la fotografía es a la historia, lo que el biografema es a la biografía. El símbolo en la obra está comunicando con toda la eficacia que permite el poder compartir con el artista el trastocamiento de 117

estereotipos que conocemos y que, de cierta manera, hemos pasado por alto. Sabemos qué significan, en Colombia, una corbata, un caudillo y estar en mangas de camisa. No se nos escapan las alusiones al mundo del trabajo y a la colisión que hay entre dos formas de ganarse la vida, y que en el caso colombiano adquieren una horrenda complementariedad apenas captada a vuelo de pájaro por el refrán «la ley es para los de ruana» y por otras expresiones idiolectales. Compartimos las claves visuales que nos permiten interpretar la fauna política, legislativa y burocrática de la nación, sabemos de la fricción que tal oficio tiene con la labor de depurar el pasto de sus malezas. Y, con tales indicios, armamos una red de alusiones y contra-significaciones que remite del atributo fálico del poder nominal y simbólicamente delegado al atributo también masculino del sometimiento de la tierra y la violencia. Si la obra de Duchamp indica la previsión del brazo roto, la de Sandoval prefigura los nexos entre poder, control de la tierra y política. Lo indirecto, lo oblicuo del procedimiento artístico, así, trazan bien la distancia que el arte contemporáneo de marcada orientación política tiene con las formas modernas de arte social, centradas en la alusión directa y en la representación de estereotipos. Al aludir a gastadas formas de representación y exponerlas en conflicto, el artificio deviene crítica. Y, precisamente, es en la relación de las acciones de Sandoval con los modelos de representación donde la obra revela su pertenencia a los dominios de lo fotográfico. El lugar común, el cliché, para usar una palabra de origen fotográfico, se emplea aquí para confrontar las representaciones visuales que organizan la comprensión y representación del poder. Si el cliché es la plancha que permite a una imagen repetirse hasta agotarse, la matriz de la producción visual ilimitada, el estereotipo fotográfico, en tanto ideología, es poder hecho imagen diseminada y repetida. Con el arte contemporáneo, se trata, si se quiere, de una especie de actividad editora con la que se aporta una nueva legibilidad a lo ya escrito por la cultura. Solo que aquí se da un fetiche adverso que hace estallar en pedazos la coherencia del relato 118

contado por el poder. Si corbata y machete aparecen igualados sobre el cuerpo del caudillo, tal operación obedece, no a la tradición poética vanguardista fundada en la conciliación de lo diverso, sino al símbolo solo legible en una cultura específica: la de un país signado por la miseria y la connivencia de los poderosos con las más oscuras fuerzas represivas. Tales fuerzas se congelan sobre el cuerpo del artista, sobre el espacio o sobre los objetos. La imagen las resume y las erige como símbolo. La fotografía, según se dice, es mala portadora de símbolos, por su dependencia de la realidad que supuestamente reproduce. Pero es precisamente en la confrontación de su estatuto como signo complejo donde el arte ve anidar posibilidades para sus actividades. ***

Imagen 27. Ambulancia I, 2000-2007.

Podrá señalarse, según lo anterior, que el arte de Sandoval explota, de manera original (pero no menos abusiva) la miseria circundante. No obstante, son la resistencia de su arte a ser documento de una situación específica y su tratamiento abstracto de los estereotipos los procedimientos que evitan en él el habitual turismo practicado por quienes hacen decoración folklórica con 119

lo innoble. Por tratamiento abstracto entiendo la confluencia de la máxima y universal legibilidad de las imágenes y acciones y la necesidad de auxilios reales para interpretar el sentido de la información que despliegan. Y es precisamente en este punto donde encontramos una de las más sorprendentes claves creativas de Rosemberg Sandoval y de gran parte de los artistas que, aun haciendo obras procesuales, mantienen una especial vocación por las imágenes y la representación. Ahora bien, que este interés por la representación y la iconografía se manifieste en la crítica y, aun, en la destrucción de las convenciones es solo una manera distinta de afirmar la dependencia que el ataque a la representación ha contraído desde siempre con la representación misma. Si bien las acciones de Sandoval derivan su fuerza de su realización en tiempo y espacio reales, es evidente que los registros fotográficos y videográficos que poseemos revisitan con inusual propiedad tradiciones iconográficas que se creerían desterradas de la práctica del arte. No se trata solamente, por ejemplo, de que, en los videos de Bill Viola, el Giotto o el Caravaggio sean aludidos por la cita visual de sus imágenes pictóricas en la pantalla o en la proyección. Se trata de que, al ser imágenes, por ejemplo en Sandoval o en José Alejandro Restrepo, estos registros se apoyen en el poder comunicativo que tienen las ideas hechas figura, signos que hacen parte de la memoria colectiva, una vez se confrontan con el archivo de imágenes que posee la cultura. Si en la ya mencionada Baby street (obra donde limpia niños mendigos y expone los trapos) se acude a la tradición pictórica occidental, no es solo porque se vea en ello una alusión al tema de la Verónica, sino también, como expresó el mismo artista, porque hay allí referencias a la técnica del sfumato. Lo que en el arte de Leonardo es usado para teñir de incongruencia los contornos y hacer menos aprehensibles las figuras se refiere en este caso a la insondable situación social que el artista problematiza. La galería de pinturas casi monocromáticas hechas con mugre alcanza, por supuesto, a ironizar de igual manera la tradición de pureza y armonía de la pintura modernista y minimalista, e incluso el autismo del arte conceptual. 120

También, por supuesto, en muchas de las acciones recientes, el género del retrato de artista aparece teñido de múltiples resonancias y extensiones. Hemos visto cómo Sandoval se retrata para convocar, mediante el territorio ofrecido por su cuerpo, un campo de tensiones ideológicas. Sin embargo, éstas no son, en sentido estricto, obras autobiográficas ni exaltaciones del momento fundacional de la creación, ideas a todas luces reaccionarias que el artista se ha esmerado en rechazar. El cuerpo no habla en primera persona ni cuenta la historia del sujeto. Se ofrece como territorio para una prédica que a todos compete. Y, al predicar sobre su propio cuerpo, como el mártir o el profeta, la piel es papel o tabla de los mandamientos; la agresión es escritura y signo tatuado por el fuego. Aún en su nihilismo, se trata de una práctica que no renuncia a la lógica del ritual, pero que incorpora una declaración sobre el mundo secular que no deja de ser enjuiciadora. La ruta de expiación que advertimos en la imagen del carro de juguete ardiendo en el hombro o en la cabeza del artista persuade de que también el sujeto representado por la imagen está comprometido en esa purga de lo inhumano* que nos aparece como definición cuando a su obra se le pregunta por la belleza. Si Chris Burden ofreció en la década del setenta el disparo en su hombro y Gina Paine su mítico ascenso por una escalera cubierta de púas, Sandoval contrae el gesto y lo confina al símbolo visual, indicando que en esta codificación secundaria hay una manera de comunicar artísticamente sin ser complaciente. Tal encierro garantiza la eficacia, pues el hecho y el recuerdo que todos tenemos de las acciones perpetradas por los narcotraficantes en las décadas del ochenta y el noventa se aúnan en una referencia fácilmente reconocible. El atentado (o, si se quiere, el simulacro de atentado) permite además una alusión que se ha vuelto permanente en su trabajo. Tal indicación constituye, además, una de las facetas más dominantes y prolijas de su simbología: el mundo infantil. * Tomo la expresión literalmente de una de sus entrevistas, donde emplea esta frase como su forma de definir la belleza en el contexto presente.

121

****

Imagen 28. Venus, 2000-2007.

El vídeo afirma, a medida que lo vemos, su pertenencia al mundo del relato, pero su cierre confina el registro de la acción a la condición de información visual inmóvil, poderosamente articulada a la intervención poética sobre cosas cargadas de historia y resonancia política. Objetos y artefactos que portan el conflicto y que lo hacen explícito por una minúscula acción de resignificación o trastocamiento aparecen aquí afiliados con un modo de ser vanguardista, familiar para nosotros aún en la era de las imágenes: hallar coherencia en medio de lo diverso. En otro vídeo, la acción se desarrolla también en la Vía Panamericana de Cali. El artista rellena con juguetes los huecos y grietas que la falta de mantenimiento deja en el asfalto cuarteado. Ya también, recordemos, en la década del ochenta, Sandoval había hecho instalaciones que reproducían habitaciones infantiles empleando materias siniestras. Siluetas de niños con alambres de púa indicaban lo problemático de representar este mundo idílico. En el caso de las dos imágenes de Venus, no son juguetes, sino la operación de corte practicada en esa bota plástica, tan característica de la insurgencia como el fusil o el brazalete nacionalista. La operación, que nos es revelada por el video una vez 122

vemos al artista acercarse hacia nosotros, muestra que el calzado guerrero de la pierna derecha, por una morosa operación de cirugía, se ha convertido en un zapato de niña. Así, la constatación de que la alusión infantil conecta el símbolo con un ámbito de cargas emocionales contradictorias cede el paso a una perplejidad aun mayor: la de que, en el ataque visual al estereotipo, el poder es el que resulta ridiculizado. Si, para muchos, la diferencia entre un soldado del ejército y un guerrillero es solo el tipo de calzado, podría decirse algo semejante de la pertenencia de una prenda al orden simbólico de la cultura. Si en una de sus obras Orlan parodia un cuadro de Courbet y dice que el origen de la guerra es netamente masculino, Sandoval feminiza la imagen de la fuerza y del guerrero, reduciéndola a cándida mención de utilería. La corbata sustituida por el machete, la corona de espinas reemplazada por un sartal de carritos y muñecas, la bota militar convertida en el zapato de Mafalda acaban por destinar la imagen a su única posibilidad heroica: la de destronar el imperio abusivo de la fuerza con un comentario entre líneas a los dictámenes de la historia o con un reordenamiento del sistema de los objetos que aparecen ante nuestros ojos con la discutible misión de representar a un tipo de persona. ***** Lo indecible. Tal vez sea ésta la expresión más apropiada para hacer un comentario sobre una acción como Síntoma y sobre el choque singular que, en todas las obras de Sandoval, tienen el texto y la imagen. Choque que, como se sabe, puede ocurrir cuando enfrentamos la imagen con el título y las declaraciones del artista o, si se quiere, cuando enfrentamos la imagen y la traducción en palabras que nos hacemos a nosotros mismos de su significado. Queda, por supuesto, en el aire la vieja pregunta de si toda experiencia ante una obra de arte la traducimos interiormente en verbo o si permanece en un territorio ignoto, incomunicado con la ciudad de las palabras. En Síntoma, este enfrentamiento ocurre en varios niveles, pues el mismo acto de nombrar una realidad atroz es a la vez el tema, y la operación plástica es presentada con asombrosa literalidad* por el artista. Ya en alguna 123

parte, Sandoval había dicho que la idea para las obras realizadas usando como marcador el cuerpo de los indigentes provenía de un proyecto nunca realizado: arrastrar el cadáver de un perseguido político por la Plaza de Bolívar hasta su disolución. Aquí, estamos cerca del cuerpo usado como medio para la ejecución de un signo, para la redacción de un texto que lleva en sí su propia imposibilidad, su propio regreso a la nada originaria a medida que aparece. Un paralelo semejante, y en la otra orilla, solo podría encontrarse en la poética de la desaparición de Óscar Muñoz, en cuya obra lo que se inscribe porta el germen de la propia destrucción.

