Los Caballeros de la Jungla y los Salvajes de la Ciudad

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Descripción

Los Caballeros de la Jungla y los Salvajes de la Ciudad por Andrew Calimach  Vivimos en un mundo acelerado donde se producen cambios a la velocidad de la luz con respecto a lo que conocemos y a nuestra percepción de lo que ocurre, como si el mundo entero fuera una sola mente gigantesca poseída por una cadena sin fin de pensamientos febriles, compulsivos, imparables, como los de un bebé fascinado por el brillo de cada nuevo abalorio que cae en sus manos, habiéndose olvidado del último incluso antes de agarrar el siguiente. La sexualidad nunca se haya demasiado honda, al igual que un picor que no puede calmarse rascando. Aparece en la pantalla mental de este cerebro global en forma de fascinación, de repulsión, de agresión. El caso concreto del amor y sexo homosexuales se ha convertido en un asunto explosivo. Algunas personas alaban a estos hombres que aman a otros, o incluso querrían casarse con alguno; pero otras sólo piensan en matarlos. ¿Por qué este asunto inflama las emociones en el grado en que lo hace, llevando a algunas personas al amor y otras al asesinato? La mente global no ha examinado esta cuestión debidamente, ya que como respuestas sólo ofrece palabrería fácil, en forma de dicotomías como "gay o hetero" o "tolerancia u homofobia". Sin embargo, en esta discusión polarizada, cada parte enarbola su fragmento de la verdad mientras permanece sorda a los argumentos de la contraria. Y este debate sólo se enciende aún más cuando además le añadimos creencias religiosas que pueden, o no, haber sido bien entendidas. Quizás un vistazo a cómo la humanidad ha resuelto en el pasado el problema del amor entre hombres serviría para arrojar luz al conflicto actual. Quizás haya un camino intermedio entre el permitir todo y el no permitir nada. Y este parece haber sido el sendero escogido por los griegos cultos de la antigüedad y por los pueblos ancestrales de Sudán del Sur hasta hace cien años. Sus ejemplos llevan a conclusiones incómodas para todo ser humano, sea hetero u homosexual. * ** Verba volant, scripta manent​ . Las palabras se las lleva el viento, lo escrito permanece. Así advirtieron los romanos de que la palabra escrita sirve como prueba duradera acerca de asuntos que, en un futuro, podrían llegar a percibirse como inapropiados o escandalosos. Desde este punto de vista, es posible que las sociedades que han empleado la palabra escrita se encuentren en desventaja con respecto a las que no lo hicieron. Es el caso de los griegos de hoy en día, que tienen que lidiar con el hecho de que los textos sagrados de sus ancestros, lo que hoy llamamos mitología griega, ensalzaba el amor entre hombres. Este problema no se lo encuentran sociedades

que jamás han dejado testimonio escrito, como las culturas africanas Azande o Buganda, por ejemplo. Pero aunque las ciudades-estado griegas y las naciones africanas no compartían raíces culturales, ciertamente compartían las mismas raíces humanas. ¿Cómo se ha desarrollado el amor entre hombres en el gran escenario de la Historia? Los mitos que los antiguos griegos nos han legado iluminan el presente con sorprendentes revelaciones, que en ocasiones resultan perturbadoramente actuales. Elige —parece invitarnos el mito—, elige entre ser un hombre bravo y recto o un hombre banal y voraz. Esta tensión entre el caballero y el salvaje se desarrolló entre los griegos en el campo de batalla, tanto entre nación y nación como en el apasionado encuentro entre un hombre y una mujer; e incluso más en el caso de un hombre y un adolescente. Esta también es una batalla, parecen asegurar los mitos, pero no con otro sino con uno mismo; sea en una ciudad amurallada de la antigua Grecia o en las calles y escuelas de hoy en día. ¿Cómo se enfrentaron los griegos a este desafío de vivir como caballeros en un universo erótico simultáneamente exaltado y degradado, y qué tiene que ver este desafío con el mundo moderno? Los mitos nos cuentan que los griegos no se conformaban con una porción de los dominios del amor, sino que insistían en conquistarlos en su totalidad, fueran masculinos o femeninos. Tampoco cometían la equivocación de igualarlos o describirlos como equivalentes, aunque fuera de modo parcial. El drama que se desarrollaba con una mujer no era el mismo que con un muchacho. Después de todo, había una gran diferencia de roles. Las mujeres estaban destinadas al matrimonio, un arreglo normalmente llevado a cabo entre el pretendiente y el padre de la chica. Se lo consideraba un asunto práctico, y sólo placentero de modo ocasional. Ellas realizaban trabajos manuales, traían hijos con pedigrí y sellaban uniones políticas. A las mujeres se les daba muy poco y se les quitaba mucho, empezando por su libertad. Con los muchachos, idealmente, la actitud era la opuesta. El hombre entregaba su amor, sus habilidades, su poder y su riqueza. Era, como podría serlo hoy en día, un ejercicio de altruismo y de transmisión de la masculinidad. "No es entre mujeres y niños donde se forja el espíritu de un hombre", según parecían creer los griegos. Y es que con los chicos se llevaba a cabo un cortejo elaborado, normalmente mediado con regalos. Se sabe que los adultos griegos ofrecían a los chicos gallos de pelea, caballos, mascotas, juguetes, armas y exquisiteces. ¿Se compraba, entonces, a los chicos, o se les daba lecciones de generosidad? En la Atenas de Sócrates se esperaba de los muchachos que a su vez correspondieran a sus amantes adultos. Ansiosos de amor y amistad honorables con un buen hombre, al igual que los chicos ​ de hoy en día cuando tienen oportunidad, tenían la tradición de ofrecer a su futuro amante y mentor cierto tipo de pastel elaborado a propósito para que los ​ erómenos —amantes jóvenes— lo entregaran a sus ​ erastés —amantes adultos— con objeto de suscitar el interés de estos últimos. Se dice que Sócrates mismo llevó uno de esos pasteles a casa provocando celos iracundos en su mujer, Jantipa, segura de que procedía de su erómenos, Alcibíades. Ella sacó el pastel de su cesta para tirarlo al suelo y luego lo pisó. Su marido simplemente se carcajeó diciéndole "Ahora tampoco lo vas a poder disfrutar tú". Había un aspecto, sin embargo, en el que la diferencia entre la relación con una mujer y la relación con un chico no era en absoluto radical. Es un alumno y amigo de Sócrates, Jenofonte, quien nos señala un rasgo en el que eran similares. Del mismo modo que el matrimonio con una mujer sólo podía llevarse a cabo con el permiso y aprobación de su padre, una relación aceptable con un chico sólo podía

