López. Epicuro o La obstinación en la felicidad

June 15, 2017 | Autor: José Antonio López | Categoría: Philosophy, Ethics, Epicurus, Epicureanism, Filosofía, Ética, Epicuro, Ética, Epicuro
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Descripción

O LA OBSTINACIÓN EN LA FELICIDAD

Selección y comentarios de

José Antonio López

A Alonso y Alex, para que se obstinen en la felicidad

Ilustración de portada: Grabado de un busto de Epicuro en la Villa de los Papiros. Wikipedia. Licencia de dominio público, según consta en https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Epikur.jpg El texto contenido en este documento (con excepción de los fragmentos citados de otras obras) es propiedad de José Antonio López López, tal como figura en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona (España), diciembre de 2015. Para contactar con el autor: [email protected]

ÍNDICE Prefacio ......................................................................................................................... 1 Primera parte: Los viajes Atenas ........................................................................................................................... 7 Esplendor y declive de la polis .................................................................................. 7 Un mundo convulso .................................................................................................. 8 Recogimiento y autosuficiencia ................................................................................ 9 Jonia ............................................................................................................................ 13 Persistencia en la alegría ........................................................................................ 14 El hombre solo ........................................................................................................ 17 El hombre libre ....................................................................................................... 19 Mitilene....................................................................................................................... 22 Lámpsaco .................................................................................................................... 26 Despertar a la felicidad ........................................................................................... 28 La medicina del alma .............................................................................................. 29 Regreso a Atenas .................................................................................................... 30 Segunda parte: El Jardín El Jardín ....................................................................................................................... 33 La materia ................................................................................................................... 37 El cuerpo ..................................................................................................................... 40 La aceptación de los límites ........................................................................................ 42 La muerte.................................................................................................................... 43 La imperturbabilidad (ataraxia) ................................................................................. 46 Los placeres sencillos.................................................................................................. 50 El retiro y la amistad ................................................................................................... 56 Tercera parte: El convidado Reencuentro de Epicuro ............................................................................................. 65 Nuestras crisis y nuestros dioses ................................................................................ 68 Del cuerpo y del espíritu ............................................................................................. 73 La muerte y el dolor.................................................................................................... 77 Ante los placeres, hoy................................................................................................. 83 Las relaciones ............................................................................................................. 95 Epílogo ...................................................................................................................... 103 Bibliografía ................................................................................................................ 109 Notas......................................................................................................................... 109

Prefacio Epicuro fue el primero que osó enfrentarse a los motivos de la postración de los hombres. José Vara1

En un tiempo de angustia e incertidumbre, mientras se desvanecía el amparo de la ciudad libre a la sombra de los imperios, Epicuro de Samos se impuso la tarea de forjar una brújula para el individuo zarandeado por las tempestades de la vida. Sus únicos instrumentos fueron la reflexión lúcida y la buena voluntad. Y no se distrajo nunca de la urgencia de su propósito: salvar al hombre. Fue un pensador muy prolífico, aunque casi toda su obra haya sido arrasada por las borrascas de la historia. De ella ha sobrevivido sólo un puñado de fragmentos: unas pocas cartas, algunos testimonios y una escasa colección de sentencias dispersas por los escritos de otros autores. Sin embargo, su pensamiento era tan compacto que basta con lo rescatado para iluminar los grandes trazos de sus propuestas. Cada uno de sus textos nos interpela con una vitalidad intacta, y nos conmueve como lo haría la pausada conversación con un amigo. Siempre creyó en el poder del coloquio afectuoso para encontrar rumbo y abrigo en medio de la zozobra. Apostó como pocos por la alegría y el gozo, y afirmó que estaban al alcance de todos si nos obstinamos en apelar a nuestro sentido común, ocupándonos de lo que en verdad importa. Consideró que la felicidad emana de una existencia sencilla lejos de las afectaciones convencionales y de las imposturas que nos roban la libertad. Epicuro tomó un resuelto partido por lo humano, lo más inmediata e inapelablemente humano. Se alejó de toda trascendencia espiritualista y proclamó una nueva dignidad de la materia, al devolver al hombre la simple identidad de su cuerpo. Constantemente nos recuerda lo poco que en el fondo necesitamos, y lo fácil que es alcanzar el contento para un espíritu lúcido y entregado a la vida. Nos quiere exigentes: implacables en dejar de lado lo accesorio, en simplificar siempre un poco más; insistentes en la cavilación que conquista paso a paso la verdad; defensores de la alegría frente a tantos heraldos de la tristeza. Nos sueña afables, desprendidos, generosos, sosegados hortelanos de la dulce amistad.

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Nuestra cultura judeocristiana nos lega un retrato de Epicuro turbio y deformado, asociado a una vaga noción de placer que aún despierta prevenciones. Lo evocamos como una suerte de vividor libertino que se limitaba a predicar la buena vida y la entrega ociosa a los placeres. Lo vemos recostado en un triclinion, en compañía de cortesanas, con una copa de vino en una mano y alzando con la otra las uvas de Dionisos. El propio Epicuro ya nos avisó de los peligros de ese amasijo de prejuicios y chismes que impregnan las culturas. Clausurada su escuela, el cristianismo hegemónico se aseguró de sepultar el legado epicúreo bajo las losas del dogma. Por fortuna, son muchos los pensadores que han rescatado la auténtica dimensión de nuestro sabio, destilando la profundidad de su mensaje y restituyéndole la dignidad que merece. Hubo que esperar al humanismo renacentista para que alentara una nueva simpatía por su figura. Desde entonces hallamos ecos de sus propuestas en muchos filósofos y artistas, desde Montaigne a Marx y Nietzsche. El siglo XX lo ha estudiado y reivindicado profusamente. Entre nosotros destacan los estudios de Carlos García Gual y de Emilio Lledó, a los que se debe buena parte del contenido de este ensayo. Todas las épocas plantean inquietudes, los interrogantes son eternos, la vida es siempre difícil. Los ciudadanos del siglo XXI, tan confundidos y angustiados como los de la Atenas decadente del siglo IV antes de Cristo, podemos mirarnos igual que ellos en el espejo de esas meditaciones, para vislumbrar valiosas sugerencias y sobre todo un estilo que nos facilite orientarnos hacia la satisfacción y la serenidad. La vigencia de su obra parece fuera de toda duda. Este trabajo intenta ser a la vez un homenaje, un compendio para uso personal y un diálogo con la filosofía de Epicuro. Homenaje porque escribir sobre él es un buen modo de honrarle. Compendio porque recojo los fragmentos que me han parecido más significativos y, a partir de ellos, intento componer un ágil resumen de sus propuestas. Y diálogo, porque me permito plantearle comentarios, ocurrencias, perplejidades, como sin duda le hubiese gustado que hiciera si hubiésemos tenido oportunidad de debatir serenamente, allá en su Jardín, entregados a la maravillosa tarea de la comprensión de la felicidad, que es feliz en sí misma. El eje vertebrador del ensayo son las propias palabras de Epicuro, que brillan con luz propia y contagian, espero, de alguna luz a las mías. No sé si al filósofo le hubiera complacido un texto repleto de citas, él que desdeñaba copiar fragmentos de otros autores y no lo hizo nunca en sus escritos. Pero aquí no se trataba de crear, sino de abarcar y platicar, de apropiarse de su legado y darle vida en la propia vida. Omito, por lo mismo, las citas eruditas y los debates de especialistas. Me limitaré a indicar en qué lugar de las traducciones consultadas se encuentran las sentencias que he copiado. Pido excusas a los traductores por permitirme algunas veces retocar alguna palabra, con la única intención de aclarar –confío en que no traicionar– su sentido.

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El estudio tiene tres partes. La primera, Los viajes, es una presentación del personaje histórico y del fermento de sus ideas. Intento en ella esbozar a grandes rasgos el proyecto epicúreo, la dilatada gestación que a lo largo de la juventud fue perfilando su síntesis original. Me he permitido añadir a lo que se sabe sobre su vida algunas licencias literarias de mi propia cosecha, que, ya que no rigurosas, me parecen verosímiles. El segundo apartado, El Jardín, quiere profundizar en las claves o nudos temáticos de su doctrina, que él se esforzó por convertir en una verdadera forma de vida junto a sus discípulos. Aquí, el filósofo habla con su propia voz, y yo me limito a interpretarlo, de la mano de otros que lo hicieron antes y sin duda con más tino. Y en un tercer apartado, El convidado, he tenido el atrevimiento de fantasear con una visita de Epicuro a nuestro tiempo, o un viaje mío a su Jardín, abandonándome a un libre debate con las sugerencias del maestro, dejando revolotear las meditaciones que me inspira desde mi propia vida y mi propio tiempo. En esta parte, todo lo que atribuyo a la intención del filósofo es de exclusiva responsabilidad mía. Ofrezco al lector, en definitiva, una obrita de significación muy personal, quizá menos justificable que justificada: una esquemática aproximación, una oportunidad de frecuentarlo. Este es mi modo de reflexionar sobre el mensaje del filósofo, de hacerlo mío, de convertirlo en algo vivo en mí, y de dejarlo cerca para que me acompañe. Y así era como Epicuro entendía el valor de la filosofía.

Olesa de Montserrat, mayo de 2012

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Primera parte

Los viajes

Atenas En el año 306 a. C., Epicuro desembarca en El Pireo, el concurrido puerto de Atenas, en compañía de algunos discípulos y amigos. El viaje desde Lámpsaco, en el lejano Helesponto donde se enlazan los mares, ha sido largo y fatigoso, pero el maestro, hecho a las travesías, no se queja nunca. El desayuno, al alba, había consistido en unos pocos higos secos, que degustó como un manjar. Sus ropas humildes lo amparan del asedio de vendedores, mendigos y prostitutas. Se detiene un momento a contemplar el alboroto de los comerciantes, con sus esclavos trasegando las mercaderías. La misma vida eternamente palpitante, tan dura y tan hermosa. Ha regresado a su vieja Atenas, esta vez, quizá, para quedarse. Trae en la cabeza la idea de fundar algo totalmente nuevo: una comunidad de amigos filósofos retirados cerca de la naturaleza, ocupados sólo en la felicidad de su convivencia y su esfuerzo por la sabiduría. Ya ha comprobado que es posible entre sus discípulos de Lámpsaco, y son bastantes los que le siguen. Sólo les falta un lugar apropiado. Pronto lo encontrarán a las afueras y lo convertirán en ese refugio de paz y alegría que la historia conocerá como El Jardín.

Esplendor y declive de la polis La gloriosa polis ya había dejado atrás el florecimiento de los tiempos de Pericles, y era una ciudad estragada, nostálgica de antiguos esplendores, sonámbula entre unos horizontes demasiado remotos. Seguía siendo la joya de la Hélade, espejo de los pueblos griegos. Se mantenía como la más próspera y populosa de las polis, ese rosario de ciudades independientes que habían salpicado ambas orillas del Egeo. Por las calles abigarradas continuaba afanándose una variopinta multitud de artesanos y comerciantes, muchos de ellos extranjeros, entre una nube de esclavos. Pero, poco después de nacer Epicuro (341 a. C.), los macedonios la habían sometido en Queronea, sentenciando el ocaso de su libertad: en lugar de ser guiada por la asamblea de ciudadanos impondrían su ley los diádocos, los ambiciosos generales herederos de Alejandro, que se disputaban los fragmentos del imperio. Desde 307, Demetrio Poliorcetes, el altanero asediador de ciudades, había arrebatado Atenas a Casandro; más tarde la perdería y volvería

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a apropiársela por la fuerza. De mano en mano como un juguete roto, la vieja polis veía palidecer su brillo en el rincón de un mundo que se había hecho incierto y vasto. Epicuro no era dado a las nostalgias, y menos a las de antiguas glorias, pero tal vez algunos de los ciudadanos atenienses evocaran con añoranza los tiempos heroicos de Salamina, cuando el temible rey persa Jerjes tuvo que abandonar precipitadamente el trono que había ordenado construir para contemplar la derrota de los griegos. La victoria sobre los persas le había procurado a Atenas tal prestigio que se impondría aprisa a sus aliadas, fundando un imperio marítimo y comercial que controlaba todo el tráfico del Egeo. Sus rivales no tardaron en unirse contra ella en torno a la eterna rival, Esparta. La guerra duraría veintisiete años. Finalmente, la ciudad fue sitiada, se declaró la peste y tuvo que capitular. Mientras pasea por las callejas de El Pireo, quizá al filósofo le viene a la cabeza cómo, un siglo atrás, el general espartano Lisandro demoliera sus murallas y devastara la población al son de las flautas. Fue el fin de la democracia y el comienzo de una era de inseguridad. Para cuando Epicuro vino al mundo en la remota isla de Samos, Filipo I de Macedonia, padre del futuro Alejandro Magno, ya avanzaba con su ejército imparable con la vista puesta en la Acrópolis.

Un mundo convulso Mientras salva en carro los pocos quilómetros que separan el puerto de la urbe, seguramente Epicuro evoca la memoria de su primera visita a Atenas, cuando no era más que un apasionado adolescente. Hijo de colonos atenienses de ultramar, el filósofo contaba con el privilegio de la ciudadanía, pero también estaba sometido a sus obligaciones, entre ellas el servicio militar o efebía. Con dieciocho años acudió a la metrópoli a cumplir sus deberes, y como provinciano tuvo que quedar fascinado por su grandeza y su intensa vitalidad cosmopolita. Por entonces su curiosidad ya le impulsaba a indagar en cualquier asomo de sabiduría, y quizá aprovechara para visitar la Academia, la escuela filosófica que había fundado Platón sesenta años antes, o el Liceo de Aristóteles, aunque no es probable que coincidiera allí con el maestro. Aquel mismo año Atenas se vio sobrecogida por la noticia de la muerte de Alejandro, cuya vida se había consumido súbitamente después de conquistar medio mundo, como una llama que arde con ímpetu excesivo. La caída del dueño del mundo abría un escenario de inquietantes presagios. Epicuro escucharía las arengas de próceres como Hipérides o Leóstenes, que llamaban a alzarse en armas para reconquistar la independencia arrebatada. Mientras tanto, la comunidad filosófica comentaría la desaparición del extravagante filósofo cínico Diógenes de Sinope, apodado “el Perro” porque vivía en las calles, sin otra posesión que un barril donde guarecerse y un

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taparrabos con el que cubrirse. Tal vez Epicuro admirara esa valentía con que Diógenes había menospreciado las hipócritas convenciones sociales, increpando a los transeúntes con su crítica irreverente a los lujos y las riquezas. Y, como militar, puede que el joven soldado asistiera al último intento de Atenas por emanciparse, frustrado por el destrozo de la flota ática en Amorgos, y que tuvo como consecuencias el suicidio del famoso estadista Demóstenes y la huida y posterior fallecimiento de Aristóteles. Presenciar aquellos desmanes, respirando el ambiente angustiado de la ciudad, quizá hiciera meditar al joven Epicuro sobre la vanidad de la gloria y del poder, la fragilidad de los más firmes pedestales, el desmoronamiento de instituciones que se concebían eternas. “Oh Tiempo, divinidad que velas sobre los sucesos humanos, sé de nuestros múltiples sufrimientos mensajero ante todos”, rezaba el sombrío epitafio de los caídos en Queronea. También tendría oportunidad de contemplar el doloroso empantanamiento de la miseria, las legiones de mendigos, las luchas sociales alentadas por el hambre y la ruina del comercio. Comprobaría escandalizado cómo los ricos, cada vez más distanciados de los ancestrales principios cívicos de libertad e igualdad ciudadana, se apuñalaban entre ellos ignorando las estrecheces del pueblo, agasajando y buscando el amparo del poder extranjero. Sin duda estas experiencias marcarían su pensamiento. Su mirada crítica y su personalidad fogosa ya se habían manifestado cuando años antes menospreciara a su maestro de primeras letras, el grammatistés, por no saber responder a sus preguntas sobre el origen del mundo. “Son los filósofos los que se ocupan de esas cosas”, le contestó el enseñante, preocupado sólo por una correcta recitación de los textos de Hesíodo. “Entonces”, replicaría el insolente jovenzuelo, “tendré que acudir a los filósofos, si es que ellos saben la verdad de las cosas reales”. Las cosas reales: ese era, ya entonces, su auténtico interés. El conocimiento de una verdad útil, en lugar de una brillante oratoria, sería la prioridad que lo impulsaría a lo largo de toda su vida.

