Los Ángeles: Fiebre y religión en el bosque de los acebos

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Descripción

Los Ángeles: Fiebre y religión en el bosque de los acebos

En Hollywood la expresión "La Meca del cine" pierde su carácter metafórico.
Los devotos de las celebridades veneran religiosamente a las estrellas en
medio de una mezcla de Vía Crucis pagano y orgía consumista. Verdad,
ficción y simulacro danzan al ritmo de la industria del entretenimiento.

Beatrix Kiddo extrae de algún lugar de su ajustado traje amarillo un
billete y algunas monedas. Atendiendo a las indicaciones de la máquina, la
protagonista de Kill Bill apoya con cuidado el borde del billete de un
dólar con la cara de Washington hacia arriba. El letrero es preciso: o
nueve monedas de 25 centavos o un billete de un dólar ("face up") y cuatro
monedas. Pero no siempre es fácil. El aparato a veces considera que George
está demasiado ajado para su ávida hendidura, y entonces se niega, y no
emite el sonido eléctrico-gutural de la aceptación y posterior deglución,
sino que calla, burlándose del viejo billete que se enrolla sobre sí mismo,
rechazado. O bien dictamina un terrible "sold out" ("todo vendido") y el
cliente maldice haber elegido, con tanta sed, el producto agotado.
Finalmente, la chica que se parece a Uma Thurman lo logra. La lata cae
pesadamente, con ruido. Ella se sienta en uno de los escalones de la breve
escalera en una salida lateral del complejo Hollywood Highland, y se pone a
beber el jugo de mango con gesto torvo, junto a su katana, inseparable
compañera negra y lustrosa que la esperaba apoyada contra la pared. Allí
mismo, en esa lengua de sombra, refugio en medio del severo sol del verano
de la baja California, suelen reunirse Iron Man, dos Hombres Araña, (uno
rojo, otro negro), Elvis Presley, Batman, Jason Voorhees (el asesino de
Viernes 13), el Joven Manos de Tijeras, Mario Bros. Cristo charla canchero
con casi dos metros de Gatúbela afroamericana, contundente, superando la
ficción con toda su realidad. Bajo las lentes de seis cámaras fotográficas
un Transformer, mezcla de persona, disfraz y estructura metálico-sintética
se pavonea, para mostrarse, como si una instalación de arte contemporáneo
hubiera cobrado vida y escapado de un museo para poner su propio negocio:
pasearse entre la gente para ganar unos pesos. El calzón de una de las
Marylin Monroe, la que tiene su propio equipo de rejilla con viento levanta-
vestidos y no usa el "real" de la estación de Metro contigua, tiene
estampado un claro mensaje entre marcas de rojos besos: "Tips"
("Propinas"), se lee sobre el tenso telón de fondo de sus glúteos. Es ésa,
la propina, la verdad revelada, lo que le da sentido a todo ese enorme
circo callejero, el Ábrete Sésamo que abre voluntades y produce inmediatas
simpatías. Cinco dólares de propina: "Thank you very much", la fórmula de
cortesía mínima. Diez dólares: "Thank you very, very much", con énfasis,
con ganas. La boca traga-dólares de la máquina de refrescos parece tener la
capacidad de mutar y adquirir distintas formas, como en el mundo de las
historietas.

Los disfrazados acalorados configuran tertulias de película, literalmente.
Lo mismo que les hace ganar el mango los atormenta: el traje de Harry
Potter se convierte en la condena del joven que lo padece, y el lucrativo
parecido con el personaje se deshidrata junto con él. El disfraz y la
impedimenta de Darth Vader (La Guerra de las Galaxias), que incluyen placas
de plástico rígido, y capa, hacen pensar en un apocalíptico caballero
medieval, con su pesada armadura bajo el rayo de febo cruel que lo cocina.
Freddy Kruger se enoja porque las propinas son exiguas, y se enoja "de
verdad". Las festejadas amenazas del mentido asesino a veces juegan también
el juego que más le gusta a Hollywood: ficción/realidad/ficción/realidad,
como una calesita de esquiva sortija. Más de una vez los disfrazados se ven
en la obligación, sin salir del personaje, de reivindicarse como
trabajadores. "Esto es un trabajo", aseguró un combativo Bugs Bunny
apuntando al vacío con la enorme zanahoria, una suerte de caña para pescar
familias con niños en medio de la multitud. Idéntica expresión usó Kevin,
un experimentado guía de una de las empresas turísticas que operan en ese
pandemonium configurado por el Teatro Chino, el Teatro Kodak (donde se
entregan los premios Oscar) y el complejo Hollywood Highland, monstruo de
cuatro pisos que intercomunica y complejiza todo con su entramado de
negocios de marcas internacionales, restaurantes refinados en los que la
gente devora sushi a toda hora, simples heladerías, locales de fabricación
natural de yogurt helado y licuados, salas de multicines enormes y
opulentas, con el lujo de un templo imperial chino y fuerte olor a
pochoclo. "Respétenos, estamos trabajando", reivindica un letrero de una
compañía aérea en el aeropuerto de Los Ángeles. Algunas formas del consumo
turístico hacen necesarias estas prevenciones.