tener lugar bajo la supervisión del padre del chico. "Nada", nos dice Jenofonte, "[de lo que concierne al chico] debe ocultarse al padre por parte de un amante verdaderamente noble".

Guerrero ateniense con su erómenos.

En este intercambio entre un adulto y un adolescente, lo que verdaderamente se trocaba era la libertad de ser completamente masculino. Para el chico significaba la posibilidad de entrar en el mundo de los hombres. Para el adulto, la posibilidad de transmitir su sabiduría y habilidades a un digno sucesor. Y para los dos, la posibilidad de disfrutar del más varonil de los afectos, que no es más que el amor entre hombres. Para los griegos, no obstante, la libertad no tenía significado cuando estaba acompañada por la ausencia de control y de moderación. Así que con el fin de que un adulto tuviera la posibilidad de amar a un joven, había evolucionado un protocolo que canalizaba el deseo a través de ciertos caminos a la vez que vetaba otros. Había muchas limitaciones y restricciones, pero la más importante era lo que no se podía hacer en la cama: algo despreciable denominado ​ hubris​ , en un sentido muy diferente al que tiene la palabra en la actualidad, y que denotaba lo contrario a todo lo que supone una relación libre entre legítimos amantes. Una manera de traducir esta palabra sería "sometimiento sexual". Por encima de todo, estaba mal vista la penetración anal —aunque la oral también se consideraba denigrante— ya que no se consideraba un acto de amor sino de opresión.

Para enseñar moralidad, nada como los cuentos. El mito de Layo, padre de Edipo, es una historia que los griegos crearon como advertencia a los jóvenes sobre los peligros de caer en la trama de la lujuria desenfrenada. Layo, el trágico rey de Tebas, era para los griegos un ejemplo de muchos tipos distintos de hubris. Fue un acto más ordinario de hubris el que entregó a Layo a la muerte a causa del equivalente en la antigüedad de lo que hoy llamamos "discusión de tráfico". Su propio hijo Edipo lo mató, sin reconocer a su padre, cuando los carros de ambos se encontraron en un camino y el rey exigió preferencia de paso, lo que provocó la discusión. Pero este incidente no ocurre en el vacío; es un acto de justicia divina debido a un acto de hubris, mucho más atroz que la citada riña, que Layo cometió en su juventud. Y es que después de huir de casa y hallar amparo en la del rey Pélope, devolvió el favor a este secuestrando y violando a su hijo. Aquí hubris ya no significa, como en la actualidad, excesiva arrogancia u orgullo, sino desenfreno sexual. ¿Cómo interpretaron, entonces, los griegos de la antigüedad este acto de violación sexual de un chico por un adulto, mediante una práctica que consideraban condenable de por sí y no más aceptable aun si hubiera sido consentida? Platón lo describe en sus ​ Leyes​ , donde no condena el sexo entre hombres sino el acto de hubris sobre un hombre o chico. Es de señalar que muchos lectores de Platón han interpretado equivocada y sistemáticamente que este autor condena la homosexualidad de manera tajante. Lejos de criticar el erotismo, por aquella aceptable, que los adultos ejercían con los chicos y que denominaban ​ eros dikaios​ , o amor legítimo, y que era una costumbre que el propio Platón practicaba, el filósofo condenaba la penetración anal, fuera consentida o no e independientemente de la edad de los participantes: "Debemos imitar a la Naturaleza y respetar las costumbres que prevalecían antes de los días de Layo, declarando que es bueno refrenar los impulsos que nos llevarían a practicar sexo con hombres del mismo modo que con mujeres, presentando como evidencia el comportamiento de las bestias salvajes, donde un macho no toca a otro macho, puesto que es antinatural". Esta fue la regla que Layo quebró. Así que fue conocido por toda Grecia no como el primer mortal que hizo el amor con un chico —un acto tradicionalmente practicado de modo honorable, cara a cara, frotando el pene entre los muslos— sino como el primero que lo hizo volteando a su amante con intención de invadirlo, una consumación consumista en la que acabaron igualmente desgastados el agresor y su víctima. Aquí tenemos el mito, reconstruido a partir de viejos fragmentos, con un poco de pegamento actual para reconstruir las partes rotas.

