\"Los fantasmas del miedo (al negro) en la literatura cubana de la primera mitad del siglo XIX” Bulletin of Hispanic Studies 86. 2 (2009): 675-688

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Los fantasmas del miedo (al negro) en la ­literatura cubana de la primera mitad del siglo XIX Jorge Camacho University of South Carolina

• Resumen En el siguiente artículo exploro la cuestión del ‘miedo al negro’ en la primera mitad del siglo XIX en la cultura y la literatura cubana. Comenzando con el discurso de Francisco Arango y Parreño sobre la agricultura de la Habana y cómo desarrollarla, los cubanos blancos pronto se dieron cuenta que el rápido aumento de la población negra en la isla amenazaba su bienestar y su capital, incluyendo sus esclavos, especialmente después de la Revolución Haitiana. Por eso, diseñaron una serie de medidas represivas para controlar y evitar una sublevación como esta en la isla de Cuba. En este artículo analizo los escritos de Varela, Montalvo, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Plácido para ejemplificar este tópico en sus obras y demostrar la importancia que tenía en la imaginación del cubano. Abstract In the following article I explore the issue of ‘black fear’ in early nineteenth-century Cuban literature and culture. Following the publication of Francisco Arango y Parreño’s writing on how to develop Cuban agricultural industry, many white Cubans realized that the sudden increase of the black population on the island seriously threatened their well-being and their capital – including their slaves. Many feared for their lives, especially after the Haitian Revolution, and so they created a number of repressive measures in order to avoid a similar uprising on the island. In this article I analyse the work of Varela, Montalvo, Gertrudis Gómez de Avellaneda and Plácido in order to exemplify this topic in their works and its importance in the Cuban imagination.

Hacia finales del siglo XVIII en Cuba la elite blanca criolla imagina un proyecto proto-nacional que toma como referencia el paradigma de explotación y desarrollo europeo implantado en América desde la conquista: la esclavitud y la acumulación de la riqueza. Para estos fines dicha elite excluye desde un inicio los intereses de los otros grupos étnicos en la isla como eran los negros, los mulatos e incluso los descendientes de los amerindios que sobrevivieron la conquista. Ninguna de estas etnias, sin embargo, representó un ‘peligro’ para

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dicho proyecto como sí fueron los negros, cuya población general aumentó vertiginosamente en la primera mitad del siglo XIX, siendo posible, primero, por la trata legal, que luego de ser abolida siguió funcionando de forma encubierta por la complicidad de las autoridades coloniales, y segundo por el aumento de los nacimientos de los hijos de esclavos africanos en la colonia. El dilema para esta elite se plantea de la siguiente forma: O bien Cuba hace lo que otras islas del Caribe e intensifica el desarrollo de su agricultura, lo cual representaba un aumento de la mano de obra esclava, o bien se quedaba detrás del resto de las colonias y no desarrollaban el país. José Antonio Saco en su Historia de la esclavitud fija el inicio de esta nueva era alrededor del año 1760, con la contrata de don Manuel Uriarte para introducir en América 15,000 negros (Saco 1938, II: 214). Ese mismo año, dice Saco, ‘no faltó quien expusiera’ en Cuba cuán beneficioso sería eliminar todas las trabas que hacían más complicado el comercio e importación de los africanos a la isla, cuán beneficioso sería para el desarrollo de la agricultura del país unos ‘veinticinco o treinta mil más’ (216). Dos años después, en 1762, los ingleses toman la Habana e introducen en ella unos 3,000 africanos para el trabajo agrario y otros servicios y con ello la liberalización del comercio del monopolio español. Como consecuencia de estas y otras medidas, la economía de la Habana alcanza un desarrollo antes no registrado. Asimismo, en 1768 el Ingeniero en Jefe, Agustín Crame, le pide al gobierno que introduzca nuevos esclavos en la isla para seguir desarrollándola (226). ‘Clamaba Cuba por negros’, – dice Saco – ‘y este clamor nacía del arranque que tomaba la agricultura con la fundación de nuevos ingenios y cafetales’ (272). A raíz de esta necesidad, dos ingleses, Backer y Dawson, hicieron una contrata para llevar anualmente a la Habana entre cinco y seis mil esclavos. Pero los comerciantes de la isla la rechazaron por estar en desacuerdo con varios puntos por lo que le pidieron al gobierno, en 1788, que este comercio lo llevaran a cabo los nacionales, en naves españolas, y si esto no era posible, que le permitiera a otros países participar de él a fines de proveer con abundancia de esclavos a la isla, mejorar los precios, evitar el monopolio y fomentar la agricultura. El gobierno accedió entonces a esta petición, ‘claro indicio’ – dice Saco – ‘de que el comercio de esclavos iba a entrar en la era de libertad’ (272–86). Estas propuestas, sin embargo, sirvieron de base para la Real cédula del 28 de febrero de 1789, que permite el traslado a la isla de todos los esclavos que se necesitaran. La iniciativa de dicha Real cédula se debió al habanero Francisco Arango y Parreño, quien entonces se hallaba en Madrid de apoderado del Ayuntamiento de la Habana cuidando de los intereses de la isla. La extensión de esta cédula era sólo por dos años, pero en 1791 Arango y Parreño logró posponerla por dos años más. En 1791 empero los esclavos de Santo Domingo se sublevaron en masa, destruyeron la industria azucarera del país, dando muerte a sus amos y mayorales. En cuanto llegó la noticia a España, dice Saco, Arango y Parreño, temiendo que el gobierno cancelara la prórroga que acababa de lograr, se apresuró a asegurarle al gobierno que los disturbios de Santo Domingo no iban a propagarse a Cuba, que la situación en ambas islas era diferente, y que por lo