Recogimiento y autosuficiencia El triste espectáculo de los avatares atenienses le reafirmaría aún más en la urgencia de esclarecer, mediante la filosofía, un modo de vida que proporcionara cobijo en medio del caos general. Platón y Aristóteles, aparentemente, se habían equivocado al cifrar en la política, la vida organizada de la polis, la esperanza del progreso humano. Platón fracasaría en varios intentos de llevar a la práctica su república ideal: no era eso lo que perseguían los tiranos que habían solicitado su sabiduría. Aristóteles, por su parte, había sido el instructor de Alejandro, el príncipe de los invasores macedonios, que convertiría las viejas ciudades libres en simples piezas de un tablero tan inabarcable como su sed de conquista. La democracia, mutilada, se

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había convertido en una pantomima en la que sólo podían participar los ciudadanos más ricos y más complacientes con el poder impuesto. Ya nadie confiaba, como en los tiempos de Pericles, en que la razón y el debate sirvieran para organizar una vida colectiva armoniosa: el mundo parecía un caos sacudido por la ambición y la guerra. Resulta comprensible que se extendiera en aquel tiempo, entre la mayoría de la gente, una renuncia a lo público y una tendencia al recogimiento en lo privado, lo íntimo, como único ámbito para un individual sosiego. “La solución más sencilla para lograr la seguridad frente a los hombres… es la seguridad que proporciona la tranquilidad y aislamiento del mundo” 2, afirmará más tarde Epicuro a sus discípulos, aconsejándoles que “hay que liberarse de la cárcel de la rutina y de la política”3, puesto que sus honores y sus glorias son pasajeros y superficiales, y nos alejan de la verdadera felicidad. Epicuro, siguiendo los pasos de escépticos y cínicos, y como poco después reiterarían los estoicos, considerará que la única dicha valiosa y duradera es la que proporciona la ataraxia, una paz imperturbable que, salvaguardando la libertad individual (eleuthería), no se apoye en el logro o la posesión de nada exterior: El fruto mayor de la sabiduría es la imperturbabilidad.4 Epicuro no reniega de la sociedad ni se rebela contra ella. La acepta como algo establecido, quizá como algo inevitable para la mayoría de la gente, para ese “vulgo” al que no le interesará su mensaje. Él plantea su búsqueda como un intento para procurar la realización del individuo, y, en concreto, del sabio. Es una felicidad privada que renuncia a la esperanza de universalizarse. Al margen del cierto elitismo y de la insolidaridad que pueda revelar esta postura del filósofo, Epicuro estará compartiendo un sentir general, y aconsejará para el sabio el pacífico retiro de quien no espera nada del mundo, pero tampoco lo desprecia: déjales todo eso a los otros (honores, riquezas, luchas), si lo quieren, y procúrate una vida lo más exenta de condicionamientos posible. El ideal de la autosuficiencia (autárkeia), había sido ya defendido por los contestatarios cínicos y esa especie de secta adoradora del placer que habían sido los cirenaicos. Responde a un régimen del sabio en el cual no dependa de nada exterior: una manutención, unas propiedades, una posición social, un reconocimiento… Al liberarse de toda dependencia con respecto al mundo, de todas las necesidades que hayan de ser satisfechas desde fuera, el sabio logra vivir en libertad y no apoyarse en nada que no sea su propio ejercicio de la virtud. Los cínicos fueron los más radicales en la aplicación de la autárkeia, promoviendo la renuncia a todos los bienes y posesiones y optando por una vida de absoluta pobreza material.

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Epicuro recomendará también ese estado de rigurosa libertad, pero lo hará porque lo considera el camino de la satisfacción personal. Toda dependencia coarta nuestra libertad, distrae al sabio de su dedicación a la filosofía y a la felicidad, nos hace vulnerables y nos plantea preocupaciones sin fin. En cambio, Lo que depende de nosotros está libre de imposiciones.5 Sin embargo, él no será tan radical como los cínicos, ni rechazará la posesión de bienes: se dejó mantener económicamente por sus amigos, muchos de ellos pudientes, su proyecto del Jardín sólo sería posible adquiriendo una casa y un terreno en Atenas, y podemos imaginar que las necesidades de su pequeña comunidad debían verse satisfechas gracias a los fondos que algunos aportaran para ello. El ideal epicúreo era vivir en paz y sin problemas, por lo que las exigencias de la economía y la supervivencia tenían que ser atendidas de alguna manera. En realidad, la emancipación de Epicuro tiene más relación con una frugalidad que reduzca al mínimo las necesidades y con una reducción de los compromisos sociales, a los que obliga el afán de cargos públicos o de riquezas. El estado de felicidad y bienaventuranza no lo alcanzan ni la multitud de riquezas ni la majestuosidad de las profesiones ni jefatura ni poder alguno, sino la alegría y suavidad de sentimientos y la disposición del alma que dispensan los propios bienes de la Naturaleza.6 La filosofía de Epicuro, por tanto, no se propone, como las de Platón y Aristóteles, concebir maneras más o menos utópicas de organizar una vida social que resulte satisfactoria para la mayoría, que guíe al pueblo hacia un Bien colectivo e ideal. Para empezar, Epicuro niega la existencia de ningún Bien con mayúsculas, preexistente al hombre: el bien lo determina cada uno, desde su libertad y desde su disfrute; el bien, con minúsculas, es para el individuo una vida feliz. Por otra parte, el filósofo, como la mayoría de la gente de su tiempo, ha renunciado a la utopía, y eso incluye desistir de encontrar la propia realización en lo público: la felicidad es un asunto privado y sólo puede encontrarse, construirse, en la privacidad, en la pequeña comunidad de unos pocos amigos retirados del mundo. La propia cultura, con su carga de tradiciones y amaneramientos, resulta una imposición de la que hay que sustraerse: Huye, bendito, de todo tipo de cultura al iniciar la singladura en tu bajel.7 La ética ya no era, como había sido para Aristóteles, una parte de la política. No tenía sentido concebir una moral universal, unos criterios éticos

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compartidos. El Jardín no pretendió nunca ser una utopía, probablemente ni siquiera aspirara a convertirse en modelo a seguir para todos: era sólo un intento de alejarse de una sociedad opresora e hiriente, en compañía de las personas queridas. No aspiraba a transgredir ni a transformar, sólo a liberar. Quizá las pretensiones de Epicuro fuesen mucho menos, o mucho más, revolucionarias de lo que hoy pudiéramos creer: ¿podría fundamentarse una sociedad entera en sus principios?

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Jonia Cumplidos los dos años de deberes cívicos, Epicuro abandonó el tumulto de la ciudad y regresó junto a su familia, echando de menos tal vez el sosiego de la campiña jónica. El filósofo estuvo siempre muy unido a sus familiares. Sus padres formaban parte del aluvión de emigrantes que, ante la escasez de tierras y recursos en Atenas, habían buscado mejor fortuna en las colonias. Se habían instalado en Samos aprovechando que la isla se contaba aún bajo administración ateniense. Nunca dispusieron de una existencia holgada. Neocles, su padre, se ganaba la vida como maestro de letras, una profesión considerada de poco prestigio y que más de un malicioso le reprocharía a Epicuro con desprecio. Su madre, Queréstrata, cuentan que se dedicaba a recitar ensalmos. Tuvo varios hermanos, algunos de los cuales le seguirían en el periplo filosófico. Podemos imaginar, por tanto, que Epicuro creció en un ambiente modesto, pero afectuoso. Neocles se aseguró de dar una educación a sus hijos, y es probable que fuera su propio enseñante. Quizá la anécdota del maestro de letras, de ser cierta, enfrentara al altivo Epicuro adolescente con su propio padre. Pero, después de Atenas, Epicuro ya no podría unirse a su familia en la Samos de la infancia. Los colonos habían sido expulsados de la isla, y sus tierras confiscadas. Sus padres se habían mudado a la cercana Colofón. Allí Epicuro encontró una intensa vida cultural en la que se sumergiría durante diez años, alternándola con viajes a diversos rincones de Jonia, y estableciendo así poco a poco sus ideas filosóficas. Jonia era la otra orilla de las metrópolis griegas, en el centro de las costas occidentales de Asia Menor (actual Turquía). Sus habitantes procedían de los primeros asentamientos de emigrantes griegos, principalmente áticos, al otro lado del mar. En esa región se habían desarrollado unas polis prósperas en el comercio y la cultura: Mileto, Éfeso, Colofón, Teos... También ocuparon las numerosas islas próximas: Samos, Quíos, Lesbos... Todas ellas se organizaron pronto en una especie de confederación, aunque sin perder un estrecho vínculo con su lugar de origen. Tal vez por eso constituyeron la región ultramarina que Atenas persiguió con más insistencia en su expansionismo comercial y político.

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En las polis jonias nació la filosofía, de la mano de Tales en Mileto y Heráclito en Éfeso, lo cual nos da una idea de la vitalidad y la libertad cultural de sus sociedades. Los propios jonios fueron extendiéndose a lo largo de las costas de Anatolia, fundando comunidades hasta el Helesponto.

Persistencia en la alegría Epicuro y sus discípulos departen animadamente por el camino desde El Pireo, indiferentes a los saltos del carro. Un discípulo joven y atolondrado pregunta al maestro por sus años de aprendizaje en Jonia, sus lecturas de Demócrito, sus clases con Nausífanes. Epicuro tuerce los labios al oír hablar de Nausífanes. Replica que asistió a sus clases, pero que se niega a considerar maestro a “ese molusco”. Queredemo, hermano de Epicuro, sonríe discretamente. Sabe que el filósofo se proclama orgullosamente autodidacta, y que rechaza ser seguidor de ninguna escuela. En sus cartas, Epicuro dedicará a otros filósofos expresiones despectivas rayanas en el insulto: a Aristóteles lo califica de “depravado”, a Demócrito de “charlatán”, a Pirrón de “inculto”… Sobre todo se ensañará con su maestro Nausífanes de Teos, transmisor durante diez años de las ideas de Demócrito y Pirrón, llamándolo más tarde “molusco”, “analfabeto”, “bribón” y “prostituta”. Pero no conocemos el contexto en que utilizaba estas expresiones. Tal vez su propósito no fuese tanto despectivo como irónico, con la intención de subrayar el hecho de que estos intelectuales no hubiesen centrado su esfuerzo en el único fin realmente significativo, la realización del hombre, y no hubiesen llevado sus doctrinas hasta las últimas consecuencias. Y quizá de ahí su insistencia en diferenciarse de ellos. Pero Epicuro es consciente de que sus ideales no son novedosos, que los ha ido tomando de lo mejor de otros con los que se ha cruzado o cuya obra ha caído en sus manos. Su principal mérito consiste en haberlos reformulado y articulado en una doctrina coherente al servicio de la plenitud de la vida. Epicuro integra, selecciona y matiza estas propuestas para concebir una doctrina filosófica coherente que sirva para la felicidad humana. “La filosofía de Epicuro parece consistir en un esfuerzo por establecer una nueva forma de diálogo y de inteligencia sobre el sentido de la vida y de la felicidad”, opina E. Lledó8. Y no es poco, como demuestra el interés que sus ideas están suscitando en todos los rincones de Grecia. Porque el filósofo extrae las consecuencias prácticas de las buenas ideas, nos enseña a sacarles partido. El pensador de Samos persigue una filosofía práctica que sirva al ser humano para la libertad y la serenidad personales, para todo aquello que promueva la satisfacción. Como ya dejó claro de niño a su grammatistés, no le

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interesaba el conocimiento por el mero saber, sino aquél que pueda aprovechar el hombre en su búsqueda de la realización. Hay en la propuesta de Epicuro una tensión, una urgencia, un reclamo a centrarse en lo importante y no perder el tiempo con lo que no nos reporte ayuda en nuestro propósito de una vida feliz. El fin del conocimiento de los cuerpos celestes… no es ningún otro sino la imperturbabilidad y una seguridad firme.9 Y no se conformaba, como los cínicos, los escépticos y los estoicos, con desentenderse o rebelarse, tranquilizar a los espíritus amedrentados, o facilitarles la acomodación al desafío de los nuevos tiempos. Epicuro aspiraba a más: reclamaba la alegría. Si Platón, en el Gorgias, se había preguntado cómo hay que vivir, Epicuro parece precisar: ¿Cómo hay que vivir para sentirse satisfecho? Creía firmemente que la vida humana podía ser luminosa y buena, grata y equilibrada: “Hay que reír al mismo tiempo que filosofar” 10. Por eso se negó desde el principio a acatar cualquier tipo de resignación o entrega. Por eso rechazó en todo momento la tentación de acudir, como los platónicos, al amparo de los dioses: a él únicamente le interesaba aquello que pudiese alcanzar el hombre solo, por sus propios medios, el simple y único individuo dentro de su mundo. Nosotros debemos ser médicos de nosotros mismos.11 Y por eso su mensaje quedó para siempre condenado a la persecución por parte de todas aquellas ideologías que imponen la hegemonía de la trascendencia, que empequeñecen al hombre para arrinconarlo bajo poderes de dioses, azares o fuerzas cósmicas. Epicuro considera que la realidad es inmanente, que está en lo que nos rodea, en aquello a lo que tenemos acceso. Se niega a distinguir entre materia y alma: todo es materia, todo tiene una misma naturaleza y es lo que nuestros ojos contemplan. No fue el único, aunque sí de los primeros en entregarse a ello en exclusiva, que decidió dedicar sus esfuerzos a esclarecer unos principios para la felicidad humana. La preocupación por la eudeimonía, la vida satisfactoria, era habitual desde tiempo atrás entre los griegos. Ya para Sócrates, el ejercicio del pensamiento había significado una manera de procurarse una vida satisfactoria, y Platón, siguiendo sus pasos, había apuntado la importancia de un arte de vivir. Aristóteles también había considerado la plenitud o felicidad como el máximo bien de la vida, la realización última de la potencialidad específica del hombre. Según él, una vida es plena cuando se basa en la virtud, entendida como ejercicio (energéia) de la facultad humana de la razón (conocimiento o contemplación), que es la encargada de encontrar el equilibrio en las cosas dilucidando el justo medio

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entre las actitudes extremas. Especialmente importante, por las resonancias que luego tendrá en Epicuro, es su pragmatismo moral: resulta problemático establecer principios morales universales a priori; lo correcto y lo incorrecto deben decidirse en función de cada situación concreta, mediante la aplicación de la virtud esencial de la prudencia o sensatez (phronesis). Epicuro comparte esta confianza en la razón y en el sentido común, pero no le interesa la virtud como algo abstracto, como un bien en sí mismo al estilo de Platón, sino una actitud que lleve a la serenidad y a la felicidad personal, por lo que no compartirá el papel central que les otorga Aristóteles, del mismo modo que desconfiará de la cultura y la política por lo que tienen de limitadoras del individuo. Otro antecedente importante de las ideas epicúreas es la doctrina sobre el placer de la escuela de Cirene, fundada por Aristipo, discípulo de Sócrates. Los cirenaicos identifican el bien o felicidad con el placer, y en concreto el placer del cuerpo. Algunos de ellos ya adelantan una cuestión en la que Epicuro profundizará: los placeres nos proporcionan una gran felicidad, pero son inciertos y efímeros, y una mala administración de ellos puede reportarnos sufrimientos peores. Por eso es necesario que la prudencia y el sentido común los elijan cuidadosamente, y que, en cualquier caso, no permitamos que nos roben la voluntad, que nos hagan dependientes o que su ausencia oscurezca nuestro ánimo. Epicuro tomará su explicación de la naturaleza de la teoría física de los átomos de Demócrito y Leucipo, doctrina que considera todo lo existente formado por minúsculas partículas en movimiento. Todo, por tanto, es materia, y no cabe concebir en el universo la existencia de entidades metafísicas. Son materiales incluso el alma, incluso los dioses. En esa doctrina, Epicuro encontraría el regreso a lo estrictamente humano que estuvo buscando durante toda su juventud. Un aspecto problemático de esta teoría, al menos desde el punto de vista de la ética, es su determinismo: las leyes que rigen los movimientos de los átomos son universales y constantes, y en consecuencia no cabe la libertad. Sin embargo, el filósofo de Samos insistirá en que la naturaleza no es algo cerrado, que existe infinidad de posibilidades y por tanto podemos elegir. Además de estos antecedentes, Epicuro incorporará de los escépticos de Pirrón el examen crítico y la búsqueda de la ataraxia o imperturbabilidad mediante la disminución de los deseos y la fortaleza ante la adversidad. Pero no compartirá con ellos el relativismo a ultranza, la permanente suspensión del juicio que acaba por envolvernos en una nebulosa de incertidumbre. Frente a ello, considerará la verdad accesible para el hombre. “¡Epokhé!”, decía Pirrón, no des nada por sentado, no consideres ninguna conclusión definitiva. Es probable que a Epicuro la epokhé le pareciera un saludable poner en entredicho nuestros prejuicios, un inconformismo de la inteligencia que se obstina en su insobornable propósito de buscar por sí misma, pero sin duda no le satisfaría