En el sector de Los Ángeles denominado Hollywood (de "holly", "acebos", una
clase de arbusto, y "wood", "bosque"), y más precisamente en la avenida con
ese nombre, la multitud adopta expresiones faciales y corporales de difícil
descripción. Fotos, posters, remeras, imágenes trucadas para aparecer junto
a las estrellas, celebridades en cera, en madera, en cartón, museos donde
se exhiben, a quince dólares la entrada, la jaula de Anibal Lecter, los
zapatos de Brad Pitt. Muchos desesperan por caminar sobre el exacto sitio
por donde lo hacen las estrellas en la fiesta de la entrega del Oscar, la
narcotizante alfombra roja, como cristianos sobre las piedras eternas de la
Vía Dolorosa de Jerusalén. Se ensayan en este barrio todas las maneras
imaginables de representación, todas las maneras de construir la presencia
de lo ausente. Es una máquina de crear iconografías a gran velocidad, para
empapelarlo todo con iconos y más iconos que se repiten, infinitos,
redundantes, disparados por un sistema de espejos que produce mercancía en
serie. Todo cubierto, a veces literalmente, otras veces metafóricamente
(los límites son aquí siempre problemáticos), con representaciones de
representaciones, y émulos de personajes, y símbolos de émulos, y así,
hasta inundar y embotar los sentidos.

Los turistas peregrinan. Hacen reverencia, y aquí no hay sentido
metafórico. Agachan la cabeza, se arrojan al piso para fotografiarse con
las estrellas de cinco puntas con el nombre de algún famoso, en el Paseo de
la Fama. Hay caras de famosos en las gigantografías de las películas a
estrenarse, algunas del tamaño de edificios de diez pisos. Y hasta en las
persianas metálicas de los negocios. Alrededor de la estrella de Michael
Jackson lo poco de distancia metafórica que podía sobrevivir en este magma
de dioses y peregrinos se hace añicos. Ahí se concentran la vela, la flor,
el cartel "volvé", las formas más desembozadas de la idolatría, la
superstición, la religión. Como los dioses griegos, los de Hollywood tienen
características humanas, sus vidas generan relatos con escándalos de
alcoba, excesos y perversiones. A diferencia de los dioses, se mueren, y es
justamente entonces cuando se hacen eternos y desatan rituales.

Este frenesí de colores primarios es apenas uno de los tantos escenarios
que se erigen en esta ciudad compleja, extensa, sórdida y violenta. Cuatro
millones de personas habitan Los Ángeles, y son 18 millones contando el
área metropolitana. De esa cifra, más de 150 mil, según un censo oficial de
2001, pertenecen a alguna de las 1.350 pandillas que operan en la zona. Sus
guerras siembran los valles de cadáveres. Detrás de los grandes escenarios,
entre bambalinas, el consabido ejército de "gente sin hogar" ("homeless")
deambula como en las películas de zombis. Son los muertos vivos del
sistema. Se acomodan en rincones oscuros, a pocos metros del mercadeo de
los devotos de las celebridades. Son miles los que discuten con la nada,
pelean, insultan al aire, atormentados por fantasmas invisibles que
seguramente no son celebridades. Estas tramoyas detrás de la escena son
huecos hediondos, sin las mínimas condiciones de salubridad. De día, los
pobres agitan los consabidos vasitos traga-monedas. En muchos de estos
recipientes hay amorosos mensajes para cuidar a los consumidores y evitar
juicios: "Cuidado, líquido hirviendo, no verterlo sobre personas". Lejos de
tan puntillosos cuidados, apenas llegan las sombras, cuando ya los
restaurantes se llenan pese a la recesión, los "sin hogar" se duermen
insultando, gruñiendo entre la mugre. No los despierta la permanente música
de fondo de Los Ángeles: el silbido parejo de los neumáticos sobre la cinta
asfáltica de las autopistas, el tableteo metálico de los helicópteros que
vomitan chorros de luz sobre las calles en busca de delincuentes, las
sirenas de la policía y los bomberos, como si este bosque de acebos
estuviese siempre ardiendo.
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