LOS DEMONIOS DE CLAVER

June 5, 2017 | Autor: C. Colon Calado | Categoría: Literatura Latinoamericana, Literatura Hispanoamericana, Literatura del Caribe
Share Embed


Descripción

LOS DEMONIOS DE CLAVER

Por Carlos Enrique Colón Calado

LOS DEMONIOS DE CLAVER Autor: Carlos Enrique Colón Calado ISBN: 978-958-8736-77-8 Rector: Édgar Parra Chacón Vicerrector Académico: Federico Gallego Vásquez Vicerrector de Investigaciones: Jesús Olivero Verbel Vicerrector Administrativo: Orlando Alvear Cristancho Secretaría General: Marly Mardini Llamas C863.6 / C718 Colón Calado, Carlos Enrique Los demonios de claver / Carlos Enrique Colón Calado; Freddy Badrán Padauí, editor. -- Cartagena de Indias: Editorial Universitaria, c2015 219p. ISBN: 978-958-8736-77-8 1. Novela caribe (Región, Colombia) 2. Literatura caribe (Región, Colombia) 3. Pedro Claver, Santo – 1580 - 1654 4. Novela colombiana 5. Literatura colombiana 6. Novela historica I. Badrán Padauí, Freddy, Ed. CEP: Universidad de Cartagena. Centro de Información y Documentación José Fernández de Madrid. Editor: Freddy Badrán Padauí Jefe de Sección de Publicaciones Universidad de Cartagena Diseño de Portada: Jorge Luis Barrios Alcalá Diagramación: Alicia Mora Restrepo Fotografía: Mario Lorduy Benedetti Primera Edición: Cartagena, 2015. Corrección de estilo: Fredy Badrán Padauí © Carlos Enrique Colón Calado e – mail: [email protected] Editorial Universitaria, Centro calle de la Universidad, Cra. 6, Nº 36 – 100, Claustro de San Agustín, primer piso, Cartagena de Indias, 2015. Impreso en Colombia – Printed in Colombia/ Se imprimieron 300 ejemplares Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro - óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

PRÓLOGO

Los demonios de Claver es una novela histórica que desde la hibridación entre la prosa y la poesía, aborda a través de la ficción uno de los periodos poco explorados por la historia y la literatura contemporánea del Caribe colombiano: la Colonia, particularmente el proceso de la esclavitud en Cartagena a principios del siglo XVII, pero al mismo tiempo la resistencia de los africanos al secuestro y posterior sometimiento del que fueron objeto por los colonizadores españoles.

Los demonios del sacerdote jesuita Pedro Claver, cuya vida atravesada por múltiples tensiones -su fidelidad a la fe cristiana y a la corona española como su amor al esclavizado- es el pretexto del autor quien a lo largo de cuatro capítulos describe el drama de la esclavitud desde la experiencia de vida de mujeres y hombres, a quienes atribuye cualidades y discursos libertarios, altamente subversivos. Se constituye en una novela revolucionaria en la medida en que Colón Calado le otorga voz a quienes no la tenían desde su condición de esclavo, de modo que, no solo subvierte el orden de esa época, sino que supera la perspectiva tradicional del vencido 5

en la que la novela colonial y decimonónica hispanoamericana, de modo predominante sitúa y comprende al esclavizado. Los demonios de Claver narra en la voz del esclavo, la resistencia a la dominación colonial, muestra de ello es el capítulo que titula “MI NOMBRE ES BENKOS BIHOJÓ”, aquí se escucha la voz en primera persona determinando su condición de resistencia permanente, que manifiesta la línea gruesa que sostiene la novela: la libertad que siempre reclamó el esclavizado, el capítulo en su integridad es una oda a la libertad. La mayor virtud de la novela reside en la verosimilitud que le impone a las voces de los esclavizados, a quienes el autor hace poseedores del poder que tiene la palabra, no solo para narrar sus propias búsquedas e increpar a la vida por su destino aciago y el de sus ancestros, sino por la ignominiosa esclavitud de la que fueron objeto, siendo capaces de declararse libres en el acto mismo de insurrección y libertad de los palenques, como en la reivindicación y valoración de sus vidas en armonía con la naturaleza diversa de las tierras africanas en las que nacieron.

La novela no solo subvierte el orden colonial en el acto insurreccional del esclavizado a la dominación, sino que además es una crítica a la sociedad androcéntrica característica del periodo, en la que las mujeres no tenían voz ni presencia efectiva en la esfera de lo público. El autor se arriesga concediéndoles la posibilidad de expresarse libremente, y es a través de esas voces femeninas que confronta la cruda y dolorosa realidad de la esclavitud, como se manifiesta en la voz de Isabel Folupa: Yo sí continúo siendo una guerrera africana con sus dioses y sueños de libertad, correteando bajo el sol como mi padre, en pos de la caza que nos alimentaba, y danzando como mi madre bajo la luna con su vientre hinchado de ilusiones y expectativas en el hijo que engendraba y pariría para que fuera un guerrero que defendiera su territorio y su familia, si era macho, o una guerrera acompañando a su hombre sin temor por la vida y el amor, si era hembra. Creo que debe ser

6

la única y verdadera libertad que nosotros los negros africanos podemos tener.

El mérito de la novela consiste no solo en el hecho de repudiar el sometimiento absoluto del hombre africano traído secuestrado y con grilletes al Caribe, sino desde el existir de cada personaje esclavo que cobra vida en la narración, y en Pedro Claver, su personaje central, como también en los múltiples temas que aborda en su narrativa: las tradiciones afrodescendientes expresadas en los bailes bundes ancestrales, que recrea con maestría, las tensiones culturales entre los españoles y esclavos negros, la desculturación de la que fueron objetos estos últimos a través de la evangelización y ante ello la insurrección y la muerte como caminos posibles hacia la libertad, lo que garantiza en el autor un manejo absoluto de los imaginarios sociales, políticos, y culturales del periodo, y no solo una vocación e imaginación literaria como una espontaneidad narrativa. Como lectores de esta prosa poética a destiempo a través de relatos de esclavizados, muchos de ellos autobiográficos, como la de Benkos Bihojó, nos permite comprender que no solo estamos frente a una versión del pasado, sino ante el reconocimiento de su génesis poética: necesaria para comprender los recursos a los que apela el autor, en especial su estrategia de verosimilitud que le apuesta al revisionismo y a una prosa contra hegemónica que otorga voz de resistencia al esclavizado, percibido siempre en la novela histórica tradicional como el vencido cuando no sometido.

Justo donde la reciente historiografía del Caribe insiste en comprender las voces subalternas del periodo colonial enfrentándose a la precariedad de las fuentes de los archivos coloniales, Carlos Enrique Colón Calado con Los demonios de Claver convoca a un desentrañamiento imaginado de la realidad, permitiendo que los esclavizados cuenten, sin intermediarios, los hechos vividos, el desarraigo al que fueron sometidos y al que desde un principio se resistieron. De allí que, para el autor la historia de resistencia se encuentra por debajo de las fechas y 7

hechos históricos, en el lugar en el que la investigación histórica no ha podido explorar.

El primer capítulo de la novela que comienza narrado en primera persona en la voz del hijo de Benkos Bihojó, conducirá los cuatro elementos claves en los que se expresa el deseo de libertad: la resistencia, la memoria, la muerte y el palenque. La resistencia como el derecho a ser libre se manifiesta en la voz del hijo de Benkos, a través de la cual se plantea la crítica al sistema esclavista colonial del que fue objeto el africano: Me llamo Benkos Bihojó, como mi padre, el valiente guerrero a quien dieron muerte en la horca ayer 16 de marzo de este año de 1621 aquí en la ciudad de Cartagena que yo prefiero nombrar como Calamarí, que significa cangrejo, tal como la bautizaron sus verdaderos fundadores y dueños los indios Caribe. A mi padre lo mataron por no resignarse a su condición de esclavo. Su naturaleza indómita y libre se lo impedía. Pero es que a nadie pueden rebajar a la infamia de ser encadenado de por vida, y desde el momento en que nos incrustan una marca en el cuerpo que dice que tenemos dueño, quedamos subordinados a la ignominia. Ningún ser humano puede tener un amo. Yo soy esclavo como mi madre Francisca Angola. Nací esclavo. Tengo doce años. Mi padre murió libre y eso no lo podré olvidar. El orgullo se revienta dentro de mi cuerpo.

En cuanto a la memoria colectiva, otorga en su narrativa un papel fundamental a la mujer como preservadora de la misma, constituyéndose en un instrumento de resistencia y de libertad para el esclavizado, tal como se expresa en la voz del hijo de Benkos: Mi madre me cuenta que nos trajeron de un continente llamado África y nosotros somos de la

8

región de Guinea. Allí nació mi padre. No lo olvides, me dice con frecuencia. Nos cazaron como a bestias, como cuando cazábamos, o mis padres y antepasados cazaban a los búfalos, a los impalas, a las cebras, leones o elefantes. Yo no vi ni conocí nada de eso, mi madre me lo relata para que lo conserve en la memoria. La memoria, me dice, es lo que nos hace personas, hombres. Lo que nos diferencia de las fieras. Mientras tengamos memoria, así conservemos marcas y cadenas, no seremos esclavos. Los esclavos son los que no recuerdan o rechazan su pasado.

La muerte en medio de la lucha cimarrona a la libertad, o el suicidio de mujeres junto a sus hijos en el imaginario del esclavo, es narrada por el autor como el camino expedito a la liberación, si no era posible el palenque o volver a África, así lo expresa en la palabra de Benkos, líder cimarrón y gestor de palenques: En varias ocasiones nos tocó detenernos en nuestra escapada porque los hermanos que liberábamos, sobre todo las mujeres, nos retrasaban y los soldados nos daban alcance. Entonces estas mujeres y hombres valientes nos suplicaban que los matáramos antes de tener que volver a caer en manos de los esclavistas. Convencido que teníamos que abandonarlos, tomaba mi lanza y la enterraba en el corazón de cada uno de ellos causándole una muerte honrosa, rápida y sin tanto dolor. Juro por mis dioses que podía verles una sonrisa en los labios. Así me lo agradecían. Cuando podíamos, recogíamos la sangre de nuestros hermanos negros, nos la llevábamos, y de noche, al bailar bajo la luna con el trepidar de nuestros tambores que espantan el miedo y la tristeza, nos la bebíamos para ser tan fuertes y valientes como ellos que eran capaces de morir para no volver a la esclavitud.

9

De este modo su prosa poética recrea el suicidio de la esclava Juliana Embuyla junto a sus hijos como medio de evitarles la esclavitud, la muerte vista de esta manera, es liberación, poseedora de un carácter emancipatorio: Vino aquí, a la orilla de estas aguas que no tienen fin, que la llaman mar y los trajo de África, con un propósito: que su hijo no fuera esclavo jamás, pero su hijo ahora no es su hijo, son dos hijas y está confundida sin saber qué hacer. Las aprieta contra su pecho y llora mientras las niñas ríen. Luego empieza a gritar insultando a Changó por haberla olvidado. Pero sus gritos golpean las estrellas y se pierden en la noche. Se levanta. No más dudas. Sus hijas no serán esclavas. Desnuda y arrastrando la placenta camina entre las aguas tranquilas y tibias sumergiéndose en ellas.

Juliana Embuyla sonríe a sus pequeñas. Las tres desaparecen.

Por último, el palenque se concibe en la novela como el territorio donde el cimarrón logra recrear la naturaleza ancestral y configurar un escenario de libertad, en el que reproduce sus tradiciones y costumbres, en la voz del hijo de Benkos se expresa los bailes ancestrales que realizaban los negros cimarrones para ponerse en contacto con sus dioses: Dos hombres aparecieron con unos tambores muy altos y principiaron a aporrearlos. Casi de inmediato hombres y mujeres empezaron a bailar al tam tam que se desprendía de esos tambores. A los niños nos dieron de beber jugo de mamey mientras los adultos tomaban guarapa en enormes totumas. Parecía que nunca se cansaban de danzar y entre más tomaban más arreciaba el retumbar de los tambores y la danza se volvía frenética, entonces los hombres daban unos saltos enormes que parecía fueran a volar. Los alaridos que salían de las gargantas poderosas de los danzantes eran contestados por voces misteriosas de la selva:

10

Son los espíritus de los muertos que se desesperan por venir al baile, me dijo mi madre al oído. Cuando niña alcancé a presenciar estos ceremoniales en África, hijo. Aquí hay de muchas tribus: angoleses, araraes, congoleses, lucumíes, mandingas, minas, viáfaras. Todos fueron cazados como bestias en sus regiones y traídos a estas tierras extrañas y perversas para nosotros los africanos. Tu padre tiene el sueño de liberarnos de los blancos y que podamos volver con nuestros dioses, nuestras familias, nuestras aguas y nuestros animales. Sin ellos estamos perdidos y nos sentimos como esos espíritus que no pueden encontrar reposo. En suma, esta obra por su valor histórico y literario se constituye en una importante contribución desde su edición por la Universidad de Cartagena, al fortalecimiento de la literatura del Caribe sobre la epopeya afroamericana, promete desde los relatos en primera persona una lectura distinta de la Colonia, desde las voces subalternas silenciadas o vistas tradicionalmente como vencidas o sumisas. Estela Simancas Mendoza, Universidad de Cartagena.

11

A Carmen, mi compañera en este trasegar por la vida y la literatura

“Quiero contarle mi hermano… un pedacito de la historia negra, de la historia nuestra, caballero. Y dice así:”

Joe Arroyo en su disco Rebelión.

BENKOS BIHOJÓ, EL REY DE LA MATUNA

Me llamo Benkos Bihojó, como mi padre, el valiente guerrero a quien dieron muerte en la horca ayer 16 de marzo de este año de 1621 aquí en la ciudad de Cartagena que yo prefiero nombrar como Calamarí, que significa cangrejo, tal como la bautizaron sus verdaderos fundadores y dueños los indios Caribe.

A mi padre lo mataron por no resignarse a su condición de esclavo. Su naturaleza indómita y libre se lo impedía. Pero es que a nadie pueden rebajar a la infamia de ser encadenado de por vida, y desde el momento en que nos incrustan una marca en el cuerpo que dice que tenemos dueño, quedamos subordinados a la ignominia. Ningún ser humano puede tener un amo. Yo soy esclavo como mi madre Francisca Angola. Nací esclavo. Tengo doce años. Mi padre murió libre y eso no lo podré olvidar. El orgullo se revienta dentro de mi cuerpo. Mi madre me cuenta que nos trajeron de un continente llamado África y nosotros somos de la región de Guinea. Allí nació mi padre. No lo olvides, me dice con frecuencia.

Nos cazaron como a bestias, como cuando cazábamos, o mis padres y antepasados cazaban a los búfalos, a los impalas, a las cebras, leones o elefantes. Yo no vi ni conocí nada de eso, mi madre me lo relata para que lo conserve en la memoria. La memoria, me dice, es lo que nos hace personas, hombres. Lo que nos diferencia de las fieras. Mientras tengamos memoria, así conservemos marcas y cadenas, no seremos esclavos. Los esclavos son los que no recuerdan o rechazan su pasado. ¡Lo mataron!

19

Yo lo vi colgando de la horca.

No querían que nos encontráramos en la ejecución, por fin accedieron ante las súplicas de mi madre que les dijo algo contundente: si son cristianos permítanle que vea a su hijo por última vez. Esto los convenció.

Lo llevaron hasta el cadalso montado en una carreta. Lo acompañaba el padre Pedro Claver rezando y dándole consuelo. Era la segunda vez que yo lo veía en mi vida. La primera fue cuando mi madre atravesando selvas y pantanos en donde existen fieras de toda clase me llevó ante él. Nos guiaron algunos de sus guerreros y nos acompañó también en esa ocasión el padre Claver. “Quería conocerte”, fue todo lo que me dijo cuando me tuvo al frente.

Yo tenía seis años. Creo le llegaba un poco arriba de las rodillas. Era inmenso, el más grande de todos los guerreros que hayan existido. Su cabeza sobresalía por encima del resto de su legión. Yo nunca había visto unos músculos tan fuertes y poderosos. Solo se podían comparar con una imagen en bronce que tienen los amos en su casa y que he logrado ver cuando mi madre entra a hacer aseo y me permiten ayudarla y posteriormente, como premio, la señora María de Meza me obsequia un refresco. Es una hermosa figura que simula la forma de un hombre lanzando flechas. Dicen que fue un Dios y se llamaba Apolo. Mide más de medio metro de alto. Era blanco como los amos. Dizque el Dios del sol. Pero Benkos, mi padre, era más fuerte. Sus manos, parecidas a aspas de molinos, podían partir la cáscara de un coco. Delante de mí lo hizo. ¿Tienes sed?, me preguntó cuando entramos a su bohío de techos de palma muy altos y con frescura en su interior. Le contesté tímidamente con un movimiento de cabeza, lo recuerdo, porque estaba enmudecido por el asombro, el miedo y la expectativa de lo que pudiera ocurrir con esos combatientes que pintaban sus caras y cuerpos de rojo con una tintura que extraían del achiote. Adornaban sus cabezas con plumas de aves multicolores y 20

llevaban unas enormes lanzas en sus manos y reían ruidosamente y gritaban palabras extrañas que yo no entendía. Le hizo un gesto a uno de sus hombres que salió de la choza regresando casi al instante con un coco seco que entregó al gigante que mi madre aseguraba era mi padre. Lo tomó en esas manos desmedidas, entrelazó sus dedos y apretó con todas sus fuerzas mientras sus dientes blancos como las nubes que vuelan en los cielos azules de Calamarí se querían partir entre los labios gruesos. Sus hombros y brazos se hincharon de la presión que hacían las palmas de las manos sobre el coco, y sus ojos parecían saltar de sus cuencas. Yo pensé que se moriría por el terrible esfuerzo al que sometía su cuerpo, cuando escuchamos entre la luminosidad del sol que se filtraba por algunas rendijas de las palmeras el estallido de la cáscara al quebrarse. Empecé a llorar de miedo por presenciar lo que acababa de realizar ese hombre tan alto como un árbol de matarratón, cuando sentí que me elevaba por los aires entre sus manos aún mojadas por el agua del coco y un poco de sangre pues alcanzó a herirse. Al bajarme y ponerme de nuevo en el piso de tierra, ese ser portentoso y misterioso me dijo: “No llores hijo, que prefiero cortarme los brazos antes que hacerte daño”. Fue la primera y última vez que me dijo hijo. Entonces el mismo hombre que trajo el fruto me ofreció una totuma en la que recogió el agua del coco que mi padre rompió para que yo bebiera. Pasamos dos días en el palenque de mi padre. Los hombres discutían muchos asuntos de guerra y hablaban de sitiar a Calamarí para impedir que por tierra entraran alimentos y de esta manera lograr que las autoridades y sus habitantes se entregaran antes de que vinieran refuerzos de otras partes. El padre Pedro Claver trataba de disuadirlos diciéndoles que Cartagena estaba muy bien protegida por sus soldados que los derrotarían fácilmente y posteriormente el gobernador los llevaría a la horca, y que además, Dios nunca se los perdonaría y se irían a los infiernos porque sus almas no se salvarían. Entonces mi padre, Benkos Bihojó, el Rey de la Matuna, le decía al padre Claver que su Dios ya los había condenado permitiéndoles a los hombres blancos convertirlos en sus esclavos y que en cambio los 21

dioses de ellos, los que permanecían en África, ejercerían todo su poder para liberarlos y que regresaran a sus sabanas, animales y familias en los barcos de profundos vientres. Que un hombre sin sus dioses, sus tierras, animales y familia, no era un hombre, era un fantasma abandonado del cuerpo que iba por los mundos tratando de encontrar esa envoltura que se hallaba perdida entre las sombras de la noche. Que por eso él nunca había tolerado que el padre Claver, a quien le tenía aprecio por su bondad con los negros esclavos, le cambiara su verdadero nombre de Benkos Bihojó que traía de África y que le pusieron sus padres, por el de Domingo Biohó que se escurría por los labios como la saliva al pronunciarlo. Hablaban y hablaban y entretanto las mujeres cantaban mientras aseaban sus viviendas y preparaban los alimentos y algunos niños como yo corrían sobre una tierra fangosa poblada de serpientes y pequeños caimanes que perseguían con palos muy largos para no ser mordidos.

Los bohíos estaban encerrados dentro de una empalizada de estacas muy fuertes, altas y apretadas unas contra otras, mostrando unas feroces y afiladas puntas que impedirían ser asaltados con facilidad.

Por entre las tinieblas de la noche se apareció una luna blanca pipona de luz que se desparramó sobre la selva. Los cazadores que habían salido en las horas de la tarde volvieron con un venado formidable cuya carne me alimentaría, al igual que a mi madre, al padre Claver, y a los más de cincuenta guerreros que acompañaban esa noche a mi padre con sus mujeres y sus hijos en el palenque de la Matuna. Después de cortarle la cabeza al animal muerto, y recoger su sangre en una batea, lo ensartaron en un palo de afilada punta que le introdujeron por la parte trasera y le salió por el enorme hueco en donde estuvo la hermosa testa de enramados cuernos. Colocaron el cuerpo del animal sobre otros dos palos en forma de horqueta, y empezaron a asarlo a fuego lento dándole vueltas al madero en el que lo tenían ensartado. Una hora después mi padre, Benkos Bihojó, salió de su bohío donde 22

se había encerrado con mi madre sin que nadie los molestara, miró a los cielos poblados de infinitud de temblorosas estrellas de los cuales se abatía una luna desmedida de luz que transformaba la noche en día, lo que asustó a algunas lechuzas que marcaban con sus gritos su territorio de caza, y dio algunas órdenes en una lengua extraña que fueron obedecidas de inmediato. Con un enorme cuchillo, seguramente arrancado a los soldados blancos con los que se enfrentaba en constantes batallas, mi padre, Benkos Bihojó, el gran guerrero, empezó a cortar la carne distribuyéndola entre sus fieles seguidores para que estos a su vez la compartieran con sus familias. Me entregó un pedazo sobre la hoja del cuchillo que tomé con nerviosismo llevándomelo a la boca. Era muy blanda y tenía un sabor entre dulzón y salobre con restos de sangre que no desapareció del todo con el fuego. ¿Te gusta?, me preguntó sonriendo. Asentí con un movimiento de cabeza. En compañía de mi madre yo hablaba mucho, me complacía preguntarle sobre lo que veía o lo que creía ver. Y mi madre resolvía mis preguntas, si sabía las respuestas. Cuando no podía porque las ignoraba, o prefería callarlas por prudencia, me indicaba con voz resignada: no sé qué decirte hijo. Entonces podía verle una mugrecita de tristeza en el fondo de sus enormes ojos africanos poblados de lugares calcinados por el sol del olvido. Frente a mi padre en cambio me paralizaba, era tan grande, fuerte y poderoso, que le temía así me sonriera siempre que me miraba y me dijera que por nada del mundo me haría daño. La luna sigue elevándose en el cielo irradiando cada vez más luz que opaca las numerosas antorchas que se han instalado frente a los bohíos para combatir la mosquitera y espantar el revoloteo de los murciélagos, ávidos de la sangre de los bebes recién nacidos. Al menor descuido de las madres se entran a las casas de bahareque y palma rasgándoles las gargantas y chupándoles la sangre hasta matarlos. A los bebés también se los comen las culebras y las aves cuando quedan solos en la pequeña aldea. Son los más vulnerables, más 23

vulnerables que los conejos, pues estos tienen la facultad de correr muy rápido al emprender la huida hasta esconderse en sus madrigueras. No hay nada en el mundo más vulnerable y fácil de dañar que un bebé. Por eso las madres tienen que estar muy pendientes de ellos para protegerlos de los constantes peligros que los acechan.

Dos hombres aparecieron con unos tambores muy altos y principiaron a aporrearlos. Casi de inmediato hombres y mujeres empezaron a bailar al tam tam que se desprendía de esos tambores. A los niños nos dieron de beber jugo de mamey mientras los adultos tomaban guarapa en enormes totumas. Parecía que nunca se cansaban de danzar y entre más tomaban guarapa más arreciaba el retumbar de los tambores y la danza se volvía frenética, entonces los hombres daban unos saltos enormes que parecía fueran a volar. Los alaridos que salían de las gargantas poderosas de los danzantes eran contestados por voces misteriosas de la selva: son los espíritus de los muertos que se desesperan por venir al baile, me dijo mi madre al oído. Cuando niña alcancé a presenciar estos ceremoniales en África, hijo. Aquí hay de muchas tribus: angoleses, araraes, congoleses, yolofos, lucumíes, mandingas, minas, viáfaras. Todos fueron cazados como bestias en sus regiones y traídos a estas tierras extrañas y perversas para nosotros los africanos. Tu padre tiene el sueño de liberarnos de los blancos y que podamos volver con nuestros dioses, nuestras familias, nuestras aguas y nuestros animales. Sin ellos estamos perdidos y nos sentimos como esos espíritus que no pueden encontrar reposo.

24

Una luna desaforada de luz se arrebuja en el mar. La noche, abrumada de luna, resplandece en las pieles negras de frenéticos danzantes perturbados por el enloquecido retumbar de los tambores. El sudor chorrea abundante de sus desnudos y convulsionados cuerpos, para finalmente deslizarse hasta las arenas de la playa que trepida ofuscada por el paroxismo de la algarabía. Todos tienen algo en común, una marca encarnada en sus mejillas, hombros o estómagos, impresa con hierro candente. Están poseídos. África los llama en el atronar de los tambores. Y en ese llamado está el dolor, dolor que emerge en el mismo instante en que salieron despavoridos de sus chozas para escapar al fuego conque hombres blancos, y sus propios hermanos de piel, quemaron sus vidas en una madrugada de espanto. El olor a carne carbonizada de los que no alcanzaron a escapar los perseguirá por siempre.

Dolor en la piel, dolor en el corazón, dolor en el recuerdo, dolor en la vida, dolor en ese mar impetuoso que los transportó hasta otros cielos, lejos de sus cielos, lejos de sus dioses a los que les cantan con voces coléricas y guturales: Iyá, ma iché, lobi Changó Iyá, ma iché, lobi Changó Bobó arayéw ori Kelé Iyá, ma iché, lobi Changó ¿Dime Changó quién es tu madre? ¿Dime Changó qué madre te concibió y parió? ¿O es qué no tienes madre?

Las hembras responden en coro, como un eco, a la pregunta atragantada de los hombres: 25

Dime Changó, ¿quién es tu madre? Dime Changó, ¿quién te parió? Dime Changó, dime Changó.

Gritos, alaridos, brincos, contorsiones, el tambor se arrebata, hombres y mujeres jadean, el sudor se hace más copioso y las llamas de las hogueras encendidas para que los acompañe hasta el amanecer deforman sus rostros que se elevan hasta el cielo apretujado de lunas y estrellas: Ibiono mendó muto echecheré. ¿Qué tributo se pagó Changó por las plumas del Eribo?, preguntan las voces de los hombres enronquecidas por la gritería permanente y la guarapa que beben en una totuma que va de boca en boca. Efión nene batabá bongó. Sangre de un congo bebió el bongó, Changó, contesta el coro de las mujeres en un lamento.

Sangre de un congo bebió el bongó, Changó. Sangre de un congo bebió el bongó, Changó. Sangre de un congo bebió el bongó, Changó...

A medida que aumenta el consumo de guarapa, conservada en un recipiente de madera, los tambores y la danza se vuelven más intensos. Un cerdo que ha permanecido gruñendo amarrado de las cuatro patas, es presentado a Benkos Bihojó, descomunal negro cimarrón con más de dos metros de estatura que comanda el tropel de enajenados. Bihojó se detiene con las piernas abiertas enterradas en la arena, pide la totuma llena de guarapa y la bebe completa sin tomar aliento, para a continuación recorrer con la mirada la comparsa que también se ha detenido por el acallar de los tambores. En sus enigmáticos y negros ojos iluminados por la candela, arde de manera alucinada África. Parecen 26

hipnotizados por los gestos de su líder y el silencio se apodera de la playa. Solo se escucha el crepitar de las hogueras de donde se desprenden multitud de chispas que hostigan la oscuridad, y el deslizar del mar susurrando el lamento de los hermanos que no alcanzaron a llegar puesto que murieron durante la travesía en el vientre de los barcos donde los traían hasta estas playas. Entonces Benkos Bihojó, con una lanza que recoge de la arena, atraviesa el animal sostenido de las cuatro patas por otro negro corpulento. Un berrido escalofriante estremece la noche, y la sangre brota incontenible del verraco que convulsiona entre los estertores de la muerte. El negro que carga el cerdo, que se desangra como un surtidor, lo pone sobre la cabeza inclinada de Bihojó empapándolo por completo. De inmediato los tambores reinician su golpeteo acompañado por los gritos enfurecidos de la multitud que se abalanza en un torbellino sin control sobre el marrano aún agonizante para beber su sangre. El bullicio continúa y el ambiente se inunda con el olor de la grasa y la sangre del cerdo goteando entre las llamas.

Una negra de inmensas tetas y montaraces caderas se desprende del grupo arrodillándose en la arena mojada de cara al mar. Benkos Bihojó la sigue hasta el borde de la playa y también de rodillas se coloca detrás de ella. Con sus enormes manos toma por los flancos a la mujer y empuja su sexo erecto penetrando el sexo de la negra que vocifera levantando su rostro a la luna. Se inicia entonces entre los excitados invasores de la noche una cópula desenfrenada y colectiva. Cuando aparecen las primeras luces del día, pueden verse a más de treinta negros, entre hombres y mujeres, totalmente desnudos, durmiendo sobre la arena.

Es el amanecer del 3 de febrero de 1616. El día anterior se habían celebrado las festividades de Nuestra Señora de la Candelaria y empezaban los carnavales para los negros esclavos, los libertos, los pardos, y la pobrería de la ciudad de Cartagena de Indias. 27

El padre Claver atraviesa la calle de la Media Luna. Es de mediana estatura y se adorna con una barba de pelos lacios. Viste una sotana raída muy vieja, y un manteo abierto. Porta en la mano derecha una vara que remata en cruz. De su pecho cuelga un crucifijo de bronce, y en su brazo izquierdo, debajo del manteo, una alforja de cuero de becerro con todos los elementos necesarios para administrar los sacramentos: óleos, sobrepelliz, rosarios, estola y agua bendita. Su mirada es triste y camina con la cabeza inclinada. Su hombro izquierdo algo caído. Son las diez de la mañana y se dirige a casa de la matrona cartagenera Isabel de Urbina, una de sus más fieles y leales seguidoras, admiradora incondicional de la obra del religioso al que ha mandado llamar para que le aplique los santos óleos a una de sus esclavas que agoniza entre el vómito negro. Lo acompañan cuatro de sus intérpretes negros que son esclavos del Colegio de los jesuitas.

28

Una enorme y redonda luna desbordada de luz está a punto de derrumbarse sobre las cabezas de un grupo de hombres que caminan apresurados por una calle a medio empedrar. Son seis negros y un blanco. Los negros son esclavos que siempre lo acompañan para servir como intérpretes. El hombre blanco es Pedro Claver, clérigo de la compañía de Jesús, instalada en la ciudad de Cartagena de Indias desde la Navidad de 1567, unos pocos años después de fundada por el adelantado Don Pedro de Heredia.

Esta noche, la misión del religioso no es dar la extrema unción a un moribundo después de confesarlo para que muera en gracia de Dios. No, lo que se propone esta noche de luna llena, la luna de los locos, es sorprender a negros y blancos que se aglomeran en una casa de pecado donde retumban tambores casi hasta el amanecer. Unos meses atrás le llegó la información como un rumor lejano, de esos rumores que se sueltan al viento y que poco a poco van esparciéndose en los oídos de las personas, hasta que se vuelven persistentes y cobran cuerpo. Primero fue un español, un hombre de virtudes a quién debió darle toda credibilidad cuando se lo dijo, pero no le prestó la suficiente atención por encontrarse ocupado en múltiples afanes propios de su catequesis. Él siempre andaba ocupado. Era poco el tiempo que le quedaba para el descanso porque la llegada de los barcos cargando miles de negros, muchos de ellos muertos, y los que lograban sobrevivir al viaje del horror le demandaban una entrega total para intentar aliviarles el cuerpo y el alma a cual más de humillados. No entendía el porqué la creencia generalizada de que era feliz cuando arribaba una embarcación con la mercancía humana. 29

Debía ponerle al mal tiempo buena cara para no desesperanzar más a esa pobre gente que en su elementalidad pensaban que servirían de festín a los opresores blancos, cuando esos déspotas con las fauces hambrientas de oro y poder hubieran preferido comerse un gallinazo que a uno de estos seres repulsivos. Pero ellos en su ingenuidad ignoraban este sentir de sus abusadores. Además, el terror les impedía pensar. No, él no era dichoso como la gente creía, con la llegada de los morenos en los ataúdes, como llamaban los traficantes a los barcos en que los transportaban hasta estos mundos. Por el contrario, su excitación era una careta al dolor que lo consumía. No había sido posible que equilibrara la trata maldita con los intereses de su nación y su Rey. El Consejo de Indias sentenciaba que sin ellos se exponía la América a una total ruina. A él le repugnaba y le repugnaría por siempre esta teoría, ¿pero qué otra cosa podía hacer a más de asistirlos para mitigar en algo su calvario? Él era un sacerdote, un misionero de Dios encargado de salvar almas y hacerles la existencia más benigna. No era un político, ni un guerrero, ni un filósofo. Ganas no le faltaban en ocasiones de ser un beligerante cura, pero se encontraban de por medio su amada España y la corona. Y su misión era la compasión, la caridad cristiana, los mandatos de Cristo, a quien jamás se le hubiera pasado por la mente empuñar una espada contra los romanos. Y estaba su iglesia, el reino de Dios en la tierra, a la que amaba más que a su propia vida que por cierto era insignificante para la descomunal tarea de redención que se había impuesto. ¿Cómo podían pensar que pudiera ser feliz con la llegada de cada cargamento humano, unos yacidos y otros a punto de expirar? ¿Era que acaso no se daban cuenta de su hosquedad y tristeza? ¿Qué motivos podía tener para ser feliz? Sus hermanos clérigos lo despreciaban porque pensaban que su aparente humildad era humillante.

Sus muchas preocupaciones eran casi personales, y decía “casi” porque el padre Sandoval, el hermano Nicolás, el hermano Pedro Lomparte, y Manuel Rodríguez, las compartían. 30

Le preocupaba mucho Andrés Sacabuche, uno de sus negros intérpretes a quién quería y valoraba con mayor intensidad que al resto por su lealtad y manera de corresponder su cariño. Siempre se le veía alegre, servicial. Además era muy inteligente, comprensivo y más elaborado que el resto de intérpretes que tenía a su servicio, diez en total, para poder desentrañar la maraña de las enrevesadas y endiabladas lenguas que traían los negros del continente africano. De unos meses para acá había observado a Sacabuche abstraído y como elusivo con él. Era de los pocos que miraba recto a los ojos, con una mirada limpia y sin dobleces. Sin embargo, por estos días evitaba mirarlo a la cara y lo que era aún más preocupante, lo evadía con cualquier excusa cuando existía la posibilidad de que se quedaran a solas. Sus intérpretes negros eran indispensables en su misión de evangelización y de allí la deferencia con ellos, pero su relación con Andrés Sacabuche se daba como la de un amigo que en ocasiones hacía de confidente. Podría decirse que le servía de confesor sin absoluciones ante su Señor Dios, pero aliviaba su alma. Cuando tuviera un respiro hablaría con él para intentar descubrir la causa o causas de su comportamiento infrecuente.

Fue Sacabuche, casualmente, la segunda persona que le habló al oído de la casa de lenocinio a la que asistían no solo los negros, sino blancos, hombres y mujeres de alguna alcurnia. No eran precisamente los habitantes de Getsemaní los que concurrían a la casa en donde sonaba la tambora casi hasta el amanecer. Sí, sus preocupaciones eran múltiples y todas debían ser atendidas y resueltas con prontitud porque de lo contrario les tomarían ventaja. El gobernador García Girón lo culpaba de las varias sublevaciones del cimarrón Domingo Biohó, y lo tenía entre ojos por no acceder a tenderle una trampa al Rey de la Matuna, como se hacía llamar, para apresarlo, juzgarlo, y darle muerte. Él no haría eso jamás, como tampoco incitaría a los negros, como se creía, a que huyeran a los palenques. 31

La esclavitud era infame y en lo profundo de su corazón tenía la duda, el gran interrogante, de si Dios nuestro Señor perdonaría a todos aquellos que la ejercían de una u otra manera. En muchas ocasiones se sintió culpable de aceptarla en cualquiera de sus formas, entonces en su garganta se estrangulaba un grito de rebeldía que gritaría que Domingo Biohó libertaría a todos los negros llevándoselos a los palenques y él se iría con ellos. Creía que algo por dentro se le resquebrajaba cuando el padre Sandoval les predicaba que era más hermoso ser cautivos en tierra de cristianos que libres en su África donde jamás serían bautizados permaneciendo con nombres de moro o de gentil y siendo hijos del demonio. ¡El padre Sandoval que era su maestro y adalid en la lucha por el mejor estar de los negros encadenados!

Sandoval nunca se lo había confesado pero podía adivinar que al igual que a él le sucedía, su mente y su corazón, desbordantes de ternura y de bondad, se encontraban divididos entre el amor por su patria y su Rey, que aprobaban y estimulaban el infame tráfico, y el dolor que producía la manera vergonzosa como eran tratados los negros arrancados de su continente. Se negaba a admitirlo pero su adorada iglesia era cómplice de una u otra forma con algo atroz que atacaba el corazón caritativo y cristiano en que se fundamentaba. Hasta el mismo Papa había aceptado ser obsequiado con negros esclavizados. Ellos, los jesuitas, tenían esclavos. ¿Qué o quién autorizaba a unas personas o a un país desgraciar a otro? ¿El hecho de tener una organización social más elaborada? ¿La fuerza de las armas tal como le decía Domingo Biohó? Porque no era cierto que los negros esclavos fueran un mal necesario para el desarrollo económico y social de estas tierras. En el mundo existían muchas regiones donde no se conocía la esclavitud y eran prósperas y virtuosas. Dios no podía bendecir algo tan atroz. ¿Cómo no entender la rebeldía de Domingo Biohó y los que lo seguían? ¡Qué no se engañaran!, él no podría prestarse para que a través de una encerrona se le tendiera una trampa y ser aprehendido y muerto después de un juicio lacónico totalmente desacertado. Desde todo punto de vista era protervo. 32

La luna terminó de derrumbarse y sus acompañantes negros, por unos instantes, se convirtieron en seres espectrales resplandecidos de blanca luz. Se tropezaron con la ronda que alumbrados por lámparas de mechas extenuadas los asemejaba a sombras desprendidas de las profundidades de un desvarío. La tropa lo saludó con desgano. Sabía que no era santo de devoción entre la soldadesca. Sin lugar a dudas su dedicación y amor por los negros ocasionaba suspicacia en Cartagena de Indias. Definitivamente el padre Sandoval tenía razón cuando afirmaba que admitir una piel diferente a la nuestra nos causaba pánico. El preconcepto de mundo único con nosotros como epicentro se tambaleaba. Levantó sus ojos al cielo aglomerado de estrellas y vio a Dios, un Dios para todos los hombres. Un Dios Padre que a todos nos amaba incluidas las bestias del campo. Aristóteles era un embaucador: no había hombres que hubieran nacido para ser libres mientras otros lo hacían para ser esclavos. Ninguna circunstancia ni visión del mundo justificaba la esclavitud. Hacerlo era perder la noción de un Dios universal, compasivo y misericordioso. ¿Cómo no entender a Domingo Biohó?, se repetía. Él no bendecía sus acciones, pero tampoco las condenaba. Bastaba ver y escuchar una parte minúscula de lo que había visto y escuchado en Cartagena de Indias desde su llegada diez años atrás, para saber que los negros sometidos a la degradante condición de esclavos jamás podrían ser rescatados ni siquiera cuando fueran libres. Las marcas en sus mejillas, muñecas, cuellos y tobillos, posiblemente algún día desaparecerían, pero las del alma jamás. Sí, allí en el cielo se veía a Dios pero no se hallaba en compañía del hombre que aún era muy pequeño para alcanzar las estrellas. El negro que los guiaba levantó la mano en un ademán para que se detuvieran. Él aprovechó ese espacio y se apartó ocultándose detrás de un árbol a desocupar su vejiga. Orinó ruidosa y copiosamente bajo las estrellas. Se avergonzó por hacerlo en presencia de los esclavos, pero sintió aún más vergüenza por el placer que registraba el cuerpo con el alivio. 33

Ya a la distancia se escuchaba el toque de las tamboras. Después de salir de las calles empedradas y recorrer caminos repletos de rastrojos, se advertía en solitario una edificación construida en bahareque. Por fin vería con sus propios ojos el demonio del pecado. Y cuando estuviera frente a él no sabía qué iba a pasar. Nadie lo advirtió llegar.

Los tambores retumbaban rasgando el deslizar silencioso de los astros en el firmamento impidiendo escuchar cualquier otro sonido. No había puerta de entrada, solo el marco, lo que indicaba que cualquiera podía ingresar sin necesidad de invitación.

Adentro, la casa no tenía divisiones, poseía un inmenso y terraplenado espacio en el cual no existían muebles, únicamente una enorme tinaja de la que sacaban la guarapa que consumían en totumas. Humeantes antorchas amarradas a sogas colgaban del techo inundando el ambiente de un olor a mucílago calcinado que hacía difícil la respiración pero contenía la mosquitera. En el suelo apisonado se encontraban tendidos sobre esteras, mujeres y hombres borrachos y desnudos. Algunos copulaban impúdicamente en diferentes poses sin importarles los danzantes que a su vez los ignoraban por completo. El padre Pedro Claver, ubicado en un rincón de la amplia estancia y rodeado de sus fieles intérpretes, sintió un estremecimiento que recorrió todo su cuerpo sumergiéndolo por unos minutos en un marasmo de agónico desconcierto como si esa escena de dolor y pecado la hubiera visto con anterioridad en algún momento de su vida. Sin poderlo evitar las lágrimas corrieron por su cara pero para su sorpresa no sentía rabia, solo un vacío en su corazón que le producía una sensación contradictoria, entre flojedad de sus músculos y masculinización de sus sensaciones sacudidas por el ambiente licencioso de los cuerpos desnudos brillantes de sudor que danzaban frente a sus ojos, pervirtiéndolo unos instantes debido al espectáculo demoníaco que había subyugado sus fuerzas. Sacudió la cabeza y su espíritu en trance recuperó la razón y de su garganta salió un aullido de ira que espantó la cadencia de los tambores y detuvo en seco la escena escandalosa de los cuerpos 34

retorcidos por la lujuria de los bombos. El padre Claver, hombre de virtudes, sin pensarlo dos veces, arremetió con su burdo báculo de madera en forma de cruz que siempre portaba en su mano derecha contra el apretujamiento perverso de seres envilecidos por el vicio que Satanás les había metido en sus cuerpos carentes de alma cristiana. Unos minutos más tarde la ignominiosa casa de bahareque con techo de paja ardía entre enormes y crepitantes llamas que salpicaban multitud de partículas encendidas que se elevaban al cielo como una expiación por haberlo ofendido. Sus oscuros ocupantes huyeron con sus demonios perdiéndose en las profundas sombras de la noche.

35

Hay algarabía en las calles.

Pedro Claver camina con la cabeza gacha como es su costumbre. A su lado, como también es costumbre, marchan varios de sus esclavos intérpretes entre ellos Andrés Sacabuche. Algunas mujeres vendedoras de mercaderías se acercan a saludarlo y pedirle su bendición, todas son negras esclavas que están asignadas en arriendo para este oficio de gateras que alcanza a dejar sus buenas rentas. Es media mañana y el calor empapa en sudor los cuerpos. En el aire se respira un fuerte olor a excremento, orines de caballo, sangre y entrañas de bovinos sacrificados para el consumo de carne. Pasan unas carretas tiradas por mulas transportando bultos de arroz. Una nube de polvo se ha instalado en las vías resecando las gargantas. Un hombre alto, corpulento, con aspecto de fenicio, que carga una bolsa de algo, tropieza con las piedras que tachonan el suelo y un reguero de limones se desparrama sin compasión rodando en diferentes direcciones, mientras un estruendo de carcajadas festeja el accidente que le cuesta al sujeto sus buenas raspaduras y maldiciones a los concurrentes. Una mujer vestida de rojo emite un grito en una lengua extraña lo que impulsa a que Andrés Sacabuche se detenga y la increpe colérico con palabras que nadie entiende.

