LOS ERUDITOS A LA VIOLETA DE JOSÉ CADALSO, en José Cadalso, Lecciones a la violeta, est. preliminar de Joaquín Álvarez Barrientos y Mª Dolores Herrero Fernández- Quesada, Toledo, Systole editorial, 2010

June 9, 2017 | Autor: J. Álvarez Barrie... | Categoría: Literatura española de los siglos XVIII al XX, Literatura española e hispanoamericana
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Descripción

LOS ERUDITOS A LA VIOLETA DE JOSÉ CADALSO


Joaquín Álvarez Barrientos
CSIC (Madrid)


Aproximación biográfica
José Cadalso, cuya familia paterna procedía de Vizcaya, nació en
Cádiz el 8 de octubre de 1741. Fue militar y escritor y, además de sus
obras más conocidas, dejó una semblanza de sí mismo para la posteridad,
preocupado como otros contemporáneos suyos por la imagen que los futuros
lectores tendrían de él. Se trata de la Memoria de los acontecimientos más
particulares de mi vida. Huérfano de madre y con su padre en América, fue
educado por un tío jesuita, que le envió a París a estudiar en el colegio
de San Luis, de su Orden. Antes de regresar a España, había estudiado y
viajado, con su padre o sin él, por Inglaterra, Italia, Holanda y Alemania.
Cuando vuelve, domina varias lenguas extranjeras, tiene una educación
cosmopolita y no se siente muy cómodo en el país. Tras continuar sus
estudios, en 1762 ingresa en el regimiento de Caballería de Borbón y
participa en la campaña de Portugal. Más tarde, en Madrid, tiene varios
amoríos, y problemas a causa del Calendario manual y guía de forasteros en
Chipre (1768), en el que se burla de personajes y costumbres amorosas de la
sociedad madrileña, por el que es desterrado a Zaragoza. A su regreso en
1770 se enamora de la actriz Mª Ignacia Ibáñez, que muere en abril de 1771.
Su relación ha dado pie a interpretaciones románticas de parte de su obra y
de su vida. Por entonces escribe las Noches lúgubres; más tarde las Cartas
marruecas (1773- 1774), aparecidas primero en la prensa; asiste a la Fonda
de San Sebastián con sus amigos Iriarte y Moratín, entre otros; viaja a
Salamanca donde conoce, o reencuentra (según los casos), a escritores como
Meléndez Valdés, León de Arroyal, Forner, Iglesias de la Casa. Murió, tras
haber alcanzado el empleo de coronel, el 27 de febrero de 1782, a resultas
de una herida en el cabeza producida durante el sitio de Gibraltar.
Junto a las páginas señaladas, dejó unos Ocios de mi juventud,
poemas; dos obras de teatro, Solaya o los circasianos y Don Sancho García
(1771); Los eruditos a la violeta y el Suplemento (1772) y El buen militar
a la violeta.


Los eruditos a la violeta, o la divulgación de la cultura
Aparentar más conocimientos de los que se tienen ha sido, y al
parecer sigue siendo, condición de los que se dedican a la cultura.
Semejantes figuras, en la época en que Cadalso publicó Los eruditos a la
violeta (1772), recibieron diferentes nombres, pero se impuso el de
violetos. Era el violeto, desde esta perspectiva y en principio, una planta
natural en una sociedad como la española, pero en realidad no sólo en ella,
pues no escaseaban en Europa los "eruditos de moda". Por lo mismo, la
crítica de Cadalso se extiende tanto a los que tenían ese comportamiento,
como a la sociedad que les daba cabida. En su obra, volvía a poner de
relieve una actitud antigua.
Pero esta idea del violeto como alguien ignorante debe ser matizada;
tal vez convenga reflexionar con más detenimiento sobre la realidad del
violeto en la España del siglo XVIII y sobre la obra y el objetivo de
Cadalso, para ver que lo que propone es otra forma de ser culto.

