Los dioses y la ciudad. La influencia divina en la constitución política

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Descripción










Los dioses y la ciudad
La influencia divina en las constituciones políticas

Conferencia plenaria
XIV Congreso Nacional de Filosofía del Perú
Universidad Nacional de San Marcos
2013

Víctor Samuel Rivera
Universidad Nacional Federico Villarreal

I

El problema más fundamental de todo mundo político es su comienzo, y esto porque su comienzo es también su principio. Aunque nos referimos de manera más particular a un cierto régimen político, este problema atraviesa a las instituciones humanas en general. Se trata aquí de una reflexión sobre el fundamento de las instituciones humanas, cuyo punto nodal lo liga a la idea de haber comenzado alguna vez. Uno puede preguntarse de una institución humana por su comienzo, cuándo acaeció y cómo. Es una nota interesante de la naturaleza de las cuestiones humanas en el mundo político la coincidencia entre su comienzo y su principio; esto quiere decir que la idea de un comienzo, en las cosas del hombre, tiene un sentido metafísico. El comienzo de un mundo político confiere carácter de ser, pues el comienzo cualifica y establece. Hace que se dé un mundo, que este mundo entre al acontecer de las cosas humanas. Podemos decir desde ahora por ejemplo que "aquí está el Reino de Tal", que "estos hombres pertenecen al Reino de Tal", etc. En este sentido el comienzo de una institución tiene una característica normativa. Lo que acaece en el comienzo también se justifica por ello, y cuando lo hace, entonces legitima y genera lo que podemos llamar por generalidad una "constitución política". De estas primeras consideraciones, que no tienen la pretensión de afirmar nada original, vamos a derivar algunas reflexiones en torno a la religión, la política y la ética sin otra pretensión que hacer sugerente un asunto en el que podemos dar por sentado que es razonable el desacuerdo entre las opiniones humanas, que por ello son lo que son.

A veces las preguntas por el comienzo de un mundo político o una institución humana en general pueden carecer de respuesta, o al menos de una respuesta definitiva y clara. Entonces el comienzo se hunde en una suerte de niebla de conocimiento, donde mucho puede ser dicho, pero el acontecimiento que llamamos comienzo, y que funda el mundo normativo de las instituciones humanas que lo suceden, se oculta. Mucho es lo que podemos decir. Casi podríamos decir el mismo tipo de cosas que diríamos si la niebla del conocimiento no empañara el vínculo con el principio. Pero todo lo que podemos decir queda mejor expresado en un silencio reverente. Ese silencio le hace justicia al carácter metafísico que el comienzo significa en estos casos de ignorancia. Otro caso es cuando las preguntas por el comienzo tienen respuesta; las respuestas se caracterizan por ser relativamente simples y comprensibles: "el Reino de Tal fue fundado en tal año, tras la conquista de la ciudad Tal por el pueblo Tal. Entonces el Príncipe Tal fundó la dinastía Tal". En este caso el comienzo, el acontecimiento del origen, puede ser narrado históricamente.

Como un acercamiento general, el ser narrado propio de un comienzo conocido coincide también con que ese comienzo puede ser atribuido a un agente. En un régimen político, de manera típica, a los héroes o soberanos que fueron sus fundadores o al legislador que estableció su Constitución. Pensemos en Solón de Atenas. El cuándo, el cómo y la narración acompañan al agente. Esta idea del comienzo como un cuándo, un cómo y una narración hacen del agente, del fundador, una representación humana del conjunto de los aspectos del origen. De este modo, él mismo o sus sucesores portan el significado del mundo político que ha tenido lugar con su intervención y, en un sentido fácil de admitir, sus sucesores están constituidos ellos mismos dentro de lo que es significado por la narración original, y son su original. De esta manera, hacen del agente la representación del todo político de lo fundado y lo transforman. En realidad el agente es transformado de este modo por el comienzo en el prototipo de la fundación y, por lo mismo, en fuente de normatividad.

Hasta ahora nos hemos referido a las instituciones humanas y al régimen político de una manera imprecisa y precaria. En adelante vamos a restringir nuestras consideraciones del conjunto de todas las instituciones humanas al mundo político solamente; vamos a llamar "espacio de sentido" a la representación del todo político de lo fundado en el mundo histórico, que implica en el comienzo un cuándo y un cómo y, eventualmente una narración, tal vez incompleta o con variantes o precisa y bien documentada, y también, eventualmente, un agente. Atenas, una ciudad, es un modelo de "espacio de sentido"; para efectos de nuestra argumentación, "ciudad" y "espacio de sentido" serán tomados por expresiones sinónimas.






II

El modelo de un origen narrado históricamente, que tiene un comienzo y, con él, uno o unos agentes fundadores, ha caracterizado de alguna manera lo que podríamos llamar la metafísica política de la modernidad. En el mundo moderno el comienzo de un espacio de sentido es también su fundación histórica; el cuándo es una fecha, el cómo es un evento histórico, la narración es la historia de ese evento fundante. Este carácter histórico del origen de un espacio de sentido delimita la legitimidad a las condiciones propias de la historia humana. Sólo los hombres hacen historia, luego, sólo ellos pueden ser agentes fundadores de un espacio de sentido. El mundo político, e incluso más, el mundo entero de las instituciones humanas, tiene su límite en la historia, que por ello se convierte en la fuente más originaria de toda legitimidad. Es conocido que René Descartes hizo una serie de consideraciones sobre el origen de las constituciones políticas en la Segunda Parte del Discours de la Méthode (1637). Entre ellas trató de la representación del origen a través de un agente que funda una Constitución política privilegiadamente buena justamente porque tiene un origen en un legislador reconocible. Descartes propuso que había dos tipos de constituciones políticas. Las que tenían su comienzo en un agente determinado y las que tenían su comienzo en un pasado anónimo y oscuro, y pensó que sólo el primer tipo de constituciones era legítimo. El factor determinante de la legitimidad de un espacio de sentido lo proporcionaba un agente dentro de la historia, un agente que instauró ese espacio de sentido en la historia y cuya intervención tuvo característicamente una fecha y puede narrarse de manera histórica.