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tanto no había motivo de alarma (Saco 1938, III: 18). Arango y Parreño convenció así al gobierno para que expidiera entonces la Real cédula del 24 de noviembre de 1791, modificando la de 1871 y prorrogando por seis años más el comercio libre de africanos en Cuba (18). Sin embargo, en su ‘Discurso sobre la agricultura de la Habana y medios de fomentarla’, de 1792, un año después de los sucesos de Santo Domingo, Arango y Parreño sí se muestra preocupado por el incremento de los esclavos en Cuba y llama a los cubanos a estar alerta por una posible sublevación. Dice Parreño: Todos son negros, poco más o poco menos tienen las mismas quejas y el mismo motivo para vivir disgustado de nosotros. La opinión pública, el uniforme modo de pensar del mundo conocido los ha condenado a vivir en el abatimiento y la dependencia del blanco y esto solo basta para que jamás se conformen con su suerte, para que estén siempre dispuestos a destruir el objeto a que atribuyen su envilecimiento. Prevengamos este lance y ya que por nuestra desgracia no podemos excusarnos del servicio de estos hombres, los únicos a propósitos para sufrir el trabajo en aquellos ardientes climas, cuidemos de combinar las miras políticas y militares, examinando el negocio del modo que se explica en el proyecto. (Arango y Parreño 1952: 150)

Como afirma Narciso Hidalgo, lo que Arango y Parreño deja entrever en estos planteamientos no es otra cosa que ‘el temor de la población criolla hacia la población negra’ de la isla y la imposibilidad de los primeros de renunciar a su condición de esclavistas (Hidalgo 2005: 74). Y esta disposición en el negro a ‘destruir el objeto a que atribuyen su envilecimiento’ es a lo que hay que estar ‘prevenidos’. Dicho temor, por tanto, no estaba excepto de un proceso de racionalización que trata por todos los medios de evitar una situación similar a la de Haití en Cuba. Por eso había que ‘combinar las miras políticas y militares’ para mantener y hacer prosperar las industrias. Tal estrategia se traduciría en castigos corporales tremendamente crueles para desalentar las insurrecciones, y en el desarrollo de mecanismos de vigilancia y control de los negros, que iban desde la misma arquitectura de los barracones hasta las leyes que controlaban su descendencia, las uniones sexuales o su captura si se fugaban. Esto también implicaba una justificación a nivel discursivo de la necesidad de la esclavitud, primero a nivel de la sociedad, pero también a nivel de la Metrópoli donde Arango y Parreño pronuncia este discurso, especialmente luego de que los ingleses comenzaron por abolir la esclavitud y llevaron a cabo una intensa campaña proabolicionista. Según Arango y Parreño, el trabajo esclavo era la solución para el desarrollo de Cuba dado que los negros eran ‘los únicos a propósitos para sufrir el trabajo en aquellos ardientes climas’ (Arango y Parreño 1952: 150). Por consiguiente, si Parreño toma esta dependencia del trabajo esclavo como una ‘desgracia’ para los blancos, es porque enmarca su discurso en un determinismo: el supuesto acuerdo de hallar al negro inferior al blanco y por tanto un objeto lícito de enriquecimiento. No por casualidad Arango y Parreño es también el autor de varios ensayos sobre negros cimarrones, entre estos, el Informe sobre negros fugitivos (1792) y el Nuevo reglamento y arancel que debe gobernar en la captura de esclavos cimarrones (1797).