Una ventolera bendita que viene del mar sacude los pliegues de la raída sotana del clérigo y enjuga por un instante el sudor que cubre su rostro. Él la agradece, como agradece todo lo que le da Dios. En esta ocasión lo acompaña el hermano de congregación Nicolás González, se dirigen a casa de doña María de Meza, una matrona cartagenera muy rica y gran admiradora de la obra 36

de Claver a quien ayuda generosamente con dinero, medicinas, alimentos, y género para los negros esclavos y la población pobre de la ciudad. Van a asistir con los sacramentos a un negro que sirve hace muchos años a la familia de la aristócrata. Está enfermo de viruelas y agoniza según le mandaron decir. Abandonan las calles más pobladas, bulliciosas y libertinas, y se adentran en uno de los barrios donde vive la aristocracia española que ha construido enormes y silenciosas casas con grandes patios poblados de árboles y hermosos jardines. El grupo de caminantes se detiene ante un gran portón de madera muy sólido que Sacabuche golpea con un grueso aldabón de hierro en forma de garra de ave de rapiña empotrado en la misma puerta. Por fin se abre una de las hojas y aparece la humanidad de una mujer negra, muy alta y delgada con cara de inquina y mirada de cuchillo. Sigan, el ama los espera. Su voz es dura y sin matices amables para suponer que puedan ser bienvenidos. Por un camino de losas atraviesan un amplio y hermoso jardín de flores tropicales y altos árboles como los almendros y las hermosas ceibas que pueden alcanzar hasta treinta metros, con flores de un rojo encendido y formidables partos. Conducidos siempre por la negra de expresión hosca llegan a la puerta de entrada de la vivienda. Allí se detienen: Los esclavos se quedan afuera esperando a la sombra de uno de esos árboles, señala la mujer con arrogancia.

Por un amplio corredor, Claver y su acompañante, el padre González, desembocan en un vestíbulo amoblado con sillones de cuero negro y anchos brazos. Les hacen compañía unos taburetes de altas espaldas. A pesar de que en el exterior el sol encandila, está encendido un quinqué que arde por efecto del aceite de corozo. En ocasiones la causa de su lumbre es para que recoja las malas energías que algún visitante enconado dejó dispersas en la vivienda. El ama quiere que la esperen en la sala del segundo piso, les dice la negra con su misma entonación áspera. Al empezar la escalera se encuentran dos tinajas que descansan sobre sendos poyos. Encima de las tinajas están las tazas para beber. El padre Claver sin pedir permiso toma una de estas tazas, aparta la tapa de madera que cubre la tinaja y saca un poco de agua, agua fresca 37

y cristalina que bebe con gran avidez y le ofrece al padre González que sediento se deleita con el líquido. Gracias, le rogaría que le lleve un poco a mis morenos, le dice Claver a la negra cuya mirada se hace más torva y de rechazo.

Terminando de subir la escalera tropiezan con una inmensa sala de pisos muy brillantes y dos mesas de caoba que resplandecen del pulimento, cubiertas por guardabrisas de cristal. Encima de estas mesas reposan hermosos candelabros con velas de cera, listas para ser encendidas en ocasiones especiales. Surgiendo de las puertas de un balcón que da sobre uno de los patios interiores, protegido de la salvajina del sol por un copioso almendro, se encuentran unas mecedoras que en hilera se adentran en la sala. Igualmente son en madera de caoba y muy relucientes con asientos y espaldar en paja de un tejido muy delicado. Multitud de pájaros cantan de júbilo en el jardín donde esperan los negros que acompañan a los sacerdotes. Entre las mesas se ordenan sillones de cuero curtido. Finas cortinas de encajes y terciopelo penden de doradas cornisas que se hallan en ventanas y puertas interiores. Una enorme araña de delicado cristal cuelga del techo. En las paredes se ven retratos de antepasados de los dueños de casa. En un rincón de la sala se encuentra un altar con la imagen de una virgen de expresión adolorida y manos recogidas sobre el pecho. A su lado hay dos lámparas que permanecen ardiendo. Esperen aquí que el ama no demora en recibirlos, vuelve a chillar la esclava que los recibió y guió por la casa. Dile a “el ama” que necesito que me conduzcan lo más pronto posible ante el moribundo porque de lo contrario será demasiado tarde y además tengo muchas otras ocupaciones, le increpa el padre Claver a la negra a quien en el corto tiempo que tiene de estar atendiéndolos le ha cobrado antipatía. Ya estoy aquí padre Claver, se escucha la voz de una mujer que irrumpe por una de las puertas del espacioso salón. Es alta, delgada, de unos cincuenta años de edad, pero se conserva muy lozana entre las delicias de la opulencia. Tiene un cabello rubio sin aparentes canas que recoge por detrás en una moña que engancha sobre la nuca. Su rostro es hermoso y de facciones muy finas, adornado por un par de 38

ojos negros que brillan iluminando todo a su alrededor. Su piel, muy blanca, mantenida lejos de las oscureces del sol, es aún fresca y sin arrugas. Sentémonos unos minutos excelencias que quiero contarles algo con respecto al esclavo moribundo, continúa diciendo la mujer con voz muy suave, mientras hace una leve inclinación de cabeza en señal de respeto y acatamiento a los servidores de Dios. La negra que los recibió desaparece dando paso a otra que es su antítesis: bajita, rechoncha y con cara de luna llena sonríe constantemente con unos dientes blancos de euforia. Carga una bandeja de plata que soporta altos vasos de cristal, portadores de refresco de níspero con leche, ofreciéndolos a los clérigos con una dulzura que enternece. Deposita la bandeja sobre una pequeña mesa auxiliar y se retira en forma discreta después de hacer una genuflexión ante las personas que le merecen todo respeto y consideración.

Doña María de Meza da un espacio de tiempo para que sus convidados terminen de beber el exquisito batido, y ella misma les recibe en el azafate los vasos desocupados. Estamos a sus órdenes, señora, le dice el padre Claver. No entiendo padre el porqué de su trato ceremonioso conmigo si yo pertenezco a una de sus devotas más fieles por esa incomparable obra pía que usted realiza. Me haría feliz si me dijera María. Pero en fin, quería contarles algo antes de que le apliquen los sacramentos al esclavo Telmo Bansú.

Telmo Bansú dice ser tío de Domingo Biohó, el negro rebelde que ha formado los palenques y que no le gusta que lo llamen de esta manera sino por su nombre de soberano africano, Benkos Bihojó. Entre sus negros cimarrones se le conoce como el rey de la Matuna.

Benkos Bihojó fue traído a estas tierras cuando era un chiquillo de quince o dieciséis añitos, no estoy muy segura si fue un poco antes o después de 1600. Usted se recibió en marzo de 1616, ¿cierto padre? 39

El padre Claver asiente con un movimiento de cabeza un poco sorprendido de lo enterada que estaba la buena señora de Meza de la pequeña crónica de la ciudad. Efectivamente el 19 marzo de 1616 se recibió de sacerdote como a las tres de la tarde, no recuerda con exactitud, pero fue a esas horas aproximadamente.

¿Cómo olvidarlo si había sido el día más feliz de su vida? sacerdos in aeternum, lo consagra imponiéndole las órdenes el obispo de Cartagena de Indias Fray Pedro de la Vega. La catedral se hallaba refulgente con hermosas flores y cirios encendidos. Llevaba puesta una sotana nueva y estaba acompañado por el padre Sandoval y dos de sus intérpretes: Andrés Sacabuche, que aún no cumplía los veinte años de edad, y Francisco Yolofo, un poco mayor. Él tenía cumplido los treinta y cinco. Recordaba que el corazón se le quería reventar de la dicha. Por fin se consagraba al servicio de Dios para siempre. Los nubarrones de las dudas habían desaparecido, dando paso a un cielo azul y limpio como el de su amada Cartagena. Pensó en su padre y su hermana que aún vivían, y deseó con toda su alma que estuvieran presentes para que se unieran a su felicidad. Pero lo más grande y hermoso le sucedió al siguiente día a las siete de la mañana cuando ofició su primera misa. La noche anterior, luego de su consagración, no pudo conciliar el sueño. Eran muchas las emociones y no cabían en su pobre cuerpo mortal que martirizaba con azotes para que se mantuviera lejos de tentaciones con que el demonio provocaba a todos los hijos de Dios sin particularidad. Ya podía escuchar en confesión a los pecadores y celebrar la santa misa que era el máximo ofrecimiento al creador para demostrarle amor y sumisión. Estaba a unas horas de lograr ese momento. La noche se hizo larga, muy larga entre lágrimas y rezos pero por fin amaneció. El rostro de Dios apareció en una dorada mañana de sol que despertó entre cielos y mares azules. Una suave brisa lamía los cuerpos aliviándolos del calor. Los pájaros con sus cantos alababan el portento de la creación divina. Las hermosas sonrisas de sus morenos que se amontonaban en la pequeña iglesia del colegio, lograban que se conmoviera de amor humedeciendo 40

sus ojos. A su lado se encontraba su maestro y amigo Alonso de Sandoval quien había traído de Zaragoza, en la provincia de Antioquia, el cuadro de la Virgen del Milagro que ni siquiera un rayo la pudo quemar. A su adorada virgen de la que siempre fue devoto. Frente a ella y sus morenos quiso decir su primera misa. Cuando levantó la hostia una sacudida de gozo y dolor recorrió su cuerpo al saber que su compromiso con Dios sería para siempre, entonces se repitió mentalmente: sacerdos in aeternum. ¿Si me está escuchando padre Claver?

Claro que la escucho María, lo que no entiendo es qué tienen que ver los sacramentos que debemos aplicar al esclavo moribundo antes de que expire, con mi ordenamiento sacerdotal hace cuatro largos años, o con el esclavo Domingo Biohó, bautizado por mí personalmente en el amor del Señor, le contesta el padre Claver mientras se pone de pie.

Doña María de Meza lo observa en forma hábil de manera que no se sienta incómodo. No es muy alto, más bien de mediana estatura, corpulento, bastante macizo se le ve fuerte y resistente. La piel de su cara es de color amarillento producto de extenuantes ayunos. Una turba de pelos largos y desordenados cubre parte de su rostro en donde asoman unos ojos de color negro intenso, agobiados de melancolía que en ocasiones brillan de bondad y en otras de impaciencia. Los dedos de sus manos, bronceados por las canículas, son largos y delgados. Su voz pasa de la aspereza a la suavidad. Tiene una especie de temblor en los labios cuando habla. No quisiera demorarme mucho María puesto que me esperan innumerables obligaciones y el día, por más que lo asalte bien temprano, es muy breve para el cúmulo de asuntos que tengo bajo mi responsabilidad. No sea tan impaciente padre Claver, le ruego que se siente y me escuche y podrá concluir que sí tienen relación mi esclavo que agoniza y Domingo Biohó. Le he dicho que son tío y sobrino. El moribundo me ha hecho una petición a la cual no puedo negarme por mi espíritu cristiano y por la lealtad con que me sirvió durante casi veinte años Telmo Bansú. Este negro, a quien le he cobrado afecto, en una fiesta que di a finales 41

del año pasado por los días de la natividad del Señor, oyó decirle al gobernador García Girón que tenía toda la voluntad y el propósito de apresar al cimarrón Domingo Biohó para llevarlo a un juicio sumario y condenarlo a la horca por su rebeldía y crímenes. Que se valdría si era necesario del padre Claver para que se lo trajera a la ciudad sin escoltas y con engaños, y de esta manera poder arrestarlo. Cuando cayó enfermo hace unos pocos días me hizo jurar que antes que le llegara la muerte le haría llamar a usted para que le diera la extremaunción y le cerrara los ojos, y arrancarle la promesa de no entregarle su sobrino Domingo Biohó al señor gobernador. Quería contarle esto para que vaya preparado cuando entre al sitio donde se consume mi buen esclavo Telmo Bansú, al que sinceramente nadie quiere acercársele porque es una sola llaga de podredumbre y pestilencia. El último alimento lo tomó hace dos días con los postreros arrestos que le quedaban. Ya no puede siquiera levantar cabeza y una negra que lo quiso mucho se niega a darle un poco de agua porque no soporta ni el espectáculo de su cuerpo deshaciéndose, ni la hediondez que despide. Dudo padres que ustedes puedan arrimarse a él. Dude de nosotros señora, le dice Claver, pero no dude de los designios de Dios y de su bondad infinita que a través de múltiples caminos nos conduce a la salvación del desventurado. Si nuestro cuerpo rechaza a ese pobre ser, nuestro espíritu sacará fuerzas suficientes para aliviarlo un poco de su dolor, y darle paz a su alma en el sendero que debe transitar hacia la gloria del Señor donde no existen diferencias ni reservas para acoger en su grandiosidad a los más humildes cristianizados. Condúzcanos hasta él y Dios se encargará del resto.

Sus palabras fueron pronunciadas despacio y con voz suave, pero firmes y con certidumbre, lo que hizo ruborizar un poco a la anfitriona que guardó un silencio prudencial indicándoles con un gesto a los clérigos para que la siguieran. Caminaron por un corredor que se bifurcaba, con amplios ventanales derrumbados por la luminiscencia escandalosa de un cercano mediodía, hora en que el sol rechinante de luz se establece sobre el aliento de los hombres calcinando sus ansias. Tropezaron con una escalera que 42

los condujo a un patio interior donde encontraron una enorme ceiba ensombrecida de frescor. Recorrieron el huerto sobre unas losas bordeadas por árboles frutales y flores silvestres, hasta llegar a unas rústicas construcciones donde se albergaban los esclavos servidores. Un negro alto y viejo salió al encuentro de la singular comitiva compuesta por la dueña de la casa y los clérigos: Está en las últimas, mi ama, creo que ya no reconoce a nadie. Venciendo mi repugnancia logré escurrirle un poco de agua en sus labios, pero no los abre. Muéstrame buen hombre, le dice Claver, el sitio donde yace el contagiado. Los dos religiosos siguen al negro que les habló, mientras la señora María de Meza vuelve a sus aposentos incapaz de quedarse en las proximidades donde se halla el apestado.

Pedro Claver levanta la mirada y se encuentra con un cielo muy limpio y azul a través del cual puede verse el rostro de Dios. Siempre lo ve pero jamás se lo ha dicho a nadie. Es un rostro hermoso pero carente de las líneas de los humanos. Es como relámpagos atravesando sombras, como soles penetrando nubes, como un lago rizado por el viento. Como estrellas fugaces caminando la noche. El ve ese rostro y los ojos se le inundan de lágrimas. ¡Allí está! Su Dios. Su omnipresencia. Su bondad. Su amor. Su infinita sabiduría. Su cósmico poder. El que todo lo puede. El tenedor de una hormiga o del orden de los planetas. El que ha existido por siempre. El que nunca acabará. Ese, su Dios, henchido de misericordia aún para aquellos que como él no la merece. Un pájaro canta un gorjeo de amor llamando a su compañera. Ella lo escucha y responde su llamado en un trino prolongado de alegres melodías. La mañana se recrea entre las sinfonías de las aves cantoras y el embeleso del padre Claver en ese cielo azul manchado por uno que otro gallinazo que se duerme en la brisa. Es aquí padres, lo sobresalta la voz del esclavo que les ha servido de guía. Gracias hijo de Dios, has sido de mucha utilidad, quédate que nosotros subiremos solos, le responde Claver. Trepan por una escalera en madera que se queja con el peso de los sacerdotes. Salvan los ocho o diez peldaños que los separan de un rellano frente a una puerta que se encuentra cerrada. Allí se 43

detienen. Dudan. Aun cuando no lo manifiesten sienten temor. La viruela negra es contaminante. Nosotros somos camino, Dios es el fin padre Nicolás, se escucha la voz quejumbrosa de Claver. ¡Entremos y hágase su voluntad! Lentamente empujan la puerta que no ofrece resistencia. Entonces un vaho caliente de pestilencia los arroja hacia el patio como las ondas de una explosión. Afuera, a varios metros de la habitación, el hedor de la podredumbre a perro muerto los destripa. De rodillas, el padre Nicolás González vomita sin ningún comedimiento al lado de un matarratón. Un poco más distante, de pie, y recostado contra un aljibe, el padre Claver suda profusamente tratando de aspirar por nariz y boca la mayor cantidad de aire incontaminado. Pálido y cetrino habitualmente, se encuentra desencajado. La hediondez no desaparece de su aliento y su saliva. Y lo que sus ojos alcanzaron a ver en una fracción de segundo es apocalíptico: tirado en una esterilla, un negro esquelético se deshace consumido por las llagas abiertas que hienden todo su cuerpo. La sola visión repele. ¡Dios, soy un ingrato! ¡Con que esas tenemos cuerpo! ¡Veremos! Y con ánimo y pasos decididos sube las escalinatas y penetra al cuarto de aflicción. Unos minutos después, recuperado de la asquerosidad que vació su estómago y estremeció su ser, el padre González, al no escuchar ningún ruido, entre asustado y curioso, empieza a subir los lastimeros escalones hasta llegar a la puerta dominando el temor y la repugnancia. Lo que allí ve lo deja espantado: el negro llagado se encuentra acostado sobre el manteo del padre Claver que le lame las purulencias.

De regreso al Colegio donde residen, los padres Pedro Claver y Nicolás González desandan las calles polvorientas que los llevaron a la casa de la señora María de Meza. Las expresiones de ambos son bien diferentes, mientras a Claver se le ve un rostro adusto y preocupado, el padre González aún refleja la conmoción de haberlo sorprendido lamiendo las ulceraciones del negro que murió en sus brazos después de aplicarle los Santos Óleos. Nunca 44

le dirá que lo vio. Cree que de ningún modo se lo dirá a nadie. Algo había escuchado de esta actitud del padre Claver frente a las llagas de los negros por cuenta del látigo en sus espaldas, pero siempre pensó que eran consejas mal intencionadas, malinterpretando la dedicada caridad y amor de su compañero y amigo por sus morenos. Pero no, era cierto. Su camarada lamía las llagas repletas de pus que se formaban en los cuerpos de los negros por las enfermedades. Lo observaba de soslayo evitando encontrarse con su mirada pues aún no podía creer en el acontecimiento que lo perturbaba. Por su bienestar interior trataría de olvidarlo, ya que jamás podría entenderlo. La caridad cristiana y dedicación y amor a los desposeídos no debía confundirse jamás con actos que repugnaran a la dignidad de las personas. Y lo que descubrió con sus propios ojos lo convencieron de que no eran infames calumnias que le hacían al padre Claver. Al principio creyó estar alucinando cuando se tropezó con la asquerosa escena, pero no, allí estaba él con el esclavo en sus brazos lamiéndole las pústulas. Era no solo repugnante sino degradante. El hedor que se desprendía de ese cuerpo enfermo volteaban las tripas a cualquiera que se le aproximara a veinte metros. De pronto se vio asaltado por un sentimiento de piedad hacia su amigo y compañero de catequesis. ¿Su bondad era tan desmedida o desatinada que daba para tanto? ¿O era acaso un demente? ¿O un anormal? Así no quisiera saltaban estas preguntas inquietantes en su cerebro. Y la congoja oprimió su corazón sumiéndolo en una profunda tristeza. El padre Claver era bueno. Un buen ser humano y mejor hijo de Dios. Trabajaba en forma silenciosa y sin aspavientos por fuera del límite de su propia resistencia en su misión de salvar almas para la satisfacción del Señor. No desfallecía jamás. Nunca, cualquiera fuera la hora del día o de la noche, se negaba a asistir a un negro esclavo que lo necesitara. Se autoproclamaba el esclavo de los esclavos, y lo que decía, sentía y pensaba, era coherente con lo que ejercía. Hacía gala de una humildad exacerbada que en ocasiones molestaba a los de su misma congregación consiguiendo un efecto de rechazo y malos tratos por parte de los demás religiosos. Él no era nadie para 45

juzgarlo y menos condenarlo por un acto que si bien repugnaba, no le causaba daño a la moral ni a las buenas costumbres. Tal vez al estómago, y se sonrió por el espasmo asqueroso que se produjo en el suyo vomitando todo lo que contenían sus tripas, y por supuesto, a la salud de Claver. Pasaron por la calle de Santa Teresa y diez minutos más tarde, bajo un sol que desollaba, llegaron al Colegio en el que vivían. Los negros esclavos que les servían de intérpretes se quedaron en las barracas donde se alojaban, y ellos entraron al comedor atiborrado a esa hora de hábitos. El padre Claver cayó de rodillas y uniendo las palmas de sus manos cerca del pecho empezó a orar musitando a Dios palabras de agradecimiento por los alimentos que consumían sus camaradas religiosos y por los que él mismo estaba próximo a ingerir. Su fervor y recogimiento le impedían ver o escuchar gestos y voces burlonas de los religiosos que no se acostumbraban a lo que consideraban pantomimas salidas de tono de Claver que no tenían justificación, pues al empezar a comer se rezaba en silencio una oración de agradecimiento al Señor. La creían una espectacularidad para llamar la atención o destacarse del resto de sus compañeros. Pero el clérigo Claver era inmune a cualquier tergiversación de sus actos puramente encomendados a la benignidad de su Dios que todo lo podía y merecía por la generosidad con que privilegiaba a los hombres.

Concluidas sus plegarias de amor y gratitud, se sentó en un sitio apartado haciéndose servir un vino aguado con un pedazo de plátano asado que comió con toda la humildad de un pecador hijo del Todopoderoso que no era merecedor de semejante banquete, ya que otras personas en ese instante no tendrían siquiera un bocado para llevar a sus hambrientos estómagos. Satisfecha el hambre se dedicó a ayudar en los oficios de limpieza del comedor a los esclavos Ignacio Sozo e Isabel Falupa. Ignacio Sozo, alto, delgado, de risa pronta y muy alegre, de dieciocho años de edad, también le servía de intérprete. Isabel Folupa, un año menor, era su contraste: taciturna, jamás sonreía, callada, de 46

mirada triste y extraviada, parecía no vivir el presente un solo instante. Constantemente recibía reprimendas de los clérigos por permanecer ensimismada y no entender las encomiendas que le asignaban, dando al traste en ocasiones con la organización meticulosa de la comunidad religiosa. Pero en cambio su rostro se iluminaba en una sonrisa muy particular, mientras los ojos negros como su piel brillaban en forma inusual cuando el padre Claver le hablaba suavemente solicitándole, como en este momento, que le ayudara a organizar las cajas que contenían los diferentes productos que le regalaban para los macarrones enfermos en el hospital, o los bozales recién llegados en los barcos. Entonces su cuerpo y alma eran acometidos por unas fuerzas desconocidas para ella misma y su tristeza se transformaba en ímpetus arrolladores y a su espíritu lo embargaba una felicidad que cambiaba su aspecto convirtiendo su apariencia mansa y silenciosa, en una conmoción que aturdía con su hiperactividad y locuacidad a todo aquel que se le acercara dejándolo boquiabierto. Por eso en el Colegio se decía: “Si quieren que Isabel funcione y deje la morriña, que le ordene Claver y la verán diligente como una niña”.

Aparecía entonces otro ser totalmente extraño y sus diecisiete años reventaban su cuerpo aflorando una hermosa y exuberante mujer de formas insinuantes que desorbitaban los ojos de cualquier mortal. Empezaba a canturrear una melodía inventada por ella en lengua angoleña que hablaba del Dios cristiano, de los dioses africanos que la habían abandonado, del padre Claver que era un ser hermoso y bondadoso, y de Benkos Bihojó que los liberaría de la esclavitud y volverían todos a su África en los inmensos barcos, llevándose un hombre blanco, el padre Claver. Algunos otros esclavos que servían en el Colegio le entendían y soltaban la risotada ante las ocurrencias cantadas de Isabel Folupa que contoneaba sus sensuales caderas ante la mirada aterrada de los religiosos y entusiasmada de los negros. ¡Isabel compórtate!, la reprendía afectuosamente el padre Claver, ella sonríe con malicia y deja de bailar pero continúa con sus cánticos que por momentos tienen entonaciones melancólicas y otras exultantes. 47

¡Isabel Folupa!, masculla el padre Claver moviendo de un lado a otro la cabeza mientras se encamina a su habitación seguido por la joven esclava. ¿Quién puede entenderla? Recuerda el día que la sacó del barco que la traía con el resto de mercadería de carne humana. Era una chiquilla exánime y agonizante. No tendría arriba de ocho o diez años. Estaba en los huesos y llagada. Unos pocos días más de navegación y hubiera muerto como tantos otros a causa de la sed, el hambre, el hacinamiento y las enfermedades en ese galeón de tragedia y horror. La envolvió en su manteo, la besó en la frente y le dijo vamos chiquilla que te repondrás y serás una niña muy fuerte. Ella entreabrió sus grandes ojos y lo miró por un instante a través del celaje de la muerte, entonces tuvo el último pensamiento, no estaba mamá, ni papá, ni hermanos, ni familia que la cuidaran, pero se encontraba ese ser extraño de piel blanca como los que la habían arrancado a la fuerza del sueño prendiéndole fuego a las chozas una oscura madrugada sin lunas, estrellas y dioses que la protegieran, mientras todos corrían despavoridos y ella escuchaba los truenos y veía los fogonazos que salían de unos tubos que llevaban. No tenía a sus padres, pero a cambio apareció esa figura con pelos en la cara, sonrisa afable y voz tranquilizadora que aun cuando ella no entendiera qué le decía, sabía que lo que le decía era bueno. Supo en ese instante que ese ser extraño y triste no podría hacerle ningún daño. Cerró los ojos y murió. Resucitó a los tres días de entre los muertos y allí estaba todavía el hombre de sonrisa dulce que la miraba como si sintiera afecto por ella.

48

El licenciado Don Juan Méndez Nieto, médico de la ciudad de Cartagena de Indias desde el año de 1569, época en que llegó a ejercer su profesión, se encontraba en el puerto próximo a zarpar en una nao que lo llevaría a la isla de Cuba, viaje cuyo propósito fundamental era reunión de colegas con los cuales intercambiaría ideas, inquietudes y tratamientos de las enfermedades más frecuentes en estas tierras donde se aposentaba el reino español. Se hallaba acompañado de su muy digna esposa doña Martha Ponce de León, que había acudido a despedirlo con unos cuántos esclavos que cargaban el equipaje bastante abultado del viajante en el cual transportaba, además de sus ropas y objetos personales, las muestras de unas plantas consideradas medicinales, especialmente del limpiadientes recetado por él con mucha frecuencia a las señoras de Cartagena que acudían a su consulta. El licenciado Méndez Nieto era un hombre de elevada estatura, cabellos completamente blancos y abundantes peinados hacia atrás. Su tez era muy blanca con palidez de umbríos en su rostro. Delgado y un poco encorvado, aparentaba entre sesenta y cinco y setenta años de edad aun cuando fuera menor. Su rostro era adusto, con un ceño fruncido permanentemente como si algo lo agobiara, o padeciera una enfermedad dolorosa.

Su esposa era una matrona de unos cincuenta años de edad, bajita y algo regordeta que sonreía permanentemente y trataba con especial afecto a los esclavos que revoloteaban a su alrededor. Tenían tres hijas en época de “merecer”, esto es, casaderas, que significaban la razón de ser del licenciado.

49

Lo único que le preocupaba de su ausencia que no pasaría de dos semanas, a más de sus pacientes que serían atendidas por su amigo y cirujano Pedro López de León, era el inquisidor Juan de Mañozca. Este sujeto, llegado a la ciudad de Cartagena de Indias en el año de 1610, bien pronto cobró un poder inusitado por las debilidades de carácter del inquisidor mayor Don Mateo de Salcedo. Había conformado entre los negros, y ciertas personas, mujeres y hombres de las buenas familias de la ciudad y muy lisonjeras, una verdadera red de espionaje a través de la cual conocía las intimidades de todos los habitantes, incluyendo a los negros esclavos y a los mulatos y horros. Los tentáculos de este inquisidor llegaban a la más alta esfera de la iglesia, penetrando la vida privada del ilustrísimo Obispo de Cartagena Fray Juan de Ladrada, e inclusive la del gobernador Don Diego Fernández de Velasco. Aun cuando todo el mundo le temía, parte de la sociedad cartagenera era obsecuente con los comportamientos desmedidos del personaje. Mañozca lo había visitado dos veces en su consultorio con el pretexto de un desarreglo hepático y en las dos oportunidades el inquisidor lo sometió a interrogatorios que no tenían nada que ver con el supuesto mal que padecía. Sus ancestros judíos fueron primordialmente la averiguación del marrullero clérigo, y posteriormente en la segunda inspección, le indagó minuciosamente todo lo concerniente a su profesión y al vínculo que lo unía con los pacientes, mujeres en su mayoría. No sabía si por relato de algunas de estas mujeres, el torvo individuo estaba muy al tanto de la intimidad de las relaciones médico paciente, logradas a través de la mutua confianza para la solución de los males que las aquejaban que en ocasiones no podían exponerle ni siquiera al confesor. En esta segunda investigación prácticamente le levantó un prontuario acusándolo de judaizante, y de prevalerse de su investidura de médico para debilitar el espíritu y las buenas costumbres de las damas de Cartagena con consejas que inclusive tenían que ver con el crimen al recomendar el aborto. Y con la hechicería y los bajos instintos cuando alguna de estas mujeres 50

eran acometidas por sus fogosidades y les sugería la masturbación como medio de saciar los arrebatos. Sé que en ocasiones las ha inducido a prácticas de libertinaje sexual y a la misma infidelidad, le dijo. Sí, sabía que tenía un serio problema con el sombrío dignatario, problema que intuía se agravaría con el tiempo a pesar de que había conversado con algunas personalidades de la ciudad que eran sus amigos, contándoles sus temores.

Mañozca le puso el ojo a la Cantora desde el primer día que la conoció en el consultorio a donde ella acudía cuando el médico se lo solicitaba para que lo ayudara en algunos de los menesteres en los que sus pacientes se sentirían más seguras con una mujer que las auxiliara, sin importar que fuera una negra esclava. Le ofreció mil quinientos pesos para comprársela, suma exorbitante para pagar por un esclavo de cualquier sexo, edad o condición. Por supuesto que él no la hubiera vendido por ningún precio y menos al inquisidor. Le compró la Cantora a la comunidad de los jesuitas diez años atrás, cuando era una pequeñina asustadiza que no recordaba a sus padres. Desde entonces poseía una voz hermosa que la hizo famosa y acreedora a la admiración general, lo que a él le producía deleite y orgullo cuando hacía reuniones en su casa y la bella mujer en que se convirtió la chiquilla escuálida empezaba a cantar acompañada por la vihuela que tocaba con maestría.

La Cantora, un poco mayor que sus hijas, creció bajo su protección y amparo. Nunca hubo rechazo o discriminación por parte de las mujeres de casa. Desde un principio todas se avinieron y así crecieron, aun cuando la Cantora siempre ocupó su lugar de esclava dentro de la jerarquía establecida en su hogar. Y desempeñaba los oficios domésticos correspondientes a una cautiva, lavar, cocinar, remendar, fregar. Era bien entendida y hablada y por eso el licenciado Méndez Nieto la llevaba en los viajes a los que se veía obligado por su profesión, y hoy no era una excepción, además de que no se atrevía a dejarla en la ciudad con Mañozca rondándola. En fin, todos, especialmente él, se habían 51

encariñado con la Cantora que cantaba más hermoso que los Seises de Sevilla según afirmaba el médico sin ningún rubor.

Un estrepitoso bufido de sirena indicó a los viajantes que debían abordar, por lo que el doctor Méndez Nieto besó a su esposa en la frente y tomó una pequeña maleta de cuero de lagarto donde llevaba sus documentos con anotaciones sobre su experiencia como practicante de la medicina en Cartagena de Indias. Dos de sus esclavos ya habían entregado a los encargados del barco los equipajes. Empezó a subir las escalinatas para llegar a la cubierta de la nave seguido de su esclava. De pronto se detuvo. No era exactamente para decirle un nuevo adiós a su esposa. Quería echarle una última mirada a la ciudad de sus amores. Y la vio por primera vez después de tantos años de poseerla: devastada de sol, le pareció una inmensa flor que navegaba en el mar con un rostro marchito, contagiada de la tristeza del pueblo africano obligado a permanecer en ella por la infamia de los grilletes hasta el fin de los tiempos, un tiempo menesteroso y sin repatriación. Sintió entonces cómo se estremecía su cuerpo acometido por una aprensión que ni la razón ni los sentidos podían explicar.

52

Juliana Embuyla regresó hace poco tiempo de los palenques a donde huyó y permaneció más de un año. En una escaramuza de los cimarrones con los soldados y los indios flecheros fue apresada y entregada a su antiguo amo el capitán Juan de Heredia que no la castigó por encontrarla con una preñez de aproximadamente ocho meses. Esta gravidez le imposibilitó huir con los que no mataron y fue capturada.

He esperado a que la noche se cierre sobre el corral de piedras para desarrollar el plan que concebí y determiné desde el mismo instante en que de nuevo me convertí en esclava. Mi dueño me utiliza, a causa de mi gestación, como negra gatera, alquilándome para que venda diversos géneros sentada en las plazas públicas. Tiene esa consideración pensando que este trabajo es más liviano que el de granjera, o en la casa como doméstica, o preparándole comida a los jayanes esclavos que no pierden oportunidad de meterle a una las manos entre las piernas sin importarles la enorme barriga. Paso las noches en el arrabal de Gemaní donde una negra liberta me alquila un pingajo de cuartucho para dormir en el suelo sobre un petate deshilachado que rompe mi espalda. Allí rumio mi rabia y frustración por haber caído de nuevo en manos de los españoles esclavistas. Mi amo no es tan malo pero la mujer es perversa. Tengo la certificación de su crueldad en mi cuerpo: Mis espaldas, nalgas y piernas están laceradas por el látigo de tripas de buey que la maldita utiliza con furia desatada por todos los demonios de la ira cuando cree que sus órdenes no han sido acatadas con presteza y eficiencia. Hasta aceite hirviendo 53

derrama en los cuerpos de nosotros sus esclavos. A la negra Josefa Calenguí le cercenó dos dedos de su mano derecha porque le dejó caer, sobre mierda de gallina, una ropa recién lavada. La operación, muy limpia por cierto, la ejecutó la misma ama sin que se le arrugara un solo músculo de la cara ante los gritos de súplica de la pobre mujer. A otra infortunada negra hubieron de llevarla corriendo donde el médico Méndez Nieto porque la encontró apareándose de noche en uno de los muchos corredores de la casa, y como castigo la hizo amarrar, y abierta de piernas le metió un cuchillo hirviendo por la madre. Al negro con el que copulaba le cortó los testículos. Puñaladas, garrotazos y pedradas propina sin compasión a la menor falta. El demonio la posee y el mismo capitán Juan de Heredia le tiene miedo. Su crueldad no conoce límites y en una ocasión quiso volarle la cabeza con un machete a una niña de 10 años que le rasgó uno de sus trajes mientras ayudaba a vestirla. La aterrorizada muchachita salió despavorida a los patios dando gritos, y el resto de esclavos, por vez primera, se atrevieron a enfrentar a la criminal mujer haciendo un círculo con sus cuerpos donde encerraron a la niña para resguardarla de la segura decapitación. ¡El ama Teresa!

Mujer del capitán Juan de Heredia ¡Asesina!

¡A ella no la matará, ni a su hijo! Porque no la volverán a ver. Lo promete. Por eso huyó hacia los palenques. Las sombras están próximas. La luna recién empieza a aparecer, pálida y temblorosa por el esfuerzo que ha hecho para llegar hasta el poblado donde esclavizan y matan a los negros. Ya estoy segura que ninguno de los de mi raza quedará vivo, ni siquiera los libertos. La única esperanza de verdadera libertad es que Benkos Bihojó con sus hombres venza las tropas del gobernador, los mate a todos y puedan apoderarse de los barcos que con frecuencia llegan a Cartagena, tomando prisioneros a los marineros para que los regresen a África. Esta es la obsesión del gran guerrero. 54

¡Quedarse aquí es morir! ¡Así se esté vivo! Nuestros descendientes nacerán muertos porque son esclavos desde que están en el vientre, por eso quieren que nosotras, las mujeres negras, engendremos y criemos el mayor número de hijos posibles para que su negocio sea más próspero. Pero ella está decidida a que su hijo nazca y permanezca libre por siempre. Apaga la vela y huye hacia el patio por donde se escabulle como una sombra alcanzando las calles a través de los portillos que comunican los solares. Le hubiera gustado una noche sin luna, pues con ella surgen los espíritus y en ocasiones las brujas reclaman el botín. Además, le es difícil caminar, ya que los dolores del parto a medida que pasa el tiempo son más recurrentes e intensos. El único obstáculo para llegar hasta las playas es que se tropiece con los soldados de la ronda, los que hacen cumplir la queda. Pero está casi segura que por estos parajes dónde vive la pobrería no se aparecerán. Por temor y porque les interesan los sitios de los ricos para protegerlos. ¡Por fin el mar!

Está tranquilo. Seguramente duerme porque no hay gritos de demonios ni tambores que lo alboroten. No se escucha ni siquiera el deslizar de las serpientes entre los matorrales cuando se encuentran de cacería. Solo el atolondrado zumbido de los mosquitos que trato de ahuyentar batiendo a mi alrededor con una mata que arranqué de la tierra seca. La luna se desplaza sobre la superficie de las aguas y se devuelve a las alturas en una sacudida de claridades indefinidas. Los pies de Juliana Embuyla se entierran entre los corpúsculos de arena. Llega agotada y se deja caer sobre sus rodillas. Luego inicia un proceso de reacomodación de su cuerpo para poder sentarse sobre la playa. Sostiene su inmenso vientre con una 55

mano, mientras apoya la otra en la arena lo que le permite ir colocando poco a poco sus grandes nalgas. Por fin logra sentarse. De cara al mar se siente segura en esas soledades. Ahora solo tendrá que esperar a que se produzca el parto.

Miro el cielo. Un reguero de estrellas se desgrana desde las alturas y caen en lo profundo de mis ojos repletos de lágrimas. No volveré a ver esas estrellas. No volveré al África. No volveré dónde mis amos. Pero tampoco volveré a ser esclava. Mi hijo está próximo a nacer y no puedo esperar la redención ofrecida por Benkos Bihojó. No sé quién es el padre pero eso no importa. Lo concebí en una noche como esta de estrellas viajeras y luna escandalosa por el atronar de los tambores y la ingesta de mucha guarapa mientras todos los del palenque bailábamos y cantábamos recordando a nuestros dioses y a nuestros antepasados.

Recuerda que esa noche los acompañaba Benkos. Ella lo conoció. Era alto, hermoso, imponente. El guerrero más soberbio y arrojado que hubiera podido conocer. No había otro como él. En el delirio de cuerpos danzando y aturdida por la guarapa y la luna roja de la candela que brotaba de los montículos de leña que chisporroteaban abundantes por todas partes, se apareó con distintos hombres. Desafortunadamente ninguno de ellos era Benkos Bihojó el Rey de la Matuna. A él solo lo poseían las mujeres guerreras que lo acompañaban en sus batallas. Se lo merecían, se lo habían ganado con sus hazañas. Tal vez eran varios los padres de su hijo. Allí no existían rostros ni nombres, solo pieles y aullidos de demonios. Los dolores se hicieron más intensos, estaba segura que su hijo empezaba a asomarse al mundo. Con un último esfuerzo se quitó el vestido y lo extendió sentándose encima completamente desnuda. Su bebé no rodaría sobre la arena. Empezó a pujar y la respiración se le entrecortaba por el esfuerzo. Tenía los dientes apretados y estaba bañada en sudor. El niño debía ser muy grande 56

porque no terminaba de salir. Un último esfuerzo. Pujó con todos sus pulmones y tripas y después un grito. El niño rodó sobre la tela de su traje harapiento.

Exhausta se quedó tendida de cara al cielo. Las estrellas se arremolinan y se lanzan contra ella. Su respiración agitada las detiene. No escucha al recién nacido llorar. Lentamente se va reincorporando al encuentro con su hijo. Lo divisa entre fulgores de lunas y lo acoge en sus brazos limpiando su carita de los desperdicios que indujeron su desarrollo. Es hermoso, regordete y fuerte. No llora, sonríe al rostro de su madre. Ella empieza a acariciarle la cara con los dedos de su mano derecha. El pequeñín continúa sonriendo. Lo besa en la frente y luego busca su sexo: es hembra. Entonces la acomete de nuevo una contracción y se da cuenta que otro niño viene en camino. Un minuto después aparece su nuevo hijo. Son dos los que están en sus brazos y ambos son hembras. Llora, las toca, las besa. Pone a las niñas sobre su vestido y las revisa: están completas. Sus pies, sus manitas diminutas. Ambas sonríen. Vino aquí, a la orilla de estas aguas que no tienen fin, que la llaman mar y los trajo de África con un propósito: que su hijo no fuera esclavo jamás, pero su hijo ahora no es su hijo, son dos hijas y está confundida sin saber qué hacer. Las aprieta contra su pecho y llora mientras las niñas ríen. Luego empieza a gritar insultando a Changó por haberla olvidado. Pero sus gritos golpean las estrellas y se pierden en la noche. Se levanta. No más dudas. Sus hijas no serán esclavas. Desnuda y arrastrando la placenta camina entre las aguas tranquilas y tibias sumergiéndose en ellas.

Juliana Embuyla sonríe a sus pequeñas. Las tres desaparecen. Arriba queda asombrada la turbamulta de estrellas. Y en la playa, bañada por blanca luz de luna, aparece una sombra. Y luego otra, y otra, y otra…

57

El padre Claver no quiere recibirle dinero a Doña Isabel de Urbina, generosa protectora de los negros y pobres que él acoge en su inagotable misión misericordiosa cuando recorre los andurriales de Cartagena de Indias. Yo no sabría qué hacer con eso, señora, le dice ante su insistencia. Más bien compre alimentos, ropa, vino y tabaco, y lo reparto ahora que se aproxima la pascua entre los lazaretos y los negros que habitan en el barrio Getsemaní, donde en ocasiones no tienen un mendrugo para llevar a la boca, o un trapo para cubrir sus cuerpos.

El padre Sandoval, que presencia la escena, sonríe. Conoce la terquedad de ambos y presiente estarán un rato largo en esa discusión. Por eso decide intervenir diciéndoles: si me permiten recibo el dinero y realizo las compras que el padre Claver me indique. Salomónico, padre Sandoval, decreta doña Isabel en medio de una hermosa sonrisa que encandilaría al propio obispo. Han terminado de almorzar y saborean un delicioso dulce de hicaco que con otras delicias se lo traen de las Antillas a la dueña de casa. El plato principal consistió en róbalo frito en aceite de oliva, ya que se acerca la cuaresma, un poco de arroz, algunas verduras donde sobresalían las endivias, los ruibarbos y las aceitunas; y plátano asado que le gusta mucho al padre Claver. Un poco de vino y jugo de guanábana con leche. Todo preparado por Margarita de Caboverde, esclava y cocinera de la casa de doña Isabel. Exquisiteces servidas en finas vasijas, platos y escudillas traídas de España. Un hermoso mantel bordado en oro cubría la opulenta mesa. 58

Cuando se distribuían los primeros platos, el padre Claver, mientras bendecía los espléndidos manjares, le dijo a la esclava Margarita de Caboverde que los atendía: No tengo hambre, solo me comeré el plátano y tomaré un poco de vino. El resto me lo envuelves y lo metes en una cesta para llevárselo a Andrés Sacabuche que está muy enfermo. La anfitriona sonríe y le responde no se preocupe padre Claver que ya estaba enterada del padecimiento de Sacabuche y Margarita le envía en estos momentos una encomienda con lindezas.

Doña Isabel de Urbina es una de las más prestantes damas españolas que residen en la ciudad de Cartagena de Indias, y el principal soporte económico y moral de la obra de los padres Claver y Sandoval en su evangelización con los negros esclavos venidos del África. Tiene unos treinta años de edad, de cabellos rubios, tez muy blanca, rostro fino y hermoso, y cuerpo garboso. Muy afectuosa en su forma de acoger a las personas, pero a la vez muy estricta en la relación con las mismas cuando la consideran débil. Su fortuna es inmensa, quizás la más caudalosa de la ciudad.

La casa donde habita se encuentra en el barrio San Sebastián, poblado por la gente más rica y prestante de la ciudad: altos funcionarios públicos y comerciantes dedicados a la importación o exportación de diversa mercadería, o a la trata. Construida en mampostería y teja, consta de dos pisos con amplias habitaciones y corredores muy frescos que intercomunican los diferentes espacios. Está bordeada por un inmenso patio poblado de jardines y árboles colmados durante el día de varias especies de aves que fascinan con sus hermosos trinos. En un traspatio están instalados los barracones para los esclavos negros que en total de veinte atienden con agrado a “el ama bendita”, como la califican, por el trato cálido y compasivo que les brinda. Definitivamente doña Isabel de Urbina se esmera por tener con ellos una relación de mucho respeto y verdaderamente cristiana. Jamás permite que sus esclavos sean castigados físicamente. Cuando considera que han faltado a sus deberes, personalmente los riñe, haciéndoles advertencias para 59

que la anomalía, porque usualmente bien le sirven, no vuelva ocurrir.

Enviudó muy joven de don Hipólito Salazar, Comandante del Castillo de la Punta del Indio, atacado allí de peste. El padre Claver es su confesor hace ya varios años, desde que se ordenó sacerdote, y no hay poder humano posible que la mueva a buscar indulgencias en otro clérigo. La admiración por el religioso, fundamentada en la obra de evangelización que realiza por toda la ciudad es de devoción, y su confianza en él como guía no tiene límites.