Descartes consideró la imagen prototípica del agente fundador que hemos tratado arriba como una analogía sin intención de referirse a la historia. En realidad intentaba expresar lo que después habría de ser reconocido como la concepción moderna de la racionalidad. Extendió al orden político una idea que correspondía a su concepto de cómo operaba la razón en toda clase de materias. En Descartes el fundador contiene el pensamiento del mundo político; es en realidad su pensamiento mismo y obra sobre él de una manera análoga a como el Dios del Cristianismo lo hace sobre el mundo creado por su voluntad. El Dios del Cristianismo es omnipotente y en él su pensamiento es más o menos lo mismo que su voluntad de crear. Como el Dios cristiano en tanto legislador del universo, Descartes hace del comienzo el principio del mundo, de ese espacio de sentido que es una ciudad a través de una voluntad humana fundadora, uno de cuyos atributos es obrar según la razón. El origen de esta metáfora es la teología católica del origen del mundo, pero Descartes estaba pensando más bien en la capacidad humana para construir instituciones políticas a través de su razón autónoma, para lo que se basaba en un modelo tomado de las ciencias de la naturaleza. El legislador podía fundar porque podía pensar, porque podía pensar la constitución del mundo civil como un científico es capaz de formular una ley de las ciencias físicas. La diferencia es que el legislador es más parecido a un creador que a un descubridor; esto porque mientras pensar la naturaleza es asignarle un orden a algo que existe, fundar una ciudad es de alguna manera sacarla de la nada.

Es célebre esta cita del Discours de la Méthode de 1637. Escribió Descartes entonces: "me percaté de que no existe tanta perfección en las obras realizadas por muchos maestros como existe cuando han sido ejecutadas por uno solo". Hace luego el autor una referencia a las ciudades que podemos llamar "modernas", esto es, a las ciudades cuyo trazado había sido el objeto de un arquitecto. Procede de esta manera para destacar la armonía de este tipo de ciudades, en contraste con las ciudades antiguas y medievales. Las ciudades modernas muestran un trazo que las hace aparecer reguladas y con orden; las ciudades antiguas están signadas por el caos y la superposición arbitraria de la intervención de sus pobladores, a las que les falta un arquitecto que las haya ordenado.

En la Segunda Parte del Discours de la Méthode de 1637 hay un paso de las obras humanas en general, para pasar a la ciudad, esto es, al mundo político, y al mundo político particular de las ciudades. Es sabido que la idea de una ciudad hace referencia expresa a la tradición griega, donde la ciudad es lo mismo que el ámbito donde lo político es posible de ser pensado. Escribe Descartes algo más arriba de la cita anterior que ofrece un halago a aquellos pueblos dichosos que "desde su comienzo han observado la constitución hecha por algún prudente legislador". El legislador instala en el comienzo. El comienzo es la apertura de un espacio de sentido que encuentra su representación en un hombre. Este hombre, el legislador, piensa el espacio y –literalmente- lo crea. Es interesante notar que un legislador muy perfecto, como Solón podría haberlo sido, debía dejar muy poco lugar a las disensiones y los desacuerdos respecto del orden constitucional, y es así como lo presenta Descartes. Esto se debe a que en el Discours de la Méthode subyace una concepción extraordinariamente optimista de la capacidad humana para establecer la constitución de una ciudad. Si lo fundado es un espacio de sentido y el que funda lo representa, es de esperarse de sus sucesores que fueran especialmente poco permeables a alterar o cambiar la constitución.

Es interesante observar que respecto del comienzo uno no siempre puede preguntar cuándo. Cuándo, en qué fecha fue el comienzo. Solón debe venir junto con el tiempo de Solón. En caso de identificar el agente con un ser humano, es importante establecer, por decirlo así, los hechos del agente, que indican y prueban su humanidad. José de San Martín, por ejemplo, fundó el Perú independiente. En algún sentido, el Perú es su obra. Es notorio que el Perú es un espacio de sentido que tiene un comienzo y que la mente de San Martín o la de sus lugartenientes contribuyó en el principio de ese comienzo. El Conde Joseph de Maistre hizo notar hace tiempo, sin embargo, que la humanidad muy pocas veces puede decir cuándo realmente respecto de sus constituciones políticas. Puede citarse de manera especial su texto Essai sur le Principe Générateur des Constitutions Politiques et des autres institutions humaines (1809). Es bien sabido que de Maistre es un pensador político que tuvo por el centro de sus reflexiones la Revolución Francesa, a la que atribuyó un carácter satánico, y esto en cierta medida porque en ella los hombres actuaron con el modelo de creación de un espacio de sentido que hemos atribuido a Descartes sobre la base de la Segunda Parte de su Discours de la Méthode. Por extraño que nos resulte a nosotros, sus posteriores, hacia el siglo XVIII y el tiempo de la Gran Revolución era una experiencia corriente que el comienzo estuviera rodeado de una atmósfera de lo que bien podría llamarse una niebla cognitiva. No sabemos cuándo exactamente. No estamos seguros tampoco –y esto va de la mano con aquello- de cómo aconteció que el espacio de sentido llegó a ser. De pronto, la narración deja de ser histórica. El agente ya no es más un humano o apenas podemos tomarlo por humano. La niebla cognitiva es aquello que en Descartes deslegitimaba los espacios de sentido no fundados por un legislador.

Del comienzo de las instituciones humanas, ordinariamente, no sabemos nada o casi nada. Éste es el principal argumento del Conde de Maistre contra las constituciones revolucionarias y es factor esencial de su oposición al mundo moderno: pensaba que el "principio generador de las constituciones políticas" no se parecía a la apertura de un espacio de sentido civil o político por parte de un agente fundador. Pensaba que el origen de las ciudades no se halla en el cuándo, en qué momento y, por ende, separaba el comienzo temporal del principio metafísico. El Conde de Maistre sugiere pensar el comienzo como el espacio propio de la niebla cognitiva.