--Hacia la divulgación de la cultura. La conversación
Mostrar que se sabe de todo encaja bien en un siglo que se quería
ilustrado, enciclopédico y universal, es decir, en una época que valoraba
el conocimiento y era receptiva al saber; en un siglo que, en la medida de
lo posible, contribuyó a difundir y divulgar los conocimientos entre la
población, a menudo a base de compendios y diccionarios, pero también
gracias a la conversación y al nuevo género del ensayo, que tuvo en España,
como se sabe, un cultor de la talla de Feijoo. Se operaba un cambio en la
forma de entender la cultura, que la desacralizaba al hacer posible que
"todos" opinaran en tertulias y cafés, y desde los periódicos, lo que
provocaba el malestar de los que hasta entonces habían controlado el saber
y sus medios de propagación. Las formas de acercarse a los textos --y los
mismos textos, así como su sentido, destinatarios y función-- variaban,
para establecer una relación más crítica con la cultura y menos
reverencial. Los criterios de la auctoritas se tambaleaban; la realidad se
volvía más laica. Y este proceso --que implicaba cambios en la valoración
del trabajo del erudito, del escritor tradicional, y de las nuevas figuras:
el periodista, el divulgador, etc.-- se intentó frenar, en gran medida,
desprestigiando a aquellos que se ocupaban de la cultura de forma más libre
en periódicos y tertulias. Conocidas son las quejas de los 'sabios de
verdad' contra los que opinaban en la prensa, no tanto por su aparente
ignorancia, cuanto porque los conocimientos salían de su campo previo de
control y circulación, porque se cuestionaba su oportunidad en una sociedad
cambiante --es decir, se cuestionaba el papel tradicional de la cultura y
de los escritores-- y se proporcionaba información y opinión a "todo" el
mundo, como señaló Valentín Bravo en el prospecto de El Regañón General
(1803): "se mueven disputas, se rectifican las cosas opinables, se analizan
las cuestiones [...] y por último se descubre la verdad por entre el cúmulo
de errores que nos rodean" (p. 9). La queja implica que se banalizaba la
cultura, al estar en manos de todos y poder ser objeto de controversia en
un café, cuando el lugar del conocimiento eran (habían sido) las academias
y universidades. En 1782, diez años después de publicarse Los eruditos,
Forner se manifestaba contrario a los que se creían con "derecho para
hablar de todo en los corrillos y tertulias de librería".[1]
Así pues, en esos años setenta en que escribe Cadalso, y antes,
cuando lo hizo Feijoo, se cambia la concepción de la cultura, se difunde
por distintas capas sociales y se divulga. Era, una vez más, uno de los
efectos que el fenómeno de la sociabilidad producía en Europa y también,
por tanto, en España.
Es obvio, por otro lado, que si cada vez tenía más importancia lo
hablado, lo conversacional, los libros debían tener un estilo nuevo, que
les acercara a los lectores. Ese nuevo estilo fue el del diálogo, el de la
conversación y la carta, cómodo, próximo. Ese cambio en el estilo y
perspectiva fue acompañado también de otro en el del tamaño del libro, que
se hizo más fácilmente llevadero y manejable, así como en la misma forma de
leer. "No hay duda de que una obra pequeña se lee sin molestia, y deja
descansado el gusto para continuar su lectura, porque como se interpone el
vacío de algunos días, se reitera la lección de lo que se halla entre las
manos y se desea con más ansia lo que se espera" (Cajón de sastre, 1760, p.
XLI), escribe Nifo, aludiendo a la periodicidad de folletos y periódicos,
así como a la dosificación de la lectura. Idea que repitió Sempere y
Guarinos en su Ensayo,[2] y fenómeno universal, a juzgar por las palabras
de Louis- Sébastien Mercier, publicadas en 1782: "Ya casi no se lee en
París una obra que tenga más de dos volúmenes [...]. La manía de los
pequeños formatos ha sucedido a la de los márgenes inmensos".[3] Es decir,
que por distintos rumbos los escritores procuraban acercarse a los lectores
y captar su distraída atención.[4]

