Los cinco sentidos de Raúl Ruiz

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Descripción

LOS CINCO SENTIDOS DE RAÚL RUIZ ANDRÉS CLARO

El Archivo Ruiz-Sarmiento fue creado el año 2013 por la Dirección del Instituto de Arte y el Sistema de Biblioteca de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso con el objeto de recopilar documentación y promover el conocimiento de la obra de la pareja de cineastas chilenos Raúl Ruiz (1941-2011) y Valeria Sarmiento. En la actualidad cuenta con un variado material manuscrito, bibliográfico y audiovisual, el que se encuentra depositado en una dependencia especial de la biblioteca del Instituto de Arte, donde puede ser consultado por artistas e investigadores.

No es el pudor que dejan años de amistad lo que me impide asumir la distancia propia de la teoría para abordar el legado artístico de Ruiz. Es sobre todo el hecho de que a Ruiz no le gustaban ni las canonizaciones de las estéticas oficiales ni las propagandas de las nuevas iglesias cinematográficas; mucho menos los funerales. Lo que le gustaban eran las celebraciones y los discursos de sobremesa —siempre en torno a una buena botella de vino, acompañada de una seguidilla de platos cuidadosamente preparados—, donde los vínculos inanticipables que imponía su erudición pantagruélica e imaginación desbordante obedecían a ese temple único que era el suyo, mezcla rara entre una inocencia casi infantil y una resistencia provocadora a las presiones del medio. Es ante este pathos creador de Ruiz, ante esta extraña superposición entre la prolongación de las actitudes espontáneas y gozosas de los juegos de la infancia y la intensificación de las actitudes de resistencia que los chilenos hemos inventado para sustraernos a las obligaciones que nos imponen la realidad y los otros, que se podría estar tentado a hablar de algo así como del ‘chiste chileno y su relación con el inconsciente cinematográfico’. No por concesión a la teoría psicoanalítica, por supuesto. Y es que si Ruiz leyó a Freud de niño bajo el equívoco de que se trataba de literatura erótica, el psicoanálisis era una de las pocas teorías que no era capaz de tomar serio —o sea, en broma—, y que solía calificar borgeanamente como género de la literatura fantástica, o, con palabras de Canetti, como un reflejo de los problemas burocráticos del imperio austro-húngaro. No: el niño que alimentaba y se discernía siempre en Ruiz no era el de las neurosis insuperables surgidas durante los primeros años de vida, sino el del hijo único que juega permanentemente para entretenerse ante un mundo demasiado vasto que se despliega ante sus ojos, tomando con toda seriedad los productos cambiantes de su imaginación, comenzando por los piratas, con sus barcos, tesoros y travesías. Fue esta capacidad lúdica

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de embarcarse en los desafíos más complejos de la creación artística como si fuesen la continuación natural de sus juegos de infancia lo que explica su actividad permanente, por momentos frenética, donde no cabían ni la repetición ni la monotonía. La otra cara de la moneda de esta comedia de inocencia, sin embargo, proviene del modo en que Ruiz internalizó los lenguajes y las actitudes de resistencia desarrollados por los chilenos para sustraerse a los imperativos de los deberes externos y a las limitaciones que nos impone la realidad misma, lo que incluye desde diversos tipos de acrobacias verbales, partiendo por un sentido agudo de la talla, hasta una serie de comportamientos clandestinos. Ciertamente Chile es un país al que Ruiz se permitía amar y detestar al mismo tiempo, frente al cual podía ser irónico y sentimental en un mismo gesto —entre otras cosas, porque el destino lo hizo nacer aquí y por el modo en que nuestro país se desdibujó políticamente una y otra vez a lo largo de las décadas—. Pero la serie de aparentes boutades con que solía caracterizar a los chilenos, o caracterizarse a sí mismo como chileno —los dones para las incoherencias, ambigüedades, fracturas y otras hazañas lógicas en la conversación (incluida la capacidad paradojal de ser tautológicos y contradictorios en la misma frase), las formas de digresión y procrastinación transformadas en comportamiento cotidiano (incluida una manera rigurosa de trabajar que supone llegar siempre tranquilo y tarde), en fin, las que serían nuestras artes de beber y demás formas hiperbólicas de autoanulación—, todo este catálogo de actitudes, como es bien sabido, no son una simple invención de su imaginación, sino el fruto de una gran capacidad de observación con la que rescató la parte sumergida de nuestro iceberg nacional. Más precisamente, se trata del resultado de su identificación temprana de un lenguaje de resistencia muy propio de los chilenos, el cual no sólo asimiló de manera espontánea, sino que codificó desde su primer cine e intensificó luego, constituyendo una clave decisiva para comprender su universo creativo. Lo que significa también, inversamente, que Ruiz enseñó a muchos a ser chilenos: precisamente en la medida en que subvirtió la simplicidad y coherencia propias del imaginario heroico y reinventó una representación del país a partir de la complejidad de estas actitudes de resistencia que despuntan bajo la superficie oficial, en que reemplazó el protagonismo de los próceres de la patria por un protagonismo de la psyque nacional. Ahora bien, a la hora de cerrar el foco desde estas dos actitudes notorias y notables de su pathos —la prolongación gozosa de los juegos de la infancia y la intensificación de las formas de resistencia de los chilenos—