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Pero además, aun si no hubiera existido la rebelión haitiana, tres siglos de colonización hubiera sido suficiente para demostrarles a los esclavistas que ni los indígenas ni los negros iban a someterse tan fácilmente a un sistema tan cruel. Hay que entender entonces que el desarrollo de la industria azucarera en Cuba está vinculado a la destrucción de Haití, la colonia más próspera del Caribe hasta entonces, pero que así como la elite criolla hereda sus mercados y sus riquezas, también hereda sus miedos, el terror de sucumbir bajo otra insurrección de negros africanos en la más grande de las Antillas. Este ‘miedo’ va a recorrer todo el siglo XIX cubano. Según el censo del año 1774, que da Ramón de la Sagra en su Historia económico-estadística y política de la Isla de Cuba (1831), en esta fecha la población blanca de Cuba era de 96,440 personas, entre hombres y mujeres, mientras que la de los mulatos y negros libres o esclavos era solamente de 75,180. De estos últimos 44,333 eran esclavos, cifra que según José Antonio Saco debió ser mayor (Saco 1938, II: 233). Sin embargo, en 1827 la superioridad numérica de los primeros desaparece y mientras que la población blanca aumenta a 311,051, la de los mulatos y negros, libres o esclavos, asciende a 393, 436 (Saco 1938, IV: 122). No es de extrañar entonces, que ya desde tan temprana fecha los principales políticos e intelectuales de la isla, como el Padre Félix Varela, José Antonio Saco y el mismo Arango y Parreño, propongan medidas para acabar con la trata, abolir la esclavitud o introducir la mano de obra blanca en la colonia para reemplazar a la negra. En la Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba, atendiendo a los intereses de sus propietarios, el padre Félix Varela (1787– 1853), diputado a Cortes en 1822, retoma este temor al negro como un argumento en contra de la esclavitud, y afirma que ya en 1821 los cómputos más exactos revelaban que la proporción de negros y mulatos con relación a blancos en la isla era de ‘tres a uno’ (Saco 1938, IV: 10). Varela critica al gobierno por dejar que en Cuba la agricultura y las artes estuvieran en manos únicamente de los ‘originarios de África’, y dice que el pueblo de Cuba no deseaba la esclavitud, pero que era de esperar que los esclavos se rebelaran tarde o temprano, tomando por la fuerza lo que la ley les negaba. Varela pone de ejemplo el caso de Santo Domingo, y afirma que estaba en el interés de los haitianos procurar la ruina de Cuba, por lo cual ya habían mandado dos fragatas con tropas para invadirla. Plan que sólo fracasó, dice el Padre, por el naufragio de estas embarcaciones. Por tanto es ‘casi demostrado que hay una guerra entre las dos islas, y que la de Santo Domingo no perderá la ventaja que le presta el gran número de nuestros esclavos, que solo espera un genio tutelar que los redima’ (13). ‘Aumentan nuestros temores’, dice Varela, ‘con la rápida ilustración’ ya que la imprenta instruye diariamente a los libertos en sus derechos, ‘que no son otros que los del hombre’ (14). Irónicamente, Varela nunca entregó este informe a la Corte. Sus propuestas quedaron en el papel, y él mismo, después de votar por la regencia, y el rey Fernando haber reimplanto el absolutismo en España, tuvo que refugiarse en Gibraltar y poco después en los Estados Unidos donde murió en 1853. El ‘miedo

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al negro’ sin embargo, no disminuiría en la isla, ni tampoco iban a menguar las críticas a la política del gobierno y los negreros. Fue precisamente Antonio José Saco, quien con más insistencia trató de demostrarle a los esclavistas y traficantes de ‘carne humana’ las consecuencias nefastas de su negocio, al extremo de que su voluminosa Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo mundo y en especial en los países américo-hispanos, podría leerse como una historia del temor, por la presencia de los africanos en todo el continente desde los inicios de la trata durante la conquista hasta el siglo XIX. Una idea central, por consiguiente, en el texto de Saco es la falta de previsión que tuvieron los españoles y los franceses al importar esclavos africanos a América. Así, por ejemplo, Saco menciona la carta del licenciado Alonso Zuazo quien en 1518 le había pedido al emperador negros para trabajar en la Española. Un fragmento de ésta dice es vano el temor de que negros puedan alzarse: viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos: todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos á monte: azoté á unos, corté orejas á otros; y ya no ha venido más queja. (Saco 1938, I: 144)

Según Saco, entonces, los castigos que enumeraba Zuazo para mantener a los esclavos sojuzgados, demostraba ‘la poca humanidad’ con que los miraba, y agrega que éste se engañaba, pues los alzamientos en la Española ‘bien pronto demostraron la falsa confianza de aquel empleado’ (Saco 1938, I: 144). Saco se estaba refiriendo aquí a la insurrección en 1522 de los esclavos africanos en la Española, la cual fue vencida pero que de todas formas, dice Saco, fue un ‘presagio funesto de los males futuros que amenazaban la isla de Santo Domingo’ (214). Asimismo, de dos cartas del Rey a los Oidores y oficiales reales de la isla en 1523, Saco infiere que el gobierno trató de controlar los alzamientos de esclavos introduciendo ‘mitad varones y mitad hembras’ en las colonias (217), al igual que ordenando que se ‘castigase con rigor a los alzados’ o que sólo permanecieran al servicio de los españoles allí ‘la tercera parte’ de negros y ‘las otras dos de españoles aptos para tomar las armas’ si fuera necesario (218). Sin embargo, explica Saco, las ordenanzas del gobierno no previeron sus dañinos efectos y en todo el siglo XVI hasta el XIX se sucedieron revueltas de esclavos en todo el continente. En Panamá, incluso, los españoles armaron a los esclavos para contrarrestar el alzamiento de los hermanos Contreras, con lo cual lograron vencerlos, pero les acostumbraron a la práctica de la guerra, inspirándoles, dice Saco, el ‘sentimiento de sus propias fuerzas y enseñándoles a volver sus armas contra los blancos’ (1938, II: 27). Estas críticas de Saco deben tomarse entonces dentro de las prácticas y propuestas de gobernabilidad que la sacarocracia criolla ideó para impedir en Cuba un suceso como el de Haití. Entre estas medidas estuvieron el introducir en las dotaciones de esclavos cantidades proporcionales de africanos de ambos sexos; el unir en una misma dotación a esclavos de diversas naciones para impedir que se comunicaran; aplicarles fuertes castigos corporales si se