LAYO Y CRÍSIPO Un agotado grupo de viajeros llegó a las puertas del palacio del rey Pélope en Pisa y su jefe saludó al guardia diciendo: "¡Abre! Layo, príncipe de Tebas, está delante de ti". Las puertas se abrieron de par en par y los hombres entraron tambaleándose. Eran unos pocos guerreros endurecidos en la batalla y un joven larguirucho. Tras descansar, el jefe del grupo explicó su historia: Usurpadores habían tomado las riendas del poder en Tebas, matando al rey y a quienes se interpusieron en su camino. Iban a matar también al joven Layo, por ser heredero del trono pero, en la oscuridad de la noche, unos pocos

súbditos fieles aprovecharon para huir llevándose al príncipe. Ahora necesitaban un protector. Pélope acogió a Layo, e hizo sitio para él en su mesa al lado de sus hijos. Los gemelos, Atreo y Tiestes, habían sido engendrados por su fiel esposa Hipodamía. Pero el pequeño y apuesto Crísipo había nacido de un escarceo con una ninfa. Pélope lo tuvo cerca de sí, a pesar de que Hipodamía no podía aguantar la mirada del rubio y rizoso granuja. Layo se hizo adulto en casa de Pélope, pero ansiaba el trono de Tebas, consciente de su derecho real, y detestaba vivir como un mendigo en los dominios de otro hombre. Los gemelos también se transformaron en hombres, semejantes a dioses, e Hipodamía se llenaba de orgullo al contemplar su fuerza. No ahorró esfuerzos preparándolos para el poder, segura de que el reino de su marido algún día sería suyo. Pero eso era precisamente lo último que Pélope deseaba. Crísipo era el favorito de entre sus hijos y deseaba el trono para él. Para llevar a cabo su plan, sin embargo, necesitaba a un hombre de total confianza. Invocó a Layo y le confió sus deseos: Su hijo debería ser formado como príncipe, ya que tenía mucho que aprender antes de que pudiera gobernar. Pélope encargó a Layo que tutelara a Crísipo para hacerle auriga enseñándole el arte de conducir carros. Layo se sintió obligado como compensación por la acogida que había tenido. Hizo una profunda reverencia, agradeció el honor a Pélope y prometió cumplir sus órdenes al pie de la letra. Desde ese día, cada amanecer de dedos rosados encontró a Layo y Crísipo trabajando, conduciendo el carro hecho de brillante madera moldeada y llevando el rendimiento de los caballos al límite. Crísipo estaba feliz de abandonar sus juegos de niño para aprender las habilidades de los adultos. Los Juegos Nemeos estaban cerca y su corazón palpitaba con pensamientos de gloria en los que competía con otros príncipes griegos e incluso ganaba los laureles del campeón, si es que este era el deseo de los dioses. Pero a medida que Layo enseñaba tranquilamente a Crísipo como controlar a los caballos, su corazón ardía de deseo por el chico. Una y otra vez intentaba ganarse su amor, pero sin éxito. Los juegos estaban a punto de comenzar, así que Layo y su alumno partieron, con la bendición de Pélope, a los verdes valles de Nemea. Con la excusa de conservar las fuerzas del chico para la carrera, Layo tomó las riendas. Pero cuando alcanzaron la famosa ciudad no paró, sino que aceleró. Crísipo suplicó, imploró y amenazó, pero Layo azotó aun más a los caballos, hasta el vértigo. Cerró sus oídos a las súplicas del chico y no frenó el avance de las bestias hasta que las torres de Tebas les hicieron sombra. Una vez allí, Layo proclamó el trono como su derecho de nacimiento... y a Crísipo como su amor. Layo aplastó la cara del muchacho contra la cama y yació con él como si fuera una mujer. "Sé lo que hago, pero la naturaleza me obliga", le dijo al príncipe furioso. Los tebanos, desbordados de alegría por el retorno de su legítimo rey, hicieron la vista gorda al agravio cometido a puerta cerrada en el palacio real.