--Apariencia y mentira
Por otra parte, que algunos quisieran parecer más sabios, entraba
dentro del cúmulo de actitudes heredadas que configuraban la imagen del
hombre de letras. Así, por ejemplo, los gramáticos solían ser
caracterizados desde antiguo por su soberbia y por querer opinar en cuantas
materias se les presentaban, confiados en el hecho de saber latín. Saavedra
Fajardo lo denuncia en la República Literaria, y Forner, por su parte,
sabía muy bien en qué tradición satírica insertaba su ataque contra Iriarte
cuando lo tituló Los gramáticos, de lo que deja constancia en diversos
lugares de esa "historia chinesca".
Así pues, los hombres de letras del siglo XVIII que pretendían
parecer más ricos en saber de lo que realmente eran, se instalaban en una
tradición y desarrollaban un discurso, el de la apariencia y su valor, que
resultaba plenamente actual. Según los críticos de las novedades, la
apariencia sustituía a la verdad de los méritos del hombre, y esa
apariencia, enfocada desde una perspectiva Antiguo Régimen, teológica y
aristocrática, se entendía como mentira. También en el mundo de las letras
se plantea este problema de la autenticidad de las conductas, oponiendo ser
(sabio) a parecerlo, a enmascarase con el aspecto o los rudimentos externos
del erudito. Se oponía también esfuerzo a facilidad. Aquellos que se tienen
por auténticos denuncian a los otros y su empleo de máscaras. En un cambio
de las conductas y de los modos de relación, el hombre simula ser lo que no
es (o lo que es), mostrando una nueva orientación en su código de conducta,
que se rige por el intercambio social, por los valores más modernos de la
(aparente) valía profesional, frente a los de la nobleza hereditaria. El
pretendido hombre de letras violeto asume esas reglas y, diferenciando su
conducta privada de la pública, rompiendo con la tradición literaria que
imponía al literato unas maneras de comportamiento, una indumentaria y una
actitud moral, se muestra en sociedad distinto y hace, además, que su saber
sirva a esa sociedad.
Pero con frecuencia no era apariencia de saber lo que mostraban esos
eruditos nuevos, sino un saber nuevo o una forma distinta de saber, más
acorde con las demandas sociales del momento.

--Modernos contra antiguos
Que los violetos aparentaran lo que no eran sería también un ejemplo
de mentira --de mentira social--, y su crítica, una muestra de cómo la
cultura debería seguir siendo --y para muchos lo era-- cosa de moral, de
religiosos y gentes de Iglesia; actitud que se encuadraba en la tradición
de que el conocimiento y la sabiduría proceden de Dios y están a su
servicio y para su gloria. Cadalso, precisamente, así lo enseña al comienzo
de sus Eruditos cuando, con ironía, señala que "los hombres graves" --o
sea, los 'auténticos sabios'-- dirán, "muy pagados de su trabajo, que el
objeto común de [las ciencias] y la utilidad que han prestado a los
hombres, se divide en dos: una es obtener un menos imperfecto conocimiento
del Ente Supremo, con cuyo conocimiento se mueve más el corazón del hombre
a tributar más rendidos cultos a su Criador; y la otra es hacerse los
hombres más sociables". Sin embargo --añade el maestro violeto intuyendo el
cambio y nuevo uso de los saberes--, nosotros sabemos que eso no es así:
"Muy santo y bueno será todo esto [...]; pero yo y vosotros mis discípulos
hemos de considerar las ciencias con otro objeto muy diferente. Las
ciencias no han de servir más que para lucir en los estrados, paseos,
luneta de comedias, tertulias, antesalas de poderosos y cafés". Con este
comentario, el maestro presenta la nueva dimensión de la cultura,
utilitaria y social, divulgadora, que no excluye, antes al contrario, el
segundo de los motivos antes expuestos: hacer más sociables a los hombres,
que es la práctica del llamado violeto. Los conocimientos han de servir
para "lucir" en público, pero lucir también es educar desde la conversación
en la tertulia, desde el intercambio de opiniones –con lo cual se descubría
el valor de la opinión frente a la "autoridad"--, desde la creación de
espacios para la crítica y la opinión pública. Y en esta educación, en
estos espacios, eran indispensables las mujeres, porque su trato civilizaba
al hombre.[5]
Fueron precisamente quienes defendían la postura tradicional, la
continuidad en el modo de gestionar los saberes y su comunicación, quienes
primero se enfrentaron a la realidad del violeto. Es decir, los que
mantenían hacia la cultura una actitud 'autentica', reverencial y
respetuosa --religiosa--, se opusieron a quienes se acercaban a ella de
manera más libre y crítica. Manuel José Quintana, además de señalar que
todos los que se dedican a las letras comienzan siendo un poco violetos,
era de la misma opinión:
abreviado el camino de aprender con los buenos métodos y libros
elementales, los que vieron que los jóvenes a poco tiempo de estudio
sabían tan bien y mejor lo que a ellos les había costado muchos años
de tarea, comenzaron en despique a llamarles sabios de ayer acá,
eruditos a la violeta, etc.[6]