Los he citado a mi casa mis queridos sacerdotes, ante todo para disfrutar de vuestra compañía y que el padre Claver me escuche en confesión, pero diría mentiras si solo fueran esos mis objetivos. Dos cosas me preocupan en demasía por estos días: las armazones de negros que se han instalado contiguos al puerto, cerca de las murallas, pertenecientes a la flota de tres barcos que desembarcaron mas de mil almas que tengo entendido no gozan de las mínimas condiciones de asepsia y salubridad por más esfuerzos que ustedes hagan. Se acerca la semana mayor y por supuesto esos negros bozales no podrán estar en la celebración, pero por lo menos que tengan una idea de lo que significa tan importante solemnidad. Quiero que ustedes me instruyan en lo posible, de cómo podemos ayudar las señoras de Cartagena para organizar las procesiones y demás actos de tan magno acontecimiento. Mi otra inquietud es el Santo Oficio de la Inquisición. Hay alarma entre los habitantes y se percibe un ambiente tenso porque el criterio, casi generalizado, es que se desborda quizá por exceso de celo en el cumplimiento de sus atribuciones. Mi médico personal y amigo, el licenciado Méndez Nieto, se siente perseguido y acosado hace años por el señor inquisidor Juan de Mañozca, cuyo comportamiento como representante de la fe católica deja mucho que desear, y sobre esta conducta la gente empieza a murmurar. Al caer la noche lo han visto en escapadas al arrabal de Getsemaní en compañía de la meretriz Paula de 60

Eguiluz, a quien todo el mundo conoce. Ayer visité al licenciado Juan Méndez Nieto por un dolor en el cuello que me ha durado varios días y que me atormenta impidiéndome la tranquilidad, y el médico me ha transmitido estas inquietudes con respecto a la Inquisición. Me contaba también el doctor Méndez, que este inquisidor, Juan de Mañozca, se encuentra obsesionado con ciertas personas, una de las cuales es usted padre Claver, por el trato compasivo y amoroso como se relaciona con los negros. Él supone que usted protege y está de acuerdo con las actuaciones del negro cimarrón Domingo Biohó que se hace llamar el Rey de la Matuna y que goza de unas preferencias aceptadas por el entonces gobernador Jerónimo Suazo Casasola en aras de una paz con esas gentes que causaban y causan muchas muertes y daño a la economía, impidiendo la fluidez del comercio cuando se levantan en actitudes belicosas. Lo cierto es que el rebelde se ha envanecido y entra portando armas a la ciudad, vestido con ropas nuestras muy finas, custodiado por un séquito de cimarrones que en ocasiones alcanza un número muy alto, se han contado hasta veinte hombres que lo acompañan, y eso atemoriza a la población puesto que estos escoltas también llevan armas y promueven escándalos con intervención de los soldados que se ven en dificultades para someterlos al buen comportamiento. Dicen que se apoderan del carnaval cuando se efectúan las fiestas, y pretenden llevarse a los palenques mujeres blancas. Este Domingo Biohó, a quien muchos llaman o apodan Benkos Bihojó, se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza para nosotros los españoles, para los indios, e inclusive para algunos negros libertos y esclavos los cuales pretende que se sumen a sus huestes de rebeldes en contra de sus voluntades. La verdad es que tiene mucha ascendencia entre la mayor parte de la población negra, y lo empiezan a ver como una especie de salvador. Sus hermanos de raza les han compuesto cánticos en los cuales se habla que hará una gran rebelión que exterminará a todos los españoles para que ellos puedan volver a su continente. Si el inquisidor Mañozca no lo relacionara a usted con el tal Benkos, padre Claver, no estaría tan preocupada. Pero 61

desafortunadamente nada que venga de este sujeto debe tomarse a la ligera. Yo le creo a mi médico y me dice que es de sumo cuidado.

La bella Isabel de Urbina guardó silencio para escuchar al padre Claver, motivo principal de sus reflexiones, pero este, con las manos cruzadas sobre el pecho miraba los arabescos del mantel sin la menor intención de abrir la boca. Como pasaran unos minutos de silencio absoluto, el padre Sandoval se removió intranquilo en su silla y carraspeando se tomó la vocería de su entrañable camarada: sé que por timidez y humildad, nuestro buen amigo es poco conversador, pero es infame la acusación de Mañozca. Como bien lo dice su médico, doña Isabel, ese inquisidor es un personaje siniestro y oscuro que no debe perderse de vista, pero tenga la seguridad que el padre Claver tiene en su corazón a todos los negros sea cual fuere su condición, y me consta que ha ido a entrevistarse con Domingo Biohó para que deponga su actitud de insurrección. Ningún patriota español, menos un religioso, estimularía los propósitos sangrientos del rebelde cimarrón. Lo sé, padre Sandoval, interrumpió doña Isabel de Urbina el discurso del sacerdote. Yo lo he mencionado únicamente como la gran preocupación que me embarga por lo tenebroso del personaje, no vaya a ser que envuelva entre sus maquinaciones a nuestro querido padre Claver. Es tal la obsesión y el odio que siente por el tal Benkos, que es capaz de hacer mucho daño a la persona que supuestamente lo acolita. Y es esta la acusación que esparce por toda la ciudad: “Claver es aliado del negro criminal Benkos Bihojó”. Todos sabemos que no es cierto pero calumniar deja resultados. Lo qué no sé es por qué lo hace. ¡Yo si lo sé!, exclamó en forma abrupta el padre Claver en medio de su silencio piadoso.

Doña Isabel y el padre Sandoval lo miraron en forma interrogadora esperando una aclaración a tan tajante afirmación. Mañozca me presiona para que le tienda una trampa a Domingo Biohó, nombre con el cual lo bauticé. Y se lo entregue 62

con una falsa acusación de la cual se prevalecerán para apresarlo, y en juicio muy corto, condenarlo y ejecutarlo. Como me he negado reiteradamente, me endilga el cargo de promotor de negros rebeldes. Yo tengo mucho que hacer para vivir defendiéndome de todas las patrañas que me inventan, o que de mí se dicen. Déjelo doña Isabel que me calumnie, pero no logrará nada. Hablemos más bien de la organización de las procesiones de Semana Santa puesto que del cargamento de negros que efectivamente está en las armazones cerca al puerto no hay de qué preocuparse, pues en pocos días parten unos para el Perú, y otros en barcos a diferentes islas.

Cuando los sacerdotes se despedían de la generosa matrona, esta se dirigió al padre Claver preguntándole: ¿“Quiere ropa o alimentos para los pobres de Getsemaní, padre Claver”? El padre Pedro Claver, miembro de la comunidad de los jesuitas de Cartagena de Indias, se la queda mirando fijamente respondiéndole: “Que ese no sea su dilema señora, pues los pobres no escogen, toman lo que les dan”.

63

Por petición de doña Isabel de Urbina, el médico Juan Méndez Nieto se hace presente en el Colegio de los Jesuitas a fin de examinar las dolencias del negro intérprete Andrés Sacabuche. El padre Claver se encuentra a su lado desde que cayó enfermo dos días antes, ausentándose únicamente ante el llamado que le hizo la distinguida dama cartagenera a él y al padre Sandoval para exponerles lo que ella consideraba graves acontecimientos que aparecían en la ciudad, algunos de ellos promovidos por la Inquisición y más concretamente por Mañozca. A pesar que en apariencia el padre Pedro Claver tenía preocupaciones más apremiantes que lo ocupaban, no dejaban de mortificarlo las observaciones de su protectora. Aun cuando se lo reservaba sin comentárselo a nadie, era víctima permanente del asedio a que lo sometía el bellaco inquisidor cada vez que se encontraban en un acto religioso en donde ambos coincidían con alguna frecuencia. Para las procesiones se toparían muy esporádicamente, pues él se perdería entre la multitud de asistentes, en cambio el hurón de Mañozca ocuparía uno de los sitios más relevantes dispuestos para las personalidades donde su modesta figura no tenía posibilidades de arribo, ni tampoco interés en mostrarse. El domingo, día de la celebración de la pascua de resurrección, fecha en la cual el humilde siervo de Dios estaría exultante por el triunfo de la vida sobre la muerte, se tropezaría en algún momento con el insolente inquisidor. Sin embargo, lo tranquilizaba saber que esa celebración con ascenso al santuario de la Popa de la Galera a visitar la Virgen Morena con los descastados no era de mucho atractivo para los inquisidores, ni siquiera para los altos representantes de la iglesia, o por lo menos no con tanto boato como el de las procesiones. 64

Otra de las grandes preocupaciones de doña Isabel de Urbina era la hechicería, que según ella había llegado a ciertos sectores de la sociedad cartagenera, sobre todo a las mujeres que la practicaban acercándose a las brujas en busca de algunas soluciones relacionadas con sus odios o amores. A su benefactora no le faltaban razones muy bien fundamentadas encaminadas a rumiar sus desasosiegos, inquietudes que él compartía, pensaba Claver, mientras el médico auscultaba al esclavo Andrés Sacabuche que emitía verdaderos alaridos cada vez que lo tocaba en las manos o en el estómago. ¡Es vómito negro!

El trallazo de la voz del médico Méndez Nieto lo sacó de sus pensamientos estremeciéndolo: ¡Qué dice usted mi buen doctor! ¿Qué mi Andrés está contagiado de la peste del vómito negro? Sin la menor duda padre, le respondió el galeno. Toda la sintomatología apunta a ello. A partir de ahora a esta habitación no debe entrar nadie a excepción de usted que lo ha venido cuidando. La esclava Isabel Folupa también ha permanecido algunos momentos con el enfermo, le dice el padre Claver. Pues roguemos para que no se haya contagiado padre, pero tampoco puede volver a esta estancia a la que se debe hacer un aseo meticuloso y permitir que entre la mayor cantidad de aire posible. Solo hay ese ventanuco que usted puede apreciar, doctor Méndez, le contesta Pedro Claver. Pues conviene que permanezca abierto padre. Además de eso, lo único que puedo recomendar es que mantengan fresco al enfermo con compresas en la frente. Un desánimo se apoderó del rostro ceniciento del jesuita. Andrés Sacabuche no solo era su intérprete más valioso, sino que era su amigo y confidente. Claver se decía para sus tripas que era su más seguro confesor. No solamente lo apreciaba por su trabajo y lealtad, también le había cobrado un afecto muy especial por ser hombre bondadoso y cristiano de corazón y práctica y no únicamente de apariencia como era la generalidad de los llamados creyentes. Sacabuche siempre estaba a su lado 65

y lo consolaba cuando Mañozca o los altaneros y prepotentes ricachos o negreros lo humillaban por su tarea entrañable con los negros esclavos. Su fiel y noble intérprete sabía, porque los conocía, lo poderosos que eran sus enemigos, que conseguían en ocasiones, hacerle la vida imposible. Cuando el médico se marchó, el padre Claver salió de las murallas y tomó el camino que conducía a las playas de Bocagrande. El día amaneció y permaneció gris. Faltaban algunas pocas horas para que anocheciera y una cierta opacidad se extendía sobre el mar que revolvía sus aguas en remolinos entorchados reventándolas sobre inmensas piedras negras que con el tiempo formaron un arrecife natural que fue surgiendo de las profundidades. Se percibía una inmensa soledad que estremecía el alma y los sentidos. Esos eran los mejores espacios para buscar a Dios y descubrir su indefinida presencia, pensaba el sacerdote. Se arrodilló sobre la arena mojada, levantó los brazos al cielo y suplicó al creador por la vida de su leal esclavo Andrés Sacabuche. Las lágrimas brotaban sin contera y sus hombros se estremecían convulsionados por el llanto. Sin poderlo evitar gritó con todas las fuerzas de sus pulmones: Dios no te lo lleves. Te lo suplica el más rendido de tus servidores. Pongo mi frente contra la tierra en señal incondicional de veneración y acatamiento, y hágase tu voluntad en los cielos eternos y en este mundo efímero. No te ofrezco sacrificios, te ofrezco mi vida que es insignificante comparada con la de mi leal intérprete que tanto bien le hace a la salvación de los de su raza, pues sin él, yo jamás hubiera podido comunicarme con ellos para aliviar en algo su dolor. Toma mi vida Señor que nada vale, y permite que ese generoso y noble esclavo continúe viviendo y esparciendo tu fe. El padre Claver estuvo orando de rodillas más de una hora. Terminadas sus plegarias, aún de rodillas, recorrió más de un kilómetro de playa, flagelándose con sus disciplinas que siempre llevaba consigo. Y cuando la noche se hizo presente, se devolvió a la ciudad y a su Colegio, con espaldas y rodillas chorreando sangre. 66

La negra esclava Juliana Embuyla regresó del mar.

Arrastraba a sus dos niñas recién nacidas unidas aún por el cordón umbilical. Había jurado que nunca las separarían y lo cumplió. Las pequeñas no tenían rostro porque se los devoraron los peces.

Unos negros libertos que se dedicaban a la pesca las encontraron flotando cerca de la playa enredadas en algas marinas. En los ojos desmesurados de Juliana Embuyla aún persistían algunas estrellas que se obstinaron en acompañarla hasta cuando lograra ser completamente libre.

Irrumpía el mes de marzo de 1620 y la ciudad se aprestaba a celebrar con gran pompa la Semana Santa. Pocos días antes habían zarpado tres buques cargados con más de quinientos negros llegados del África para repartirlos en Cuba y otras islas del Caribe. Eran los negros esclavos que preocuparon a doña Isabel de Urbina por las condiciones sanitarias en que se encontraban, y porque al ser bozales todavía, no entenderían muy bien el significado de lo que representaba para el mundo cristiano la conmemoración del padecimiento, muerte y resurrección del hijo de Dios. El gobernador Javier García Girón de Loaiza estaba empeñado en que no se escatimaran gastos ni esfuerzos para realizar las procesiones más fastuosas que se hubieran visto en estas tierras colmadas de herejes. El obispo, Don fray Diego de Torres Altamirano, secundaba de manera incondicional las iniciativas del regente. Las más floridas damas de Cartagena de Indias aunaban voluntades y destrezas desde meses atrás para confeccionar los ropajes con que vestirían a Jesús, la virgen María, 67

y el séquito de acompañantes que fueron partícipes en la gran epopeya del cristianismo. Las telas, encargadas con anticipación a España, dieron nacimiento al rico ropaje bordado en oro, y se recreó una réplica del manto sagrado y del lienzo que enjugó el rostro atormentado de Cristo.

A pocos días del Domingo de Ramos, la ciudad se agitaba en un paroxismo de piedad nunca antes visto, estimulado por las autoridades civiles, eclesiásticas y militares. Fue entonces cuando arribaron a las playas empujados por las mareas, los cuerpos completamente desnudos de Juliana Embuyla y sus dos hijas.

Los pescadores corrieron a avisarle al padre Claver antes que a las autoridades que jamás se hicieron presentes. El religioso, acompañado de algunos de sus intérpretes, y de las negras Justina y Martina, que eran las encargadas por él para recoger los cadáveres de los miserables que morían en los hospitales o en cualquier rincón de la ciudad a fin de darles cristiana sepultura con cánticos y oraciones, se arrodillaron ante los despojos de Juliana Embuyla y sus hijas, rezando un buen rato para que las almas de esos seres desdichados fueran acogidas por Dios. Cerca al mar cavaron una sola fosa, y en ella depositaron lo que quedaba de los cuerpos de la madre y sus dos bebés. Pusieron tres cruces que hicieron con pedazos de ramas secas, y cantaron algunas canciones en sus lenguas de origen invocando los orishas. Luego Claver roció la tumba con agua bendita, y en un silencio doloroso volvieron a la ciudad. Juliana Embuyla y sus dos hijas eran totalmente libres.

Dos días después, Jesús, montado en un borrico, recorría las calles de Cartagena de Indias entre una multitud que lo vitoreaba agitando palmas y ramos de flores silvestres.

68

El inquisidor Juan de Mañozca, rodeado de su guardia personal, seis soldados y seis negros esclavos, se escabulle por entre las oscuras callejuelas de Cartagena buscando la salida principal de las murallas para encontrarse con el mar. Es casi la medianoche y vientos frenéticos le hacen coro con sus aullidos a los estampidos de las centellas que pregonan el vendaval próximo a soltarse de los cielos ennegrecidos. Los guardias y la ronda, que lo reconocen, le abren con premura y sin dudarlo la gran puerta. Le temen. En la ciudad le tiembla hasta el gobernador, menos dos hombres, el padre Alonso de Sandoval, y el padre Pedro Claver, religiosos de la orden de los jesuitas que se dedican a la enseñanza y a la evangelización de los negros esclavos que llegan por miles en inmensos navíos transportados desde África. Es el gran negocio y todo el mundo quiere participar de sus desmedidas ganancias. Tal como lo expresó gráficamente uno de esos mercaderes de la infamia, “el oro no estaba en las Indias sino en el continente africano”. Y el inquisidor Mañozca, que no es una excepción de esas ambiciones, bordea las murallas y se dirige a un sitio apartado en una de cuyas playas deben estar atracando chalupas que descargan de los grandes barcos la mercadería humana. Esta mercancía de contrabando es mucho más rentable puesto que al no ser contabilizada por los funcionarios de la administración, no le pagarán los impuestos a la Corona. Para ello necesitan la protección de un personaje de gran poder en la ciudad. Y quién mejor escogido para tal fin que el todopoderoso inquisidor Juan de Mañozca, tramposo hasta con el Rey de España al que tanto pondera en sus discursos. 69

A lo lejos, el inquisidor ve el destello de las lámparas que parecen flotar sobre el mar enfurecido por los vientos que lo azotan en forma implacable, levantando enormes olas que revientan contra las murallas. Los estallidos del trueno y la luz de los relámpagos atemorizan a sus hombres lo que logra una gran carcajada de burla del fraile. Menos mal que Dios es más tolerante con los cobardes que con los estúpidos, les grita con toda la fuerza de los pulmones para hacerse escuchar en medio de la furia desatada de la naturaleza que ha empezado a soltar chorros de agua desde los cielos. Desenvaina su daga que nunca lo abandona y les vocifera a los aún nerviosos acompañantes: a la carga mis valientes y empieza a correr con dificultad por entre la arena y el aguacero. El capitán del barco negrero se adelanta a darle la bienvenida extendiéndole las manos que Juan de Mañozca ignora como si no las hubiera visto. El contrabandista, al que en realidad no le interesan los buenos modales o efusividades del inquisidor, se hace el desentendido. Empiezan a hablar a todo pulmón puesto que la tormenta ruge atronando el mundo. -Sin hacerme fullería capitán, ¿cuántos negros entre hombres, mujeres y niños llegaron en buen estado? -En buen estado ninguno excelencia, vivos, doscientos veinte.

Una multitud de hombres oscuros apenas delineados por las llamas de las antorchas que portan marineros y soldados, se apretujan sobre la playa. Cada estampida del trueno o la candela de los rayos que caen al mar aumentan el lamento de sus voces que se convierten en clamores de desesperación. Todos están desnudos y encadenados. Los niños bebés se agarran con fuerza de los cuellos de sus madres, y los más grandecitos se aferran a sus piernas. En este momento es con lo único que cuentan entre la furia desatada de la naturaleza, y esos horribles seres blancos con pelos en la cara. -Muy bien capitán, voy a creer en su palabra y no le haré revisión al barco. Estoy seguro que por muchas razones no le convendría engañarme, odio a los timadores y me encargo que sean correctamente castigados por la ley. 70

-No se preocupe excelencia que yo puedo mentir a todo el mundo, incluyendo al Rey, menos al temido y nunca bien ponderado inquisidor Juan de Mañozca. -Correcto capitán, esta alianza nos hará muy ricos.

Inesperadamente de entre la multitud sale una negra muy joven que por ser mujer no estaba encadenada y que no tendría arriba de quince años, pero a su tierna edad ya mostraba una naturaleza profusa, abundante en caderas y pechos. Totalmente desnuda se arrojó a los pies de Mañozca a implorar con llanto y palabras ininteligibles para que no la mataran. El capitán desenvainó un enorme sable sarraceno robado o comprado quien sabe a qué pobre desgraciado porque todos los soldados y marineros usaban la larga espada española, y con toda seguridad hubiera tajado el cuello de la infeliz si el inquisidor no lo detiene con un gesto gritándole: ¡Quieto capitán! ¿Usted cree por ventura que podemos arrojar nuestro dinero a los tiburones? La quiero para mi servicio. Como esta noche todos estos infelices negros salen hacia las grandes haciendas de los alrededores en donde ya fueron adquiridos, a esta belleza con esas tetas cuyos pezones miran hacia el cielo la deseo en mi casa bien temprano antes que los jesuitas empiecen a recorrer las calles de la ciudad. ¿Entendido? -Entendido excelencia sus deseos son órdenes para mí, le contestó el tramposo capitán que ya había bajado cincuenta negros antes que llegara Mañozca y los tenía escondidos en otro punto de la playa custodiados por algunos miembros de su tripulación. El inquisidor lo sabía, como también sabía que era inútil cualquier supervisión al navío. Los cincuenta negros trampeados estaban descargados de su contabilidad en la columna de “pérdidas y ganancias”. -Lo dejo oficial pues usted todavía tiene mucho por hacer y no es conveniente que se lo alcancen las primeras claridades. Como antes del amanecer tendrá recaudada toda nuestra bolsa, lo espero al mediodía en mis aposentos para que hagamos cuentas. Buena suerte capitán. Y dando la espalda se hundió en la tenebrosa 71

oscuridad rasgada por la luz de los candiles que portan sus hombres.

Veinte minutos después se encontraba en el barrio Getsemaní frente a la tienda de la Cantora donde sabía de antemano que a cualquier hora de la noche encontraría lo que buscaba: sexo, guarapa, y tabaco, que mezclaba con hojas de una planta alucinógena que unos indios arahuacos le traían de Santa Marta y que llamaban Mariguana. La Cantora, una mulata liberta, inteligente y astuta, se había hecho a un nombre y a un buen dinero por dar posada a marineros que estaban de tránsito en la ciudad, o a piruleros, como les decían a los que llegaban del Perú. Con estos dineros había montado una casa de lenocinio frecuentada por gente del arrabal, pero también por señores de la más alta alcurnia como el gran inquisidor Juan de Mañozca que le dejaba oro si todas sus complacencias eran atendidas. Y ella haría cualquier cosa porque el personaje, cuando abandonara su casa, saliera con el deseo urgente de volver lo más pronto posible.

La Cantora acogió a su ilustre visitante con “cara de carnaval”, tal como a él le encantaba ser recibido. Disfrutemos Cantora de esta noche como si fuera la última de nuestras vidas y hagámoslo de manera frenética como solo los negros lo pueden conseguir. Ustedes son los verdaderos sabios, y nosotros, los españoles, unos torpes que no pensamos en otra cosa que no sea el Papa, el Rey, y las guerras. Quiero una noche de delirio, con mucha guarapa, tabaco y sexo. Deseo ver sexo, oler sexo, lamer sexo. Necesito penetrar todo el sexo posible y que todo sexo posible me penetre. En fin, quiero naufragar en una noche de cuerpos sin controles ni melindres. ¿Es esto posible Cantora? En mi “tienda” todo es posible benignísimo inquisidor, tú lo sabes. Aquí todos tus deseos serán cumplidos. Para eso tienes esta negra que es tu esclava de corazón, le respondió la Cantora entre una risotada de celebración, guiñando uno de sus ojos. Como lo puedes observar Cantora, estoy convertido en un piélago. En mi indumentaria está toda el agua de los cielos y de 72

los océanos. Necesito una garrafa de guarapa y que me pongas a secar la vestimenta.

Cinco minutos después el venerable juez de Cartagena de Indias cuyas extensas provincias bajo su jurisdicción solo eran superadas por la Inquisición de Lima lo que le daba un poder omnímodo, se hallaba cómodamente instalado en una habitación reservada exclusivamente para su disfrute. Sentado en una amplia poltrona, completamente desnudo, bebía con avidez guarapa de un enorme vaso de cristal acompañado de una joven negra que lustraba sus blancos y endurecidos músculos con aceites perfumados, observado por la risueña Cantora. Cultor de su cuerpo, se mantenía en forma por los constantes y en ocasiones exagerados ejercicios que practicaba a diario sin importar el clima o los deberes a cumplir. Tenía cuarenta y ocho años de edad, pero la verdad aparentaba muchos menos, tal vez cuarenta, a pesar de la vida licenciosa que arrastraba en secreto y de la que toda la ciudad oía hablar tapándose los oídos. Empezó a rumorearse que estaba “empautado” con el diablo, y muchas personas, incluyendo las de linaje, cuando pasaban a su lado se santiguaban. A él le eran indiferentes los comentarios y los aspavientos de la gente ante su presencia. Definitivamente el conglomerado humano que le temía y entre dientes lo maldecía, lo tenía sin cuidado. Él estaba por encima de esos seres pacatos y medrosos que pasaban sus vidas entre vestidos de sedas, chismorreos, bailes ridículos y afectados, carreras de caballos y fiestas de corraleja que reflejaban la superficialidad y la hipocresía de sus vidas. Recién llegado, en los primeros años, se cansaron de invitarlo a diferentes reuniones sociales. Muy pronto les dejó en claro, con su negativa, que no tenía el menor interés en compartir con ellos sus ostentaciones. Se dieron por vencidos y no lo volvieron a determinar sino en los actos protocolarios en los cuales tenían que reunirse por fuerza de las circunstancias: las festividades religiosas, los nacimientos y bodas reales, canonizaciones, victorias y tratados de paz, misas, cuaresma, procesiones, autos de fe. La rancia aristocracia española empezó a sentir aún más temor del inquisidor Mañozca a medida que se distanciaban. Lo 73

apoyaban incondicionalmente en algunas cosas, como por ejemplo la persecución a los negros cimarrones, y más concretamente a Benkos Bihojó que en ocasiones puso en aprietos a Cartagena, como la vez que la tuvo sitiada y no permitía el ingreso de alimentos ni del comercio por tierra. Era por ese entonces gobernador Don Diego Fernández de Velasco, el cual se vio obligado a pactar con el rebelde para evitar que se siguiera derramando la sangre de los soldados españoles y de los esclavos que se negaban a huir a los palenques y que ellos consideraban traidores siendo asesinados sin ninguna compasión. En la firma definitiva de ese tratado de no agresión se le concedieron a Benkos Bihojó tantos privilegios que el gigante se paseaba por las calles luciéndose como un pavo real. Igualmente debían reconocer que le había puesto coto a la cantidad de hechiceros y actos de hechicería que mantenían en vilo a la ciudad porque se decía que hasta sacrificios humanos se daban en orgías de negros y herejes. A otro que metió en cintura fue al médico Juan Méndez Nieto que tenía alebrestadas a las mujeres con sus tesis libertinas y se decía que provocaba el aborto.

En fin, Juan de Mañozca, el terrible y temido inquisidor, en esta noche de relámpagos en el cielo, era un hombre asustado, asediado por sus desenfrenos a los cuales daba rienda suelta en la casa de lenocinio de la Cantora. Terminado de beber su vaso de guarapa le presentaron un tabaco preparado previamente con yerbas que estimularían su liviandad para vencer cualquier recato que pudiera permanecer en su conciencia. La joven negra concluyó su tarea de ungirlo, y también desnuda, tomaba guarapa en un enorme recipiente de madera, traspasando parte del líquido de su boca a la del juerguista en un beso de lenguas, risas y mordiscos, o metiendo sus pezones en la bebida embriagante para que el licencioso los lamiera. De un momento a otro las antorchas que colgaban 74

encendidas del techo para espantar la mosquitera se agitaron por la entrada de mujeres y hombres negros, todos desnudos, que acicateados por tambores que retumbaban en un cuarto vecino empezaron una danza desaforada. Los movimientos y cabriolas se fueron haciendo, a medida que transcurría el tiempo y corría la guarapa, en ademanes de incitaciones sexuales. Las caderas y pelvis de los danzantes se movían imitando las sacudidas de la cópula. Los cuerpos, empapados en sudor, brillaban bajo la luz rojiza de los candiles. Los tambores aceleraban su atronar, y los negros se contorsionaban en un baile enloquecedor. El inquisidor fue levantado como una pluma del sofá en donde estaba arrellanado por dos negros corpulentos que lo incorporaron a la danza obligándolo a zangolotearse con movimientos torpes, y un instante después los tres desaparecieron en la intimidad de una habitación contigua. Su compañera de inicio de la noche, y la Cantora, se hallaban pervertidas por la conmoción, y hacían un alto en sus sacudidas de espasmos únicamente para beber guarapa que sacaban de una tinaja.

Escabulléndose de la algarabía, la mujer joven que lo estuvo embadurnando de aceite se encaminó hacia el patio poblado de árboles. Había dejado de llover y unas tímidas estrellas se tumultuaban de frío en el firmamento. Mañozca, retornado a la jarana, la vio deslizarse como una sombra. Le dio alcance tomándola de un brazo. ¿A dónde vas?, le preguntó. Ella, lanzando sus pequeños dientes blancos a la noche en una sonrisa de picardía le respondió voy al patio a mear. Espera y te acompaño, le dijo el inquisidor también riendo. Recorrieron un trillado camino anegado en agua. La oscuridad los hacía tropezar a pesar de la candela que previamente la joven desenganchó de un horcón. Desembocaron en un descampado fangoso que no estaba encharcado. Allí, de cara al cielo, se tiró el flamante inquisidor Juan de Mañozca. 75

¿Qué haces? le preguntó la negra convulsionada por la risa. Ven mujer, ábrete de piernas y orina encima de mí. ¿Estás loco?

Loco no, acometido.

En esa madrugada de aguas escurriéndose por entre las atalayas, en una total desnudez y en medio de una frondosa soledad, estos dos habitantes de la noche se convertían en un Adán blanco y una Eva negra expulsados del paraíso por sus pervertidos desvíos y abatimientos. Tendido sobre el lodo, con los ojos brillando de concupiscencia entre el resplandor de la tea que la mujer sostenía en una de sus manos, el respetable inquisidor de Cartagena de Indias, Juan de Mañozca, se retorcía gimiendo en medio de una masturbación enajenada, mientras el orín de la negra, abierta de piernas sobre él lo irrigaba con un líquido caliente y abundante que caía a chorros sobre sus genitales y abdomen salpicándole la cara e impregnando las tinieblas de un olor fuerte, fermentado.

Y antes que amaneciera, el religioso abandonó la casa de lenocinio de la Cantora, escoltado por su guardia personal. Iba camino a sus aposentos protegido por las sombras que se convertían en su cómplice, a asumir su otra vida de excelsitud donde era el juez de los habitantes de una ciudad que le temía porque, impredecible en sus actitudes sancionadoras, en ocasiones perseguía sin argumentos, solo por el prurito de aterrorizar a las personas que se salían del marco de sus simpatías o intereses personales.

76

BUZIRACO

Don Juan de Mañozca, satisfecho con el discurrir de los acontecimientos de ese día en el que la Santa Inquisición cumplió su cometido de castigar a los infieles que ofendían la fe católica, llegó hasta sus aposentos en busca de un merecido descanso. Personalmente había puesto todo su empeño en combatir la brujería, pero estaba tan fuertemente arraigada en el alma de los habitantes de Cartagena de Indias, que tocaba a los más altos círculos de la sociedad e inclusive de la clerecía y el estamento militar. Ni el propio obispo era ajeno a la superchería. Era tan contaminante lo demoníaco trasladado por el negro desde lo profundo del corazón de África, que cada día cobraba más adeptos. Él tenía sus buenos informantes, y gracias a ellos, por fin, había logrado exterminar el oscuro reino de Satanás que por muchos años se aposentó en el cerro de la Popa encarnado en un cabrón llamado Buziraco. Si usted hubiera visto y vivido lo que a mí me ocurrió en ese cerro de perdición, mi señor y amo inquisidor, se hubiera desquiciado por completo. Se lo estoy relatando y ni siquiera usted terminará de creerme porque yo mismo quiero y necesito creer que fue una pesadilla que metieron en mi ánima a causa de un brebaje preparado por las brujas.

Si usted me volviera a mandar no iría así me tuviera que enfrentar al potro de los suplicios. Le debo obediencia mi amo inquisidor pero la verdad no soportaría pasar otra noche con el demonio. Razón tiene la gente cuando dice que el mestizo Luis Andrea tiene pacto con Buziraco. Cuando hay luna llena mi amo, el cerro se llena de demonios y brujas. 79

Elena de Viloria, a quien convencí para que me llevara, es una de esas brujas. Es para no creer, señor inquisidor, pero hasta esa noche supe que también hay brujas blancas y la maestra y quien las comanda es Paula de Eguiluz que no acepta en ese grupo brujas negras o mulatas.

Cuando Elena de Viloria y yo llegábamos a lo más alto del cerro de la Popa, se nos vino encima una luna tan grande y derramada de luz que me espantó amo y casi me despeño pero algo me agarró de los pelos lo que impidió que me rompiera los huevos. Elena iba delante de mí y por lo tanto no fue mi salvadora ya que ella sube con frecuencia el cerro y tiene la agilidad de una cabra conocedora de todos los recovecos de ese precipicio. No sé qué o quién agarró mis cabellos señor, pero estoy seguro que me arrancó un poco de alambres con el sacudón de la ayuda. A partir de ese momento empezó mi tembladera porque susto tenía desde el mismo momento en que usted me encomendó que fuera en busca del diablo.

Y es que esa luna que de pronto se nos apareció estaba viva y quería tragarnos. Yo jamás había visto una luna como esa. ¡Era una luna desaforada y llena de maldad! En eso uno no puede engañarse. Y es por esa misma razón que sale de noche y los espíritus de la oscuridad no caben de contento. Apenas se mostró encima del cerro, sobre nuestras cabezas, tan cerca que casi la podíamos tocar, la noche se rebosó de risotadas de brujas. Basta con que la luna llena se muestre y las brujas se alborotan. Llegamos a la cima y se me ocurrió mirar hacia el mar: me santiguo mi señor, las aguas reverberaban de clarores y parecía que estuvieran hirviendo. Vuelvo y me santiguo inquisidor pero yo jamás había visto al mar burbujeando y cantando, porque esa noche el mar cantó. No me mire de esa manera mi señor puesto que todo lo que le cuento lo vi.

Caminamos un poco entre matorrales de trupillo de donde se saca la varita de chupa chupa con la que dicen que el demonio azota las nalgas de sus esclavos mientras les dice: chupa, chupa, chupa 80

para que sepas lo que es cocá, y en un descampado encontramos a unas mujeres blancas totalmente desnudas bailando al son arrebatado de dos tambores que se golpeteaban solos porque eran tan altos que ni el mismo Benkos Bihojó hubiera alcanzado a tocarlos. Perdón mi amo, se me olvidó que usted no tolera que le mencionen al rebelde pero es que los tambores eran muy altos y se aporreaban solos ya que no tenían tamboreros. Allí esa noche todo espantaba amo. Esa noche también conocí a la famosa Paula de Eguiluz que la gente perversa afirma que ha sido su mujer. Perdón amo pero eso dicen. Y tomaban guarapa que sacaban con totumas de una inmensa tinaja de barro que les daba fuerzas para bailar sin descanso con las tetas bamboleándoles de la gozadera.

Elena me condujo directamente a un trono negro y muy lujoso donde se encontraba Belcebú. Ay amo, con solo contarle se me va la respiración del susto: horrendo y asqueroso. Me miró fijo con sus ojos de candela que hace que a uno se le aflojen las piernas y el ánima se le salga del cuerpo. Yo pensé que me iba a desmayar cuando escuché la voz de Elena diciéndole: “aquí te traigo un discípulo más que quiere ser tuyo y de tu gremio”. Entonces se escuchó la voz ronca de la bestia: “enhorabuena, pero este viviente para que pueda ser mío debe renegar de Dios, de sus santos y de la virgen María”. Ese demonio sabe cómo hace sus cosas mi amo, porque me prometió bienes sacándome la ambición, y lleno de codicia hice los reniegos pero era que ya estaba empautado. El demonio me dio la espalda, se arrodilló poniéndose en cuatro patas y levantando la cola me hizo besarle el orificio más oscuro del cuerpo a donde jamás llega la luz y por donde sale toda la porquería que comemos.

Cumplido ese ceremonial de iniciación me dieron por compañero un diablo llamado Taravira con figura de un hombre enano vestido de indio que trazó una cruz de ceniza en la tierra y me la hizo borrar con el trasero. 81

Comimos, bebimos y bailamos, y después me junté con mi diablo Taravira con quien sentí tal placer y complacencia como jamás lo había sentido con hembra alguna y ahora tengo el problema que las mujeres me huelen a feo y solo quiero estar con ese diablo enano a quien busco desesperadamente en las noches recorriendo playas reverberantes de luna. Por último bebimos un brebaje muy amargo y como si fuéramos aves levantamos el vuelo sobre Cartagena de Indias que se veía desde las alturas como un corralito de piedra abrumado por enormes lunas blancas y carcajadas de brujas.

Ya en el interior de sus habitaciones Mañozca empezó a desnudarse, ayudado por una esclava que le servía desde que llegó a Cartagena de Indias. Su baño lo espera amo y la ropa que me dijo le tuviera lista se encuentra sobre su cama. ¿Necesita algo más?

No Josefa, solo saber si Luisa Malemba está preparada para cenar conmigo. Está lista, mi señor. Se encuentra en sus habitaciones esperando que la mande llamar. ¿Y a quiénes encargaste para atendernos esta noche? El cocinero Francisco Melgarejo y la liberta Isabela de Mieres tienen instrucciones precisas. A ambos se les compró ropa nueva para la ocasión, tal como usted lo exigió. No se preocupe por nada. Yo personalmente me he asegurado que su noche la pase según sus deseos. Pero si usted quiere me quedo con ellos para estar pendiente que todo esté perfecto.

No, no es necesario Josefa. ¿Sabes una cosa? Me has servido muy bien durante todos estos años de permanencia en esta ciudad infame. Tú me has hecho la vida más grata. Creo que después de este auto de fe que hoy he llevado a feliz término, mis días en este infierno de negros, brujas, pestes, herejes y mosquitos, están contados. Supongo que me mandarán a Lima. ¡Me lo he ganado! Quiero darte esta buena nueva: antes que me vaya dejaré todo dispuesto para que tú y tu hija queden libertas. ¿Pero es 82

que acaso no te alegras mujer que te veo con cara de palo? Claro que me alegro mucho amo, y no sabría cómo darle las gracias por su benignidad, ¿pero… qué me pondría a hacer cuando sea liberta? No te preocupes negra, que también he pensado en eso y te dejaré unos dineros para que instales un negocio. ¿Satisfecha? Si mi amo. Puedes retirarte que me bañaré sin tu ayuda.

La negra Josefa Castro salió de las habitaciones del inquisidor Juan de Mañozca. De sus ojos bajaban lágrimas silenciosas que sorbía para que su amo no se percatara de su llanto. Podría parecer que lloraba de felicidad por la anunciada liberación para ella y su hija, pero no, estaba enamorada de la persona que la había sometido por más de diez años. Regalada al inquisidor Mañozca por un hombre de negocios de la ciudad para su uso y disfrute, era apenas una niña de catorce años cuando la llevaron ante su presencia. Catorce o quince meses después parió una hija mulata y se rumoró que el padre era el inquisidor. Con el propósito de cortar de tajo las murmuraciones, Mañozca hizo que se la entregara a una negra liberta que vivía en el barrio Getsemaní para que la criara. Él se encargaba de mandarle algún dinero para su manutención. Josefa de cuando en vez la visitaba. La niña jamás, por ningún motivo, venía a casa del inquisidor, puesto que este no lo permitía. Ni siquiera la conocía. En un principio Josefa Castro se convirtió en su juguete favorito y dormía con ella aun cuando no la poseyera. Le encantaba tocar en las mañanas sus carnes duras y regodearse en las voluptuosas formas de la adolescente que se le oponía en forma pasiva, permitiéndole todo sin dar respuesta a ningún estímulo que intentara. Esto terminó por aburrirlo y la fue alejando de su lecho y de su lascivia. Ella en cambio empezó a enamorarse de ese hombre blanco que trataba al mundo entero con ferocidad, pero que le concedía la merced de meterla en su lecho y en ocasiones hacerle algún presente. Nunca la maltrató. Siguió apareándose con negras esclavas y mulatas libertas en su cama. Josefa Castro le servía de alcahueta con la resignación de las amantes relegadas. Pero esta noche era diferente, el hombre que amaba se había enamorado de una mujer negra muy joven y hermosa, no debía tener arriba de dieciséis años. 83

Se la había traído el capitán de un barco negrero que contrabandeaba esclavos y era protegido por el todopoderoso inquisidor. Llegó con la jovencita unos dos años atrás en una madrugada de huracanes y relámpagos y se la entregó personalmente.

La misma Josefa le abrió el portón después que pretendió tumbarlo a golpes: “Tengan esta perra que manda Don inquisidor. Es un hermoso juguete que ni siquiera está estrenado. Él sabe a lo que le pone el ojo. Las brujas quisieron arrancármela de las manos durante todo el camino para llevársela al diablo con la telilla intacta. A una de esas inmundicias le corté la cabeza con mi sable sarraceno y en este momento debe estar en el estómago de los caimanes”. Josefa cerró el portón y se persignó.

La niña, porque era casi una niña, se hallaba totalmente desnuda. Ella la acogió, le dio ropas secas y algo de comer, y la mandó a dormir en la parte de atrás donde se encontraban las habitaciones para la servidumbre esclava, mientras su amo decidía qué hacer con ella. Al siguiente día el inquisidor ni se acordaba, hasta que de nuevo el capitán del barco negrero se presentó hacia mitad de la mañana a rendirle cuentas de la venta lograda por el contrabando de negros. Cuando se despedía le preguntó por la negra bozal que le había traído. ¿Cuál negra bozal? La que usted separó anoche cuando fue a recibirme para mirar personalmente el hato de negros recién desembarcados bajo la tormenta, le respondió el capitán.

Lo despachó y le ordenó a Josefa que la llevara de inmediato a su presencia, regañándola de paso por no haberle avisado con antelación. Usted dormía, mi señor, le respondió Josefa dulcemente. Unos minutos después la leal Josefa estaba de vuelta con la jovencita negra a la que arrastraba agarrada por un brazo. Estaba aterrada. Cuando vio al inquisidor Mañozca intentó zafarse de la 84

mano fuerte que la inmovilizaba para emprender la huida como la gacela cuando se percata de la acechanza del guepardo. Pero la energía de Josefa se lo impedía. Los ojos parecían brotársele de las órbitas. Emitía chillidos parecidos al de un cachorro recién nacido reclamando alimento. ¡Desnúdate!, le ordenó el inquisidor. Ella continuaba mirándolo muerta de miedo. ¡Que te desnudes!, le increpó de nuevo impaciente Mañozca. No le entiende mi señor, le dijo Josefa. Es de la tribu de los araraes y llegó apenas esta madrugada. Yo se lo diré en su lengua. No hay una sola mujer en el mundo, Josefa, que no entienda en cualquier idioma la expresión ¡desnúdate! El solo gesto lo indica. Josefa no le respondió, sino que le dijo unas palabras extrañas a la temblorosa adolescente que también le habló en una lengua enrevesada moviendo de un lado a otro la cabeza en señal de negación. El inquisidor Mañozca no necesitaba traducción y le ordenó a Josefa: dile a esta estúpida que si quiere que le arranque el pellejo a latigazos. Josefa se lo dijo de manera textual y como por encanto la niña se sacó la bata que la cubría. No tenía ninguna otra prenda debajo y su cuerpo fuliginoso y firme se mostró espléndido en curvaturas y voluptuosidades. El conjunto de su grácil y elevada estatura de largas y armónicas piernas era completamente hermoso. Su cabello enmarañado acentuaba su rostro angular de ojos negros y muy grandes que se movían en todas direcciones presintiendo el peligro. Nariz recta que se proyectaba sobre labios gruesos entreabiertos por una respiración agitada. Eres hermosa esclava, le dijo el inquisidor, y tu desnudez no te avergüenza. Todas fingen lo mismo y terminan mostrándose encantadas. Quiero Josefa que la enseñes ante todo a que hable lengua cristiana, y luego se la llevas a Claver, escúchame bien, expresamente a Claver, para que la bautice y le saque el demonio que todos traen. Que aprenda a comer con cubiertos sentada en una mesa. Cómprale ropa para que siempre se halle aseada y bien vestida. Instrúyele cómo se utiliza la letrina y la bañera con sus perfumes para que se encuentre pulcra y oliendo a apetitosa. La hermosura de una mujer se esfuma cuando no huele bien. Y por último, muéstrale lo más importante, quién es el amo, pues 85

no quiero que el látigo desgarre esa tierna y esplendorosa piel. Cuando todo esto haya ocurrido tráemela de vuelta. Ah, y una última advertencia, que jamás salga sola a la calle por nada, en todo instante deberá estar contigo. ¡Tú me respondes porque permanezca inmaculada!