El Imperio de los Incas es fundado por unos agentes humanos, los príncipes Manco Cápac y Mama Ocllo. De la biografía de ambos personajes no tenemos datos precisos, sino unos mitos bastante confusos comparados con las biografías disponibles, por ejemplo, de José de San Martín, a quien se debe la existencia en calidad de fundador del Perú independiente. De Rómulo y Remo, los fundadores de Roma, sabemos más cosas que de los fundadores del Imperio de los Incas, pero no son tan creíbles como los hechos biográficos de San Martín redactados por un historiador. En estos comienzos donde el agente es dudoso o es anónimo, en realidad falta el comienzo propiamente dicho. Se ausenta del origen, en una suerte de abismo, el elemento histórico de los espacios de sentido. Pero es manifiesto que en estos cuándos sin fecha hay también una narración del comienzo. Es por eso que conocemos de los príncipes Manco Cápac y Mama Ocllo y les damos sin dificultad el rol de agentes en la narración. Hay un cómo, un evento, que es lo narrado; en el caso de los fundadores del Imperio de los Incas, éstos llevan errantes una barreta de oro que les indica el lugar donde se habrá de fundar la ciudad del Cuzco. No debe generar sorpresa que haya también una constitución política, pues es un hecho que el Imperio de los Incas fue un espacio de sentido y debió tener una. Los españoles se cruzaron con él y lo conquistaron Y de este espacio siempre podemos decir que ha sido fundado. Es posible que nos falte saber por quién verdaderamente fue fundado el Imperio, y cuándo y cómo de verdad, es decir, está ausente una narración humana de los acontecimientos. No sabemos nada cierto del evento inaugural que constituye y abre el espacio de sentido del Imperio de los Incas. No hay historia en sentido estricto, pero esto en realidad no importa. En sentido propio, un Imperio cuya historia se inicia con una leyenda carece de comienzo, pero es inevitable comprender que sí hay un principio en ella, esto es, el espacio de sentido sí puede justificarse. Podemos decir de él si su régimen es legítimo, por ejemplo, y entonces será muy útil una historia sobre Manco Cápac y Mama Ocllo, con todas las imprecisiones y cuentos que quepa imaginarse.

Descartes, en el cuadro del Discours de la Méthode al que antes aludimos era consciente de que las ciudades, esto es, los espacios de sentido, no corresponden muchas veces con la obra de un sabio legislador. Incluso puede haber un origen del Estado o del Reino, y un fundador. Pero no puede decirse lo mismo de la constitución política, esto es, del cuerpo de leyes que rigen un espacio y marcan su diferencia con otro u otros espacios. Como ya sabemos, Descartes alude como contraste de su modelo de ciudad a las ciudades medievales o a las ciudades antiguas, construidas como un laberinto azaroso de edificaciones superpuestas a lo largo del tiempo. Alguna vez Freud utilizó esta analogía de la ciudad para referirse al orden de la mente humana y diferenciarla de la manera mitológica como se la suelen representar los filósofos modernos, como una inteligencia transparente y autónoma. Justamente, Descartes quiso sugerir que las ciudades, es decir, los espacios de sentido, pierden las características que él atribuía a la racionalidad en ausencia de la inteligencia de un fundador, que sin un comienzo en sentido estricto no era posible un principio, que las ciudades no fundadas por un hombre o un conjunto de hombres eran vacías metafísicamente hablando. Podríamos decir que eran desfondadas, para seguir una metáfora cara al pensamiento de Descartes y del mundo moderno, decir que "carecen de fundamento". Escribió alguna vez eso de los libros de Galileo: "construye sin fundamento". Pero habría que pensar aquí lo mismo que Freud sobre la psyche humana, una vez concedido que la mente no es una entidad omnipotente análoga al todopoderoso Dios del Cristianismo.

En el contexto de la comparación que hace Descartes con las ciudades antiguas la carencia de fundamento, el carácter desfondado del comienzo de las instituciones humanas debe ser considerado sólo en relación con aquello que les falta: un agente humano cuya biografía y posición en el tiempo sea identificable por la historia. El comienzo desfondado es una falta de fundamento, pero no una falta de principio. Las ciudades antiguas, aun cuando no podemos decir nada de su comienzo, existen. Tienen, pues, un principio, aunque un principio desfondado. Habría que decir que el desfondamiento mismo es un principio, y un principio activo, pues es el principio desde donde hallamos con que no hay un comienzo.


III

En la época antigua, una polémica entre Varrón y Cicerón acerca del vínculo entre los dioses y las ciudades puede ser muy ilustrativa para el tópico que aquí se trata. Varrón argumentaba que las instituciones sociales eran fundadas por los seres humanos, lo cual implicaba la fundación humana de las ciudades, y de las religiones dentro de ellas. Varrón pensó que, puesto que eran los humanos los creadores de las instituciones en general, el contenido de las instituciones era entonces segundo en relación con el rol activo de los hombres. En lo referente a la relación con los dioses, las creencias y el culto que los seres divinos ameritan, éstos eran para Varrón fruto del esfuerzo humano por articular y dar forma a la vida civil. A Cicerón le pareció esta postura algo escandalosa, pues presumía que, de alguna manera, los dioses eran un producto humano, un efecto de la constitución civil. Cicerón no tardó en observar que esto podía derivar en la creencia de que los dioses o lo divino eran en realidad meras ficciones utilitarias para uso de las ciudades, lo que podía volver el culto una acción injustificada o vacía. Cicerón contestó en su De natura deorum. Sostuvo allí el carácter primero de la divinidad en relación con la ciudad. Nos interesa resaltar que no quiso decir con esto que los dioses habían creado la ciudad, pues los dioses antiguos no eran creadores como el Dios del cristianismo ni tenían tampoco el poder omnipotente que los modernos como Descartes atribuyen a la inteligencia humana. Con el perdón de los expertos, es posible sugerir que lo que Cicerón quiso decir en realidad es que los dioses eran lo que en lógica se consideraría una "condición necesaria" para el ser de la ciudad. Esto quiere decir: sin dioses, la ciudad es imposible. Los dioses o lo divino harían entonces posible la apertura de un espacio de sentido en el mundo histórico de los hombres. En tanto se hallan en la apertura del sentido, recae sobre ellos el carácter de prototipo del mundo civil que en la interpretación que se ha hecho antes de Descartes era característica exclusiva de los soberanos, los héroes y los legisladores humanos.