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sacar de ello la conclusión de que no hay que afirmar ni negar nada. El conocimiento, en efecto, tenía que ser revisado sin cesar, y para ello servía la filosofía, pero nuestra razón posee la capacidad de alcanzar certezas, de lo contrario pensar sería una actividad estéril. Con respecto a los cínicos, compartirá con ellos el rechazo a las convenciones sociales y a la política, el esfuerzo por rescatar una vida simple y de acuerdo con la naturaleza, la autarkeia o autosuficiencia por reducción de las necesidades y el desprecio de las riquezas. Pero no aceptará llevar estos principios hasta las últimas consecuencias de pobreza y pleno desprendimiento (apatheia). El filósofo forma parte de la sociedad, no puede desentenderse de ella, es un humano entre humanos. De lo que se trata, más bien, es de poner una sana distancia, preservarse de los condicionamientos sociales y no depender de nada convencional (el honor, el dinero, las riquezas, la fama) para ser felices. Y en cuanto a los estoicos, que aparecen por la misma época en que Epicuro funda su Jardín, es significativo cómo ambas escuelas comparten muchos de sus puntos de vista, y la mayoría de sus diferencias residen en el énfasis que ponen en unas u otras ideas. El estoico busca la felicidad del hombre en medio de la sociedad, intenta ante todo fortalecerlo para que no le inmuten los estragos de la convivencia y de la vida. “Contente y abstente”, dice el austero sabio estoico, que no rechaza el placer pero procura considerarlo siempre algo volátil y poco digno de nuestra confianza. Epicuro tiene menos miedo del sufrimiento, lo considera un precio justo por el disfrute de la vida; sabe que la mayoría de nuestros padecimientos son tan naturales y sencillos como los placeres, y que a menudo somos nosotros los que los convertimos en insufribles. No vive agazapado y acorazado ante la permanente amenaza de daño: confía; procura alegrarse con los dones que trae la vida, y sabe despedirse sin lamento de los que ésta se lleva. Confía en su buen criterio para distinguir cuándo tiene que contenerse y abstenerse, y cuándo puede entregarse a las pequeñas alegrías que sin cesar nos procura la vida.

El hombre solo En su formación, entre los veinte y los treinta años, demostró la misma independencia que era ya sello de su talante. Viajó por diversos lugares de la costa de Jonia, que era por tradición un hervidero de escuelas de pensamiento, y en las que, a diferencia de Atenas, se respiraba un ambiente de libertad y de prosperidad económica. Tuvo contacto con filósofos seguidores de Platón y Aristóteles, pero pronto se distanció de ellos. Prefirió frecuentar las clases de un pensador atomista, Nausífanes, en la isla (hoy península) de Teos, próxima a Colofón.

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Nausífanes había sido discípulo de Demócrito y simpatizaba con los postulados del escéptico Pirrón. En su magisterio se dedicaba a extender los principios del atomismo y del escepticismo. También tomaba de ellos la propuesta de la acataplexía o inalterabilidad como fundamento de una vida serena. Epicuro lo recordaría con una mezcla de gratitud y repulsa, evocando las agrias discusiones en que maestro y alumno se habrían llegado a enzarzar. Para Epicuro, Nausífanes era sólo un charlatán pusilánime: después de abrirle las puertas a inspiraciones tan deslumbrantes, no había sabido seguirlas hasta las últimas consecuencias, convertirlas, como quizá él empezaba a proponerse hacer, en un modo de vida comprometido que condujera realmente a la realización. Para cuando el filósofo de Samos se alejó de su maestro, el cuerpo esencial de su doctrina ya debía estar bien delineado en su cabeza. Era el momento de hacerlo llegar a los demás, como mensaje de luz y esperanza, como un certero camino hacia la felicidad. Una de los asuntos que más habían preocupado a Epicuro era el terror y la impotencia en que sumían al hombre las creencias religiosas: espíritus, divinidades, la vida ultraterrena. Los dioses del politeísmo antiguo eran proyecciones de las inquietudes humanas convertidas en poder. Eran seres terribles y temibles, pero a la vez ofrecían a los mortales un cierto amparo, una complicidad que hacía las incertidumbres y las debilidades de la vida humana más llevaderas. Desde su trono en el Olimpo, el irascible Zeus era el garante del cosmos, de un cierto orden, una relativa justicia en el universo. La religión consistía en un modo de seducir a las divinidades, de despertar sus buenos sentimientos hacia los hombres, mediante ritos y sacrificios. Y se les podía invocar para que defendieran la ciudad, para que regaran los campos, para que protegieran a los barcos de las tempestades, para que amparasen a los ejércitos, porque, al atribuirles muchas de las debilidades humanas, se les humanizaba: el misterio era atraído a favor de los hombres. Con el desmoronamiento del orden social y político que representaban las polis griegas, unido a la ampliación de territorios más allá de lo concebible y la aparición de tiranos que quebrantarán las normas tradicionales, la religión cívica, como la llama Lledó, es sustituida por la religión del dios cósmico, un dogma que también se aleja de lo inmediato, y remite a entidades borrosas, inconcebibles, con las que el ciudadano ya no puede dialogar porque abarcan el Cosmos entero. Las divinidades pasan a ser astros, presencias que habitan el firmamento. Esos dioses lejanos y fríos inspiran un terror que ya no se sabe temperar buscando su complicidad, y por eso transmiten al pueblo una sensación de desamparo que se traduce, en palabras de Lledó, en “sumisión y resignación”.

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Epicuro reacciona contra ese carácter terrible, amenazante, aplastante de los seres supremos. No reniega de los dioses, se limita a emplazarlos en una esfera distinta, en cierto modo ajena a la humana, y extrae la consecuencia que más le interesa para la tranquilidad del hombre: los dioses dejan de ser presencias amenazantes, no hay que vivir abrumado por el temor a su poder o a sus caprichos; su perfección los hace, necesariamente, benévolos, o más bien pacíficos e inofensivos. Es lo que él llama “una idea piadosa de los dioses”12, es decir, adecuada a su naturaleza. En realidad, considera el filósofo, incluso es probable que su existencia, emplazada en el ámbito de la perfección, discurra completamente al margen de los vanos asuntos de los hombres. Considera… a la divinidad como un ser incorruptible y feliz… y no le atribuyas nada extraño a la inmortalidad o impropio de la felicidad… Habituados a sus propias virtudes en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando todo lo que no es de su clase como extraño. 13 “Epicuro –dice Lledó– defiende la neutralidad de los dioses.”14 Neutralidad que, dicho de otro modo, podría considerarse ausencia: los dioses tienen sus propios asuntos, y nosotros hemos de ocuparnos de los nuestros. El hombre de Epicuro se ha quedado solo, sí, pero no impotente: ha recobrado toda su dignidad, todo el poder que le es propio, al hacerse cargo de sí mismo al margen de las fuerzas sobrehumanas. Lucrecio, poeta seguidor de Epicuro, lo expresará como un brioso desafío: “Las cosas que dicen que existen en el profundo infierno las hallamos todas en la vida.”

El hombre libre Para Epicuro, la soledad que le queda al hombre en un universo puramente material y con unos dioses ausentes es motivo de alegría. Porque, en su soledad, el hombre se descubre libre. Donde antes había fuerzas que lo condicionaban y lo atemorizaban, ahora el ser humano se encuentra consigo mismo, abierto a todas las posibilidades, capaz de utilizar sus cualidades –la razón, el sentido común, la phronesis o virtud– para construir una vida a su medida, para ir desbrozando poco a poco las claves de su felicidad. Para los griegos, la libertad (eleuthería) era un valor noble y destacado. Platón y Aristóteles habían intentado encontrar un compromiso entre libertad y justicia en la colectividad, dentro del marco de la convivencia en la polis. Epicuro, más interesado en la persona, en el individuo, insistirá en liberarlo de las ataduras a las que lo someten los dioses, el destino y el Estado. La propuesta de Epicuro es un canto a la libertad en todas sus vertientes. El fruto más delicioso del propio contento es la libertad.15

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Junto con el imperio de los dioses, el filósofo de Samos critica otra idea errónea que amenaza con someter la libertad del hombre: la creencia en el Destino, es decir, el determinismo. Para Epicuro, el peligro de considerar que todo está predeterminado reside en que deja al hombre completamente inerme, sin posibilidad de reflexionar sobre lo que quiere y lo que necesita, sin capacidad para dirigir su existencia en la dirección que considere conveniente. Y no sólo afecta al hecho de sentirse o no capaz: hace que el hombre no asuma la responsabilidad de sus actos libres, supuestamente impuestos por la divinidad o por las leyes mecánicas de los átomos. Y el hombre que se excusa, como tan bien explicarán los existencialistas (que llamaban “mala fe” a esos subterfugios basados en determinismos), no es del todo libre, no es del todo dueño de sí y de su dignidad, no es del todo auténtico. De hecho, muchas veces sufre innecesariamente por las maniobras que tiene que hacer para ocultar sus elecciones tras una aparente inevitabilidad. [El sabio] se burla de aquella introducida tirana universal, la Fatalidad, diciendo que algunas cosas suceden por necesidad, otras por azar, y otras dependen de nosotros.16 La creencia en el Destino, propia de los filósofos naturalistas y en concreto de los atomistas (Leucipo, Demócrito), le llega a parecer a Epicuro incluso más peligrosa que los propios mitos, precisamente por lo que tiene de inmovilizadora, de incapacitadora para las posibilidades humanas. Los mitos, aun no siendo deseables, dejan al menos un cierto margen de incertidumbre, y por ahí se puede colar para el hombre algo de libertad. Pues sería mejor prestar oídos a los mitos sobre los dioses que caer esclavos de la Fatalidad de los físicos. Aquéllos esbozan una esperanza de aplacar a los dioses mediante el culto, mientras que ésta presenta una exigencia inexorable.17 El filósofo dedica un gran esfuerzo a combatir toda idea de predestinación, que arrebata al hombre sus armas y el timón de su vida. El universo, para él, es un sistema inacabado y cambiante, y la voluntad humana puede elegir en libertad.

Paralela a la idea de destino o predestinación estaría la superstición de la fortuna, muy extendida en su época. La diosa Fortuna (Týche) sería la encarnación de la fatalidad, una nueva versión del capricho de los dioses al regir todos los aspectos de la vida humana, dispensando bienes o sometiendo a adversidades.

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Todo el bien y todo el mal del vulgo es cosa de un día, mientras que la sabiduría en modo alguno comulga con la fortuna.18 De nuevo, Epicuro sale en defensa de la dignidad y la libertad del hombre, al que quiere dueño de su destino: existe el azar, sí, y suceden cosas buenas y cosas perjudiciales, pero no porque haya una voluntad que las rija. Al hombre le queda, siempre, la capacidad de maniobrar ante los sucesos de la vida: En cuanto a la Fortuna, ni la considera [el sabio] una divinidad como cree la muchedumbre… ni cree que a través de ésta se ofrezcan a los hombres el bien o el mal para la vida feliz.19 En otro fragmento, Epicuro proclama con entusiasmo el orgullo de la libertad humana, de un modo tan implacable que nos hace pensar en ese pathos de la libertad que mucho más tarde defenderían los existencialistas: Me he anticipado a ti, Azar, y cerré todas tus posibilidades de infiltración, y no me entregué rendido ni a ti ni a ningún otro condicionamiento.20 En este caso, “Azar” equivale a Fortuna o Fatalidad, es decir, un Azar caprichoso, una especie de voluntad que rige lo humano desde fuera, según su antojo. El azar propiamente dicho, esa parte de incertidumbre que rige los sucesos, es plenamente aceptado por Epicuro, e incluso identificado con una cierta libertad, con un devenir abierto a infinidad de posibilidades. Liberado, por tanto, del abominable capricho de los dioses y de la trampa del Destino, el hombre de Epicuro descubre su propio mundo, aquel para el que está hecho y al cual pertenece, aquel que, en cierto modo, está hecho para él. No es un mundo fácil: sin los dioses, la existencia humana se llena de nuevas incertidumbres, y aparece, desnuda, con sus trabajos y sus limitaciones. El hombre, sin la sombra del Olimpo, tiene que afrontar su propia sombra; y al otro lado de ella, adelantándose a Kierkegaard y a Heidegger, la cruda realidad de la muerte.

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Mitilene A lo lejos se distingue ya el perfil de Atenas. El carro se cruza con una columna de soldados macedonios, el ejército invasor que impone a su antojo a gobernantes títeres, que restringe la ciudadanía a los más ricos, y ante el cual ya no parece viable ninguna resistencia. La visión de los soldados estremece a algunos de sus compañeros, pero Epicuro los ignora sin inmutarse. Le vienen a la memoria los años en Mitilene, recuerdos a la vez tan dulces y tan ingratos, una de las pocas nostalgias que se permite en momentos de debilidad. Allí, en la capital de la isla de Lesbos, una ciudad de gran prestigio cultural, Epicuro fundó su primera escuela. Tenía treinta y un años. Confiaba en que sus ideas calarían fácilmente en un lugar donde tantos se interesaban activamente por la filosofía. Más que discípulos, buscaba mentes abiertas dispuestas a discutir sin prejuicios sus ideas. Pero le traicionaría su talante apasionado e idealista. No había contado con las envidias, las rivalidades, los intereses creados de aquella pequeña comunidad, donde la filosofía estaba tan institucionalizada. En poco tiempo, su ímpetu chocó contra otros maestros, que se revolverían más por ver disputadas sus clientelas que cuestionadas sus ideas. Lo que menos cabía esperar de él era sumisión o diplomacia: su carácter insobornablemente crítico provocaría escándalos y celos. Tampoco debieron perdonarle que, pese a su juventud, empezase a tener seguidores y renombre. Pronto se encontró asediado por una abierta hostilidad, y al cabo de sólo un año optó por cerrar las puertas de su escuela y emigrar a lugares más hospitalarios. Epicuro mira de reojo al joven Hermarco, su buen amigo y fiel discípulo, que dormita bamboleándose con las sacudidas del carro. Hermarco, como algunos otros, formó parte de su primer círculo de allegados en Mitilene, y le siguió en su marcha para acompañarle ya el resto de su vida.