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hacia una consideración de las características de su obra creadora —las que se reconocen lo mismo en sus películas que en sus entrevistas, escritos y conversación—, no queda más remedio, espacio obliga, que limitarse a esbozar una caricatura; esto es, a aislar ciertos rasgos o detalles significativos y amplificarlos para que devengan inmediatamente visibles, permitiendo configurar un retrato rápido de lo que es una individualidad irrepetible. Es con esta prevención, entonces, que quisiera enfatizar tan sólo cinco rasgos, a modo de los cinco sentidos de Raúl Ruiz. El primero, qué duda cabe, es su ‘sentido de la paradoja’, un sentido de la fórmula paradojal que ejercía con una rapidez mental donde la inteligencia era inseparable del humor. Se podría pensar que éste debía mucho al lenguaje cinematográfico, donde el montaje tiene esa rara virtud de unir de manera convincente lo dispar o lo imposible, y de hacer estallar la evidencia inmediata como algo incompatible. Pero lo cierto es que el sentido de la paradoja se remontaba en Ruiz a los cortes y yuxtaposiciones propias de esa forma de montaje avant la lettre que es la talla chilena, a la ‘talla’ como ‘corte’, perspectivismo humorístico sui generis que es parte de nuestro deporte nacional de ‘llevar la contra’. Derivada tal vez de los ritos populares del mundo al revés, desplegada luego por las inversiones propias de una cierta anti-poesía, lo decisivo es el modo en que las ocultaciones, subversiones y adivinanzas paradojales de la talla proyectan verdaderas posibilidades metafísicas, enriquecen la representación de las cosas del mundo al hacernos dudar de la evidencia inmediata uniendo lo dispar y separando lo continuo. Pues el procedimiento más o menos involuntario que Ruiz ejercía con total confianza y seguridad consistía en prometer una analogía significativa entre registros completamente dispares y terminar imponiendo súbitamente una paradoja aún más significativa, donde los vínculos a la vez imposibles y definitivos —relaciones extrañas, incongruentes o contradictorias— desbaratan las falsas evidencias y obligan a remontarse hasta una verdad de segundo grado. Así, Ruiz tenía razón cuando decía que ‘en los países donde hay mucho ocio y tiempo libre la gente se levanta más temprano’; o tenía razón cuando advertiría que ‘la vida es demasiado corta para perderla en cosas entretenidas’. En fin, sospecho que tendría también razón al decirle hoy a quienes celebran su legado, como de seguro nos diría sirviéndose de una de sus frases habituales, que ‘el festejado se fue a acostar porque los invitados estaban muy cansados’. En vistas de lo que conviene pasar de inmediato a un segundo rasgo discernible en el universo creativo de Ruiz, a saber, su ‘sentido de la digresión’: su habilidad para deambular de un lugar a otro en medio de un