Desde ese primer encuentro el corazón de mujer de Josefa Castro supo que su amo se había prendado de la jovencita. Estaba segura que en esta ocasión el omnipotente inquisidor se llenó con el aura que se desprendía de la adolescente que también ella percibió. Algo especial emanaba de la joven mujer puesto que las personas que la rodeaban lo captaban hechizándose de inmediato. Josefa quería protegerla como si fuera su hija o una hermanita menor. Igualmente había logrado cautivar en unas pocas horas al resto de hombres y mujeres que le servían al inquisidor. No sentía celos de la chiquilla, nunca los sintió, por el contrario, quería que fuera feliz y que hiciera feliz a su amo. Si no lo lograba, que por lo menos tuviera unas ciertas prerrogativas aún mejores que las de ella que no pudo criar a su hija. Cuando estimó que estaba lista, cinco meses después, se la volvió a presentar. En esta ocasión no hizo otra cosa que observar detenidamente los ojos del hombre que amaba, no había en ellos la lujuria con que siempre miró a todas las mujeres incluyéndola a ella misma. En eso no se engañaba, fue una distracción en su lecho por unos pocos meses hasta que se cansó. Nunca la amó. Y estaba segura que jamás había amado a ninguna mujer.

Mañozca repasó cuidadosamente con la mirada a Luisa Malemba. Lo cierto es que ya no tenía apariencia de chiquilla. Había cobrado seguridad y ante él apareció una mujer esplendorosa, muy acicalada y oliendo a perfumes que lo miró de frente y le sonrió. Llevaba puesto un vestido rojo, unas zapatillas del mismo color, un collar de oro con arabescos que le vendió un indígena a Josefa, y su dentadura preciosa y muy blanca contrastaba con el rojo subido que lucía en sus gruesos labios. Su cabello rizado caía sobre sus hombros en abundantes y grandes armellas. Saludó con 86

una leve inclinación de su cuerpo y en casi perfecto español le dijo: buenos días señor. Espero que se encuentre muy bien.

Mañozca captó enseguida que no le dijo “amo”, lo que en vez de disgustarle le agradó. Tomó una de sus manos de uñas recortadas y cuidadas, y la llevó a sus labios depositándole un delicado beso. Con eso tuvo Josefa la total certeza que su señor se había prendado de la que sería desde ese instante la reina de los aposentos y del corazón del inquisidor Juan de Mañozca, temido por su poder y forma de ejercerlo.

Transcurrieron seis meses más después de este primer encuentro oficial con la esclava Luisa Malemba, y en todo ese tiempo el inquisidor Mañozca no hizo el menor intento de meterla a su lecho. Durante el día, solo ocasionalmente, veía a la hermosa mujer que empezaba a disponer qué se hacía en la casa donde principiaba a moverse con total desenvoltura como si allí hubiera nacido y vivido por siempre. La gente en la ciudad comenzó a murmurar comentando que don Juan de Mañozca se había “embebido” con su nuevo juguete, pero que esta vez era la amante la que ponía las condiciones. La veían siempre acompañada de Josefa Castro y una recua de negros esclavos disponiendo de la compra de los mercados para el Santo Oficio de la Inquisición. O en el puerto a la llegada de los grandes galeones repletos de mercancías, adquiriendo a manos llenas lo más exótico que le ofrecían. No tenía comportamiento de negra y menos de esclava. Se asemejaba más a una de las señoras de la nobleza cartagenera pero sin la prepotencia y altanería de estas. Por el contrario, a pesar que manejaba grandes cantidades de dinero, su modo de ser era de una sencillez y candor que prendaba a blancos y negros. Su hermosa sonrisa deslumbraba a propios y extraños y cuando algún marinero recién llegado a la ciudad, que no conocía su identidad, tenía con ella un proceder agresivo, le regalaba una fruta de las que portaba habitualmente en una cesta que por supuesto cargaban los esclavos de Mañozca quien quiso ponerle guardias que la custodiaran a lo que la joven se negó rotundamente. 87

Por las noches, a petición de Luisa Malemba, sobre todo cuando la luna llena espolvoreaba de blanco la ciudad y el mar, Mañozca la invitaba a pasear preferiblemente en las playas protegidos por su guardia personal que no lo abandonaba jamás en ninguna circunstancia, ya que cualquiera en la ciudad, de tener una oportunidad, le hubiera dado muerte sin pensarlo dos veces. Durante el paseo ella le contaba sobre su continente negro y su tribu de los araraes, sobre su familia, su padre que era un gran agricultor. Sus dioses y sus muertos que invocaban en fiestas y ritos muy especiales. Sus tambores y sus bailes. Las bodas y los nacimientos. Ella se iba a casar con un apuesto joven que su padre le había escogido de una familia también de cultivadores que poseían ganado.

El inquisidor la escuchaba atento y cuando la chiquilla, abrumada por los recuerdos empezaba a llorar, la abrazaba y consentía diciéndole ya pequeña no llores más que me haces desdichado. Le besaba la frente, los párpados y las manos. Cuando lograba calmarla le pasaba su brazo derecho por encima de los hombros y ella enlazaba su cintura para continuar caminando frente al mar bajo la fastuosa luna cartagenera. Terminando de vestirse y perfumarse, en lo que puso su mayor interés, el inquisidor salió de sus habitaciones y se dirigió en busca del salón comedor. Allí los esperaban circunspectos el esclavo cocinero Francisco Melgarejo y la liberta que trabajaba para él y que conocía sus secretos, Isabela de Mieres.

Tal como dijo Josefa todo se hallaba exquisitamente dispuesto para su cena con la mujer que lo trastornaba: los servidores pulcramente ataviados con ropas nuevas; el salón que hacía las veces de comedor, que por cierto era el más espacioso de la casa, refulgía alumbrado por velas y lámparas que ardían en aceite de corozo. En diferentes jarrones, abultados ramos de diversas flores avivaban el ambiente impregnándolo de aromas y colores. La mesa del comedor de madera caoba gruesa y muy grande, como correspondía a un recinto desmedido, soportaba en su centro un inmenso candelabro de plata auténtica, con cuatro enormes cirios 88

que iluminaban el resto del ornamento en un mantel de impoluta blancura sobre el que descansaba una delicada vajilla y cubiertos para dos comensales.

Cuando Mañozca examinaba con mirada escrutadora el trabajo de Josefa Castro, apareció, como una emperatriz de la noche, Luisa Malemba. El rostro severo del inquisidor se transformó en una sonrisa de complacencia. La mujer negra y esclava que lo aturdía lucía hermosa en una bata blanca muy sencilla, sin mayores aderezos a excepción del collar de oro que siempre colgaba de su cuello. Eres la más bella aparición que he tenido frente a mis ojos, le dijo mientras tomaba sus manos para besarlas. Luisa le devolvió por todo saludo una sonrisa asaltada por nostalgias africanas que hizo estremecer a Mañozca sin que tuviera conciencia en ese instante si era de placer o desasosiego. Enseguida la invitó a que se sentara en una poltrona de dos puestos y él mismo sirvió las copas de vino deteniendo con un gesto a Isabela de Mieres, que atenta a lo que ocurría quiso anticiparse.

Brindemos por tu hermosura y lozanía mi fabulosa Luisa. Porque a más de bella eres extraordinaria. Yo mismo estoy sorprendido. Has conseguido en unos pocos meses lo que los de tu raza y origen hubieran tardado años. Es más, parece que hubieras nacido y crecido en un ambiente de blancos europeos, ni siquiera de blancos criollos. ¿Criollos? Sí, quiere decir que son descendientes de españoles pero nacidos aquí en Cartagena. Y yo quiero brindar por la persona más poderosa de Cartagena y sus alrededores señor, le respondió Luisa en una aparente sonrisa cargada de inocencia. ¿Y quién te ha dicho eso Luisa? Nadie, observo y escucho comentarios.

Si le prestas atención a los comentarios de esta ciudad te enloqueces, mi hermosa princesa africana.

Se dice que eres cruel sobre todo con los de mi color, señor. ¿O sería mejor llamarte amo? 89

El venerable inquisidor Juan de Mañozca muy raras veces se descomponía. Estaba completamente desconcertado. La copa de vino que subía hasta sus labios quedó a medio camino para finalmente ser depositada en una pequeña mesa que Isabela de Mieres les tenía para la ocasión. La miró directo a los ojos y ella le sostuvo la mirada. ¿Puedes decirme qué persona te mete en la cabeza todas esas estupideces Luisa? Ya te dije que escucho muchas cosas, como tu odio por Pedro Claver y Benkos Bihojó, a quien conocí.

El rostro del fraile vaciado de sangre por la ira que lo consumía fue adquiriendo tal palidez que Isabela de Mieres temió que pudiera desmayarse. Hizo esfuerzos para controlarse y no lanzarse sobre la mujer a quien elogiaba unos minutos antes y de la cual se había enamorado. Quizás era ese amor el que impedía que sacara su daga que jamás lo abandonaba, y diera muerte a la insolente que lo cuestionaba y que además con toda intención le decía que había conocido al despreciable criminal Benkos Bihojó. Haciendo un último intento para mantener la calma, y aún con la esperanza de aclarar las cosas, le preguntó a Luisa, que en ese instante y de manera delicada llevaba la copa de vino hasta sus labios: ¿Cómo y dónde conociste a ese negro salvaje y malhechor?

Ayer en el mercado señor. Lo vi pasar con sus guerreros y la gente lo saludaba con mucho respeto y cariño.

La gente negra querrás decir, Luisa. Sí, la gente negra, “mi amo”, pues los blancos tengo entendido lo odian. ¿Y sabes por qué le tienen odio Luisa?

Porque cometió el gran crimen de decir que quiere regresarnos a África para que seamos libres por siempre. ¿Libres Luisa? ¿Libres? Tu raza negra, lo mismo que tú, serán esclavos a perpetuidad. Ese es su destino porque no merecen otro. Son bestias, bestias de carga como cualquier otro animal. Los necesitamos para engrandecer a España con la fuerza de sus brazos y de sus lomos. El día que ya no nos sean útiles para trabajar en las minas y en 90

los campos, o limpiar nuestras letrinas, los desaparecemos por completo. Ahora lárgate a tu habitación antes que te arranque la lengua que me ofende. Mañana a primera hora te venderé a un hacendado para que primero te violen todos sus esclavos y luego trabajes la tierra de sol a sol doblada sobre un arado maldita perra que para eso naciste. Estúpido yo que pensé que podría hacer de ti una mujer de valía, pero veo que con los de tu raza eso es un imposible, es más fácil lograrlo con un caballo, ustedes no dan para tanto. Llévensela antes que la asesine aquí mismo, les dijo a sus sirvientes.

Isabela de Mieres y el cocinero Francisco de Melgarejo, que reflejaban en sus rostros la tensión de todo lo que habían presenciado y escuchado, tomaron de los brazos a la insolente y salieron en carreras del comedor donde se suponía que se daría la cena que consagraría el vínculo del gran inquisidor Juan de Mañozca con la joven esclava Luisa Malemba que lo tenía trastornado de pasión. Cuando se alejaban, escucharon alaridos y un estrépito de cristales rotos.

91

Andrés Sacabuche se recuperó por completo de la enfermedad del vómito negro que lo tuvo al borde de la muerte. El padre Claver dejó de lado sus múltiples ocupaciones y vivió pegado a su lecho de enfermo desde el principio de su padecimiento y durante su convalecencia, hasta que lo supo fuera de peligro. Ya no existe ningún temor de contagio a otras personas, fue el diagnóstico definitivo del médico Méndez Nieto que proclamó la gran noticia con una enorme sonrisa de satisfacción poco usual en él. El padre Claver se arrodilló en el piso de su oscura y estrecha habitación, dándole gracias a Dios por haber escuchado sus súplicas, para luego tomar las manos del médico y besarlas en señal de gratitud.

Cuando el buen Méndez Nieto se hubo marchado, hizo llamar a la esclava Isabel Folupa, que sabía, mantenía una excelente amistad con el “resucitado”, como le diría en adelante, encargándole que lo asistiera para él poder reincorporarse a sus abandonadas obligaciones. Procura Isabel que tome sus alimentos, sobre todo el caldo de pollo que le recetó el médico, y por las tardes, cuando el sol haya declinado en algo su ardentía, llévalo hasta las playas a caminar para que haga un poco de ejercicio y respire de cerca la brisa marina que a todos nos hace bien. Sé que cuidado por ti, está en buenas manos y que pronto podrá reiniciar sus ocupaciones donde no solo es necesario sino indispensable.

El joven Andrés, aún tembloroso y débil por la enfermedad, sonríe al religioso a quien ama profundamente. Isabel Folupa también sonríe a Claver que se ve exultante y no deja de dar gracias al Altísimo por la mejoría de su amigo. 92

Esta noche iremos todos a la capilla y nos postraremos ante su grandeza por las bendiciones que nos concede y sobre todo por el milagro de la vida que a diario nos dispensa. Bendito el que todo lo puede y bendito su santo nombre Andrés, nunca lo olvides, todo lo que somos se lo debemos al Señor. Regocijémonos con lo que nos da. Y dicho esto último tomó sus bártulos y abandonó la habitación para recorrer, como era su costumbre, los caminos que lo conducirían hasta los necesitados que lo esperaban ansiosos. Su primera visita sería para el leprocomio de San Lázaro cuyas noticias eran alarmantes por el aumento de enfermos que llegaban no de la misma ciudad, también de sus alrededores, lo que tenía en ascuas a las autoridades porque se estaba desbordando la capacidad del hospicio.

En el camino tropiezan con un joven negro vendedor de frutas que porta en un canasto. ¿Llevas anones hijo?, le pregunta Claver. Por supuesto padre, le responde el chico con una sonrisa que iluminan los ojos del sacerdote. Quisiera comerme uno pero no tengo dinero.

En el rostro del joven vendedor aparece una sombra de ansiedad en reemplazo de la hermosa sonrisa que ofrecía unos segundos antes.

Lo siento padre, le dice con desconsuelo, el amo me cuenta la fruta que salgo a vender y si me falta algo ordena que me castiguen con el látigo, mire como tengo la espalda. Deposita el cesto en el suelo y se saca la camisa rotosa y sucia. ¿Si ve padre?

Veo tu espalda lacerada hijo, por mí no te preocupes, otro día me comeré un anón que me encantan. Pero dime, ¿con cuántos anones te despachó el amo esta mañana cuando saliste a trabajar? Con quince, padre, he vendido ocho, me quedan siete.

Sabes llevar muy bien tus cuentas muchacho, te felicito. ¿Pero estás seguro de que fueron quince anones los que te contaron?

93

En las cuentas no me puedo equivocar si quiero evitarme una golpiza padre. Tienes razón hijo. Veamos los anones que te quedan en el cesto.

El joven esclavo que no debía pasar de doce años, muy alto y espigado para su edad, quitó un trapo tan sucio como su camisa, con el que cubría las frutas que aún no habían sido vendidas. Las contó varias veces y cada vez que terminaba de hacerlo miraba al religioso con expresión de asombro en su rostro. ¿Ocurre algo muchacho?, le preguntó el sacerdote con cara de preocupación. Que deberían quedar siete anones y hay ocho, padre, le contestó el chiquillo. Entonces hiciste mal las cuentas. No padre, aquí tengo el producido de los ocho que vendí. Debían quedar siete. Se equivocó el amo cuando te los contó muchacho. Es más fácil que el mar se seque a que el amo se equivoque padre.

Si no es lo uno ni lo otro, hijo mío, debemos concluir que sobra un anón que le podrás regalar a este humilde siervo de Dios llamado Claver. ¿No te parece?

El chico esclavo no respondió, tomó uno de los anones que reposaban en lo profundo del cesto, y con la boca abierta por lo que estaba sucediendo, se lo entregó al padre Claver que le dio un beso en la frente continuando su camino con cuatro de sus intérpretes, mientras abría la fruta con sus largos dedos empezando a sorber su tierna y dulce pulpa que mitigó en algo el intenso calor que lo agobiaba. La joven Isabel Folupa cumplió rigurosamente las indicaciones del religioso con respecto a la dieta y los cuidados de higiene con el convaleciente Andrés Sacabuche, y por la tarde, después de las cuatro, cuando el sol empezaba a aminorar su incandescencia, lo conminó a que salieran fuera de las murallas en busca de las playas para caminar un buen rato y que poco a poco empezara a recobrar 94

las fuerzas debilitadas por la enfermedad. Al principio los pasos se hicieron muy lentos pero a medida que pasaba el tiempo cobró confianza y sus pies descalzos se fueron reafirmando en la arena húmeda. Olía a pescado pudriéndose.

Isabel Folupa, también descalza, disfrutaba evadiendo entre brinquitos y gritos la presencia de pequeños y grandes cangrejos que correteaban en busca de alimento por fuera de sus agujeros.

¿Sabes Andrés?, la negra liberta Juana de Aranda que vive en Gemaní, me ha dicho que con una olla llena de cangrejos a la media noche y cuando la luna está bien grande y luminosa, invoca a los espíritus de sus antepasados en el África y consigue remedio para muchas enfermedades, por ejemplo, para que las mujeres puedan quedar preñadas o puedan malparir a sus hijos. También consigue que el cuerpo de una persona se seque hasta que desaparezca. Y puede lograr que el ser que amamos se fije en nuestras súplicas de amor. Ella dice que en el momento exacto de la media noche, cuando la luna nos espanta con su alumbramiento y el mundo se llena de seres extraños que recorren todos los espacios conocidos y desconocidos, se machacan los cangrejos con una gran piedra sin rugosidades y lo más redonda que se pueda, pero que antes debe ser enterrada en la tierra caliente que queda al lado de los fogones y mantenerla allí treinta días exactos. Al sacarse debe limpiarse y dejar muy brillante con manteca de cerdo para que la luna relumbre en ella cuando se empiecen a triturar los animales. Esa sopa de cangrejo la mezcla con unas plantas que la hechicera conoce, se la das a beber a la persona a quien le quieres hacer bien o mal, y después le rezas un rezo bueno o un rezo malo, depende de lo que persigas, con una pócima consigues lo que te propones. El negro esclavo Andrés Sacabuche sonreía escuchando a Isabel Folupa. En su permanencia constante con el padre Claver había no solo olvidado sino enterrado por ser demoníacos y peligrosos los ritos de su África ancestral. Su mente y alma se metamorfosearon por completo y las enseñanzas de la religión 95

católica penetraron enteramente su ser no dejando una sola posibilidad a la práctica de los maleficios.

¿De qué te ríes Andrés Sacabuche? De todo lo que me cuentas Isabel Folupa.

¿Te parece que eso da risa? No me burlo de ti, sino de la manera en que lo dices, como si tú fueras la bruja que engendra la hechicería. No, yo no soy la bruja pero ella va a lograrme un encantamiento para que me ame el hombre que yo amo. El rostro del convaleciente Andrés Sacabuche se torna tenso y se sumerge en un silencio inescrutable que asusta a la esclava Isabel Folupa. Caminaron un buen rato en total mutismo hasta que ella le preguntó: ¿Te sucede algo? Te has quedado mudo y te percibo triste. El joven negro suspiró: Ay mi Isabel Folupa, la vida es de lo más extraña, yo no sé qué hacer con el amor que cargo por ti y que hunde mi corazón en la tristeza, y tú enamorada de un hombre que solo se debe a Dios.

La cara de sorpresa de Isabel Folupa se mezcló con el miedo. Miedo más que sorpresa. Como todo enamorado en solitario, estaba convencida de que nadie sabía ni podría saber de su amor guardado en lo más profundo de su alma y de sus deseos. Era la parte más triste del amor profano que ella sentía. Nunca antes estuvo enamorada, era demasiado joven para eso, pero intuía que lo más hermoso del amor era gritarlo a los cuatro vientos y que se enteraran el sol, la luna y las estrellas. Conversarlo con los peces del mar, con los pájaros del aire, con la noche, con el día, contárselo a las flores, al atardecer, al anochecer. Un amor sin pronunciarlo no era amor. Era un ave enjaulada consumida por la tristeza. Y si ese amor no era correspondido, mejor morirse. Pero no le dijo nada de eso a su amigo, no le contestó. Seguían caminando al lado de un mar en calma sobre el que volaban alcatraces y gaviotas buscando el que sería tal vez el último alimento del día para sus crías. Más Andrés Sacabuche no estaba dispuesto en esta ocasión a continuar callando el amor que sentía por Isabel Folupa, amor que a él también lo consumía en dolorosos silencios guardados en el secreto que había adivinado o descubierto en los ojos de ella 96

cuando hablaba o miraba al padre Claver. Sí, él estaba enterado hacía tiempos, desde que su amiga Isabel Folupa era una pequeña de once o doce años, de los sentimientos que ella albergaba por el religioso. Al principio fueron infantiles y el tierno corazón de la chiquilla los convirtió en cantos cantados en lengua angoleña que él entendía y que decían que una niña se había enamorado de un hombre que tenía un Dios extraño que colgaba muerto de un madero donde lo clavaron y después con magia lo resucitaron. Que ese hombre no era un guerrero negro que danzaba o cazaba búfalos, pero a cambio poseía una mirada muy dulce, una voz que acariciaba, y unas manos que curaban con tocar a las personas. Y así sucesivamente los cantos continuaban hablando de Pedro Claver sin mencionarlo. Isabel Folupa se guardaba de cantar estos cantos en presencia de algún esclavo que la pudiera escuchar, solo que él, sin espiarla, la oyó en las barracas cuando la ponían a zurcir la ropa de los sacerdotes. Siempre pensó que eran travesuras de una pequeña cuyos juegos terminarían cuando creciera un poco más y entendiera que ese ser portentoso que lamía las heridas producidas por las enfermedades o el látigo en la piel de sus hermanos negros, estaba imposibilitado para amar a mujer alguna. Por lo menos de la manera que un macho se enamora para terminar apareándose y tener hijos sanos con una hembra. Él nunca había visto a los religiosos desnudos, pero tenía dudas, de que como todos los hombres, tuvieran un miembro que les colgara entre las piernas. En una ocasión que caminaban en busca de la choza donde vivía el negro Juan Mandinga que estaba agonizando, el padre Claver se rezagó ocultándose detrás de un árbol donde él supuso que estaba orinando porque alcanzó a escuchar el chorro golpeando la tierra, pero nunca vio por donde salía. Cuando afirmaban que un religioso había preñado una negra lo negaba por imposible. El padre Claver no es como nosotros Isabel Folupa, le dijo. Nos ama, pero en forma diferente, como si fuéramos sus hijos. Yo creo que se siente culpable por la condenación a la esclavitud a que nos tienen sometidos los españoles y por el trato infame que nos dan. De los blancos que nos tiranizan es el mejor, pero no se 97

subleva contra ellos ni nunca lo hará. Es parte de ellos. Yo creo que tienes que arrancarte de tu corazón y de tu piel el amor que te desborda. Yo te amo, y así como tú lo amas a él desde que eras una chiquilla, yo a ti te amo desde que también era un chiquillo. Hubo un tiempo en que lo odié por ser la sombra de tus sueños, pero entendí que no lo había buscado y que no te miraba como a una hembra tal como yo te miro.

¿Qué voy a hacer Andrés Sacabuche?, le dijo Isabel Folupa sin intentar siquiera un desmentido porque entendía su inutilidad. Olvidarlo, porque jamás existirá la menor oportunidad que te ame como un hombre ama a una mujer. ¿Olvidarlo? ¿Olvidarlo cuando muero de amor por él todos los días y a todo instante? Si no lo olvidas, ese amor te destruirá Isabel Folupa.

¡Qué fácil decirlo cuando solo quiero que toque mi cara, mis pechos, mis caderas, mis nalgas! ¡Qué bese mis labios! ¡Que me cubra!

¡Cállate negra esclava! ¿Acaso no te das cuenta que ofendes a Dios?

Su Dios, Andrés Sacabuche, su Dios en el que yo no creo puesto que no es el mío. Yo sigo creyendo en nuestros dioses, en nuestros cantos, en nuestras rogativas. Si por mí fuera me iría a los palenques donde reina Benkos Bihojó. Me lo impide el amor que por Pedro siento, que es un hombre como cualquier otro, y algún día lo tendré. Lo sé porque cuando duerme me he metido en sus sueños y en ellos me posee. Dicen que en los palenques nuestro pueblo se reencontró con todo lo que éramos en África antes que nos trajeran encadenados a estas tierras. ¿Tú no extrañas nuestros ritos y costumbres Andrés Sacabuche? ¿No extrañas el lugar donde nacimos, crecimos y debíamos morir? ¿El olor de nuestros pastizales, de nuestras aguas? ¿No extrañas el olor del sol que es diferente al olor del sol de por acá? ¿El olor de la luna encabritada de brujas y de los espíritus de nuestros antepasados? 98

¿El olor del sudor del búfalo cuando se encuentra acorralado por nuestros cazadores? ¿El de su carne puesta sobre leños encendidos?

No Isabel Folupa, yo ya no extraño nada de eso. Amo el Dios de Claver, que es mi Dios. Y el olor que más me gusta es el de las iglesias y el de tu piel. Me casaría contigo inmediatamente si me lo permitieras, por el rito de la religión de Claver que es mi religión. Nuestros dioses los percibo hoy como demonios y nuestros antiguos ritos como infernales. Admito que Benkos Bihojó es un guerrero muy valiente, pero también esclaviza a la gente negra que huye a los palenques en aras de una libertad incierta. En verdad Isabel Folupa que ya hoy no sé qué es ser libre o esclavo.

No puedo creer lo que escucho de tus labios Andrés Sacabuche, con razón mí corazón está imposibilitado para corresponder el amor que dices sentir por mí. Eres un hombre débil y timorato.

No Isabel Folupa, soy un hombre sometido, consciente de mi condición desde donde se puede llegar a creer en el Dios crucificado y coronado de espinas por amor a los hombres, y no en los aullidos espeluznantes que conforman las voces nocturnas de las selvas africanas en las que el león puede devorarte en cualquier instante. Los españoles son más avanzados que nosotros, pueden leer en los libros y tienen inventos que nosotros no hubiéramos alcanzado en muchísimos años. Las enfermedades no las curan con bailes, gritos y matracas, sino con médicos que llevan años estudiando, y con medicinas que van inventando para cada enfermedad. Son limpios y aseados y no viven en casuchas como las nuestras que en ocasiones ni siquiera tienen letrinas donde podamos depositar nuestros excrementos. ¿Si has observado a sus mujeres? Se bañan todos los días y echan aceite y crema en sus pieles, y perfumes en sus cabellos. Siempre huelen a rico. ¿Nosotros a qué olemos? A sudor pestilente. A negro. A negro esclavo que suda todo el día, porque los negros libertos, sobre todo las mujeres, empiezan a usar los perfumes de los blancos y 99

a comportarse como ellos vistiendo ropas finas cuando pueden comprarlas.

¿Acaso no has visto a Benkos Bihojó cómo se pavonea entre sus exquisitas ropas españolas cuando viene a la ciudad? Hasta daga usa. Tal vez en el palenque se las quite en lo que él llama su grito de libertad, pero acá se comporta como un español civilizado. ¿Tú de quién estás enamorada? De un blanco español, solo que el hombre en el que pusiste los ojos jamás va a amarte, por lo menos no con el amor que de él esperas. Yo soy real Isabel Folupa, del mismo color de tu piel y te amo como un hombre ama a una mujer. Te deseo y quiero tener hijos contigo. Quizás algún día esos hijos alcancen la libertad que yo anhelo para ellos dentro de esta organización de blancos. ¡Jamás podré amarte Andrés Sacabuche! Si no soy para el hombre que amo no seré para nadie, de eso puedes estar seguro. Yo sí continúo siendo una guerrera africana con sus dioses y sueños de libertad, correteando bajo el sol como mi padre, en pos de la caza que nos alimentaba, y danzando como mi madre bajo la luna con su vientre hinchado de ilusiones y expectativas en el hijo que engendraba y pariría para que fuera un guerrero que defendiera su territorio y su familia, si era macho, o una guerrera acompañando a su hombre sin temor por la vida y el amor, si era hembra. Creo que debe ser la única y verdadera libertad que nosotros los negros africanos podemos tener. El mar se oscurece con la llegada de la noche que empieza a adormecer los sentidos y a encender las añoranzas de los dos jóvenes esclavos que tuvieron un mismo origen pero que se enrumbaron por diferentes caminos en el nuevo mundo a donde fueron conducidos.

100

A su llegada al hospicio los enfermos de lepra disfrutaban unos minutos de alegría en sus corazones. Excluidos del resto del mundo sano, sus vidas se reducían a las paredes del hospital para leprosos construido extramuros.

Pedro Claver iba de cama en cama asistiendo personalmente a cada uno de aquellos que la enfermedad, ya muy avanzada, los tenía postrados, regalándoles un dulce, un pan, una porción de torta de maíz, un poco de vino y hasta una prenda de vestir cuando les colgaban ripios de sus llagados cuerpos. A ninguno le faltaba una caricia del religioso y todos sin excepción les solicitaban la bendición. Como un ángel de consuelo, el padre Claver parecía flotar entre los sin rostros y sin esperanzas que pronunciaban su nombre una y otra vez llamándolo bendito. No hagan que me avergüence, soy un humilde, el más humilde de los servidores del Señor, les decía. Los benditos son ustedes que reciben esta prueba que Dios les manda y la acogen con el corazón rebosante de amor. Ojalá yo pudiera tener esa grandeza de alma. Conservar esa resignación es, en el fondo, la mayor de las fortalezas. No se engañen conmigo, soy tan frágil como una brizna al viento. Las manos extendidas de los enfermos se movían temblorosas haciendo esfuerzos para tocar al sacerdote que a su vez procuraba estar con todos esos muñones cedidos al padecimiento besándolos con los ojos inundados de llanto. Los rostros tristes y desencajados de los leprosos le producían angustia y mucho dolor. Todos vivían condenados a morir sin volver a tener contacto con sus familiares y amigos a quienes tenían prohibido visitarlos para evitar el contagio. Les llegaría su hora final con la sola presencia 101

del padre Claver y ocasionalmente la de alguna monjita de la caridad que ayudaba en forma incansable en la lidia cotidiana con los excluidos por las úlceras. Les quedaba absolutamente negado entrar al sector amurallado. Si desobedecían esta medida eran sancionados drásticamente con azotes sin importar su deterioro.

En una ocasión, al caer la noche y amparado por las penumbras, un habitante de San Lázaro se escurrió por los muros aún en construcción del hospital, burló la guardia de las murallas, y después de mucho caminar y eludir la ronda, llegó al arrabal de Getsemaní donde vivían sus hermanos y su mujer con tres hijos pequeños, el mayor de siete años, y dos mulatitos concebidos con un negro cimarrón que la violó en unas playas distantes a donde acudió a encontrarse con un amante español cuando su marido aún vivía con ella y no le habían detectado la enfermedad. El cimarrón, llamado Juan Angola, pasaba en esos momentos y se aprovechó de la soledad del lugar amenazándola con un enorme cuchillo. Cuando nació el pequeño tuvo que huir de su consorte y esconderse en la hacienda de una mujer blanca que la acogió empleándola como doméstica. Pocos meses después al cornudo le detectaron la lepra y lo recluyeron en el hospital San Lázaro. Ella volvió a vivir en el barrio Getsemaní arrimada a sus cuñados que se ganaban la vida vendiendo a los pobres las vísceras de los vacunos con el compromiso de atenderlos en todas sus necesidades domésticas. Cuando engendró el segundo mulatito, Juan Angola no tuvo necesidad de vulnerarla. Ella acudía a su encuentro en la casa de lenocinio. La noche que su marido, escapado del hospicio, golpeó a su puerta en el suburbio de Getsemaní, se hallaba preparándoles la comida a sus parientes. Uno de los chiquillos, el producto de la violencia de Juan Angola, abrió la puerta y su cabecita voló arrancada de un tajo por el cuchillo que el iracundo logró hurtar antes de salir a su evasión de venganza. Sin detenerse un segundo a mirar su horrendo crimen, el hombre, que conocía perfectamente las costumbres del sitio donde se hallaba, corrió a la cocina que 102

se localizaba al final de un oscuro y largo pasadizo. La mujer no lo escuchó llegar concentrada como estaba en remover con un enorme palote el contenido de una olla de barro que reposaba sobre un fogón de piedra. Solo cuando sintió una mano puesta sobre su hombro derecho giró la cabeza en la seguridad que se tropezaría con el rostro de uno de sus cuñados, el menor, que no pasaba de veinte años y que con frecuencia se le entraba a la cocina arrimando a sus nalgas el miembro erecto que ella en ocasiones golpeó fuerte con su puño, produciendo mucho dolor e insultos, y otras en cambio agarró en forma excitante y esperanzadora para regocijo del galán. No pudo contener un grito de horror al encontrarse con la cara del que fue su marido a quien reconoció a pesar de las desfiguraciones causadas por la lepra. El sujeto le hizo una seña para que se silenciara poniéndole el cuchillo ensangrentado en la garganta. Luego poco a poco fue acercando sus labios lacerados a los de la que fue su esposa que cerró los ojos en un acto instintivo de repulsión y aterrada por la hoja que amenazaba su cuello. Con toda intencionalidad el hombre se demoró en el beso metiendo su lengua en la garganta de la horrorizada mujer a quien lentamente le subió la falda con la mano izquierda, y cuando encontró la vulva, le introdujo un incompleto y sanguinolento dedo. Ella no pudo contenerse más y apartando la cara de la asquerosidad que la inmovilizaba, lanzó un grito espantoso con la fuerza del miedo que la invadía. Entonces el perturbado bajó el cuchillo y lo incrustó hasta la empuñadura en el vientre de la desventurada que se escurrió a sus pies convulsionando entre los estertores de la muerte. A los pocos segundos se aparecieron los tres hermanos del asesino que resoplaba por el esfuerzo. Intentó amilanar con el cuchillo a los fortachones que le temían no por el arma sino por la enfermedad evitando el menor contacto. Hasta que uno de ellos se tropezó con una tranca de madera que reposaba en un rincón, y de un estacazo le abrió la cabeza al leproso produciéndole la muerte de manera instantánea. El barrio Getsemaní estuvo conmocionado durante varios días por lo ocurrido en casa de los hermanos regatones, como 103

llamaban a los vendedores al por menor. Muchas personas dejaron de tratarlos y de comprarles las asaduras, porque aseguraban que en la contienda con el enfermo se habían contaminado. Era el mismo temor que algunos blancos aristócratas, usualmente los hombres, tenían con respecto al padre Claver evitando extenderles sus manos.

104

La noche es oscura y el mar está en calma. Un grupo de hombres negros acechan las luces de unos navíos que se han estancado en Punta Canoa, a unos kilómetros de Cartagena de Indias. Están hundidos en los pantanos y entre los manglares, haciéndose totalmente invisibles a los tripulantes de los cinco barcos y doce chalupas que se deslizan muy lentos sobre las aguas para no llamar la atención y llegar hasta la ciudad al amanecer. Los navegantes son corsarios comandados por el feroz Francisco Nau, más conocido por el apodo de “El Olonés”. Los negros que los vigilan son guerreros cimarrones que viven en los palenques acaudillados por Benkos Bihojó. Se encuentran tan cerca de la flota que pueden escuchar las voces a gritos de los piratas, algunos de los cuales se perciben borrachos. Faltan entre ocho y nueve horas para el alba y Cartagena de Indias se encontrará desprotegida para cuando los filibusteros lleguen frente a sus murallas. Entonces Benkos Bihojó asume la decisión de correr a alertar al gobernador García Girón. Sabe que tomando los atajos y sin parar, en unas tres horas estará llegando a la ciudad. Sin pensarlo más da las órdenes a sus guerreros para que lo sigan, dejando a cinco de ellos con la instrucción expresa de que continúen espiando a los piratas y se apresuren a informar la aparición de nuevas goletas. Más de cuarenta hombres negros que se confunden con la noche emprenden veloz carrera por entre un terreno de pantanos y enrevesada maleza sorteando todos los obstáculos como si tuvieran ojos en los pies. Sus respiraciones son acompasadas y su trote largo y sin tregua. Ninguno de ellos puede permitirse el cansancio que rezagaría al grupo y demoraría la llegada puesto que no sería abandonado por el grueso de la 105

facción que tiene clara conciencia que el éxito de sus acciones radica en la solidaridad y camaradería de la tropa. Esto les ha sido inculcado por el inteligente Benkos Bihojó que no admite ni la cobardía ni la deserción. Sabe que su lucha contra la soldadesca española se hace más ventajosa en la cohesión de sus camaradas.

Pero en esta ocasión su enemigo no se encuentra entre los blancos españoles, se halla en tregua con ellos. Sabe por experiencia que los piratas, si ocupan Cartagena, no liberarán a los negros y por el contrario, tomados prisioneros, los venderán en otros lugares separando las ya establecidas familias de esclavos, o condenándolos de por vida a la horrible infamia de las galeras. Por ello esta noche corre con sus leales guerreros para avisar del peligro a las autoridades, y ponerse a su servicio por una causa común: la defensa del Corral de Piedras como él ha bautizado a Cartagena de Indias que después de África es su segunda aldea que no cambiaría por ninguna otra a pesar que fue traído por la fuerza. Allí viven Francisca Angola y su hijo que con orgullo lleva su mismo nombre: Benkos Bihojó. Han corrido tan veloces y sin pausa que arriban antes de lo previsto a la ciudad. Frente a la gran muralla encuentran el primer obstáculo: la enorme y pesada puerta principal se halla cerrada y la guardia tiene órdenes estrictas de no abrirla a ninguna persona o grupos de personas después de siete de la noche y menos si son negros y llegan portando armas.

A gritos Benkos Bihojó habla con el capitán encargado que se encuentra seguro en lo alto de su garita, informándole que a poca distancia de allí, en Punta Canoa, descubrieron cinco navíos de piratas que estarían llegando al amanecer para atacar y tomarse la ciudad. Que le urge hablar con el gobernador Don García Girón para alertarlo y que disponga la defensa. Por toda respuesta escucha una carcajada del capitán y los soldados que lo acompañan. Conocen muy bien a Benkos Bihojó a quien tuvieron que enfrentar por sus incursiones nocturnas en un pasado no muy lejano. Debes estar borracho, le gritan. Más bien lárgate con tu montonera de negros a cazar lagartos en los pantanos, o a bailar 106

con tus negras culonas en los palenques. Benkos no se desespera, sabe que los guardias tienen razón en burlarse de él puesto que se encuentran convencidos que quiere engañarlos para acometer las acostumbradas fechorías. Entonces se le ocurre una idea, les propone que sus hombres le aten las manos a la espalda y de esta manera entrar a la ciudad, si se lo permiten, mientras sus guerreros esperan en las playas. Conciliábulos entre el capitán y sus soldados. Tampoco aceptan. Como el tiempo pasa recurre a la que será la última esperanza para alertar al gobernador y evitar que los piratas se tomen Cartagena: ¡El padre Claver! , que lo llamen, él se encuentra muy cerca pues su habitación da casi contra las murallas y usualmente pasa las noches en vela atizándose vergajazos, es el único hombre blanco que se rompe a cuerazos, les dice a los de la guardia. Nuevamente se escuchan risotadas pero esta vez por la alusión a las flagelaciones nocturnas del religioso, ya famosas. Transcurren algunos minutos que para Benkos son eternos puesto que si niegan este último recurso la ciudad será saqueada y devastada por los terribles piratas que tomarán el mayor número de sus hermanos negros para esclavizarlos. Por fin el capitán asoma la cara por entre las antorchas alborotadoras de la noche con su candela que parece estar viva, y le dice que mandará a buscar al sacerdote.

A partir de ese momento la espera consume a Bihojó que empieza a caminar de un lado para otro intentando calmar la angustia producida por la incertidumbre. Su resistencia no tiene límites. Acaba de recorrer un buen número de kilómetros con los pies descalzos durante casi tres horas a la velocidad que le permitieron sus piernas y sus pulmones por entre fangosidades, troncos, malezas con enredaderas y espinas, piedras y sinuosidades de un terreno sumido en la absoluta oscuridad pues apagaron las antorchas que portaban para no ser detectados y cañoneados por los invasores. Sus hombres descansan agotados por el esfuerzo a que los sometió. El capitán lo observa y piensa que está loco o borracho. El negro cimarrón Benkos Bihojó no es de fiar. Él lo sabe por experiencia. El gobernador y la población blanca lo 107

soportan porque su comportamiento y el de los hombres que comanda ha sido relativamente aceptable en los últimos años a raíz de una tregua pactada en la que el padre Claver precisamente fue garante; pero todos están al tanto de su peligrosidad y de sus planes para tomarse la ciudad. Unos años atrás estuvo a punto de lograrlo. Además, asaltaba las haciendas y los caminos se tornaron inseguros para la provisión de alimentos que entraban a Cartagena por vía terrestre o marítima. Estos negros cimarrones que formaron los palenques en donde reina Benkos Bihojó con sus propias leyes, se han convertido en una verdadera pesadilla para la gente decente de la ciudad. Si por él fuera, sin dudarlo apresaba al rebelde y sus acompañantes y los ahorcaba sin otra fórmula de juicio que el de haber mantenido en una permanente zozobra a todos los habitantes de la ciudad amurallada y sus alrededores. Los dueños de las haciendas les dan comida y armas por temor a ser saqueados por la fuerza en las horas de la noche y asesinados con sus familias. Las gentes les tienen miedo. Hasta los mismos negros les temen y a pesar que les componen cánticos de alabanzas, quisieran verlo colgando de la horca. Las reflexiones del capitán se ven interrumpidas por la llegada del jesuita Pedro Claver a la garita, donde el joven soldado monta guardia encima de las murallas y atisba el horizonte para prevenir cualquier ataque externo por mar o tierra. ¿Qué ocurre capitán? ¿Hay alguien enfermo?, pregunta el religioso todavía aturdido por el imperativo del soldado que lo sacó de su descanso. -Mire padre, es Bihojó, le dice el soldado señalándolo, hace más de media hora apareció con sus negros rebeldes y el cuento de que en Punta Canoa están los piratas. Por supuesto que yo no le creí, entonces nos solicitó mandarlo a buscar a usted dizque para que lo lleve ante el gobernador y de esta manera alertarlo. -Yo confío en Benkos, capitán, déjelo entrar y hablo con él. -Usted será el único que confía en Bihojó padre.

-Ay capitán, si yo no tuviera fe en los hombres, no debería ser parte de sus agrupaciones y menos sacerdote. 108

¿Pero en Benkos Bihojó Padre? -¡Ábrale capitán!

-Bien padre Claver pero lo haré seguir sin acompañantes. -No necesito a ningún otro.

-¡Dejen pasar al esclavo Benkos Bihojó! ¡Que entre solo!, le grita el capitán a sus soldados. La guardia, apostada frente a la gran puerta que aísla la ciudad cuando se cierra, entreabre muy lentamente una de las inmensas y pesadas hojas de madera dejando una abertura por donde penetra altivo el guerrero con sus más de dos metros de estatura. Saluda con una inclinación de cabeza al padre Claver. Y al capitán le dice:

-¡Yo no soy ni volveré a ser esclavo capitán, prefiero estar muerto! -Bueno, bueno, a lo que viniste hijo, le dice el padre Claver para evitar un impasse.

-Sencillo padre, con mis hombres descubrimos en Punta Canoa unos barcos de bucaneros que vienen hacia Cartagena. Dejé a cinco de los míos vigilándolos. Quiero que me lleven ante el gobernador para advertirlo, que disponga la defensa de la ciudad, y ponerme a la orden con mis guerreros para combatir los piratas. -Dios te bendiga hijo, le responde el padre Claver. Partamos enseguida a casa del gobernador a fin de enterarlo de tan grave noticia. Los piratas no pueden entrar a Cartagena.

-¡Un momento Padre!, lo detiene el capitán. Los acompañarán tres soldados pues todavía no le creo a este cimarrón. -No hay inconveniente capitán, pero apurémonos que se nos va la noche hablando.

Se pusieron en marcha Benkos Bihojó, el padre Claver, el capitán que comandaba la guardia de la ciudad de Cartagena de 109

Indias, y tres soldados, en previsión que el rebelde intentara una de sus acciones criminales esa noche del 8 de junio de 1620

El palacio de la gobernación, donde tenía sus aposentos el gobernador García Girón y su familia, quedaba muy cerca de la gran puerta principal. Atravesaron unas estrechas calles casi en penumbras, alumbradas por uno que otro farol de aceite de caimán que se hallaban dispuestos en las fachadas de algunas edificaciones, y por las antorchas que portaban los soldados. Un perro se escurrió temeroso entre las sombras, asustado por el retumbar de las botas de la soldadesca chocando contra el empedrado en la profundidad del silencio de la noche. Esta resonancia ha producido alteraciones aún en las especies menores desde épocas remotas. Unos minutos después estaban frente a la guardia personal que custodiaba la casa del gobernador. Los visitantes, por lo disímiles, eran exóticos: un guerrero rebelde a quién todo el mundo temía y consideraba su enemigo; un grupo de soldados que siempre lo han combatido; y un religioso cuya bondad con los esclavos negros empezaba a ser comentada en la ciudad por diferentes razones. El Capitán de la guardia cruzó unas pocas palabras con el responsable de la custodia del gobernador y su familia, capitán Vicente Villalobos Tomar, palabras que fueron confirmadas por el padre Claver. -Creo que el señor gobernador duerme padre, y me voy permitir despertarlo por la gravedad de lo que cuentan. Pero advierto que si lo que afirma este negro no es cierto, le aseguro que todos, incluyéndolo a usted, vamos a tener problemas. Que Dios nos tenga de su mano si el gobernador no le da credibilidad. Mientras esperaban la respuesta, el padre Claver pensaba en lo que había dicho el soldado: “Que Dios nos tenga de su mano si el gobernador no le da credibilidad”. ¿Se refería a lo que causarían los piratas en la ciudad cuando se la tomaran? ¿O acaso a lo que les haría el gobernador de ser fraudulenta la noticia? Cualquiera de los dos interrogantes no dejaban de ser preocupantes pues el gobernador García Girón tenía fama de tener un carácter bastante agresivo, y en ocasiones esto lo llevaba a realizar graves 110

injusticias y actos de violencia. Lo que personalmente hiciera con él lo tenía sin cuidado, pero sí lo alarmaba sobremanera lo que pudiera causarle a Benkos Bihojó, quien no era santo de su devoción ni mucho menos. De todos era conocido que buscaba un pretexto para encarcelar al cimarrón, y sabe Dios qué haría con él teniéndolo en prisión. Podría ser una oportunidad para tildarlo de traidor o imputarle cualquier otro crimen así el rebelde Benkos fuera inocente de toda culpa. Interrumpió sus cavilaciones el regreso del soldado: -El gobernador los espera, les dijo.