En el momento en el que Pélope se enteró de que Layo había secuestrado a su hijo, llamó a las armas a su ejército y marchó sobre Tebas. Hipodamía no perdió el tiempo, pues no quería desperdiciar esta oportunidad de librarse del chaval. En secreto invocó a los gemelos Atreo y Tiestes, quienes saltaron a un carro y marcharon a lo lejos, empecinados en alcanzar el palacio de Layo. Crísipo exudó alegría a causa de la visión de sus amados hermanos, agradecido por ser librado de las garras de Layo. Pero tan pronto como los tres hermanos abandonaron las puertas del palacio, los gemelos agarraron al chico y lo tiraron cabeza abajo a un pozo, ahogándolo en sus ominosas aguas. En poco tiempo el ejército de Pélope ya se había desplegado ante las murallas de Tebas. El emisario del rey galopó hacia el interior de la ciudad, sólo para descubrir que Crísipo estaba muerto. Pélope se agitó entre la rabia y el sufrimiento. "Mis dos hijos jamás volverán a pisar el suelo de mi país", tronó. Del mismo modo nada más quiso de su mujer, Hipodamía, quien huyó al exilió y después se ahorcó. No obstante, cuando el rey Pélope se enfrentó a Layo, recordó el poder del Dios del Amor para nublar las mentes de los hombres, y perdonó su vida. Pero maldijo a Layo para que no tuviera descendencia o fuera asesinado por su hijo, y solicitó la ira de los dioses para que fuera descargada sobre toda Tebas. La Esfinge sobrevoló el reino, capturando y devorando a los muchachos tebanos, mientras horrores sin fin castigaron a Layo y su estirpe: su hijo le mató, y luego ensució la cama de su propia madre, sembrando su semilla donde habían sembrado la propia. Malhadado Edipo. * ** La imagen del final, la de la Esfinge descendiendo de los cielos para raptar a los adolescentes Tebanos y luego devorarlos, evoca los pasajes iniciales de un mito más familiar, el del secuestro del joven Ganímedes por un Zeus, con mal de amores, en forma de águila. Este parecido no es casual. Ambos mitos fueron concebidos como opuestos uno del otro, al igual que una fotografía y su negativo. Donde el mito de Layo enseña los peligros de la autoindulgencia y de rendirse a los impulsos animales, el de Ganímedes traza un curso de acción para aquellos que son generosos y cultivan el autocontrol. En contraste con el criminal secuestro del hijo de Pélope, ahora somos testigos de una abducción ritual modelada a partir de una tradición aristocrática cretense. En vez de ser traicionado y robado, como el padre de Crísipo, el padre de Ganímedes se regocija y recibe riquezas. Donde Layo priva a Crísipo de todo lo que es de valor y lo deshonra, Zeus ofrece a Ganímedes las mejores ofrendas a las que un mortal puede aspirar, y el mayor honor de todos: compartir el Cielo con los Dioses. ¿Qué imagen más elocuente podían haber ofrecido los griegos más que la de yuxtaponer la muerte de un Crísipo profanado a la vida y juventud eternas de un Ganímedes transfigurado? Finalmente, a diferencia del angustiado Crísipo mostrado por los pintores griegos luchando por liberarse de su secuestrador, Ganímedes es retratado con una sonrisa beatífica en su rostro. Este atributo es aún más revelador que su belleza. Demasiado se ha dicho del supuesto interés exclusivo en los chicos por parte de los antiguos griegos, y el supuesto ridículo al que abocaban a los adultos que amaban a

otros adultos. Recuérdenme quiénes eran las famosas parejas ​ heroicas​ : ¿Aquiles y Patroclo? ¿Orestes y Pílades? ¿Alejandro el Grande y Hefestión? Los griegos envolvieron en dignidad y belleza el amor entre un guerrero adulto y otro. ¿Por qué no deberían? ¿Cómo podrían haber expresado una auténtica masculinidad dejando de lado una experiencia viril tan importante para muchos hombres, si no para todos? No supone ninguna merma a los logros de la Antigua Grecia el hecho de que juzgaran que la masculinidad no cuadra con una conducta desenfrenada, en particular con respecto al acto en el que un hombre penetra a otro como si fuera una mujer. Al contrario. Imitar el acto heterosexual mancillaba a ambos amantes y los convertía en un hazmerreír; no obstante, un gran margen de pasión legítima permanecía, evocada en el lamento de Aquiles por la insensata muerte de Patroclo en batalla, donde echa en cara a su amado no haber "reverenciado la unión sagrada de los muslos, agradecido los muchos besos". Un rasgo común de la naturaleza humana que todos compartimos es que llevamos la cultura a todos los aspectos de la vida, elevándola desde su nivel animal, bruto, hacia formas refinadas y sofisticadas. Esto se puede observar en el modo en el que nos vestimos, cocinamos y comemos, en el modo en el que construimos casas elegantes para vivir, y en otros incontables modos, incluyendo, tristemente, hasta la manera en que hacemos la guerra. En el mismo estilo los antiguos griegos construyeron su concepción del amor elegante y honorable entre hombres hace dos milenios y medio. A pesar de que esa elaborada cultura fue destruida junto con el resto de su civilización, sabemos de ella gracias a los registros escritos que dejaron, a los mitos, a los textos filosóficos, a los textos legales... ¿Pero qué pasa con aquellas naciones que no legaron sus relatos a la gentes del futuro para ser valorados? Si esas gentes llegaron a establecer tradiciones relativas al amor entre hombres que más tarde fueron abolidas, podemos asumir que ese conocimiento ha sido perdido para siempre. Es por esa razón por la cual muchas personas en África afirman hoy que el amor entre un hombre y otro es algo importado desde fuera del continente. Este argumento, sin embargo, puede demostrarse falso. Aunque no exista un corpus literario que documente, de su propia mano y lenguaje, el pensamiento y las acciones de esos pueblos africanos de antes de la era moderna, existe afortunadamente un par de casos en los que las prácticas del amor masculino en esas sociedades africanas ha sido conservado, permitiéndonos echar un vistazo a una normalidad que ya no existe, siendo, de hecho, su total ausencia lo único que nos permite imaginarnos a nosotros mismos como "normales". En el segundo cuarto del siglo XX, el antropólogo E. E. Evans-Pritchard encontró los últimos vestigios de una antigua tradición de amor entre hombres —mezclada con honor, deber y tutela— que involucraba a guerreros adultos, jóvenes y adolescentes pertenecientes a la cultura Azande, que ahora pervive dispersa entre la República Democrática del Congo, Sudán del Sur y la República Centroafricana. Se trata de una ​ kuru pai —vieja tradición— por la cual los guerreros y príncipes azande, normalmente miembros de los batallones de solteros ​ aparanga​ , tomaban como esposa a hombres jóvenes a cambio de una aportación económica. Como en el caso de los griegos, se puede apreciar dos tipos de relación integradas en una misma tradición. La primera es con hombres jóvenes en su plenitud física, entre los diecisiete y veinte años de edad, cuyos cuerpos están completamente desarrollados y son capaces de realizar cualquier trabajo masculino, en el sentido pleno de la expresión.