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cúmulo de referencias infinitas y completamente eclécticas —de la física cuántica a un clásico del cine B, de las teorías leibnizianas de los infinitos a las bondades de las sopaipillas con foie-gras, de las diferencias entre la poesía de Wang Wei y Li Po a aquellas entre la cazuela y el pot-au-feu, del arte combinatorio de Raimundo Lulio al arte digresivo del Arcipreste de Hita, para nombrar ya a un par de personajes en que se reconoce su temple lúdico e insubordinado—, un sentido de la digresión que era entre otras cosas responsable de su capacidad de diferir permanentemente los clímax y desenlaces, todo sentido de un final seguro y estable. En principio, claro, se reconoce aquí el eclecticismo enciclopédico propio de ciertos latinoamericanos universales, desde Alfonso Reyes hasta Jorge Luis Borges, todos los cuales terminaron proyectando de manera creativa lo que había sido la bibliofilia caótica y arbitraria de su niñez, propia de quienes no habitan un mundo estable de referencias únicas ni una cronología cultural establecida, lo que lleva a una fascinación por los collages de citas, por las combinaciones y superposiciones de los registros más dispares, a partir de los cuales se termina proyectando una imagen posible del universo. Pero, en el caso de Ruiz, su sentido particular de la digresión se alimentó ya a partir de la lógica precisa de los cambios de tema de los almanaques y los programas múltiples en los cines de la infancia, hallando luego su perfección gracias a su internalización de las superposiciones y los desvíos propios de las conversaciones de bar. En efecto, ya sus primeras lecturas no consistían en recorrer linealmente, de comienzo a fin, los grandes clásicos de la literatura nacional o universal, sino que suponían embarcarse en los recorridos arbitrarios de los almanaques piratas —esos libros colosales y heteróclitos que se publicaban en Latinoamérica sin pagar derechos de autor—, donde se podía pasar de una receta de cocina para las humitas a un texto literario de Thomas Mann, de las instrucciones para cosechar el trigo a un texto filosófico de Bertrand Russell. A ello se sumaron pronto sus primeras experiencias de espectador cinematográfico, donde en los programas múltiples en las salas de entonces se quedaba dormido en una película y despertaba en la siguiente, donde podía aparecer el mismo actor, cuyo personaje había muerto en la película anterior, resucitado encarnando a un nuevo personaje. Con todo, el broche de oro de este entrenamiento e internalización de las posibilidades creativas de la digresión lo puso algo más tarde la experiencia propia de las reuniones de bar. Pues si ya en las conversaciones corrientes entre los chilenos nadie logra decir nada demasiado tiempo sin ser interrumpido abruptamente por otro —o de interrumpirse a sí mismo al ‘irse por las ramas’ o al ‘irse pal lado’, y otros tantos hábitos

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de retardo consubstanciales a la convivencia nacional—, este intercambio fragmentado y lleno de cambios de dirección llega a su máxima expresión en la conversación de bar, donde los parroquianos, cada uno con su procedencia e historia irreductibles a las de los demás, hablan todos al mismo tiempo, superpuestos, sin que ello impida que se produzca una forma de diálogo o de narrativa posible. De modo que si la capacidad multiplicadora y digresiva de Ruiz es algo que a los críticos, en su afán de reducirlo todo a un concepto conocido y domesticable, les ha dado por llamar estilo ‘barroco’, cabe corregir diciendo que la rúbrica tiene dos sílabas de más, pues se trata más bien de un estilo de ‘bar’. Como insistía Ruiz a menudo: “En Chile la gente culta está en los bares; el resto son especialistas”. Lo que no quiere decir que esta gente culta no trabaje. Pues un tercer rasgo que cabría enfatizar a la hora de seguir completando este esbozo caricaturesco de su universo creativo, es el ‘sentido del trabajo’ que tenía Ruiz, incluido del trabajo en equipo, el que transformaba en una actividad a la vez intensa y amable, vehemente y benévola, aplicando las formas de ingenio y los modos de seducción propios de un hijo único profesional capaz de transformar toda limitación en virtud y de convencer al resto para que lo siguiese en sus travesuras. De modo que no fueron los simples placeres de la aliteración los que llevaron a un periodista del New York Times a intitular la última entrevista que concedió Ruiz como “A mild mannered maniac” (“Un maniaco de modales mansos”). Y es que a cualquiera que hubiese trabajado con él, o que hubiese conversado largamente con él sobre su trabajo, le sorprendía de inmediato la mezcla paradojal entre el arrebato colosal y la parsimonia con que abordaba sus proyectos creativos. De una parte, Ruiz era un trabajador empedernido que no podía pasarse un día sin inventar algo, sin escribir o preparar algún proyecto, donde seguía los dictados de su imaginación hasta el final, sin que nadie ni nada pudiesen detenerlo. Sobre todo, adoraba filmar, la labor misma del rodaje, el que tomaba como un ejercicio a practicar todos los días, tal como practica un bailarín o un gimnasta. Es lo que explica el número inverosímil de películas que dejó —más de cien, en todos los formatos posibles—, para no hablar de sus míticas cien obras de teatro o de sus escritos publicados: los libros de poética, novelas y los cientos de entrevistas (era quizás el mejor de los entrevistados posibles). Pero la otra cara de la moneda de este hombre trabajólico era su parsimonia, al punto que ha sido llamado el menos neurótico y el más benévolo de los cineastas. Incluso en el trabajo en el set, donde no hay director que no se haya traicionado y hecho notar por sus exabruptos y arrebatos, Ruiz era conocido por su serenidad, la que