La herramienta del hombre: el conocimiento En resumidas cuentas, Epicuro únicamente había intentado transmitir, en su malograda escuela de Mitilene, la idea de que el hombre es libre y puede usar esa libertad para una existencia de satisfacciones. El hombre solo debe encontrar el camino por sus propios medios. ¿Y con qué cuenta para hacerlo? Ya Aristóteles había considerado que la herramienta más genuina del ser

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humano es la razón. Epicuro también estaba convencido de ese poder redentor de un conocimiento basado en la razón y la experiencia: La filosofía es una actividad que con la razón y con el diálogo consigue una vida feliz21. Epicuro insistió a menudo en ese poder del pensamiento, y de ahí el valor de la filosofía. Por eso proponía una vida en la que la filosofía fuese a la vez una investigación y un ejercicio del gozo humano: Nadie por joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue. Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma. 22 El maestro fue un gran erudito, buscador y defensor del conocimiento certero. Estaba convencido, como Buda, de que la verdad llevaría al hombre a la felicidad, mientras que la insatisfacción es siempre fruto de la ignorancia. Mostró interés por todos los conocimientos científicos de su época, especialmente por la física y en general por la naturaleza. No le interesaron tanto las matemáticas, a diferencia de otras corrientes filosóficas como el platonismo, probablemente porque no vio en ellas más que una mera elucubración sobre conceptos, con poca utilidad para la sabiduría del gozo. Dentro del ámbito específicamente humano, se dedicó con denuedo al estudio de la teoría del conocimiento (gnoseología) y a la ética, pero, en contra de la Academia y del Liceo, no dedicó la menor atención a la política o a la pedagogía (la paideia, tan apreciada por otros filósofos como instrumento clave en la formación del ciudadano), dejándolas para esa vida pública que él consideraba alejada de su ideal de sabiduría. La filosofía, por consiguiente, era para Epicuro una actividad importante en tanto, y sólo en tanto, le sirve al hombre como camino hacia la realización personal, como “ejercicio de humanización y libertad”, en palabras de Lledó. “Engendra una vida feliz –escribe el filósofo– el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección y rechazo, y extirpa las falsas opiniones de las que procede la más grande perturbación que se apodera del alma”.23 Filosofar tenía que ser útil, ante todo, para liberarse de todos los condicionamientos con los que la cultura mantenía al hombre sujeto a ideas erróneas y temores innecesarios: los mitos y la religión en general, los prejuicios culturales, los valores sociales que alejaban a cada cual de su propia individualidad. Por eso, tal como le había hecho saber con insolencia a su maestro de letras a los catorce años, rechazaba la educación establecida, reivindicaba la capacidad de cada cual de construir su propio conocimiento, su propia filosofía, sin perder el tiempo en

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manos de escuelas que no hacían más que transmitir tradiciones y convenciones, de manera acrítica y a menudo interesada. En la misma línea, Epicuro dejaba de lado las grandes teorías, basadas en la retórica o en la elucubración, y reclamaba un conocimiento firmemente asentado en la observación y la experiencia. Se debe dar cuenta de la naturaleza no de acuerdo con axiomas y leyes vanas sino según demandan los hechos visibles, pues nuestra vida no tiene necesidad ya de irracionalidad y vana presunción sino de que vivamos sin sobresaltos.24 En definitiva, cada cual tiene que pensar por sí mismo, y hacerlo una y otra vez, insistentemente, porque “no hay una respuesta sencilla que dé paso a la certeza.”25 Pero para el filósofo el conocimiento, aun consistiendo en una ardua tarea, era un gozo en sí mismo, era uno de esos pequeños placeres en los que consistía la vida sencilla y amable que predicaba, y sin duda soñaba con pequeñas comunidades en las que el filosofar fuese una de las agradables actividades cotidianas a las que todos se dedicaran. Así, desde luego, fueron las que consiguió fundar en Lámpsaco y en Atenas. No podemos olvidar esta calidad hedónica de la búsqueda de la verdad: En las demás tareas de la vida sólo después de terminadas les llega el fruto, pero en la búsqueda de la verdad corren a la par el deleite y la comprensión.26 La teoría del conocimiento defendida por Epicuro considera éste una operación inmediata sobre una realidad inmanente. Su punto de vista es empírico. Puesto que somos materia entre la materia, parte del cosmos o la Naturaleza, el conocimiento humano es un acto natural que se efectúa a través de los sentidos: las sensaciones pierden el carácter sospechoso que les había conferido el platonismo y la realidad toma asiento en nuestra percepción. Puesto que no podemos percibirlo todo, y dado que las sensaciones constituyen una secuencia de instantáneas cambiantes, el razonamiento (logismós) es el encargado, con ayuda de la memoria (mnéme) de dar sentido y forma a esa sucesión vertiginosa y aparentemente caótica, dando lugar a las imágenes mentales y los conceptos (prolépseis). La memoria “crea” la realidad para la mente humana. Así describe Diógenes Laercio el proceso del conocimiento desde la perspectiva epicúrea: “Hay que partir de los fenómenos para llegar a lo que se oculta tras ellos. Todo nuestro mundo intelectual tiene su origen en la sensación, por incidencia, analogía, semejanzas, uniones, e interviniendo también, en parte, un proceso discursivo27… Los criterios de la verdad son las sensaciones (aístheseis), las

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prenociones (prolépseis) y las afecciones (páthe), y los epicúreos añaden las proyecciones imaginativas de la mente.”28

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Lámpsaco Avanzan sin prisa por las calles de Atenas. Epicuro, a pesar de que se siente incómodo en medio de las multitudes, no puede evitar amar aquella ciudad que en el fondo siempre sintió suya. Su proyecto de fundar una comunidad de amigos filósofos, al margen de los trasiegos del mundo, habría encajado mejor en otro paisaje más bucólico y apartado, quizá en medio de viñedos en alguna pequeña isla de Jonia. Sin embargo, ha elegido precisamente el centro del universo griego, la ciudad de los viejos prodigios en declive, la sede de las principales escuelas filosóficas de la Antigüedad. ¿Un antiguo sueño? ¿Una oportunidad que se le ofrece precisamente allí? En un barrio acomodado de Atenas se les unen otros amigos que han ido a esperarles. Todo son abrazos, risas, sincera alegría por el reencuentro. Tienen mucho de qué hablar, los viajeros están cansados, irán a comer a casa de uno de ellos. En la comida, un verdadero banquete después de tantos días en el mar, alguien pregunta por los que se quedaron en Lámpsaco, por el generoso Idomeneo que costeó el viaje del filósofo y sus discípulos, por el joven Pitocles, por la dulce Hedeia… Algunos de ellos vendrán más adelante, a otros tardarán en verlos. Epicuro ha dejado allí una comunidad estable que continuará su labor. Lámpsaco era un asentamiento de colonos procedentes de Mileto y Focea, en el extremo norte del Helesponto (actual estrecho de Dardanelos, el exiguo canal por el que se puede saltar de Europa a Asia). Su situación privilegiada, generosa de mar y de tierra, y la fama de sus vinos la hicieron conocida en toda la Hélade. Disponía de un buen puerto comercial, y se convirtió en una pequeña comunidad próspera. La vida en ella debía ser grata. Tal vez Epicuro la conociera de sus viajes de juventud, o lo invitara a pasar en ella una temporada alguno de sus discípulos al embarcar en Lesbos. Allí había curado las heridas de Mitilene, donde, desengañado de un mundo que no parecía dispuesto a escucharle, renunciaría a que su mensaje prosperara entre las multitudes, y tomaría la decisión de ceñirlo a un pequeño círculo de allegados.

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La lección debió resultarle amarga, pero a la vez fructífera. Lo hizo más prudente y más realista. Lo condujo a las viejas alegrías que había experimentado junto a su familia: las largas tertulias en torno a la mesa, el rumor de las chicharras a la hora de la siesta, los paseos al atardecer charlando entre los campos de olivos, la frescura de las brisas en los jardines, la bóveda celeste cuajada de estrellas... Aquella blanda felicidad de los afectos debió acabar de reafirmarle en qué era lo que realmente valía la pena en la vida: esa gozosa retahíla de los ínfimos placeres, el dulce sabor de los momentos junto a los amigos, la prodigalidad de las cosas y las gentes buenas. ¿Quién quería la admiración, el éxito, la gloria o el poder? ¿Para qué servían todas esas vanas aspiraciones, sino para alejarnos de una serenidad al alcance de la mano y adentrarnos en la turbulencia de la ambición? ¿Eran algo más que una efímera satisfacción del orgullo que, más pronto que tarde, arrastraban los vientos del tiempo, la guerra o la disputa? En las puestas de sol al otro lado del Helesponto se encontraban de golpe todos los secretos que uno podría pasar buscando en vano la vida entera. Epicuro se instaló varios años en Lámpsaco, rodeado de serenidad y afectos, perfilando cada vez con más precisión sus ideas y convirtiéndolas en una doctrina de vida que ganaba adeptos día a día. No sabemos si insistió en su proyecto de fundar una escuela, o si su escuela consistió en los gratos encuentros con su creciente círculo de amigos. En Epicuro, amigos y discípulos se confunden. Se le acercaron personajes de buena posición, pertenecientes a familias de la clase aristocrática y comerciante. Idomeneo, un destacado dignatario de la ciudad, escritor e historiador, le protegió y le ayudó económicamente. Sabemos de Leonteo y su esposa Temista. Y sobre todo el fiel Metrodoro, que, como Hermarco, lo seguiría toda la vida y se convertiría en su discípulo más distinguido. Otros amigos destacados del amplio círculo de Lámpsaco fueron Polieno de Cízico con su amante Hedeia, Colotes, Pitocles... Personas de todas las condiciones hallarían acogida en el entorno del filósofo. Como más tarde sucedería en Atenas, no faltaron voces críticas y murmuraciones sobre aquel colectivo en el que se exaltaba el disfrute del placer y la libertad. Timócrates, el hermano de Metrodoro, permaneció acompañándolo al principio, pero pasado un tiempo rompió con ambos y desde entonces hizo circular pintorescas habladurías sobre dispendiosas comilonas y extravagancias sexuales. Estas y otras maledicencias circularían ampliamente como la sombra de la futura fama del epicureísmo. Diógenes Laercio, el cronista de los filósofos de la Antigüedad, las menciona sin darles mucho crédito, aduciendo a favor del filósofo, precisamente, la gran cantidad de discípulos y amigos que se mantendrían fieles a él en todo el mundo griego. En cualquier caso, aunque más tarde Epicuro recomendaría la austeridad en los placeres, nunca impuso límites explícitos

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sobre éstos: es posible que en esa primera comunidad de Lámpsaco, precursora de los hippies del siglo XX, se celebraran fiestas o se disfrutara libremente del placer de modos que pudieran escandalizar a los puritanos.

Despertar a la felicidad La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita y vana. Si la gente refrena esos impulsos está en disposición de conseguir para sí el bendito raciocinio.29 Mientras paseaba junto al mar o se enfrascaba en profundas conversaciones con sus amigos de Lámpsaco, Epicuro iría confirmando que en todos los obstáculos que el mundo parece oponer a la felicidad del hombre existe una salida, un enfoque, unas razones o unas prácticas que pueden transformar el sufrimiento en sosiego, la congoja en serenidad. El pensador se revela en esto un verdadero psicólogo, un perspicaz estudioso del comportamiento y la motivación del hombre a la hora de responder a sus necesidades y de decidir sus actos. Así, analiza con precisión de relojero los mecanismos de cada uno de los obstáculos para la felicidad, y nos propone un método para conducirlos a nuestro favor. Pero, ¿de qué felicidad se trata? ¿Acaso no reside para cada cual en cosas distintas? Incluso para uno mismo, ¿no varían los objetos del deseo y el deseo de los objetos? Sí, diría Epicuro, pero encadenarnos a los objetos deseados es el primer error, porque nos hace dependientes de ellos. Existen unos deseos básicos, elementales, que no podemos eludir, y esos deseos son universales: comer, beber, dormir, amar, compartir una amistad… La suerte es que esas necesidades son relativamente sencillas de satisfacer. En cuanto a los otros deseos, los que no nos resultan vitales, precisamente por ello tenemos que aprender a que no nos angustien, tenemos que ser capaces de disfrutarlos sin depender de ellos, sin tomarlos demasiado a pecho. No se trataría, pues, de no desear, sino de desear inteligentemente, o, como expresa tan bien el budismo, desear sin apego. Para Epicuro la felicidad reside en la vida sencilla, una vida desprendida para que pueda mantenerse libre, una vida que se descubre llena de dones y de alegrías y se justifica a sí misma. Por tanto, se trata de ser feliz con lo que uno tiene, escapando de la trampa de lo siempre ausente, lo siempre inalcanzable. Epicuro está convencido de que, si sabemos quedarnos en lo que es, estaremos contentos, e incluso podremos aspirar a lo que no es, luchar por ello, intentarlo, pero ya sin angustia, ya sin desvelo, como un jugar por jugar.

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La medicina del alma Tal vez en esos dulces atardeceres de Lámpsaco Epicuro acabara de perfilar su noción de la filosofía como brújula de la vida plena y, a la vez, medicina para los padecimientos. El filósofo no sólo le exigía a su doctrina que fuese capaz de orientar al hombre acertadamente, sino que permaneciese siempre a mano para ser su remedio, su verdadera cura para las tristezas y los sufrimientos. Vano es el discurso de aquel filósofo por quien no es curada ninguna afección del ser humano. Pues justamente como no asiste a la medicina ninguna utilidad si no busca eliminar las enfermedades de los cuerpos, igualmente tampoco de la filosofía si no busca expulsar la afección del alma30. Epicuro se encara con la sombra de la cruda condición humana. Usando de la herramienta del hombre por excelencia, la razón, deshilacha sus fibras, las observa con detenimiento, las interroga. Les pone el termómetro del dolor y dictamina la temperatura. Y a continuación escudriña, en el arcón de los recursos humanos, cuál es la medicina, cuál es el antídoto, con qué recursos puede el hombre, tan pequeño, alzarse sobre sus propios pies y hacerse fuerte en su vulnerabilidad. Elabora así un verdadero botiquín del dolor humano, un remedio filosófico al que sus seguidores pondrán el nombre de una medicina muy al uso en su tiempo, el tetraphármacon o “cuádruple remedio”, un purgante que era elaborado con cera, sebo, pez y resina. La metáfora medicinal, como señala P. Oyarzún, “remarca el carácter curativo que el epicureísmo le concede esencialmente a la filosofía... Por otra parte, la eficacia purgadora del tetraphármakos propiamente dicho precisa aquel carácter curativo de la medicina filosófica en el sentido de una liberación: respecto del dolor (algós) y de la pena (lype), es decir, ante todo, respecto del temor (phóbos) al dolor y a la pena, una liberación que tiene su pleno sentido positivo en la gratitud (kháris).”31 Un discípulo de Epicuro, Filodemo, enuncia así su propio resumen del Tetraphármacon: El dios no es de temer, la muerte no es de recelar, y el bien es fácil de adquirir, en tanto que lo malo es fácil de soportar con coraje.32 Esta vocación pragmática de una filosofía que sirva para vivir y para curar se manifiesta también en el esfuerzo de Epicuro por condensar sus doctrinas en frases sencillas, en textos cortos y fáciles de memorizar. En sus cartas intenta transmitir una visión global y esquemática de sus ideas, para que resulten accesibles y fácilmente aplicables: “A menudo necesitamos una comprensión del conjunto, no tanto de la de sus partes”33, le explica a Heródoto al comienzo

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de una carta. Y recomienda a Meneceo que no se conforme con leer sus consejos, sino que los medite, los memorice y los practique con asiduidad: Estos consejos, pues, y los afines a ellos medítalos en tu interior día y noche contigo mismo y con alguien semejante a ti, y nunca ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación.34 La filosofía, así concebida, trasciende los meros conceptos para convertirse en una verdadera práctica de vida, un perfeccionamiento y un hábito, al estilo de la meditación zen, el yoga o la gimnasia. En nuestra pasión actual, algo afectada, por una vida sana, quizá podríamos recordar el consejo de Epicuro de convertir la reflexión sosegada y el diálogo meditativo en un ejercicio más para nuestro equilibrio vital.

Regreso a Atenas Epicuro hubiera podido permanecer en aquel paraíso, hecho a su medida, el resto de su existencia. Había seguido haciendo viajes, en los que trabaría amistad con gentes de diversos lugares de la Hélade, y podía estar satisfecho con la buena acogida de su mensaje. Sin embargo, a los cuatro años debió volver a asaltarle el anhelo de extender su doctrina. Era preciso ponerla al alcance de otros. Y para ello no podía haber mejor lugar que el centro por excelencia de todas las escuelas filosóficas, el espejo en el que se miraba la cultura de todos los griegos, la vieja patria de la que procedía su familia: Atenas.