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fugaban o se ­rebelaban contra el dueño, y finalmente traer obreros de ascendencia europea con el fin de ir reemplazando paulatinamente la mano de obra africana. Si la primera de estas medidas tenía el objetivo de restarle fuerza a una posible sublevación en la isla y llegar a propiciar la unión entre ambos sexos para crear un sentido de familia, la última contemplaba el fin del sistema tal y como lo había diseñado la sacarocracia criolla a finales del siglo XVIII. De todas ellas, sin embargo, la medida más extrema y la más utilizada por los esclavistas fue la intimidación a través de la violencia física y psicológica del esclavo, de cuyo cuerpo, el Poder dispuso, marcó, mutiló, y disciplinó con entera libertad. Lo hacía con el objetivo de obligarlos a aceptar su condición de esclavo, pero también de recordarle al transgresor, y al resto de la dotación, el precio de atentar contra el sistema. Ya sea si se alzaban o se suicidaban en los ingenios, los esclavos siempre recibían un castigo corporal excesivo. Los primeros, después de ser apresados nuevamente se les condenaba a soportar el ‘boca abajo’, ‘el cepo’, o se les cortaba alguno de sus miembros. Pero incluso, si el esclavo no se fugaba y decidía suicidarse, también recibía un ‘castigo’ del amo, no porque esta pensara que le infligía un dolor físico, sino para intimidar a quienes estaban pensando en seguir su ejemplo. Como dice Fernando Ortiz, los mandingas, por ejemplo, creían que una vez que morían, resucitarían en carne y espíritu en sus pueblos nativos del África, por lo que sus amos los mutilaban, aun después de muertos, y les perdían algunos miembros vitales de sus cuerpos, para que así aquellos no pudieran resucitar sino mutilados, sin piernas, sin testículos o sin cabeza, y por eso los vivos renunciaran a suicidarse. (Ortiz 1978:  82)

De nuevo, la persuasión se da a través de la violencia física y psicológica contra el esclavo, lo que importa ya no es tanto causar dolor, sino intimidar con el ejemplo a los otros. No es casual entonces que uno de los temas fundamentales de la literatura de la primera mitad del siglo XIX en Cuba sea el del ‘miedo al negro’, las formas de prevenir tal desastre e incluso cómo justificar la esclavitud después que tantos pedían su abolición dentro y fuera de la isla. Este dilema es el que aparece en la novela Sab (1844) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en el ensayo ‘Los esclavos en las colonias españolas’ de María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlín (1841), y en el proceso que se le hizo al poeta Plácido en la supuesta conspiración de ‘La Escalera’. En lo que sigue, me gustaría analizar como estos textos rearticulan el ‘miedo al negro’ con un fin retórico en mente, ya sea para abogar por el fin del comercio humano y la esclavitud en Cuba, o justificar una redada y el exterminio de miles de esclavos durante la llamada conspiración de ‘La Escalera’. En su ensayo sobre la esclavitud en las colonias españolas María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo imagina a Cuba como una gran familia donde el esclavo y el amo viven idílicamente una triple relación de familiaridad, devoción y patriotismo. Dice la Condesa: ‘la dulzura de las costumbres de los cubanos hacia los esclavos inspiran en los últimos sentimientos de respeto y adoración’, el esclavo

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sería capaz de llegar a matar por su amo, para él su amo es ‘la patrie et la famille’ (Santa Cruz 1841: 761). Por esta razón la Condesa pone en duda los propósitos del gobierno británico en acabar con la trata, y desvaloriza los argumentos a favor de la ‘leyenda negra’. Para la Montalvo la esclavitud era un mal menor y en última instancia una salvación, según afirma, para los africanos ya que de otra forma hubieran sido devorados o asesinados en las guerras que entablaban sus tribus en el continente. Dice Merlín en ‘Les esclaves dans les colonies espagnoles’ [los esclavos en las colonias españolas], publicado en la Revue des deux Mondes después de haber regresado de su viaje a la isla: Si on leur présente, dis-je, la cruelle alternative ou d’être tués o mangés par les leurs, ou de rester esclaves au milieu d’un peuple civilisé, leur choix no sera pas douteux, ils préféreront l’esclavage. (Santa Cruz y Montalvo 1841: 736) [Si les presentamos, digo yo, la cruel alternativa de ser matado o comido por los suyos o de quedarse como esclavos en medio de un pueblo civilizado, no se dude de su opción, ellos preferirán la esclavitud.]

Con este argumento la Condesa de Merlín convertía al esclavista en redentor de su propio crimen, en el salvador del negro. No obstante, sus argumentos podían igualmente originarse de la nostalgia de su infancia, de un mundo idílico ya perdido y solamente recuperable a través de la memoria. En tal caso valga recordar el ambiente de familiaridad que rememora Merlín en su libro Viaje a la Habana, publicado tres años después y traducido por su compatriota Gertrudis Gómez de Avellaneda. En estos apuntes la Condesa recuerda su familiar relación con los esclavos, a su ‘hermano de leche, un negro alto de más de seis pies’ (Santa Cruz 1922: 49) y a su ‘negrilla Catalina’ quien mientras la acariciaba para dormirla, dice, le contaba por ‘la centésima vez de qué modo la había engañado su madre para venderla a unos mercaderes blancos’, y cómo luego de reunirse con su hermano en el barco negrero, los vendieron por separado (1922: 68). ‘Y entonces [ella] volvía a llorar, y en lugar de dormirme me sentaba en la cama y lloraba también’ (68). Llama la atención, entonces, que a pesar de estas muestras de afecto, la Condesa en su ensayo se muestre tan favorable a la misma institución. Pero de nuevo, su perspectiva paternalista y civilizadora se impone sobre los sentimientos de los esclavos, quienes como afirma en el mismo lugar nunca llegan a perder del todo su naturaleza salvaje. Afirma: ‘mais, si quelque âpre ressentiment s’éveille dans son âme, la férocité du sauvage reparaît’ [pero si algún resentimiento se despierta en su alma, éste recobra la ferocidad del salvaje], ya que el esclavo es igualmente ardiente en su odio como en su amor (Santa Cruz 1841: 761). Entonces a pesar de su ‘devoción’, el esclavo es una figura amenazante, lista a ‘recobrar’ su verdadera naturaleza, la del ‘salvaje’ arropado en el ambiente civilizador de la colonia, por lo que su ‘ferocidad natural’ siempre iba a ser un peligro y una posibilidad real para sus amos, ya que este podía usurpar el lugar del padre de la familia y dar al traste con todas las instituciones civiles. Por consiguiente, la Montalvo no plantea en este ensayo la esclavitud en términos de derechos y libertades sino como algo beneficioso para ellos. El esclavo se beneficiaría del carácter filial y afectivo de esta