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provenía de su extraordinaria capacidad para hacer de la necesidad virtud y para lograr que los demás quisiesen lo que él quería. Su maîtrise laboral tenía algo del ‘maestro chasquilla’, de quien aunque no necesariamente sabe o hace todas las cosas de la manera en que un experto las haría con los últimos adelantos técnicos salidos al mercado, se las ingenia para solucionar cualquier pedido o problema usando los medios que tiene a mano, para lo cual se necesita pensar y actuar rápido. (Me refiero por supuesto a su labor artística, pues en la vida cotidiana Raúl era incapaz de cambiar una ampolleta.) Lo cierto es que Ruiz trabajaba casi siempre artesanalmente, apostando más a la imaginación e ingenio compartidos que a las órdenes que impone el financiamiento de la producción o los medios técnicos disponibles. Incluso cuando comenzó a hacer películas de alto presupuesto, seguía resistiéndose a la idea de separar las fases de la ‘cadena de producción’ —el guión, el story-board, el rodaje y el montaje—, las que enredaba de acuerdo a las trouvailles que iba encontrando en el camino, al punto de defender provocadoramente que el ‘guión’ es la última etapa de una película. Es lo que hacía que su labor cinematográfica se pareciese más a un encuentro entre amigos o en familia en algún lugar exótico que a una fabricación en serie que responde a las demandas de la industria. Es también lo que le permitía aprovechar todo lo que le daban los otros, incluso los defectos, particularmente los defectos. Pues en vez de enojarse ante los errores o las limitaciones ajenas, incluso cuando provenían de falta de atención o de oficio, las transformaba en posibilidades inexploradas, en creaciones propias. Sólo así se explica la paradoja de que Ruiz lograse una y otra vez hacer cine de autor a partir de películas por encargo; más ampliamente, el que se las haya arreglado para hacer una centena de experimentos cinematográficos de largo aliento en tiempos tan poco propicios para el cine experimental. Y es que en este método de trabajo se reconocen también ciertas actitudes de resistencia que permiten una aventura clandestina, que le permitían transformarse en un contrabandista capaz de hacer de cualquier encargo baladí u obligación banal un proyecto lúdico propio y aventura compartida. En este sentido, si se tratase de individualizar retrospectivamente una suerte de escena primaria de esta capacidad inaudita que tenía Ruiz de hacer de la necesidad virtud —el momento atávico en que decidió no enojarse o frustrarse ante las limitaciones que imponen el mundo y los otros, sino seducir creativamente—, se podría recordar una anécdota infantil que dice mucho de su talento como artista y comunicador. Pues su madre, doña Olga, volvía todos los días de su trabajo como maestra de

