Los guardianes del mundo: expresiones artísticas y pensamiento indígena.

June 24, 2017 | Autor: Ana Paula Pintado | Categoría: Anthropology, Art, Tarahumara, Raramuri, Antropología, Indigenismo Y Arte
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Los guardianes del mundo: expresiones artísticas y pensamiento indígena

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Los guardianes del mundo: expresiones artísticas y pensamiento indígena Ana Paula Pintado Cortina

Introducción La palabra indio suele asociarse con pobreza, atraso e ignorancia, en cambio, la manera como se autonombran los indígenas lleva significados más profundos. Cuando a un indíge­ na le preguntas qué significa su etnonímico, te responderá que “gente”, en oposición al blanco o al mestizo, la comprometida con la naturaleza, con las tierras, con cuidar el mundo. Su cuerpo entraña el “pensamiento”, lo que ayuda a sus integrantes a asumir compromisos en la vida y les da la fuerza para vivir, para no caer, para seguir adelante. Los nombres por los que conocemos a los pueblos indígenas de México son arbitrarios. Los grupos que forma la gente del noroeste fueron nombrados por los misioneros como tarahumaras, yaquis y huicholes, cuando en realidad ellos se autonombran rarámuri, yoeme o wixárika. En el caso de la llamada “Mesoamérica”, la mayoría de los nombres conocidos fueron dados por los mexicas, quienes dominaban una gran extensión de este territorio antes de que llegaran los españoles. Así que los huastecos, por ejemplo, son en realidad teenek, o los popolucas son núntaha‘yi, o los mazahuas son Jañtjo. Los indígenas son concebidos por los occidentalizados como un grupo al que debe ayudar­ se, ya que constituyen un “problema” para nuestro país. Correspondería, por tanto, a los no indígenas asistir, educar y redimir a sus hermanos menos afortunados (Navarrete, 2008: 9). Es claro que el hecho de que los indígenas sean pobres y marginados no significa que sus tradiciones sean pobres y marginales. Esta clase de prejuicios ha sido una de las principales barreras en contra del interés en conocerlos. El “indio muerto”, el prehispánico, siempre ha sido digno de admiración; es el que “aprendimos” en los libros de texto. En cambio, el “indio vivo” es muchas veces visto con desprecio y lástima, como poseedor y representante de una cultura decadente, alguien atrapado en el pasado, excluido de la sociedad nacional. Si los pueblos indígenas de México han sobrevivido, ha sido por su capacidad de adap­ tarse a nuevas realidades, de transformar su cultura de acuerdo con un pensamiento muy particular. No se han sujetado al pretérito sino que han buscado armonizar sus tradiciones con la modernidad. Sin embargo, una dolorosa y evidente realidad es que los pueblos indígenas son más pobres que el resto de los mexicanos, y que sus salarios, cuando llega a haberlos, son más ba­ jos (Navarrete, 2008: 96). Por ejemplo, un tarahumara vive con 500 pesos al mes. Paradójicamente, a pesar de su pobreza, todos ellos viven aún en paraísos, simple­ mente por el hecho de que, a diferencia de los occidentalizados, los indígenas respetan la naturaleza y la cuidan, mientras que nosotros estamos destruyéndola. Es necesario insistir que hoy en día encontramos en todo nuestro país un despliegue de formas diversas para interpretar el universo, el mundo y el entorno. Si bien todos los