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institución en Cuba, siempre y cuando este mantuviera su condición de súbdito, siempre y cuando actuara como ser agradecido, amante y fiel a su amo. La novela Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por otra parte, plantea un dilema completamente distinto aunque en efecto coincide en algunos aspectos con la narración anterior. No en balde, Sab vendría por la misma época a disparar todas las alarmas de la censura gubernamental al narrar el ‘terror’ que sentían los cubanos al escuchar vaticinios como los de la vieja Martina, una descendiente de la ‘raza cobriza’, quien tiene como su hijo al mulato Sab. Porque si bien los indígenas ‘casi’ habían desaparecido para mediados del siglo XIX en Cuba, continuamente se oía de sublevaciones de esclavos africanos en la isla, alentando con esto el temor de repetirse el caso de Haití. Le dice Sab, a Don Carlos en referencia a Martina: En sus momentos de exaltación, señor, he oído gritar a la vieja india: ‘La tierra que fue regada con sangre una vez, lo será aun otra: los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos’. (Avellaneda 1993: 187)

A esta confesión de Sab, Don Carlos responde con disgusto, y le pide que deje de seguir contando tales historias, ya que como afirma la narradora: […] siempre alarmados los cubanos después del espantoso y reciente ejemplo de una isla vecina, no oían sin terror de la boca de un hombre de su desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de sus degradados derechos y la posibilidad de reconquistarlos. (Avellaneda 1993: 187)

Según le cuenta la Avellaneda en una de sus cartas a Cepeda, este miedo fue uno de los incentivos por lo cual su familia se había mudado a España. Afirma Gertrudis: Algunos años hacía que mi padre proyectaba volverse a España y establecerse en Sevilla; en los últimos meses de su vida esta idea fué en él más fija y dominante. Quejóse de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina, presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos. (Avellaneda 1914: 128)

¿Sería posible acaso leer en Sab el ‘pronóstico’ de una insurrección de esclavos africanos en la cual creía tan firmemente el padre? Sab ocupa en la novela de la Avellaneda un lugar intermedio entre el poder de la sacarocracia criolla y los que no tenían ninguno, el de los negros esclavos y los indígenas. Sab se mueve entre ambos mundos, diríase, con extrema facilidad, sin llegar a comprometerse con ninguno de los dos. A través de sus acciones Sab muestra repetidas veces su lealtad al amo, pero no hay duda que la novela es uno de los argumentos más fuertes en contra de la esclavitud en su época, y es justamente en la carta final que le escribe a Teresa donde el mulato vislumbra un fin para el sistema injusto que lo condena por el color de su piel. Agonizando, Sab le escribe: [L]a palabra de salvación resonará por toda la extensión de la tierra. Los viejos ídolos caerán de sus inmundos altares y el trono de la justicia se alzará brillante, sobre las ruinas de las viejas sociedades. Sí, una voz celestial me lo anuncia. En vano, me dice,

bhs, 86 (2009) Los fantasmas del miedo (al negro) en la literatura cubana del siglo XIX en vano lucharán los viejos elementos del mundo moral contra el principio regenerador; en vano habrá en la terrible lucha días de oscuridad y horas de desaliento … el día de la verdad amanecerá claro y brillante. Dios hizo esperar a su pueblo 40 años la tierra prometida, y los que dudaron de ella fueron castigados con no pisarla jamás, pero sus hijos la vieron. (Avellaneda 1993: 196)