Imagen 29. Síntoma, 1984.

* Literalizar es una estrategia para hacer sustanciales y visibles las entrañas problemáticas que poseen los giros del lenguaje. A su vez, es una manera de hallar un procedimiento plástico en una forma de hacer algo en la cultura cotidiana. El uso del cuerpo del indigente en Sandoval es literal, el corte de florero en Echavarría es literal, la marginación del homosexual en Rojas es literal. Lo sorprendente es que, por el poder semiótico del arte y por su casi ilimitada capacidad de crear singularidad, esta literalización dé lugar a metáforas aún más complejas.

124

Solo que, en este caso, las materias que impriman la pared son la carne y la sangre y no el grafito, mientras que lo imprimado no es una imagen icónica sino el texto escrito. Un texto escrito, como se sabe, es el conjunto de símbolos, la red de abstracciones visuales por excelencia. Una vez más, al pensar en esta obra y meditar sobre la manera en que nos confronta con la evidencia horrorosa de que lo dicho o no dicho también es un hecho carnal, asalta la idea de Frederick Sommers, para quien «las imágenes y sus vínculos son situaciones». Por ello, en este caso, ¿cómo entender la segunda parte del aforismo según el cual «las palabras y sus vínculos», al contrario, «son proposiciones»? Así, podríamos preguntarnos qué situación podemos deducir del registro de un hombre joven que, con traje casi sacerdotal, ejecuta líneas y trazos empleando por pincel la lengua del sindicalista asesinado y por tinta la propia sangre derramada del mártir secular. ¿Qué del ritual se cuela aquí en esta prédica inversa sobre los avatares de la política? También, corresponde interrogarnos por lo que proponen las palabras que Sandoval ha puesto dentro y fuera de la imagen. El título es diciente, en tanto sume el acto de decir y expresar a una significación siempre diferida. Un «síntoma» es uno de los signos-huella, resultado, si se quiere, de una acción física. Pero, también, es signo atravesado por la historia personal y colectiva. Si Síntoma se emplea metafóricamente para invocar la enfermedad social, ya sabemos a qué alude el acto del artista y de qué otro acto es réplica y conjuro. Si Síntoma es la revelación a medias de lo que siente una persona, traducida de lo imaginario en iconos, gestos y palabras comprensibles, sabemos entonces que la obra puede convocar a varias interpretaciones que se superponen y no acaban de anularse. Si un médico es un intérprete de signos, entendemos por qué el traje blanco. El grito que fue una vez personal y social aparece de nuevo, aunque con una mutación inevitable: la voz suprimida reaparece como grito congelado, como representación operativa de un exterminio y una amputación irreversibles.

125

Nuevamente, son la presencia y la evidencia las garantías de que la imagen se ata a lo real y a un simulacro, radical por lo impactante, del asesinato de las ideas. La prédica, ya habitual en Colombia, de que a los hombres pueden matarlos, pero que las ideas sobreviven, aparece aquí revestida de una sorprendente capacidad de manifestación. Aunque, como ocurre en casi toda la obra de Sandoval, no sabemos qué tanto de positivo o negativo hay en tal alusión a la improbable vida del discurso una vez su autor ha desaparecido. No sabemos si la lengua sigue hablando o si su amputación y posterior uso lo que hacen es confinarla a un silencio más inexpugnable. Ignoramos si las palabras que se escriben con la víscera dicen o desdicen, afirman el siempre posible retorno del desaparecido o su pérdida definitiva en los laberintos de la desmemoria y la corrección institucional del pasado. Con todo, podemos pensar que, por lo menos, el arte sigue hablando entre cosas dichas a medias, puede seguir gesticulando en medio de las verdades orquestadas por los instrumentos del silencio, así sea en un idioma que solo logra decir algo a través de sus tratos con lo que Artaud entendió una vez como la metafísica entrando por la piel.

126

Jesús Abad Colorado, las trampas del documento

As long as war is regarded as wicked, it will always have its fascination. When it is looked upon as vulgar, it will cease to be popular. Oscar Wilde

* En uno de sus ensayos más conocidos*, Oscar Wilde señaló que mientras la guerra sea tenida por perversa mantendrá su fascinación y perderá toda popularidad cuando se le considere vulgar. La afirmación puede tomarse como una más de las declaraciones, a primera vista irresponsables, del escritor irlandés, un apunte ingenioso que señala cómo los fallos en el arte son más trascendentales que los avatares de la realidad y cómo en todo acto criminal subyace un obsceno pozo de atracción estética, que acaba por ser el espejo donde el narcicismo intelectual se mira la cara. Sin embargo, pese a la sospecha de esteticismo, en tales palabras late una pregunta por la necesidad que tenemos de responder a una realidad sin negociar nuestra autonomía, de actuar sin concesiones sobre los conflictos externos. Y, para el caso del arte y la literatura, la obligación que tenemos de hablar de dolor y miseria sin convertirlos en feria de vanidades. Asimismo, es una clara insinuación sobre la emoción artística que tal vez se cuela de contrabando en la inevitable atención que convoca la violencia. Como en muchas de las afirmaciones aparentemente superficiales de Wilde, hay una amonestación radical que, vista a la luz de la relación del arte y de los medios con la guerra, merece ser tenida en cuenta más allá de su extravagancia. * El crítico artista, 1891

127

Las fotografías de Jesús Abad Colorado tienen el equívoco prestigio de ser las representaciones culturales y estéticas más calificadas que se han hecho del conflicto colombiano de los últimos años. Equívoco, porque sus indudables virtudes formales, su sinceridad de punto vista y su innegable poder de persuasión sobre el espectador no le impiden escapar a la desconfianza que suscita la representación del dolor de los demás. Y calificadas, pues, tal como se advirtió desde los mismos momentos en que sus trabajos empezaron a aparecer en la prensa, impusieron su acendrada capacidad de ver más allá de tópicos y lugares comunes de horror y violencia, desplazando felizmente, en la conciencia del espectador, la odiosa procedencia de sus motivos visuales. O, por lo menos, subsumiéndolos en la preeminencia de los atributos de la imagen. Por supuesto, hay quien podría sostener que toda situación de barbarie conserva una aterradora singularidad y que es esta última la que lleva a los equívocos insinuados en la afirmación de Wilde. Así, las imágenes de la niña que mira a través del agujero de bala en una ventana; el adolescente que ríe con todos sus dientes, mientras su torso menudo se fatiga con las municiones que enseñan también su alineamiento sobre el holgado uniforme militar; el campesino que camina por una senda cubierta de flores amarillas; el Cristo mutilado entre los escombros que parece pedir la asistencia de una deidad más capaz. Sin duda, son acontecimientos visuales a los que nos hemos acostumbrado y a los cuales asociamos, tanto con la «realidad del país» que intenta presentar el curador en sus exposiciones como con la singular seducción «cultural» que el trascurrir de nuestros días ejerce sobre artistas, pensadores y turistas políticamente correctos. De la alianza entre veracidad documental, humanidad y conquista formal han surgido, entonces, imágenes compañeras de un horror que, a nuestro pesar, se ha vuelto rasgo distintivo de la vida cotidiana nacional. Y, por supuesto, el convidado de toda exposición artística o etnográfica que busque afincarse en un punto de partida situado en lo real. 128

Tales imágenes confirman, además, el viejo predicamento de que el fotógrafo es un testigo* de excepción por excelencia y que su tarea es capturar, como ningún otro productor cultural, la configuración azarosa de la realidad. Que el lente fije para la posteridad la espléndida mariposa azul posada sobre el rifle, que el pesado corpachón del soldado camine en dirección opuesta a una alada y frágil niña que deambula por la calle, que los hombres armados vigilen la ciudad a lo lejos y nos parezcan niños frente a sus juguetes, que el escapulario del combatiente casi bese la punta del fusil, son pruebas de que, aún en las más intolerables situaciones, el fotógrafo está atento a la escena jamás fijada, a captar el encuentro de realidades que, congeladas y apresadas por la imagen, dimanan una extraña poesía, conservando algo de crítica social, pese a la neutralización a que obliga la profundización en los valores específicos de la imagen. Sin embargo, la legitimidad de la representación del dolor está lejos de tener una aceptación unánime, y en los últimos años una crítica renuente a la ingenuidad mimética se ha trasladado también a la escena de la crítica fotográfica, atacando el uso indebido que el arte puede hacer de la marginalidad, las situaciones de excepción y los horrores de la guerra. De vendedor de lágrimas, el fotógrafo puede peligrosamente convertirse en amanuense de terrores indescriptibles. Y es en este peligro, próximo a la deshonestidad, de donde la reflexión conceptual, la aproximación indirecta y la capacidad de interrogación crítica pueden sacarlo. * Ese «haber estado ahí», adherido como una lapa a la fotografía, no es solo una consecuencia práctica de los modos en que se consigue una imagen a través de una huella físico-química. Es, en muchos casos, un criterio de autoridad que el mismo fotógrafo se autoatribuye en sus declaraciones verbales, sobre todo si se trata de fotografías donde hay sospecha de usufructuarse de la desventura de otros, que queda registrada como una rareza o una situación excepcional, que merece ser archivada. De condicionante a elección, de padecimiento a atributo, las fotografías que acuden a esta justificación para situarse en lo políticamente correcto atacan la capacidad de simbolización de la que los mismos fotógrafos se vanaglorian y hacen sospechosa su búsqueda de universalidad.

129

** Es por ello que el debate sobre la situación excepcional de la fotografía, en un mundo de crecimiento exponencial de imágenes banales sobre realidades atroces, ha sido complejo y revelador. Incluso, en algunos de los debates más importantes que se han dado en los últimos años en Bogotá, se ha cuestionado con insistencia la estetización de la miseria* presente en muchos proyectos de arte etnográfico o relacional. Donde la discusión ha tomado más fuerza es en las últimas reflexiones sobre la relación del arte con los poderes mediáticos y en los más recientes análisis sobre el posible estatuto de vanguardia del género. El mismo Foster señalaba cómo los peligros de tales actividades permanecían intactos desde que Walter Benjamin nos previno contra ellos en la década del treinta. La década de 1970 había ya visto surgir la autoridad crítica de la fotografía y constituirse en herramienta apropiadísima para el activismo y la protesta, después de varias décadas de sumisión a una tarea ancilar y decorativa. Al parecer, la fotografía superaba su destino estético y empezaba a garantizar posibilidades de inserción, reinscripción de representaciones dadas y vocación situacionista. Empezaron entonces a ser comunes actividades fotográficas que, en lugar de embellecer o singularizar el mundo, podían servir para evaluar las instituciones, cuestionar el establecimiento y señalar sus contradicciones más profundas. Las últimas tendencias del * La pregunta por qué tan lícito es reverenciar en el arte motivos asociables al drama social ha logrado en el arte contemporáneo colombiano una inusitada presencia. Conscientes de la falsa moral que puede encubrir la tematización de la víctima, críticos, artistas y curadores han declarado cómo el intento por dar una presencia a la realidad en el arte a través de la representación o la falsa intervención contribuye a perpetuar la estructura que ha dado lugar a la situación conflictiva. De las representaciones en fotografías de comunas miserables y estragos de la sevicia a las obras relacionales que se llevan a sitios de pobreza en becas de intervención, proyectos comunitarios y pasantías, el arte describe una peligrosa curva que lo lleva de cooperar en las representaciones estereotípicas a falsear las nuevas posibilidades de relación del arte con la realidad social. Lo que Benjamin señaló en «El autor como productor», que este tipo de actividades pueden derivar en mecenazgo ideológico, en falsa etnografía y en suplantación de la voz de los representados o «intervenidos», aún debe considerarse con todo cuidado.