Jacobo y María Ángeles. Mapache rebelde número 22. Códices y grecas zapotecas. Zapoteco. San Martín Tilcajete, Oaxaca. 2009. Madera de copal tallada y policromada con pigmentos minerales. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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pueblos indígenas de México comparten algunos elementos simbólicos, además de deida­ des y seres sobrenaturales, cada uno de ellos tiene su propia manera de contar e interpretar aquel universo. Sólo occidente habla del indígena como un gran grupo, por ejemplo, las políticas indigenistas arman programas de desarrollo partiendo de esa idea. Ocurre esto inclusive en el campo de la educación, a las claras deficiente, donde no sólo no se transmite el amor a la propia cultura sino que no se brinda la oportunidad de aprender lo importante de la otra cultura, la de afuera. Limón Aguirre (2007: 16), refiriéndose a la cultura chuj, se­ ñala que “las personas con mayor conciencia de los derechos culturales ven a la educación como factor adverso a la identidad y causante del desinterés de las nuevas generaciones por mantener el idioma y los recursos propios de su cultura”. El motivo es que se transmi­ ten a los indígenas ideas que portan añejos prejuicios, ideas que les impiden enorgullecerse de lo único que poseen: su patrimonio cultural. Por ejemplo, se parte de la idea en que las mujeres indígenas son explotadas por los hombres, y se deja de advertir su fortaleza, sus aspectos valiosos. Se subraya la supuesta y dudosa desgracia, la marginación del indígena. Sin embargo, las mujeres tienen un papel muy importante en la economía familiar: además de realizar las tareas del hogar, explotan la tierra, manufacturan objetos, cuidan del huerto y dan consejos desde su perspectiva tradicional. El femenino es un género importante y respetado en la familia; sin embargo, nosotros creemos que los hombres indígenas ven a las mujeres como seres inferiores. Y sucede lo contrario, tal es el caso en los tarahumaras, quienes explican que la mujer tiene una fuerza vital más que el hombre. Así, el hombre tiene tres y la mujer cuatro, por ello la mujer es respetada y admirada, porque esa fuerza extra le brinda una capacidad superior a la del hombre en la vida y en el cosmos. En cambio, el mestizo tiene sólo dos fuerzas vitales y ni siquiera con las plantas compite, porque tienen tres.

El arte de la creación

Víbora. Tarahumara. Chihuahua. Ca. 1980. Madera tallada y decorada con grafito. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

Para los pueblos indígenas de México la labor de crear un objeto, tanto para el uso cotidiano como para el ritual, refleja un conocimiento tradicional de orden cosmogónico. Por ejemplo, entre los coras, los diseños de los textiles son considerados como palabras (niunkari), pues son representaciones de elementos simbólicos de su cosmovisión (Jáuregui, 2004: 39). Asimismo, para muchos pueblos indígenas del mundo que han sido colonizados —como es el caso de nuestro país— una de las más importantes formas de reflejar su cosmogonía es a través de la iconografía plasmada sobre objetos. Además de ser un placer creativo, éste es uno de los espacios donde el indígena se expresa con más libertad. La creación artística y/o artesanal muestra un aspecto trascendental del pensamiento de los pueblos indígenas, aquel pensamiento que la colonia intentó desaparecer para sustituirlo por el occidental católico. A causa de la violencia que provocaba su resistencia, aquellos pueblos dejaron las armas y optaron por la paz. Hay que recordar que la mayoría de los pueblos indígenas del continente americano, y tal vez del mundo, en un principio se rebelaron ante la explo­ tación colonial. Es de interés señalar que la conquista fue más fácil en el caso de los pueblos “mesoame­ ricanos” que en el de los pueblos del norte, a causa de la distribución político/espacial de estos últimos, y porque su sistema de cargos fue adoptado casi igual por los españoles.

Canasta. Seri. Sonora. 1987. Museo Nacional de Antropología, Fondo etnográfico, inah.