Uno puede imaginar que estos jóvenes tenían un precio alto en función de su gran valor económico. La parte de tutela sigue siendo esencial, ya que los hombres azande solían casarse tarde, en su veintena o treintena, y por tanto había una gran diferencia de madurez y experiencia entre los guerreros y sus asistentes. Pero esta tutela requería mucho menos esfuerzo que la que necesitaba un chico, como cualquiera que haya educado a un adolescente sabrá bien. En este primer tipo de relación se puede observar amor, amistad y colaboración entre hombres de diferente edad. Debería recordarnos a algunas relaciones famosas entre griegos, como la de Aquiles y Patroclo. El segundo tipo de relación azande no es entre adultos sino entre un adulto y un adolescente joven, de entre doce y dieciseis años. Es posible que los hombres que no podían pagar un precio alto tuvieran que arreglárselas con un amante más joven. O quizás era un asunto de libre elección por parte de hombres de corazón tierno que admiraban la belleza y maleabilidad de un chico, y que tenían el talento y el deseo de hacerse cargo de la educación de un joven adolescente. Sabemos que los hombres azande sentían y expresaban afecto hacia los chicos de la misma forma en la que los aristócratas se relacionaban con los plebeyos. Parece ser que los príncipes trataban a los chicos de su entorno con gran indulgencia y tolerancia, en contraste con el trato áspero y severo que otorgaban a los adultos. Como en el caso de los antiguos griegos, cada joven amante desempeñaba los roles de aprendiz, compañero y amante hasta que se convertía en guerrero. Como en el caso de los antiguos griegos, el padre del joven estaba implicado en la relación. El guerrero, conocido como ​ badiya ngbanga —amante de la corte real—, ofrecía al padre del muchacho una lanza cuando pedía la mano del ​ kumba gude ​ —chico— en matrimonio, y pagaba con más lanzas cuando la ceremonia de matrimonio tenía lugar; cinco por un chico valioso, hasta diez por uno excepcional. También parecía haber un sistema de recompensas para aquellos hombres que cumplían sus obligaciones para con la familia del chico: Cuando llegaba el momento en el que el joven se unía finalmente a las filas de guerreros, el padre frecuentemente ofrecía a su mentor a una de sus hijas en matrimonio. El dicho azande sería "Si es bueno para un chico, cuanto mejor para una mujer". Los hombres eran celosos de sus muchachos, y si pillaban a otros hombres cortejándolos, podían llevarlos ante el rey y exigir una compensación en forma de lanzas como castigo por la ofensa. En caso de guerra no dejaban a sus jóvenes amantes unirse a la batalla y los hacían permanecer en sus campamentos, donde a la vuelta les relatarían sus proezas en combate.

Jóvenes guerreros azande. Los miembros de la pareja se dirigían el uno al otro con afecto, llamando el mayor a su amado ​ diare​ , —mi esposa— y el menor respondiendo ​ kumbami​ , —mi marido—. Durante el día los deberes de la esposa incluían cargar con el escudo de su ​ badiya ngbanga​ , ayudar a cultivar los campos del padre de su marido, conseguir leña, traer agua y cocinar mandioca y boniatos para ambos. Por la noche, el joven encendía el fuego al lado de la cama de su marido. Tras ello, dormían juntos, y su acto amoroso era cara a cara, exactamente igual que en el caso de los antiguos griegos cultivados. Evans-Pritchard informó de que los hombres azande que le relataron la tradición expresaron asco ante la mención de la penetración anal.

Este lazo amoroso entre un joven y su mentor, su unión erótica dignificada, la tutela del joven por parte del mayor, el compromiso con sus familias y el servicio a la comunidad, se combinan para mostrar una versión nativa africana del amor griego en su mejor faceta, probando que los guerreros de la Nación Azande, siendo iletrados y viviendo en pleno centro de África, eran auténticos caballeros en cuanto al amor entre hombres, tanto como lo eran los guerreros de la antigua Grecia en la cúspide de su gloria intelectual y artística. Si han sobrevivido las historias de amor masculino azande, como en el caso de las griegas, sería posible encontrar un ​ ethos muy similar al que los griegos ensalzaron en la leyenda de Zeus y Ganímedes. Esa puerta está cerrada ahora, y sólo los bardos azande podrían abrirla, si quedara alguno y recordara cómo. Si los azande eran los caballeros del amor masculino en el continente africano, ¿acogieron entre ellos a algún salvaje como Layo? Contra esta ética del amor de los guerreros azande contrasta crudamente la de otro rey trágico, y en esta ocasión no es mítico. Se trata del joven gobernante de los Buganda, el ​ kabaka ​ —rey— Mwanga II, desgarrado entre sus tradiciones ancestrales y las de los colonizadores británicos. En ese momento histórico, cuando el influjo de hombres extranjeros con sus ideas extranjeras estaba minando el poder y la autoridad tradicional del rey de los Buganda, incluso un hombre varias veces mayor que el adolescente Mwanga se habría sentido presionado para encontrar una manera de defender las costumbres del reino. Pero Mwanga era poco más que un crío, tendente, como todos los de su edad, a apreciar las cosas en términos absolutos. Reaccionó agresivamente a lo que percibió como una deslealtad, y como castigo envío a la hoguera o decapitó a cuarenta y cinco pajes, jóvenes y adolescentes, que habían sido enviados por sus padres para servirle. Y es que se habían negado a volver a ser sodomizados por el rey, tras rechazar su divinidad y mostrar fidelidad, en cambio, a los misioneros europeos. Vale la pena preguntarse: ¿Eran los griegos, los buganda y los azande "homosexuales"? Después de todo, los hombres de estas culturas practicaban sexo entre sí como algo habitual, y no parecían darle a este acto especial importancia. Aquí es donde podemos apreciar una diferencia aún mayor entre los hombres de hoy y los de esa época. Cuando examinamos a estos pueblos premodernos, podemos apreciar un tipo de experiencia masculina considerada universal en muchas, si no la mayoría, de las naciones de la antigüedad. Vemos que los hombres amaban a los muchachos con tanta naturalidad como amaban a las mujeres. Si se hacía una distinción entre estos hombres del pasado no era respecto a ​ quién amaban, sino a ​ cómo​ amaban. Por tanto debemos discrepar con aquellos que se refugian tras la cortina de humo de la no historicidad para proclamar que en África no existía la homosexualidad antes de la llegada de los europeos. Esa posición es psicológica e históricamente imposible. Todas las culturas africanas deben haber presentado alguna forma de amor entre hombres. La fusión de amistad, impulso físico y apreciación de la belleza masculina es común a todos los pueblos, aunque varíen las proporciones de la mezcla. Estos factores llaman a la acción, a no ser que sean frustrados por algún temor inculcado. Los ejemplos abundan: Los muchachos del Congo jugaban a ​ gembankango,​donde se perseguían por el bosque, colgando de lianas, en una competición que podríamos llamar "Bujarrón el Último". Los Ashanti de Ghana tenían esclavos masculinos como esposas, engalanados con "collares de perlas y pendientes dorados", que acompañaban a su marido en la muerte, como en la práctica hindú ​ suttee​ . Entre los Wolof en Senegal, hombres travestidos conocidos como ​ gordigen —hombre-mujer— eran comunes. A lo largo del Alto Volta, los muchachos apuestos de edad entre