Por tanto, y según las pertinentes palabras de Quintana, el violeto
no sería un ignorante, sino alguien que sabe mejor o de otro modo, actitud
moderna que en la obra de Cadalso se presenta de forma monolítica y nada
matizada, exagerados siempre sus aspectos negativos por el hecho de emplear
el recurso de la sátira, pero que en folletos como Junta que en casa de D.
Santos Celis tuvieron ciertos eruditos a la violeta tiene ya mayor
variedad. En la Junta, como en Los eruditos, está implícita una actitud de
crítica de la estructura tradicional de la cultura. En éstos se hace de
forma más bien pasiva, resistente, mostrando los comportamientos, conductas
y opiniones de los jóvenes; en la obra de Rubín de Celis, presentando un
abanico de violetos diferentes y, aunque los más sean del género papagayo,
hay al menos dos o tres capaces de discriminar sus cualidades y sus
defectos, de modo que Rubín de Celis puede mostrar las distintas clases de
'sabio nuevo' que se encontrarían bajo la denominación negativa, entre esos
que hablan en sociedad y aparentan (para los sabios tradicionales), por sus
modales y actitudes, más conocimientos de los que tienen; en realidad, una
actitud diferente y nueva hacia el papel y la función de la cultura, como
ya se ha dicho.
Ese abanico también es el sustrato de Cadalso, aunque él no
discrimine a unos de otros. Por eso Rubín de Celis, que participaba de la
visión positiva del violeto en tanto que hombre menos sabio, pero no por
ello menos juicioso, y basándose en la juventud del mismo Cadalso --que
contaba unos treinta años cuando redactó Los eruditos--, concluye que es
arbitrario dudar de la capacidad intelectual de los jóvenes, porque "no he
creído jamás lo que dicen los sabios, de que en la edad juvenil sólo se
halla la imprudencia, la inconstancia", "porque vemos en el autor de Los
eruditos a la violeta una exquisita apología del carácter más brillante con
que desmentirle a él y a los sabios, refutando las lúgubres censuras de la
vejez; y por este motivo no creo, ni quiero creer, que el juicio, la
prudencia y todo lo bueno esté aligado a los cabellos blancos".[7] Además,
Rubín pone en boca de un violeto las frases más sensatas y la autocrítica
mejor, con lo que da, otra vez, la idea de que el violeto no es sólo ese
ser insustancial e ignorante que se ha querido ver en la obra de Cadalso.
Con éstas y otras referencias que no se añaden nos encontramos ante
una realidad poco estudiada: la del peso de la tradición y el respeto a lo
heredado, que se rompía, en el caso de las letras y el saber, gracias a
actitudes nuevas, no necesariamente sinónimas de ignorancia, que eran
criticadas, a veces desde la sátira, por aquellos que pertenecían al bando
contrario, insistiendo como justificación de su crítica en que eran la
causa de la degradación de la cultura, porque se escribía en periódicos,
porque se hacía sin la "adecuada" preparación y para ganar dinero:
instrumento y objetivo aparentemente ajenos a los escritores "situados",
que tenían beneficios eclesiásticos, puestos en la administración, etc.