Estas palabras, las últimas que le escribe el mulato a Teresa, vendrían a confirmar un cambio súbito e inevitable sobre la tierra que el esclavo ha podido ver. Hablan de la destrucción de un mundo y la creación de uno nuevo, de una nueva sociedad fundada en la inteligencia, la justicia y la verdad, no en el color de la piel ni el género. Si tenemos en cuenta la profecía de Martina unos capítulos antes, tal momento de éxtasis sólo puede entenderse dentro de la tradición profética y en especial del Apocalipsis. Como ha explicado Meyer Abrams (1971), los románticos unieron el poder de las revelaciones con el de las revoluciones. Southey, Coleridge y Blake, influenciados por la revolución francesa, dieron origen a esta tradición, de la cual no se puede desvincular Sab. Según Abrams del Apocalipsis o Libro de las Revelaciones de la Biblia, estos poetas tomaron dos imágenes fundamentales: la del casamiento apocalíptico y la de la destrucción de la tierra en el juicio final. Dicha destrucción, como se sabe, tiene el propósito de acabar con el viejo mundo para reemplazarlo por otro nuevo. Según Abrams tanto las revoluciones como el Apocalipsis siguen un patrón teológico: buscan la abolición de un régimen de miseria y opresión para sustituirlo por uno nuevo de igualdad y justicia social. Los poetas románticos, dice Abrams, escribieron dentro de la tradición profética del bardo visionario. En sus visiones veían la historia atravesando por tres etapas: el pasado, el presente y el futuro; un pasado oscuro, marcado por la opresión, un presente de lucha, y finalmente un futuro redentor que justificaría todos sus sufrimientos (Abrams 1971: 332). En otro libro más reciente, Michel Walzer resaltaría la misma intención política en la reescritura del Exodus. En Exodus and Revolution (1985), Walzer argumenta que al ser la Biblia un texto fundamental en Occidente, el patrón que establece este libro ha penetrado tan profundamente en su cultura que ha sobrevivido la secularización de la teoría política: No es que los acontecimientos encajen naturalmente en dicho patrón, sino que trabajamos activamente para darle esa forma. […] Nos quejamos; aspiramos (contra todas las probabilidades de la historia humana) a la libertad; hacemos contratos y constituciones, y apostamos por un orden social nuevo y mejor. (Walzer 1985: 134)

A este patrón recurriría pues la Avellaneda al comparar la angustia que siente el mulato Sab por ser esclavo. Compara su sufrimiento con el de los israelitas en el Exodus y el tiempo que pasaron en el desierto antes de llegar a la tierra prometida. Ni Sab ni el narrador llegan a relacionar directamente este cambio con Cuba, pero quien haya leído las opiniones del mulato sobre lo injusto de la esclavitud seguramente entenderá que si había un régimen despótico y ­arbitrario en su momento ese era el esclavista y patriarcal de la colonia. Tanto al hombre como a la mujer, dice Sab un poco antes de llegar en este fragmento, los dominaba

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la voz ‘de los fuertes que dice a los débiles: Obediencia, humildad, resignación … ésta es la virtud’ (Avellaneda 1993: 196). Por consiguiente, después de saber que la vieja Martina había vaticinado un cambio así, es difícil no relacionar este momento de exaltación con el deseo de libertad de los negros, lo cual, adicionaría otro argumento para que la censura prohibiera el libro en Cuba. Dos cosas me interesa resaltar en este pasaje. Lo primero es que la Avellaneda fija aquí un tiempo específico que fueron, según dice, los años que Dios hizo esperar a sus hijos para llegar a la Tierra Prometida, que algunos dudaron, pero que finalmente, ‘sus hijos la vieron’ (Avellaneda 1993: 196). Si pensamos que esta fecha tiene que ver algo con la emancipación de los negros en Cuba, hay que recordar que hacía justamente alrededor de 40 años, después de que Parreño dictara la nueva política económica de la isla con su ‘Discurso sobre la agricultura de la Habana y medios de fomentarla’ (1792), que la institución de la esclavitud se afincó en la mayor de las Antillas y prosperó a pasos agigantados hasta la mitad del siglo XIX. La Avellaneda publica su novela en 1841, pero sabemos que la había terminado años antes. ¿Trataría de crear un paralelo entre el tiempo del Exodus y la duración de la esclavitud en la isla? Lo otro importante a notar aquí es la seguridad con que el mulato Sab plantea este cambio, que se asemeja por su tono y por su resolución con algo dicho por el padre Félix Varela en su Memoria sobre la necesidad de acabar con la esclavitud en Cuba. Dice Varela: Las leyes, las tiránicas leyes, procuran perpetuar la desgracia de aquellos miserables, sin advertir que el tiempo espectador tranquilo de la constante lucha contra la tiranía, siempre ha visto los despojos de ésta sirviendo de trofeos en los gloriosos tiempos de aquella augusta madre universal de los mortales. (Saco 1938, IV: 12)

En ambos casos el escenario que se plantea es el mismo: uno de lucha y redención. Está construido sobre el patrón de la historiografía romántica que termina invariablemente con el triunfo del bien sobre el mal. No es casual entonces que sólo tres años después de aparecer Sab, en 1844, el capitán General O’Donnell (1809–1867) llevara a cabo una terrible represión contra los esclavos en Cuba a propósito de la llamada Conspiración de la Escalera. Los supuestos conspirados eran esclavos negros y los mulatos libres que sufrieron las torturas y la arbitrariedad del aparato represivo de la colonia que bajo el pretexto de que estos iban a alzarse contra sus amos recurrieron a todo tipo de crueldades. Entre los fusilados estuvo el poeta Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido por el nombre de Plácido. Según García Garófalo, a través de los mensajes que le enviaban los comisionados británicos J. Kennedy y Campbell Dalrymple al Conde de Aberdeen, se sabe que en 1843 los esclavos habían llevado a cabo al menos tres insurrecciones de ‘carácter grave’ en la isla (Garófalo 1938: 173), y que la reacción del gobierno fue ‘tan inaudita, que no parecía sino que a guisa de saludable advertencia se vengaban con usura las matanzas cometidas por los negros de Haití y de Santo Domingo’ (175). Todavía se debate la participación de Plácido en la conspiración de ‘La Escalera’, pero lo