siete y quince años conocidos como ​ sorone eran amantes de los jefes de las aldeas, y se les prohibía tener relación con mujeres. El escenario más probable es que el amor masculino en África fuera ubicuo y se manifestara de múltiples formas, indescifrables en muchos casos para los observadores extranjeros o, cuando entendidas, pasadas por alto debido a la vergüenza. Por tanto, el peso de la prueba debería recaer sobre aquellos que proclaman que este fenómeno no se dio. La única cuestión que queda por responder es si las relaciones amorosas masculinas en todas las culturas tendían a refinarse y sofisticarse, como en el caso de los griegos cultos de la Antigüedad y los azande, o adoptaban una modalidad más salvaje, como la ejemplificada en el mito de Layo y el ​ kabaka​ de Buganda. Esta distinción crucial podría arrojar luz sobre la repulsión, como acto reflejo, que la homosexualidad masculina evoca hoy en día en muchas personas, lo admitan o no. ¿Podría ser el producto de un choque cultural entre la sensibilidad de una sociedad avanzada y una conducta atávica, insuficientemente examinada, en conflicto irremediable con esa misma sensibilidad? Tomando a los azande como ejemplo, podemos asegurar que su concepción del amor masculino había configurado una tradición compleja, una que habría necesitado siglos o milenios para constituirse. Era una tradición constructiva en muchas maneras. Fortalecía a la comunidad haciendo a los guerreros más cohesionados. Establecía amistades duraderas entre jóvenes, base de alianzas permanentes para toda la vida. Era un método que los guerreros curtidos en combate tenían para transmitir sus habilidades a los guerreros jóvenes. Si sus amados eran aún adolescentes, les ayudaban a convertirse en adultos. Fortalecía el tejido social, estableciendo lazos de amistad y socorro mutuo entre familias. Y conseguían estos objetivos por medios elegantes y dignos, sin someter a sus amados a prácticas antihigiénicas que les podía causar dolor y humillación a cambio del placer de los amantes, por no mencionar daños físicos, incontinencia, y enfermedades. Una eternidad de ensayo y error enseñó a los azande como configurar de modo óptimo el amor natural entre dos hombres maximizando los beneficios y minimizando los riesgos. Su sofisticación psicológica y social probablemente estaba a la par con otros elementos de la Cultura Azande, como sugiere la integración de esta tradición en la estructura de la comunidad. Es este aspecto el que la distingue radicalmente de la homosexualidad que está de moda hoy en día, que, desde un punto de vista histórico, nació ayer mismo. Para adquirir un nivel parecido de integración, este largamente reprimido aspecto de la experiencia humana debe primero recapitular los milenios de evolución que han conformado otros intereses humanos. Ya que la homosexualidad de ahora tiene que ver más con la del búfalo americano o el orangután —animales que, según aseguran los zoólogos, se penetran analmente cuando están poseídos por la lujuria— que con las tradiciones homoeróticas de culturas más evolucionadas, que se aprovechan de las ventajas constructivas del amor a la vez que mantienen a raya sus aspectos más destructivos. Los descubrimientos de los zoólogos nos empujan a revisar uno de los argumentos más importantes contra el sexo anal enarbolado tanto por pensadores antiguos como más modernos. Platón, Luciano de Samosata, y otros polemistas a lo largo de los siglos, han apuntalado el argumento de que la sodomía es contra natura señalando que en el Reino Animal no se produce.