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Gato montés. Huasteco. Tanute, Aquismón, San Luis Potosí. 1983. María Gabina Cruz. Barro modelado y decorado con engobes minerales. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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En el caso de los tarahumaras, al dejar la guerra, aquellos indígenas usaron como es­ trategia de resistencia la negociación, y aceptaron ciertos elementos católicos, como el bautismo; sin embargo, pocos se sometieron a la doctrina por lo que continuaron con sus prácticas religiosas y, sobre todo, con un pensamiento que bajo un velo de occidentalismo aparente, continuaba siendo prehispánico. De hecho, en los mitos de origen se observa que los indígenas son los guardianes del mundo y por ello deben cuidar la tierra mediante sus rituales. Los pueblos del norte (mayos, yaquis, tarahumaras, guarijos, tepehuanos, pimas) y noroccidente (coras y huicholes) hablan del origen como un lugar pantanoso, lleno de ser­ pientes y otros seres del inframundo, y piensan que poco a poco fue creándose el mundo. Para los huicholes el mundo fue creado por la abuela “crecimiento”, tahutsinakawé, la cual tejió el mundo (el quincunce es la representación de ese mundo). O, en otro ejemplo, para los tarahumaras el mundo fue creado con las pisadas del pascol (danza tradicional), reiteración de pisadas hasta que se empezó a amacizar la tierra y se crearon montañas, valles y aguajes. Volviendo a la idea de las manifestaciones artísticas o artesanales, el pensamiento tra­ dicional indígena es abstracto y difícil de captar si se mira sólo una pieza. Para entender lo que refleja esa expresión, hay que profundizar en la cultura de los pueblos y después volver a las figuras plasmadas en una olla de barro, un huipil o, en este caso, una faja. Por ejemplo, la faja y la cobija tarahumaras son el reflejo de la vida. Los tarahumaras hilan su historia a través de ella porque van entretejiendo su experiencia, a partir de lo observado a lo largo de su existencia, lo heredado por sus antepasados y lo expresado por sus abuelos y sus padres. Un ejemplo de la relación entre el tejido y la vida es la cobija tarahumara, kemá, palabra utilizada tanto para nombrar a la cobija como a la placenta. El bebé, aún en el útero de la madre, se protege con una kemá; de igual modo, el tarahumara o rarámuri, se cubre todas las noches con ella para protejerse del frío, y en las temporadas del impetuoso invier­ no serrano, se enreda en ella, dejando libre sólo el brazo que usa más. Resulta interesante observar que el curandero que canta y baila el rutugúli 1 trae sobre él una kemá, y, después de observar alrededor de treinta rituales de esta índole, se ha llegado a la conclusión de que esto no es producto de la casualidad, porque son pocas las veces que el curandero no la porta, aunque esté a 40°C. El curandero u owilúame se encuentra sobre un espacio circular, el patio o awílachi que representa el origen, un pedazo de tierra rodeado de agua al que los antepasados le bailaron el pascol y, poco a poco, a partir de ese pedazo de tierra, fueron formándose la sierra, los valles, las planicies y los aguajes. En ese pequeño espacio se hallan todos los elementos que constituyen tal universo. Además del desplazamiento del curandero, conforme al movimiento de los astros sobre el eje oriente-poniente (danza del rutugúli), también comparten su danza con el pascol: baskoli, quienes representan a los chubascos, la danza de matachíne o matachín, la danza del rutugúli de las mujeres que simboliza las lluvias suaves y el movimiento de las nubes que dan las lluvias sobre el eje norte-sur (el rutugúli de las mujeres). El curandero, además de comunicarse con los antepasados a través de la danza y el canto, se transporta a ese mundo, el mundo del origen —donde nacieron los rarámuri—, un pedazo de tierra rodeado de agua. Porta una kemá, y tal y como el niño en el útero de su madre, rodeado de agua, se protege. Para los pueblos tradicionales, el proceso creativo es el origen de todas las cosas, y es la semilla del pensamiento. Los pueblos indígenas de México adquieren su conocimiento

José Alberto Santiago. Diablo para Semana Santa. Huasteco. Tancanhuitz de Santos, San Luis Potosí. 1983. Madera de colorín tallada y policromada con pintura acrílicos. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi. Vaquita para la danza de Parachicos. Zoque. Suchiapa, Chiapas. 1985. Madera tallada, estucada y policromada con aceites. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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a través de la contemplación; por ejemplo, desde muy pequeños los niños aprenden ob­ servando, mientras están realizando alguna labor, como cuando cuidan a las chivas que pastan. Durante largos paseos, memorizan los colores e identifican no sólo los nombres de las plantas sino su uso. La relación con la naturaleza es cotidiana, y se aprende de ella mediante los cinco sentidos. Tal es la guía espiritual por excelencia, el camino a seguir en cualquier proceso. La integración total es la esencia de la vida, y está constituida por la relación del ser huma­ no con la naturaleza. Si esto no se comprende, quedan rotos el orden y la norma de la vida. En el mundo indígena no existe un vocablo con que pueda traducirse el concepto oc­ cidental de naturaleza, ya que no hay distinción entre naturaleza y cultura. Ambas forman parten de una totalidad; de hecho, los tarahumaras no piensan que son poseedores de la naturaleza, sino que ella es su dueña. Para todos los indígenas, los seres humanos son una especie más dentro de la naturaleza, es decir, no son ni superiores ni inferiores a cualquier otro animal. Por ello, no matan a los ani­ males por el solo hecho de matarlos, sino sólo si algún animal los amenaza o afrenta con vio­ lencia (si una víbora de cascabel quiere atacarlos, por ejemplo). Siempre los indígenas tratan de evitar momentos semejantes. Entre sus mitos están presentes los siguientes animales: la