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escuela en el tren de la tarde a la estación de Quilpué, donde Raúl debía ir a buscarla precisamente a esa hora de libertad en que todo niño ansía jugar con sus amigos y no tener obligaciones de ningún tipo. ¿Cómo se las arregló para combinar el deber autoimpuesto y el juego? Simple: convenció a toda la pandilla que el mejor juego del mundo era acompañarlo diariamente a buscar a su madre al terminal ferroviario. Y es lo que Ruiz siguió haciendo luego con productores, actores, técnicos y espectadores: interrumpirles la inercia de un juego monótono, siempre el mismo, para seducirlos con las posibilidades de un juego inédito, por muy inverosímil que pareciese en un comienzo, donde las nuevas reglas y formas obedecían a una transformación lúdica de lo que percibía como sus tareas impostergables. He aquí la virtud que llevaría a bautizarlo más tarde como un ‘hijo único profesional’, donde la capacidad de hacer que otros se enamorasen de sus pasiones y quisiesen lo que él quería iba a la par de su capacidad inaudita de transformar los accidentes y las limitaciones en el camino en nuevas posibilidades de comportamiento, en ficciones posibles. Con lo que se llega a un cuarto rasgo decisivo del universo creativo de Ruiz, a saber, su ‘sentido de la ficción’: su facultad ya metafísica de tomar teorías y narraciones de todo tipo —del pensamiento de la infancia al imaginario de la ciencia contemporánea, de las formas poéticas a las historias de la novela— y proyectarlos hasta constituir mundos habitables, a menudo peligrosamente habitables dadas las multiplicaciones y paradojas internas. Ruiz se aproximaba así al trabajo artístico con la voluntad de representarse nuevos mundos, no con el simple deseo de comunicar lo conocido y lo dado; su esfuerzo estaba puesto en trastornar las categorías habituales de la experiencia y poner a prueba nuevas formas de síntesis de la representación. No que su concepción del artista fuese la de un terrorista experimental, la de un mero provocador formal. Lo concebía más bien como un profeta de la tribu que genera signos y formas que ponen a prueba en un mismo gesto la representación de la realidad y la tolerancia que tiene un público a que le transformen la representación de la realidad. Es lo que entendía por el ‘misterio’ del arte y oponía al ‘ministerio’ de las academias, a los lugares comunes aceptados. Es lo que pretendía con sus formas paradojales e incluso paródicas, a las que consideraba particularmente misteriosas: formas de producir nuevas posibilidades metafísicas que tenían algo holístico, donde cada detalle implicaba al todo. De modo que la analogía frecuente que se hace en la crítica europea entre el legado cinematográfico de Ruiz y el legado literario de Borges

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requiere una corrección importante. Ciertamente, la comparación se ha impuesto en virtud de la memoria enciclopédica y la amplitud de horizontes culturales de uno y otro, que es parte de ese eclecticismo latinoamericano mencionado, donde se apela y se vinculan referencias de las procedencias más diversas y dispares. La analogía se explica también en virtud de las formas de pertenencia complejas propias de un argentino y de un chileno que ni idealizaron su ethos nativo como una identidad cerrada ni se proscribieron la posibilidad de entrar y saquear la cultura europea a voluntad, usando las estrategias mismas de los antiguos colonizadores para sobrepasarlos, lo que les permitió en último término asumir el legado completo de la cultura universal (desde donde, por añadidura, emprendieron una tarea fructífera de desconocimiento y redescripción de lo propio). Pero, reconocido todo lo anterior, se debe precisar que el efecto de representación o ficción de la obra de Ruiz es casi inverso al de la obra de Borges. No se trata tanto de una diferencia entre el clasicismo estilístico de uno y la profusión carnavalesca del otro. Se trata de que en su recorrido sin complejos por la cultura universal la genialidad escéptica de Borges suele terminar por mostrarnos el efecto de ilusión que hay en toda metafísica, desarticulando toda solidez conceptual como efecto de la ficción literaria. El voluntarismo crédulo de Ruiz, en cambio, imponía sobre todo un recorrido inverso: mostraba las posibilidades metafísicas que encierran todo tipo de ficciones. De manera casi militante, asistido por el poder figurador de las formas que encontraba o inventaba, insistía y proyectaba la ficción hasta constituirla en un sistema metafísico inédito, en el que de alguna manera terminaba creyendo él mismo. Si le pasó hasta con Dios: que de tanto fingirlo e imaginarlo terminó convencido de la imposibilidad de su inexistencia —que no es lo mismo que su existencia, por cierto, sino algo así como la suma de todos los mundos posibles en un universo a la vez limitado e infinito. Imagen que lleva finalmente a un quinto y último rasgo a destacar en esta caricatura rápida de la obra de Ruiz, tal vez el más importante, a saber, su ‘sentido del universo cinematográfico’, su sentido de las infinitas posibilidades de representación que se pueden extraer de las operaciones discretas del lenguaje del cine. Es lo que le permitió, de manera a la vez lúdica y subversiva, poner todos los rasgos que se vienen enfatizando —su sentido de la paradoja, de la digresión, del trabajo, de la ficción— al servicio de la configuración de un universo de imágenes y sonidos sui generis, donde cohabitan los más de cien mundos posibles formados por cada una de sus películas, todas muy diferentes, todas con un aire de familia.