La ciencia moderna, sin embargo, refuta este argumento a la vez que lo revierte. Trabajos recientes muestran que especies superiores se abandonan al sexo anal, y que entre algunas esta tendencia es algo incluso común. Luego los moralistas yerran, ya que el argumento que deberían enarbolar no es que el sexo anal es contra natura porque los animales no lo practican, sino que no se debería practicar precisamente porque es propio de bestias; es decir, que lo que es normal para un animal irracional no debería serlo para un humano racional. Esto no es lo mismo que decir que los humanos estamos por encima de los impulsos naturales. De manera particular, la selección natural podría muy bien estar desempeñando un rol en lo que superficialmente sólo parecen ser actitudes culturales basadas en juicios subjetivos. Cuando una posición aparentemente superficial tiene tanta fuerza y está tan ampliamente extendida a lo largo de tanto tiempo y tantas culturas como pueda ser el rechazo reflejo a la penetración anal, tenemos que preguntarnos si existen claves objetivas bajo esta aparente subjetividad. ¿Pudiera darse el caso de que la evitación del sexo anal tuviera valor adaptativo? Ciertamente, las experiencias recientes muestran que la fijación de la cultura gay en el ano masculino ha sido una especie de apertura de la Caja de Pandora, de la cual no dejan de surgir enfermedades mortales, conflictos sociales y una polarización del deseo sexual que ha empobrecido el espacio social y la vida amorosa de la mayoría de hombres. Las relaciones homosexuales de nuestro tiempo están desconectadas de las raíces culturales, persistentes durante siglos, que conformaron y enriquecieron a tradiciones del pasado. En vez de eso, las formas que adopta la homosexualidad actual están sujetas a la última ocurrencia de turno y a la influencia de unos medios que propagan constantemente el peligroso fraude que asegura que el sexo anal es el sello definitorio de la expresión del amor entre los hombres. Esta idea, por supuesto, se convierte en una profecía autocumplida, especialmente cuando los mismos medios se olvidan de recordarnos de que esta práctica era muy minoritaria antes de la revolución sexual en los años sesenta. Como resultado, el juego erótico entre hombres se ha identificado totalmente en la mente colectiva con la penetración anal, aun cuando sencillamente no es el caso en muchas ocasiones y aquella sea de mal gusto para cualquier persona que no tenga el cerebro lavado por el constante aluvión de la propaganda pro-sodomita actual. De este estado de cosas los hombres que practican sexo anal sólo tienen parte de culpa. Ésta debería recaer sobre las instituciones, religiosas o coloniales, que han suprimido y destruido las ricas y altamente evolucionadas antiguas tradiciones del amor masculino socialmente funcional. Tras el establecimiento de estas instituciones sólo ha quedado un yermo y desolado paisaje, en el cual una homosexualidad basada en un estéril orgasmo-a-cualquier-precio ha florecido. A diferencia de las constructivas homosexualidades tradicionales del pasado, esta concepción moderna de la homosexualidad no es consecuente y no está integrada en ninguna estructura social, a menos que tengamos en cuenta su intento de usurpar las funciones de crianza de los niños, pretensión que, enarbolando una falsa concepción de la igualdad, pisotea el derecho de cada niño de ser criado por un padre Y una madre. ¿Estamos dispuestos a creer que el drama de los niños huérfanos de padre, un sufrimiento reconocido desde la antigüedad, se puede resolver añadiendo una segunda madre a la mezcla, o viceversa? ¿No sería mejor para un padre gay unirse a una mujer lesbiana, como muchos hacen, anteponiendo los derechos del niño al deseo de romance, si sacar adelante a un hijo es lo que realmente desean?

¿Debemos admirar a las parejas masculinas que pagan enormes cantidades de dinero por separar a bebés de sus madres, ocultando un acto deshumanizante bajo una máscara de amor e igualdad de derechos? La única razón por las que las relaciones homosexuales que implican copulación son sostenibles es porque descansan en los heroicos esfuerzos de la medicina moderna por rescatar a los que llevan a cabo estas prácticas de las enfermedades que frecuentemente se adueñan de ellos. Demasiadas veces estos esfuerzos son estériles, como podemos comprobar con la plaga del SIDA, que ya se ha llevado millones de vidas, o con la aparición de nuevas epidemias como la del cáncer rectal o la de la gonorrea resistente a antibióticos. ¿Quién puede ser tan insensato como para creer que no aparecerán nuevas? En realidad, es el propio sexo anal el que debería ser percibido como una plaga que se ha extendido hasta el punto de suponer un detrimento no sólo para los hombres que la practican, sino para el conjunto de la sociedad, que ahora debe lidiar con la transmisión de enfermedades más allá de la comunidad gay y el tremendo gasto financiero necesario para contenerlas. De hecho, descubrimientos médicos recientes indican que el uso de Truvada, una píldora diaria, previene la infección con el virus del SIDA si la toma una persona sana que no haya sido expuesta previamente a la enfermedad. Su coste es de 12.000 dólares por persona al año, dinero gastado en que un hombre pueda penetrar a otro con relativa impunidad. ¿Quién es más descerebrado, el sodomita, o el que subvenciona la sodomía de otro? Si hemos de ser honestos debemos reconocer, no obstante, que todos somos víctimas de una doble ceguera. La mayoría de hombres que aman a otros hombres, aunque se definan a sí mismos como no convencionales, han avanzado a marchas forzadas al ritmo de una moda destructiva que convierte la sodomía en un elemento esencial, cuando no es más que una elección arbitraria y caprichosa que desprecia un tabú humano perenne que se encuentra, en mayor o menor grado, en toda sociedad humana. Como resultado, estos hombres que modelan su amor a otros en base a este patrón contemporáneo de cultura gay se han causado a sí mismos gran perjuicio, han sembrado conflictos en la sociedad y han ganado el rechazo de una gran proporción de ciudadanos. Pero estos mismos ciudadanos que condenan a los homosexuales que enarbolan la pancarta de la sodomía —cada vez más sordos a toda objeción, acusando a sus críticos de "fanatismo" y "homofobia"— y que expresan su repugnancia por el sexo anal —cada vez más encumbrado en nuestra cultura como comportamiento normal y enseñado a los niños en los colegios públicos como si fuera una opción sexual legítima— también están profundamente equivocados. Aquellos que pintan a todos los homosexuales con la misma brocha han perdido la razón tanto como a quienes acusan. Culpando a todos los hombres que se aman entre sí como desviados, los acusadores han perdido todo sentido de la discriminación, condenando al amor al mismo tiempo que a la inmoralidad. Pero es que hablamos de asuntos distintos. Nadie tiene derecho a decirle a otra persona a quién debe amar. Prohibir a alguien amar es un acto salvaje de primer orden. El amor es una fuerza de la naturaleza a la que nadie puede obligar. El torrente del amor no puede ser detenido, sólo encauzado. Así que, atrapados entre dos imposibilidades, la de una lujuria cancerosa y una igualmente cancerosa represión de una naturaleza humana irreprimible, ¿qué argumento pueden enarbolar aquellos que condenan a los homosexuales como si fueran salvajes no muy distintos a los caníbales o a los que practican sacrificios humanos?