--El violeto y el bel esprit
Llegados a este punto, (qué era realmente un violeto? El hombre que
quería brillar en sociedad, opinar, mostrar conocimientos, entretener con
su conversación, (era realmente un erudito? (O se trata, más bien, de una
nueva figura que aparece en la República de las Letras, y en la sociedad
civil, y que tiene poco que ver con el sabio? Y nueva porque no me estoy
refiriendo a la tradicional figura del hombre que aparenta saber, sino al
que desde los salones divulga conocimientos e ideas, incluso si lo hace
apoyado en su vanidad y desde la superficialidad. Vaca de Guzmán, al
defender la obra de su amigo Cadalso, señala precisamente la diferencia
entre el erudito y esa nueva figura: "si los violetos de Cadalso hubieran
hablado con más solidez y profundidad, ya no serían violetos".[8] Y
fijémonos en que esta figura, propia de salones, se da en un contexto
burgués, teóricamente cada vez más igualitario, donde se valoran
determinadas cualidades acordes con ese contexto y se cambia la
aristocrática forma de comportamiento y relación del Antiguo Régimen. Un
espacio, el de las tertulias, salones y cafés, que tiene determinadas
condiciones de comportamiento y en el que se acepta un tipo de escritor y
no otro. Siguiendo la idea que resalta una y otra vez Cadalso, uno de los
violetos de Rubín de Celis, exclama: "(dónde hay igual satisfacción a la
que yo consigo de entrar [...] en cualquier casa y hablar delante de los
que no me entienden?".[9] Es, de nuevo, el relieve de la palabra y la
conversación inserto en el discurso de la apariencia y de la sociabilidad,
que, desde cierta perspectiva, tanto en la literatura como en la vida, se
veía como pecaminoso.[10]
Cadalso y otros se refieren a la nueva apariencia que cobran el saber
y el hombre de letras en sociedad. Unos de forma crítica, los otros no;
todos toman como referente al sabio, al antiguo, por naturaleza apartado de
la sociedad y encerrado en su estudio, en comunicación con otros que son
como él, y se encuentran con unos hombres, a menudo jóvenes, que desafían
con su actitud y desenfado los conocimientos y las prácticas de los sabios.
La frivolidad hermanaba a la buena sociedad y a la cultura mediante un
nuevo tipo de escritor: un hombre de letras, cercano al philosophe, bueno
para el salón y también para el estudio, para la pluma y la conversación.
Desde este punto de vista, la denominación "erudito" se demuestra
inadecuada a la nueva figura. Evidentemente, si quien escribe es un
erudito, un 'sabio de verdad', la empleará para desprestigiar a los que
"charlotean" en los salones y para exaltar su propia labor; pero si la
utilizan otros, nos encontramos ante un uso de inercia, inconveniente y
errado de la palabra, que ha llevado a descentrar el enfoque y el alcance
de la pieza cadalsiana.
Desde esta perspectiva, y considerando factores como la creciente
divulgación de la cultura, la nueva actitud hacia ella, cada vez más
utilitaria, y la mayor importancia de la conversación y los estilos
literarios que en ella se inspiraban, el violeto español se relaciona con
el bel esprit. Cadalso, con su obra, como con las Cartas marruecas, retrata
desde el humor el cambio que se da en la sociedad española. En este caso,
en el campo de la cultura. De hecho, en la lección que dejó inédita sobre
los militares a la violeta, mucho más explícita y dura en sus posiciones,
Cadalso identifica esta nueva actitud con la del "hombre de espíritu".[11]
Con Los eruditos a la violeta pondría de manifiesto que el hombre de letras
que acepta la sociedad es el que brilla, el que no diserta sobre un asunto
desconectado de la realidad, sino que aplica su inteligencia a esa