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Tucan con jinete. Lacandón. Nahá, Ocosingo, Chiapas, 1970. Barro modelado, esgrafiado y pintado a la cal. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi. Armadillo. Nahua. Cachán de Santa Cruz, Michoacán. 2008. Salud López Silva. Barro modelado. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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serpiente, el coyote, el jaguar, el tecolote, el venado, por mencionar algunos de ellos. Tanto la serpiente como el tecolote y el coyote son seres que viven en los bosques, los cuales mu­ chas veces son considerados como una parte del inframundo o lugar del origen. El venado (en las culturas del noroeste) y el jaguar son deidades “luminosas” porque no representan al inframundo sino al oriente, del mismo modo que el sol, el lucero de la mañana y la luna. Sin embargo, esto no significa que el coyote sea “inferior” al venado: ambos son igualmente respetados. Por ello, los indígenas dicen que las deidades están en todas partes. Todo elemento de expresión está relacionado con el entorno en el que vive el indígena, de tal suerte que un objeto es reflejo de su creador. Es así como el proceso de elaboración de una pieza comprende una serie de conocimientos que no sólo remiten a la técnica emplea­ da sino también a esa intrínseca relación con su circunstancia. El conocimiento adquirido por los indígenas corresponde a un pensamiento sensorial, en el que las imágenes, el olor, el tacto, el gusto, el oído y algunas palabras entran en juego. Toda manifestación artística tarahumara refleja el modo de vivir y de pensar de los integrantes de aquella comunidad. Se trata aquí de una experiencia enfocada en la obser­ vación pausada, alerta, perceptiva: el “estar allí”, es decir, no permitir que la mente vuele y divague, sino disfrutar el momento que se presenta sin abandonar la sorpresa ante lo que se encuentra a cada paso.

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Cocodrilo. Maya. Muna, Yucatán, 1980. Bejuco tejido con técnica de torcido. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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Cuando vemos a un indígena sentado sobre una gran piedra contemplando un paisaje, sin cansarse de mirarlo a pesar de verlo siempre, sabemos que está percibiendo elementos que nosotros no podríamos distinguir con facilidad. Cada día ese paisaje cambia de colores, olores y formas que el tarahumara disfruta mediante la observación. Asimismo, las caminatas a los ranchos suelen ser silenciosas, y sorprende la capacidad que los indígenas despliegan a su paso, para entender su entorno mediante la acción de los cinco sentidos, algo que los occidentalizados no pueden experimentar. Abundan los ejemplos de esta vivencia: el ruido de una serpiente que se desliza sobre la tierra; la percepción de los pasos de alguien lejano al alcance de la mirada; el sonido del cencerro de una vaca que se encuentra a kilómetros de distancia; o la identificación de las personas que pasaron recientemente por un sendero mediante las huellas que dejan sus huaraches de tres puntas, akaká, como en el caso de los tarahumaras. El entorno se lee como un texto lleno de significados, y éstos se traducen en distintas manifestaciones, como los rituales, los sermones de las autoridades, los mitos, la educación de los hijos y las piezas de uso cotidiano y/o artísticas. Tal es el caso de la faja tarahumara, en la que se reflejan los sinuosos caminos de la tierra que conducen hacia el otro mundo. Ese entramado de hilos (la faja) es un reflejo de toda una realidad cosmogónica tarahuma­ ra, ya que existe una relación muy importante entre los hilos y los caminos, formada no sólo con lo que se dibuja en una faja sino, también, con los hilos que la forman. De igual manera, no sólo la faja tiene hilos: también el cuerpo tarahumara los tiene en todas sus extremidades, y uno de ellos, el rimuwaka, el que sale de la mollera, conecta a los tarahumaras con el otro mundo, es decir que ese hilo es el camino hacia los antepasados. Paradójicamente, este hilo (o hilos, porque también se refieren a ellos como si fueran un conjunto) debe “trozarse” —ex­ presión que usan los tarahumaras en español— mediante un ritual que ha de realizarse por lo menos una vez al año, porque, como si fuera una mata silvestre que crece en la milpa, debe cortarse para que crezca frondosa. De igual manera, los hilos deberán cortarse, para que el tarahumara viva una vida fuerte, jiwela, y feliz, kanili, en la tierra. No se trata aquí de un aspecto “mágico”, como lo catalogaríamos los que usamos el pensamiento cartesiano, sino más bien de una manifestación natural, tal y como se poda un árbol para que crezca sano y fuerte. Para los indígenas lo mágico es parte de todo lo que sucede en la naturaleza, como menciona Cassirer, recordando a Frazer: “...el curso de la naturaleza no está determinado por las pasiones sino por la operación de leyes que actúan mecánicamente, [por ello] la magia representa una fe implícita, pero real y firme, en el orden y la uniformidad de la naturaleza” (Cassirer, 1989 [1944]: 118). Tanto el ritual de trozar los hilos como cualquier otro se encuentran en el mismo plano de la realidad que la lluvia que moja la milpa y hace que crezcan el maíz y el frijol (Pintado, 2008: 197).