Enfundado en una bata levantadora de seda muy fina, con los cabellos perfectamente acomodados por el peine, el gobernador de la ciudad, Don Javier García Girón de Loaiza se encontraba en su despacho de pie, detrás de la silla de su escritorio como usualmente recibía a los visitantes en sus cotidianas actividades. Después de los protocolarios saludos les dijo a los inesperados aparecidos: señores soy todo oídos. El capitán de la guardia de las murallas tomó la iniciativa informándole que el negro cimarrón Benkos Bihojó, allí presente, llegó frente a la garita donde él se encontraba de centinela con sus soldados, causando alboroto con la noticia de que los piratas estaban en Punta Canoa. Como no le creyó solicitó la presencia del venerable Claver para que sirviera como garante y poder venir ante vuestra excelencia a decírselo personalmente. Que él seguía sin darle credibilidad, pero el padre Claver consideró oportuno suplicarle a su señoría que lo escuchara. El mandatario, después de prestar atención a su capitán, se ha sentado en la poltrona detrás del escritorio, e invita con un gesto a los visitantes a que lo sigan. Entrelaza sus manos poniendo los dedos índices sobre sus labios. Durante unos minutos guarda un prudente y reflexivo silencio manteniendo en vilo a los diversos y sorprendentes personajes que lo acompañan a esas horas de la noche en su despacho desde donde administra la ciudad de Cartagena y sus provincias. Su responsabilidad es muy grande: 111

si ignora la advertencia de Benkos Bihojó para no deberle un servicio y los piratas se toman la ciudad, será enjuiciado puesto que es mucha la gente ya enterada. Iba a preguntarle la opinión al religioso para no darle de entrada total credibilidad al negro cimarrón, apoyando de esta manera la postura de su capitán de guardia, pero le pareció poco inteligente y les dijo a los presentes: -Señores, estamos en serias dificultades, pero ya había tomado mis previsiones, (lo que era cierto). Con esta admirable actitud de Benkos Bihojó y sus hombres, creo le ganaremos la batalla a los facinerosos del mar y sus compinches. ¿Cuántos navíos contaste Benkos?

-Cinco, gobernador, respondió el gigante con una voz firme y gutural que en ocasiones se le escapaba por las fosas nasales, señalando la cantidad con los dedos de la mano derecha. La pregunta y la respuesta produjeron alivio entre los soldados y el padre Claver, puesto que el cimarrón no expresaba temor y menos dudas de lo que había visto con sus hombres en Punta Canoa.

-Empezaremos de inmediato a disponer la defensa. Benkos: tú y tus hombres podrían ayudarme de gran manera en este trance. -Gobernador, estoy a su disposición. Pelearé por mi pueblo negro que sería el primero en caer prisionero.

-De acuerdo Benkos, ahora tenemos una causa común para estar del mismo lado. Sé que tus guerreros están agotados, pero manda al más esforzado, al más valiente, al más astuto, y al que mejor conozca esta región, se vuele hasta el fuerte del Pastelillo para informarle de la situación al encargado de comandar la tropa allí apertrechada, y que tome todas la medidas conducentes a fin de evitar que por ese lado nos abran un boquete de entrada a la ciudad. Ya le hago una nota con mi sello personal de gobernador, no sea que de pronto por desconfiado los invasores logren ventajas en esos lugares. Otro de tus hombres, también muy fuerte y audaz, debe partir inmediatamente con unas notas escritas en donde les doy estrictas órdenes a los comandantes de los fortines 112

de San Matías y de Gamboa para que permanezcan alerta pero sin dar señales de vida, dejando pasar las naves hacia Bocachica y Bocagrande, lugares que el enemigo intentará dominar. Luego se dirigió al capitán Juan de Tejada, el oficial de la guardia que recibió con sarcasmo a Benkos cuando apareció frente a las murallas:

-Usted capitán, vaya presto donde los comandantes de los dos galeones anclados en puerto y dígales que salgan inmediatamente de allí y se escondan en la pequeña rada de Caño de Loro. Desde este sitio atacarán a los enemigos que pretendan penetrar la bahía por Bocagrande, pero que además cuenten con la total movilidad y capacidad para devolverse y arremeter contra las naves que lo intenten por Bocachica. Cada uno de esos galeones carga treinta cañones. Quiero igualmente que los acompañen los otros cuatro navíos que tenemos, con veinte cañones por unidad, lo que nos daría un total de ciento cuarenta mortíferas piezas de artillera que se les sumarían a los ubicados en los fuertes y en el cerro de la Popa. Con los barcos que vienen del Pastelillo y San Sebastián, los piratas quedarán atrapados entre dos fuegos lo cual les impedirá el asalto a la ciudad y también la retirada. Necesito aplastarlos para que escarmienten de manera definitiva y no tengan a Cartagena entre sus planes de botín permanente y fácil.

-Usted, capitán Vicente Villalobos Tomar, será el encargado de la apariencia de absoluta inocencia en la ciudad, como si no se hubiera enterado de nada. No podemos permitir que los bucaneros observen el menor indicio de aprestamiento para la batalla. Entre menos ruidos y actividades tengamos mucho mejor. -A sus órdenes señor, se cuadró el joven capitán de su guardia personal, pero me permito recordarle que la gobernación quedará desguarnecida con mi ausencia y la de mis hombres. -No se afane joven Villalobos, Benkos y sus guerreros serán mi guardia personal hasta que termine esta dificultad de los piratas.

113

Todos los allí presentes, incluido el mismo Benkos Bihojó, que rodeaban esa noche de preparativos de guerra al gobernador Javier García Girón de Loaiza, gran militar y mejor hombre de mar que había librado muchas batallas en defensa de los intereses de su Rey, quedaron con la boca abierta y como petrificados frente al anuncio que acababa de hacer para reemplazar a sus hombres de seguridad. -Pero excelencia…, alcanzó a balbucir el joven capitán Vicente Villalobos Tomar, español que contaba con toda la confianza del gobernador.

- No se preocupe Villalobos, Benkos y su gente sabrán cumplir con su deber. Desde los ventanales del Colegio, el padre Juan Pedro Claver y Corberó, y el resto de la comunidad de los jesuitas, observaban con gran expectativa y preocupación la batalla que se daba en la bahía desde las seis de la mañana, a donde entró parte de la flotilla de los corsarios pensando que encajarían un certero golpe a los españoles valiéndose de la sorpresa, pues la ciudad de Cartagena de Indias se percibía aún dormida siendo de esta manera presa fácil de sus apetitos de oro y esclavos negros que sabían existían en gran número. Pero no contaban con la valentía de los guerreros de Benkos Bihojó que salieron al paso de las chalupas de los piratas que empezaban a desembarcar en la península de Castillo Grande, arremetiendo contra ellos a tiros de arcabuces y blandiendo enormes hachas y lanzas para el combate cuerpo a cuerpo. El enemigo se sintió sorprendido y desconcertado, y con los primeros disparos, la flota de naves españolas que estaban agazapadas en Caño de Loro, a toda vela se enrumbó hacia el norte y pronto rompieron fuego contra las naves de los piratas, ocupadas unas, en el desembarco, y el resto en penetrar la bahía interior para el asalto final. Simultáneamente abrieron fuego los fuertes de Pastelillo, San Matías y Gamboa. Los asaltantes, atacados por tres frentes, empeñaron todas sus destrezas y valentías en defenderse y reembarcar la infantería que 114

ya tenían en tierra, pero que en su mayoría fue abatida por unos doscientos hombres entre esclavos y negros libertos que fueron armados por el gobernador para que se pusieran bajo las órdenes del guerrero Benkos, quien ejecutó un extraordinario despliegue de bravura dando muerte a más de un ciento de enemigos.

Después de más de dos horas de batalla donde no cesó el intenso cañoneo de las naves corsarias y españolas, los piratas lograron sacar a mar abierto dos de los barcos mayores y apenas tres de las chalupas, el resto de naves y lanchas las perdieron junto con casi cuatrocientos hombres, entre ellos “El Olonés”, según confesó uno de los corsarios hecho prisionero y que lo vio morir. La victoria fue arrolladora y la ciudad de Cartagena se dispuso a organizar celebraciones religiosas, dándole gracias a Dios por el éxito de sus tropas y la desbandada de los piratas. El gobernador decretó igualmente dos días de fiestas y fandangos para regocijo del pueblo.

En una de las tantas ceremonias, el negro Benkos Bihojó, esclavo que alcanzó su libertad huyendo hacia los palenques, fue proclamado por el señor gobernador de Cartagena de Indias Don Javier García Girón de Loaiza, como “gran patriota y defensor de la ciudad”.

115

MI NOMBRE ES BENKOS BIHOJÓ

Mi nombre es Benkos Bihojó no Domingo Biohó como quería llamarme el padre Pedro Claver en una ceremonia nombrada bautismo ofrecida a sus dioses y en la que a uno le derraman agua en la cabeza.

Nací en Guinea. Mi padre era un rey y el mejor cazador que pudiera existir, el más fuerte, el más astuto para seguir el rastro de la presa, el más valiente para enfrentarse al león cuando nos atacaba para quitarnos el impala o el búfalo, y el primero en ir a la guerra cuando otras tribus nos invadían para robar nuestras mujeres. Él me enseñó todo lo que sé y me traspasó en la sangre su fuerza y valentía.

En estos palenques donde vivo soy Benkos Bihojó, el guerrero.

Me trajeron encadenado, un día bastante lejano, cuando era casi un chiquillo. Un hombre llamado Pedro Gómez Reynel, de color blanco, fue quien me apresó. Hablaba una lengua extraña que con el tiempo yo también aprendí a hablar. Quedé atrapado en una red que me arrojaron enredándome de tal manera que era imposible mi defensa. Me encontraba siguiendo a un búfalo herido por unas leonas que huyeron por mis gritos y aspavientos. Los leones sienten miedo del hombre, es al único que temen.

Era una mañana bien temprano, el sol estaba recién salido y aún no hacía calor. El cielo se veía muy azul y la planicie tranquila. Un viento tenue que refrescaba traía el olor de miles de escarabajos amontonando el excremento de los elefantes para trasladarlo a sus cuevas. 119

Un guepardo hembra se hallaba sobre un promontorio con dos de sus crías, aseándolos a lengüetazos mientras los pequeños ronroneaban de satisfacción al sentirse protegidos por su madre. Se percibía el olor del agua fresca de un riachuelo que se desmadraba por un barranco estrecho sembrado de piedras pulimentadas por la acción del precioso líquido indispensable para la vida. Mi oído agudo escuchaba el ajetreo de las laboriosas termitas que construían sus nidos de hasta diez metros de altura, interconectados por extensos corredores subterráneos. Un buitre negro volaba en círculos alertando a los de su especie porque había detectado el cadáver de un impala abatido por un fiero y solitario leopardo. Diversas manadas de ungulados recorrían la sabana rumiando la pastura encontrada a su paso. Lejos se escuchaba el grito de caza del halcón peregrino, que es el ser más veloz del cielo. Unos jabalíes, el animal más fiero de la selva, de largos y peligrosos colmillos curvados hacia atrás, se daban un revolcón de felicidad en un barrizal de pestilencias. Y yo, el hombre, el rey de la pradera, me hallaba de cacería siguiendo al búfalo moribundo por el ataque de las leonas que a cierta distancia se relamían las fauces ensangrentadas por la feroz pelea con el formidable animal de más de una tonelada, el cual podría alimentar a los de mi pueblo por varios días después de curar la carne para que no se descompusiera. De pronto el búfalo se detuvo y me enfrentó. Sus ojos vidriosos por la muerte miraban con furia al enemigo que en esos instantes era yo. Le arrojé mi lanza con toda la potencia de mi brazo derecho y rebotó en sus poderosos cuernos. Entonces ese gigante se me vino encima con su dolor y agonía. Yo mantenía los pies clavados en la tierra como si de ellos se hubieran desprendido potentes raíces que me impedían moverme. Cuando estaba a punto de alcanzarme, lo que hubiera ocasionado mi muerte de forma inmediata, se escuchó el estampido como de un trueno y el búfalo dobló las patas delanteras cayendo abatido sobre el húmedo pasto. Mucho 120

después aprendería que esa explosión se originaba en los tubos que cargaban los traficantes. Sin saber de dónde, ya que no los había visto por tener toda mi atención puesta en el animal que perseguía, salieron de los altos pastizales unos hombres blancos con pelos en la cara que me lanzaron a la cabeza una red donde quedé atrapado y entre más forcejeaba para salirme de esa trampa de huecos, más me enredaba y mi huida se hacía imposible pues corría un poco y caía. Los hombres reían al ver mi desespero y mi impotencia para librarme y poder evadirme o combatir. Jamás en mi vida experimenté el terror como en esos momentos. Ni siquiera cuando tropezaba cara a cara con los fieros leones sentía tanto desfallecimiento porque lo que estaba viviendo era desconocido frente a lo cual el miedo se acrecienta y se convierte en espanto. Luché hasta donde pude para escapar de ese enredo de hilos pero fue inútil, solo logré un terrible cansancio sintiendo que mi corazón estallaría de un momento a otro por el pánico que me invadía. Me derribaron y me ataron a otros hombres, mujeres y niños negros de otras tribus, y empezamos a caminar horas y días por arenas que quemaban mis pies hasta llegar al mar donde esperaba un barco de inmensa barriga en el que nos sepultaron. Allí, en una profunda oscuridad, tropecé con cuerpos que igualmente permanecían encadenados y lanzaban gritos de pavor. Muchos de ellos, los más débiles, murieron en el viaje y los arrojaron a las aguas. De esta manera fui apresado, secuestrado y traído a estas tierras y a este poblado que llaman Cartagena donde reinan los blancos esclavizándonos a nosotros los negros. Aquí me vendieron a un hombre de nombre Juan de Palacios, y él a su vez me vendió a otro hombre llamado Alonso del Campo. Nos compran y nos venden como si fuéramos una vaca, un caballo, una silla de montar, o un fusil, que es el tubo por donde sale la muerte. ¡Pero todo acabó!

¡Ahora no soy esclavo de nadie!

El hombre que me compró era brutal. Esos son los que no tienen alma. No nosotros, como quieren hacernos creer cuando 121

nos negamos a bautizarnos y a admitir a su Dios como nuestro. Esas son mis discusiones con el padre Claver en las oportunidades que tenemos de encontrarnos. Si acaso fuera obligatoria una esclavitud esta debería ser con la vida. La vida es la única que debe cautivarnos hasta que nos muramos. ¡Alonso del Campo! Una fiera. Peor.

Las fieras matan cuando tienen hambre. Este hombre disfrutaba con el dolor que nos causaba a sus esclavos negros.

Me enviaron encadenado a una hacienda. Allí labraba la tierra custodiado por varios hombres blancos que portaban armas de fuego. Trabajábamos sin descanso desde la madrugada, antes que saliera el sol, hasta el final de la tarde cuando el sol se ocultaba. Luego nos ponían a hacer diversos oficios como asear los barracones en los que dormíamos, pilar maíz, o desgranarlo de las mazorcas hasta la media noche. Nos daban como alimento una cazuela de arroz con un pedazo de plátano, o una torta de maíz. Durante el día, cuando suspendíamos un momento la faena para pedir un poco de agua porque la sed nos devoraba, nos castigaban con látigo. Alonso del Campo, nuestro amo, era el principal torturador. Tenía dos látigos. Uno hecho con nervios de buey, que rasga la carne cuando zumba sobre ella. Y el otro elaborado con sogas y cuerdas cubiertas de brea que destrozan cuando golpea. En una ocasión a una muchachita negra, como de unos diez años, se le cayó un canasto con huevos y todos se quebraron al reventar contra el piso. Este hombre perverso, Alonso del Campo, tomó uno de sus látigos y empezó a azotarla sin que valieran las súplicas de la infeliz para que la perdonara. Le dio tantos latigazos que la niña estaba muerta y seguía golpeándola. Yo estaba presente y no me pude contener, el dolor y la rabia me enceguecieron. Agarré por el cuello al único guardia que nos custodiaba en ese instante, le quité el tubo por donde sale la muerte, y con el mismo artefacto lo golpeé tanto que lo maté. Acto seguido salté sobre 122

el amo torturador y criminal y arrebatándole el látigo le propiné una golpiza hasta asesinarlo. Como sabía que lo que había hecho se pagaba con mi propia vida, me di a la huida caminando día y noche por entre pantanos hasta llegar a un sitio que puse por nombre la Matuna a donde jamás llegarían los soldados. Allí me encontraría a salvo.

A los cinco años de estar aquí con un ejército de negros rebeldes que se fueron escapando de sus amos siguiendo mi ejemplo, el gobernador de Cartagena en ese entonces, Gerónimo Suazo Casasola, me ofreció un tratado de paz cuando casi derroto sus tropas en las mismas calles de la ciudad. Llegamos en la madrugada como sombras, entre vientos huracanados que emitían terribles aullidos. Con nuestras lanzas abatimos a unos soldados defensores de las puertas de entrada. Yo comandaba doscientos cincuenta fieros guerreros dispuestos a morir para liberar a todos los esclavos y apoderarnos del corral de piedras, como llamábamos la ciudad. La infinita laguna de agua salada que los blancos nombran mar, estaba enardecida por los vientos y rugía como si estuvieran sueltos más de mil leones prestos al combate. Entramos hasta el corazón dormido de la ciudad por entre calles solitarias barridas por remolinos de frenéticas brisas. Amos y esclavos descansaban confiados. De pronto se nos apareció la ronda compuesta por unos treinta soldados. Los vencimos con facilidad matando a diez de ellos, el resto se rindió.

Esa madrugada de gritos de brujas y aullidos de demonios nos hubiéramos tomado Cartagena, si al amanecer no llega un batallón que andaba por los lados de Tolú abatiendo unos indios rebeldes. El gobernador nos envió ese escuadrón a perseguirnos y en nuestra huida dimos de baja a un buen número de soldados blancos. A los palenques nunca pudieron llegar. Se sucedieron meses de combates en que la peor parte la llevaban los ejércitos de los blancos esclavistas. Como por fin el gobernador Gerónimo Suazo Casasola se convenció que no podría vencernos a mí y a mis fieros y leales guerreros, me envió un emisario con una propuesta 123

de paz para que no siguiera acosando con mis combatientes la ciudad, ni instigando a los negros a que huyeran a los palenques y buscaran refugio en la Matuna bajo mi protección, donde yo reinaba con mis propias leyes y con los dioses y costumbres de mis antepasados en África. A cambio podría entrar con mis armas y custodios a Cartagena, para adquirir ciertos productos necesarios para nuestro bienestar, y asistir a los carnavales organizados para los negros y los blancos pobres de Getsemaní.

Pero la paz no se pudo concretar sino varios años después con el gobernador Diego Fernández de Velasco y las batallas continuaron. Nosotros llegábamos hasta la ciudad preferiblemente de noche cuando las sombras y los espíritus de nuestros muertos se confabulaban poniéndose de nuestra parte y haciéndonos invisibles a los ojos del enemigo. Matábamos un buen número de soldados blancos y nos dábamos a la huida con mujeres y hombres esclavos que encontrábamos a nuestro paso. Muchos de ellos llevaban puestas las cadenas, ya que eran aún bozales aterrados por todo lo que se sucedía a su alrededor. En varias ocasiones nos tocó detenernos en nuestra escapada porque los hermanos que liberábamos, sobre todo las mujeres, nos retrasaban y los soldados nos daban alcance. Entonces estas mujeres y hombres valientes nos suplicaban que los matáramos antes de tener que volver a caer en manos de los esclavistas. Convencido que teníamos que abandonarlos, tomaba mi lanza y la enterraba en el corazón de cada uno de ellos causándole una muerte honrosa, rápida y sin tanto dolor. Juro por mis dioses que podía verles una sonrisa en los labios. Así me lo agradecían. Cuando podíamos, recogíamos la sangre de nuestros hermanos negros, nos la llevábamos, y de noche, al bailar bajo la luna con el trepidar de nuestros tambores que espantan el miedo y la tristeza, nos la bebíamos para ser tan fuertes y valientes como ellos que eran capaces de morir para no volver a la esclavitud. Soy Benkos Bihojó, el rey de la Matuna.

Firmé la paz con el gobernador de Cartagena Diego Fernández de Velasco porque pensé de torpe que los blancos 124

serían respetuosos de su palabra empeñada. Podía ir a la ciudad y comprar muchas cosas con el oro que les quitábamos a indios y españoles. Yo lucía mis más hermosos atuendos, y mis valientes y feroces guerreros portaban sus enormes y sibilinas lanzas.

Bailábamos por la época de carnaval. Y cumplí mi palabra empeñada en el trato que hice con el gobernador Fernández de Velasco. No volví a hacer la guerra ni permití que mis legiones la hicieran. No instigué a ningún negro que abandonara su estado de esclavitud para que se sumara a los rebeldes de los palenques. No me apropié de nada que perteneciera a los blancos, a los indios o a los negros libertos. Seguí siendo el Rey de la Matuna, donde imponía mis propias normas, que eran las normas de nuestros ancestros, de nuestros pueblos africanos. Tampoco hice nada que atentara contra la ciudad de Cartagena y sus habitantes. Sin embargo esto no me sirvió, pues me apresaron tendiéndome una celada y aquí me encuentro prisionero y sé que me ahorcarán. Les daré una lección de dignidad. No imploraré por mi vida. No lloraré como un chiquillo aterrado. No pediré clemencia. Moriré como he vivido: con honor y altivez. Soy Benkos Bihojó, el rey de la Matuna.

Soy Francisca Angola, una de sus muchas mujeres. Ni siquiera fui su favorita, pero tengo un hijo de él, de Benkos Bihojó, el más poderoso de los guerreros negros que haya existido en estas tierras de Cartagena y sus alrededores. Su hijo, mi hijo, también se llama como su padre, Benkos Bihojó. No tiene inclinaciones por las armas, detesta la violencia y cuando ve sangre, así sea de animales, se desmaya. Le apasionan los libros pero no puede entrar a estudiar al Colegio de los religiosos porque es esclavo y ni siquiera los negros libertos pueden tener posibilidades de educarse allí. A los negros en general nos están prohibidos los libros para impedirnos que aprendamos lo que hace sabios a los blancos. Si no fuera por María de Meza, nuestra ama, mi hijo jamás tendría posibilidades de buscar entre el misterio que contienen los libros. Ella le enseñó a leer y a escribir, ahora está asimilando el secreto 125

de los números. Yo me asusto cuando él lee, me parece cosa del demonio, pero el padre Claver me tranquiliza y me dice que mi hijo puede instruirse en la contaduría y conseguir la libertad de ambos, pero él quiere estudiar la medicina con el doctor Méndez Nieto que es un sabio. Lo único que nos está permitido a los esclavos negros es conocer sobre los dioses de los blancos. Benkos Bihojó, el padre de mi hijo, el gran guerrero, siempre se negó, lo bautizaron a la fuerza, pero no admitió el nombre de Domingo. Yo sí quise aprender sobre los dioses buenos y malos de los blancos y creo en ellos, y voy a la iglesia, y rezo por el alma del difunto Benkos a quien dieron muerte ayer en la horca. No lo pudimos salvar, ni siquiera la señora María de Meza que habló con el gobernador García Girón pudo salvarlo. El padre Claver no lo traicionó como querían obligarlo a que lo hiciera. “Solo puedo rezar por él”, dijo cuando lo tomaron prisionero. “El padre Claver quiere verte Benkos”, me dijo una mujer esclava de la casa de la señora de Meza en donde están mi hijo y una de mis mujeres. Yo siempre he querido al padre Claver a pesar que él defiende a los blancos y a todo lo que significan, sin embargo tiene algo muy especial que despierta mi cariño, nos ama a nosotros los “morenos”, como nos llama a los negros, y se pone furioso cuando nos castigan en exceso o injustamente que son la mayoría de las veces. Entonces yo le digo, ¿ellos se irán al infierno que usted nos muestra en las estampitas padre? Se queda un instante pensando y me contesta: “No lo sé Benkos, en verdad no lo sé”. Ya aprendió a decirme Benkos, tuvieron que pasar muchos años para que me nombrara por mi verdadero nombre. Me bautizó y se empeñó en llamarme Domingo, Domingo Biohó. Cuando esa negra esclava me dijo, “el padre Claver quiere verte en las playas de Bocagrande al ocultarse el sol”, yo no lo puse en duda. Ninguna razón venida del padre Claver y de la casa de la señora María de Meza puede ponerse en duda. Podría parecerme sospechoso si las gaviotas volaran de noche o las lechuzas cazaran de día, pero no un recado del padre Claver que en ocasiones anteriores me los envió con diferentes negros esclavos en quienes 126

él confía a cabalidad. Más que en los blancos. Si el mensaje me lo da un blanco, incluso un religioso, yo sospecho algo, pero jamás me mandó recados con los blancos. “No me fío mucho de ellos Benkos”, me dijo en una ocasión. Ese día me regalaron una hermosa manta roja anudada al cuello y que me llegaba hasta los pies. Me la obsequió el propio gobernador García Girón que me mandó a llamar cuando se enteró que yo estaba dentro de las murallas. Me presenté a la casa donde gobierna. No querían dejar entrar a mis guerreros con las armas: “El único que aquí puede portar armas es Benkos”, me dijo el capitán Pedro de Barahona. Si mis hombres no pueden entrar con armas, yo tampoco entro, le contesté al capitán. Me dejaron ingresar con mis guerreros después de consultar con el gobernador García Girón que me esperaba sonriendo. Era la segunda vez que yo concurría a esa casa de gobierno. La primera ocurrió cuando le avisé sobre el asalto de los piratas. Me tendió su mano derecha para saludarme. Los dedos estaban repletos de anillos de oro, pero yo no me le quedaba corto, pues mis dedos también llevaban anillos de oro, y de mis orejas colgaban aros de oro y de mi cuello collares como corresponde a un Rey. No, el padre Claver no lo traicionó, por el contrario, la tarde de ese día que lo tomaron prisionero, lo estuvo buscando desesperadamente para alertarlo y que huyera a sus palenques y no volviera por Cartagena. Pero todo fue infructuoso. Benkos se internó por el camino que conduce a la Popa, asediado por las caderas temblorosas de una mulata que tenía la misión de seducirlo con su sensualidad. ¡Y lo consiguió! Gran parte del día estuvo Benkos siguiendo el rastro de amor esparcido que la negra voluptuosa iba dejando con claros signos de mariposeo, tal como hacen los leopardos. Allá va Benkos con su capa roja siguiendo a la hembra en celo. Su olor, que él sigue hechizado, se mezcla con el salitre y la polvorosa de los caminos que levantan las ventiscas provenientes 127

del mar. Está enceguecido de pasión, pasión que lo hace irreflexivo sin poder medir el peligro. Saciada su sed de libertinaje, regresa a la cordura y se encamina a la supuesta cita que le ha puesto el padre Claver, pero ya es demasiado tarde y su destino está sellado pues este no podrá encontrarlo para alertarlo de la traición. Me tendieron una trampa y como un niño caí en ella. La negra que me enviaron, con el que yo creí un recado de Pedro Claver, no era otra cosa que una farsante libertina que me sedujo con su caminar de hembra insaciable.

Cuando llegué al lugar señalado en Bocagrande donde el mar se convierte en una fiera indomable de rugidos aterradores, el sol empezaba a ocultarse y la luna aparecía trastornada de luz. La luna tiene la facultad de perturbarme. No sé si es porque me recuerda con más fuerza África con todos sus sonidos y olores nocturnos, y las danzas y cánticos alrededor del fuego, estimulados por el arrebato de los tambores que nos regalaron nuestros dioses. Yo no sé si esa luna preñada de fulgor, sea la misma luna africana que se despeñaba sobre nuestras cabezas mientras bailábamos y cantábamos en un delirio de ruegos a nuestros dioses para que la caza fuera abundante y nuestras mujeres fértiles. Yo no sé si esa luna africana que me observó radiante durante muchas noches aparearme con mis hembras, sea esta misma luna o su hermana. Lo que sí tienen en común es que ambas me trastornan y en ocasiones tengo la sensación que si corro muy rápido por estas playas frenéticas de sus claridades, remontaré el vuelo como los murciélagos y ascenderé hasta el mismo corazón de mi desvarío. Pero no tengo plumas ni alas. ¡No puedo volar! Las aves son más afortunadas que nosotros los hombres. ¿Cómo se vería el mundo desde los cielos? Tranquilo, en silencio, sin guerras, sin muertes, sin amos ni esclavos. Pero también sin cacerías, sin noches de danza alrededor del fuego bebiendo guarapa. Sin mujeres para amar, sin hijos para proteger y que nos perpetúen en el tiempo. Y también sin dioses porque desde las alturas seríamos dioses. Dioses incompletos porque tendríamos 128

que morir, pero al fin y al cabo dioses porque podríamos volar. No tengo plumas y no tengo alas. ¡No puedo volar! Pero puedo correr, puedo danzar, puedo trepar árboles como el leopardo a pesar que no tengo garras. Y lo mejor, mejor que las plumas y las garras, puedo pensar y amar. Amo a mi pueblo negro, tal como me lo enseñó mi padre. Tengo que regresarlos a África. El olor de la tierra de allá es diferente al olor de la tierra de acá. El sinsonte nuestro canta diferente a este sinsonte. El sol de África calienta más fuerte. La luna que me vio nacer propaga los sonidos de las fieras que cazan de noche, y aún retumban en mis oídos las voces de los espíritus que recorren moribundos los bosques y las planicies porque no han muerto del todo y necesitan plegarias para viajar de manera definitiva a la morada de los difuntos. Benkos, Benkos Bihojó, no te extasíes mucho en estos parajes que hermosos y parecidos en algunas cosas a los tuyos, no son los tuyos. Acá te trajeron a morir encadenado sirviéndole a un hombre blanco ambicioso y cruel. Tus mujeres son vejadas, obligadas a fornicar a punta de látigo. De allí nacen seres desvanecidos que no son negros ni blancos. Seres que ya no recuerdan África. Seres que jamás aprenderán a cazar el búfalo o enfrentar al león. Seres que acogerán sin gritar el Dios de Pedro Claver, el menos perverso de los blancos, pero después de todo blanco. Seres confusos y resignados que no amarán ni odiarán con pasión. Seres que por siempre caminarán detrás de los blancos, no delante o a su lado. Seres con marcas de propiedad en el cuerpo y en el alma. Soy Benkos Bihojó, el rey de la Matuna. El que no se resigna, el que combate, el que grita en las noches clamando su libertad obtenida con su lanza y sus fieros guerreros. El que quiere volar y no puede. El que regresará a África sobre el mar, en los barcos, tal como nos trajeron, pero sin cadenas, y con todos los esclavos negros gritando de rabia por lo que les hicieron pero sin más llanto de miedo o de dolor. Soy Benkos Bihojó, el rey de la Matuna, y eso espera mi pueblo, que los libere para que puedan morir con dignidad en África. 129

Esa noche que apresaron a Benkos se me apareció mi madre. Me desperté en la madrugada, casi cuando despuntaba el amanecer y uno ve que las estrellas comienzan a cerrar sus parpadeantes ojos de luz agobiadas por el frío de los oscuros cielos desabrigados de sol. Como de costumbre me encaminé a las barracas donde se encuentran las letrinas. Me levanté la falda y oriné de pie como siempre lo hacía. Oriné bastante y el líquido como un surtidor salpicó mis piernas. Era un líquido caliente de olor fuerte y fermentado de negra joven sin hombre. Lo aspiré junto con el aroma salitroso del mar y del matarratón dormido. Y me gustó porque me di cuenta que a pesar de mi esclavitud estaba viva y quería seguir viviendo. Cuando terminé me sequé los muslos cerreros con la misma falda y salí de nuevo al patio. ¡Allí me esperaba mi madre! Tenía una risa bullanguera que le guindaba de la cara y se le regaba por todo el cuerpo. “No pierdes el hábito de mear de pie con las últimas estrellas Francisca Angola”, me dijo.

¿Cómo hiciste Mama para venir de tan lejos a estas tierras?, le pregunté con la más grande de las sorpresas después de casi quince años sin verla. “Para los difuntos no existen las distancias”, me respondió. ¿Y mi padre?, le volví a preguntar. “Todavía sale de cacería y preña mujeres. Pero no es de él de quien quiero hablarte, es de Benkos, el padre de tu hijo. Al comienzo de la noche, cuando la luna salía, luna grande y blanca trastornada de brujas, fue tomado prisionero por los guerreros blancos. Se aprovecharon que estaba exhausto de amor y que lo acompañaban tres de sus 130

hombres. A los tres los mataron sin ninguna piedad. Tenían que hacerlo para coger vivo a Benkos. Estos valientes dieron muerte a cinco blancos. No estoy muy segura que Benkos viva o muera, porque ni siquiera nosotros, los del más allá, podemos avizorar el futuro del más acá. Eso lo saben los dioses y los dioses nunca lo comunican a los humanos vivos o fallecidos. Lo que sí puedo decirte es que los blancos lo odian por su temperamento rebelde y porque nunca hincó las rodillas ante ningún rey ni Dios ajeno. Suplicó a sus dioses y los dioses siempre escuchan pero no siempre conceden. Lo más seguro es que le den muerte para vengar todas las muertes blancas que Benkos ha causado, los malos ratos y humillaciones que les ha hecho pasar; y lo más importante, escarmentar a los valerosos que lo heredarán y que viven entre los pantanos obedeciendo únicamente sus leyes. Pero el único capaz de retornarlos a África, por lo pronto es prisionero de los blancos. Los tambores en los palenques retumbarán de angustia y de rabia llamando a la guerra y a la rebelión total”. ¿Entonces, cuál es la razón de tu almibarada sonrisa madre? “Esa expresión de retozo la tendré por siempre hija, pues fue con la que morí mientras amaba a tu padre. Adiós. Nunca más nos volveremos a ver”.

Estuve muy preocupada. Siempre escuché decir que los difuntos no mienten, pero sin embargo en los días anteriores yo no me enteré de ningún rumor sobre Benkos o sobre su seguridad. El gobernador García Girón había dado muestras que lo apreciaba y haría cumplir el pacto firmado con el gobernador anterior, Diego Fernández de Velasco. ¿Sería que él y sus hombres se emborracharon con guarapa y se alebrestaron? La guarapa golpea fuerte en la cabeza y ya en una ocasión los hombres de Benkos bajo el efecto de la bebida quisieron tomar unas negras libertas que estaban en la casa de lenocinio para llevárselas a los palenques, entonces el gobernador mandó unos soldados que los apresaron y los tuvieron dos días en la cárcel. Benkos se disculpó con el gobernador y prometió que nunca más lo volverían a hacer y lo cumplió. 131

Quedé ofuscada con la aparición del ánima de mi madre. Apenas se levantara el ama María le preguntaría si ella sabía algo de lo que me había dicho el espíritu. Era su madre, no cabía la menor duda. A pesar que estaba oscuro, sus ojos de candela estrepitosa brillaban alucinando la noche. Le rezaría una oración al Dios que le había infundido el padre Claver, y pediría permiso al ama María para ir a misa muy temprano el domingo. Francisca Angola entró de nuevo a la barraca donde dormía con otros esclavos y su hijo a quien le dio un beso en la mejilla. El niño se removió en la cama y dormido le habló: “Mama, se me apareció en sueños mi abuela y me dijo que los soldados del gobernador apresaron a mi padre”. Se quedó paralizada conteniendo la respiración esperando escuchar algo más del chiquillo, pero luego de unos minutos de inmóvil expectación salió silenciosa como una sombra al suspiro de las últimas estrellas que se apagaban entre el alborozo de los primeros soles.

Se persignó como le había enseñado el padre Claver. Entonces sus labios estremecidos de dolorosos presentimientos pronunciaron el nombre de Benkos Bihojó, y sus ojos recónditos de aturdidas nostalgias se llenaron de lágrimas.

132

Pedro Claver se despertó con mucho dolor de cabeza. Durante la noche estuvo flagelándose la espalda varias veces con las disciplinas que guardaba para el caso en su pequeña habitación. Además lo asaltaron sueños confusos de cuando era niño en Verdú, su lejana España, y vio a su padre caminando con muletas sobre la nieve, pues no tenía piernas. Aterrado le preguntó: ¿Qué le ocurrió a tus piernas padre? “El rey las necesitó y se las envié”, le respondió. También tuvo sueños perversos donde el Demonio se le aparecía desnudo en la figura impúdica de la esclava Isabel Folupa. Isabel Folupa ya no era la niña escuálida que rescató moribunda de un barco negrero diez años atrás. Se había convertido en una mujer exuberante de formas voluptuosas. Esas voluptuosidades las mostraba sin ningún recato en el sueño poseída por la lujuria obligándolo a la cópula. ¡El demonio!

¡Puerco! ¡Lucifer! ¡Isabel Folupa!

Le metía sus pezones ávidos de placer en su boca deshonesta. Él succionaba una leche cálida que extasiaba su paladar y bajaba despacio por su garganta de sátiro pudibundo. Cuando se saciaba, de sus comisuras escurrían algunas gotas del líquido de la vida que lo embriagaba y que ella lamía ansiosa. Entonces la mujerdemonio, pervertida por la concupiscencia, empezaba a reír a carcajadas tirándolo de espaldas contra el 133

piso sin ningún miramiento por su condición de sacerdote, para aposentar su vulva enardecida sobre su falo erecto. Frenéticos de placer empezaban a contorsionarse y a gritar cuando su simiente de macho cabrío irrigaba el oscuro jardín de Isabel Folupa, de donde saldría asombrada toda la descendencia que caminaba sobre la tierra.

En su hermoso rostro habitaban un par de ojos muy negros y expresivos que chispeaban de felicidad cuando él le hablaba, y unos dientes perfectos y blancos como la leche que de cuando en vez asomaban en una sonrisa marrullera de trampa eficaz. ¡Isabel Folupa!

El día que la conoció era una niña de siete u ocho años, con ellos nunca se sabía la edad exacta, ninguno la conocía, por lo menos en lo que respecta al tiempo de los blancos civilizados, por ello se pretendía adivinar en las traducciones de los intérpretes algo de sus vidas. Lo primero que preguntaban era que si los hombres con pelos en la cara los iban a matar para comérselos y sacar aceite de sus cuerpos. Calmado este primer horror seguían los lamentos, los llantos y el ayear de las mujeres y los niños y en ocasiones hasta de los mismos hombres. Era un espectáculo que a él lo conmovía hasta el llanto pero tenía que ponerse una careta risueña para no hacer más patético el dolor de esas pobres gentes. Los barcos en ocasiones atracaban al mediodía, entonces el puerto se convertía en una Babel de estropicio, gritos e imprecaciones y vulgaridades en muchas lenguas e idiomas, y el reburujar de una multitud acometida por el paroxismo de la codicia de los comerciantes, o de los curiosos que no faltaban, incluso entre las damas de la alta sociedad cartagenera que se acercaban morbosas algunas, a contemplar los cuerpos fuertes y esculpidos en los músculos acerados de los negros jóvenes que llegaban casi desnudos y a los que hurgaban los genitales con el pretexto de una posible compra. O echar un vistazo a la disímil y rica mercadería traída de diversos países, pero fundamentalmente de España, que haría más agradable y llena de boato sus vidas 134

inanes por la permanente cesantía en que transcurría. Damas que le causaban fastidio y a las que tenía que enfrentar porque rechazaban la presencia de los esclavos negros en la misma misa a la que ellas asistían alegando un característico mal olor de las gentes de color. Sin embargo no tenían el recato y el respeto que merecía y exigía el templo de Dios, concurriendo con guardainfantes para ocultar el hijo fraudulento que venía en camino, o presentándose con los pechos al aire como si se tratara de vacas sin pudor. Sí, le molestaban, lo mismo que le desagradaban los señorones perfumados de sus maridos al verlos arrugando el entrecejo por la forma piadosa y amorosa como él se relacionaba con sus morenos, tal como debía hacerse con todos los hermanos. Pero en cambio pretendían, sin conseguirlo, ocultar sus expresiones de aves rapaces cuando acudían a las exposiciones de los negros que iban a ser vendidos. Estando allí no podían esconder sus miradas concupiscentes ante el espectáculo de una negra joven y frondosa. Eran una jauría de hipócritas codiciosos con un corazón de témpano en el cual no tenía cabida la piedad y compasión por esos seres candorosos y aterrados que eran arrastrados a las playas en las chalupas que los recogían de los grandes barcos, dedicados a transportar la mercancía negra que desarraigaban de su África que los vio nacer y querría verlos morir. Cuando presenciaba a esos señorones dar de latigazos a mujeres y niños negros hasta volverlos pedazos, le provocaba arrancarles el rebenque de las manos y propinarles igual cantidad de azotes hasta obligarlos que imploraran perdón a Dios y a sus morenos. Su corazón se angustiaba preguntándose cómo haría el Señor para dispensar la crueldad de sus hermanos de piel.

Fue a los excusados y desocupó su vientre de los desechos del pobre alimento que consumía, y a continuación limpiar su cuerpo del sudor y el polvo de los caminos que a diario recorría y que se pegaba a la piel obstruyendo la transpiración. Lavó con cuidado las marcas aún sangrantes, impuestas en su cuerpo por las disciplinas que utilizaba dos y tres veces durante la noche o el día, sobre todo cuando las sensaciones del mundo percibidas a través de los sentidos ponían a prueba su conducta de asceta 135

irreconciliable con cualquier manifestación mundana. Le dolían, pero le aliviaban el alma de las veleidades de la carne. ¡El demonio derrotado! ¿Derrotado?

No estaba tan seguro. Tendría que enviar muy lejos a Isabel Folupa, quizá a Tolú, a una casa religiosa. Con alguna frecuencia al sentarse frente a él permitía que su falda subiera más de la cuenta, entonces sus muslos de negra bravera se mostraban espléndidos en un alboroto de carnes fuertes rebosadas de sensualidad. Al principio pensó que era descuido por su juventud ruidosa. La reconvino varias veces pero las manifestaciones provocadoras se continuaban sucediendo sobre todo cuando estaban a solas en su cuartucho arreglando en guacales las diversas donaciones que recibía para los enfermos y los más pobres. Sus miradas cargadas de picaresca y brillantes de algo perplejo que ocurría en su alma y en su pensamiento empezaron a preocuparlo.

Él la trató siempre como a una chiquilla a quien le profesaba un profundo afecto como el que puede sentir un padre por su hija, pero ella era joven y ansiosa, y hasta el presente se la veía incólume ante el requiebro de los negros jóvenes. También sabía de algunos blancos que la codiciaban en forma exacerbada y hubieran pagado cualquier precio para poseerla. Pero a Isabel los unos y los otros les eran indiferentes. ¡Isabel Folupa!

¡Dios, sálvame del demonio! Negra, esclava, hermosa.

Esclava de condición sin querer admitir su destino. Le recordaba un poco al terrible Benkos Bihojó. Tenía el presentimiento que acabarían mal. Eran espíritus indómitos que por ningún motivo admitirían la cruz o la espada, y menos ambas, que ellos, los españoles, habían traído a estas tierras delirantes, blandiéndolas como armas eficaces para el sometimiento absoluto de los aborígenes colonizados y negros esclavizados. La mezcla de esos 136

dos seres haría explotar el mundo en una permanente rebelión. Afortunadamente no se conocían y él haría lo posible porque eso no sucediera. No quería ir a la cita que le habían puesto el gobernador García Girón y el inquisidor Mañozca.

Su deseo era permanecer en esa batea de sensaciones gratas y pensamientos tristes donde el agua fresca limpiaba las heridas de su cuerpo. ¿Pero y las de su alma?