realidad, el que entretiene con sus opiniones más o menos sorprendentes y
fundadas, el que es capaz de sintetizar una cuestión y presentarla en un
salón o tertulia de forma comprensible y amena. O incomprensible, por
ignorancia del público, como ironizaba uno de los violetos de Rubín de
Celis más arriba. Cadalso nos presenta el marco en el que podrían moverse,
y conversar, figuras como Feijoo --un violeto avant la lettre si lo
comparamos con Mayans, por ejemplo--, y la idea, aceptada también por
muchos autores, de que las letras pueden ser un medio para introducirse,
sobresalir y sobrevivir en sociedad, un instrumento para mejorar la propia
situación personal.[12]
Por eso Los eruditos a la violeta son un anticipo de lo que en 1803
iba a poner de manifiesto El Regañón General (n( 30, 10 de septiembre): que
el tipo de literato que se había introducido en esa sociedad cambiante era
un sujeto culto, agradable, entretenido, conocedor del entorno, "cuando en
otro tiempo los sabios se entregaban al estudio apartados del mundo" (p.
233). Beaux esprits, hombres de sociedad, literatos políticos cuyas
producciones, "felices y brillantes, [eran] muy buscadas y estimadas en el
trato de las gentes" (p. 234). Por ejemplo, las del mismo Cadalso, que
tanto éxito obtuvo con sus Eruditos, y las de otros autores similares, pero
no las de aquellos sabios que se mantenían dentro de unos circuitos y
estructuras antiguos. Parece claro, por tanto, que Cadalso mostraba un
nuevo hombre de letras, o una manifestación nueva de ese grupo social, que
buscaba un lugar en la sociedad. Y para ello empleó una denominación
negativa --tal vez acuñada por los 'sabios de verdad' en sus cenáculos,
como señaló Quintana-- de algo que, en sí mismo, no tiene por qué
serlo.[13] Proceso similar al ocurrido con los novatores --designación
despectiva de una actitud positiva, acuñada por los contrarios a ella--.
Añádase, también, el hecho de que toda sátira supone una exageración que,
obligadamente, desenfoca la realidad al resaltar unos puntos, y tendremos
una idea bastante clara de cómo se ha podido sesgar el sentido de la obra.
Cadalso, que viajó por Europa en varias ocasiones, deja constancia en
sus Eruditos de la aparición de una nueva planta en la sociedad española;
planta que llevaba tiempo floreciendo en ella y fuera de España (pues de
los nuevos hombres de letras se esperaba algo distinto de los antiguos),
que cuando él escribe está ya lo bastante crecida como para que su
tratamiento pueda hacer efecto sobre la sociedad y sobre la tradicional
República Literaria. Cadalso muestra de qué manera los intelectuales se
implican en la sociedad y dan sentido a su labor al hacerla social y dejar
de mantener la imagen y la actividad del individuo retirado del mundo. No
hace sino dejar constancia de lo que unos años antes Duclos había hecho
para Francia: que "los hombres de letras más buscados son los que se llaman
habitualmente bellos espíritus", por sus cualidades comunicativas, alejadas
de las conductas y maneras de los que estaban retraídos en sus estudios y
bibliotecas conventuales.[14]
Pero, sobre todo, lo que Cadalso pinta con su obra es el cambio en la
función social de los que se dedicaban a las letras, luego llamados
intelectuales; la necesidad que la sociedad tenía entonces (y desde
entonces) de contar con individuos que no estuvieran especializados en
cuestiones concretas, pero sí tuvieran los conocimientos histórico-
técnicos y las condiciones necesarias de apertura mental e inteligencia
social para poder aplicar esos conocimientos e intervenir sobre lo que
pasaba y sobre los acontecimientos que pronto iban a sobrevenir.