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Segunda parte

El Jardín

El Jardín Mientras los esclavos retiran discretamente fuentes y platos vacíos, los comensales apuran el vino de las copas charlando sobre sus planes. Se comenta la dureza de los tiempos que corren en Atenas. Mientras por toda la Hélade continúan las disputas entre los sucesores de Alejandro, la ciudad había contado con diez años de relativa establidad regida por el ilustrado peripatético Demetrio de Falero, amparado –y custodiado– siempre por la guarnición macedonia de Casandro. Pero, el año anterior, Demetrio Poliorcetes, que iba ganando terreno en las guerras de los diádocos, se presentaría frente a Atenas con una flota de doscientos cincuenta barcos. Irrumpió en la polis como liberador, expulsó a los ocupantes macedonios y fue aclamado por el pueblo y sobre todo por los privilegiados. Demetrio de Falero había sido exiliado, y con él había caído en desgracia el propio Liceo aristotélico. Algún tertuliano le explica a Epicuro con escándalo cómo los más serviles proclamaron a Poliorcetes y a su padre los “Dioses Salvadores” de Atenas, instaurando un culto religioso a su figura. Le menciona, a modo de ejemplo, las vergonzosas palabras de adulación que le había dedicado Hermocles: “Los otros dioses o se encuentran muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad”. 35 Pero pronto se comprobaría que Poliorcetes era aún peor tirano que sus predecesores. Se contaba que su insolencia había llegado a la celebración de orgías en el propio Partenón. Demetrio había retenido para sí mismo el poder sobre el Ática, decepcionando las esperanzas de muchos atenienses de recuperar la democracia. Reforzó los privilegios de la oligarquía y depuró a quienes habían apoyado la tiranía de Casandro. El Liceo había tenido que cerrar sus puertas. Algún comensal opina que esta puede ser una buena circunstancia si Epicuro se propone fundar una escuela en Atenas: aunque de entrada se prohibiera la actividad filosófica para evitar nuevas trabas al poder, el decreto ha sido derogado, y es posible que el nuevo tirano vea con buenos ojos la fundación de una escuela que haga sombra a sus enemigos aristotélicos. Epicuro, que no quiere problemas con el poder, resuelve solicitar la preceptiva aprobación de la boulé, el maltrecho consejo de gobierno, para su pequeña comunidad. Pero ha aprendido de sus experiencias de Mitilene y de Lámpsaco, y

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les insta a todos a que no pierdan de vista lo realmente importante: su propósito no es fundar una institución abierta a la ciudad e implicada en sus avatares políticos, no aspiran a crear una nueva escuela para la élite política y cultural, como habían sido la Academia y el Liceo; lo que hay que hacer es reforzar la cohesión de su grupo y encontrar un buen lugar, próximo a la naturaleza, para recogerse en su convivencia y dedicarse a sus tareas filosóficas. Discreción y retiro: esos debían ser sus ideales. Tal vez alguno eche de menos una ambición más pública por parte de su maestro, pero nadie le contradice. Al poco tiempo, Epicuro visitará una casa que podría servirles. Se encuentra a las afueras de la urbe, en el respetable distrito de Melite, cerca de una de las puertas de la muralla. Es una parte de la ciudad tranquila y a la vez con una importante presencia filosófica, puesto que la Academia platónica no se halla lejos. Tal vez eso fuese considerado un punto a favor. Pero hay algo más: junto con la casa se les ofrece la oportunidad de adquirir un kepos, un terreno campestre próximo. A Epicuro, que ama la naturaleza, se le ilumina el rostro pensando en los dulces paseos al aire libre e incluso en la posibilidad de contar con un huerto que les asegure el sustento. Se quedarán allí. Pondrán en la entrada de su Jardín una inscripción que recuerde a todos que aquel es un lugar de placer y felicidad sencilla. No esperarán la visita de nadie, pero mantendrán las puertas abiertas a toda persona de buena voluntad que quiera aproximarse a la tibia llama de la filosofía. Con treinta y cinco años, después de tantos tumbos y decepciones, el filósofo ha encontrado al fin su lugar en el mundo. Epicuro permanecerá en aquella comunidad el resto de su vida, disfrutando de la buena compañía y de los pequeños placeres, filosofando y desplegando una obra monumental que, de creer a Diógenes Laercio, llegó a contar con más de trescientos rollos. La vida del Jardín transcurrirá sosegada y austera. A pesar de la inscripción que reza a la entrada, los placeres del Jardín no serán, como cuentan las malas lenguas en Atenas, orgías desenfrenadas o pasatiempos impíos. Consistirán en esos disfrutes sencillos que Epicuro nos recordaba al alcance de todos: una frugal comida en compañía, un sereno paseo entre los olivos, el trabajo de la tierra, y sobre todo la filosofía, esa bella ocupación del entendimiento humano que descifra sin apuro los misterios de la existencia. Le acompañaban sus hermanos y muchos de sus amigos de Lámpsaco: sus fieles Hermarco y Metrodoro, Leonteo y Temista, Polieno y Hedeia... En Atenas, sin duda, se les unirían otros. Nadie era excluido en razón de su calidad social, no se esperaban donaciones ni que se compartieran bienes. Ya el mero hecho de admitir a mujeres resultaba excepcional, pero aún parece más sorprendente que se incluyese sin prejuicios a esclavos y heteras, es decir, meretrices: la propia Hedeia lo era, y ya en Atenas se incorporó Leontia, a la cual Epicuro

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profesó mucho afecto, y que sería luego la esposa de Metrodoro y le daría dos hijos, un niño –al que llamaron Epicuro– y una niña, que crecieron en aquella gran familia. El filósofo los consideró prácticamente como sus propios hijos, como demuestra el que buena parte de su testamento la dedicara a asegurar su manutención, y que dejase estipulados detalles como la dote que recibiría la muchacha cuando se casara. Incluso en su última carta, que dirigió a Idomeneo, le rogaba que cuidara de ellos. La vida de la comunidad debía tener sus normas y sus ritos. Regularmente, se celebraban reuniones filosóficas y se impartían clases, tanto en la casa como en el Jardín. El maestro era reverenciado como guía del grupo, y estableció una jerarquía entre sus discípulos con la que organizaba su vida cotidiana. Epicuro vivió largos años al amparo de aquel rincón de Atenas, esforzándose por hacer realidad los principios de una vida feliz tal como los había enunciado. Lo suficientemente lejos del trasiego del mundo para sentirse libre de sus imposiciones y sus vanidades, y lo adecuadamente cerca para no quedar completamente aislado de él. La comunidad de Epicuro jamás se desentendió del exterior, no dejó de mantener contacto con su ciudad y con muchos otros lugares de la Hélade en los que permanecían pequeños círculos seguidores de su doctrina. El maestro salió poco de su Jardín, sólo se ausentó en alguna ocasión para visitar a sus amigos de Lámpsaco. También podemos creer que más de una vez pasearía por el centro de Atenas, la ciudad que, en el fondo, amó tanto, y siempre consideró su verdadera patria. El filósofo mantenía un asiduo contacto epistolar con sus seguidores de otros lugares. En estas cartas, junto a las meditaciones y los consejos, siempre aparecen detalles de preocupación personal que revelan un vivo afecto, y que demuestran hasta qué punto Epicuro practicaba su doctrina de amistad y filosofía. Tres de estas cartas constituyen los textos más completos que nos han quedado de su mano. La salud de Epicuro era frágil, y soportó durante años los cólicos nefríticos que acabarían con su vida. También sabemos que hubo momentos en que ni siquiera podía caminar, y sus allegados tenían que trasladarlo en el trykilistos, una silla de tres ruedas que le construyeron al efecto. Pero resistir la enfermedad sin decaer en el ánimo formaba parte de su sólida convicción filosófica, y dio una singular muestra de firmeza que causaría admiración entre los estoicos. A pesar de los dolores, los padecimientos y las épocas de escasez, el filósofo jamás renegó de la belleza de la vida, y siempre tuvo palabras de agradecimiento para los dones en que abunda. Epicuro sabía llevar la fidelidad a su filosofía hasta sus últimas consecuencias, y su mejor prédica fue su propio ejemplo. En la pacífica vida del Jardín también hubo momentos de dificultad. Atenas cambió de manos en varias ocasiones, y sufrió otros tantos asedios de los

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caudillos que se empeñaban en apropiársela como signo de su poder. Demetrio Poliorcetes, derrotado en otros frentes, la perdió al poco tiempo, pero la recuperó en 294. Durante esos asedios y en los probables momentos de escasez de alimentos que viviría regularmente Atenas, los epicúreos se alimentaron de las habas y otros frutos de su huerto. No les resultarían difíciles de sobrellevar esos trances de penuria, ya que su vida siempre fue austera, en consonancia con la doctrina de la autarkéia de su maestro. En el Jardín, la frugalidad era un verdadero ejercicio de entereza para acostumbrarse a afrontar sin decaer todas las contrariedades de la vida. El Jardín fue ganando renombre y Epicuro debió recibir en él muchas visitas, siempre acogedor, siempre dispuesto a debatir sobre filosofía con cualquiera que estuviese interesado en hacerlo. Aunque era de carácter vehemente y menospreciaba la simpleza del vulgo, su escuela permaneció abierta a todos. Eso no quita que se mostrara intransigente con el sincero interés de sus visitantes por el aprendizaje, y ejerció con mano firme su papel de maestro rector, reverenciado por todos los que se le acercaran y sobre todo por sus allegados. Debía ser riguroso y quizá se dejara llevar por una cierta egolatría. El día 20 de cada mes se celebraba un festejo en su honor y en el de su discípulo favorito, Metrodoro, que falleció siete años antes que él. Sin embargo, amaba sinceramente a quienes le rodeaban, no dejaba de dedicarles su interés y su afecto. Cuidó de los hijos de Metrodoro cuando éste murió, y podemos imaginarlo jugando con ellos y educándolos con cariño. Comprendía demasiado bien los entresijos del alma sufriente para no tratarla siempre con compasión y con generosidad. Y amaba demasiado la libertad para limitársela a los demás. *

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La doctrina de Epicuro, ya bien establecida entre Mitilene y Lámpsaco, debió consolidarse y enriquecerse en el largo ejercicio de debate que significaron los treinta y cinco años del Jardín. La voluntad de establecer un cuerpo doctrinal compacto que pudiera ser legado al futuro se demuestra en la gran cantidad de obras que escribieron tanto el filósofo como algunos de sus discípulos. La producción escrita debía formar parte de las tareas eruditas de la comunidad. El hecho de que la casi totalidad de esa ingente obra se haya perdido no ha impedido que podamos reconstruir sus líneas maestras a partir de los fragmentos recuperados.

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La materia Epicuro reacciona contra las filosofías idealistas, que consideran que los entes percibidos son sólo un pálido reflejo, una mera concreción circunstancial de las esencias ultrasensibles. Platón había diferenciado esos dos planos de la realidad, reduciendo la percepción sensible a la mera apariencia, y relegando la verdad a un recóndito nivel de esencias perfectas y absolutas, las Ideas o Formas. Un sistema así enfocado disocia al ser humano de su mundo, hace que lo inmediato resulte sospechoso e inconsistente, falso y equívoco. El hombre se ve entonces abocado al desprecio del cosmos físico, de las percepciones que le otorgan sus sentidos, y obligado a dedicar todos sus esfuerzos al arduo acceso, a través de la razón, al Mundo más allá del mundo. Por eso Epicuro reserva sus críticas más sañudas para el platonismo. Frente al idealismo, el filósofo defiende la interpretación de la naturaleza (physiologia) de Demócrito. Sólo existe la materia, formada por átomos infinitesimales en perpetuo movimiento; el hombre, por tanto, puede acceder al conocimiento del cosmos directamente, a través de sus sentidos. Vemos y entendemos las formas de las realidades objetivas por medio de la irrupción en nosotros de parte de estas realidades. 36 No niega la existencia de entidades espirituales, es decir, inaccesibles a los sentidos, pero las considera igualmente constituidas por átomos, y por tanto sujetas a las mismas leyes físicas que el resto de lo existente. El alma, para Epicuro, está hecha de átomos de un tipo más sutil, y se descompone con la muerte lo mismo que el cuerpo al disgregarse aquéllos. Incluso los dioses están integrados por átomos, con la única diferencia de que las partículas divinas se van renovando a medida que se descomponen: por eso los dioses son eternos y, en cierto modo, habitan otra esfera de lo real, una esfera ajena al destino de todo lo que no se encuentre en ella, incluidos los mortales. Habituados a sus propias virtudes en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando todo lo que no es de su clase como extraño.37 La teoría de los átomos ya había sido criticada por Platón y por Aristóteles, y Epicuro tiene en cuenta los puntos débiles que estos señalan. El más

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significativo, por las consecuencias que plantea para la libertad del hombre, es el determinismo: las leyes del movimiento de los átomos harían que todo suceso estuviese predefinido, y no dejarían margen a la voluntad. Epicuro resuelve este problema desde dos propuestas: por un lado, la contradicción lógica que subyace en la propia idea de determinismo; por otro, la introducción del concepto de clinamen. Con respecto a la primera idea, Epicuro, como muchos otros pensadores, nos muestra que, aun siendo cierto que los sucesos estuviesen predeterminados, eso no haría menos real nuestra experiencia de la libertad: “Quien asegura que todas las cosas ocurren por necesidad no tiene nada que objetar a quien asegura que no todas las cosas ocurren por necesidad, pues afirma que eso mismo ocurre por necesidad.”38 Dicho de otro modo: un mundo de sucesos necesarios incluiría la necesidad de la libertad. Como dice Aranguren, aun siendo la libertad del hombre una fantasía, seguiría siendo libertad, sólo que condenada al fracaso. El concepto de clinamen nos suena arbitrario y forzado, pero resulta eficaz como coartada para introducir lo imprevisible en el rígido movimiento de los átomos que había concebido Demócrito. Para Epicuro los átomos cuentan también con un movimiento imprevisible, con una desviación espontánea que introduce en su evolución la incertidumbre. No hay nada que impida la infinidad de los mundos.39 En definitiva, Epicuro pone la física al servicio de la ética, recuperando el universo para el hombre y considerando a éste capaz de acceder directamente a la realidad mediante sus sensaciones. Con ello salvaguarda la libertad: no hay absolutos, ni físicos ni morales, por lo que el bien pasa a ser un asunto estrictamente individual y relativo, un juicio que cada cual tiene que resolver desde su propio criterio: lo bueno es lo que nos hace felices, es decir, lo que nos aporta placer y nos aleja del dolor, por consiguiente sólo depende del juicio de cada cual. Pero quizá la principal consecuencia de nuestro entreveramiento completo con el mundo (un mundo que es materia y sólo materia) es que podemos considerarlo nuestro y por tanto formar parte de él sin prevenciones. Un hombre integrado en la naturaleza estará abierto a ella, confiará en su propia naturaleza que es una parte del cosmos entero. No se trata, pues, de someternos a regañadientes a unas leyes naturales que parecerían impuestas contra nosotros, sino de atenernos gozosamente a ellas ya que nos constituyen. La Naturaleza se convierte en algo que hay que conocer para conocernos, que hay que atender para realizarnos. Por eso, Epicuro considera necesario estudiarla, pero sobre todo permanecer cerca de ella, impregnarse de ella, formar parte de ella: no en balde, su experiencia práctica de filosofía consistió

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en habitar un jardín, “de acuerdo con su deseo de que el sabio ame el campo” (Lledó), una vida cercana a la tierra y cultivando los propios alimentos.

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El cuerpo Escribe Lledó: “La perspectiva epicúrea se vuelve hacia aquello que constituye el centro “real” de la existencia humana: la corporeidad.” 40 Reintegrado el hombre a un universo material, su propia alma pasa a estar constituida exclusivamente de materia. Somos nuestro cuerpo. Los que califican al alma de incorpórea hablan por hablar. Porque si fuera así, no podría obrar ni padecer.41 A una conclusión parecida llegará Spinoza casi dos mil años después: el alma, separada del cuerpo, no podría mantener ningún vínculo con éste, ya que cada uno de ellos pertenecería a una esfera distinta, inaccesible al otro. Si lo que se ha llamado alma –la conciencia, el pensamiento, el sentimiento– tiene acceso a los sentidos es porque se halla en el cuerpo, es el propio cuerpo, o, como dice Spinoza, su mera “idea”. Así, el cuerpo cobra un nuevo valor. Es el que nos permite acceder a la realidad a través de los sentidos, especialmente por el tacto, y es el que nos ofrece la oportunidad de la satisfacción a través de los placeres sensitivos. Es más: el placer cobra entidad al consistir meramente en placer corporal, en placer material, en satisfacción del cuerpo. El dualista, siguiendo a Platón, o, más cerca de nosotros, a Descartes, desprecia al cuerpo. Lo considera un mero soporte, imperfecto y perecedero, para lo realmente importante, que es el alma trascendente. En cierto modo, como desarrollará el cristianismo, el cuerpo resulta un impedimento, una especie de carga para el alma, y su pérdida, esto es, la muerte, es entendida como una emancipación, que deja el alma libre al fin para acceder a la esfera de perfección a la que pertenece. Epicuro reaccionará contra este desprecio del cuerpo reivindicándolo. Es lo que Lledó llama “la democratización del cuerpo, el apego a la vida y a la pobre y desamparada carne de los hombres”. 42 Nuestra carne, así dignificada, se convierte en el asiento de todo lo humano. El cuerpo es nuestra presencia. Las sensaciones dejan de parecer engañosas, y se convierten en nuestro modo natural de alcanzar el conocimiento. Gracias a la carne podemos acceder al mundo, podemos ser en el mundo, y podemos –sobre todo– gozar del mundo.