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Pues adentrarse en el universo cinematográfico de Ruiz es aventurarse en un enorme archipiélago laberíntico, imposible de recorrer en línea recta o como una teleología que llevase desde un comienzo hacia un fin. Ya cada una de sus películas individuales rechaza someterse a las reglas lineales y dialécticas que promueve la teoría del conflicto central en los libros de autoayuda de Hollywood, frente a los cuales rescata una libertad preciosa para el espectador: una libertad que no es sólo estética, sino ética y política, ofrecida a un ciudadano de un nuevo mundo donde las decisiones y las rutas no están trazadas de antemano. En este sentido, no hay que olvidar que Ruiz era hijo de un capitán de barco originario del gran archipiélago de Chiloé. Pues el recorrido que requiere su universo cinematográfico es precisamente el de esa antigua forma de circunnavegación que es el ‘periplo’: donde el recorrido pegado a las costas, con sus sinuosidades y accidentes, abre vistas inanticipables cada vez que se dobla un cabo o supera una isla, hace pasar en cualquier momento de la calma chicha a aguas correntosas; donde uno se desplaza en un permanente estado de conjetura, esforzándose por hallar puntos de referencia para el próximo viraje; donde si se puede terminar incluso perplejos en el mismo lugar donde se había comenzado —y resulta casi imposible reconstruir retrospectivamente el detalle del camino recorrido—, se ha ganado con todo una gran experiencia, vivido una serie de sensaciones atmosféricas inéditas, partiendo por la relativización de los espacios y los tiempos, y terminando por las inversiones entre lo subjetivo y lo objetivo. Desde ya, se tiene el modo en que las historias en que nos atrapa, sean personales o tomadas de fuentes literarias de las más diversas procedencias —Proust, Castello Branco, Klossowski, Giono y Stevenson, pero también Calderón, Shakespeare, Cervantes y Dante— son intervenidas o amalgamadas por Ruiz a través de una serie de desplazamientos y condensaciones propias del trabajo del sueño, generando una suerte de guión múltiple: una infinitud intensiva, una sobreabundancia de capas en un palimpsesto inestable lleno de veladuras y tensiones. Está luego todo su trabajo de relativización del espacio: su pasión por las duplicaciones de los espejos y las deformaciones del mesmerizer; sus iluminaciones antinaturales o ilógicas, su posicionamiento oblicuo de la cámara y rechazo de la perspectiva estabilizadora del plano-contraplano; su paso del color al blanco y negro, su juego permanente con el fuera de campo y el espacio off; su montaje con juegos de faux-raccord, flashbacks en abismo, sonidos off que llegan desde otras dimensiones (voces, gritos, risas, campanas); en fin, su teoría y práctica mismas de los planos individuales como unidades