Sobre el espacio y el tiempo La vida de los pueblos indígenas está íntimamente vinculada a la percepción del cosmos. Todo el entorno geográfico y astral tiene una interpretación simbólica. Para estos pueblos la tierra es prestada. Al trabajarla y respetarla, están cumpliendo con lo que sus antepasados les piden. Toda la naturaleza es digna de miramiento, hay que tratarla con amor, con el mis­ mo amor con que sus antepasados les ofrecieron las tierras donde viven.

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Máscara de búho. Guarijío. Warihio, Sonora. 1991. Museo Nacional de Antropología, Fondo etnográfico, inah. Venado de tela. Tzotzil. Chiapas. 2003. Lana tejida. Museo Nacional de Antropología, Fondo etnográfico, inah. Perro de madera. Huichol. Jalisco. 2000. Museo Nacional de Antropología, Fondo etnográfico, inah.

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Los indígenas ven al sol como una deidad, a la que a veces se refieren como a un padre, y otras, como a una madre. Es una deidad que sigue viva y está presente en todo momento. El paso del sol, de oriente a poniente, significa el nacimiento y la muerte de un día. Cuando se oculta por el poniente, el sol “duerme”, es decir, viaja al otro mundo, al inframundo, en donde viven los antepasados y de donde son los sueños. Cuando “muere” una persona empezará su viaje por el poniente; por ello, al enterrarlo, sus ojos deberán mirar hacia ese rumbo. Sin embargo, tendrá contacto con sus seres queridos, que aún viven en la tierra, porque él sólo ha cambiado de estado, y sigue presente. Se trata de un mundo paralelo, donde el tiempo es simultáneo, no de horas y minutos, sino de sensaciones y experiencias; los indígenas viven así el tiempo, de acuerdo con el tiempo en que sale el sol, cuando se mete, y todo lo que se experimenta en ese tan aparentemente “simple” movimiento. De este modo, el tiempo y el espacio no pueden ir separados. La mayoría de los templos prehispánicos, así como los sitios para los rituales contempo­ ráneos, reflejan esta relación con el tiempo y el espacio: se dirigen al oriente, es decir, el altar por donde se harán los ofrecimientos a las deidades Sol, Luna y Venus, estarán hacia el oriente porque el sacerdote, mientras agradece a las deidades del universo, estará viendo hacia ese rumbo. De hecho, el espacio donde se realizan los rituales corresponde a la visión que tienen los indígenas del universo. Es decir, es como un mundo diminuto. Las danzas se bailan en lugares precisos; por ejemplo, para propiciar las lluvias suaves se bailará hacia el nororiente, que es por donde sale este tipo de lluvias en la sierra tarahumara; o, para evitar que lleguen los chubascos, se bailará hacia el surponiente, de donde vienen los aguaceros.