Si los dioses son una condición necesaria para que se constituya un espacio de sentido, la ciudad es impensable en la ausencia de sus dioses. Otra manera de decir esto es que, en el fondo, aunque éstos no crean las ciudades o espacios de sentido, los dioses son los verdaderos fundadores de las ciudades. Son los fundadores primeros, los fundadores anteriores a quienes ha de remitirse el acontecimiento de la ciudad. Lo no humano funda y legitima el mundo humano. Esto se probaría en la práctica social por los roles que cumplen los dioses en los espacios de sentido: ellos protegen y cuidan las ciudades, razón por la cual su culto es obligatorio.

La postura de Cicerón sobre los dioses y la política puede ser tomada como una respuesta a Varrón sobre cómo surgen las constituciones políticas, es decir, cómo aparecen los espacios de sentido o cómo tienen éstos su principio. En una cierta forma, una condición necesaria para una institución humana como espacio de sentido constituye un principio, es decir, no un comienzo temporal, sino un punto de partida metafísico, sólo que referido a las ciudades. Varrón presume que los hombres son los agentes de las actividades humanas y que, por lo mismo, constituyen su principio metafísico. Cuando confundimos el principio con el comienzo, es decir, con la remisión a un origen que nos indica cuándo, puede tomarse esta proposición por cierta de las instituciones en general. Pero aquí nos referimos al caso en que el comienzo no es determinante para establecer el origen, esto es, cuando la referencia al tiempo y su punto de partida histórico no es un argumento suficiente para entender un espacio de sentido. Éste es el caso notorio de las ciudades que carecen de comienzo y cuya constitución política no ha conocido legislador, como bien hemos anotado al recordar al Conde de Maistre. Es el caso de las ciudades anónimas que se construyeron desde tiempo inmemorial y, por lo mismo, pierden su comienzo en un silencio reverente para la historia. Entonces no se pregunta cuándo, sino por qué. Y el tema del por qué no es otro que el de su principio metafísico.

Para el pensador del origen de la ciudad el tema es la fundación: la apertura de un espacio de sentido dentro del cual es posible la vida humana; a esto lo podemos llamar también su "constitución política". La reflexión anterior nos conduce a establecer que la fundación se abre como un espacio de sentido por una instancia que es independiente de lo que hemos llamado "comienzo". Al comienzo le es propio un cuándo, que hace significado con un cómo, un agente y una narración. Cuando hay niebla cognitiva, pero también cuando rememoramos el rol fundador de los dioses, la fundación se halla fuera de la historia. Es necesario subrayar que esta afirmación es aplicable también para aquellos casos en que la fundación acontece como un hecho histórico, y entonces no se explica por su comienzo en el tiempo, que es irrelevante, sino por un principio metafísico. Importa menos el cuándo, que bien puede ser mitológico, olvidado o inaprensible, que el qué, que se identifica con la constitución.

Reflexionar sobre los dioses, lo divino y las ciudades nos conduce a la pregunta sobre la fundación, sobre un por qué al que se someten el cuándo, el cómo y el quién humano, si hubo o podemos reconocer en la historia alguno. Podemos encontrar algunos hombres fundadores con biografías como la de José de San Martín para algunas ciudades antiguas, pero pronto comprendemos algo más: que hay ciudades que no tienen fundador; y tienen en su lugar en cambio un comienzo cuyo sentido está marcado por el olvido o la indisponibilidad para la memoria humana, que recurre al mito o a un relato del origen que, paradójicamente, no es temporal. Ni Cicerón ni Varrón negaron que las ciudades tuvieran un comienzo en el sentido temporal, pues es razonable pensar que hubo un tiempo en que las ciudades fueron ausentes del mundo histórico y otro en el que comenzaron a estar presentes. Lo que Cicerón reprochaba de la argumentación de Varrón es que dejaba a las ciudades sin un principio metafísico, es decir, un principio en el sentido de una justificación y una legitimidad para su fundación. Para decirlo en otros términos: dejaba a las ciudades sin un prototipo civil. Es evidente pero no inútil insistir en que la fundación no debe ser entendida como un evento en el tiempo, sino como la aparición de la ciudad como un espacio de sentido, en realidad, como el espacio de sentido mismo en tanto se halla instalado en el mundo histórico. La fundación, así, es fundación del presente y es por ello mismo constitución.

Hay un sentido genérico en que toda comunidad humana que no es una mera asociación tiene un carácter orgánico, y que es legítima como una cierta forma de vida. Nos ocupamos de las comunidades como "ciudades" aunque puedan más bien ser grandes imperios o tribus semisalvajes bastante primitivas, inclusive sin un asentamiento de territorio. El tema de la fundación tiene que ver con el carácter más primario de ser un grupo y tener (o no tener) un comienzo. En el contexto polémico con Varrón, Cicerón sugiere que allí donde no parece haber un comienzo, donde la memoria parece incapaz de encontrar un límite para las instituciones humanas, allí donde una incomprensible oscuridad hace de límite al sentido de una cierta existencia política, es también el lugar de los dioses, de lo divino o lo santo. Y que los dioses, como quiera que los llame la ciudad que los venera, por desempeñar el rol de cuidar y preservar, han de recibir culto en calidad de agentes, de agentes no humanos que intervienen en las ciudades. Esto se debe a que en la niebla cognitiva de los tiempos de la fundación, allí donde no parece haber nadie, un principio divino o los dioses ocupan el lugar de los legisladores o fundadores y, por ello mismo, se hacen la representación o el prototipo de los gobernantes humanos, que se instalan así como sus analogías. Los dioses son legisladores porque son fundantes. Son un principio fundante de la ciudad. En realidad el razonamiento de Cicerón puede extenderse a declarar que ese rol fundante no está reservado a los dioses en alguna apertura inaugural del pasado, que pueda hacer de comienzo de un espacio de sentido, sino que se extiende siempre. Justamente en su rol de fundadores es que los dioses son objeto de culto obligatorio en las ciudades.