130

conceptualismo político de los setenta, el arte apropiacionista y simulacionista de los años ochenta y el arte social y etnográfico de los noventa entronizaron, cada uno a su modo, la actividad fotográfica como el medio privilegiado para que el arte contemporáneo cuestionara la autoridad de las representaciones culturales y esbozara mapas del conflicto, los intereses y los poderes. Quedaba en entredicho que la fotografía sirviera solo para producir más representaciones y alimentar el espectáculo vocinglero de la imaginería banal. Se optaba, más bien, por usos de la fotografía que interrogaban su propia validez como medio de representación cultural y que se pronunciaban contra la pesada carga que suponía el tener que inventariar el mundo. Por ello, las fotografías que más fácilmente pueden aún gozar de valor artístico y no traicionar su tramposa herencia de autoridad moral son aquellas que, de alguna manera, se toman a sí mismas por tema y derogan su condición instrumental. Es decir, aquellas que relativizan el medio y su posible capacidad para comunicar verdad. Si con las fotografías de Diane Arbus el mundo convencional albergó por fin todas las singularidades y rarezas humanas, los documentos que Nan Golding dedicó a su vida íntima en la Balada de la dependencia sexual permitieron a la fotografía acceder a la consumación visual de un trauma, antes invisible. Si con Cindy Sherman la imagen fotográfica cuestionó la manera tradicional en que definimos la identidad de las personas y reveló las imposturas con que se intenta construir la personalidad social, Andrés Serrano produjo imágenes que agredieron los símbolos construidos por la ideología y la religión para revelar impensadas relaciones de poder en medio del símbolo y el fetiche. Por su parte, Thomas Struth toma el acto de contemplación en el museo y lo expone en una problemática mise en abyme. De ahí entonces que la intención documental o estetizante de la fotografía hubiera quedado validada solo en el territorio periodístico o en la trastienda del arte aplicado o comercial, es decir, en aquellas actividades que, como la pintura o la escultura tradicionales, no optaban por emplear sus lenguajes de manera 131

combativa, sino profundizar en una tradición específica, generadora de posibilidades de disfrute y creación. *** Para ejemplificar esta mutación de la fotografía de un instrumento de expresión estética en un medio de interrogación cultural, que tiene por centro la crítica ideológica a la socialización de las imágenes, valdría la pena remitirse a un caso reciente del arte contemporáneo colombiano, las fotografías que, con el título David, hizo Miguel Ángel Rojas en el año 2005.

. Imagen 30. Miguel Ángel Rojas, David, 2007.

En esta obra hay, por supuesto, un requerimiento estético para el espectador. Pero las impecables imágenes de un joven desnudo con una de sus piernas amputada no hablan al espectador solo en nombre de la eficacia estética de la representación o de la singularidad de lo representado. Tres gestos, uno del modelo, otro del artista y un tercero del contexto social, ubican la imagen en un sistema de referencias culturales que activan una fuerte presencia emocional de la imagen y llevan al espectador más allá del disfrute, conduciéndolo a una interrogación difícil de obtener solo con la contemplación distanciada. El primero consigna la imitación de la postura de la escultura de Miguel Ángel por parte del joven retratado. El segundo proviene del título elegido por el artista: 132

David. Y el tercero indica que el modelo es un soldado colombiano que perdió su extremidad inferior en la detonación de una mina antipersonal. Por supuesto, la fotografía de Rojas tiene valores intrínsecos, pero es su fuerte relación con el contexto del arte y de la historia lo que la dota de una especial potencia significativa. Como punto adicional, que confirma la tesis de que el artista acude a valores de contexto para fortalecer un medio que podría neutralizarse en su aprensión de lo bello, es el hecho de que estas fotografías fueran exhibidas en un lugar abandonado, luego convertido en centro comercial. Los diálogos entre historia, lugar, gesto, declaración política y vivencia no dejan de ser elocuentes, más allá de que la fotografía funcione, hasta cierto punto, como artefacto solitario en medio de la penumbra de un lugar por el que circulan los consumidores que olvidan el precio pagado por la artificiosa y endeble seguridad que pregona el estableci-miento.

Imagen 31. De la serie Bojayá, 2002.

**** Y, de igual manera, es posible afirmar, en el caso de Jesús Abad Colorado, que la fotografía de la serie Bojayá, del año 2002, porta una de las imágenes más perturbadoras de la Colombia contemporánea por razones distintas a su tema de representación e, incluso, ajenas al testimonio documental con que la asociamos. Omitiendo la predecible denuncia cruda y sin mediación, la imagen capta, en una trasmutación difícilmente conseguible por otros medios, el gesto de impotencia del pedazo 133

de crucifijo que, sin manos, parece clamar por un tipo de justicia más allá de la injerencia de los dioses. Podría decir, en palabras de Roland Barthes, que la imagen puncza allí donde sabemos que el pedazo de ídolo mira hacia algún punto fijo de la tierra al que sus poderes no parecen alcanzar (La primera persona singular aparece aquí, por supuesto, como un resultado de la aceptación del estatuto subjetivo del punctum). El personaje de la escultura destruida, en una nueva inteligencia de la imagen, parece resbalar, deslizarse hacia un ámbito que desconocemos, pero que la atrae y nos atrae irresistiblemente. Se hunde y, con ella, nos hundimos en la nada. Su mutilación parece ser solo el agravante de un desamparo que parece dado de antemano. Aunque creemos a la imagen-testimonio, sus valores narrativos y alcances anecdóticos se atenúan con el sentido alegórico propiciado por esta captación del detalle, convertida en eco de la viga que, en diagonal, precipita una composición orquestada por el horror. La atracción ejercida por lo que está por fuera del marco saca al observador del acontecimiento. La tarea emblemática de la fotografía consistente en tomar un trozo de realidad para afirmar la autoridad del acto, queda aquí contradicha por un testimonio que opone la construcción ficcional y la alegoría a la simple representación de lo ocurrido. El pasado solo podemos inventarlo, y la fotografía nos hace conscientes de esta condena, mostrando que no hay hecho desnudo, que no podemos escapar a la ficción. El Cristo de espaldas, recordemos, fue el sonoro título de una novela colombiana emblemática de los temas de la violencia. Estar con el Cristo de espaldas es también un fraseologismo con el que se alude a la más negra de las suertes. Sin embargo, este deslizamiento aparente del trozo de crucifijo hacia el polo invisible que lo atrae hacia la nada no es el único rasgo de la imagen que resulta propicio a la alegoría. A la impotencia divina, al fracaso del ámbito religioso como lugar para la negociación del conflicto (no olvidemos que quienes allí se refugiaron esperaban que los combatientes se abstuvieran de 134

atacarlos por respeto al lugar donde se hallaban), se añade la disposición del espacio y las diferencias en la descripción fotográfica de las diferentes áreas del lugar. En la sección superior de la imagen, se hallan los restos de una construcción que, pese a estar derrumbada, conserva rasgos geométricos marcados y se enmarca en formas arquitectónicas que permanecen en pie. Puerta y ventanas que no miran a ninguna parte, armazón de vigas, esqueleto que queda en pie acentuando la mudez expectante de las ruinas. Abajo, desaparece la minuciosidad que arriba acompañó al observador y le permitió identificar los restos del mobiliario, la arquitectura y el cielo, y da lugar a un drama, el del crucifijo mutilado, que cae en un espacio informe donde el detritus y los residuos, probablemente orgánicos, no se ubican en coordenadas o marcas arquitectónicas. La franja clara donde está el pedazo de la reliquia funciona apenas como la referencia simbólica a un contexto sin tiempo y sin lugar donde tienen sede todas las aberraciones. El fracaso de la ubicación es el límite de la imagen, que acaba por comunicar su propia insuficiencia y por revelar la impotencia del medio fotográfico para penetrar en el corazón del acontecimiento. Jesús Abad Colorado, al contrario de Miguel Ángel Rojas, Óscar Muñoz o José Alejandro Restrepo (todos ellos artistas que han encontrado en la imagen una posibilidad, más que un fin), ha elegido la fotografía como un destino en sí mismo y ha partido de una afirmación documental, a la que no son ajenos planteamientos estéticos e ideológicos y que está acentuada por el hecho de que sus actividades se dieron fundamentalmente en el contexto periodístico. Solo que aquí, a diferencia de lo ocurrido con el arte contemporáneo colombiano, entregado a experimentaciones técnicas, diálogos lingüísticos e investigaciones de materiales y ubicaciones espaciales notables, la crítica de la obra de Jesús Abad Colorado debe ocuparse de los poderes del medio y de la referencia a esa realidad factual de la que fueron obtenidas las imágenes. El fotógrafo no solo nos dio estas imágenes; también estuvo allí, con los 135

que sufrieron, pensamos, sin aceptar que tal vez no sea ésta la captura del instante decisivo. Y la enormidad de este predicado, que en otro caso parece prueba del aprovechamiento del cazador de curiosidades y trofeos visuales, dota a cada imagen de una especial potencia de confirmación. Potencia que, como se verá, no caduca en la verificación de una situación de la que se suponen fragmento o prueba. ***** Pero, ¿de qué podrían ser evidencias las fotografías que evaden la personificación de la tragedia y eligen, en lugar del sufriente, la representación oblicua de lugares y aposentos que de igual manera vivieron la agresión? ¿Cómo leer estas imágenes en las que el cuerpo del doliente ha sido sustituido por el concreto, la madera, las vigas, las pizarras y las sillas, a la vez impotentes y elocuentes? Sin duda, las fotografías de Jesús Abad Colorado que tienen por tema los espacios derruidos sugieren que miremos oblicuamente hacia la devastación y ampliemos el entendimiento en un trato cuidadoso con los destrozos y las ruinas. El primer aspecto que sorprende al observador ya habituado al universo de Colorado es que, en esos casos, las imágenes renuncien, en gran medida, a la representación de personas y grupos humanos. Con ello, de alguna manera, se elude parcialmente una vinculación fácil entre el conflicto y la representación de seres que, con ademanes, gestos y lamentos, puedan añadir una dimensión teatral a la representación. Es verdad que la ficción y la narración del acontecimiento son inevitables. Pero la representación del cuerpo del sufriente añade una nueva posibilidad de falsificación: la del espectáculo. En este caso, el motivo de las imágenes no son los cuerpos que expresan la vivencia espiritual de la guerra, sino espacios específicos que conservan en su superficie y en sus pliegues la huella de la iniquidad. Si en la imagen sobre Bojayá Abad subraya la insuficiencia antropológica de la religión, en ésta, por supuesto, se declara la insuficiencia del proyecto de nación encarnado por la educación. Si en la otra imagen debemos ir más allá de la indignación por una 136