Sí, quedarse allí en esa laxitud y silencio de la madrugada, agrietado por el deslizar de los astros en el firmamento y el tímido canto del cenzontle que algún día escuchó en Verdú cuando era un pequeñín tembloroso y muerto de susto entre las sombras del amanecer. No recordaba a su madre. Su llanto siempre fue de desamparo, pues un niño que carece de madre es huérfano absoluto, así tenga padre. La madre ausente se llora por siempre, en cambio el padre lejano, en contadas ocasiones se añora. Sus miedos se los tragó el dolor. Irremediablemente tenía que desembocar en Dios que es el único capaz de llenar el vacío que deja una madre desaparecida cuando somos apenas una terneza. Los tambores, siempre los tambores.

¡Los tambores de Domingo Bioho! No, los tambores de Benkos Bihojó, el único nombre que admitía ese guerrero indomable que no se doblegaba ante el Rey de España, ni ante el Dios del Rey de España.

Los tambores de Benkos Bihojó, tan violentos y salvajes como el mismo Rey de la Matuna, tal como se hacía llamar, lo estuvieron torturando durante toda la noche. A veces los escuchaba como si fueran aporreados dentro de su pequeño recinto, y en otras ocasiones su tam tam parecía provenir del mar. No cesaban jamás. Lo único que lo atormentaba de los negros eran sus tambores y sus bailes. Él estaba convencido que cuando danzaban en las playas, a la luz de la luna excitados por la cadencia de los tambores y ebrios por la guarapa, los poseía el demonio. 137

Soy Benkos Bihojó.

Me llevan al cadalso en compañía de Pedro Claver. Allí me darán muerte pero muchos me heredarán. Sus prédicas no se escuchaban y su voz se estrellaba contra el muro de la desvergüenza del carnaval. Los negros querían vivir en un permanente jolgorio. Esto era estimulado desde la misma administración pues los propietarios descubrieron muy pronto que los negros esclavos sin tambores, guarapa y baile, eran presa fácil de la tristeza y la melancolía, perdiendo capacidad para trabajar. Podría parecer contradictorio pero era cierto. Había observado con mucho pesar que cuando los bajaban de los barcos llevándolos hasta las playas, los esperaban tamborileros obligándolos a bailar en medio del llanto y los lamentos, y si el tambor no daba el resultado esperado, los acosaban a punta de látigo para que se contonearan, convencidos que les espantaban el miedo y la tristeza.

Por esto y todo lo que padecían, entendía la rebeldía de Benkos y en lo profundo de su corazón la aplaudía. Sabía que entre el gobernador Javier García Girón de Loaiza y el inquisidor Juan de Mañozca se urdía un plan siniestro para matar y descuartizar a Benkos.

Querían darles una lección a los esclavos que seguían huyendo a los palenques aún cuando no fueran estimulados por el líder rebelde. “Yo no los azuzo para que abandonen a sus amos, pero tampoco puedo impedirlo, y menos expulsarlos de mis territorios”, le había contestado el cimarrón en una ocasión que le reclamó desolado por las constantes deserciones. Era consciente que cada hombre o mujer que se sumaban a las huestes del guerrero insurrecto, se perdía no solo para el amo propietario, sino también para la gloria de Dios. Eso le producía un profundo agobio pues ponía en duda la eficacia de su prédica. De igual manera entendía que si no se les trataba con respeto y consideración por su condición de seres humanos, y no peor que a bestias de 138

carga, tenían la obligación de quitarse de encima ese yugo que los arrastraba a la infamia de lo indigno. Admitía la esclavitud por el profundo amor que sentía por su Rey, quien con absoluta seguridad no estaba al tanto de la forma vejatoria y cruel como eran maltratados los etíopes.

El padre Sandoval escribía documentos que enviaba a España contando la terrible situación por la que atravesaban las comunidades de esclavos arrancadas del continente africano por medio de la violencia, para trabajar sin descanso al servicio de amos brutales, que como decía el propio Sandoval en sus escritos, eran los que verdaderamente carecían de alma y raciocinio. Sin embargo estos manuscritos, hasta el momento, eran solo palabras hueras por el poco o ningún resultado práctico que de ellos se obtenía. El padre Sandoval había sido su maestro y guía con respecto a la tragedia de los esclavos negros, pero ahora su amigo libraba sus propias batallas a través de la palabra escrita donde narraba el ambiente opresivo y siniestro del mundo de la esclavitud en Cartagena de Indias. Había leído algunos de estos alegatos que su compañero de causa se había dignado mostrarle, y entendía el porqué Sandoval era más efectivo con la pluma que llevando a cabo las luchas diarias de evangelización y de respeto por los esclavos, tal como le tocaba a él mismo en el día a día no importaba que la canícula asfixiara o las lluvias se desgajaran del cielo sin compasión ateriéndolo de frío o impidiéndole recorrer los caminos anegados para llegar hasta donde se le necesitara.

Terminó de bañarse y se vistió su raída sotana que mostraba más sus votos de castidad que de pobreza. Se dirigió a la capilla donde lo esperaban sus morenos para la misa. Después de la misa tenía cita con el gobernador García Girón y el inquisidor Mañozca que le mandaron recado el día anterior. ¿Le irían a hablar de Benkos? Un mal presentimiento anidaba en su pecho causándole angustia. 139

¡Ojalá no pensaran que él podría unírseles a sus planes criminales! Apretujados y ansiosos podían verse en la capilla hombres, mujeres, y hasta niños que asistían al sacramento de la misa con devoción. A pesar que aun era temprano de la mañana sus rostros escurrían sudor. Le parecieron irreales, seres brotados de oscuras cavernas, de noches profundas y misteriosas donde ellos eran sus únicos pobladores. Esa fue la sensación que tuvo aquella mañana del 3 de julio de 1610, fecha en que llegó por primera vez a Cartagena, y por primera vez vio a los negros. De ello hacía diez años largos. Alcanzaron los barcos en sus oscurecidas y alargadas chalupas de madera que contrastaban con el mar y el cielo azul. Sus espaldas metálicas brillaban con la luz del sol transmitiendo una sensación de fuerza y poderío jamás vista en otros sujetos. Sus pieles negras como el carbón parecían reventar por el esfuerzo aplicado a los remos cuando se hundían en la mar para impulsar las embarcaciones. A lo lejos, sus cuerpos daban la impresión de hacer parte de los botes que surcaban a gran velocidad las aguas tranquilas vulneradas de sol. Cuando subieron a cubierta sintió la necesidad de tocar esas pieles lustrosas y firmes. Se contuvo por las voces de los marineros que empezaron a gritar insultos a los negros para que se apuraran en sus tareas de bajar los equipajes. Sus cabelleras eran de fino alambre ensortijado en cuyo revestimiento brincaban los rayos de sol incapaces de traspasarlas.

Sus narices anchas y permanentemente dilatadas acogían todos los vientos alegres y desperdigados que soplaban sobre el Caribe. Las pupilas de sus ojos se encontraban en una alerta permanente, mostrando el recelo y el miedo del hombre oprimido.

Se movían de un lado a otro sin descanso, con fuerza y agilidad, cargando sobre sus espaldas fardos que doblaban y en ocasiones triplicaban el peso de sus propios cuerpos inflamando de tal 140

manera sus músculos que por momentos parecían próximos a reventar. Pero ninguno de estos afanes satisfacía a sus vigilantes que utilizaban el estrepitoso látigo descuajando sus espaldas.

De un momento a otro, uno de esos negros, muy joven y corpulento, hostigado por la fiereza de los azotes que en ocasiones aguijoneaban su cara haciéndola sangrar, se lanzó a las tranquilas aguas de la bahía que abrigaban el barco, y empezó a nadar con vigor, presteza y elegancia hacia un punto distante del atracadero. Las voces de alerta atrajeron a unos soldados que luego de cargar sus mosquetes dispararon a la cabeza del desertor. Cuando se disipó el humo de la pólvora, pudo verse una gran mancha de sangre sobre la superficie del mar, y el joven desgraciado no volvió a aparecer. Fue, a través de esta escena de violencia, sangre y muerte, su primer contacto con el mundo de los africanos.

Terminada la misa con sus morenos, el padre Pedro Claver abandonó apresuradamente la capilla del colegio y encaminó sus pasos hacia la Plaza Mayor donde se hallaban las oficinas del gobernador. Lo acompañaba su intérprete Andrés Sacabuche. A esas horas, ocho de la mañana, el sol resplandecía y el calor apretaba. Las pocas calles del centro de Cartagena empezaban a llenarse por la agitación del comercio y del transitar de personas: funcionarios públicos llegando a sus oficinas, y de minoristas que habían terminado de mercar y regresaban con los negros esclavos cargando los avituallamientos adquiridos en las granjas vecinas, con destino a tiendas de comerciantes que revenderían para obtener considerables ganancias. Por todos lados se veían hileras de hasta diez de estos negros esclavos portando canastos y fardos sobre sus cabezas y espaldas, custodiados por los duros capataces blancos que no les permitían el menor desfallecimiento sancionado prontamente con el látigo.

141

Negras esclavas voceaban diferentes mercancías que sus amos las ponían a vender en los sitios más concurridos donde calculaban que tendrían fácil salida y pronta ganancia. Circulaban carretas tiradas por caballejos, mulas o borricos que deyectaban sus excrementos celebrados por voces vulgares cuando se desfloraban los anos de los animales.

Una perra y un perro ligados en sus partes traseras después de aparearse, eran arremetidos a piedras por chiquillos negros, hijos de las vendedoras, vociferando obscenidades.

El padre Claver caminaba, como era su costumbre, con la cabeza gacha ignorando todas estas perversiones cotidianas que lo atormentaban. Bastantes problemas bullían en su cabeza para sumarle la procacidad de las calles por donde transitaba en cumplimiento de las inmensas tareas que se había impuesto. Estaba convencido que la cita prefijada por el gobernador García Girón y el inquisidor Mañozca no tenía un buen propósito, todo lo contrario, querían utilizarlo para que les entregara cual Judas al negro cimarrón Benkos Bihojó a quien no le perdonaban su altivez. Llegó a pensar que debido al buen comportamiento de Benkos habían desistido en sus propósitos, pero todo indicaba que no era así. Dos domingos atrás después de misa de once de la mañana, adonde asistía lo más granado de la sociedad cartagenera, el inquisidor Mañozca se le acercó y tomándolo del brazo lo empujó a uno de los pasajes laterales de la iglesia para que conversaran con cierta privacidad. El padre Claver recordaba que se estremeció cuando la especie de garra que lo asió apretaba con tal fuerza que tuvo la sensación que se quebraría alguno de sus huesos. Sabía que no era una petición, sino una orden, y tampoco fue una conversación sino una diatriba: Usted Claver, nunca lo llamaba padre, se encuentra en graves problemas, le dijo empezando su andanada. Son muchas las cosas que de usted se señalan, que incluso parten de la misma compañía de religiosos a la cual pertenece. Pero de solo verlo en su trato con los negros, da para pensar que no son calumnias. ¿No le parece vergonzoso 142

acariciar públicamente la cara de uno de sus intérpretes, como yo mismo lo he podido corroborar con mis propios ojos hace unos minutos? Esa manera de arrullarle con las dos manos y el beso que le dio cerca de sus protuberantes labios, son inauditos por decir lo menos. Lo rodean sombras muy oscuras Claver y no precisamente por la piel de los negros, sino por la forma como los trata. Se dice que tiene un negrillo preferido que es su desvivir y con el que pasa horas encerrado en su covacha. También se dice que su relación con la negra esclava Isabel Folupa es sospechosa de intimidades poco adecuadas, y que no son las más apropiadas de un religioso para con una mujer de cualquier raza, edad o condición, pero peor si es negra. Usted hace Claver, lo que el más inmundo de los perros callejeros no se soportaría, lamerle la pus a los negros llagados. Y por último, tiene suspicaces devaneos con el criminal cimarrón Benkos Bihojó y el marinero recién llegado a nuestra ciudad Enrico Colón, que se precia de ser bisnieto del Gran Almirante Cristóbal Colón, y no es otra cosa que un apóstata advenedizo del que nadie sabe su origen y que perturba nuestra comunidad con sus tesis libertarias sobre los negros. ¿De qué lado está usted Claver? ¿De negros revoltosos, criminales y hediondos, o del Rey?. Sus actitudes timoratas son sospechosas. Usted y Sandoval se están convirtiendo en un problema para la corona de España. El gobernador y la Santa Inquisición requieren de sus servicios para que nos entregue sin que tengamos que poner en riesgo la vida de los soldados al criminal cimarrón que se hace llamar el Rey de la Matuna. De no hacerlo, usted está faltando a sus deberes de ciudadano español que le debe obediencia a nuestro soberano. Como religioso le está faltando a Dios, y les está faltando a las autoridades de Cartagena y a los ciudadanos españoles cuyas vidas corren peligro a causa del rebelde. O usted procede, tal como se lo estamos solicitando, o le levantamos acusación formal de apoyar a los apertrechados en los palenques.

El padre Claver sentía que la sangre le hervía y hubiera deseado incrustarle el puño en la cara al veleidoso y presuntuoso de Mañozca por atrevido y calumniador, pero nada le respondió, hincó las uñas en las palmas de sus manos y bajó la cabeza en 143

señal de sumisión y acatamiento mientras su corazón latía en forma desbocada por la ira y el dolor.

El gobernador García Girón era totalmente lo opuesto de Mañozca. Alto, apuesto, de buenas maneras que en ocasiones confundían por lo delicadas. Inteligente y astuto jamás exigía, utilizaba su exquisito y amplio vocabulario adornándolo de una gestualidad afectada pero contundente en el resultado que quería causar desarmando bien pronto al interlocutor con el que disentía. Hizo sentar al padre Claver en una de las varias poltronas de cuero con que se amoblaba el despacho y le ofreció una bebida refrescante que sirvió con prontitud inusitada un esclavo que ayudaba en los menesteres domésticos de la oficina.

Lo acompañaba el inquisidor Mañozca luciendo un hermoso y fino traje de bombachos y una capa negra de seda asiática, sostenida en los hombros por un broche de oro. Portaba, colgando del grueso cinturón, como al descuido, una daga con incrustaciones de plata. Calzaba unas zapatillas que remataban en punta, engalanadas a los lados con prendedores de oro. Llevaba cubierta la cabeza, disimulando una calvicie prematura pues no debía tener arriba de cuarenta y tantos años, con un sombrero de tres puntas adornado con plumas de pavo real. Cuando el esclavo fue a ofrecerle del mismo refresco que le brindó al padre Claver, hizo un ademán con la mano derecha mostrando desagrado e impaciencia, para a continuación señalarle con un gesto despectivo la salida y que se esfumara. El gobernador García Girón se situó detrás de su escritorio permaneciendo de pie con las manos descansando sobre el lomo del espaldar de su silla. Miró al padre Claver con una chispa de cariño en sus ojos y le preguntó por sus actividades misionales, por sus feligreses, por los negros que catequizaba, por la organización religiosa, por el señor obispo, y hasta por los familiares que quedaron en España. Lleva más de diez años por estas tierras, ¿cierto padre?, le dijo sorpresivamente. El padre Claver, un poco desconcertado, miraba al gobernador y al inquisidor que se hallaba recostado contra una ventana que 144

daba a un patio interior poblado de árboles donde cantaban alegremente canarios y turpiales. La actitud displicente del hurón daba a entender que la reunión no tenía nada que ver con él, que su presencia allí era forzada. Sí, señor gobernador, tengo un poco más de diez años de haber llegado a estas tierras. Estuvo por Santa fe de Bogotá y Tunja, ¿cierto padre?

Cierto señor gobernador, estuve durante unos tres años en esas ciudades del interior, terminando mi preparación sacerdotal.

¿Y no hubiera preferido quedarse en esos climas un poco más benignos que estas costas malsanas repletas de lagartos, feroces mosquitos y negros ladrones y perezosos?

El aturdimiento del joven religioso era total. Entendía que no fue citado allí para que esos personajes se enteraran de su salud, o porque estuvieran preocupados por los negros esclavos que asistía. Esos dos tramaban algo que el gobernador no se decidía a soltarle de una buena vez, pensó. María de Meza se lo advirtió en las varias oportunidades que tuvo de conversar con ella: “Cuídese de ambos padre, que no lo quieren nada bien por su trato amoroso con los negros esclavos, y porque no se ha prestado para censurar a Benkos Bihojó tildándolo de criminal y salteador de caminos, y a quien pretenden tenderle una trampa para apresarlo, juzgarlo, y con motivaciones retorcidas condenarlo a la horca o a la hoguera”.

Respiró profundo y trató de tranquilizarse, sabía que intentaban agotarlo para que se saliera de sus casillas y ya debilitado, arrancarle la promesa que les entregaría a Benkos. Los designios de Dios ni se escogen ni se discuten, se acatan, y el Señor me trajo de mi lejana España a estos mundos para que me dedicara a la salvación de las almas de estos pobres seres, y aliviar un poco su dolor, le respondió al gobernador García Girón. Mire Claver, qué designios ni qué nada, rugió el inquisidor Manozca que se había mantenido en un mutismo total, no nos crea imbéciles. Usted con su actitud cuestiona al Rey de España, 145

a la iglesia y a la Inquisición. Usted no evangeliza, usted malea a los negros esclavos con sus besos y caricias, (en forma mal intencionada recalcó las palabras besos y caricias). Cada día son más perezosos, indolentes y osados. Ya se atreven a mirar a la cara de las señoras cuando estas les hablan. La tal Isabel Folupa compone y canta canciones exaltando al negro cimarrón que se hace llamar el Rey de la Matuna y que se pasea por las calles de Cartagena como si fuera un Virrey, con vestimenta española, armas y escoltas. Esas canciones empiezan a cantarla los negros esclavos no solo en los palenques como nos hemos enterado, sino en las haciendas y en las casas de las personas más prestantes de la ciudad. No más rodeo, necesitamos que vaya y le diga al negro Benkos que usted, cuando caiga el sol, lo espera fuera de las murallas, por los lados de Bocagrande. El gobernador lo marcó bien temprano con un manto rojo que lo hace notorio por donde pasa. Parece un simio con la espalda encarnada. Es inconfundible. Mañozca se ahogaba entre el palabrerío que lanzaba en los oídos del padre Claver. Su cara delgada, usualmente sanguínea, parecía que fuera a reventar congestionada por la ira. Usted Claver, decide en este instante con quién está, si con las autoridades de la Corona, o con esos animales que fueron traídos para el progreso y la gloria de España. La grandeza de los pueblos no se construye con besos y caricias, (volvió a mencionar estas dos palabras con sarcasmo acercando sus labios hasta casi rozar una de las orejas del religioso), se edifica con fuerza y poderío. El mismo Consejo de Indias ha sentenciado que sin los negros traídos del África se expondría la América a una total ruina, pues no existiría quien explotara las minas, ni labrara la tierra de este clima incandescente y malsano, pues los indios no tienen la fortaleza del caso, y nosotros los españoles no lo haríamos aun cuando poseyéramos esa capacidad. De manera que el recurso que nos queda para evitar la decadencia de nuestro imperio son los negros, necesitamos los brazos y las espaldas de estos salvajes. Su misión pastoral es convencerlos, sin tantos melindres, que se sometan a la voluntad de nuestro Rey para que alcancen la gloria de Dios. 146

El padre Claver escuchó la perorata del inquisidor que se quedó plantado justo frente a él mirándolo directo a los ojos y con la mano derecha puesta sobre la empuñadura de la hermosa daga que reposaba en su vaina. No apartó la mirada de su infamador, aparentando una tranquilidad que no sentía, por el contrario, temblaba de la ira y hubiera sido feliz ahorcando con sus propias manos al maldito hipócrita que lo vejaba. Él tenía oídas de las malandanzas de Mañozca, y sabía de las inmoralidades del sujeto con una recua de negros que le servían. Incluso se decía que visitaba la casa de lenocinio donde organizaba orgías con personas de todas las calañas. Era un maldito infeliz respaldado por todo el poder del imperio que lo consideraba un juez probo y lleno de virtudes, sobre cuyos hombros se fundamentaba la pureza del catolicismo con el Papa a la cabeza. Sin embargo, se tragó su dolor y le respondió al inquisidor: Usted Mañozca debería revisar su propia conciencia antes de emitir juicios a priori. No solo acepto los mandatos de mi Rey, sino que los acato, pero él jamás ha proclamado el maltrato a los negros. Personalmente no creo que los españoles estemos impedidos para labrar la tierra, explotar las minas, o realizar oficios que creemos deshonrosos. Pero sin entrar a discutir estos criterios muy personales, sí puedo afirmarles que tratar cristianamente a los negros esclavos no riñe con los intereses de España. Más bien las actitudes despóticas son procesos del demonio. Mi mandato me lo ha dado el Señor a través de la iglesia ante la cual me inclino y a la que le rindo cuenta de mis actuaciones a través de mi comunidad. Ella me podrá juzgar y el Señor me condenará si no las encuentra misericordiosas. Y por último quiero decirle inquisidor Mañozca, (se puso de pie), que si quiere volver a hablarme me tratará con respeto y me dará mi título de sacerdote, o religioso, o de padre Claver. De lo contrario no me vuelva a dirigir la palabra. La sangre desapareció del rostro del inquisidor Mañozca que por unos segundos quedó mudo de la sorpresa y la ira pues no se esperaba esa respuesta intrépida y altiva del usualmente sumiso sacerdote. Cuando por fin pudo reponerse le dijo: 147

Usted Claver, no es ni siquiera un religioso convencido de la prédica de Cristo, usted es un feminoide con oscuras perversiones. Está que ni pintado para lavar las letrinas de los negros, pues bien, ¡hágalo!, pero no pretenda que los españoles respetables que hemos conquistado estas tierras con nuestro coraje y sangre, nos convirtamos en servidores obsecuentes de seres de los cuales no tenemos siquiera la certeza que tengan alma y raciocinio, por lo tanto no serían humanos. Me temo que usted terminará respondiendo en un auto de fe ante el Santo Oficio. Cuando el padre Claver salió a la reverberación de las calles donde se arrastraban girones de sol, estaba arrepentido de lo que le dijo al inquisidor Mañozca y le pedía perdón a Dios por haber sentido odio y bajezas homicidas. No era un digno hijo de Cristo quien soportó con humildad y estoicismo la vejación, el suplicio y la muerte por su causa de redención. Él, en cambio, se había lanzado de cabeza en los brazos del demonio que lo puso a prueba en la oficina del gobernador y había sido derrotado. Cuando se dirigía camino a la cita, tenía la certeza que eso iba a ocurrir, y ni aún así pudo dominar a Lucifer llegado el momento. “Eres débil Claver”, se dijo. Definitivamente no tenía la templanza para seguir a su maestro si no era capaz de poner la otra mejilla. Un negro joven que transitaba en sentido contrario se arrojó a sus pies besando sus manos e implorando la bendición. Ni siquiera las disciplinas podrían redimirlo. Son muchos los demonios de Claver, se dijo.

Buscó a Benkos hasta debajo de las piedras. No hubo calle que no recorriera, ni a persona que no lo preguntara. Fue hasta el Getsemaní. En varias esquinas encontró a grupos de mujeres y hombres tocando la tambora y no se sintió con autoridad moral para llamarles la atención. Todo el mundo vio a Benkos, pero nadie sabía su paradero ni su rumbo. ¡Estaba desaparecido! Imposible, porta una capa roja que le regaló el gobernador. Sí padre, y lo custodian una legión de brujas 148

que lo hacen invisible cuando lo necesita. No, no, mis hermanos, las brujas no existen. Sí, sí padre, sí existen, pero usted no las ve. Ya por la tarde le aseguraron que extasiado de amor tomó el camino de la Popa. Él también se enrumbó por esos lados. Las primeras estrellas lo sorprendieron en el trayecto. Benkos bajó padre, le dijeron. ¡Pero cómo! ¿Por dónde? Seguramente pasó a su lado y usted no lo pudo ver rodeado como se encuentra permanentemente de brujas. ¡Las brujas!

Se devolvió buscando su Colegio, entonces se apareció una luna lujuriante de luz estremecida por risotadas de brujas que venían del mar y que se escucharon por toda la ciudad. Fue la misma luna que vio la madre de Francisca Angola cuando su espíritu recorría las playas de Bocagrande. El padre Claver se persignó resignado.

149

Mis tambores nuestros tambores no pueden parar. Son voces de libertad que vuelan libres como los pájaros del cielo, y ningún blanco podrá detener, ni siquiera Pedro. Nuestros tambores nos permiten conversar con nuestros dioses y son las voces que hablan de nuestra procedencia y de nuestra esencia. Esto siempre lo tendré presente y lucho todos los días para que mi pueblo no lo olvide, hasta que llegue el momento de la redención y nos podamos volver a nuestras tierras. No me importa que mis tambores no cautiven a Pedro, sé que se los ha quitado a los negros que se reúnen con blancos en la casa de lenocinio. Ni siquiera a Pedro le permitiría que me despojara de mis tambores. ¿A Pedro le gustaría que le arrancaran el alma de la que tanto habla? ¿Qué haríamos los negros sin tambores? Yo mismo no podría entenderme sin mis tambores, es como cortarles las alas a las aves que vuelan gozosas por encima del viento y las tormentas. No concibo el odio de Pedro por los tambores porque él no odia a los negros, lo sé. Es más, creo que es el único blanco que ama a los negros, los demás nos desdeñan porque al tenernos como esclavos reafirman su desprecio por nosotros señalándonos con un hierro de vergüenza en el cuerpo. Quisiera marcar a todos los blancos para que experimenten en sus pieles lo que nosotros sentimos. Quisiera darles latigazos a los blancos hasta arrancarles la piel para que aprendan lo que duele. Quisiera violentarles sus mujeres para que sepan cómo se sufre. Quisiera quitarles sus dioses para que se adviertan perdidos.

Siento odio por los blancos, nunca antes había sentido tanto odio, ni siquiera por el león cuando nos arrebataba la presa 150

después de un día entero de cacería. Admirábamos a ese cazador portentoso que luchaba muchas veces en desventaja por su alimento.

Pero a ti Pedro no te odio a pesar que eres blanco, nos derramas agua sobre la cabeza cambiando nuestros nombres, y quieres que me olvide de mis dioses y tambores. No puedo odiarte porque eres bueno y amas a mi pueblo y lo defiendes de la brutalidad de los amos, yo preferiría que fuera con una lanza, o un fusil, pero de todos modos lo proteges. Creo que tú serías el único de los españoles que yo me llevaría a África.

151

Antonio Montero de Miranda arribó al Colegio de los Jesuitas un poco después de las cuatro de la tarde cuando “la fresca soplaba del mar” y recorría alborotadora y sin permiso todos los espacios que podía invadir con sus invisibles chiflos que sacudían con estrépito las hojas de las ventanas o puertas que encontraba a su paso. La “loca”, empezó a llamar la gente esta brisa que aparecía sin previo aviso convirtiéndose en ventarrón sin dirección alguna. A esa hora principiaban a salir los estudiantes, y la edificación, desocupada del aturdimiento juvenil, quedaba sumergida en el silencio, silencio que le producía al barbero un estremecimiento angustiante que se deslizaba por su parte cervical. Desde que la Compañía de Jesús fundó el Colegio en el año 1605, él era el peluquero oficial de los religiosos que allí vivían. Empezó su labor cortándole la cabellera y la barba al padre Francisco Perlín, su primer rector. Era por ese entonces gobernador de Cartagena Don Gerónimo Suazo Casasola. Siempre le ocurría lo mismo cuando iba a su tarea, la nostalgia lo invadía y se sentaba en un banco de piedra del patio principal a escuchar el eco de las voces de los alborotadores que pateando piedras y gritando obscenidades recorrían en esos momentos las diferentes calles de la ciudad dirigiéndose a sus viviendas. Sí. La nostalgia de no haber podido asistir a ningún claustro educativo cuando niño para estudiar y tener una vida de juegos y algazaras, como la que vivían los chiquillos que acudían a diario al Colegio de la Compañía de Jesús para ampliar sus conocimientos y no ser unos ignorantes cuando crecieran, tal como a él le sucedía, que escasamente logró aprender a leer y a escribir unas breves frases que con gran esfuerzo se convertían en misivas muy cortas. 152

Su padre fue un marino errante y aventurero que únicamente se preocupó por aquello que tenía que ver con el cabotaje sin importarle jamás si su hijo concurría o no a la escuela. Si no hubiera sido por su madre que le enseñó con paciencia las primeras letras y a sumar, se hubiera quedado como los animalitos.

En el año de 1590, siendo un mozalbete de solo 20 años, había zarpado de España en un barco de los muchos que viajaban al Nuevo Mundo cargado de gentes que como él soñaban sueños delirantes de riquezas que con agacharse un poco se recogían de la tierra, según la creencia que entonces se tenía sobre estos lugares. De eso hacía más de treinta años y todo lo que logró en Cartagena de Indias fue aprender a afeitar la pelambrera de los hombres. Cinco años atrás recibió la última misiva de su madre y después silencio total. No sabía si estaba viva o muerta, hermanos no tuvo. Tampoco se casó y nunca engendró hijos y ya era un viejo con más de cincuenta años. Una mujer curandera en las artes de la brujería le dijo en una ocasión que su problema era la esterilidad y que ella podría devolverle la vitalidad para que pudiera preñar a una hembra si así lo quería. Pero él no lo deseaba, ya no estaba en época para eso. Vivía solo en el barrio Gemaní, como le decían los negros, y de vez en cuando disfrutaba del amor de una mulata liberta con la cual no había pretendido amancebarse porque no se sentía en condiciones de compartir permanentemente su cama con otro cuerpo. Su carácter era taciturno y discreto, lo que de hecho lo convertía en sujeto de confianza para deslizar en sus oídos ciertos secretos que en ocasiones escuchaba por circunstancias de su trabajo.

Además de los religiosos arreglaba al señor gobernador y a los temidos inquisidores que le advirtieron que a objeto de “conservar su salud” debía olvidarse inmediatamente de cuanto saliera de labios de ellos y más bien tenerlos informados de lo que acontecía en la ciudad, ya que él era receptáculo de los chismorreos que se esparcían con o sin fundamento. 153

Igualmente vino a su memoria la pelotera que ocasionó el padre jesuita Luís de Frías, cuando en un sermón que predicó el primer viernes de cuaresma del año 1614, alegó, señalando con la mano derecha al Santo Cristo que tenía al frente, “que era mayor pecado abofetear a un moreno que a ese Cristo, puesto que dar un bofetón a un moreno es dársela a una imagen viva de Dios, y dársela a un Cristo es un pedazo de palo o de madera, imagen muerta que tan solo significa lo que es”. Se ordenó su detención y el Santo Oficio le inició proceso. Al principio fueron cinco religiosos sus clientes en el colegio, que se redujeron bien pronto a cuatro cuando murió el italiano Pedro Antonio Grossi, fallecimiento del cual se estuvo hablando mucho tiempo en Cartagena, pues el vigoroso joven no sufría de enfermedad alguna y se le encontró muerto en su celda con una sonrisa que estaba a punto de convertirse en carcajada. Se decía que una negra esclava del Colegio a donde arribaron inicialmente los Jesuitas, y que practicaba la hechicería, lo sedujo dándole a beber una pócima para apoderarse de su voluntad y lo mató en una noche de amor frenético al no sentirse correspondida por el angelical italiano que era más hermoso que el céfiro de la mañana. De todos modos los médicos que examinaron al desventurado sacerdote nunca pudieron decir con exactitud la causa de su fallecimiento ni el porqué de su sonrisa con la que se fue al otro mundo. Se le dio cristiana sepultura con todos los honores que la iglesia y el pueblo de Cartagena pudieron brindarle, y sus restos reposaban en la catedral. Eran otros tiempos, recordaba don Antonio Montero de Miranda entre suspiros. La primera casa a la que llegó la comunidad de Jesús se la regaló un portugués de nombre Manuel Artiño que había sido discípulo de ellos. Era una casa destartalada que quedaba cerca de la plaza principal. Allí empezaron entre sesenta y setenta jovencitos su formación moral e intelectual. El 17 de septiembre de 1618, dos años atrás, a él no se le olvidaba la fecha porque era el día de su cumpleaños, el Colegio se trasladó al sitio que ocupaba en la actualidad. Uno de los 154

artífices del gran logro fue el inquisidor Juan de Mañozca, el mismo que tenía en jaque a la ciudad y prisionero al cimarrón Benkos Bihojó, amado y cantado por todos los negros esclavos o libertos, y odiado por los blancos, fueran o no de alcurnia. El traslado se efectuó con gran pompa. Todo el pueblo y la nobleza se manifestaron exultantes haciéndose presentes. Se engalanaron las calles con enormes toldas y se instalaron algunos altares para darle más religiosidad al acontecimiento, y las vías del recorrido se convirtieron en un hermoso jardín sembrado de flores. El barbero revivía en esos instantes el paso en procesión de los conventos de San Francisco con sus andas portando las reliquias de sus santos predilectos. Compañías de soldados disparaban salvas de mosquetes y en los rostros sudorosos de las personas se reflejaba la alegría y la devoción. Este nuevo Colegio daba contra las murallas y el mar estaba muy próximo. Tenía una capilla interior y un patio muy amplio en una de cuyas bancas se encontraba sentado el barbero oficial de los jesuitas rememorando lo que él consideraba mejores épocas. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la llegada de los padres Alonso de Sandoval y Hernando Núñez. Luego de saludar al barbero, el padre Sandoval se ubicó en el mismo banco donde Montero se encontraba minutos antes rumiando sus nostalgias.

Montero de Miranda sacó de una bolsa de lona unas mantas, tijeras, navajas y afeites necesarios en el corte de cabellos y barba. El padre Alonso de Sandoval era de mediana estatura, más bien delgado, de unos cuarenta años de edad y con un principio de calvicie y una barba cerrada color cobrizo. Sus ojos color café brillaban inquietos y en permanente alerta como si temieran una agresión. Sus labios delgados se curvaban en una mueca de amargura. Mientras el peluquero hacía su trabajo, el padre Sandoval le comentaba a su compañero Núñez los últimos acontecimientos que tenían convulsionada la ciudad, tal como las detenciones del portugués incendiario Enrico Colón Balboa, y del rebelde cimarrón africano Benkos Bihojó. 155

Admito y comprendo la insurrección de Benkos, pero no se podían continuar permitiendo las tesis perturbadoras de Colón Balboa, un mentiroso y farsante venido a menos que pensó en su delirio que sus apellidos lo hacían inmune a su abierto enfrentamiento a los mandatos del Rey y de la iglesia. Aun cuando el portugués fuera descendiente del gran Almirante Cristóbal Colón, como él mismo se proclamaba, no tenía ningún derecho ni motivos para continuar afirmando que “la gran preocupación de los jesuitas por las condiciones de esclavitud del negro eran una farsa”, le decía Sandoval a su interlocutor sacudiendo su mano izquierda que sacaba de entre la manta que cubría su pecho para que la sotana no se le llenara de pelos. Es un bellaco ignorante que no tiene ni idea de la dimensión de nuestra labor misional, no solo aquí en Cartagena de Indias, sino en todas las provincias donde la corona española tiene sus aposentos. Las autoridades no podían continuar indiferentes ante sus discursos violentos y difamadores. Parece ser que el inquisidor Juan de Mañozca está decidido a hacerle un auto de fe que lo llevará a la hoguera y bien merecido que se lo tiene, ¿cierto don Antonio?, se dirigió en forma inesperada el padre Sandoval al peluquero que desarrollaba su actividad en absoluto silencio demostrando de esta manera prudencia y respeto por la conversación de los religiosos. Antonio Montero de Miranda, barbero oficial de los sacerdotes que conformaban la congregación de los ignacianos, se sobresaltó con la pregunta del religioso, más sin embargo, le respondió entre tartamudeos a Sandoval: “Lo que usted enuncie en su sabiduría es correcto padre”.

El padre Sandoval sonrió en forma burlona, ya que tenía referencias de las advertencias de los inquisidores al “pela gatos”, tal como le decía al impertérrito rapabarbas, mientras observaba la figura baquiana de Pedro Claver que hacía su arribo al Colegio en medio de un alboroto de negros. Alonso de Sandoval le cedió el turno en el banco al padre Claver para que fuera “esquilado” por el barbero a quien era difícil arrancarle una sonrisa. 156

Dado a las bromas, el padre Sandoval le dijo a su colega Claver:

Si Dios premiara a los hombres por las distancias que recorremos de a pie, padre Claver, no habría gloria para pagarle a usted. A lo que en el mismo tono jocoso a pesar de su adustez, le respondió Claver:

Si caminando se obtuviera el cielo, padre Sandoval, usted no alcanzaba ni el purgatorio. Otros clérigos que habían llegado, entre ellos el padre Lomparte y Manuel Rodríguez, se sumaron a las risas festivas del intérprete Sacabuche y del novicio Francisco de Bobadilla, conocedores de la pereza de Sandoval para recorrer cualquier distancia por breve que fuera. Difícilmente se movilizaba de no ser a caballo, mulo, o asno como último recurso. Cuando todos se retiraron, quedaron el peluquero, el padre Claver y Andrés Sacabuche que no se despegaba de la sombra del sacerdote.

Estaba muy preocupado por ti, Antonio, le dijo al barbero el padre Claver. Mañozca está enloquecido mandando detener a todos aquellos que considera que me informan algo de sus actividades. Y sé que a ti te tiene entre ojos.

No se equivoca reverencia, me ha hecho una advertencia final porque sabía que hoy era mi día de visitarlos: “Te juro perro judío portugués, discúlpeme padre pero así me dijo. Tú que le soplas algo al tonto Tongo de Claver, y yo que te arranco la lengua desde su base”. ¿Tonto Tongo? ¿Y eso que significa? No tengo ni idea padre, pero así me dijo. ¿Tú sabes que significa Tongo Andrés? Ignoro qué significa padre. ¿Será un vocablo africano Andrés? Si lo es no lo conozco padre, respondió el esclavo todo circunspecto.

Debe ser una expresión que le escuchó a los negros, pero bueno, no importa cómo me apele, Antonio, lo que importa es que jamás se entere que tú y yo hablamos de estas cosas. ¿Sabes cómo se encuentra Benkos?

157

El licenciado Juan Méndez Nieto fue a visitarlo a los pocos días de caer prisionero y dice que está altivo como siempre, le contestó el barbero.

¿Méndez Nieto? ¡Pero si ese es médico de mujeres Antonio!, exclamó el sacerdote. Sí, pero parece que el inquisidor Mañozca dijo que necesitaba que Benkos se conservara bien de salud para que llegue fuerte al día en que lo va ahorcar y descuartizar, y en el único médico que confía es en el licenciado Méndez Nieto que atiende no solo mujeres padre, acuérdese que curó al negro Sacabuche aquí presente. ¡Pero a Méndez Nieto estuvo a punto de hacerle un auto de fe por judío!, volvió a exclamar el jesuita al que le encantaba hablar preguntando y afirmando.

Para que se dé cuenta padre cómo son las cosas aquí en Cartagena de Indias, le contestó reflexivamente el barbero quien sin pausa se dirigió al esclavo Sacabuche que le pedía en esos instantes que lo arreglara: negro, mis tijeras se rompen si las meto en ese revoltijo de alambres.

Claver lo miró asombrado con la boca abierta, pues el “pela gatos”, como le decía su amigo el padre Sandoval, no le hacía una broma a nadie y menos a un esclavo por el que no sentía mayores consideraciones. Definitivamente Mañozca tenía la ciudad trastornada, pensó.

158

Por la noche, en la intimidad de su cuchitril, el padre Claver continuaba reflexionando sobre varios asuntos que lo preocupaban en demasía pero sobre todo en el apresamiento del rebelde Benkos Bihojó. Mañozca no tendría compasión con el prisionero, usualmente no sentía compasión por nadie, y exultante hubiera enviado a la hoguera o a la horca a todos los que mandaba a apresar. Sus torturas para arrancarles la “verdad” a los señalados de cualquier cosa que a él se le ocurriera, tenían fama de ser crueles hasta lo innombrable, como también tenían fama sus actitudes teatrales frente a los infelices que caían en sus manos. Haciendo gala de una oratoria que dimensionaba, permanecía horas frente al desgraciado que estaba siendo juzgado hablándole de la grandiosidad del Rey de España, del esplendor del imperio español, de lo justo de sus leyes, de la bondad y sapiencia del soberano, inspirado por Dios y sustentado por la fe de la religión católica con el Papa a la cabeza. Le habían contado que el muy particular inquisidor Mañozca pasaba horas del día o la noche en las cárceles torturando física o verbalmente a los desventurados que caían en sus garras de águila siniestra.

A medida que avanzaba en sus cavilaciones, el padre Claver arreciaba su frenético arreglo de las limosnas que recogía entre los pudientes para repartirlas a pobres mendicantes. Allí se encontraban regadas por el piso las cosas más disímiles: frutas, garrafas de vino, dulces, bollos, tortas de maíz, ropa y calzado viejo o por lo menos usado. Una muñeca de trapo pintada la cara de color rojo, escobas fabricadas con hojas secas, y hasta un 159

antiguo y destartalado reloj de arena que el pobre Claver no sabía dónde ubicarlo. Y por último la lámpara de Aladino, según le dijo un zumbón marino portugués que se la regaló, y que él procuraba no frotar para evitar encontrarse con un genio que le aliviara en algo su tarea. Sacaba la mercancía de cestas y cajas de madera regándola por todo el piso, y luego se daba a la tarea de volverla a organizar y acomodarla de nuevo en los recipientes que para ello utilizaba.

Debía ser muy cuidadoso con el oscuro inquisidor puesto que aun cuando él no hacía nada que perturbara los cielos ni los mandamientos de la ley de Dios… En este punto de sus cavilaciones se detuvo con una escoba en la mano, mirando con ojos desorbitados un sitio que estaba por fuera de esa pequeña habitación. ¿Era que acaso él no ofendía los mandatos de Dios? ¿Qué estaba diciendo? ¡Él era un pecador! Corrió hasta un baúl donde guardaba las famosas disciplinas, se sacó en forma desesperada su raída sotana empezando a azotar sus espaldas mientras repetía una y mil veces:

“Señor apiádate de este desvergonzado pecador, Señor, apiádate de este mentiroso, Señor perdona a este pobre sacerdote, el último y más humilde de tus siervos”.

Cayó al piso de rodillas, levantó las manos al cielo y empezó a orar. Así transcurrió más de una hora. Luego de ponerse de pie se quitó por completo su sotana, volvió al baúl y de él extrajo una corona que su intérprete Andrés Sacabuche le elaboró con alambres y púas que imitaban las espinas que le incrustaron a Jesús. Se la clavó en la cabeza haciendo gestos de dolor y conteniendo gemidos lastimeros que afloraban de su garganta. A continuación agarró las disciplinas y desnudo, con el taparrabo que utilizaba para la ocasión, descendió las escaleras encaminándose al patio. Allí lo esperaba una luna extenuada de luz que como un ave plateada bebía agua en la fuente. En algún lugar ladraba una salamandra. El padre Claver tomó los pasillos que encuadraban el jardín y empezó a recorrerlos una y otra vez mientras usaba las disciplinas contra su cuerpo apareciendo la sangre. Soportaba el 160

castigo sin emitir una sola queja que denotara el dolor que padecía. De eso se trataba, macerar su ya martirizada humanidad, para aliviar en algo los suplicios de su alma. Cuando la luna remontó el vuelo saliendo de la fuente para continuar su silencioso deslizar en el firmamento, parte de sus alas se tiñeron de rojo al tropezar con el penitente que chorreaba sangre de su frente y espaldas. Se hallaba de rodillas mirando el cielo con los ojos desorbitados de delirio, intentando encontrar allí las respuestas que no tenía. Lejos, muy lejos, como saliendo de las profundidades del mar, principiaron a atronar los tambores. El hombre martirizado empezó a retorcerse atacado por convulsiones, con un grito de espanto en su garganta. La salamandra dejó de chillar.

161

El médico Juan Méndez Nieto dejó listos los instrumentos necesarios que su amigo el platero del oro Jorge Sarabia le ha prestado para rehabilitar los dientes de Doña Eleonora de Orgaz, esposa de Juan de Fernández, un rico traficante de esclavos que poseía extensas haciendas por los lados de Tolú, donde se refugió unos años atrás con una cohorte de negras que convirtió, según decían las malas lenguas de Cartagena, en un nada despreciable harén muy especial, puesto que aseguraban que la más vieja de estas mujeres tenía veinte años, y que a medida que las iba preñando las cristianizaba en libertas y les regalaba una parcelita de tierra para que la trabajaran. La fabulación popular le atribuía a este desaforado español más de cuarenta hijos mulatos, entre hembras y varones, y se decía que aún le faltaban muchas negras por embarazar con lo cual se estaba formando un pueblito al que bautizaron con el nombre de Montería y sus habitantes todos adoptaron el apellido Garcés por un individuo de nombre Miguel, descendiente de Juan de Fernández, que se hizo muy rico acaparando tierras. Juan de Fernández había abandonando de hecho a su esposa legítima, la altiva dama doña Eleonora de Orgaz que se refugiaba en una vida apacible y casi monástica en Cartagena de Indias, con un enorme caudal económico heredado de su padre, haciendo obras de caridad que favorecían sobre todo a los jesuitas en su labor de evangelización con los negros esclavos.