IV

Una manera de abordar el tema de la fundación de las ciudades y la relación de ésta con los dioses es recurrir a un par de nociones que Martin Heidegger desarrolló entre 1936 y 1938. De esas fechas proceden los más notorios de los ensayos de su obra Holzwege (1934-1943): nos referimos a El origen de la obra de arte (1934) y La época de la imagen del mundo (1938). El segundo, pero más notoriamente el primero, son ensayos políticos relacionados con la fundación de las instituciones sociales, en especial lo que Heidegger llama expresamente "la fundación de un Estado". No es innecesario tomar en cuenta el contexto de ambas obras, que es tanto el surgimiento de la Alemania Nacional Socialista como el propio compromiso del autor con esa realidad. La Alemania de 1936 ó 1938 era la Nueva Alemania, una Alemania fundada, y puede concederse sin mayor dificultad que esta Nueva Alemania constituía la apertura de un espacio de sentido en relación tanto con el pasado de Alemania como con sus vecinos. Heidegger tuvo como objeto de su pensamiento ese espacio, Alemania, a la manera de una ciudad. Pero sería un error detenerse en este aspecto existencial de las reflexiones que vamos a tomar en cuenta, lo que podríamos considerar la motivación de Heidegger. Habría más bien que dar énfasis a que estos textos, que ordinariamente la historiografía asocia de manera exagerada con la estética o la epistemología de la modernidad, intentan dar explicación al tema del principio y del comienzo, de la fundación de instituciones y de la actitud del hombre ante ellas. Esto nos conduce a un esquema interpretativo que habremos de simplificar, con el perdón de los especialistas.

Junto a los ensayos que se ha mencionado antes vamos a tomar en cuenta un conjunto de lecciones que son contemporáneas a Holzwege y que se denominan Aportes sobre el evento. Estas lecciones sólo fueron impresas recién en 1989, cuando el propio Heidegger podía excusarse con su ausencia de las consecuencias de lo que estuvo haciendo en sus clases. En ellas el autor trata de los temas relativos a la fundación de las instituciones humanas y, por lo mismo, podemos asumir que también de alguna manera aborda la secuela de preguntas sobre cuándo, cómo y quién es el agente que abre un espacio de sentido. Las reflexiones aparecen en torno de un concepto que en castellano se denomina "evento" o "evento apropiador" y que, en la literatura especializada se conoce, en alemán, como Ereignis. De una manera algo libre vamos a ligar el hecho de que es en sus lecciones del periodo 1936-1938 que aparece el tema del Ereignis, junto con el espectro más general del comienzo de las instituciones, con "la fundación de un Estado". El Ereignis es en principio la experiencia de la fundación como un comienzo, es decir, como un acontecer efectivo del que puede decirse cuándo, pero en Heidegger esto aparece también como una experiencia que podemos llamar "topológica", como la experiencia de un lugar, del lugar donde el evento adquiere realidad histórico-social.

Gracias a El origen de la obra de arte sabemos que por "fundación" se entiende en el contexto del pensamiento de Heidegger que estamos examinando el acontecer no como una experiencia personal o una "vivencia", sino como el acontecer dentro del mundo histórico. Esto implica la idea de una narración. Esta narración constituye un ámbito más amplio que, por estar ligado al Estado, lo está también a la experiencia que da lugar a lo legítimo o a lo no legítimo. Una fundación puede ser entendida como un evento que significa el compromiso con ciertas unidades histórico-sociales. Podría ser una ciudad griega, pero también un reino nómade o un gran imperio burocrático. Aquí hemos preferimos llamar a estas unidades "espacios de sentido". Podemos añadir ahora que usamos la expresión "espacio de sentido" para designar a las instituciones humanas en tanto se relacionan en unidad focal con un referente existencial, es decir, en tanto se reconocen en una identidad política, una realidad fundada que es el horizonte de la experiencia del hombre. Pensemos en la Nueva Alemania, o también en la Nueva Rusia que se fundó en octubre de 1917. La unidad focal es aquí la ciudad como ámbito de formas de vida humanas que tienen lugar en una experiencia histórica más amplia y se reconocen dentro de ella. Damos por sentado que en ningún caso una ciudad es una asociación, es decir, una institución voluntaria. Un rasgo de lo "existencial" aplicado a las ciudades es que la adherencia es no voluntaria, es decir, es no elegida. Desde un punto de vista fenomenológico, uno pertenece a la ciudad como a su propia unidad focal. Por abreviar, vamos a continuar llamando a ese referente "la ciudad" aunque Heidegger no lo haya hecho.

En las clases de Heidegger del periodo aludido el Ereignis aparece junto con la fundación, el fundar y el fundamento. Heidegger llama Ereignis a una realidad histórico social, a algo que ocurre pero cuyo sentido está ya siempre instalado en un mundo histórico y, por lo mismo, a unas instituciones en tanto éstas requieren justificación y muestran o exigen legitimidad. En el parágrafo 190 de Aportes sobre el evento Heidegger parece expresar que el Ereignis es de alguna manera una experiencia de reconocimiento. Algo acontece en el mundo histórico, algo que en La época de la imagen del mundo se denomina "lo grande" o "lo raro" de la historia, frente a lo que sin duda resulta ser lo ordinario, reiterativo e irrelevante, frente al mundo ordinario de la vida cotidiana que no es histórica porque no pasa nada en ella que no sea ya siempre esperado. Y lo grande o lo raro en la historia se transforma en instituciones. En el Ereignis lo "grande" aparece como la unidad focal que confiere sentido al mundo histórico. Cuando acontece como "grande" o "raro" es –valga la expresión- el sentido de un espacio de sentido. El Ereignis asigna un lugar para la experiencia de reconocimiento (de lo grande o raro), que de ese modo se instala y se transforma en una apertura. Desde este ángulo aquello que acontece en el Ereignis se relaciona con la fundación: ésta es el reconocimiento de un sentido frente a lo infundado, que carece de sentido, esto es, lo rutinario o irrelevante del mundo que no necesita ser reconocido. Estamos interpretando el parágrafo 190 como la exposición del espacio en que el Ereignis se funda como un sentido, el espacio que es el Ereignis mismo reconocido. Heidegger lo presenta como un vínculo de cuatro instancias que se conoce como el Geviert, algo que se suele traducir al español como "la cuadratura".