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La disposición de bienestar del cuerpo y la confianza segura para con él conlleva la más alta y más firme alegría.43 El reverso de esta filosofía de la alegría identificada con el bienestar físico es, obviamente, la amenaza del dolor y la certeza de nuestra disolución cuando nuestro cuerpo muera y nos disolvamos con él. Vivimos porque somos carne, morimos porque somos cuerpo. Una dignificación del cuerpo conlleva toda una reflexión sobre su naturaleza, sus límites y sobre todo su salud. La moderación en el placer constituye un imperativo para que se mantenga saludable y pueda permanecer a salvo del dolor. Como nos señala Epicuro, si a veces nos parece que el cuerpo nos reclama mucho es porque no sabemos escucharlo con atención, porque nos dejamos arrastrar por la imaginación, la fantasía de placeres tan ilimitados que nos parecen insaciables. Pero la Naturaleza, que es mucho más simple y moderada, acaba por poner los gozos corporales en su sitio: La riqueza exigida por la Naturaleza es limitada y fácil de procurar, pero la exigida por presunciones alocadas se dispara hasta el infinito.44 En realidad, las satisfacciones del cuerpo son sencillas: no hay para él mayor disfrute que saciar sus necesidades, y por eso un poco de pan puede ser el mejor manjar cuando se tiene hambre. El grito del cuerpo es éste: no tener hambre, no tener sed, no tener frío.45

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La aceptación de los límites Una filosofía que se pretende firmemente asentada en la realidad para interpelarla en busca de los motivos de la felicidad humana tiene que estar dispuesta a considerar, a la vez que los dones que otorgan al hombre el gozo, los límites que le imponen en ese gozo. La naturaleza ofrece al hombre todo lo necesario para la realización personal, pero esta plenitud debe tener en cuenta hasta dónde puede llegar en sus aspiraciones, qué posibilidades reales le ofrece su cuerpo y, como parte del cuerpo (pues no hay nada más allá de él), su conocimiento. Y, al revés: la vida es limitación, la vida es sufrimiento, pero la felicidad pasa por no someternos a restricciones imaginarias o convencionales, como las que nos imponen la religión, la cultura y la política, y por no provocarnos a nosotros mismos más sufrimiento del que no podamos evitar porque lo traiga la vida, confundiéndonos con objetivos erróneos e ideas nocivas. “Vivir es estar siempre limitado –explica Lledó–; pero no podemos cargar sobre nuestras espaldas otras limitaciones que las que se derivan de nuestra propia naturaleza.”46 Epicuro busca esa inteligencia, esa penetración que nos saque de la confusión y ponga en su sitio nuestros límites, en su grado justo, ni más ni menos. Su reflexión intenta ser una filosofía de la lucidez, de una humanidad que se atiene a su medida y a la vez le saca todo el partido posible. Ceñirnos a nuestra medida significa conocer los límites y contar con ellos inteligentemente. A veces se trata de luchar, otras veces sólo se trata de aceptar, y también en aceptar, en cierto modo, consiste la libertad. Hay muchas cosas que nos sobrepasan, y, en ese caso, lo mejor que podemos hacer para nuestra felicidad es sencillamente admitirlas, convivir con ellas y ver hasta dónde nos pueden llevar.

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La muerte Todo el mundo se va de la vida como si acabara de nacer.47

Esa lucidez que mira a la cara a los límites que nos plantea nuestra naturaleza –nuestro cuerpo, nuestro mundo–, intentando asumirlos sin temor, tendrá que encarar y dar respuesta adecuada al mayor de ellos, al más inapelable: nuestro fin como presencias, la disgregación de esa estructura transitoria de los átomos que ha constituido lo que identifico como yo. En lo tocante a la muerte todos los seres humanos habitamos una ciudad indefensa.48 Epicuro reniega de un consuelo de la muerte basado en la creencia en la inmortalidad. Aceptar la inmortalidad, o la vida más allá de la muerte, habría sido la mayor incoherencia en su sistema, y habría echado por tierra todo su intento por dignificar al hombre de carne y hueso, al hombre existencialmente real. La idea de la inmortalidad nos aleja de nuevo de la materia, que es nuestra única patria, la desprecia, la humilla, y, de regreso al platonismo, la convierte en un mero tránsito sin apenas valor hacia lo realmente valioso –o espantoso, según hayamos ganado un premio o un castigo–, que es la vida eterna del alma. Como dice Lledó, “toda teoría de la inmortalidad nos arrastra al olvido del mundo, al olvido del cuerpo, incluso al desprecio a la vida”.49 No: el sabio pone la verdad por encima de sus congojas, en la convicción de que esa verdad le hará libre, le hará digno, le hará feliz. No interesa consolarse, porque todo consuelo es una caída, una renuncia, una entrega: “No intentes consolarme de la muerte”, proclama un personaje de Homero en La Odisea. Lo que interesa es asumir la realidad y comprender mejor, averiguar hasta qué punto es la muerte o es la vida quien tiene razón. Interesa zambullirse hasta las profundidades de la muerte y luego regresar y comprobar si queda algo, si el sentido de la existencia se sostiene todavía, si aún podemos continuar afirmando la materia, el cuerpo, la persistencia. Epicuro regresa victorioso de ese viaje, y nos cuenta un feliz descubrimiento: la muerte no es asunto de los vivos, sino de los muertos. El tiempo pasa y la muerte llegará, pero para entonces nosotros ya no estaremos.

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Si el hombre es materia sensitiva, la muerte es el tránsito en el que se convierte en materia insensible, en materia que se disgrega y desaparece, y en el que, por consiguiente, deja de ser él mismo para ser otra cosa. Si ya no hay sensación, no hay por qué temer el dolor. Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir.50 Si ya no hay presencia, no tiene sentido lamentar la ausencia, porque, ¿quién es el que está ausente? Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos.51 Estas ideas pueden parecer meros juegos de palabras, puesto que, como plantearían los existencialistas, la verdadera angustia reside precisamente en que dejamos de existir, lo que nos desconsuela es entender que ya no seremos. Pero Epicuro estaba dirigiendo su pensamiento, sobre todo, contra el temor en el que sumía la incertidumbre sobre el otro mundo, tan plagado de promesas de castigo por los mitos; y, a la vez, buscaba recuperar la dignidad de esta vida, la vida material, como el único territorio específicamente humano. Liberación y dignificación: esos son siempre los propósitos del epicureísmo. En cuanto a la angustia por la desaparición, no pretende consolarnos de ella, más bien nos insta a que no le dediquemos nuestra atención, a que la consideremos algo extraño a nosotros. Si no sentimos nada, ya no hay nada, y esa nada, ¿cómo va a importarnos? Así, en ese lugar del futuro en el que ya no habrá futuro –ya dejaremos de ser posibilidad, como diría Heidegger–, tampoco quedará ya inquietud. ¿Por qué habría de perturbarnos ahora, si ya no lo hará entonces? El recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad.52 Epicuro nos insta, pues, a regresar a la vida con él, a plantarnos bien firmemente en ella como en nuestra casa, la única casa que podemos tener. La muerte nos es ajena: lo que nos incumbe es construir bien la vida, y construirla bien es disfrutarla, es convertirla en una presencia feliz. Como señala Lledó, “la vuelta a la vida, contemplando la muerte con “naturalidad” epicúrea, supone una revalorización del tiempo humano”53, porque, siguiendo la reflexión de Comte-Sponville, la desesperación nos libera de la esperanza: cuando no hay nada que esperar, sólo nos queda actuar. Abolida la tiranía del futuro, se abre la inmensidad del presente. Así, cada instante que pasa se convierte en algo precioso, en algo irrepetible, en un poema de urgencia y vitalidad. “Nada hay,

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pues, temible en el vivir para quien ha comprendido rectamente que nada temible hay en el no vivir.”54 El estado natural de la vida es la alegría: Debemos hacer la jornada siguiente mejor que la anterior, mientras estamos de camino, y, una vez que lleguemos al final, estar contentos igual que antes.55 Así pues, nos queda la vida, ¿por qué habríamos de apesadumbrarnos? Y la vida es gozo, es proyecto, es satisfacción, es entusiasmo. “Al cabo de los años –dice Borges– he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.” 56 Pongamos nuestros esfuerzos en iluminarla, en llenarla de sabiduría, de tal modo que cuando llegue el momento de abandonarla “entonaremos un hermoso cántico de salvación gritando que nuestra vida ha sido bella” 57. ¿Consiguió hacerlo Epicuro? Podemos arriesgarnos a creer que sí. En medio de dolores y enfermedades, nunca le faltaron palabras de agradecimiento a la vida.

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La imperturbabilidad (ataraxia) Epicuro ya sabía lo que los psicólogos han confirmado: que la felicidad consiste, ante todo, en la ausencia de miedo: Todo lo que hacemos lo hacemos por esto, para no sentir ni dolor ni temor.58 Por eso dedicó buena parte de sus esfuerzos a encarar los miedos humanos, a comprenderlos profundamente y a recetar el modo adecuado de afrontarlos para que no nos perturben. Porque ese es el objetivo del sabio: alcanzar la imperturbabilidad, la ataraxia, la serenidad al margen de los sucesos, tal como ya se habían propuesto los escépticos y buscarían también los estoicos. El filósofo, igual que Prometeo, luchó en defensa del hombre y para él arrebató el fuego del Olimpo. Empezó desmantelando tres de los temores más extendidos en su tiempo: el miedo a los dioses, el miedo al Destino y el miedo a la Fortuna. Son tres temores existenciales, en el sentido de que abarcan la existencia completa, el mero hecho del existir y de su despliegue. Son, podríamos decir, amenazas exteriores a la materia, poderes desconocidos e incognoscibles y que por tanto el hombre no puede controlar. Pero ya sabemos que Epicuro está siempre de parte de la materia, y quiere que a ella se remitan la lucha y el desvelo del hombre. El argumento de Epicuro, en los tres casos, es el mismo: no hay trascendencia, o, si la hay, no nos concierne, ni nosotros somos de su incumbencia. Considera que es probable que haya dioses, pero, ¿en qué puede interesarles a los dioses, que están en su esfera de dioses, un ser insignificante como el hombre? En cuanto a los determinismos, sean capricho del Destino o de la Fortuna, ¿qué pueden importarnos, si en nuestra experiencia, de todos modos, nos sentimos libres? ¿En qué nos limita un determinismo que incluye nuestra libertad? Y la Fortuna, ¿qué es, más que el constante acontecer de la existencia, la evolución imprevisible de los átomos, a la que tenemos que aprender a adaptarnos? Dejados de lado los temores al más allá, nos quedan los miedos de este lado, los domésticos miedos al dolor, a las dificultades, a los reveses, a nuestra propia torpeza. Aunque ya no temamos a los dioses, sigue habiendo muchas

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razones para temer: al mundo, a los otros, a nosotros mismos, a la permanente inseguridad, a todo lo que conspira contra nuestra presencia, al horizonte, irrevocable como una condena, de nuestro fin. El miedo nos empujará a tantas renuncias, a tantas traiciones, a tanta confusión, que él sólo podría justificar nuestra dimisión de la vida. Frente a ello, el sabio debe esforzarse por generar dentro de sí un estado de serenidad que no esté al alcance de los sucesos. Mediante la filosofía, es decir, el conocimiento, podemos ampliar más y más el margen de lo que controlamos, o, al menos, podemos comprender. La comprensión hace que nos sea más fácil promover nuestra armonía con la Naturaleza, atenernos a sus requerimientos y a nuestros límites, y por tanto vencer la incertidumbre cuando se trata de elegir lo correcto. La imperturbabilidad consiste en estar libre de todas esas inquietudes y en tener en la mente el recuerdo permanente de los principios generales y fundamentales.59 El conocimiento, en efecto, manejado con sensatez, es para Epicuro el instrumento que puede orientarnos, enfocando nuestra vida del modo que más beneficie a la satisfacción y la serenidad, y más nos aleje del sufrimiento que muchas veces provocamos con nuestra torpeza. Tenemos que esclarecer qué es lo que realmente necesitamos, qué es lo que de verdad nos hace felices (lo que nos procura la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma), más allá de la ilusión o el capricho. Porque Un conocimiento firme de estos deseos sabe, en efecto, referir cualquier elección o rechazo a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque eso es la conclusión del vivir feliz.60 Muchos de nuestros temores son, pues, fruto de la ignorancia, de un mal enfoque de las cosas: así lo glosa también el budismo (que tantos puntos de vista comparte con Epicuro), muy lejos en el espacio aunque no en el tiempo, con la misma determinación por liberar al hombre de sus pesares. Es más: muchas de nuestras tribulaciones ni siquiera tienen que ver con la realidad, son fruto de la imaginación, de la mera posibilidad de que sucedan cosas. Hay que descartar esas fantasías y remitirse a lo real, que siempre es mucho más sencillo y llevadero: Pues lo que al presentarse no causa perturbación, vanamente afligirá mientras se aguarda.61 Nuestra imaginación también divaga hacia el pasado, y allí, ya que no puede haber temores puesto que nada queda por suceder, podemos

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encontrarnos con la tristeza por lo perdido, la añoranza de los bienes que “se fueron para no volver”. Epicuro nos recomienda darle la vuelta, sentirnos contentos por lo que pudimos disfrutar, entregarnos a los buenos recuerdos con gratitud y como un motivo más para alegrarnos. Y en cuanto a los malos recuerdos, dejémoslos marchar sintiendo el gozo de que ya hayan pasado. Debemos curar nuestras desgracias mediante una buena disposición de ánimo hacia los bienes perdidos, y comprendiendo que no nos es dado hacer que no se cumpla lo que ya ha tenido lugar.62 ¿Y qué sucede con los temores legítimos, los miedos a situaciones reales, por ejemplo al dolor? Sencillamente, hay que convivir con ellos, hay que aceptarlos. La buena noticia es que, descartado ya todo lo imaginario, que no tiene límites, los sufrimientos que pueda infligirnos la naturaleza, nuestra naturaleza, pertenecen a nuestra medida, y tenemos en nosotros fuerzas suficientes para sobrellevarlos. Todo dolor es fácil de despreciar, pues el que causa una molestia intensa es de corta duración, y el que dura mucho en el cuerpo causa una molestia muy suave.63 Volvemos aquí al tema de la aceptación y de los límites, de las condiciones que caracterizan la vida tal como nos ha sido dada. Como diría Rilke, “si hay fantasmas, son nuestros fantasmas”: podemos movernos entre ellos con la naturalidad que sentimos entre nuestros familiares y amigos. Son la medida de la existencia, son el devenir de la materia que nos forma. La vida es así: no hay garantía, no podemos estar nunca seguros de nada. El sabio no permite que la incertidumbre lo abrume, sino que se entrega a ella, cuenta con ella, la acoge con valentía y naturalidad en su visión del mundo: Aunque se tenga posibilidad de quedar impunes, es imposible darlo por descontado. De ahí que el miedo (siempre acosador) al futuro no deja gozar ni estar seguro en el presente.64 Epicuro no caerá, como la religión judeocristiana, en un elogio del sufrimiento. Él quiere que la vida sea luminosa y alegre, y para ello se trata de reducir al máximo el dolor: “El placer es principio y fin del vivir feliz”. 65 Sin embargo, es capaz de vislumbrar que algunos dolores pueden enseñarnos, pueden mejorarnos, tienen a veces la virtud, a modo de vacunas o gimnasias, de hacernos más fuertes, o, sencillamente, podrían ser el camino necesario para un bien (un placer) mayor. Lo inteligente, lo sabio, en tales casos, es asumir el dolor, y hacerlo alegremente en la medida de lo posible, pensando que es el precio que tenemos que pagar por lo mejor.