Imagen 32. De la serie La letra con sangre, 2008.

guerra que «no respeta los espacios de culto» y arrasa con lo sagrado, en ésta debemos superar la idea de que la fotografía se tomó solo para anotar que los niños caen en el fuego cruzado. Si en Bojayá, 2002 la mirada de un dios moribundo e impotente que se desliza hacia la nada es la que puncza, en esta fotografía de la serie La letra con sangre lo hace el contraste de los impactos de bala con las sillas y el librero que permanecen de pie. Más aun, no dejamos de pensar si en la silla de la izquierda, impertérrita, alguien estuvo sentado cuando ocurrieron los disparos. Un objeto mobiliar convoca indefectiblemente la presencia del que lo usa, lo usó o lo usará. Tal vez, la utilidad como aquella virtud dormitiva ironizada por Duchamp. La huella de las balas, la de quienes dispararon y la de los que fueron blanco. Podrá decirse que es fuego indiscriminado, abstracto, y que, por azar o mala fortuna, las balas llegaron hasta este punto. Sin embargo, para el espectador, es importante que alguien haya podido estar sentado en esa silla y que no haya anonimato posible en la violencia, de manera similar a como no hay hecho desnudo u objeto desprovisto de asociaciones emotivas. La presencia humana, borrada con la ráfaga, susbsiste en la función 137

de las cosas y en el índice de la acción. El reguero de balas hace un barrido* de plomo sobre el mundo para suprimir de él la presencia humana. El fotógrafo también barre el mundo, pero esta vez con un haz de luz, para suscitar ahora la huella del desaparecido, para convocar de una vez por todas la presencia y la evidencia. Que una tarea negativa y otra afirmativa se junten en una imagen es una más entre las posibilidades fotográficas. De igual manera, la metáfora de la escritura y el borrado, de la composición de lugar y la composición de la imagen como «actos de escritura» que se oponen entre sí, podría seguirse para hallar posibilidades semánticas: al principio de supresión y entropía que implica el acto violento, la fotografía opone dos principios constructivos, el de los objetos inertes que persisten en sus funciones y el de la propia imagen, que también es construida. El primer principio opera en el observador mediante una alegoría a la que podemos relacionar, esta vez, con la cultura, la tradición y la autoridad del pasado. El aula con sus dos sillas y su librero aluden a un lugar donde se habla, se lee, se escucha y se escribe. A estas claves, las balas oponen su retórica contundente y fulminante (ahora recuerdo que, de niño, había un juguete bélico que tenía unas pequeñas balas a las que se llamaba «fulminantes»). De igual manera, mientras en el aula de clase se trata de cosas que ocurrieron en el pasado (toda educación contiene la carga de la

* La simultaneidad entre el acto de fotografiar y el acto de disparar un arma tiene antecedentes que se recuerdan. El más famoso de todos es el de Eddie Adams y su impresionante imagen del ajusticiamiento del vietcong. La complicidad entre el espectador y el victimario es uno de los resultados de un dispositivo visual que incomoda y, a la postre, hace reflexionar. La idea de que un barrido fotográfico (varias fotografías tomadas en una secuencia rápida para capturar aspectos mínimos de la realidad) puede equipararse, en la fotografía de guerra, con una ráfaga de ametralladora emerge con facilidad. Sin embargo, la relación es menos directa que la del click con el solitario accionamiento del gatillo. En Abad Colorado, este barrido es más bien una metáfora donde se confronta la acción de suprimir lo existente con la apelación a un registro «constructivo». En cierto sentido, se interpone la afirmación de una máquina productora de huellas a la negación producida por un artefacto que introduce el caos en el orden de la cultura.

138

historicidad del legado que se quiere atesorar), las balas subrayan la primacía del presente. El segundo principio, que invocamos también al hablar del crucifijo y su naufragio en el mar de lo informe, aparece cuando pensamos en la ubicación de los objetos en el espacio y en la manera niveladora como están descritos por la fotografía. Esta vez, no hay zonas de disolución, como en el primer plano de Bojayá, 2002, donde el orden constructivo y racional de la edificación acababa por fracasar en la marea de residuos situada en la zona inferior. Aquí, la pared funciona como un fondo al que, como por casualidad, se le ha distorsionado la monotonía visual con una serie de perforaciones. De hecho, a diferencia de Bojayá, 2002, el acontecimiento no desborda la imagen. El edificio ofrece un marco arquitectónico que contiene los impactos de bala y los aísla como acontecimiento, como signos que se emiten en un marco cultural. Irónicamente, los impactos de bala quedarán como testimonio de una manera un tanto bárbara de participar en la discusión de clase, de la que los papeles y manuscritos del librero parecen la reserva y la justificación. Que se asesine por palabras, por información o por ideas no es más que una de las implicaciones de sentido que atraen al espectador. ****** Las fotografías vinculadas con este tema ofrecen una nueva manera de entender la verdad del conflicto, la del testimonio mudo pero a la vez poco imparcial de los lugares. En estas imágenes, es evidente que el fotógrafo se acerca al concepto del evento mediante la confrontación que la huella visual conseguida en medio del fuego cruzado puede hacer de los espacios agredidos, particularmente escuelas y aulas de clase de pueblos minúsculos, arrasados por la horrenda marea de las balas y las bombas. Esta elección temática se convierte, además, en declaración sobre la fuerza del testimonio indirecto que la imagen puede hacer de la huella ejercida por la violencia sobre las cosas y los lugares. Y, también, en una fuente de posibilidades para que la fotografía se desligue de la simple 139

condición documental y explore los valores estéticos y éticos, a la vez que las posibilidades alegóricas favorecidas por el arte. Si es más eficaz apelar a las conmovedoras huellas que las agresiones dejan sobre la piel de las cosas y la intimidad de los lugares, también los circuitos del arte, los valores expositivos y la circulación por la galería y el museo otorgan a la obra un poder de comunicación que, no por indirecto, resulta menos esclarecedor que el conseguido en el periódico.

Imagen 33. De la serie La letra con sangre, 2008.

Ahora bien, dentro de la serie de fotografías que tratan los desastres ocurridos en las escuelas y las metáforas involuntarias generadas por las imágenes conseguidas en medio de las aulas, aquellas que se ocupan de seleccionar como motivo visual los tableros con notas de clase ocupan un lugar excepcional. Si la investigación del lugar permitía múltiples lecturas simbólicas de la imagen y del acto de fotografiar, las que muestran los últimos escritos que quedaron en los tableros antes de la irrupción de las balas suscitan nuevos motivos. La curiosidad visual presente en el impacto de bala que hace las veces de signo ortográfico o 140

matemático (de hondas resonancias, captadas por el título de la serie) capta nuestra atención y lleva la lectura de la imagen a otro terreno, donde las dos escrituras que mencionábamos para la vista del salón de clase literalmente se superponen. Si en la otra imagen Abad nos ofrecía ese foro de la discusión donde balas, palabras y participaciones se congelaban en su mutua anulación, en ésta penetra en el corazón mismo del sentido, para mostrar la colisión entre dos maneras de entender el mundo. Por un lado, la vida contemplativa, representada por las matemáticas, saber que asociamos con el discurso del orden, la armonía, la razón, los conceptos y los comportamientos predecibles. Por el otro, la vida activa representada por la guerra, sustentada en un principio de desorden, asimetrías, impulsos y acontecimientos incontrolables. Y es que apelar a los lugares y al testimonio mudo e impotente de los objetos ante situaciones de excepción se ha vuelto una de las más productivas líneas de investigación del arte contemporáneo colombiano. Piénsese, por ejemplo, en el atroz vaciado en cemento de muebles recolectados en masacres por Doris Salcedo o en aquellas reproducciones del espacio de infancia en la instalación de Miguel Ángel Rojas de 1981. Aquí, como en Jesús Abad Colorado, el espacio es recuerdo de la expulsión y llamado de la nada, huella de la degradación. Y, dentro de todo el conjunto, la serie de fotografías dedicada a las pizarras tiene, además de la evocación de las atrocidades cometidas en nuestro país contra las escuelas y los niños, una ironía que revela la alianza que hay entre guerra y educación, así como en fotografías anteriores la relación entre catolicismo y violencia, por años existente en Colombia y también abordada por José Alejandro Restrepo, quedaba singularmente expuesta. La imagen del tablero con las operaciones matemáticas y ecuaciones algebraicas a cuyos signos operativos han reemplazado los impactos de bala o la del conmovedor texto de la última clase antes de la irrupción de las balas y las bombas, trascripción del relato bíblico de Caín y Abel, quedarán como testimonio de una excursión que toma del periodismo su estrategia narrativa. Sin embargo, este periplo debe 141

al arte y a sus posibilidades metafóricas el logro de una retórica que explora las relaciones sociales y culturales inmanentes al complejo entramado de intereses pugnando por hacer la representación «oficial» de los acontecimientos políticos y sociales. ******* En un programa grabado por la televisión española en la década del setenta, el escritor cubano Alejo Carpentier se refería a la inventiva y a la capacidad de síntesis poética del surrealismo con una anécdota pintoresca. En ella, dos poetas caminaban por una calle y encontraban una tienda de accesorios para la caza en cuyo anuncio se leía «Trampas para animales». Uno de ellos advirtió que el letrero quedaba exactamente debajo de una pequeña ventana a la que estaban asomados dos seminaristas. Desde luego, como señalaba el escritor cubano, se pidió que, inmediatamente, antes que la situación cambiara, alguien fuera a conseguir una cámara. En 1983, Susan Sontag, en uno de los más memorables libros que se han escrito sobre la imagen y la responsabilidad del artista, señaló cómo la fotografía padece la triste reputación de ser el instrumento que más fácilmente permite convertir las miserias de los demás en una especie de turismo cultural y estético. Para Sontag, en ello residía la condición estrictamente «surrealista» de la fotografía, en su capacidad para enrarecer la experiencia. A este peligro se suma que el fotógrafo crea, a causa de su ojo entrenado en establecer relaciones impensadas, que es el único testigo de excepción válido y que solo su imagen inteligente, aguda o poética es la representación de la realidad y la descripción que, al final, contará para los vencidos. Participar del arte implica, en estas circunstancias, que el propósito documental sea solo una estrategia de exploración, donde la condición de verdad de la imagen obtenida queda en una posición secundaria, lo cual significa perder algo de autoridad pragmática y narrativa, pero ganar en análisis y distancia. En este 142

estrecho margen, el que va del documento al arte, se mueven las fotografías de escuelas de Jesús Abad Colorado. No solo participa en esta ocasión de la larga y fecunda tradición de fotografía de tema social en Colombia, sino que ha añadido a su capacidad para descubrir la peculiaridad de las cosas y los espacios una mirada oblicua, una luz irónica e indirecta a la que, en este valle de lágrimas, tenemos también derecho.

143

144

Juan Manuel Echavarría, contra la hegemonía del registro *

Imagen 34. La bandeja de Bolívar, 1999, fotograma de vídeo.