La cuadratura va a reenviarnos de las reflexiones de Heidegger sobre la fundación de las instituciones humanas al tema de la relación de lo divino o los dioses con las ciudades y sus constituciones.

La "cuadratura" es un concepto metafórico que en el párrafo 190 de Aportes sobre el evento resulta de una especial oscuridad, y no es de extrañarse que haya sido dejado tal y como aparece en estas lecciones para publicarse luego de la muerte. La cuadratura aparece tratada de manera explícita en la conferencia Das Ding (La Cosa) de 1949, y se retoma luego con variaciones en la conferencia Construir, habitar, pensar (1951). Aquí vamos a limitarnos al tratamiento de la cuadratura tal y como se presenta en el parágrafo 190 de Aportes sobre el evento, con la certeza anticipada de que los expertos en la obra de Heidegger podrán excusar una cierta ligereza inevitable en textos pequeños que tienen un tema propio. El concepto de Geviert nos interesa en tanto puede esclarecer y de hecho ilumina el problema más general de la fundación de las instituciones humanas y del principio metafísico de los espacios de sentido.

En el Geviert (la cuadratura) el evento se "encuadra" en el sentido de que lo enmarca y también de que le permite ser experimentado como un sentido. La cuadratura enmarca el evento, como un marco hace lo propio con un cuadro en el contexto más amplio de su exhibición, que aquí es el mundo histórico-social. El rol del marco en un cuadro es uno de los motivos del ensayo El origen de la obra de arte (1934) y alude al cuadro como un acontecimiento que se denomina allí su "verdad", pero también su esencia, lo que en el contexto de una obra de arte se refiere a la definición de lo que el cuadro es en tanto le dice algo al hombre.

En general, la cuadratura aparece como configuradora de un espacio dentro del cual tiene sentido el evento. Heidegger expresa esto en el párrafo 190 de Aportes sobre el evento con un gráfico. Coloca el evento en el medio de un esquema del cual salen unas flechas. El Geviert, cuya figura es el evento, es un cuadrado formado por cuatro esquinas, de las que puede destacarse algo obvio: dos de ellas representan una forma peculiar de espacio, y las otras dos un cierto tipo de agente. No es irrazonable suponer que está implícito que los agentes tienen alguna clase de vínculo con los espacios y que hay, por así decirlo, un lugar propio para cada agente. Los agentes actúan en los espacios o los espacios son actuados por los agentes. En Aportes sobre el evento los cuatro son, de un lado, hombres y dioses; de otro, mundo y Tierra (en otros textos los cuatro varían). Ya que nos interesa la fundación y el tema del comienzo, del cuándo, cómo y quién, y sabemos que es posible el pensar de la fundación sin un comienzo, nos interesa subrayar aquí a los agentes, pues los agentes son propiamente los que fundan y hemos visto en de Maistre, pero luego en Varrón y Cicerón, cómo esta temática de la ausencia de comienzo nos remite a preguntar por el principio que funda las mismas instituciones de las que podemos decir "sin comienzo" o con un comienzo olvidado o mitológico.

En la manera expositiva de Heidegger está implícito que todas las instancias del cuadrado se coimplican e interrelacionan entre sí, pero la exégesis de cómo esto sucede y cuáles son sus consecuencias debe sacrificarse. Es manifiesto que los hombres son agentes del mundo. Para efectos de nuestra reflexión, si el mundo es un mundo humano, es un espacio de sentido dentro de un ámbito más amplio que podemos considerar la historia. Este mundo puede identificarse como la ciudad, en el sentido del lugar donde actúan propiamente los hombres; el mundo que les pertenece a los hombres. Pero esto nos sugiere algo del lugar propio de acción de los dioses. Así como los hombres tienen como lugar propio el mundo, el lugar propio de los dioses es la Tierra. El mundo es lo que es disponible para el hombre; en él, en la ciudad, se halla lo que el hombre hace y lo que a él le pertenece. La Tierra, por contraposición, es el espacio de lo indisponible para el hombre, es decir, de todo aquello en que la agencia humana no está en su lugar. En la Tierra ocurren cosas que el hombre no hace, al menos no normalmente. Podemos pensar en primer lugar en acontecimientos como un terremoto o la caída súbita de un meteorito. Son acontecimientos también para el hombre, que los sufre, pues el hombre padece las consecuencias de los terremotos u otras catástrofes naturales. Importa, sin embargo, subrayar que el lugar de esos acontecimientos no es la ciudad. De otro lado, es un asunto de singular interés el que pueda atribuirse también a la Tierra consecuencias de acciones humanas, de acciones humanas que no pueden ser controladas por la ciudad, incluso si es el caso de que sea en la ciudad que tengan lugar. Pero uno observa que en este último caso la Tierra tiene como ámbito de acontecer a la ciudad.

El ámbito terrestre tiene su sentido en la ciudad. En efecto. Cuando ocurre que las acciones humanas tienen consecuencias que no pueden controlarse pasa algo similar a lo que ocurre en ocasión de las grandes calamidades terrestres. Podemos decir que se hace un quiebre, y ese quiebre afecta a la ciudad. Se presenta ante ella como algo "grande" o "raro" dentro de los límites, como una incursión de la Tierra dentro del ámbito mismo de la ciudad. Entonces la ciudad experimenta eso grande o raro como perteneciéndole a sí misma, como incorporándose de manera esencial como la grandeza o la extrañeza del mundo histórico-social dentro del cual tiene sentido que el acontecimiento sea grande o raro. A veces el mundo del hombre es transformado por un agente no humano. No es como cuando un legislador lo hace, sin embargo.