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Muchos dolores consideramos preferibles a placeres, siempre que los acompañe un placer mayor para nosotros tras largo tiempo de soportar tales dolores… Cualquier dolor es un mal pero no todo dolor ha de ser evitado siempre.66 La ataraxia no puede ser absoluta, porque para ello tendríamos que haber superado todas nuestras vulnerabilidades. Tampoco puede ser una indiferencia total, fría, hacia todo lo que podría acongojarnos. Ambos extremos nos llevarían a no ser humanos, es decir, a lo inhumano. O a estar muertos: vivir es apostar continuamente en esa ruleta de la incertidumbre, y ganar, y perder, y estar dispuestos a afrontar lo cambiante y lo inesperado. Epicuro ya sabía que el reverso de la tristeza es la alegría, y el reverso del dolor es el placer: no podemos tener lo uno sin lo otro. No podemos prescindir de las emociones. La imperturbabilidad no es dejar de sentir, ni sentir menos, ni siquiera mantenernos impertérritos ante lo que sentimos: de lo que se trata es de que los sentimientos no nos arrastren consigo, no se adueñen de nuestra voluntad y nuestra sabiduría. Se trata de sufrir con naturalidad, sin sufrir porque sufrimos, sin convertirnos en náufragos del sufrimiento. En definitiva, y en esto coinciden una vez más Epicuro y Buda, así como los estoicos, es nuestra sabiduría y nuestra inteligencia lo que nos preserva de casi todos los dolores, o al menos los hace tolerables. Porque, como dirá Epícteto, “no nos afectan las cosas, sino nuestra visión de las cosas”. Eso nos salva de quedar absolutamente inermes ante las circunstancias, nos otorga el poder de encontrar el enfoque que más convenga a nuestra tranquilidad. Nosotros somos sus artífices. Ni culpemos a la carne de ser culpable de grandes males ni atribuyamos la responsabilidad de nuestros disgustos a las circunstancias.67 Porque tenemos que admitir que, en general, la vida es llevadera, que, como decía Borges, la felicidad abunda, y somos nosotros los que la enrevesamos con nuestras exigencias. No tenemos bastante con lo bueno y pretendemos lo mejor, y de ese modo muchas veces acabamos perdiéndolo todo; en cualquier caso, perdemos la serenidad y la alegría. Epicuro nos recomendaría no pretender demasiado, encajar los inconvenientes y disfrutar de los pequeños placeres que traiga la existencia.

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Los placeres sencillos No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer.68 El estado de felicidad lo alcanzan la alegría y suavidad de sentimientos y la disposición del alma que dispensan los propios bienes de la Naturaleza.69

La idea del placer (hedoné) en Epicuro es a la vez más amplia y quizá más simple que la que podrían sugerirnos las connotaciones con las que este concepto, tan zarandeado por la historia, llega hasta nosotros. Quizá las palabras gozo o disfrute, satisfacción o bienestar, expresen mejor lo que Epicuro quería significar al hablar del placer. En definitiva, para el filósofo el placer era la felicidad en acto, la alegría realizándose en los hechos y las sensaciones. El placer es principio y fin del vivir feliz.70 Aristipo y la escuela de los cirenaicos ya habían hecho una aportación por la que sin duda se interesaría Epicuro, al considerar el placer sensible y presente como el único objetivo que realmente merecía la pena para la vida humana y, por lo mismo, para la filosofía. Sin embargo, en aquel intento ya se habían evidenciado las dificultades que entrañaba cifrar la felicidad humana en los placeres concretos: en primer lugar, lo incuestionable de la precariedad del cuerpo humano, que limita consiguientemente su capacidad para los placeres; en segundo, la realidad del tiempo, lo que Lledó llama “la dificultad de ensamblaje entre el placer y el tiempo”, que consume el placer con rapidez y lo convierte en la mera ansiedad de la espera de nuevos placeres; una espera que sume al hombre en la carencia y en la incertidumbre, en la permanente insatisfacción, y que lo deja desamparado ante el sufrimiento por la irremediable transitoriedad de la satisfacción de un placer pasajero. “Si medimos por éste nuestra vida –lo explica García Gual–, el balance puede resultar muy negativo; pues conseguir este placer de modo continuo no está en nuestro poder, y es difícil que su cantidad pueda compensar el peso del dolor que se amontona en la vida de muchos hombres”.71 La muestra más dramática de esta contradicción nos la deja otro filósofo cirenaico, Hegesias el Peisithánatos, que consideraba el suicidio como la única

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salida cuando la vida se vaciaba de placer. Fue tan persuasivo que sus charlas fueron prohibidas por ley. Con estos antecedentes, Epicuro ya conoce las limitaciones y las contradicciones que puede plantear la proclamación del placer como el camino hacia la felicidad. Él busca una satisfacción estable y duradera, una vida marcada por un gozo seguro y sin peligros que no esté atado al azar ni sometido a nada externo, incluidos los valores sociales al uso. Por eso, el filósofo desconfía de la idea convencional de “virtud” (areté), que tan apreciada había sido en la ética guerrera y cívica, y que luego, a diferencia de él, revitalizarán los estoicos. Para Epicuro, la “virtud” es, probablemente, algo demasiado ideal, demasiado abstracto, demasiado rígido para que pongamos en ello nuestras esperanzas de felicidad. “Yo invito a gozos continuos y no a virtudes vanas, sin sentido y que llevan en sí confusas esperanzas de disfrute”. 72 Incluso la belleza le parece deseable sólo en la medida en que nos hace disfrutar, pero estaremos locos si le permitimos que nos haga sufrir: “Debemos apreciar la belleza, la virtud y las cualidades de índole semejante, siempre que proporcionen gozo, pero si no lo proporcionan hay que decirles adiós muy buenas y dejarlas”. 73 Hay en esta visión una ética del deseo que pone éste al servicio del disfrute, y nunca al revés, por lo que preserva de la esclavitud a la que nos relega el concebir el deseo como carencia. El deseo de lo que nos falta desvía nuestra felicidad hacia un futuro que nunca se alcanza, y nos aísla de los goces del presente. “El que menos necesita del mañana es el que avanza con más gusto hacia él”74, porque lo teme menos. Hay que desear lo que se puede, y disfrutar lo que se tiene. En definitiva, se trata de adaptar el placer a la medida del hombre, al individuo, con sus potenciales y sus limitaciones, hacer que sea la desnuda humanidad de la persona, y no su imaginación o la imposición externa, la que establezca lo deseable, que queda siempre cerca de la materia, del cuerpo, y lejos de las fantasías: Pues al menos yo no sé qué pensar del bien si excluyo el gozo proporcionado por el gusto, si excluyo el proporcionado por las relaciones sexuales, si excluyo el proporcionado por el oído y si excluyo las dulces emociones que a través de las formas llegan a la vista.75 Por lo que respecta a los deseos y los placeres, y siempre intentando establecer “gozos continuos”, Epicuro aplica la antigua máxima apolínea de que “la sabiduría consiste en la moderación y el conocimiento de los límites” (García Gual)76. También el ejemplo de los cínicos, que renunciaban a toda posesión para vivir una existencia radicalmente libre, debió inspirarle, aunque él no era partidario de excesos ni extravagancias. Poseer propiedades no tenía nada de malo (él mismo era el propietario de la casa y el Jardín donde emplazó su escuela), se trataba de mantenerse suficientemente desapegado como para que

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ellas no acabaran por poseernos; el sabio había de ser capaz de disfrutar con lo que tenía, y de no depender de nada: “De los insensatos nadie se contenta con lo que tiene, sino que más bien se angustia por lo que no tiene.”77 Así que la autosuficiencia [autarquía] la consideramos un gran bien, no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tenemos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener.78 El filósofo considera que hay tres clases de placeres: los naturales y necesarios, los naturales y prescindibles y los fútiles o vanos. De este modo, establece una jerarquía, un orden de prioridad para que, a la hora de elegir, ponderemos hasta qué punto tenemos necesidad de un placer, hasta dónde nos va a procurar felicidad, y si vale la pena el precio que tendremos que pagar por él. Porque todos los placeres son valiosos, puesto que son placeres, pero no todos merecen nuestra implicación y nuestro esfuerzo del mismo modo. Por ejemplo, Epicuro nos avisa que los placeres del amor traen muchos quebraderos de cabeza… Tú siempre y cuando no quebrantes las leyes ni trastornes la solidez de las buenas costumbres ni molestes al prójimo ni destroces tu cuerpo ni malgastes tus fuerzas, haz uso como gustes de tus preferencias… Las cosas de Venus jamás favorecen, y por contentos nos podemos dar si no perjudican.79 En este fragmento Epicuro define claramente algunos de los límites objetivos de los placeres, esbozando algunos trazos de esa ética del deber que Kant echaba en falta en su filosofía. Ya no sólo está proponiendo como criterio de límite nuestro interés a la hora de elegir los placeres –dar prioridad a los preferibles, renunciar a los que nos provocarán más daño que alegría–, sino que está insinuando que algunos deseos y placeres deben ser rechazados sencillamente porque –además, o sobre todo– están mal. Son –y en esto se muestra significativamente moderno– aquellos que afectan a la propia felicidad del prójimo, los que en cierto modo constituyen su derecho: las normas sociales, es decir, las leyes y las “buenas costumbres”, y la paz personal de los otros individuos, que, a su manera, están buscando también la felicidad. Epicuro apunta así un criterio basado en lo que, en la persona madura, es a la vez un impulso espontáneo y una virtud: la empatía, de la que emanan la solidaridad, la compasión y la justicia. Vemos, una vez más, que Epicuro no es un transgresor, no pretende subvertir el orden social ni enfrentarse a él, y que tampoco considera bueno llevar la propia satisfacción hasta sus últimas consecuencias. Otros sí lo harían, por ejemplo Sade. Epicuro ya intuía que un

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hedonismo sin virtud, un hedonismo ciego o estúpido, no conduce a la serenidad ni a una sana alegría. Es muy importante que nos mantengamos alerta y reflexivos con respecto a nuestros deseos, porque en ningún otro aspecto nos engañamos más fácilmente, dejándonos arrastrar por los caprichos o por las fantasías sin tener en cuenta adónde nos llevarán. “Un alma desgraciada hace al ser vivo ávido”80, nos recuerda a modo de ejemplo de manera errada de desear. Por eso, nos invita a que nos preguntemos siempre: “¿Qué me sucederá si se cumple el objeto de mi deseo, y qué si no se cumple?”81. Y en otro lugar dice también: “No hagas nada en la vida que temas que llegue a descubrir el prójimo” 82, sin duda no tanto por lo que el prójimo piense de nosotros, sino porque el placer no debe despojarnos de la dignidad, y por la consideración, más pragmática, de los problemas que pueda acarrearnos: quien tiene que ocultar sus placeres está condenado a la persecución, y el sabio desea ante todo vivir en paz. La transgresión social sería uno de esos “límites” a los que el filósofo nos conmina a atenernos. No elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor… Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos… Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien.83 En cuanto al dinero y las riquezas, ya vimos que no se trata de menospreciar lo bueno que puedan aportarnos, pero si ponen en peligro nuestro sosiego interior, está claro qué es lo que tenemos que elegir: Perseguimos la continencia no con el fin de usar solamente de lo barato y sencillo, sino con el fin de mantener la serenidad.84 Es mejor para ti estar tranquila tumbada en cama de hojas que estar conturbada ocupando áureo lecho y suntuosa mesa.85 Para Epicuro, los placeres que siempre están al alcance del hombre y que pueden acompañarlo durante toda su vida son las pequeñas alegrías, la satisfacción de saciar las necesidades del cuerpo –el hambre, la sed, el deseo sexual– con la frugalidad que el propio cuerpo marca desde su sencillez. Los placeres naturales, los que están relacionados con necesidades verdaderas, son fáciles de saciar; en cambio, los placeres superfluos suelen implicar una gran dificultad. ¡Tenemos suerte! “Gracias sean dadas a la bienaventurada Naturaleza porque hizo las cosas necesarias asequibles, y las inasequibles no necesarias”86. Por eso insiste en una inteligencia del placer: hay que rechazar los placeres cuando nos llevan al dolor, y para ello sólo tenemos que escuchar atentamente lo que nos dicta la Naturaleza: “A la Naturaleza no se la debe

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forzar sino hacerle caso, y le haremos caso si colmamos los deseos necesarios y los naturales siempre que no perjudiquen y si despreciamos con toda crudeza los perjudiciales.”87 Ningún gozo es malo en sí mismo, pero los actos causantes de determinados gozos conllevan muchos más dolores que gozos.88 El hedonismo de Epicuro se basa en la austeridad, una parquedad que en su vida rayó en el ascetismo. “Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco”89, dice, recordándonos que tenemos que ser realistas a la hora de establecer cuáles de nuestros deseos son realmente importantes. Para él, un poco de pan es un tesoro, y un tarrito de queso un “lujo”. Mándame un poco de queso para que pueda, cuando quiera, darme ese lujo.90 En cambio, “muchos, después de conseguir la riqueza, no encuentran la liberación de sus males, sino su sustitución por otros mayores” 91. De este modo, el sabio no sólo asegura su satisfacción, sino que se mantiene libre de toda imposición del entorno, al no esperar de éste más que lo que nos da de modo natural y prácticamente seguro. Faltando incluso lo mínimo, el sabio siempre se muestra dispuesto a soportar pacientemente la necesidad, porque su serenidad, su presencia de ánimo, en definitiva su autosuficiencia (autárkeia) son lo primero. El sabio enfrentado a la necesidad sabe mejor dar que recibir. Encuentra así un enorme tesoro de autosuficiencia.92 Conviene insistir en que Epicuro no valoraba la austeridad en sí misma, como fin, sino sólo como medio para lograr esa autosuficiencia que le asegura la libertad, y también, dice, para que cuando no se cumplan los deseos o falten las cosas no nos resulte tan difícil tolerar la frustración. En realidad, incluso en la austeridad hay un término medio, un equilibrio óptimo, y por tanto un peligro de exceso. En ese ideal del término medio, que nuestra prudencia o sensatez tiene que establecer, Epicuro se hace eco de la ética aristotélica. Y en su propuesta de no cifrar la felicidad en nada que no dependa de nosotros mismos, se adelanta a estoicos como Séneca. La memoria se presenta para el filósofo como otra estrategia para superar el imperio del tiempo, su fugacidad y su incertidumbre. Epicuro recalca lo importantes que son para él, sobre todo en momentos de dolor, los recuerdos agradecidos de los buenos momentos junto a los amigos. Para el sabio, el buen

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recuerdo es también un motivo de felicidad, ya que da continuidad a lo que de otro modo sería sólo pérdida, y convierte en alegría lo que nos inspiraría pena. Epicuro comparte con otros célebres entusiastas de los pequeños placeres, como Montaigne, Nietzsche y W. James, el sufrimiento personal que provocan los estragos de una mala salud. “Una felicidad tal –comenta Nietzsche sobre el filósofo de Samos– sólo la ha podido encontrar un experimentado sufridor”93. Es conmovedor imaginar a Epicuro compartiendo la alegría de una comida frugal con sus amigos, recordando las dichas de los viejos tiempos o predicando la virtud de los pequeños placeres, entre ataques de riñón y vómitos, o trasladándose por el Jardín en su silla de tres ruedas, el trikylistos. ¿Encontraría la felicidad?