¿Existe un camino que sea a la vez libre de represión y al mismo tiempo libre de degradación y humillación, por no mencionar enfermedad y muerte? ¿Hay alguna manera de superar este estancamiento donde nadie es libre, ni el moralista que condena a otros por su amor a la vez que niega profundamente su propio erotismo polimorfo, ni el libertino que persigue compulsivamente un éxtasis destructivo escondiéndose tras una sopa de letras tipo "LGBTXYZ"? Una manera de superar este estancamiento puede ser buscar una manera más equilibrada en la que los hombres que aman a otros puedan amar a quien aman, pero expresándolo de una manera compasiva, una manera que prometa beneficios duraderos en vez de perjuicios insidiosos, una manera que todos los hombres razonables, y también sus hijos, puedan admirar. Estos tipos de amor siempre se han practicado, y siguen siendo comunes hoy en día. Todo lo que se necesita es desplazar el foco de la sexualidad masculina en los medios y en el ámbito educativo hacia estos placeres: Juegos eróticos inteligentes, gentiles, inofensivos e indoloros, totalmente satisfactorios y llenos de intimidad y, sí, de éxtasis. Claro que en un mundo en el cual la mente global está cada vez más insaciable, cada vez más ávida para lo extremo, lo sensacional, lo chocante, este desplazamiento nunca ocurrirá. Así que esta búsqueda para el equilibrio y la cordura en las relaciones amorosas entre un varón y otro debe volver a su origen, al nivel puramente personal. Si alcanzamos cada uno por cuenta propia este punto de equilibrio entre el deseo y la razón, podremos descubrir lo que los caballeros griegos y azande de buena voluntad y secular conocimiento entendieron: que la semilla del amor masculino puede germinar en el corazón de todo hombre, y no sólo de unos pocos, siempre que este amor siga una ruta a la vez bella y sabia.

Palabras Clave / Keywords Mitología griega, Azande, Homosexualidad, Pederastia, Layo, Hubris, Abuso sexual, Sodomía, Sexo anal.

Epílogo En algunos idiomas la palabra "pederastia" es un término, muchas veces utilizado con disgusto, para indicar a un hombre que efectúa copulación anal con otro hombre, sean ambos de edad similar o distinta. Esta connotación está muy lejos de su significado original y respetable, el que tenía hace más de dos mil años. ¿Cómo ha sido posible un viraje tan radical? Más probablemente, es un bofetón en la cara de todo hombre que ha intentado o pretendido amar a otro sólo llegando a degradar y dañar a su amante —y a sí mismo—, fuera consciente o inconscientemente, fuera de edad parecida o no a la suya, mediante prácticas peligrosas y vejatorias. Desafortunadamente, aunque esta condena pueda ser justa, el término ha sido mal escogido. Una palabra más adecuada hubiera sido "anti-pederasta", ya que los pederastas originales rechazaban expresamente ese tipo de actividades en relación con sus amados. Ellos fueron los que concibieron precisamente el arquetipo de

Layo, "el primer sodomita" con intención de dejar clara su estatura moral y disuadir a otros hombres de llevar a cabo esas prácticas. Layo pagó su crimen no sólo con su vida, sino con la extinción de su estirpe en tres generaciones. Ocupando y estigmatizando el territorio semántico de los hombres que participan con otros en relaciones amorosas éticas y constructivas, el resultado inevitable es fomentar un clima de ignorancia con respecto a las posibilidades de dichas relaciones. Como esta actitud no elimina los sentimientos de atracción, deseo y amor entre hombres, el resultado último es que muchas de estas parejas acabarán haciendo precisamente aquello que es sabio evitar, el sexo anal, y sabiendo muy poco acerca de la existencia y la historia de un modelo de relación mucho más constructivo y refinado. "En la Jungla, los Caballeros; en la Ciudad, los Salvajes" de Andrew Calimach está bajo licencia Creative Commons Attribution 4.0 International License.

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