La matrona española, que a la salida de la misa del domingo por la tarde se había acercado a saludar a Méndez Nieto a quien tenía en muy alta estima, le dijo: “El martes a las diez de la 162

mañana, guárdeme un turno doctor, puesto que son varias las cosas que necesito consultarle, entre ellas lo de algunas de mis piezas dentales que se me han ennegrecido”.

Se presentó puntual. La acompañaban, como era costumbre, sus dos fieles esclavas, María Caravalí y Ángela Biáfara.

Previamente el médico Méndez Nieto canceló las consultas que tenía pendientes para dedicar el resto de la mañana a tan importante dama que le advirtió “eran varias las cosas a examinar”. Estas últimas palabras tenían en ascua la curiosidad del galeno, ya que conocía un poco la naturaleza de las mujeres de la sociedad cartagenera, y sabía que utilizaban un lenguaje cifrado para poder decir lo que pretendían ocultar. De inmediato se puso en la tarea de mirar la dentadura de tan bella señora y efectivamente encontró que algunas muelas se hallaban perforadas, y uno que otro diente renegrido por la falta de limpieza apropiada. Con unas limas muy delicadas y dentadas empezó a raspar suavemente las piezas estropeadas hasta lograr eliminarles pudrimientos que las afectaban. Luego se dio a la tarea de higienizar con palitos de lentiscos las manchas que empezaban a aparecer en un colmillo y dos dientes por el uso del tabaco. Con aceite que se extraía de los frutos de este mismo arbusto, frotaba las partes ennegrecidas con un paño muy fino hasta que recuperaban el color original para asombro de las vanidosas pacientes a quienes recomendaba usar en la limpieza después de las comidas los dichos palitos y el aceite que él mismo les proveía. Terminada la asepsia bucal el médico expuso la mejor de sus sonrisas diciéndole: Para que otra cosa soy bueno mi distinguida señora.

-Ay mi buen médico, para muchas cosas que me desvelan, algunas son “íntimas y muy personales”; otras de la ciudad que preocupan a numerosas personas no solo a mí.

163

-Por cuál quiere empezar mi dulce amiga, le dijo Méndez Nieto seriamente alarmado. -Por las más difíciles doctor, las secretas. -La escucho.

-Lo que voy a decirle doctor Nieto, debe ser olvidado por usted de inmediato. Necesito que me formule algo que me impida quedar embarazada. Sé que su cerebro ya debe estar haciéndose miles de preguntas y conjeturas, pues de todos es sabido que hace algunos años estoy dejada del sinvergüenza de mi esposo Juan de Fernández.

El médico no pudo disimular del todo un gesto de sorpresa, puesto que la virtud de Doña Eleonora era algo que la ciudad admiraba y comentaba como uno de sus bienes más preciados. Sin saber qué decir, se sumergió por unos minutos en un silencio de asombros más que de censura, hasta que fue interrumpido por la suave voz de la mujer: -Doctor Nieto, me va a disculpar, pero yo no necesito de sus elucubraciones, si no de un remedio efectivo que me impida quedar fecundada. Le ruego no me haga ningún tipo de preguntas que no estoy dispuesta a responder puesto que en estos instantes de mi vida cuando necesito un confesor, recurro al padre Claver de quien quiero hablarle más tarde. No, no ponga esa cara, que el buen cura, ese sí, se encuentra al margen de nuestras pasiones y debilidades.

El médico reaccionó a su aturdimiento y le dijo a la gran dama que él mismo le prepararía una infusión para beber y otra cocción de plantas a fin de lavarse la madre antes de tener la relación, y que mantuviera las piernas en alto unos diez o quince minutos después de la lavativa a fin que… Se sintió incómodo de concluir la frase. Pero nada puede contra la determinación amorosa de una mujer. Por eso le dijo al aturdido médico: -Le sigo escuchando mi querido amigo.

164

-Sí, Doña Eleonora, le decía que para que la medicación de la madre tenga un total efecto y mate todo semen que la irrigue, debe mantener en alto las piernas unos minutos al lavarse. -¿Eso me dará la seguridad de no quedar embarazada mi buen médico?

-La única seguridad para no quedar embarazada, mi querida señora y amiga, es no tener relaciones con un hombre, y menos si ese hombre es joven. Pero la medicación que le recomiendo, y que es la que conozco y siempre receto con bastante éxito, tiene un alto grado de efectividad para lo que usted pretende, que es querer evitar la concepción. -¡Pero es que no debo ni puedo correr el riesgo de quedar preñada!

-Entonces no se acople con varón alguno mi querida Eleonora. ¿Se puede saber quién es el amante?

-No, no se puede. Más bien pasemos a otros temas que en absoluto tienen que ver directamente conmigo ni con sus hierbas, mi querido Juan. Se trata de Mañozca. Ese maldito tiene aterrorizada la ciudad y nadie hace nada para impedirlo. Sé que usted es uno de los perseguidos por el ladino inquisidor. No hay un mandamiento de la ley de Dios que ese rufián no ultraje, sin embargo, posa de hombre probo y religioso, persiguiendo a todas aquellas personas que no acceden a ser cómplices de sus actuaciones vergonzantes, como usted, el padre Claver, y otros habitantes, mujeres y hombres de mucha o ninguna alcurnia, a las cuales hostiga por causas baladíes. Me he estado reuniendo con algunas señoras, entre ellas Isabel de Urbina, María de Meza, Elena Ferrer de Valmar, Jerónima de Urbina, y otras tantas que como yo no están dispuestas a seguir tolerando el desenfreno y persecución criminal de este fariseo. ¿A usted por ejemplo, mi querido amigo, por qué lo persigue?

-Porque soy cristiano nuevo, de origen judío, ese es mi pecado. Yo no predico ni practico la religión hebrea. Soy cristiano en tierra de cristianos, repitió el buen galeno con un dejo de tristeza, 165

puesto que mis hijas nacieron en el Nuevo Mundo descubierto y colonizado por la Corona española. Fueron bautizadas en la iglesia de Cristo y a ella pertenecen. Asistimos a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Practicamos la caridad y abonamos a la iglesia los diezmos y primicias exigidos por el Señor. ¿Por qué se me persigue? ¿Qué motivos doy para ello?

-Los buenos hijos de Dios siempre han sido perseguidos por aquellos que se dicen representarlo aquí en la tierra. El Creador, mi querido amigo, debería prescindir de los intermediarios, no los necesita, terminó de decir en medio de una estruendosa carcajada la hermosa mujer. Como si se hubieran puesto de acuerdo guardaron silencio reflexionando quizás sobre las palabras que en ocasiones angustian después de pronunciadas. En realidad eran buenos amigos desde hacía más de veinte años cuando ella era apenas una mocita de quince. Por ese entonces se convirtió en su paciente desde que arribaron las primeras menstruaciones y su madre la llevó donde el serio y ya un señor maduro con fama de buen médico para mujeres, Juan Méndez Nieto. De esta manera lo fusionó en su médico de cabecera y en su confidente más preciado y de más confianza, convirtiendo la relación médico-paciente en verdadera amistad. Pero durante todos esos años de aprecio, la linajuda dama jamás le había hecho una confidencia como la de esta mañana. En Cartagena, con tan solo cinco mil almas entre blancos y negros esclavos o libertos, y algunos pocos indígenas, era casi imposible mantener en secreto una relación clandestina para alguien de tanta prosapia como su paciente y amiga. ¿Cuántas personas estarían enteradas de los amores en la sombra de Eleonora de Orgaz? Quizás era un secreto a voces y él era de los pocos que no estaba al tanto seguramente porque conocían de la amistad que los unía y no se atrevían a hacerle ningún comentario. -¿Qué podemos conseguir nosotros, mi querida amiga, contra semejante poder como el que personifica y pone en práctica el inquisidor Mañozca? 166

-Esperaba que me hicieras esa pregunta. Podemos hacer mucho antes de que nos mande a la candela. Lo primero arrancarle de las garras a una joven negra que tiene por esclava y a la que no ha podido hacer su concubina a pesar del dinero que ha invertido en ella intentando convertirla en una gran dama. La mujercita es rebelde y muy inteligente según me cuentan, porque le dice hasta asesino con palabras elegantes lo que lo tiene con las tripas revueltas porque parece ser que se enamoró de la esclava. Esto está pasando en Cartagena más frecuentemente de lo que uno cree. Es una forma de vengarse los africanos. Adiós raza blanca, lo que viéndolo bien no nos hace mejores ni peores, a ambas las decolora. Tengo urdido todo un plan en donde serás, mi buen Juan, una pieza clave para llevarlo a cabo. Debo ser muy cuidadosa, pues de enterarse ese traficante hará todo por asesinarnos. Él no se detiene ante espantos. -¿Y se puede saber cuál es ese plan y qué parte de él me toca desempeñar? Porque la verdad Eleonora, te confieso que desde ya siento mucho miedo.

- No creas que yo no lo tengo. Te informaré oportunamente lo que haremos. -¿Hay alguna otra sorpresa que me tengas guardada, mi querida Eleonora? -El padre Claver.

Una de las esclavas del Colegio está enamorada perdidamente de ese santo varón porque yo considero que es un santo. -¡Qué me dices mujer!

-No te aterres. Es el recurrente fruto prohibido. Él la rescató moribunda de un barco negrero cuando solo era una chiquilla. La cuidó, se la arrebató a la muerte sacándola de una de esas enfermedades con las que llegan los africanos en los navíos después de dos o tres meses de navegación, hacinados unos encima de los otros, casi sin comer o beber. Luego la protegió mientras crecía libre de malos tratos y persecuciones. El resto lo hace el corazón humano. No deberíamos sorprendernos ni 167

escandalizarnos cuando estas cosas ocurren, más bien tratar de entenderlas. -¿Y el padre Claver que dice al respecto?

-Yo no he hablado de esto con él, ni jamás me atrevería, a menos que me tocara el tema que no creo lo haga. Todo me lo ha contado su esclavo más fiel y leal, uno que es el principal intérprete de esas lenguas endemoniadas de los negros que nos llegan a montones, su nombre es Andrés Sacabuche, joven y espigado esclavo de los jesuitas que a su vez está enamorado de Isabel Folupa, la jovencita negra que se le ha convertido en un dolor de cabeza al religioso, razón por la cual quiere enviarla a un convento de monjas lejos de Cartagena. El joven enamorado se opone a que la destierren, pues confía en conquistarla algún día y casarse por la iglesia de Dios. Pretende que yo la compre ofreciéndoles un buen precio a los jesuitas de tal manera que no puedan negarse a vendérmela. Se compromete conmigo a trabajarme de por vida para conseguir la libertad de él y de su amada. Ese es el amor, mi querido médico. -¿Y tú estás así de enamorada, Eleonora?

-¡No, amigo, disfruto el sexo! ¿Está vedado para una dama como yo? -¡Cuídate Eleonora!

-¿Cuándo tendré mis medicinas?

168

Tan pronto la matrona cartagenera Eleonora de Orgaz abandonó su consultorio, el médico Juan Méndez Nieto le pidió a su mujer que le llevaran una jarra de limonada con la clara advertencia de no ser molestado.

Necesitaba estar a solas para reflexionar sobre lo que le había dicho su amiga mientras le pulimentaba la dentadura. Se le notaba muy preocupada y no era para menos. El ambiente en Cartagena de Indias era opresivo. La Inquisición, representada más que todo en Mañozca, tenía a la ciudad en un estado de postración absoluta. La desconfianza de sus habitantes les impedía una relación abierta y franca. Todo el mundo veía en el otro a un potencial enemigo que podría acusarlo falsamente ante los inquisidores por cualquier nimiedad. Caer en sus garras era prácticamente estar condenado e irse a los infiernos pero aquí en la tierra. Las cárceles estaban repletas de inocentes. Se perseguía por igual a miembros de familias pudientes, como a negros esclavos o libertos, para no hablar de los judíos recién llegados a la fe cristiana católica. Las comunidades religiosas, exceptuando por supuesto las de los frailes inquisidores, eran miradas con desconfianza. Ni siquiera el obispo estaba exento de sospecha. El mismo gobernador, altos funcionarios públicos, y algunos militares, eran vigilados con el ojo del indagador.

La situación era insoportable por la tensión que se vivía. Una simple cortesía a una persona cuestionada por el alto tribunal, 169

podía dar pie para que se empezara a observar con recelo al individuo que se había atrevido a saludar al censurado.

Él tenía algo más de cuarenta años de haber arribado a Cartagena de Indias a ejercer su profesión de médico, buscando nuevas oportunidades en este mundo recién descubierto donde apenas se empezaba la colonización. Pero a partir de 1610, cuando llegó la Inquisición a la ciudad de la cual había hecho su patria, la situación empezó a deteriorarse de tal manera que en el día de hoy hasta el venerable jesuita Pedro Claver estaba en grave riesgo de caer en manos de estos inclementes jueces que no eran nada imparciales cuando de valorar a sus víctimas se trataba. La gente estaba aterrorizada y con razón. No se podía disentir con los inquisidores en lo más mínimo. El consenso debía ser absoluto porque de lo contrario el puño de hierro con que se manejaba a los habitantes de Cartagena y sus alrededores, caía con toda su fuerza y poder aplastando a justos y pecadores por igual sin importar si habían faltado o no.

Las personas no eran juzgadas por sus comportamientos sino por los intereses de Mañozca y las inquinas que le generaran. A él por ejemplo si en un principio lo persiguió acusándolo de judaizante, posteriormente lo hizo por su relación con sus pacientes mujeres, y por no querer venderle la Cantora a la que el fraile prostituyó cuando la supo liberta. Siempre creyó el bellaco de Mañozca que la Cantora era su amante a la que poseía dentro de su propia casa. La falta de escrúpulos del inmoral juez medía a los demás con su propio rasero.

La Cantora, ya una mujer libre, se enamoró y casó con un mulato, liberto él también, que había servido un montón de años en casa de su amiga Eleonora de Orgaz. Eleonora y él apadrinaron el matrimonio que efectuó el padre Claver en una ceremonia que se llevó a cabo en la capillita adjunta al Colegio donde en ocasiones celebraba misas casi de madrugada para los negros esclavos exclusivamente, cuando las 170

damas cartageneras lo presionaban al máximo exigiéndole que no los llevara a la Catedral con el subterfugio que sus cuerpos exhalaban malos olores. La pareja de esposos se trasladaron a vivir al barrio Getsemaní y siguieron trabajando para sus antiguos amos, pero esta vez como personas libres. No engendraron hijos pues la Cantora resultó estéril y pese a todos los esfuerzos que él hizo con la medicina que manejaba no fue posible curarla de su infecundidad. La pobre mujer, empeñada en darle un heredero a su esposo Segundo Imbesi, que así se llamaba el desgraciado, recurrió a una hechicera para que le lograra un vientre fértil.

Por las noches, y secundada por su marido Segundo Imbesi, la Cantora, al amparo de las sombras y evitando ser observada por los delatores que estaban incrustados en las diferentes capas sociales, se escurría a visitar a María Angola, esclava de Laurencia de los Reyes y quien huyó a los palenques detrás de los negros cimarrones viéndose obligada a regresar porque se le gangrenó una pierna producto de la infección que le produjo un clavo oxidado que se le enterró en el pie derecho. El médico cirujano Pedro López de León se encargó de amputársela para salvar su vida pero ya inservible, fue abandonada por sus amos y se refugió en las cercanías del barrio Getsemaní donde empezó a ejercer de bruja, visitada inclusive por matronas cartageneras que buscaban vengarse de sus maridos infieles o para que les asegurara la fidelidad de los mismos.

Esta María Angola se hizo famosa cuando su antiguo amo le dio una golpiza al enterarse que su mujer, Laurencia de los Reyes, fue a visitarla para que le dijera el nombre de la “mal nacida” con quien su marido la engañaba. Ya sea que lo supiera por las malas lenguas, o por la causa que fuera, la bruja le dijo a Laurencia con exactitud el nombre de su rival, que resultó ser la esposa de un capitán que juró, cuando se enteró de la infidelidad de su mujer, que mataría al perro traidor que se había atrevido a seducirla. Aterrado por la amenaza de muerte, Juan Valerio Morales, que era el nombre del esposo de Laurencia de los Reyes, fue a buscar 171

a María Angola para que se retractara públicamente y dijera que todo había sido una mentira para embaucar a la incauta de su mujer, pero la hechicera se mantuvo en su palabra. “Si se contradecía, la gente dejaría de creer en ella y en adelante tendría que pedir limosna para sobrevivir”, le respondió. Juan Valerio le ofreció entonces una fuerte suma de dinero a la hechicera para lograr la rectificación puesto que de ello dependía su vida, pero tampoco obtuvo nada con el soborno.

Recurrió por último a la violencia propinándole una golpiza que la dejó malherida y desfalleciente.

La bruja lo maldijo augurándole que moriría a causa de la mordida de una serpiente venenosa, lo que ocurrió dos semanas después dentro de su propia casa. Los mal pensantes llegaron a decir que la María Angola se la mandó a poner debajo de la cama.

De todos modos fueron muchas las coincidencias en este caso para que las gentes pensaran que eran eso, coincidencias, y a partir de ese momento el imaginario popular, deseoso de encontrar auténticas brujas a las que recurrir para lo bueno o para lo malo, elevó a la categoría de oráculo a María Angola, consultada en adelante para que predijera las lluvias y los vientos, y hasta los partos de los animales. La Inquisición le siguió un proceso pero nada le pudieron probar, por el contrario, ella fue la vapuleada por su antiguo amo, y como Mañozca no tenía el menor interés en este caso, bien pronto la dejaron en libertad continuando con sus artimañas de bruja respetable. No ocurrió así con la Cantora. El inhumano inquisidor estaba esperando una oportunidad para hacerla suya y se le apareció que ni pintada.

Una vecina le cobró ojeriza a la Cantora desde que se instaló en el barrio Getsemaní con su esposo y los sábados en las noches cantaba acompañada de su vihuela, lo que convocaba frente a su casa una multitud que la escuchaba extasiada. Ella nunca cantó canciones de rebeldía como otros negros, todo lo contrario, 172

alababa al padre Claver, lo mismo que a su antiguo amo el médico Méndez Nieto por sus excelsas labores que realizaban, el uno en el alma, y el otro en el cuerpo.

Las personas que al principio escucharon con devoción estos cánticos en la hermosa voz de la Cantora, tuvieron la ocurrencia de que les compusiera también a ellos canciones para sus esposas o esposos, para sus hijos o para sus padres, para los novios o novias. Fue tal la afluencia de los pedidos y las serenatas que por contrato logró la Cantora para cantarlas en la puerta de su casa los sábados en la noche, que empezó a ganar mucho dinero y renunció a trabajar con los Méndez Nieto, lo que al médico le dolió mucho y lo resintió durante un tiempo, pero terminó entendiendo que su antigua esclava tenía mucho talento para desperdiciarlo en el fregadero. Con estos dineros, la Cantora y su esposo, que también dejó de alquilar sus lomos para descargar mercancías en el atracadero de los barcos, levantaron la primera casa en el barrio Getsemaní que se construyó con material de mampostería, contratando para ello a unos mamposteros. Este progreso generó la envidia de algunos vecinos, pero fundamentalmente de la negra liberta Isabela de Mieres, que prestaba sus servicios como cocinera a los inquisidores, puesto que su sazón era digna de reyes, como ella misma afirmaba.

Cuando la magnífica guisadora descubrió a quién visitaba en las noches la Cantora, una sonrisa de maldad afloró en su rostro, y en ese mismo instante urdió un plan para acusarla y entregársela a Mañozca. Empezó a preparar platillos exquisitos y llevárselos personalmente a la Cantora como homenaje, según le decía, a su hermosa voz y el goce que le regalaba los sábados a todo el vecindario.

Bien pronto se ganó el cariño de la Cantora y su marido, hasta tal punto que le propusieron componerle una canción a su 173

talento por preparar los más exquisitos manjares que deleitaban los exigentes paladares de los señores inquisidores. Casualmente la gente le temía a Isabela de Mieres por su proximidad con el terrible tribunal, y no faltó quien alertara a la Cantora: “Ojo Cantora”, le decían ciertas voces.

“Isabela podrá prestar sus servicios a la Inquisición pero eso no la hace una mala persona”, respondía al hablante que la previniera. “Cuídate Cantora”, le volvían a decir alarmados algunos vecinos.

Pero la Cantora, embriagada por sus éxitos, poca o ninguna atención prestaba a los que buenamente la advertían. Una noche, Isabela de Mieres vio salir a la Cantora a sus acostumbradas entrevistas con la hechicera. La alcanzó y le preguntó adónde iba. Tomada de sorpresa la pobre Cantora no sabía que responderle.

-Tranquila Cantora, yo soy tu amiga y quiero ayudarte si tienes algún problema que te obliga a salir tarde en la noche exponiéndote a violentar la queda, le dijo la taimada Isabela. Crédula de su amistad, la Cantora le confió su secreto:

-Ay, Isabela, no puedo quedar preñada y quiero darle un hijo a mi marido que es el mejor hombre que he podido conocer. Para ello recurro a la sabiduría de María Angola, puesto que la medicina del doctor Méndez Nieto no lo pudo lograr. La bruja me ha prometido que pronto habrá una nueva vida en mi vientre y yo creo firmemente en lo que me asegura. -Entonces a mí también podría ayudarme. -¿Y tú qué mal padeces Isabela?

-No tengo marido y ya paso de los treinta años. ¿Tú crees que soy muy fea Cantora?

174

-No Isabela, todo lo contrario. Eres muy hermosa y si no tienes marido es porque no quieres y sinceramente no creo necesites de ningún hechizo para conseguirlo. Pero si deseas consultar con María Angola puedes acompañarme. Y sin más preámbulo ambas se dirigieron en busca de la pitonisa.

Eran pasadas las once de la noche cuando arribaron a la puerta de María Angola quien se demoró en abrir ante los llamados que le hacían. Cuando por fin asomó a la vista de las dos mujeres, su rostro se descompuso al ver a Isabela de Mieres: -¡Tú no tienes nada que hacer aquí en mi casa embaucadora!, le gritó a la cocinera de los inquisidores. ¡Lárgate inmediatamente antes de que te quiebre la cabeza con este palo en donde me apoyo! ¡Lárgate, lárgate, lárgate!, le gritaba alterada. -¡Tranquilízate María!, exclamo la Cantora. Yo la traje porque es mi amiga y necesita tus servicios.

-¿Amiga Cantora? Esta malvada solo es amiga de los inquisidores. Aquí la tiene esta noche el afán de traicionarte y de que a mí me manden a la hoguera. Se le ve en los ojos.

-No María, estás equivocada, Isabela no es capaz de traicionar a nadie. -Si así lo piensas Cantora, entonces lárgate con ella y nunca más vuelvas. Se entró a la casa y se escuchó cuando pasó la tranca que aseguraba la puerta.

Las dos mujeres, cabizbajas por el abatimiento que les produjo la actitud de la hechicera, regresaron a las suyas.

Los anteriores recuerdos hicieron que el médico Méndez Nieto exhalara un profundo suspiro de desasosiego. Pondría todo de su parte para ayudar a su amiga Eleonora de Orgaz en el plan que tenía fraguado para vengarse un poco de los malos ratos que les había hecho pasar Mañozca. En realidad, a más de 175

fastidiarlo no era claro qué ganaría la ciudad o ellos mismos con arrancarle de su lado a la niña que pretendía hacer su amante y que lo tenía enloquecido de amor, según su amiga Eleonora. Esta joven le hacía resistencia y lo cuestionaba en sus procederes con la ciudad y la raza negra, a la que el lujurioso fraile odiaba no obstante que la totalidad de las mujeres que llevaba a la cama fueran negras esclavas o libertas. Era más el riesgo que se corría que el logro esperado. Suponiendo que se tuviera éxito y se pudiera secuestrar a Luisa Malemba para sacarla de Cartagena y enviarla a los palenques en caso de que ella así lo quisiera bajo la protección de Benkos Bihojó, Mañozca continuaría con todo su poder y como llegara a enterarse que eran ellos los conspiradores, que de hecho se iba a enterar, el primero que padecería la ira del fraile corrompido sería él por los antecedentes que el maldito sinvergüenza le tenía acumulados. Le preocupaba que la venganza de este asesino, porque lo era, se hiciera extensiva a su familia. Le pondría una sola condición a Eleonora para participar en su urdimbre: que sacara de Cartagena de Indias a su mujer y a sus tres hijas tan pronto Mañozca descubriera y debelara el complot. Era muy capaz de mandarlas a las mazmorras por cómplices. A su esposa nada le diría en las que se estaba metiendo pues con los nervios que la acometían por cualquier fruslería, un asunto como este la enloquecería apenas se enterara. Su mujer siempre sufrió de los nervios, desde que era una niña, quizá desde el mismo día que descubrió el cuerpo de su padre que se suicidó por deudas, colgado de una de las vigas del techo de la habitación donde dormía en su casa de Andalucía, en su ya lejana España. El buen Méndez Nieto se persignó mientras exclamaba entre un profundo suspiro: “Que sea lo que Dios quiera. Estamos de su mano”, y se dirigió a los aposentos de su esposa para advertirla que era hora del almuerzo.

176

Como todos los domingos, Luisa Malemba, con la aprobación del inquisidor Don Juan de Mañozca, salió muy temprano para asistir a la primera misa del día y confesarse con el padre Claver. Iba acompañada, como también era costumbre, por la esclava Josefa Castro y dos de los esclavos del fraile inquisitorial, sobornados estos últimos previamente por las damas de Cartagena implicadas en la trama que surgió de la mente de Eleonora de Orgaz. Una muy fuerte suma de dinero que se entregó a las familias de los infelices, quebrantó su voluntad de lealtad con el religioso, y atenuó un poco el miedo que le tenían.

Con una mantilla que cubría parte de su rostro y sus hombros, la chiquilla Luisa Malemba se veía hermosa sin afeites ni adornos de ningún tipo, desprendiéndose de toda su corporeidad un aura de inocencia virginal que la descubría aún más niña de lo que realmente era. Cuando se arrodilló frente al padre Claver para ser escuchada en confesión, por la mente del sacerdote pasó la figura en yeso de una virgen de la catedral que desde el altar miraba a los fieles con arrobamiento. Sin poderlo evitar pensó: “Se parecen, solo que esta es negra”. Terminada de aliviarse de sus pecados, Luisa escuchó la voz grave y acariciadora del sacerdote que le dijo: “Ego te absolvo a peccatis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”, mientras la señalaba con una cruz en el aire.

Iba a levantarse cuando de nuevo se pronunció el padre Claver:

177

Espera hija, pon atención de manera cuidadosa, pues lo que te voy a decir es grandioso para ti, pero a la vez muy grave y peligroso por lo que pueda ocurrir. Un grupo de señoras quieren liberarte del yugo del inquisidor Mañozca. Yo puedo adelantarte esto que te estoy diciendo, y que pidas cita con el médico Juan Méndez Nieto, ya que con él te enterarás en detalle. Di que tienes en tu intimidad una enfermedad de las que padecen las mujeres. Será una mentira piadosa por lograr un buen fin y hacer el bien. Ahora ve con Dios y reza unas cuantas ave María y otros tantos padre nuestro para que estés en gracia con el Señor. Ve, ve Luisa y cierra esa boca de mensa que tienes, y dile a la negra gorda que sigue en la fila que se acerque. Pero Luisa Malemba estaba conmocionada. El mensaje era para ella y muy claro y contundente. Al principio pensó que se trataba de una confusión, pero el padre Claver le dijo su nombre y mencionó la palabra inquisidor. No había dudas. ¿Pero qué personas de Cartagena podrían tener interés en “liberarla del yugo del inquisidor”? ¿A ella, una infeliz esclava? La cabeza le daba vueltas sin saber qué ocurría.

Rezó con devoción las oraciones impuestas por el padre Claver, y esperó con paciencia a que terminara la misa para dirigirse a la salida sin mirar a ningún lado seguida por su séquito que siempre estaba pegado a ella como sombras. Entrada la noche, en la primera oportunidad que tuvo de quedarse a solas con Josefa Castro le dijo: -Necesito que me examine el doctor Méndez Nieto pues tengo una rasquiña en la Madre que no se me quita.

La declaración fue espontánea, fresca, sin misterios ni subterfugios. Sin embargo Josefa la miró a la profundidad de los ojos como intentando encontrar un atisbo de artimaña. ¿Pero para qué?, se dijo inmediatamente. -¿Por qué no se lo dices tú misma al señor?

Le dijo “señor” sin especificar, pero Luisa sabía muy bien a quién se refería. Por eso le respondió: 178

-Siento vergüenza Josefa.

-Bien, pequeña, mañana le diré para que nos dé el permiso. ¿De acuerdo? -De acuerdo Josefa, ahora me retiro a mis habitaciones a dormir. ¿Y no vas a esperar a que llegue el señor?

-Estoy cansada y no me siento bien Josefa.

-Entonces duerme y hasta mañana. Yo esperaré despierta a que se aparezca, como siempre lo he hecho por más de diez años sin faltar una sola noche. El inquisidor Juan de Mañozca dispuso desde un principio que las habitaciones de la mujer que amaba no tuvieran nada que envidiarle a las de las más linajudas damas de Cartagena: cortinas de fino terciopelo y encajes colgando de doradas cornisas recubren las paredes inclusive en los sitios donde no existen puertas o ventanas. Gruesos tapetes resguardan el piso. En la habitación auxiliar, que es tan grande como la principal, se encuentra un cuarto más pequeño con bañera y los aditamentos para su uso y disfrute: esponjas, cepillos, esencias y perfumes para mezclar con el agua. Y un gran espejo que cubre toda una pared. Dos poltronas y una pequeña mesa en caoba con guarda brisa de cristal que soporta un candelabro con velas. Del techo cuelga una hermosa araña en cristal muy fino que brilla con la luz de los candiles, discretamente ubicados en los rincones de los aposentos. Pero es la cama el mueble que reina en las dos habitaciones, separadas únicamente por un grueso tapiz: es gigantesca, vestida con blancas sábanas de lino y seda, cubiertas por un edredón también blanco bordado en oro, y atiborrada de almohadones de un color verde marino. La acompaña una mesa tocador con luna donde Luisa guarda joyas muy finas, y una mesita donde reposa una jarra que contiene agua, y vasos en fino cristal tallado. 179

A este santuario entra Luisa Malemba. Allí se siente momentáneamente protegida pues sabe que ni el mismo inquisidor ingresará a su privacidad sin su consentimiento. Está temblando y no sabe exactamente el porqué. O sí sabe:

¡Está asustada! Desde la mañana, cuando fue a misa y el padre Claver le dijo lo que le dijo, la carcome la angustia y el temor. La expectativa por su encuentro con el médico Méndez Nieto a quien ya conoce pues el mismo Mañozca la llevó en una ocasión por unos fuertes dolores de cabeza que la estuvieron martirizando durante algunos días, la mantiene en ascuas. ¿De qué se tratará todo lo que le expuso el sacerdote?

“Lo que te voy a decir es grandioso para ti, pero a la vez es muy grave y peligroso”. Estas palabras le siguen martillando el cerebro.

Se desnudó en el cuarto de baño y se metió a la tina que siempre permanecía con agua limpia. Allí estuvo un buen rato entre burbujas de jabón y esencias. Salió y se secó con una toalla blanca. Luego se detuvo a observarse totalmente desnuda frente al gran espejo de la pared. Era mucho el cambio que se sucedió en su cuerpo y ánima desde que llegó dos años atrás. En su mirada se percibía el miedo, la desconfianza y la perfidia. Había crecido algunos centímetros y se veía más esbelta a pesar de sus profusas caderas y senos que también se desarrollaron. Se sabía deseada, no solo del inquisidor, sino de casi todos los hombres que la conocían. Hasta ahora tenía conciencia de la belleza que poseía. Contaba con esa arma para doblegar y vencer a los hombres. Sus pezones, gruesos y jamás palpados, parecían algarrobas adornando sus bellos e impetuosos pechos. Su vientre se asemejaba a la piel de un tambor muy templado, en donde se hundía un ombligo ancho y sibarita. Le dio la espalda al espejo girando su cuello para continuar examinándose y sus ojos tropezaron con unas nalgas profusas y muy duras que parecían levantadas por hilos invisibles sostenidas por una cintura dolorosamente estrecha. Su espalda, hendida por una especie de zanja que le bajaba desde la cerviz, se hacía más profunda a medida que se acercaba a las vértebras lumbares 180

invitando a desafueros. Todo ese andamiaje estaba soportado por las esculturales curvas de sus largas piernas. Su piel negra y fuerte, brillaba entre el rocío de gotitas multicolores que salpicaban su cuerpo. Terminó de secarse y aún desnuda se metió entre las impolutas sábanas blancas. Su último pensamiento fue para Josefa Castro. Y sintió piedad por ella y el amor que la consumía: amaba desesperadamente al inquisidor sin ser correspondida.

181

Protegidas por sombrillas del implacable sol de las diez de la mañana, se dirigieron a la residencia del médico Méndez Nieto donde tenía su consultorio. A la entrada del enorme caserón se quedaron los dos negros que siempre las acompañaban, y Luisa Malemba y Josefa Castro fueron guiadas por una negra liberta que trabajaba con el galeno. No alcanzaron a sentarse en las butacas de la sala de espera cuando se escucharon gritos en la verja que acababan de franquear. Una mujer fornida entró arrastrando a una jovencita histérica que no cesaba en alaridos y retorcijones. Ambas eran negras.

Ante semejante escándalo el médico Méndez Nieto embutido en una bata blanca hizo su aparición en la puerta del salón que hacía las veces de consultorio. Con una mirada supo lo qué le ocurría a la joven trastornada, la cual hizo entrar con su acompañante cerrando la puerta tras ellas.

Luisa Malemba y Josefa Castro seguían de pie mirándose estupefactas ante el espectáculo de la muchacha recién llegada. Decidieron sentarse y esperar a que el médico hiciera su reaparición y las atendiera. Los gritos habían cesado y se escuchaba una respiración anhelante y a continuación un suspiro y un quejido de satisfacción. Media hora después las mujeres salieron sonriendo como si en el interior del consultorio hubieran encontrado la dicha. Con el tiempo Josefa Castro se enteraría que la jovencita, que llegó con un “ardor de pasión”, fue aliviada por el médico haciendo que la compañera de la histérica metiera dos de sus dedos en la Madre de la fogosa untados en un suave aceite, y la 182

frotara hasta que alcanzara el éxtasis. A muchas de sus pacientes las curó de esta manera.

A solas, con Luisa Malemba frente a él, ya que no permitió la entrada de Josefa Castro, el doctor Méndez Nieto le dijo que el próximo domingo asistiera como de costumbre a misa de cinco de la mañana. A la salida, unos seis hombres que ya estaban dispuestos, en una acción muy rápida inmovilizarían a los dos negros que no opondrían ninguna resistencia y se dejarían golpear en la cabeza con bastones; a la negra Josefa, que no estaba enterada de nada, la atarían y amordazarían dejándola en una de las oquedades de las murallas. A tí Luisa, te sacarán de la ciudad, y por la noche, unos cimarrones te trasladarán a los palenques. El plan, aparentemente era sencillo pero riesgoso y de mucho peligro puesto que si descubría a los implicados, el inquisidor desataría toda su ira de venganza sobre ellos y muchos podrían morir empezando por los dos negros sobornados. Falta que tú aceptes Luisa, y todo quedará dispuesto para el domingo al terminar la primera misa. El padre Claver detendrá unos minutos la salida presurosa de los feligreses, pero en cambio ustedes deberán escurrirse casi a las volandas para que lo planeado no se malogre.

-Lo que no entiendo doctor Nieto, es porqué de pronto aparecen tantas personas en Cartagena preocupadas por mi bienestar. ¿Y quién les ha dicho a esas personas que yo podría encontrarme mejor en los palenques que al lado de los inquisidores donde todo lo tengo? ¿No se han detenido un instante a pensar esta última posibilidad? El problema de ustedes los blancos, doctor Nieto, es que hasta para hacernos un supuesto bien, nos siguen tratando como a esclavos pues lo que pensemos o sintamos los tiene sin cuidado. Nos disponen y se acabó, escuchó el buen Méndez Nieto en perfecto español la voz suave y acariciante de la joven negra que lo obligó a asumir un silencio de culpa pues entendía que tenía razón, y que antes de fraguarse su destino, debió ser consultada. Estaba en lo cierto su amiga Eleonora de Orgaz cuando decía de ella que era muy inteligente y rebelde. La ciudad estaba 183

enterada que jamás cedió al encanto de seducción de Mañozca, ni al boato en que la mantenía, por eso protestaba al percibir que no era tratada con respeto cuando de ella disponían otras personas sin tenerla en cuenta para satisfacer sus muy personales y particulares intereses pues lo único que querían, aún a riesgo de poner en peligro varias vidas, incluyendo la suya, era molestar al inquisidor que sabía empezaba a ser odiado en Cartagena de Indias. Escúchame Luisa: no niego que tengas fundamento en lo que afirmas, pero no es momento de remilgos. Ya sabemos que no has querido someterte a los desvaríos de Mañozca y que lo cuestionas por su persecución a los habitantes de Cartagena, pero principalmente a los negros esclavos. Además, te acabo de decir que el plan se efectuará si estás de acuerdo, pues la idea no es dejarte en los palenques ya que sabemos te has acostumbrado a una vida de princesa. En un corto tiempo te sacaríamos hacia Cuba con un documento de libertad y dinero suficiente para que allá montes un negocio y vivas de él. El palo no está para hacer cucharas y las decisiones deben tomarse sin mayores dilaciones puesto que las cosas se complican cada día que pasa y el tiempo juega en contra de nuestros propósitos. En caso que no quieras evadirte de las garras del inquisidor, de inmediato doy aviso a las personas implicadas para suspender las acciones, pero te suplico por la vida de esas personas y la mía, que mantengas en absoluta reserva lo que se te ha dicho. Esta vez fue la joven Luisa Malemba quien permaneció por unos segundos en un silencio reflexivo. Méndez Nieto la observó durante este brevísimo tiempo y se dijo que le sobraban motivos a Mañozca para estar prendado de la esclava: era hermosa, tenía personalidad y de su interior dimanaba una fuerza voluntariosa que le sumaba encantos a su belleza exterior.

-No se preocupe doctor Nieto, quiero liberarme de la opresión de los inquisidores y de la de todos los blancos. Estoy de acuerdo con mi huida hacia los palenques de donde no querría salir sino 184

para África a reencontrarme con mi pueblo. Si esto no es posible, prefiero quedarme allí.

-Esto último que me pides lo veo muy complicado Luisa, pero no imposible. Lo único que te puedo prometer es que tu deseo se lo comunicaría a las personas que tienen la voluntad, el poder y el dinero para lograrlo. Yo soy un pacífico mensajero en toda esta maquinación. Voy a serte ferozmente franco y te diré que personalmente me da lo mismo si te vas o te quedas con los inquisidores, en los palenques, o te vuelves a África. En realidad el médico Méndez Nieto, estudiante en sus años mozos de la universidad de Salamanca, nunca tuvo un discurso justiciero frente al atropello que se cometía con los negros. Su mundo y su pasión eran la medicina y las mujeres cómo género, a quienes prestó toda la atención en medio de una sociedad regida por el pudor y la vergüenza, el honor y el deshonor.

185

Nunca se supo quién tuvo la torpeza de intentar tapar la boca a la esclava Josefa Castro el día anterior al domingo en que se tenía todo listo para secuestrar a la joven Luisa Malemba con el fin de arrebatársela al inquisidor Mañozca e internarla en los palenques de donde jamás podría sacarla.

La muy astuta fingió que estaba de acuerdo con la propuesta que le hacían recibiendo una buena cantidad de dinero. Por la noche se lo informó al religioso que permitió que los confabulados continuaran en sus propósitos bellacos de robarle la esclava de la cual estaba perdidamente enamorado. De esta manera armó un tinglado para sorprender a los perversos cuando se hallaran en plena operación, sin que tuvieran la menor posibilidad de negarlo.

La noche y madrugada de ese sábado para amanecer domingo, tuvo sin pegar el ojo a varias encopetadas señoras españolas artífices de toda la organización que se llevó a cabo para lograr el rapto de la esclava y de esta manera darle un bofetón al orgullo y sentimientos de Mañozca. Sabían que meterse con el poderoso fraile las tendría a las puertas de muy graves problemas que ni siquiera su enorme poder económico y linaje de cuna las eximirían de ser perseguidas, enjuiciadas, y de ser posible condenadas por lo menos al destierro de Cartagena de Indias donde tenían sus vidas pensadas y establecidas hasta el fin de sus días. Si eran descubiertas, incluso seguir respirando, dependería del terrible Mañozca. Esa misma noche el padre Claver maceró más encarnizadamente sus espaldas con las disciplinas. 186

Entre las sombras nocturnas el médico Méndez Nieto, torturado por los más tenebrosos presagios, envejeció varios años en unas pocas horas atrapado en su propio infierno. Al amaneces se vació un aguacero sobre la ciudad que parecía desbaratar los planes de los conspiradores. Pero media hora antes de las cinco de la mañana escampó y se congregaron en la capilla del Colegio los asiduos visitantes a la primera misa del domingo que celebraba el padre Claver.

Ni Luisa Malemba ni Josefa Castro se acercaron al confesionario. La primera tenía una expresión de absoluta sumisión y de rodillas rezaba humillada ante la potestad de Dios. Su cuerpo expresaba una incondicional resignación y acatamiento. En apariencia no quedaba en ella vestigio alguno de su indomable carácter. Josefa Castro en cambio miraba de manera socarrona lo que ocurría a su alrededor como si esa expresión fuera el preludio de la proximidad de un espectáculo que la divertiría muchísimo. Si no se hallara enterada de lo que estaba a punto de suceder, el abandono que mostraba la niña por la que sentía cariño la hubiera preocupado pues la prefería altiva y orgullosa, tal como era su condición, y no doblegada como se presentaba en estos instantes. Admiraba en Luisa lo que ella jamás pudo tener: amor propio. Nunca se quiso. Pensaba que este estado del alma lo propiciaba bien pronto el herraje con que los marcaban: no se pertenecían. Ni sus cuerpos ni sus almas eran de ellos, correspondían a los blancos en su condición de esclavos. Con sus cuerpos hacían lo que querían, desde poseerlos con el sexo, hasta venderlos o asesinarlos. Y el alma se la reemplazaban por una totalmente diferente: otro idioma, otros dioses, otras costumbres. Los fuertes como Benkos Bihojó y Luisa Malemba lograban ser libres aun cuando estuvieran encadenados. Nada los sometía. El inquisidor jamás la maltrató físicamente, pero le hizo algo peor, la desdeñó y de esta manera fracturó el poco respeto que sentía por sí misma. Ella no lo ignoraba, y aún así, se enamoró de su verdugo afectivo. La misa estaba por terminar y Luisa Malemba poniéndose de pie le hizo una seña a Josefa Castro para que buscaran la salida.

187

Ya en el exterior las dos mujeres y sus escoltas tomaron una callejuela llamada del Cabildo, muy estrecha y empedrada, que las llevaría más pronto a las casas de los inquisidores. A esas horas, seis de la mañana, la ciudad aún dormía. De un callejón, donde desembocaba la calleja, surgió en forma inesperada un grupo de seis individuos que atacó a los dos custodios de las mujeres, pegándoles fuerte en el cráneo con palos cortos, gruesos y redondos. El ataque fue rápido y certero. Bastó un solo golpe a cada uno para que cayeran abatidos a las duras piedras. Mientras esto ocurría, otros dos sujetos se encargaron de amordazar y atar a ambas mujeres y echárselas a las espaldas. A los hombres, que aún permanecían desmayados en el piso, les amarraron las manos por detrás con fuertes sogas de manera que no pudieran librarse de ellas fácilmente. Los atacantes se devolvieron por la misma calle buscando las murallas, pero para su sorpresa, un piquete de soldados se les atravesó. Soltaron las mujeres para poder correr a toda prisa intentando escapar en la dirección donde se encontraban los individuos que habían golpeado, cuando otro grupo de soldados les cerró el paso.

El inquisidor, que ya en esos momentos sabía quiénes estaban comprometidos en el complot, había dado la orden para que no dejaran vivos a los atacantes que fueron abatidos por tiros de fusil, ni a los dos negros esclavos que acompañaron siempre a Luisa Malemba. Mañozca mandó a detener al médico Méndez Nieto y se atrevió con el padre Claver. A las mujeres les puso guardias frente a sus casas para que no pudieran evadirse ni comunicarse con nadie.

Sólo las intervenciones ante el Santo Oficio de la Inquisición por parte del gobernador Don Javier García Girón de Loaiza, y del obispo de Cartagena de Indias, Fray Diego de Torres Altamirano, pudieron calmar los ánimos del religioso, que pretendió iniciarles un auto de fe a los culpables de la ofensa. 188

A Luisa Malemba jamás le mencionó lo ocurrido. ¡Cómo si ella fuera inocente!

189

La tarde era gris.