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cierto es que algunos de sus poemas rechazados por la censura, según Calcagno, ‘se repetían de boca en boca y se reproducían en copias manuscritas’ (1878: 511). Uno de sus poemas más impresionantes es ‘el juramento’, escrito en 1842, en el cual el poeta habanero parece retomar el mismo tópico de la venganza ya aparecido en la Avellaneda. Dice Plácido:     A la sombra de un árbol empinado Que está de un ancho valle a la salida Hay una fuente que a beber convida De su líquido puro y argentado: Allí fui yo por mi deber llamado Y haciendo altar la tierra endurecida, Ante el sagrado código de la vida, Extendidas mis manos he jurado: Ser enemigo eterno del tirano, Manchar, si me es posible, mis vestidos Con su execrable sangre, por mi mano Derramarla con golpes repetidos; Y morir a las manos de un verdugo, Si es necesario, por romper el yugo. (Cit. Garáfalo 1938: 25)

De nuevo, una sociedad que escuchaba con ‘terror’ cualquier referencia a una posible sublevación de esclavos africanos o la pérdida de su dotación por una posible reforma laboral, debió inquietarse enormemente al escuchar un juramentos como éste o un vaticinio como el de Martina. La voz lírica en este poema ‘jura’ frente al árbol y la fuente – ambos símbolos fundamentales en el imaginario criollo cubano – ‘romper el yugo’ que lo aprisionaba y tomar la justicia por su mano. El ‘altar’ ante el cual hace su juramente la voz lírica es la ‘tierra endurecida’, no la capilla de la iglesia. Y su rezo es para jurar venganza contra el tirano y no para perdonar a sus deudores. Por consiguiente, los símbolos telúricos que utiliza para enmarcar este juramento y la violencia que sugiere la última estrofa son indicativos de un orden natural que se opone al orden civil que representa el estado y la fe cristiana. Hablan de una violencia fuera de la ley y del marco legislativo de la sociedad estamentaria, por lo cual en un país esclavista donde el poder estaba en manos de los blancos, tal violencia contra el ‘tirano’ sólo podía venir de las clases bajas y de los esclavos. Aún si no hubiera sido la intención de Plácido escribir este poema en contra del gobierno, es fácil ver como podía leerse de esta forma en el contexto social de mediados del XIX. Después de todo, el cambio de sistema tanto en Sab como el ‘juramento’ de Plácido o en los poemas de José Fornaris es representado a través de la violencia y la sangre, no a través del diálogo o la reforma. Esto se da, posiblemente, por la falta de confianza en las gestiones políticas de los reformistas y la comprensión tácita de que el poder colonial y en especial los negreros, no iban a ceder tan fácilmente. Y tampoco importaba que Plácido fuera un hombre libre, ya que esta condición no lo eximia del estigma de su raza, y como decía la Condesa de Merlín en su artículo sobre los esclavos, su misma presencia era un motivo de terror ya que como pensaban los ingleses y muchos como ellos – ‘la présence des nègres libres exciterait l’émula-

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tion des nègres esclaves et les entraînerait á la révolte’ (Santa Cruz 1841: 746). ¿Y acaso el tipo de Sab y Plácido, ambos mulatos ‘ilustrados’, no encarnan literalmente aquel temor del Padre Varela cuando decía, ‘aumentan nuestros temores con la rápida ilustración’ ya que la imprenta instruye diariamente a los libertos en sus derechos, ‘que no son otros que los del hombre’? (Saco 1938, IV: 14). Si los blancos sentían temor por los negros esclavos, más temor aun debieron sentir por aquellos que conocían sus derechos, sabían leer, escribir y que, como en el caso de Haití, estaban dispuestos a reclamarlos con las armas. Otro hecho que demuestra esta porfía es precisamente la represión de O’Donnell y el reemplazo del General Juan Manuel de la Pezuela (1809–1910) por el General Concha casi una década después, el momento justo en que Fornaris publica sus Cantos del Siboney (1862). Como decía Urban Stanley, el sólo hecho de que el General Pezuela quisiera reformar el régimen de trabajo en Cuba provocó la alarma entre los dueños de esclavos que nuevamente vieron en tales medidas una amenaza para su estabilidad y su riqueza. Pezuela, un abolicionista convencido que había llegado a Cuba desde Puerto Rico en 1853, dictó medidas concretas para acabar con el tráfico ilegal. Pero los hacendados criollos no estaban preparados para estos cambios, ni tampoco lo estaban los políticos norteamericanos del Sur. Ambos grupos, dice Stanley, se unieron para impedir que se llevaran a cabo tales reformas, precisamente por temor a la ‘africanización’ de la isla. Pensaban que cualquier cambio estructural en el sistema sería contraproducente para la economía y la estabilidad del país; que esto llevaría a la isla a una irremediable lucha de razas, y a lo que era peor, al exterminio de los blancos y el fin de la civilización y la cristiandad en Cuba (Urban Stanley 1957: 156). Francisco Calcagno en su Diccionario biográfico cubano decía, además, que el gobierno de Pezuela se caracterizó por ‘la protección dispensada a la raza de color y las enérgicas mediadas que adoptó para la total extinción de la trata de África’ (1878: 498). Para que se tenga una idea de los susceptible que eran los negreros y los criollos que habían amasado su fortuna en base del trabajo esclavo valga recordar la anécdota que cuentan Calcagno y Ortiz sobre el General Pezuela. Este durante su mandato en la isla se atrajo el odio de los esclavistas magnates coloniales simplemente por haber llamado en una proclama a los niños negros niños de color (Ortiz 1945: 35) [énfasis en el original]. El uso corriente exigía – dice Ortiz – que fueran llamados negritos, por lo que cambiarles el nombre ya de por sí era un acto suficientemente transgresivo e intimidante para los que vivían de su comercio. Y sigue diciendo Ortiz, que Alcalá Galeano, quien fue director del periódico del absolutista integrismo colonial, Diario de la Marina, había dicho que este fue un ‘delito’ que jamás le perdonaron a Pezuela los negreros, ‘enajenándole más voluntades y creándole más elementos de desorden y trastorno que la peor providencia gubernamental’ (1945: 35). Como consecuencia de las disputas con los negreros el 21 de diciembre de 1854, un año después de haber llegado a Cuba, Pezuela fue relevado de su cargo por D. José de la Concha (1809–1895). Se le despidió de la isla sin ningún agasajo o reconocimiento mientras que al