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a la vez autosuficientes y de funciones múltiples (centrífuga, centrípeta, holística, alegórica, combinatoria, contradictoria): todo ello contribuye a una atmósfera de espacios complejos, sin límites definidos o fronteras estables, una realidad visual que provoca una extrañeza metafísica en la misma medida en que la imposibilidad lógica de estar en varias partes a la vez ha sido transformada en una posibilidad psicológica, haciendo de la mente del espectador un escenario de representaciones multiplicadas. Lo mismo ocurre con los tiempos, los que lejos de decantar en una linealidad cronológica se aceleran y desaceleran; sobre todo, se superponen, redefiniendo las relaciones posibles entre pasados, presentes y futuros. Es a lo que contribuye, entre otros muchos recursos, la utilización que hace Ruiz de la música, del arte temporal por excelencia, sobre todo de los desfases y superposiciones que permite el poder evocador de la música. Pues si comienza a menudo con una música reconocible, en el estilo de un período o compositor situable históricamente, la suele transformar hasta dejarnos en completa extrañeza; en otras ocasiones, genera desfases irónicos entre las expectativas que genera la imagen y el acompañamiento musical. Lo cierto es que más allá de toda concepción de la temporalidad como movimiento conmensurable, a priori trascendental o duración bergsoniana, en lo que es una nueva variación de las representaciones de la temporalidad por proyección de un imaginario espacial, Ruiz quería hacer que los diversos tiempos se presentasen en escena, se hiciesen visibles al modo de dimensiones, incluso de personajes. Es este tratamiento de lo objetivo en su universo cinematográfico, el modo en que incluso cuando parece secundario adquiere vida y protagonismo, lo que se verifica también en su trabajo con los objetos propiamente tales, que Ruiz seleccionaba para el set con casi más cuidado y paciencia que a los actores mismos. Así, los objetos de sus películas aparecen animados, con voluntad propia, lo que les permite establecer relaciones mutuas y crear microficciones a su nivel, distintas de la ficción aparentemente principal del film, a menudo triunfando sobre los elementos supuestamente primarios como la trama o el destino de los personajes. No se trata aquí ni de la fantasmagoría de los objetos publicitarios ni del animismo de los objetos míticos: el estatuto de los objetos de los mundos ruizianos se parece más bien al que tienen los juguetes para los niños (es lo que explica, entre otras cosas, que cuando en sus películas aparecen pistolas u otras armas sean las más de las veces inofensivas). La contraparte de esta animación de los objetos está en la subversión de la identidad de los sujetos, en la complicación de la estabilidad

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y autoposesión de los personajes que habitan sus mundos paralelos. Pues ni siquiera los protagonistas son capaces de llevar el control sobre la acción, sino que se multiplican junto a las narrativas mismas. Para ello, convencido de que ni siquiera en la vida misma sabemos decir bien nuestro papel, Ruiz se servía de un método muy personal de dirección de actores: en vez de darles un rol completamente definido racionalmente, les daba relaciones posibles, historias más o menos improvisadas que les contaba o entregaba a medio escribir antes del rodaje; en vez de darles una residencia fija en su lengua materna, los hacía hablar con inevitable acento varias lenguas —castellano, francés, portugués, italiano, inglés—, cuando no se trataba ya de alguna pseudo-lengua inventada por él mismo (algo que a Ruiz le gustaba pensar había aprendido de los descendientes de los alemanes en el sur de Chile). El resultado es que los personajes ya no saben si sueñan o están siendo soñados, si son zombis, sombras, espectros o fantasmas, si están vivos, muertos o a medio resucitar, compartiendo a menudo su inseguridad y extrañeza con el espectador mismo, estableciendo una complicidad ominosa entre quienes están dentro y fuera de la pantalla. El resultado es que en este universo de espejos existenciales, de réplicas y parodias de los sujetos, donde se cuestionan las fronteras habitualmente aceptadas, donde los muertos se pasean entre los vivos y los vivos interpelan a los muertos, ya no se puede esperar un comportamiento normal: los personajes asumen con la naturalidad más cotidiana las actitudes más extravagantes y absurdas, como podría ser el organizar una celebración donde el único que falta es el festejado. Pues a nadie se le habrá escapado que esta sección misma de homenaje tiene todas las características de un mundo ruiziano, constituye un ejemplo posible de sus modos de proyectar las paradojas en metafísicas de la ficción. La hipótesis podría parecer retórica, demasiado calderoniana —para nombrar otra de sus referencias favoritas—. Tiene ciertamente el inconveniente de poner en duda que estemos en el lugar donde creemos estar: leyendo, pensando y poetizando retrospectivamente la obra de Ruiz. Pero no la descartaría a la ligera. Mal que mal, ¿no estamos acaso como muchos de sus personajes fantasmas tratando de controlar con éxito relativo la propia tendencia a sentimentalizar, tratando de poner freno a una emocionalidad que amenaza en medio de los laberintos del exilio, de ese exilio donde faltan los amigos ausentes, pero que ha devenido también una forma de comunidad global? Es al menos la interrogación que me asalta a la hora de intentar hacerse cargo del legado artístico de quien advirtiera en más de una ocasión que la ‘muerte es una herramienta de trabajo posible’.

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