El vídeo muestra la destrucción de un objeto y la instauración de un nuevo orden para su ruina, mediante un regreso a la materia originaria. Lo que era pieza hecha para decorar y homenajear pasa a ser una nueva sustancia, cuya apariencia podría muy bien aludir a un constituyente primigenio o a un símbolo atávico de evasión, personificado por Robert Graves como «la diosa blanca» y que, en la cultura popular urbana, ha dejado de referirse a la mujer, a la poesía, a la luna o a la inspiración, y sirve ahora para designar los 145

dones del estupefaciente. Recuérdese que una designación parecida (colombian gold), usada en el contexto anglosajón, relativiza la noción de riqueza prehispánica y viene a confirmar la idea de que el símbolo puede pervertirse y denominar realidades sociales impensadas. Lo que atraviesa la historia cede el paso a una destrucción que nivela y borra la acción humana. Lo informe sustituye, con el retorno a la materia, el orden de la cultura. Modelado, decoración y barnizado regresan a un polvo originario que recuerda el paisaje postindustrial de las utopías pesimistas, donde las fuerzas de la materia (el polvo, la ventisca, el agua, la luz, el calor) vienen a diluir artefactos, edificios, máquinas y construcciones humanas en un vórtice del que se borra la cultura. Una suerte de estética de la eversión que niega la pervivencia de lo fabricado y augura el retorno de lo caótico como una especie de purga universal. Un holocausto del mundo donde las fuerzas de la historia acaban por ser un lastre que hace inviables los mundos creados, esos mismos que acaban por reventar, mostrando la materia de la que están hechos. En cierto sentido, uno de los más fuertes relatos del arte moderno (el de la autorreferencialidad) consiste en que un sistema artístico, después de agotarse, acaba por explotar, haciendo visible su interior material, manifestado en forma de constituyente primario. Es decir, el arte usado para revelar el arte y obtener un mayor nivel de autoconciencia, como quería Greenberg. Sin embargo, la imagen en movimiento y sus suplementos verbales inscriben la obra de Echavarría en una dialéctica que no es la de la naturaleza opuesta a la cultura, ni la de la forma histórica contra el informalismo atemporal. Se trata de cómo un símbolo de identidad continental, emancipación cultural y autodeterminación política se convierte, por obra de un cruce imaginario en el ámbito del signo, en sustancia maldita que nivela los referentes históricos y naturales, culturales y políticos. La obra, además, formula una declaración sobre las problemáticas que agujerean a los símbolos y los convierten en enunciados paradójicos y contradictorios, residuos 146

de una comunicación transparente que ha perdido su capacidad de aglutinar. Supone un tipo de acción discursiva donde se llama a interrogación a los actos comunicativos. Actos que, pese a pertenecer a esferas históricas y propósitos radicalmente distintos, pueden tener un contacto tangencial que se aprovecha metafóricamente. Si la bandeja de Bolívar es un objeto ceremonial cargado de historia, que tiene la función de convocar la adhesión a un pasado glorioso, la pequeña cumbre de cocaína responde, desde su parca elocuencia, afirmando el poder de acción de los símbolos del tabú contemporáneo sobre las referencias culturales y sobre la misma configuración de la identidad. La tradición de venerar reliquias seculares, llenas de alusiones ilustradas, queda atada a la capacidad de las drogas contemporáneas para introducir, de cierta manera, su propia globalización, sus propias reglas simbólicas en la economía mediática que rige la vida del capitalismo trasnacional. También, como han mostrado ya varios estudiosos, la droga trae al mundo secular una nueva opción mítica, pues, en un mundo sin dios, cualquier transgresión y superación de la cotidianidad son posibilidades inmejorables para trascender lo trivial y acercarse a lo sagrado. Si en Colombia-Cocacola de Antonio Caro se hacen colisionar dos formas de entender la identidad y se superponen las etiquetas de la marca sobre las denominaciones territoriales que convocan la nación, Juan Manuel Echavarría expone el accidentado devenir de un símbolo nacional y de una aspiración a la armonía continental, señalando los impensados caminos que siguen las designaciones y las formas de reconocimiento de un país latinoamericano ensayadas por el primer mundo. La muerte de la utopía queda aquí resumida en una presentación literal de cierta trasmutación que da saltos históricos, semióticos y culturales: la conversión de un objeto ceremonial en alucinógeno, la conversión de un objeto irracionalmente ofrendado en el altar de la razón a un producto racionalmente comercializado para favorecer, en medio de la anestesia colectiva, el extravío y la agudización de las sensaciones. 147

Ahora bien, la destrucción de la bandeja de Bolívar, presentada en el video de Juan Manuel Echavarría, cabe en una tradición artística que confronta la apropiación política de la naturaleza, como ocurre con varias de las obras que emplean referencias a las plantas que se procesan en Colombia para la obtención industrial de narcóticos (Miguel Ángel Rojas con la coca, Juan Fernando Herrán con la amapola). Solo que, en este caso, la constatación de que la materia empleada es efectivamente la alucinógena queda en proceso de ficción, o por lo menos distanciada, por obra del video y la acción simuladora. La alusión a la bandeja real (obviamente, lo que se destruye a martillazos es una réplica) y al polvo resultante (referencia también analógica a los alineamientos del polvo que se aspira) quedan convertidos en un simulacro, en esa referencia ya obligada en el arte contemporáneo a que toda identidad está mediada y a que, como dijo uno de los teóricos de los estudios culturales, «nación es narración». Incluso, la naturaleza solo se mira de manera distante, toda vez que la coca ya ha sido modificada químicamente y la exuberante naturaleza americana ha acabado en la referencia pintoresca de la decoración de la bandeja. Aclaremos que, si un artista de acción hubiera tenido la idea de la obra, tal vez el resultado habría sido un evento performativo donde la réplica de la bandeja hubiera sido literalmente reducida a martillazos por el propio artista, enfatizando en el carácter físico y presente del evento. En este caso, el vídeo presenta una transfiguración y enfatiza la dimensión imaginaria de lo presenciado, no la proximidad corporal. Al suponer que el objeto es la bandeja y que el polvo es cocaína, se activa la conciencia de los portadores de la imagen como referencias alegóricas a los procesos de constitución de la identidad cultural, como relatos y ficciones que solo habitan en el territorio de lo simbólico. Si en vez de presentarse en vídeo la obra hubiera sido exhibida como registro fotográfico (lo que también ha ocurrido con este trabajo de Echavarría), el devenir histórico y la transmutación de la cerámica en cocaína se pronuncian en estadios que formulan, de otra manera, la ruptura del proyecto nacional y la amenaza que 148

constituye la violencia engendrada por el tráfico de drogas para la posible continuidad de la república. Si en artistas como Rojas y Restrepo la realidad idílica de la maravilla americana y la dimensión pastoril de una Colombia armónica sufren una confrontación por obra de la instalación y la videoinstalación, en las fotografías y videos de Echavarría es el ideal ilustrado de la autonomía y la autodeterminación de los pueblos el que queda en entredicho. Imagen fotográfica y vídeo sirven una vez más para mostrar cómo, mediante la referencia a un índice (la acción física del invisible martilleo hace a la montaña de polvo una huella, un residuo), la obra de arte puede transitar diferentes esferas temporales e históricas, haciendo problemáticos e incómodos los símbolos producidos en cada momento. **

Imagen 35. Pasiflora purpurea, de la serie Corte de florero, 1997.

En el arte contemporáneo, el vídeo revela su eficacia cuando el artista busca pronunciarse sobre los accidentes vividos por un objeto que posee una fuerte carga cultural. La inclusión de la 149

dimensión temporal prueba su capacidad para enunciar metáforas sobre la historia y las narraciones que apoyan la configuración de la nación y la identidad. Pero, ¿qué ocurre cuando la imagen estática confronta, a través de alusiones y materializaciones del dibujo y la fotografía, esos mismos devenires, esas mismas historias de reconfiguración de la comunidad, la cultura, el saber, la naturaleza y el territorio? El resultado es una serie como Corte de florero, de la cual la imagen de esta Passiflora purpurea es un buen «ejemplar». La crítica ha señalado en varias ocasiones cómo Juan Manuel Echavarría interroga la manera en que la violencia y la muerte han permeado todas las manifestaciones de la sociedad colombiana, incluidas la estética y la artística. De la cultura popular expresada en la artesanía y la música comercial al arte «serio», integrado por la novela, el dibujo, el cine de autor y la instalación, lo que se observa es una estetización en la que caben las más refinadas referencias a la crueldad, la agresión, el desmembramiento, la tortura y la destrucción, omnipresentes en la historia colombiana. Abismados ante el despliegue de imaginación y complejidad formal que caracteriza a la violencia, los artistas han optado, o bien por mostrar escuetamente el proceder del violento para que la singularidad del acto sea notorio por él mismo, o bien por crear decoración con esas imágenes y mitos que pueblan la imagen popular. Una tercera vía la encarnan artistas y escritores que emplean la visceralidad y la elección de imágenes escatológicas para practicar una especie de antropología especulativa* donde se realiza una interrogación crítica, no solo a esas formas de violencia, sino también a la manera en que esferas sociales y comportamientos culturales, reputados como moralmente correctos, han contribuido a la tragedia. Lo que en escritores como Álvaro Miranda y su novela La risa del cuervo es la constatación de que lo visceral da una posibilidad inmejorable para encarnar una perspectiva desde el hundimiento * La expresión es empleada por el escritor argentino Juan José Saer para referirse a lo que habría que esperar de una narración en el contexto contemporáneo.

150

moral, que muestra cómo la historia y el poder son la más sangrienta de las mascaradas, aparece en artistas como Rosemberg Sandoval y Juan Manuel Echavarría como opción para construir símbolos visuales de poderosa carga crítica. La mutilación y el desmembramiento solo pueden ser opciones para el arte y la literatura colombiana si evitan ser decorado e ingrediente pintoresco en el retrato identitario. Son viables cuando el artista penetra en su lógica siniestra, enseña su carácter ritual y muestra su funcionamiento, acercándolas a otras prácticas, especialmente las del poder y las narraciones que señalan la nacionalidad y sus comportamientos. La serie Corte de florero, como se sabe, hace referencia a una acción común en la violencia partidista de mediados del siglo XX, en la que se empleaban eufemismos e imágenes de procedimientos artesanales, estéticamente definidos, para caracterizar algunas de las formas de tortura y desmembramiento del cadáver. Que la serie tenga ese nombre apunta directamente a la opción de un arte que desmantela los símbolos visuales y verbales y expone, mediante la igualación de comportamientos sociales diversos en la superficie de la obra, una historia problemática de la que han sido silenciadas muchas relaciones. En ese sentido, se entiende la antropología especulativa de la que habla Juan José Saer, cuando devuelve a la imaginación y a la invención un poder de iluminación que difícilmente pueden tener el documento y el relato no ficcional. Es por ello que, en el caso de las obras de Juan Manuel Echavarría, «la verdad nace de la imaginación» y violenta la hegemonía del registro documental. El procedimiento parece, a simple vista, bastante simple, toda vez que la mirada superficial hace creer al espectador que está contemplando la ilustración en blanco y negro de un herbario anómalo. La misma tipografía, que encomia la aprehensión natural por parte de la ciencia, suscribe ese estilo pomposo de las colecciones de plantas que, desde la Colonia, han articulado en Europa la imagen americana: la de una naturaleza tumultuosa e inaprehensible que solo deja el asombro y la maravilla como respuesta poética y usa el saqueo como opción pragmática. El artista ha fotografiado 151