Cuando lo grande y lo raro se hacen un lugar en el mundo el hombre tiene la experiencia de la fundación. La fundación, pues afecta lo que es propio del mundo del hombre, es constitucional, vale decir, significa lo que es para él legítimo o no legítimo dentro de su ámbito. Pero lo grande y lo raro aparecen como indisponibles para el hombre, esto es, llegan a ser en el mundo humano, pero no tienen por agentes a los hombres. Volvamos al Geviert. Como en la cuadratura sólo hay dos clases de agentes, divinos y humanos, parece razonable concluir que los cambios, las transformaciones de la ciudad en las cuales ella se apropia y se transforma, que le dan sentido al mundo, recaen sobre los seres divinos, que se hacen presentes a través de incursiones terrestres. El modelo de estas incursiones son las catástrofes naturales (que pueden hasta borrar una ciudad del mapa sin que nada pueda hacer el hombre al respecto). Nadie duda que un terremoto "grande" y "raro" transforma la ciudad, lo que se traduce en modificaciones del espacio de sentido mismo. No es la misma ciudad la que existía antes que después del terremoto. Un terremoto puede cambiar la constitución. Pero ocurre algo análogo siempre allí que las consecuencias de las propias acciones humanas caen fuera de todo control humano; cuando las acciones humanas tienen consecuencias imprevisibles, indisponibles para el hombre, cuando, por decirlo de otra manera, una niebla cognitiva acompaña a las transformaciones de la ciudad.

Supongamos que existe una ciudad basada en la idea de que el mercado es la condición metafísica de la existencia humana. Sus fundadores humanos así lo pensaron. Se sobreentiende en la concepción que los fundadores se hicieron de la ciudad que esta condición tiene una relación muy estrecha con el ejercicio sin obstáculos de la libertad humana, lo que equivale a decir que se funda, que adquiere su carácter de fundado en las acciones de los hombres que, así, constituyen un mundo –su mundo mercantil- de manera autónoma. Reconocemos entonces un modelo de metafísica política de la modernidad y recordamos a Descartes y su legislador análogo a Dios. El mercado –se agrega- se regula fundamentalmente solo, con el concierto de las voluntades humanas que intercambian preferencias. La libertad del hombre, en ese supuesto, tiene derecho a todo virtualmente. Vamos a suponer que, bajo estos presupuestos, que aparecen tan claros como humanos, la ciudad surge orgullosa y espléndida. Un buen día, sin que los agentes humanos ordinarios lo pudieran predecir siquiera, sin que nadie –casi nadie- estuviera preparado, aparece entonces una crisis económica. La ciudad mercantil legislada desde la libertad entra en quiebra. Nadie puede explicarse el por qué de esto. Y sin duda un cambio terrible ha acontecido, que se abre paso como un sentido irrenunciable dentro de la vieja ciudad.

La crisis es un evento de la sociedad económica, de la ciudad económica. El mercado dejado al libre intercambio de preferencias individuales quiebra estrepitosamente. La crisis es inexplicable; ninguna acción humana puede de manera cierta controlar los acontecimientos. Ha ocurrido algo grande y raro, que ha alterado la secuencia del mundo histórico-social. El sentido del espacio de sentido no será ya más el mismo. En esto encontramos el ejemplo de una intervención terrestre en el mundo humano, donde el ámbito de lo indisponible, propio de la Tierra, ingresa y se incorpora constituyendo, haciéndose la ley, del mundo de los hombres. La intervención terrestre es la crisis económica misma, impredecible e inmanejable, que obliga a los hombres a hacer cosas en la ciudad que ellos no desean y que nunca se les habrían ocurrido de no mediar esta intervención. Pero la Tierra es un ámbito de acción, es un lugar donde actúan los agentes no humanos que, en este caso, intervienen y alteran el mundo humano. Tenemos los cuatro elementos de la cuadratura, mundo, Tierra, hombres y dioses. Tenemos, pues, que las modificaciones de la ciudad constituyen un evento, un evento fundante. La crisis es un Ereignis que se halla enmarcado por la cuaternidad.

El mundo generado por la crisis no es más el mismo mundo. La crisis hace razón de fundación e instalación. En la fundación se observa un origen que no recae en la voluntad o la inteligencia de un legislador, ni en su pensamiento, o en el de los sabios, ni en la obra conjunta de una corporación humana o en su libertad. Pero sí se indica algo: que en el origen de la fundación, inclusive en el caso de que sea ésta consecuencia de acciones humanas – y no un terremoto o la caída de un meteorito- tiene un principio metafísico característicamente no humano.

Supongamos ahora que hay una ciudad que ha sido construida con otra idea metafísica. En este caso sus fundadores o sus regentes asumen que las instituciones humanas son el resultado de prácticas más o menos ordenadas de diálogo, en que el principio constituyente es el consenso o unos ciertos consensos básicos que son el resultado de la práctica del diálogo. Está presupuesto en esta ciudad que el diálogo y el consenso son los únicos recursos legítimos para las relaciones humanas, es decir, que la constitución política es ella misma un diálogo y que, por lo mismo, proscribe y condena cualquier forma de proceder social cuyo sentido sea externo al espacio que el diálogo constituye. Todo esto es posible bajo el presupuesto de que la voluntad o el pensamiento o las acciones y decisiones de los fundadores del espacio de sentido que es la ciudad se instalan como condición necesaria, pero también suficiente, para conservar e incluso cuidar y preservar la ciudad a lo largo del tiempo. Pero he aquí que, en el seno mismo de la ciudad del diálogo y el consenso, hay conflictos sociales. Los ciudadanos de esta ciudad suelen sublevarse periódicamente, y de manera impredecible y aleatoria, contra las instituciones que los legisladores han diseñado. ¿Qué ocurre si de hecho esta ciudad alberga conflictos, algunos relativamente violentos? ¿Qué sucede si hay agentes humanos que piensan o actúan bajo el supuesto de que hay temas que no pueden negociarse apropiadamente en un diálogo o, mejor aún, que son ajenos al diálogo? Unos nativos protegen el bosque y detestan la inversión privada, y piensan que el bosque no es negociable. En relación con el espacio de sentido en que se instala el conflicto constituyen para él un sentido diferente, en el que el conflicto o la conflictividad social se ha asentado y ha adquirido presencia en el ámbito de lo que puede ser o no y en lo que, por lo tanto, hay que contar. El conflicto, uno en particular o el conjunto de ellos si son varios, han adquirido un rol fundante.