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Sahumerio. Lacandón. Nahá, Ocosingo, Chiapas. 1967. Barro modelado, estucado y decorado con negro de humo y rojo de almagre. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi. Tambor de doble parche. Tarahumara. Chihuahua, ca. 1980. Madera curvada y membranas de piel decoradas con almagre. Col. Acervo de Arte Indígena / cdi.

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Asimismo, en relación con el tiempo y el espacio, los ciclos rituales se basan en el ciclo agrícola tradicional. Existen un tiempo de lluvias, de mayo a septiembre (esto dependerá de la región, porque en el norte empiezan a finales de junio), y un tiempo de secas, de octubre a mayo (aunque también hay lluvias de invierno, lluvias suaves que alimentan la tierra). A partir de este calendario se crea el ciclo ritual anual, que tiene objetivos a partir de la temporada del año en la que se esté. Por ejemplo, poco antes de las lluvias, se buscará propiciarlas, porque los indígenas creen que el trabajo ritual las llama. En cuanto al espacio, para algunos grupos la casa no se resu­ me al cuarto de cinco por cinco metros sin ventana y con una puerta. Se le ha dado demasiada importancia a la casa, y la gente se pregunta por qué viven los indígenas en esas casas tan chiqui­ tas. Sin embargo, la casa funcionaba como un lugar de refugio y un almacén, porque inclusive se acostumbraba dormir afuera. Vista de esta manera, la casa es muy grande, porque está integrada a la naturaleza. Las casas tradicionales son térmicas, es decir, están adaptadas a la naturaleza. En épocas de calor, son frescas; en épocas de frío son calientes. En la actualidad, las casas de “desarrollo”, hechas con techos de lámina, son calientes en el verano y muy frías en el invierno. Las casas son también sitios propicios para los rituales de ciclo de vida, los más íntimos. Los rituales del ciclo de la vida son importantes para todos los pueblos indígenas; a tra­ vés de ellos mantienen el mundo y su esencia como seres humanos en la tierra. Para los grupos del norte y el occidente de México, el venado es considerado un ser casi humano, tal como sucede en otros grupos, como los tarahumaras. Si bien pocas veces está físicamente, el venado sigue presente, pero de manera simbólica, y por ello se representa mediante una danza, y el sacrificio del chivo es su sustituto.

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Conclusiones La fortaleza del indígena está en su pensamiento y en la manera en que lo lleva a la práctica. Sin embargo, nada de esto hubiera podido sobrevivir sin que se diera la existencia en comunidad. Ésta es la que ofrece el marco de posibilidad para bien vivir la vida, para enfrentar las adversi­ dades y salir venturosos. Es la comunidad la que refrenda el sentido con el que se vive la vida (Limón Aguirre, 2007: 19). Por ello, el trabajo en colectividad es fundamental, así como el trabajo en familia y el trabajo en la pareja de hombre y mujer. Inclusive comunidades dispersas cuentan con veredas que fungen como redes sociales, que las comunican y las fortalecen (sobre todo, los grupos del norte, que viven de manera muy dispersa en comparación con los del sur). A raíz de la colonia, donde muchos de ellos fueron despojados de sus tierras, los in­ dígenas se recluyeron, yéndose a vivir a lugares de difícil acceso, como las serranías. Sin embargo, siguieron con la firme idea de que eran los guardianes del mundo, y en virtud de la comunidad han persistido.

NOTAS 1

Hay dos tipos de rutugúli: el que realiza el curandero bailando, awiméa, y cantando, wikarama, sobre

el eje oriente-poniente, por donde viajan los astros. Y el de las mujeres, sobre el eje sur-norte. Si se ve el patio como una réplica de la bóveda celeste, se observa que en el rutugúli del owilúame se danza sobre el eje de los equinoccios y en el de las mujeres sobre el de los solsticios.

Hombre con tambor tradicional. Tarahumara. Chihuahua. 2009. Ernesto Lehn. Colección particular de Ernesto Lehn.

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