BIBLIOGRAFÍA
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250.
-----. [Reflexiones de Quintana a la carta de M. de L. S. de A.],
Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, II (1804), pp. 188- 190.
RUBÍN DE CELIS, Manuel Santos. Junta que en casa de D. Santos Celis
tuvieron ciertos eruditos a la violeta; y parecer que sobre dicho papel ha
dado el mismo a D. Manuel Noriega, habiéndosele este pedido con las mayores
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VACA DE GUZMÁN, José M(. El crítico madrileño. Carta tercera. Lleva
al fin una oda en elogio del coronel D. José Cadalso, que murió sobre
Gibraltar en 1782. Dala a luz D. Miguel Cobo Mogollón, Madrid, Miguel
Escribano, 1783.
-----------------------
[1] Juan Pablo Forner, Los gramáticos. Historia chinesca, ed. José Jurado,
Madrid, Espasa- Calpe 1970, p.185.
[2] Juan Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española de los
mejores escritores del reinado de Carlos III, I, Madrid, Imprenta Real,
1785, pp. 38- 39.
[3] Louis Sébastien Mercier, Tableau de Paris, en Paris le jour, Paris la
nuit, ed. Michel Delon, Paris, Robert Laffont, 1990, pp. 85- 86. La
traducción es mía.
[4] De manera general, sobre estas cuestiones, véase Joaquín Álvarez
Barrientos, Los hombres de letras en la España del siglo XVIII. Apóstoles y
arribistas, Madrid, Castalia, 2006.
[5] Véase, por ejemplo, Francisco Mariano Nifo, El amigo de las mujeres,
Madrid, Gabriel Ramírez, 1763. Algunas eran las mujeres aristócratas que
dirigían reuniones y tertulias.
[6] Manuel José Quintana, [Reflexiones de Quintana a la carta de M. de L.
S. de A.], Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, II (1804), pp. 188-
190.
[7]Manuel Santos Rubín de Celils, Junta que en casa de D. Santos Celis
tuvieron ciertos eruditos a la violeta; y parecer que sobre dicho papel ha
dado el mismo a D. Manuel Noriega, habiéndosele este pedido con las mayores
insistencias desde Sevilla, Madrid, Manuel Martín, 1772, pp. 9 y 11.
[8] José M( Vaca de Guzmán, El crítico madrileño. Carta tercera. Lleva al
fin una oda en elogio del coronel D. José Cadalso, que murió sobre
Gibraltar en 1782. Dala a luz D. Miguel Cobo Mogollón, Madrid, Miguel
Escribano, 1783, p. 12.
[9] Rubín de Celis, op. cit., pp. 22- 23.
[10] Recuérdese la abundante literatura contraria a las tertulias.
[11] Cito por José Cadalso, El buen militar a la violeta, en Obras de
D...., I, Madrid, Repullés, 1813, p. 273. Esta obra se publicó póstuma, en
1790.
[12]. Algo que el autor pudo hacer, precariamente, en su carrera
militar gracias a la ayuda de la condesa- marquesa de Benavente. Desde el
punto de vista de la utilidad de la literatura, Cadalso, siempre quejoso de
su situación económica, escribió: "Entonces compuse los Eruditos y
Suplemento, y publiqué mis poesías. Equipéme medianamente con su producto"
(Autobiografía. Noches lúgubres, ed. Manuel Camarero, Madrid, Castalia,
1987, pp. 111- 112).

[13]. En 1803, Quintana criticaba la sátira de Cadalso porque "no
atendió a que el charlatanismo de estos entes podía en aquellas
circunstancias ayudar a la ilustración, sirviéndole de incentivo y
vehículo" (Manuel José Quintana, "[Reseña de] Obras del coronel D. José
Cadalso. Cuatro volúmenes en octavo, impresos en Madrid por D. Mateo
Repullés, año de 1803. Se hallarán en la librería de Castillo. Extracto
primero", Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, I (1803), p. 246). Es
claro, por otra parte, que Quintana no tiene una idea degradada del
violeto, sino que lo ve como alguien que, desde los salones, divulga
conocimientos. En otro momento, incluso, escribe: "(Quién no lo ha sido en
algún tiempo?".

[14]. Charles Pinot Duclos, "Sur la gens de lètres" (sic) de sus
Considérations sur les moeurs de ce siècle, ed. Marcel Achard, Paris,
Vialetay Éditeur, 1971, p. 91. La traducción es mía.


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