Unos cuantos alcatraces revoloteaban sobre la mar en busca de peces para alimentar sus crías. La playa se veía desierta. Los negros se habían reunido por los lados de Getsemaní para llorar con cánticos y bailes la muerte del guerrero Benkos Bihojó que el día anterior fue ahorcado y su cuerpo desmembrado esparcido en los caños y pantanos por los soldados para que no fuera hallado por los cimarrones. La cabeza, según mandato de la gobernación, sería expuesta ocho días ensartada en la punta de una lanza para escarmiento de sus seguidores. En los palenques no cesaban de retumbar los tambores desde el mismo momento en que se pregonó la sentencia a muerte una semana atrás. El padre Juan Pedro Claver Corberó, jesuita que lo asistió en sus últimas horas, recorría cabizbajo las playas desoladas. Fueron su mejor refugio en esa tarde de domingo, después que cumplió con el deber de celebrar las misas de la mañana.

Hasta último momento Benkos conservó su altivez sin amilanarse un instante con la proximidad de la muerte. No aceptó confesarse ni arrodillarse ante Claver, pero a cambio, estrechó entre las suyas las manos del sacerdote en el momento en que le pusieron la soga alrededor del cuello. ¿Te arrepientes de todo lo que hiciste Benkos? , recuerda que le preguntó.

Benkos tardó unos minutos en responderle. Tenía miedo pero no lo demostraría. Miró el cielo que aún se conservaba azul a pesar que las lluvias estaban próximas. Amaba ese cielo azul sin nubes, al igual que el azul del mar cuando estaba sosegado. 190

¡Amaba el color azul!

Vivió enamorado de una española rica, poseedora de unos enormes y azules ojos como el color de ese cielo que flotaba encima de su cabeza. Jamás supo su nombre ni lo quiso preguntar. Era alta, esbelta. Su caminar se parecía al cimbreo de las varitas de chupachupa. Ondulante como el vaivén de las olas cuando el mar estaba en calma. Cuando la veía venir, hubiera querido tener mil ojos para beberse esos ojos que iluminaban el día, beberse su piel pálida, sus labios temblorosos y rojos como las uvas playeras, y su cabello dorado donde se escondía el sol. El cielo de su África no tenía ni la brillantez ni la intensidad del cielo del Corral de Piedras. Ya en este instante no sabía si hubiera querido regresar a sus planicies donde cazaba majestuoso el león. Su vida y su alma estaban en esa Cartagena que en contados minutos lo asesinaría. Tuvo una buena vida, pensó, a pesar de todas las vicisitudes de la esclavitud de la que pudo librarse por su espíritu indómito que no admitió las cadenas ni los amos un solo instante. Poseyó muchas mujeres y dejaba un buen número de hijos. Fue el rey de la Matuna una gran cantidad de años con sus lluvias y sus soles. Le hizo la guerra a los blancos derrotándolos la mayoría de las veces que se enfrentaron. En el combate no sentía miedo porque con sus armas en la mano se creía invencible protegido por los espíritus de sus antepasados. Pero amarrado como una res, tal como lo tenían listo para colgarlo, se sentía impotente como un niño. Paseó la mirada por la multitud que en su mayoría eran gentes de su color obligados a presenciar su muerte para que sintieran desasosiego y el ánima se les escurriera por entre la cobardía. Pero él era un convencido que muchos de ellos seguirían su ejemplo y continuarían combatiendo a los españoles hasta que fueran completamente libres. Entonces miró fijamente al sacerdote respondiéndole: - Si en este punto tuviera que arrepentirme Pedro, mi lucha no hubiera valido la pena. Lo único que quería era la libertad de mi pueblo, y volverme con él a África de donde nos obligaron a salir 191

porque ustedes tienen mejores armas. Ni si viviera veinte vidas y me ejecutaran las mismas veces me arrepentiría, por el contrario, esas vidas me alcanzarían para conseguir la liberación de mi gente humillada. Adiós padre Claver, cuida a mi pueblo negro. Protégelo del horror de tu pueblo blanco y de la indiferencia de tu Dios. Ahora sí, mi espíritu regresará a la tierra de mis semejantes de donde nunca debió salir. Dicho esto miró por última vez a Francisca Angola y a su hijo Benkos Bihojó que se hallaban presentes.

Él también lloró y continuaba llorando la muerte del rebelde. En el fondo de su alma siempre le dio la razón a Benkos y a los negros que huían a los palenques. Presenció el trato más infame para con los esclavos. Como decía el padre Alonso de Sandoval: “Son sus amos con ellos más fieras que hombres”. La crueldad de los traficantes se ensañaba con más brutalidad y los únicos momentos en que los cuidaban eran los días previos a la venta para que el precio no se bajara y las ganancias fueran exorbitantes. Entonces los alimentaban mejor para engrosar sus carnes pues en muchas ocasiones llegaban cadavéricos. Los aseaban y los lustraban con aceite a fin que la piel no se viera arrugada y aparentaran juventud y lozanía. Se sentía cansado y en ocasiones derrotado. No hubo súplicas que no agotara ante la Santa Inquisición y el gobernador García Girón, el mismo que un año antes condecoró a Benkos con una medalla al heroísmo que colgó de su cuello por el valor mostrado en su lucha contra los piratas. Todo fue inútil y lo asesinaron. No fue posible ablandar sus corazones. Si cedemos, padre Claver, la rebelión será general y seremos nosotros quienes nos convertiremos en sus esclavos, le respondió el gobernador. Mañozca ni siquiera quiso escucharlo. En ocasiones deseó tener un mosquete en sus manos y dispararle a la cara a ese maldito asesino que se hacía pasar por venerable y despellejaba a los esclavos y a los negros libertos caídos en desgracia. Jamás supo lo que era la piedad. Se quedó en la ciudad únicamente para presenciar la muerte de Benkos a quien odiaba con tal 192

encarnizamiento que nadie supo los motivos. Era algo personal. Él ordenó el descuartizamiento del cadáver. Su animadversión se perpetuó más allá de la muerte. Días antes había hecho matar a látigo a la chiquilla Luisa Malemba por no acceder a sus pretensiones. Tenía lista su partida en un barco que zarparía unas pocas semanas después de concluida la ejecución de Benkos, luego que bajaran del patíbulo la cabeza y la arrojaran a un caño como cualquier desperdicio para que se la comieran los gallinazos. Ese día la Cartagena blanca respiraría aliviada.

Sumido en sus pensamientos Claver no escuchó ni sintió llegar a Isabel Folupa que venía llamándolo a gritos, ahogados por el rugido del mar que empezaba a encresparse, y por los chillidos de un tropel de gaviotas que escandalizaban el atardecer. Cuando estuvo a su lado se percató de su presencia. Se sobresaltó. ¿Sucede algo Isabel Folupa?

No padre, es que tengo rato de estar corriendo y gritándole. Claver se ha detenido. ¿Me necesitas para que asista a alguien? Si padre, a mí. Vengo a suplicarle que no permita que me vendan a la señora Eleonora de Orgaz que me enviaría a una de sus haciendas.

Eso no lo determino yo, mujer, es el padre rector del Colegio quien toma la decisión. Suplícale a él pero estoy seguro que el compromiso está concluido y en uno o dos días marcharás a casa de tu nuevo amo. La joven esclava Isabel Folupa se arrojó a los pies del religioso abrazando sus piernas y besando sus sandalias mientras gemía y repetía que no permitiera que la sacaran del Colegio. Con bastante dificultad, y algo conmovido, el padre Claver logró desprenderse del apretón histérico de la mujer que terminó tendida en la arena desde donde empezó a gritar que no dejara que la vendieran pues necesitaba verlo todos los días y servirle. Yo lo amo mucho padre y lejos de usted me muero. 193

¡Compórtate Isabel porque de lo contrario me veré obligado a azotarte! Haga conmigo lo que quiera pero no me venda padre.

Hundió el rostro en la tierra y siguió llorando. El padre Claver, con el semblante descompuesto continúa su andar por la playa. Padre, Padre, sigue escuchando los alaridos de la joven que lo llaman con desesperación. Isabel Folupa, la esclava que el padre Pedro Claver rescató de un barco negrero cuando era una niña moribunda, se rinde ante la evidencia que será arrancada del lado de ese ser maravilloso por el cual sigue respirando. Lo ve alejarse con su sotana desgastada y su espalda encorvada por el sufrimiento. Entonces, sin que en su mente se suceda otro pensamiento, empieza a adentrarse en el mar entre el chillido de las gaviotas, hasta que desaparece por completo en sus aguas turbulentas.

El religioso, sin percatarse de lo que está ocurriendo a sus espaldas, continúa su camino con el rostro anegado en llanto.

194

El inquisidor Juan de Mañozca se sumergió en un mutismo y aislamiento luego de la ejecución y descuartizamiento del esclavo rebelde Benkos Bihojó. Por primera vez se apareció en público sin sus armados acompañantes, paseando al atardecer por las playas con gesto perplejo.

Evitaba los actos oficiales y no se le volvió a ver por las noches merodeando allende las murallas, o en orgías por el barrio Getsemaní. Aun cuando aparentemente sus superiores lo felicitaban por sus éxitos promocionándolo al Tribunal de Lima en el cargo de Visitador de la Audiencia de Quito, su vida la percibía solitaria. Su permanencia como clérigo de la Inquisición se fundamentó en perseguir y castigar. Nunca obtuvo el respeto y reconocimiento de nadie, la gente le temía y odiaba, y él lo sabía.

La linajuda dama Eleonora de Orgaz pretendió arrebatarle mediante un plan urdido con otras señoras, y la complicidad del médico judío Méndez Nieto, a la esclava Luisa Malemba. Al fracasar estruendosamente el propósito delatado por Josefa Castro, que no pudo ser sobornada, estuvo a punto de instaurarles un auto de fe, pero los peces eran muy gordos sobre todo las señoras, y solo consiguió hacerles pasar un buen susto. Con dolor en el alma hizo despellejar a latigazos a la mujer de la que se había enamorado y tres meses después no lograba olvidar. Pronto partiría para el Perú y dentro de sus planes estuvo llevarse a Luisa Malemba como una de las esclavas a su servicio. Lo humilló en reiteradas ocasiones rechazando el amor que le ofrecía sin condiciones. “Si no quieres meterte en mi lecho no lo hagas, le decía, yo esperaré paciente para cuando lo desees”. Ella 195

nunca accedió. “Me puedes tomar por la fuerza si quieres, pero al único hombre que le entregaría gustosa mi virginidad sería al guerrero Benkos Bihojó”.

Jamás supo si se lo decía por agraviarlo o porque de verdad estuviera enamorada del maldito sedicioso al que vio una o dos veces y muy fugazmente. Ahora pensaba que por ambas cosas. “Si no eres mía no serás de nadie”. La hizo azotar hasta que dejó de respirar.

- Pensó entonces que podría recobrar la tranquilidad y fue peor. Se la encontraba en todos los rincones de la casa mirándolo con sus ojos aflorados de melancólicas sabanas africanas. “Tienes el látigo pero no la razón y menos un corazón con el que me puedas amar”, le dijo una noche en que ahíto de vino se quedó dormido en una mecedora del balcón. Se despertó sobresaltado, bañado en sudor y picado de mosquitos. “Maldita perra que ni muerta me deja en paz”.

¿Cuál poder? ¿El de despellejar a látigo a la mujer que amó? Estaba lleno de odio, pero ahora entendía que su odio era contra sí mismo. ¿Odiar a Claver porque era bueno? ¿Odiar a los esclavos porque eran negros? ¿Odiar a Benkos Bihojó porque era valiente y lo único que quería era liberar a su pueblo y volverse con él a África? ¿Odiar al médico Méndez Nieto que tanto bien hacía con su medicina por el hecho de ser judío?

Se tomó la cabeza con ambas manos y la sacudió a los lados como espantando tormentos. Si tuviera ánimos se iría donde la Cantora y se pudriría en el pantano. Dentro de unas semanas o meses partiría para Lima y se olvidaría de todo. Aquí quedaban vagando las almas de Luisa Malemba, Benkos Bihojó, Colón Balboa, y muchos otros negros y blancos, entre hombres y mujeres a quienes hizo ejecutar, y los que mandó a matar o él mismo asesinó sin la oportunidad siquiera de un juicio perverso. Todos ellos lo miraron a los ojos antes de morir y sabía que jamás podría olvidar esas miradas interrogadoras más que suplicantes. ¡Luisa Malemba!

196

La última noche que pasaron juntos se desataba una tempestad en los cielos. Él acababa de llegar de la cárcel donde estaba prisionero Benkos Bihojó al que trató de convencer para que se humillara ante él y de rodillas le suplicara que le permitiera seguir viviendo.

El altivo guerrero le escupió la cara, y Mañozca fuera de sí, personalmente le propinó tal cantidad de azotes con un látigo de tripas de buey despedazándole las espaldas hasta dejarlo inconsciente. Sin siquiera secarse le pidió a Josefa Castro que le sirviera vino. ¿Y la cena amo? Vino, Josefa.

Luego que la mujer le hubo puesto una enorme garrafa de vino sobre una mesa auxiliar que permanecía al lado de su poltrona favorita, y servido en una hermosa copa de cristal tallado, le dijo: Luisa Malemba quiere verlo amo. No le respondió. Se sacó las zapatillas que chorreaban agua y le ordenó a la esclava: llévatelas y tráeme algo para calzarme. ¿Y el resto amo? ¿Por qué no se lo quita y le traigo ropas limpias para que se cambie las que lleva puestas que están enchumbadas? Se la quedó mirando con ojos en donde emergían además del invierno la tristeza: serías una extraordinaria esposa Josefa: - Si me fuera permitido me casaba contigo.

No me puede desposar señor, pero yo sí podría ser su esclava por siempre, le respondió Josefa con un suspiro extenuado por donde se escurrió todo el amor que por él sentía. Le puso ropas frescas sobre la cama.

Se desnudó frente a ella con la inocencia que podría hacerlo un pequeñín ante su madre. ¡Somos tan vulnerables Josefa!, exclamó. La mujer, que le entendió más por el gesto que por las palabras, tomó resignada las ropas y las llevó al sitio donde se lavarían de lodo y prácticas perversas. En el patio avizoró con más intensidad el aguacero que se desgajaba sin ninguna compasión sobre la ciudad. El rugido del mar, soliviantado por todos los demonios 197

de la noche causaba temor. Se santiguó y volvió a los aposentos del inquisidor. Lo encontró vertiendo vino en la copa que había desocupado. Se paró frente a él sin quitarle la mirada logrando llamar su atención: no se me ofrece nada más Josefa, por lo pronto. Me he quedado sin respuesta a la pregunta que le hice, mi señor, le dijo Josefa sin inmutarse.

-De que se trata…recuérdame, le respondió haciéndose el desentendido cuando la verdad es que esperaba ansioso a que le repitiera la pregunta. ¡Que si puede recibir a Luisa Malemba señor! - ¿Qué quiere de mí esa serpiente?

-No lo sé mi señor, me dijo que necesitaba verlo.

-De manera que necesita verme. Pero antes Josefa, manda a buscar al capitán Francisco López Bueno y al esclavo Manuel Celis, cuando estos dos hayan llegado, haces pasar a la negra. Quiero que estés presente porque solamente confío en ti. Francisco López Bueno era el jefe de las cárceles de la Inquisición. Hombre sombrío y cruel, dispuesto a todo con tal de llegar a donde se proponía. En sus sueños delirantes se veía gobernador de Cartagena de Indias. Era socio del inquisidor Mañozca en el contrabando de negros que arribaban por las noches en naves fantasmas que atracaban en playas apartadas para no ser descubiertas.

Manuel Celis comandaba los esclavos de Mañozca, incluyendo a los de su guardia personal sobre los que tenía poder absoluto. Lo había convertido prácticamente en un asesino a sueldo, pues a pesar de ser esclavo, el señor inquisidor le tenía asignado un nada despreciable salario con los dineros del tesoro público. Cuando estuvo a solas tomó la garrafa de vino por el gollete y se la empinó bebiendo como un fauno sediento.

Sus días en esa Cartagena de pestes y calores insoportables se encontraban próximos a expirar. Once años largos estuvo 198

esperando a que llegara este momento, y ahora que estaba a las puertas de su partida se sentía adolorido. Nunca se encontró a gusto en el “Corral de Piedras”, como llamaba Benkos a la ciudad, asediada permanente por los piratas, las brujas y los demonios. Su permanencia allí le sirvió para acumular una fortuna y complacerse con el sexo de una cantidad de negras esclavas y libertas. Sabía que además de los muertos, dejaba un buen número de hijos mulatos por los que no sentía el menor afecto, por el contrario, podían arrojarlos todos al mar y a él le daba lo mismo. Únicamente por Josefa Castro se compadecía su pétreo corazón. Le concedía unos dineros y la carta donde le otorgaba la libertad. Si después de su partida, Cartagena se hundía en el mar con todos sus negros y murallas, le hubiera sido indiferente. ¿A qué sentir ahora tristeza? Sus elucubraciones se vieron interrumpidas por un tropel de voces y el rebotar de pasos en las baldosas. Casi de inmediato se hizo presente en su dormitorio Josefa:

-Las dos personas que mandó a buscar lo esperan en el salón donde recibe las visitas más íntimas mi señor, le dijo. - Ve por la descastada y condúcela hasta allá.

Cinco minutos después todos los convocados se hallaban reunidos: los dos visitantes y Luisa Malemba. Venían de las profundidades de la noche y chorreaban parte del agua que se desgajaba del cielo. Ella estaba asustada y los dos hombres sorprendidos, en cambio los ojos de Josefa Castro, que durante más de diez años aprendió a conocer el alma del inquisidor, presagiaban la catástrofe que se avecinaba. -Te escuchamos, le dijo el inquisidor a la joven que temblaba de frío y de miedo.

-Lo que quiero decirle señor debe ser sin testigos, logró susurrar la atemorizada mujer.

-¿Accedí a recibirte y ahora me pones condiciones para atenderte? Habla o lárgate a tu madriguera.

199

Luisa Malemba mira en todas direcciones como buscando comprensión en los presentes para que la dejen a solas con el inquisidor Mañozca, pero lo que encuentra es la sonrisa burlona de los dos hombres y el silencio cabizbajo de Josefa Castro que no se atreve a mirarla a los ojos para no delatar la angustia que le carcome las tripas porque presiente que la pobre chiquilla será víctima esta misma noche de la furia del inquisidor, por algo se encuentran allí los esbirros.

Sobreponiéndose a su miedo, Luisa Malemba, con movimientos nerviosos, se acerca muy despacio hasta Mañozca. Todos se están de pie puesto que no han sido autorizados a sentarse. Cuando se halla a un paso del hombre que le causa espanto pero que enfrenta, se tira al suelo de rodillas y tomando sus manos le dice:

Te ruego señor que liberes a Benkos Bihojó. Yo seré tu esclava absoluta para la vida y para la muerte, pero libera al guerrero que ningún mal te estaba haciendo, ni a ti ni a nadie. Acuérdate que el año pasado ayudó a vencer los feroces piratas y el gobernador lo presentó como ejemplo de un buen patriota, eso fue lo que exteriorizó en su discurso cuando nos reunió en la Plaza Principal, todavía lo recuerdo muy bien. “Es un espejo en donde todos nos debemos mirar”, nos dijo. Los africanos nos encontrábamos muy orgullosos del valiente Benkos y sus guerreros por la defensa decidida que hicieron de la ciudad de Cartagena de Indias como si se tratara de su propia aldea. Benkos ya no batalla contra los soldados ni contra ningún español. Solo quiere vivir en paz y gobernar en sus palenques con nuestras leyes y costumbres africanas. No es malo que tengamos nuestros propios dioses, nuestro propio rito y nuestra propia forma de hablar y entendernos. Con eso no le hacemos mal a nadie. Por el contrario, vivimos más felices y trabajaremos con más ardor. Permítasenos mantener siempre presente a nuestra tierra que nos vio nacer y que nos dio todo lo que somos. Te lo imploro señor, ten piedad del aguerrido prisionero encerrado en las mazmorras. Todos sabemos que su orgullo le impedirá pedir clemencia. 200

Por alguna parte se colaba un chiflete de viento que zarandeaba la tormenta. Las llamas de los candiles que alumbraban la habitación se agitaban generando la sensación que los rostros de las cinco personas que allí se encontraban se transfiguraban. El agua que caía de los cielos seguía reventando el mundo y los truenos enfurecidos despedazaban el reposo de los hombres vivos y de los muertos. Después de unos minutos de silencio el inquisidor Mañozca se desprendió de las manos de Luisa Malemba que continuaban reteniendo las suyas, dio unos pasos por la habitación en actitud pensativa como si reflexionara la propuesta de la esclava, para finalmente mirar a Josefa Castro y a los dos hombres que había mandado buscar, y levantando los brazos como en una súplica les dijo: Ustedes lo han escuchado. La petición de la esclava no deja la menor duda, su vida por la del rebelde Benkos Bihojó. “Yo seré tu esclava absoluta para la vida y para la muerte”, me ha dicho en un arranque de sacrificio total por el esclavo insurrecto. Le admiro su capacidad de entrega, ella es muy valiente y su amor por el perro que se encuentra en las mazmorras es infinito: Su vida por la de él, ustedes la han escuchado. Entonces no hay nada más que hablar y procedamos. Traigan a la “heroína”, le ordenó a los dos sujetos que esperaban sus órdenes ansiosos de poderlas cumplir.

Caminaron por unos corredores de la segunda planta alumbrados por tímidos candiles hasta que hallaron la escalera que en un rellano se dividía en dos brazos, uno que se dirigía hacia el resto del primer piso para terminar a la entrada de la puerta principal, y otro que daba directamente a los patios traseros. Tomaron este último y con unos pocos pasos se encontraron en descampado. Allí se tropezaron con una especie de jardín dividido por un surco que hacía las veces de camino. Llegaron a una empalizada en madera que comunicaba con un inmenso patio poblado de árboles, flores, y arbustos. Detrás de ese patio se localizaba otro de iguales dimensiones donde estaban las barracas en las que dormían los negros al servicio del señor inquisidor 201

Juan de Mañozca. Despierten a todos los esclavos, les ordenó a sus esbirros.

En una exhalación más de treinta negros, entre hombres y mujeres de diversas edades se encontraron en los patios, algunos de ellos aún medio dormidos pero todos temerosos pues conocían las implicaciones que se sucedían cuando se les requería a la media noche y no obedecían con premura. Busquen teas y enciéndanlas, les ordenó el inquisidor. Unos pocos minutos después el inmenso patio devorado por las tinieblas era un destello de llamas que no se apagaban con el aguacero por la resina en que ardían. Siguiendo órdenes formaron un círculo con sus cuerpos dentro del cual se situó el inquisidor con la esclava Luisa Malemba. El fuego que se desprendía de los brazos negros iluminaba unos rostros contraídos por el miedo. Conocían ese ritual y sabían por experiencia que de allí no saldría nada bueno. Quiero que me escuchen con mucha atención, empezó diciéndoles Mañozca. Esta mujer que está a mi lado, Luisa Malemba, a quien ustedes conocen, es mi esclava. Pude hacer con ella lo que me viniera en gana. Sin embargo gasté tiempo y fortuna para lograr una verdadera dama porque la amaba y quería que fuera la compañera leal que gozara de todos los privilegios que le daban esa categoría. Pero, a más de rechazarme, no hizo otra cosa que insultarme todo este tiempo en que yo de torpe pretendí su amor. Josefa Castro, también aquí presente, es testigo de lo que afirmo. Esta noche de furia en el cielo, se presentó a mis aposentos pidiéndome que ponga en libertad al cimarrón Benkos Bihojó que tiene aterrada a la población blanca y negra de Cartagena, a cambio ella me entrega su vida si es necesario. Yo sigo amando a Luisa Malemba pero ya no la quiero conmigo. Prefiero hacerles a ustedes otra propuesta que reemplazaría la de la esclava. Si ustedes me piden que Benkos Bihojó vaya a la horca, yo, a todos mis esclavos que en este instante me acompañan, les doy credencial de libertad apenas amanezca, y unos dineros para que ya libres se conviertan en regatones o gateras vendiendo mercancías en las plazas de mercado. O continúan siendo mis 202

esclavos y me los llevo para el Perú y libero de la cárcel a Benkos, tal como me lo solicita Luisa Malemba. Ustedes deciden. Centellas y relámpagos causaban temor entre los negros tanto como el inquisidor. El agua calaba sin misericordia. Se removieron y principiaron a mirarse unos a otros con alguna timidez al principio, para empezar a hablar entre ellos pasados los primeros instantes de sorpresa. El círculo de antorchas se disolvió amontonándose a una cierta distancia del inquisidor y sus acompañantes. Mujeres y hombres discutieron con exaltación unos minutos en altisonantes voces africanas. Si el inquisidor se los llevaba los separaba de sus familias para siempre y este era el peor castigo a que podían someter a un negro esclavo. Concluidas sus deliberaciones volvieron a conformar el redondel de fuego. ¿Tomaron una decisión?, les preguntó el inquisidor Mañozca que comenzaba a impacientarse.

Un hombre alto, más bien delgado, quizás el más viejo de todos los esclavos, se adelantó unos pasos respondiéndole sí mi amo. Por cuenta nuestra Benkos Bihojó puede morir. Nunca hemos ganado nada con sus bravuras, por el contrario, a los esclavos nos dan peor trato por su culpa. Cada vez que puede nos instiga a que huyamos a los palenques, ¿pero es qué acaso en esos pantanos viviremos mejor que acá? Muchos se han devuelto porque en ocasiones no encuentran siquiera que comer. Esta es nuestra voluntad. Pero Benkos Bihojó les predica que allá serán libres, les volvió a insistir el astuto clérigo para corroborar la determinación de sus esclavos. Una libertad con miedo de volver a ser apresado y muerto, o esclavizado, no es libertad, mi amo, le respondió una negra joven y voluminosa. ¿Cómo te llamas esclava? María Embondo, señor. Llegarás lejos, María Embondo, le respondió sonriendo Mañozca.

203

Bien, que no se hable nada más, tomen a Luisa Malemba, átenla a un árbol y azótenla hasta que muera. Mañana serán libres tal como se los prometí. Con pasos rápidos el inquisidor Juan de Mañozca abandonó los patios seguido de la esclava Josefa Castro adentrándose en sus aposentos. Seguía lloviendo sobre Cartagena de Indias y las sombras de la noche empezaron a ser hendidas por desgarradores gritos de dolor.

La negra esclava Luisa Malemba con sus súplicas determinó y adelantó la sentencia a muerte del abominado insurrecto y la suya. En los próximos días lo haría ejecutar y descuartizar, pensaba el inquisidor Mañozca, mientras se empinaba la garrafa de vino y Josefa Castro se desnudaba ante él por si necesitaba sus servicios.

204

LA HOGUERA DEL INQUISIDOR

Un año después de ocurridos los anteriores acontecimientos, el padre Juan Pedro Claver Corberó, y el inquisidor Juan de Mañozca y Zamora, que todavía continuaba en el Corral de Piedra, volverían a encontrarse por última vez como si un destino ineluctable los reclamara en la tragedia. El 13 de marzo de 1622 en Cartagena de Indias, se llevó a cabo el primer auto de fe con sentencia a morir en la hoguera, y que sería recordado por mucho tiempo dadas las características del personaje condenado, un inglés cismático y hereje que dejó pasmados a los asistentes el día de su ejecución. El procesado, Adán Edón, fue conducido al cadalso cuando todo estuvo dispuesto para la causa.

Encabezaban el cortejo los inquisidores Mateo de Salcedo y Juan de Mañozca, el fiscal Francisco de Bazán, el notario Luis Blanco de Salcedo, y el calificador Andrés de San Pedro. Les seguían en su orden la compañía del presidio de piqueros y arcabuceros; doce caballeros de la más alta nobleza blandiendo bastoncillos de ébano; lo mejor de la Armada con toda su intrepidez y gallardía: quince capitanes, veinte hábitos, ocho gobernadores, dos generales, dos almirantes, y un grueso número de oficiales reformados y caballeros. El gobernador de la ciudad llevaba el estandarte, la punta derecha la sostenía el general Tomás de la Raspuru, la izquierda Fernando de Sossa, general de la Nueva España. Las borlas las portaban otros dos caballeros. Los cinco vestían hábito.

207

El séquito se hacía interminable: la clerecía en su totalidad, encabezada por los hermanos de San Juan de Dios, le seguía la Compañía de Jesús, la orden de Nuestra Señora de las Mercedes, la de San Agustín, la de San Francisco y la de Santo Domingo. Vestían sobrepellices y traían velas de cera blanca encendidas. La cruz verde, que era alumbrada por sujetos con hachas iluminadas, estaba enlutada con velo negro que simbolizaba el dolor y la tristeza que embargaba a la Santa Madre Iglesia cuando era negada por sus hijos. La transportaba fray Pedro Becerra, reverendísimo padre comisario de San Francisco, de aspecto grave y probo, individuo con fama de virtuoso y letrado, con una moral a toda prueba que lo hacía merecedor de este reconocimiento. Iba revestido con capa blanca y lo acompañaban marchando a los lados dos calificadores de su misma orden. Este varón íntegro fue curado con mercurio de una sífilis por Juan Méndez Nieto cuando el médico estaba recién arribado a la ciudad de Cartagena de Indias. Su rostro aún conservaba algunas cicatrices de la terrible enfermedad que padeció.

La procesión, que concluía con las tropas de la Plaza, salió del palacio de la Inquisición, siguió por frente a la casa de gobierno, se encontró con la casa de don Pedro Duque, entró por la Calle de don Pedro Bolívar hasta la plazoleta de Santo Domingo. Continuó por las calles de las Damas, de la Compañía, de la Carrera, hasta entrar de nuevo a la Plaza Mayor donde se construyó el rimbombante cadalso de ciento ochenta pies de largo por ciento treinta de ancho para que cupieran adecuadamente el personal de la Santa Inquisición y lo más florido del clero, los militares, la administración, y la alta sociedad cartagenera que castigaría al hereje y se satisfaría con su muerte. Además, se levantó un tablado para los penitentes, con un altar fastuosamente ataviado, y en la cúspide un estandarte del Santo Oficio que consistía en una cruz entre un ramo de oliva y una espada desnuda a cuyo alrededor, dentro de un óvalo, estaba inscrito el salmo “exurge Domine et judica causam tuam” – “levántate, Señor y juzga tu causa.”

El pueblo, acudido en masa, se apretujaba curioso y fascinado por el espectáculo que se sucedía.

El condenado, vestido con su distintivo sambenito, arribó acompañado del padre Claver, custodiado por al menos diez soldados, unos de a pie y otros en briosos y acicalados corceles que piafaban impacientes encumbrando de orgullo a sus jinetes. La parafernalia estaba dispuesta.

Por otro lado de la plaza aparecieron unas treinta personas entre hombres y mujeres, blancos y negros, expuestos con sus respectivos capirotes y cucuruchos, escoltados por una docena de uniformados montados en impetuosos caballos. Estaban señalados por la Inquisición de diferentes delitos o faltas a la Santa Madre Iglesia, desde la blasfemia, pasando por frases heréticas, reniegos, superstición, hechicería, y hasta judaizantes y bígamos.

Cuando el alguacil mayor, don Mateo Ramírez logró acallar el murmullo de la multitud, el secretario de la Inquisición don Luis Blanco de Salcedo, se dispuso a dar lectura al actus fidei, o acto de fe, que consistía en hacer público el proceso de los acusados. A continuación tomó el juramento de fidelidad: primero a dos representantes del Rey de España arribados a la ciudad dos días antes para tratar con el gobernador la evasión en los almojarifazgos a cargamentos de negros que llegaban sin ningún control y de los cuales se había enterado el monarca. Luego a la administración, a los nobles, y por último a la multitud. Este golpe de espectacularidad penetraba profundamente en el alma de la población que se sentía aún más vulnerable y sus dudas o prevenciones hacia la Inquisición o hacia la Iglesia se disipaban por el temor reverencial de verse algún día sometidos a semejantes interrogatorios y escarnios que dejaban como mínimo la secuela de la cárcel y las torturas, y para otros el destierro, con la consiguiente separación de sus familias al ser confinados a las galeras, las multas, y en el mejor de los casos los azotes públicos. Después de recibir y escuchar al unísono este juramento que era la parte más importante de la totalidad del ceremonial, por su 209

gran significado y corolarios, venía un discurso moralizador que enumeraba las faltas y los enemigos de la fe católica y por ende de la Iglesia, la Inquisición y el Soberano de España y las provincias de las Indias. No se podía tener compasión o blanduras con las personas que atacaban la disciplina y las sanas costumbres de la sociedad, y el fin que se pretendía era lograr que percibieran y acataran la vida eclesiástica y con esto mantener a raya la incredulidad, la herejía y la perversidad que el demonio lograba en las mentes débiles o ambivalentes. Era imposible servir a dos amos a la vez: se estaba con Dios, la Iglesia y el Rey de España, o se convertían en sus enemigos. Los individuos acusados, que ese día hasta allí habían llegado, tendrían la ocasión de arrepentirse de sus menoscabos y abjurar de las falsas creencias que se instalaron en sus mentes y cuerpos. Concluido el largo discurso que fundamentaba la persecución a los transgresores de las normas virtuosas, el mismo secretario de la Inquisición don Luis Blanco de Salcedo, exigía la obligación de la retractación a los procesados advirtiéndoles previamente que era su última oportunidad para volver al seno de la iglesia y salvarse de la condenación a morir abrasados.

Cuando el predicador llegó a esta parte de la perorata, la Plaza Mayor se llenó de un silencio tan profundo que hasta los pájaros de los alrededores huyeron asustados muy lejos presagiando la muerte. Algunos de los asistentes sintieron en su corazón que se habían petrificado en el tiempo sin conciencia de pasado presente o futuro. Regresaron al instante que estaban viviendo cuando un tumulto de voces gritó que renegaban del demonio y de toda herejía que los hubiera poseído, suplicando el perdón de Dios Todopoderoso, y pidiendo a la iglesia con humildad que los tuviera de nuevo bajo su protección para purgar sus pecados a través de la confesión, la oración, y la penitencia.

El único de los implicados en deslealtades con los preceptos divinos que permaneció imperturbable fue el inglés Adán Edón. Ante este mutismo, el secretario de la Inquisición, don Luis Blanco de Salcedo, se dirigió a él con nombre propio: 210

Señor Adán Edón, la infinita bondad de Dios y de su madre María, la Santa Madre Iglesia, y el Santo Oficio de la Inquisición en su gran sabiduría y benignidad, quieren escuchar de sus labios el arrepentimiento de sus herejías renegando de su anglicanismo y reconociéndose hijo de la fe católica. ¡Arrodíllese y bese la imagen de María madre de Jesús!

Esta vez la gente tuvo conciencia de su silencio que se concentró a través de cientos de ojos que asistían ese atardecer de marzo a la ceremonia de relajación de un puñado de impenitentes en la figura altanera del rubio anglosajón Adán Edón.

Los balcones de las casas que rodeaban la Plaza Mayor estaban atiborrados de personas que tenían el privilegio de palcos de excepción, desde donde divisaban con toda comodidad los mínimos pormenores del ceremonial sin perder un solo detalle. Por ser un caso especial, el inquisidor Mañozca dispuso que al inglés lo tuvieran en la parte de la tarima que formaba una pequeña ele, la cual se hallaba aislada del resto del gran tablado. Abajo, en el piso de la Plaza, se tenía preparado una especie de mástil donde se ataría al condenado que no abjurara de sus infames apostasías, rodeado de suficiente leña que al ser encendida consumiría el cuerpo del desgraciado pecador. Como el inculpado permaneciera en silencio, el secretario don Luis Blanco de Salcedo repitió la pregunta en forma más breve: ¿Abjuras, obstinado pecador, de tu blasfemia perversa?

Esta vez la respuesta de Edón no se hizo esperar. Como no estaba atado se quitó el sambenito que cubría su rostro, lo tiró contra las tablas, lo pisoteó, levantó las manos al cielo y con algo de teatralidad atronó su vozarrón por encima de la multitud:

Tengo el orgullo de ser inglés y pertenezco a la iglesia luterana anglicana que ha protestado contra la superstición de adorar imágenes. No soy un criminal por el hecho de tener afianzados mis conceptos religiosos sobre los cuales no transigiré, porque sería como renegar de la patria o de la madre que nos trajo al mundo. Nos prosternamos ante la idea de un Dios Todopoderoso, pero 211

no ante otros hombres o íconos que nada dicen. Personalmente considero que hacerlo es uno de los estadios más primitivos de la mente, como venerar un elemento de la naturaleza, tal como lo hacían los prehistóricos pobladores del mundo. No resignaré mi concepción de un Dios único al que debemos adorar como ser insuperable y sobrenatural por encima de todas las cosas. Las efigies dejan un gran vacío en nuestro corazón porque terminan reemplazando nuestra noción de un ser Supremo. Un Cristo desnudo sobre una cruz, o una María llorando en una estampa, no pueden reemplazar ni captar la esencia de estos dos seres sublimes. Ese es el peligro de las láminas. Terminan mostrándonos un Dios que nada nos dice, como el becerro de oro. Por eso soy yo quién les pide a todos, clerecías y habitantes de Cartagena de Indias aquí reunidos, que sean ustedes los que renuncien a continuar adorando imágenes representadas en ilustraciones o de cualquier otra forma. Si me van a condenar a muerte en la hoguera estoy listo. Pero entre ustedes y los negros, o los brujos que invocan entidades oscuras, no hay ninguna diferencia. En esta ordalía no soy yo el enjuiciado, es Dios. Con estas comedias no hacen otra cosa que alejarlo más de vuestras mentes y vuestros corazones. Eso es lo que se consigue al reemplazarlo por efigies. Lo único que prueba esta persecución es que hasta de los dioses nos hemos olvidado. Y por eso sienten miedo, porque ustedes todos, tienen más miedo que yo. ¡Y lo saben! Al final, queda la feroz tristeza de las hogueras, y el olor de la carne chamuscada.

Silencio de sepultura. Todo se ha paralizado. Hasta el tiempo. Ese momento, esos hechos y esas personas no existen, no existieron, ni nunca existirán. Todo fue una alucinación, una pesadilla que alguien soñó. Dos personas de las trescientas o cuatrocientas que llegaron hasta la Plaza Principal a presenciar el auto de fe, son reales: quién habló, Adán Edón, y el venerable inquisidor de Cartagena de Indias y sus alrededores Juan de Mañozca, subdiácono graduado de bachiller en Artes en Méjico, y luego licenciado en Cánones en Salamanca. Su rostro usualmente áspero sonríe de manera imperceptible mientras observa con 212

mucha atención y sin sorpresas al arrogante inglés. Ya él lo conocía por los dos años largos que pasó en las mazmorras de la Inquisición donde no pudo ser doblegado ni por las torturas ni por las prédicas de los padres Claver y Rodríguez. Ambas fueron inocuas porque en realidad desde un principio aceptó su falta grave de no besar o arrodillarse ante la imagen de la Virgen María cuando era transportado de Cumaná a la isla de Margarita. Finalmente llegó a Cartagena de Indias la noche del 3 de julio de 1618. Su arribo fue azaroso pues una tempestad con vientos huracanados barrían la ciudad y el mar penetraba hasta las casas de un piso anegándolo todo mientras las luces de los relámpagos iluminaban el cielo y el estallido del trueno acobardaba los corazones más curtidos. Las aguas se elevaban hasta diez metros en olas gigantescas que zarandeaban la embarcación cual tablita arrojada a las aguas por un niño travieso. Los pasajeros, y algunos aguerridos marineros, entre ellos el capitán, se reunieron a rezar, menos el inglés Edón, prisionero que era conducido a Cartagena quien se apartó del grupo para no arrodillarse. Cuando la embarcación entró al puerto la tormenta había cedido.

Dos días después de su llegada recibió la visita del inquisidor Juan de Mañozca comunicándole la apertura del proceso que se le seguiría por blasfemar de la Santísima Virgen al no querer reconocerla en imágenes y rendirle culto como todos los adoradores de la fe católica. No hubo nada que probar, ya que desde el primer instante de este aviso el reo se mantuvo en afirmar que no se postraría ante estampas.

Al principio el padre Claver le solicitó a Mañozca que le permitiera visitar asiduamente al renegado Edón para convencerlo que su posición era errada y que por lo tanto eran herejías sus afirmaciones. Pero el tiempo pasaba y el inglés no cedía un ápice en sus creencias, razón por la cual el inquisidor recurrió a las diferentes torturas para hacerlo cambiar de parecer. Tampoco estas dieron resultados y de nuevo Claver, turnándose con el padre Rodríguez, su amigo y compañero de catequesis, 213

volvieron a la celda del obtuso prisionero que tenía una respuesta firme a las prédicas de los sacerdotes para que se retractara de sus manifestaciones impías.

La noche anterior al auto de fe el padre Claver la pasó completa con Adán Edón en un esfuerzo desesperado por conseguir su arrepentimiento y la sumisión a la religión católica, apostólica y romana, y que se salvara de la pira. Fue una larga noche de susurros, de silencios, de oraciones, de acaloradas discusiones en las que en un momento determinado el fraile perdió los estribos y le gritó que dejara de ser estúpido, que las imágenes eran símbolos para tener siempre presente a Jesús crucificado y venerar la grandeza y el dolor de la virgen María, su madre, que existiría por los siglos de los siglos. Que eso lo veía claro hasta uno cualquiera de los negros salvajes que él bautizaba y le enseñaba el catecismo. Que siendo Edón europeo, y una persona inteligente y muy culta, era imposible que algo tan sencillo no llegara hasta sus entendederas. El rubio anglosajón soltó la carcajada y le dijo que lo dejara dormir un rato pues empezaba a amanecer. Ya nada podrá salvarte del fuego aquí en la tierra, y en el más allá serás condenado porque te irás derecho al infierno desgraciado, le gritó el padre Claver mientras llamaba a la guardia para que lo dejaran salir de la celda. De todo esto se enteró el inquisidor y por eso sonreía sin quitarle la mirada al renegado.

Un remover de cuerpos comenzó a percibirse en la Gran Plaza vaciada de sonidos. Se escucharon voces que empezaban a expresarse con incredulidad por lo que le habían oído al hombre alto y rubio que ocupaba el sitial especial de los condenados, que en vez de arrepentirse de sus herejías lo que hizo con su arenga fue ofender la fe católica y todo lo que ella significaba. Poco a poco la multitud fue despertando de su letargo gritándole obscenidades y pidiendo que lo arrojaran lo más pronto a la hoguera. Entonces el secretario de la Inquisición, sin consultar con nadie, pues no necesitaba hacerlo, en forma casi tan teatral como la utilizada por el inglés, se dirigió al señor gobernador diciéndole: vuestra 214

excelencia, la Santa Inquisición ha cumplido con los designios divinos y humanos de juzgar e intentar perdonar a Adán Edón acusado de herejía. Hemos podido escuchar de sus propios labios la catilinaria contra nuestros dogmas. Hasta aquí llega la misión que se nos ha encomendado y hacemos entrega del reo a las autoridades para que se ejecute la sentencia. Que sea el brazo seglar de la justicia quien proceda.

¡A la hoguera! ¡A la hoguera!, gritaba la turba enfurecida y fuera de control. El gobernador, Don Javier García Girón de Loaiza se puso de pie. Era un hombre de elevada estatura, de unos cincuenta años de edad y estaba ataviado con vestidos de las mejores telas. En sus manos reposaba en esos momentos la más alta expresión de la justicia laica. “Amárrenlo al poste y enciendan el fuego”, les dijo a los soldados.

Cuando un piquete fue a cumplir la orden, Adán Edón los detuvo con un gesto: “Les ahorraré esfuerzo, enciendan la hoguera que yo entraré en ella sin que me obliguen, y les prometo que de mis labios no saldrá un solo lamento. No les daré ese gusto”. ¡Mentiroso, farsante!, le gritó la multitud. No tienes las bolas para hacerlo. ¡Enciendan la hoguera!, gritó el condenado.

Regaron aceite sobre la leña y alguien arrojó a la pira un pabilo encendido. Inmensas llamaradas rojas y azuladas subían al cielo en el anochecer de ese mes de marzo en la Plaza Principal de Cartagena de Indias donde se hallaba reunida una multitud ávida de presenciar un espectáculo espeluznante de muerte.

Entonces seiscientos o setecientos ojos se clavaron fascinados en la figura enhiesta de un hombre muy alto y rubio que con andar majestuoso bajó del cadalso y se metió entre las lenguas de fuego de una hoguera que ardía lujuriante debajo de unas tímidas estrellas que temblaban aturdidas. Tal como lo había prometido no se escuchó el más leve quejido, solo el crepitar lastimero de la leña seca. 215

El olor a carne quemada espantó a los perros que huyeron despavoridos buscando mejor aire para respirar. Al inquisidor Don Juan de Mañozca se le escurrieron las lágrimas.

216

La impresión de este libro se realizó en papel ecológico 90 grs. para páginas interiores y propalcote de 280 grs. para la portada con plastificado mate. Con un tiraje de 300 ejemplares. El libro LOS DEMONIOS DE CLAVER, del autor Carlos Enrique Colón Calado. El diseño y diagramación se realizó en la Editorial Universitaria - Sección de Publicaciones de la Universidad de Cartagena y se terminó de imprimir en el año 2015 en la empresa Alpha Impresores, en la ciudad de Cartagena de Indias, Colombia.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.