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general Cocha se le dieron tres días de festejos. Concha también fracasó en su mandato y no fue hasta 1886 que la Corona autorizó la liberación de los esclavos en Cuba. No obstante, los temas de la ‘africanización’ y del ‘miedo al negro’, no desaparecieron del contexto de la isla y se convierte en parte importante del debate de las guerras de 1868 y 1895. Para resumir y concluir. El periodo que va de finales del siglo XVIII y termina con la primera mitad del siglo XIX se caracteriza por el vertiginoso desarrollo de la industria azucarera, pero también por el aumento del número de esclavos en Cuba. Estos cambios, y en especial esto último, produjo en la psicología de los criollos lo que se conoce como ‘el miedo al negro’, un miedo atroz a que los esclavos se sublevaran, siguiendo el ejemplo de Haití, y acabaran con su ‘civilización’, su modo de vida, y más importante aún, con sus vidas. Al no querer renunciar a la mano de obra esclava, los criollos diseñaron un conjunto de medidas de vigilancia, castigo y represión de los negros, que iba desde la importación a la isla de determinada cantidad de esclavos de ambos sexos, hasta la mutilación de alguno de sus miembros para hacerles creer que cuando ­resucitaran en otra vida, iban a ser deformes. Este miedo al negro es visible en al menos tres de los escritores más importantes de Cuba en esta época: la Condesa de Merlín, la Avellaneda, y el poeta Plácido. De ellos, sin embargo, el único que sufrió en carne propia las consecuencias de tal terror fue Plácido, quien al ser mulato sus poemas despertaron las sospechas de una posible sublevación de esclavos en la isla, lo cual le dio la excusa al gobierno para apresarlo y luego fusilarlo. Su misma condición de hombre libre de color, lo hacia un elemento subversivo en una sociedad amenazada continuamente con ­desaparecer.

Obras citadas Abrams, Meyer H., 1971. Natural Supernaturalism. Tradition and Revolution in Romantic Literature (New York: Norton & Co). Arango y Parreño, Francisco, 1952. Obras de Don Arango y Parreño, vol. I (La Habana: Publicaciones de la dirección de cultura del Ministerio de Educación). Avellaneda Gómez, Gertrudis, 1914. ‘Autobiografía de la Sra. Da. Gertrudis Gómez de Avellaneda’, in vol. VI, Obras de la Avellaneda, Edición del Centenario (La Habana: Imprenta de Aurelio Miranda), pp. 127–277. —, 1993 [1844]. Sab. Introducción y notas Luis Martul Tobío (New York: Edwin Mellen Press). Calcagno, Francisco, 1878. Diccionario biográfico cubano (New York: Imprenta y librería de N. Ponce de León). García Garófalo Mesa, M., 1938. Plácido, poeta y mártir (México: Ediciones Botas). Hidalgo, Narciso, 2005. ‘La pigmentación de la piel y el discurso literario en Cuba’, Afro-Hispanic Review, vol. XXIV.2: 71–87. Ortiz, Fernando, 1945. El engaño de las razas (La Habana: Editorial Páginas). —, 1978. Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar (Caracas: Biblioteca Ayacucho). Saco, José Antonio, 1938. Historia de la esclavitud de la raza africana en el nuevo mundo y en especial en los países américo-hispanos. Prologue by Fernando Ortiz. 4 vols. (La Habana: Cultural, S.A.). Sagra, Ramón de la, 1831. Historia económico-estadística y política de la Isla de Cuba (Habana: Impr. de las viudas de Arazoza y Soler). Santa Cruz y Montalvo, María de las Mercedes, 1841. ‘Les esclaves dans les colonies espagnoles’, Revue des Deux Mondes, 26: 734–69.

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—, 1922 [1844]. Viaje a la Habana (La Habana). Urban Stanley, C., 1957. ‘El temor a la africanización de Cuba, 1853–55’, Revista Bimestre Cubana, 72: 156–76. Walzer, Michel, 1985. Exodus and Revolution (New York: Basic Books).

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