Los conflictos sociales violentos en sociedades de diálogo o las crisis económicas inmanejables en sociedades económicas son incursiones de la Tierra en la ciudad. Pero es razonable entender que la Tierra es "divina" en contraste con el mundo, que es humano. Mientras las sociedades siguen las órdenes humanas, el mundo es estable y nos hallamos en el caso de Solón de Atenas, esto mientras Atenas existió. Pero entonces no hay lugar para lo raro o lo grande y, por lo mismo, no acontece nada, que es el sentido mismo de abrir o fundar un espacio de sentido. Es razonable pensar ahora que, en las cuatro esquinas de la cuadratura, el evento concede un lugar para que los dioses contribuyan al sentido y se revelen, por tanto, a los hombres.

Una lectura política de los ensayos de Heidegger de Holzwege aludidos arriba, así como del parágrafo 190 de Aportes sobre el evento podría ayudar en entender esta conclusión: la verdad del evento, esto es, el hecho que funda e instala, tiene una relación íntima e integradora, con la capacidad humana de legislar y regir. Como esencia de lo que es presente, sin embargo, se trata de un aspecto más bien segundo respecto de aquel límite, más bien oculto, de niebla cognitiva, en el que los dioses por lo general no dicen mucho, pero que cuando dicen algo lo hacen como fundadores. Es fácil advertir cuán lejos es el esquema de la cuadratura de la posición de Descartes respecto a la fundación de las ciudades. Descartes pensaba que una ciudad fundada por un hombre era un producto mucho más logrado que una ciudad antigua, cuyo comienzo se había perdido o que no tuvo la fortuna de tener un comienzo. Pero esta posición puede expresarse en el gráfico de la cuadratura, y nos concede así sugerencias ocultas cuyo futuro habrá que asociar –por ejemplo- a las ciudades mercantiles y liberales. La cuadratura muestra que Descartes tuvo una visión unilateral para interpretar los eventos, y que no pensó en éstos como acontecimientos que se instalan en la realidad histórico-social. Si pensó que la ciudad es producto del hombre, como lo hiciera antes Varrón, no se equivocaba. Pero la ciudad no es sólo un producto, y el sentido de la ciudad, que lo da el quiebre del acontecimiento apropiador, no parece en modo alguno una obra humana, que es la lección que habría que recoger de Cicerón. Con Varrón, Descartes erraba en la idea de que el hombre es señor del principio, como lo es a veces del comienzo, y dejó un lugar insatisfactoriamente vacío para el acontecer en aquellas ciudades que, sin tener un comienzo, tenían en cambio culto propiciatorio a los dioses.



V

El hombre se relaciona con la ciudad, con la polis, a través de la política. Esto ya sea para fundarla y constituirla, ya sea para regirla. Es interesante observar que Descartes creía que los buenos legisladores, los agentes del cuándo y del cómo, tenían una relación con la paz social y la ausencia de conflictos. Consideraba sin proponérselo que el principio metafísico de las ciudades se daba siempre históricamente, y que la ausencia del principio en la historia consistía en una acción humana. Descartes escribió el Discours de la Méthode en un contexto de extraordinaria conflictividad. El texto es de 1637, en pleno curso de la Guerra de los Treinta Años, que es como una guerra mundial occidental del siglo XVII y tenía presente, cuando pensaba en las ciudades antiguas, los escenarios de una violencia interminable que atribuía a la falta de presencia del hombre en la constitución de las instituciones humanas. Es conveniente recordar que la Guerra de los Treinta Años era antes que nada una guerra religiosa, y bien puede creerse que Descartes no aprobaba la presencia divina en los acontecimientos humanos, o que creía que el elemento divino que interviene en las ciudades ocasionaba cambios y revoluciones, y que los cambios y revoluciones no son deseables en las ciudades. Es posible que pensara también que en su ausencia, que en la ausencia divina del mundo de la ciudad, iba a ser posible una constitución regida a la vez por la razón y la paz. El predominio del hombre en el mundo político y la necesidad de su comienzo con la voluntad y el pensamiento humanos aparecía como una clave de apropiación del mundo civil y su transformación en un mundo regido por un control asegurador. Pero no es en vano que los hombres que iniciaron el pensamiento de la política en los tiempos antiguos, como Aristóteles, hubieran advertido que el ámbito de lo que es legítimo o no en los espacios de sentido excede las pretensiones e incluso la capacidad de los hombres. Hay un vínculo, que bien podemos llamar "divino", que confiere a las ciudades su realidad propia como un espacio en que los conflictos y las quiebras son posibles y se transforman en instituciones. Sin este elemento indisponible el comienzo de las ciudades pacíficas no es capaz de dar cuenta de lo más decisivo de la secuencia del mundo histórico-social, que es la posibilidad y la realidad de la fundación como un principio metafísico.

Con cierta rotundidad escribía Joseph de Maistre en su Essai sur le principe générateur des Constitutions politiques que "uno de los grandes errores" de la Ilustración –ese fruto de la hegemonía de la confianza en que el hombre podía ser señor, no ya del comienzo, sino del principio- "fue creer que una constitución política podía ser escrita y creada a priori" por el hombre. "Tanto la razón como la experiencia se asocian para establecer que una constitución –agrega el conde- es una obra divina y que lo que hay allí precisamente de más fundamental y de más esencialmente constitucional en las leyes de una nación no podría estar escrito". En cualquier caso –para concluir esta vez con Aristóteles- "el bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo", como Solón o el legislador omnipotente de Descartes, pero -añade- "cuando el bien interesa a las ciudades se reviste de un carácter más bello y más divino" (Ética a Nicómaco, 1094b).


De Maistre, Joseph, Essai sur le principe générateur des Constitutions politiques, et des autres Institutions humaines. Paris, Société Tipographyque, 1814, p. 1.

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