alineamientos de huesos humanos, imitando configuraciones de plantas, formas arborescentes, floraciones, disposiciones que parecen aludir a las formaciones fractales advertidas por la ciencia en las estructuras mínimas de la vida. Incluso, en algunas de ellas, los complejos diseños podrían extenderse hasta el infinito, pues los bucles de las formas parecen prolongarse en recurrencias de arquitecturas que parecen autoreplicarse. Las composiciones (entendibles, en jerga forense, como recomposiciones de lugar o reconstrucciones abstractas y universales de la escena del crimen) luego son fotografiadas, siguiendo un procedimiento mediante el cual la imitación de la tridimensionalidad y el claroscuro se atenúan en función de la imitación del dibujo y la ilustración. Hay apuestas estéticas, pero en medio de lo siniestro. Orden al borde del caos. Como en el Miguel Ángel Rojas de Grano y en el Rosemberg Sandoval de Mugre, un sistema sirve para citar a otro, con el fin de situar la representación en una confusión crepuscular de medios, aprovechada como opción para cualificar el significado de la obra. Solo que, aquí, la dimensión indicial de la fotografía y su fidelidad a lo capturado se ponen al servicio del borramiento de sus posibilidades ilusionistas. Si en el José Alejandro Restrepo que hacía referencias al martirio apócrifo de Santa Lucía veíamos un «exceso de medio», pues el video cumplía funciones de portador de imagen estática, en Juan Manuel Echavarría este superávit funciona de manera diferente. Al reducir la apariencia fotográfica de la fotografía se busca evocar un medio tal vez más imperfecto desde el punto de vista ilusionista, pero que cumpliría de mejor manera, respecto de la representación y la clasificación analítica de la naturaleza, la tarea científica. Recuérdese que los dibujos botánicos sacrifican los procedimientos ilusionistas y las posibilidades de la mimesis en aras de una exposición analítica y separada de los rasgos de la planta que se quieren subrayar. No hay luz, no hay hojas o flores corrompidas. El espécimen está siempre en condiciones ideales para la observación rigurosa, dócil a la mirada y a la mano que le teje una red para apresarlo. Las plantas ofrecidas por las ilustraciones del siglo XVIII y XIX son imposibles, tanto o más que 152

las de Juan Manuel Echavarría y su siniestra taxonomía posmoderna, no solo porque tengan posiciones imposibles, sino también porque están seccionadas (mutiladas, diríamos) para la contemplación de sus aspectos internos y de las variables que permiten individualizarlas. La imagen conceptual del dibujo aparece, entonces, como una reminiscencia residual del dispositivo fotográfico, que lo cita mientras se empobrece a sí mismo. Una cooperación que tiene más de sacrificio que de ampliación de posibilidades, como ocurre en artistas donde lo fotográfico se hibrida con la instalación, el vídeo o la pintura para expandirse formalmente. La reproductibilidad, en el caso de Corte de florero y de Passiflora purpurea, es la garantía de que la apariencia de la técnica taxonómica de apropiación de la naturaleza puede quedar imitada para inducir a una confusión que hace flotar el objeto ante los ojos como una mancha perturbadora. El despliegue de un mapa de anticategorías, de anti-ejemplaridad, un anti-sistema que ata la tarea del arte a una negatividad insoslayable. No obstante, las referencias distan de obrar solo entre sistemas visuales de representación. No se trata solo de la prédica autista de que un medio se refiere a otro o de que un estilo cita a otro para articular alguna proposición analítica sobre el arte, como en la abstracción postpictórica o en el arte conceptual. Uno de los más interesantes desplazamientos de sentido, en un rasgo que define la contemporaneidad del arte colombiano, se da de la esfera del arte a los procesos culturales que toca la obra. Así, Corte de florero y Passiflora purpurea ponen en fricción construcciones culturales, símbolos y lógicas de formalización del conocimiento, de las cuales se revela la participación en la construcción y operación de dispositivos de poder. En este caso, el discurso racionalista occidental, expresado en las tecnologías de captación de los secretos de la naturaleza y de su posterior explotación, se vincula con las determinaciones que ejercen las prácticas rituales de la violencia y la guerra sobre la concepción de la naturaleza y con el discurso religioso de un catolicismo a veces cómplice (y motor simbólico) del mismo culto de la sangre. 153

En efecto, la obra parece indicar que la violencia que desangra al país ha demudado nuestra mirada sobre el paisaje, haciendo indistinguible el despojo humano del territorio hollado y saqueado. Haciendo impensables a las fotografías de selvas y ríos exuberantes sin un cuerpo anónimo, de vientre hinchado, que viaja con un gallinazo por gaviero. Volviendo necesarios los relatos que cuentan una selva descomunal sin cercos de prisioneros animalizados e historias que hablan de montañas imponentes sin una sentina de fosas comunes o de minas antipersonales bajo el pasto. De igual manera, parece indicar que el mismo principio de apropiación científica de la naturaleza es agresivo por definición y que son los discursos de la racionalidad occidental y la lógica utilitaria los que participan de una destrucción que tiene en la supresión de lo humano su resultado previsible. Si a la víctima se le ha negado el nombre y en las estadísticas estatales es una cifra inexpresiva, es posible que estemos frente a un principio de disolución, a una lógica de la corrupción donde lo construido por la cultura vuelve al ámbito de lo informe. Aunque, en este caso, pareciera que una nueva organización cultural viniera a hacer sátira con la destrucción y a armar arquitectura con el despojo. La referencia al proceder del victimario es también escalofriante. No se trata, en muchos casos, solo de matar. Se trata de que el cuerpo, a veces mutilado, sea visto de cierta manera por el otro, que sus miembros aparezcan con cierta composición para producir el escarmiento necesario. Lo macabro está, aquí, con respecto a la razón, más cerca de lo que se cree. Por último, habría que señalar cómo la obra alude a la pervivencia del mito en la actividad científica, a la imposibilidad de que los lentes culturales (a veces ofuscados también por una lógica de violencia) desaparezcan de la mirada sobre el entorno. Se sabe que la Passiflora es el nombre dado al fruto de la curuba por quienes vieron en ella, durante la conquista, una imagen del martirio de Cristo. El nombre de «fruto de la pasión», cuyas derivaciones polisémicas han sido aprovechadas por la cultura del entretenimiento para sexualizar lo latinoamericano, sería solo la 154

cristalización verbal de estos vínculos. La obra de Echavarría completa el círculo, al relacionar, por vía de esta mención mitopoiética (citada visualmente en la configuración de los huesos), una institución ligada con su concepción sangrienta de la salvación y la redención, a la institucionalización de una lógica destructiva que, por vía de impensadas fuentes culturales, pasa del rito católico y de la puesta en práctica del relato bíblico a sembrar el proceder del victimario de singulares modos de operación, de formas refinadísimas de la crueldad. El «simple arte de matar» de Raymond Chandler, impuesto como divisa sobre el relato de crímenes, aparece aquí con una complicación necesaria si se quiere ser fiel a lo que vemos cuando el asesino se encomienda a la virgen y el exvoto cohabita con el arma, como en la novela neocostumbrista de Fernando Vallejo y en la fotografía documental de Jesús Abad Colorado. ***

Imagen 36. Bocas de ceniza, 2005.

Ahora bien, esta posición del artista frente a la violencia y sus desastres no deja de ser contradictoria, toda vez que la viabilidad estética de un proyecto puede convertirse en un lastre ético o dar lugar a una actitud en la que el arte mantiene, con inmoralidad 155

involuntaria, el estado vigente de lo intolerable. El hallar belleza en el horror puede, como ya lo sabemos, afirmar socialmente las mismas causas del horror. En muchos casos, como ya se señaló, el artista hace decoración con el material del miserable o teatraliza la situación de la víctima. Dos maneras de estetizar y mantener, en palabras de Hal Foster, la superioridad moral del arte. No obstante, una vía adicional es, sin duda, la que recorren las obras de Juan Manuel Echavarría, al exponer simplemente la elaboración realizada por las víctimas, mostrándola en su singularidad y su terrible belleza. Un retrato de una respuesta, de una manera de resistir a través de la construcción individual del sentido. El artista en tanto etnógrafo aparece aquí como el que revela, al parecer con el menor grado de intervención posible, la elaboración popular y la posición de las víctimas frente a la adversidad. Sin embargo, como hace pensar una posición poco ingenua hacia el arte, la mudez del artista es ilusoria, pues esto es también un efecto calculado, en el que la simplicidad en la presentación de la acción popular se consigue mediante calculados artificios. Finalmente, si algún respeto esperamos del artista hacia las comunidades, éste se debe manifestar en que haya, por lo menos, cierta fidelidad a los objetos populares con que los desposeídos expresan el mundo. Sin acentuar, por supuesto, lo pintoresco o lo vernáculo y sin intentar embellecer la acción de las personas. En cierto sentido, cuando el arte se aproxima a la cultura popular, basta con que la singularidad de lo específico logre un ámbito de universalidad a través de la potenciación de sus procedimientos. El arte no hace, en este caso, más que presentar la singularidad de lo que halló el artista y apoyar la estrategia presentida en la pesquisa. La obra, como sabemos, tiene la franqueza por principal estrategia comunicativa, una franqueza no solo resuelta en el efecto de reducción de la intervención del artista en la representación de la acción de la comunidad, sino también en la frontalidad con que se presentan en el vídeo los rostros de los protagonistas. No obstante, «protagonistas» es una palabra que puede llamar a engaño. La obra 156

no es ella misma narración: solo es plataforma sobre la que se exhibe una forma de narrar. No es drama: es la presentación de las condiciones de posibilidad para la comprensión de lo trágico. Además, es exagerado decir que son las personas quienes «protagonizan» la obra, máxime si entendemos que lo escénico está ambiguamente presente, con solo un poco de información residual sobre lo representativo. El verdadero protagonista de la obra es el canto, el lamento ritmado con el que hombres y mujeres cuentan el exterminio y las agresiones de que son objeto desde que existe la poesía como manera privilegiada de nombrarlas. El refugio cuando no hay nada que los cobije. Grito convertido en salmodia, en aquella catarsis que precede al reconocimiento de sí que nos queda por consuelo. El título es, asimismo, elocuente. La expresión «bocas de ceniza» habla, no solo de la experiencia de muerte y destrucción comunicada por el canto, del sabor amargo de la redención por una música que afirma nuestra pertenencia a un mundo del que se ha extinguido toda posibilidad de trascendencia. También es un topónimo que muestra cómo la historia puede nombrar también los lugares con labios cubiertos de salitre. La designación, en este caso, se conserva como una señal olvidada de dolor. Un nombre que es a la vez cicatriz y sutura, consumación natural de la herida y ayuda para la llaga. Bocas de Ceniza es el nombre que tiene la desembocadura del río Magdalena en el Océano Atlántico, pues fue descubierta por los españoles un Miércoles de Ceniza, día que, en la tradición católica, indica el inicio de la cuaresma. La tradición de imponer la ceniza como manera de inducir al feligrés al reconocimiento de su propia finitud habita, entonces, en el nombre de un estuario al que también llegan los cadáveres. Una figura del habla, con su olvidada simbología, vuelve a ser elocuente cuando el canto, visibilizado por la obra de arte, completa el círculo que había quedado abierto en la designación. Pero si estos suplementos verbales introducen significados culturales en la obra, algo parecido podría decirse de las 157

convenciones iconográficas revisadas por las imágenes. En efecto, el vídeo sirve, en este caso, para que se confronte el retrato y la imagen personal que, se supone, este género transmite al espectador. Lo interesante es que una modalidad artística asociada a la presentación de lo íntimo sobrepone lo público y lo consensual a lo individual. Si el retrato del poeta lo ha mostrado muchas veces ciego para significar la dimensión intemporal del canto, aquí la voz parece unificar a varios seres, señalando una continuidad del arte más allá de todas las vicisitudes. Según la afirmación de Pascal Quignard, «allí donde hay esclavos es necesaria la música», como una confirmación de que la más profunda belleza puede estar entretejida con el horror. Aunque nos podríamos decir que, por lo menos, se puede cantar e hilvanar palabras que nombran el mismo exterminio. Por supuesto, la dimensión pública e histórica ha aparecido, permanentemente, en actividades artísticas que desean mostrar lo íntimo y lo interior atando la vida privada y el mundo de los sentimientos a una historia que atraviesa y condiciona. Si en el texto homérico los dioses envían desventuras a los hombres para que tengan materia de su canto, en la obra de Echavarría el canto es la encarnación de una desventura necesaria, constitutiva, una especie de señuelo estético que, como indica el mismo artista, despierta la conciencia crítica del espectador. Una categorización de efectos en la recepción que bien podría hacer pensar en el apotegma de Rilke según el cual lo bello es el inicio de lo terrible. ****

Menos señuelos estéticos, sin embargo, parecen advertirse en la obra que Juan Manuel Echavarría dedica a otra actividad de producción estética popular, y mediante la cual los habitantes de un pueblo a orillas del Río Magdalena responden a la violencia que les llena de cadáveres el río. Al parecer, la obra no tiene que ostentar el atractivo superficial para que el espectador se acerque y piense. Por ello, si se quiera hacer crítica de esta obra, vale la pena comentar más en detalle lo que hacen los pobladores y señalar 158

como corolario la intervención del artista y la manera en que, correlativamente, la museografía aprovecha el contacto de la obra en el espacio expositivo con nuevas elaboraciones estéticas de las víctimas, prescindiendo significativamente de la obligación de registro o de ese polo de realidad que se le pide a la fotografía.

Imagen 37. La María, 2008.

En Puerto Berrío, los moradores adoptan los cadáveres y se los apropian dándoles un nombre, decorando sus tumbas y pidiéndoles favores. En un proceso transaccional, que llamaría poderosamente la atención a antropólogos y estudiosos del comportamiento religioso, los pobladores intercambian la nominación por la intersección ultraterrena. Dan un nombre y se unen a una promesa de cooperación desde lo innombrable. Rescatándolos de la anomia a que los ha condenado el exterminio, los habitantes de Puerto 159

Berrío dan en su orden simbólico una nueva presencia a las víctimas e interactúan con ellas, integrándolas a su vida cotidiana, dándoles una proximidad y una interacción con los que saben de su final y recibieron su cuerpo en la desembocadura (O valdría también decir que esos muertos fueron rescatados del flujo corruptor de las aguas y de su corriente de olvido). De seguro, los deudos de estas víctimas no saben que están muertos y cohabitan con los fantasmas, de manera semejante a aquellos que, sin saber del origen de los cuerpos, sí tienen la prueba de su final, la constatación de su segura disolución. Habrá alguna mujer que, como en la referencia de Doris Salcedo, aún plancha las camisas de su esposo y también integrará esa sombra en su vida, más viva aun que las cosas de este mundo. Como el ser querido ya ido, y al que sin embargo se sigue mencionando en la mesa o integrando a las rutinas y avatares diarios, los muertos sin nombre de Puerto Berrío juegan una segunda partida en el juego de los vivos y son obligados a dar en prenda su capacidad propiciatoria. Están presentes a pesar de que su destino simbólico y su memoria se muestren, de cierto modo, como una confiscación arbitraria y abusiva. Atados al destino de los desconocidos que acogen su memoria y que, por otro lado, se echan a cuestas la custodia de su recordación. Adicionalmente, las intervenciones que hace la gente sobre las tumbas se inscriben en la larga tradición de producciones simbólicas asociadas a lo funerario: propiciatorias, simpatéticas. Hasta donde lo dejan ver las fotografías de Echavarría, aplicaciones pictóricas, adiciones de objetos ceremoniales y diseños manuscritos decoran un memorial que descansa sobre la abstracción del muerto, sobre la generalidad y la masa de los ya idos, que luego son individualizados por lo imaginario. Se trata de imaginar al fantasma y encomendarle la esperanza a algo que es solo presencia porque se nombra, de dar vida a través de la inclusión dentro del lenguaje y la imagen. Como en Bocas de ceniza, la desventura vive en la palabra y en la imagen y es su confinamiento a estos medios lo que facilita el que se le conjure. La inventiva popular aparece tanto en las formas y colores que se disponen sobre las tapas de las bóvedas 160

(franjas, ribetes, cenefas, decoraciones florales, corazones) como en las impresionantes inscripciones, cuya clasificación y análisis depararía grandes hallazgos. Algunas inscripciones le recuerdan al muerto su promesa, otras le piden por escrito lo deseado, otras arman una especie de contrato afectivo. La disposición del registro por parte del artista, como en Bocas de ceniza, parte de que la acción popular es ya suficientemente contundente como para que el productor cultural deba hacer nuevas e innecesarias estetizaciones. Mediante un recurso que supone asimismo la disminución del efectismo teatral, hacer una impresión lenticular* de las fotografías, antes y después de la intervención escrita y de la pintura de las bóvedas, permite que el espectador capte, en vivo, la modificación de los pobladores. Este recurso evade cualquier efectismo y se limita a exhibir la práctica revelada por la etnografía y la agudeza perceptiva a que obliga la presentación artística. Si la actividad contemporánea del arte consiste en reinscribir representaciones dadas para interrogar críticamente los medios y los canales, la obra de Echavarría pareciera suscribir la idea de que la producción popular puede ofrecer una más significativa elaboración estética que la que dan arte y literatura oficiales. Siguiendo la prédica de Benjamin, un fragmento de la * Cuando niños, muchos de nosotros experimentamos, seguramente, algo de asombro con las imágenes que en los útiles escolares mostraban un inexplicable movimiento. La índole popular de este recurso y su capacidad para evocar una suerte de magia elemental en el mundo de la infancia se encuentra en el procedimiento de Echavarría, que inevitablemente practica, de esta manera, alusiones que se captan si se pone algo de atención. Así, las dos caras de la impresión, que permiten ver dos estados de un fenómeno o de un objeto en su despliegue temporal, remiten a una suerte de transformación elemental de ciertas maneras de percibir la condición de un emplazamiento, en este caso, las operaciones de decoración de las tumbas. De la austeridad gris de la obra negra del mausoleo a la pintoresca intervención sobre las lápidas, la mirada da un salto que no tiene estaciones intermedias, aunque forcemos la vista, entornemos los ojos y nos detengamos en un punto crepuscular del recorrido de la mirada para encontrar dónde está ocurriendo el cambio. Tan simple y franca como la intervención de la comunidad en el osario es la manera de elegir el recurso de presentación de lo ocurrido, sin que, en ambos casos, la simplicidad del procedimiento sea igual a la complejidad de la experiencia suscitada. El adjetivo «lenticular» alude también, y casi de manera inadvertida, a la condición de una visión siempre intermediada que nos advierte sobre la inconveniencia de confiar en visiones de verdad y trasmisiones en vivo y en directo.

161

vida puede ser más significativo que la representación completa de la vida misma. Ésa, en condiciones actuales, parece ser la única posibilidad para el realismo, la práctica de una antropología especulativa que capta una secuencia o un momento de la narración hecha por quienes padecen el conflicto, a la que no se cita ni se representa. Se le trae al ámbito del arte para que interrogue los mismos procesos que le dieron lugar. Una palabra final cabría para esta obra tal como se presentó por parte de los curadores en la exposición Destierro y reparación del Museo de Antioquia, de cuyos múltiples equívocos, sin embargo, hablaban las palabras preliminares de este libro. En una de las salas de exposición, se hallaba la impresión lenticular en gran formato, a escala natural, formando una especie de réplica del mausoleo frente al espectador. En la pared del frente, se fijó un tapiz en el que los sobrevivientes de la masacre de Bojayá tejieron los nombres de las víctimas y anexaron motivos visuales que los moradores asocian con las actividades económicas que una vez los caracterizaron y por las que, al parecer, son recordados. La belleza del objeto artesanal se complementaba con un diseño de cuadrícula que dialogaba cara a cara con el túmulo de compartimientos de Echavarría, con el que compartía dimensiones y configuración formal. Dos objetos conmovedores que probaban, cada uno a su modo, que la belleza en tanto «purga de lo inhumano», es una opción que puede brotar de la respuesta espontánea de la civilización y no necesariamente del discurso institucional del arte. Que el arte haga meramente ver, tal como lo propone en sus obras Juan Manuel Echavarría, así sea mediante un artificio orientado a que el espectador crea que la invención artística no existe, es una opción viable y no una derrota frente al lastre de lo real. También en la ficción y en la elaboración simbólica que hacen los que están fuera del arte, hay una nueva posibilidad de evadir la onerosa condición del que vende milagros o pretende hacer crítica cultural sin aventurar transformaciones en lo práctico. 162

7. Referencias

Las siguientes fuentes no pretenden exhaustividad. Buscan ser una guía para quien se interese en la amplia discusión sobre el modo como la fotografía participa en las prácticas del arte contemporáneo. Proponen, si se quiere, una cartografía de lecturas personales y elecciones bibliográficas que dibujan el perfil del texto que el lector acaba de tener frente a sus ojos. Las referencias se clasifican en textos sobre arte contemporáneo, textos sobre fotografía, textos que proponen una relación entre el arte contemporáneo y lo fotográfico y materiales que se ocupan de los artistas colombianos aquí considerados. Si bien el ensayo literario es capaz de frecuentar y aludir a las más diversas fuentes de autoridad e información, no se apega indefectiblemente a la glosa y a la cita. En él, está todo lo leído por el ensayista, sin que se aluda directamente a los textos que componen una tradición. En esto, por supuesto, desde Montaigne, reside la original relación del ensayista con la autoridad y con el pasado. Lo que en la cultura tratadística y académica es la rigidez de la referencia y la recensión de fuentes autorizadas es, en la cultura del ensayo, un diálogo y una apertura a la interrelación con la cultura letrada. Arte contemporáneo Alberro, Alexander y Blake Stimson (Comp.), Conceptual art: a critical anthology, Cambridge, MIT Press, 2000. Benjamin, Walter, Selected writings, Cambridge, Harvard University Press, 1996. Bourriaud, Nicolas, Estética relacional, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005. , Postproducción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006. Bozal, Valeriano, Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, Madrid, La Balsa de La Medusa, 1996, 2 volúmenes. 163

Buchloch, Benjamin H. D, Formalismo e historicidad, Madrid, Akal, 2004. Camnitzer, Luis, Selección de ensayos, Bogotá, Universidad de los Andes, Edición de María Clara Bernal y Felipe González, 2007. Didi-Huberman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 1997. Fabozzi, Paul F., Artists, critics, contexts. Readings in and around american art since 1945, New Jersey, Prentice Hall, 2002. Foster, Hal, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001. Guasch, Anna María, El arte último del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 2000. , Los manifiestos del arte posmoderno, Madrid, Akal, 2000. Krauss, Rosalind, La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Madrid, Alianza, 1996. Marchán Fiz, Simón, Del arte objetual al arte del concepto, 1960-1974. Epílogo sobre la sensibilidad posmoderna. Antología de escritos y manifiestos, Madrid, Akal, 2001. Martin, Sylvia, Videoarte, Madrid, Taschen, 2006. Mc Evilly, Thomas, Art and discontent. Theory at the millennium, New York, Mc Pherson, 1995. O'Doherty, Brian. Inside the white cube. The ideology of the gallery space, Berkeley, University of California Press, 1999. Owens, Craig, Beyond recognition. Representation, power, and culture, Berkeley, University of California Press, 1992. Wallis, Brian (ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Madrid, Akal, 1996. Wheale, Nigel (ed.), Postmodern Arts, London, New York, Routledge, 1995.

Teorías contemporáneas de la fotografía y la imagen fotográfica Ades, Dawn, Fotomontaje, Barcelona, Gustavo Gili, 2002. Baqué, Domique, La fotografía plástica: un arte paradójico, Barcelona, Gustavo Gili, 2003. Barthes, Roland, Camera lucida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 1982. Bazin, André, «Ontología de la imagen fotográfica», en ¿Qué es el cine», Barcelona, Ediciones Rialp, 2006. Belting, Hans, Antropología de la imagen, Buenos Aires, Katz Editores, 2007.

164

Benjamin, Walter, Una pequeña historia de la fotografía, Medellín, Universidad de Antioquia, Sistema de Bibliotecas, Colección Leer y Releer, 2008. Berger, John, Modos de ver, España, Gustavo Gili, 1975. Bourdieu, Pierre, Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 2003. Flusser, Vilém, Hacia una filosofía de la fotografía, Editorial Trillas, 1990. Fontcuberta, Joan, Estética fotográfica. Selección de textos, Barcelona, Editorial Blume, 1984. , Ciencia y fricción. Fotografía, naturaleza, artificio, Murcia, Mestizo A. C., 1998. Freund, Gisele, La fotografía como documento social, Barcelona, Gustavo Gili, 1976. Green, David (ed.), ¿Qué ha sido de la fotografía?, Barcelona, Gustavo Gili, 2007. Kozloff, Max, The privileged eye. Essays on photography, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1988. Krauss, Rosalind, Sobre lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos, Barcelona, Gustavo Gili, 2004. Monegal, Antonio (Comp.), Política y (po)ética de las imágenes de guerra, Barcelona, Paidós, Universitat Pompeu Fabra, 2007. Ribalta, Jorge (ed.), El efecto real. Debates posmodernos sobre la fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 2004. Sontag, Susan, Sobre la fotografía, Bogotá, Alfaguara, 2005. , Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2003. Yates, Steven (ed.), Poéticas del espacio, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 2002.

Arte contemporáneo y prácticas artísticas contemporáneas en Colombia AA.VV., Historia natural y política, Catálogo de exposición, Bogotá, Universidad de los Andes, Universidad Eafit, Banco de la República, Sala de Exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango, 2008. , Los pasos sobre las huellas. Ensayos sobre crítica de arte, Bogotá, Ministerio de Cultura, Área de Artes Visuales, Universidad de los Andes, Facultad de Artes y Humanidades, Departamento de Arte, Ediciones Uniandes, 2007.

165

, Marca Registrada. Salón Nacional de Artistas. Tradición y vanguardia en el arte colombiano, Catálogo de exposición, Bogotá, Museo Nacional de Colombia, 2007. , Post. Reflexiones sobre el último salón Nacional, Santa Fe de Bogotá, República de Colombia, Ministerio de Cultura, División de Artes Visuales, 1999, pp. 44-54. Barrios, Álvaro, Orígenes del arte conceptual en Colombia, Bogotá, Alcaldía Mayor, 1999. Fernández Uribe, Carlos Arturo, Arte en Colombia. 1981-2206, Medellín, Universidad de Antioquia, 2007. , Apuntes para una historia del arte contemporáneo en Antioquia, Medellín, Gobernación de Antioquia, Colección Autores Antioqueños, 2007. Garzón, Diego. Otras voces, otro arte. Diez conversaciones con artistas colombianos, Bogotá, Planeta, 2005. González, Miguel, Colombia. Visiones y miradas, Santiago de Cali, Instituto Departamental de Bellas Artes, 2002. Jaramillo, Carmen María, Colombia, años 70. Revista al arte colombiano, Catálogo de exposición, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, ASAB, Universidad Distrital Francisco José de Caldas, agosto de 2002. Herzog, Hans-Michael, Cantos cuentos colombianos. Arte colombiano contemporáneo, Catálogo de Exposición, Zurich, Daros Latinamérica, 2004. Huertas, Miguel, El largo instante de la percepción. Los años setenta y el crepúsculo del arte en Colombia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2005. Ponce de León, Carolina, El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000, Alcaldía Mayor, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2004. Ponce de León, Carolina, Gerardo Mosquera y Rachel Weiss, Ante América, Catálogo de Exposición, Bogotá, Banco de la República, 1992. Robayo, Álvaro, La crítica a los valores hegemónicos en el arte colombiano, Bogotá, Universidad de los Andes, 2001. Rojas Sotelo, Miguel et al, Proyecto Pentágono. Investigaciones sobre arte contemporáneo en Colombia, Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000. Rueda Fajardo, Santiago et al., Ensayos sobre arte contemporáneo en Colombia, Premio Nacional de Crítica/Segunda versión, Bogotá, Universidad de los Andes, Ministerio de Cultura, 2006.

166

Rueda Fajardo, Santiago, Una delgada línea de polvo. Arte y drogas en Colombia, Bogotá, Alcaldía Mayor, Fundación Gilberto Alzate Avendaño, 2009. Serrano, Eduardo, Un lustro visual. Ensayos sobre arte contemporáneo colombiano, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, junio de 1976. Vanegas, Guillermo, Aprender a discutir. Dinámicas de conversación en tres foros virtuales sobre arte contemporáneo en el campo artístico colombiano 2000-2002, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2005.

Páginas de Internet www.columnadearena.com www.esferapublica.org

Fotografía en Colombia Gutiérrez, Natalia, Ciudad-espejo, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2006. Ospina, Juan Fernando, Los escenarios provocados, Medellín, Universidad de Antioquia, Municipio de Medellín, 1997. Serrano, Eduardo, Historia de la fotografía en Colombia, Bogotá, Museo nacional, Planeta, 2006. Taller La Huella, Fotografía colombiana contemporánea, Bogotá, Ediciones Taller La Huella, 1978. Roca, José Ignacio, «La taxonomía fotográfica», en Columna de Arena # 61, agosto de 2003, en http://www.universes-in-universe.de/ columna/col16/index.htm Fecha de consulta: noviembre 20 de 2010.

Óscar Muñoz Iovino, María, Oscar Muñoz, Volverse aire, Bogotá, Ediciones Eco, 2003. Jiménez, Carlos, «Óscar Muñoz o las muertes de Narciso», en Revista Lápiz, p. 38. , «Los pliegues del instante», en Revista Lápiz, número 197198, 1997.

167

Roca, José Ignacio, «Óscar Muñoz: Re/trato», en Columna de arena N° 55, 12 de septiembre de 2003, http://universes-in-universe.de/ columna/col55/index.htm Fecha de consulta: marzo 14 de 2010.

Miguel Ángel Rojas AA.VV., Miguel Ángel Rojas, Bogotá, Banco de la República, 1991. , Objetivo subjetivo (catálogo de exposición), Bogotá, Banco de la República, 2007. Rueda, Santiago, Hiper/ultra/neo/post: Miguel Ángel Rojas. 30 años de arte en Colombia, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2004.

José Alejandro Restrepo , Trans Historias. Historia y mito en la obra de José Alejandro Restrepo, Bogotá, Banco de la República, Biblioteca Luis Ángel Arango, 2001. Gutiérrez, Natalia, Cruces. Una reflexión sobre la crítica de arte y la obra de José Alejandro Restrepo, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2000.

Rosemberg Sandoval AA.VV., Rosemberg Sandoval, Cali, Museo de Arte Moderno La Tertulia, 2001. Esquivel Moncada, Ricardo, «Del martirio a la Gloria», revista Gaceta Dominical, Cali, El País, Junio 17 de 2007, pp. 10-11. González, Miguel, «Dos artistas jóvenes de Cali», en Revista El Pueblo #57, Contrastes, pp. 4-5. , «Rosemberg Sandoval», en revista Art Nexus, número 97, pp. 104-107. Serrano, Eduardo «Rosemberg Sandoval y María Evelia Marmolejo. Actos y Situaciones», Galería San Diego, Medellín, Revista del Arte y la Arquitectura en América Latina, vol. 2 No. 8. pp. 54-55.

168

Jesús Abad Colorado Giraldo, Efrén, «La letra con sangre. Exposición de fotografías de Jesús Abad Colorado», Medellín, Revista Universidad de Antioquia # 294, septiembre- diciembre de 2008. Roca, José Ignacio, «Jesús Abad Colorado», en Columna de Arena # 34, marzo 20 de 2001, en http://www.universes-in-universe.de/ columna/col34/col34.htm Fecha de consulta: noviembre 17 de 2010.

Juan Manuel Echavarría Reyes, Ana María, Rupturas a miradas sensacionalistas, en http:// www.henciclopedia.org.uy/autores/AnaMReyes/Echavarria.htm. Consultada marzo 20 de 2009.

Otros materiales Arciniegas, Germán, «América es un ensayo», en Zea, Leopoldo (comp.), Fuentes de la cultura latinoamericana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, tomo II, pp. 293-304. Bazin, André, ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 2001. Bey, Hakim, The temporary Autonomous Zone, Ontological Anarchy, Poetic Terrorism, en http://www.hermetic.com/bey/taz_cont.html Fecha de consulta: noviembre 21 de 2010. Giraldo, Efrén, «La construcción del concepto de lo contemporáneo en la crítica de arte en Colombia, de Marta Traba a Esfera Pública», en Domínguez, Javier, Carlos Arturo Fernández, Efrén Giraldo y Daniel Jerónimo Tobón (eds.), Moderno/ Contemporáneo: un debate de horizontes, Medellín, La Carreta Editores, 2008, pp. 135-187. Hill, Paul; Cooper, Thomas, Diálogo con la fotografía, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 2001. Kruger, Barbara, Remote control. Power, cultures, and the world of appearences, Cambridge, MIT Press, 1993. Uribe, Joaquín Antonio, Cuadros de la naturaleza, Medellín, Instituto Tecnológico Metropolitano, Biblioteca Básica de Medellín, tomo 16, 2004.

169

170

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.