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El retiro y la amistad De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.94 Otro placer sencillo, esencial y al alcance de todos es la amistad, ese tipo de amor grato y transparente que los griegos llamaban philia, distinguiéndolo de eros (el amor sexual) y ágape (el amor universal). Philia es el amor del encuentro libre entre iguales, el amor que apenas pide y apenas espera, un tipo de amor que se aviene estupendamente con el ideal de libertad y placer frugal de Epicuro. La amistad recorre el mundo entero proclamando a todos nosotros que despertemos ya a la felicidad.95 La comunidad que funda Epicuro alrededor del Jardín (Kepos) no se basa en otra norma ni en otro objetivo: una vida austera basada en compartir, dialogar, acompañarse, sentir el gozo de la presencia de los amigos. Así, Epicuro se retira desengañado del mundo de lo colectivo, donde imperan la falsedad y el poder, pero no para aislarse en soledad, sino para disfrutar mejor de la compañía de quienes comparten su retiro. “Epicuro –escribe García Gual– busca la vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual en aquel ambiente cargado de recuerdos y amarguras”96, refiriéndose a la agitada Atenas. La solución más sencilla para lograr la seguridad frente a los hombres… es la seguridad que proporciona la tranquilidad y aislamiento del mundo.97 Epicuro no parecía tener muy buena opinión de la gente en general. Los llama despectivamente “el vulgo”, “los necios”… Los desprecia por no comprenderle, por elegir la ignorancia, seguir prisioneros en la trampa de los deseos vanos: “Jamás pretendí agradar al vulgo. Pues lo que a él le agradaba no lo aprendí yo, y, por el contrario, lo que sabía yo estaba lejos de su comprensión.”98 ¿Hablaba en general de todo el mundo, o pensaba en algún colectivo en concreto? El carácter fuerte –“vehemente y austero”, lo califica García Gual–, y quizá irascible, que revela en sus escritos, ¿le hacía chocar con los demás hasta el punto de no poder adaptarse a la sociedad y tuvo que retirarse a una relación exclusiva con los que lo adoraban? Su primer intento de crear una escuela filosófica en Mitilene acabó con una desbandada por

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importantes conflictos con la comunidad y con los filósofos que ya estaban establecidos allí. Se replegó entonces en la seguridad de los suyos, primero en Lámpsaco y luego en el Jardín. ¿Lo impulsaba el deseo de intimidad o el resentimiento? ¿El elitismo o el simple desengaño? Son preguntas ya para siempre sin respuesta, y en todo caso más bien ociosas. Lo más probable es que algo hubiera de todo. Pero, ¿es importante dilucidar la psicología personal de Epicuro y sus motivaciones, o más bien nos interesa juzgar su mensaje y su ejemplo? Quizá el filósofo tuviera algo de asocial, o de petulante, o de elitista: ¿y quién no? “Desorden y servilismo en el alma de las muchedumbres necias –escribe García Gual–, que Epicuro despreciará siempre con el mismo talante aristocrático de otros filósofos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.”99 Sea por huida o por afecto, por filosofar o por vivir, Epicuro creó a su alrededor esa pequeña comunidad basada en la filosofía, la frugalidad y el afecto que fue el Jardín. Fue como una familia dedicada a los bienes que más valoraba el filósofo: El hombre auténtico se preocupa sobre todo de la sabiduría y de la amistad.100 Además de las ideas generales sobre la autarkéia y el placer frugal, sin duda Epicuro establecería algunas normas prácticas, o por lo menos de tipo ético. El maestro deseaba que la vida en común estuviese caracterizada por la alegría y una convivencia armónica en la que todos pudieran sentirse cómodos, y que mantuviera a todos “activos, satisfechos consigo mismos y muy orgullosos de los bienes de la persona y no de los que nos procuran las cosas” 101. Los textos que nos han quedado de él traslucen muchas sabias reflexiones sobre la psicología humana, los problemas de la convivencia y los principios que tienen que regir una vida en común armoniosa y pacífica, siempre tan difícil. Según señala Oyarzún, Epicuro considera que la conducta del sabio no debe ser fea (aiskhrós), sino bella (kalós), y eso se demuestra pudiendo realizarla en público, bajo la mirada de los demás, con la cabeza bien alta. Como sabemos, el filósofo insiste también en que ningún acto del sabio debe llevarle a experimentar vergüenza (aískhos), ya que ésta es la pasión del ocultamiento e interfiere en su tranquilidad de ánimo. En esa idea de “belleza de conducta” encontramos ecos de los ideales de virtud de otros filósofos, como Sócrates o Aristóteles. Ya vimos que la “virtud” (areté) en abstracto, la virtud heroica de los abuelos guerreros, significaba poco para Epicuro. Él alude a otro tipo de virtudes, las que se derivan, ante todo, del sentido común, de la sensatez, de la prudencia (phrónesis) que sabe distinguir lo

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esencial de lo secundario, y sabe elegir los actos en función de sus consecuencias. Escribe Diógenes Laercio, hablando de ello: “Por causa del placer se han de escoger las virtudes, no por sí mismas, [sino] como la medicina por causa de la salud”102. Porque no basta que un acto nos aporte placer, sino que se trata de que sea un placer realmente valioso, duradero, y que no nos conduzca a sufrimientos peores. Por ello, cabe pensar que este tipo de virtud presidiría también el código de convivencia de la comunidad del Jardín. De todo esto el principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que la filosofía. De ella nacen las demás virtudes… Las virtudes, pues, están unidas naturalmente al vivir placentero, y la vida placentera es inseparable de ellas.103 Otra norma –o, más bien, principio– esencial de ese código ético comunitario, ya se ha insistido en ello, debía ser la frugalidad, la austeridad, como esencial discernimiento en el disfrute del placer que nos permite, a la vez, evitar la dependencia de él que nos haría perder la libertad y nos haría sufrir cuando faltara. Por eso los placeres tienen que ser sencillos y desapegados. Habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso a la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo cuando a intervalos accedemos a los refinamientos, y nos equipa intrépidos ante la fortuna.104 En cuanto a la convivencia, debía estar regida por una filosofía del conflicto que lo resolvía desde el mutuo respeto, la empatía que nos permite ponernos en el lugar del otro y dando prioridad a procurar beneficiarse recíprocamente: La justicia fijada por la Naturaleza es la piedra de toque de la conveniencia de no perjudicar ni ser perjudicado uno por otro.105 El espíritu eminentemente práctico de estas orientaciones de vida –“[Las normas], cuando ya no son útiles, ya no son justas” 106–, que, como siempre en Epicuro, rehúye todos los ideales abstractos y todas las supuestas perfecciones imaginarias que alejan las virtudes de la realidad humana, se trasluce incluso en la consideración explícita de que el origen de la amistad es la mutua necesidad, y que antes que el afecto está el acuerdo: Toda amistad es en sí misma deseable, pero ha tenido su origen en el provecho.107

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Y es al aproximarnos unos a otros, movidos en principio por esa mutua necesidad de colaboración, cuando nos encontramos con el afecto, que es el que hace de la amistad un placer, la mantiene y la convierte en sustento en los momentos difíciles, a través de la ternura y el dulce recuerdo: “Me sentaré a la espera de tu ansiada y divina llegada”108. Lo que nos da más fuerza no es, pues, el apoyo mismo, sino la confianza en el apoyo, es decir, saber que no estamos solos, que podemos contar con los amigos. No obtenemos tanta ayuda de la ayuda de los amigos como de la confianza en su ayuda.109 Y esa ayuda, que puede abarcarlo todo, incluye por supuesto aliviar al amigo en las penas, consolándolo pero sobre todo acompañándolo con nuestra presencia afectuosa: Compartamos los sentimientos de los amigos no llorando sino preocupándonos por ellos.110 A veces, en fin, la amistad se demuestra en la generosidad, en compartir con los demás lo que tenemos. Mantenernos espléndidos y desprendidos, sobre todo cuando se trata de las necesidades de los amigos, es muestra de nuestra amistad, pero también de nuestra virtud: No escatimes ser generoso en lo poco, pues darás la impresión de ser igual en lo mucho.111 ¿Y cómo encajar en esta visión aparentemente idílica la traición, la decepción, los momentos en que la amistad, que es humana, nos dejará en la estacada? Pues observándolos desde el afecto conquistado, que rescatará lo bueno del recuerdo, y sobre todo con la ecuanimidad de la filosofía, que comprende que somos débiles y contradictorios. En cualquier caso, sería de pobres de espíritu renunciar a los goces de la amistad por culpa del temor o del resentimiento. Epicuro nos invita a que nos entreguemos, a que nos la juguemos sin pensarlo y sin temer a las consecuencias: Es menester ganarse la satisfacción de la amistad aun a costa de ciertos riesgos.112 Así, llegado el conflicto, y cuando se ha conquistado un mutuo afecto, el sentido común, la phronesis, nos tiene que guiar para no dejarnos cegar por arrebatos de ira e instarnos al diálogo paciente, atemperar nuestras pasiones poniéndonos a favor de la amistad y ceder sin dudarlo, llegado el caso:

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Es ridículo en grado sumo echar más leña al fuego fomentando por la propia indignación personal aquella dosis de irracionalidad en lugar de ver la forma de cambiarlos a actitudes más suaves mediante una actitud sensata.113 La filosofía tiene que hacernos ver más allá del roce momentáneo, tiene que hacernos comprender que la discusión es una oportunidad para el aprendizaje, ya que, al confrontarnos con los puntos de vista de los otros, pondrá a prueba los propios y nos ayudará a corregirlos y enriquecerlos. Se trata, pues, de anteponer el “amor al razonamiento”, la voluntad de aprendizaje, sobre los vanos arrebatos del orgullo o la susceptibilidad: En una disputa entre personas amantes del razonamiento gana más el que pierde, debido a que aprende más que nadie.114 En cuanto a esa pasión tan humana que es la envidia, el deseo de apropiarnos de las cualidades o los logros de los otros, constituye una pérdida de tiempo, una distracción de nosotros mismos que nos aleja de nuestra paz interior. ¿Acaso no tenemos en nosotros mismos todo lo que precisamos? ¿No tenemos abierta la posibilidad de la sabiduría como todos? Y, por otra parte, ¿no nos estaremos equivocando al desear para nosotros algo que no nos conviene? No se debe envidiar a nadie, pues los buenos no son merecedores de envidia y los malos cuanta más suerte tienen tanto más se pierden.115 Y no olvidemos que el propósito de todos los principios que regían la vida del Jardín era el placer, el disfrute sencillo. Ese disfrute debía impregnarlo todo, debía estar presente en cada uno de los actos, mediante una actitud juiciosa y reflexiva basada en la filosofía. La convivencia, la charla, el trabajo incluso, habían de realizarse desde una actitud de alegría y gozo, poniendo todos los actos al servicio de la plenitud del alma: Hay que reír al mismo tiempo que filosofar, y también atender los asuntos domésticos y mantener las demás relaciones, sin cesar nunca de proclamar las máximas de la recta filosofía.116 En este alegato a favor de reír, Epicuro nos trae a la mente la famosa risa de Demócrito, su maestro. Quizá conociese la anécdota según la cual Hipócrates tuvo que acudir a curar a Demócrito porque no podía detener sus carcajadas. Cuando el médico le preguntó la causa, el filósofo le explicó que no podía evitar reírse de las debilidades humanas, casi todas fruto de la estupidez y la mezquindad. De modo que Demócrito, en el fondo, se estaba riendo de sí mismo, y con ello nos daba un ejemplo de que no debemos tomarnos a

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nosotros mismos demasiado en serio. Sin duda, Epicuro había aprendido, o hubiese querido aprender, a reírse de ese modo. Pero la risa de Epicuro iría en cualquier caso más allá, y nos estaría invitando al disfrute. El placer, más que algo perseguido, debe ser algo creado, algo que la inteligencia, la sabiduría, tiene que ser capaz de descubrir en el gozo sencillo de cada una de las cosas. Porque el placer anhelado se convierte en dolor, sobre todo cuando sus pretensiones son desmesuradas y cuando nos hace dependientes de las circunstancias. No debemos permitir que el placer se convierta en necesidad, en búsqueda angustiosa de lo que nos falta, sino en la satisfacción que nos aporta lo que tenemos. Cada suceso, sea el que sea, lleva su propio disfrute, y la sabiduría tiene que ser capaz de verlo, incluso cuando en apariencia está ausente: Tenemos necesidad del placer sólo cuando suframos por no estar presente él… Pues no es el placer propio de la Naturaleza quien produce la injusticia [el sufrimiento] desde fuera de nosotros, sino las pretensiones que rodean las vanas opiniones.117 Por consiguiente, tampoco debemos anteponer los “punzantes deseos” a la amistad y al respeto, los cuales deberían quedar siempre por delante de cualquiera de nuestros caprichos: [Mantén la] vigilancia frente a los vicios que mancillan todo por culpa de unos punzantes deseos.118

Con una buena vida, basada en estos principios, el hombre se asegura también una buena muerte, puesto que “es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien”.119 Esa preocupación por el “buen morir” puede sorprender en un filósofo que recalcaba que la muerte es ajena a la vida, pero cobra sentido si se considera que, precisamente, vivir en armonía asegura morir agradecido, rodeado de amigos y de buenos recuerdos –“Dulce es el recuerdo del amigo muerto”120–, entregando la vida sin un apego desesperado, como un acto natural más entre todos los que nos impone la buena naturaleza. Más tarde, Montaigne recuperará esa noción del buen morir, aunque desde una orientación más estoica, considerando no que la muerte es ajena a la vida, sino parte de la vida, y que por tanto hay que tenerla presente y contar con ella. Quizás ambas posturas sean menos contradictorias de lo que parece: para Epicuro, una buena vida lleva a una buena muerte; para la Estoa, una buena muerte forma parte de una buena vida. En ambos casos el tema de la muerte debe estar presente, pero no como preocupación, sino como consecuencia natural del mero existir, que hay que aceptar con serenidad.

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Mezcla, pues, de retiro y entrega a la amistad íntima, en cualquier caso privada, el modelo del Jardín cobró quizá más fama de la que hubiese pretendido su fundador, y constituye un valioso ejemplo de puesta en práctica – o, como decían los griegos, praxis– de una postura filosófica, lo cual lo hace especialmente meritorio. Epicuro estaba convencido de que esa felicidad sólo se podía conseguir mediante un relativo retiro de la vida pública, y por eso no dudó en desear, tanto para él como para sus amigos, que se entregaran a la amistad y la sabiduría al margen de la sociedad, procurando “pasar desapercibidos”, insistiendo en convertirse en lo que los griegos llamaban despectivamente “idiotas”, personas que no intervienen en la vida pública. Esa vida social que para Epicuro era sólo fuente de inquietudes, de violentas y estúpidas imposiciones, de tradiciones supersticiosas y limitadoras, de valores vanos como la riqueza o los honores. Con su comunidad del Jardín, Epicuro no sólo se procuró más de treinta años de sosiego, afecto y actividad intelectual, sino que nos mostró un inspirador camino para la felicidad individual. Pasa desapercibido en tu vida.121

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Tercera parte

El convidado

Reencuentro de Epicuro El hecho de que el pensamiento de Epicuro fuese casi barrido en la historia, y de que sólo quedase de él la caricatura que descubrimos en escritores posteriores, nos hace suponer que algo revolucionario y conmovedor yacía en su mensaje. E. Lledó.122

Un puñado de siglos extravió la voluminosa obra de Epicuro hasta reducirla a la nada. Tan sólo nos quedaron unas cartas (a Heródoto, a Pítocles y a Meneceo) y una colección de aforismos, las llamadas Máximas capitales, que debemos a la inclusión que de unas y otros hizo Diógenes Laercio en su Vida de filósofos. En el siglo XIX se añadieron algunos fragmentos hallados en la biblioteca del Vaticano, que por esa razón recibieron el nombre de Sentencias vaticanas, y los estudiosos han ido reuniendo citas epicúreas dispersas por otras obras. Las abundantes muestras del interés del mundo romano por Epicuro revelan cómo, a pesar de su aislamiento y su falta de pretensión expansiva, sus ideas se fueron extendiendo y calaron hondamente en las inquietudes del mundo contemporáneo e inmediatamente posterior. Los viajeros romanos que acudían a Atenas como curiosos o estudiantes solían aprovechar la visita a la Academia para acercarse hasta el Jardín. El poeta Lucrecio se inspiró devotamente en el epicureísmo en su obra De rerum natura, y el poeta Horacio se jactaba con abierta ironía de pertenecer a la piara de Epicuro, que era como algunos habían apodado despectivamente a sus discípulos. Destacados pensadores como Séneca y Cicerón tuvieron para el epicureísmo comentarios entre la admiración y la crítica. Si con sólo esos pocos textos y referencias conservados hemos podido hacernos una idea bastante cabal del sistema del filósofo, y sobre todo captar su vitalidad y su luminosidad, ¿cómo concebir la riqueza que debían prodigar sus más de trescientos rollos perdidos, y las numerosas obras de sus discípulos también extraviadas? Una desaparición tan completa nos hace sospechar fácilmente de una persecución sistemática, de una voluntad de hacer desaparecer las obras de Epicuro. Los expertos están bastante de acuerdo, y a nosotros nos parece indudable: la filosofía epicúrea no sólo resultaba molesta para las ideologías que fueron acaparando el poder en siglos posteriores, sino que incluso debió ser

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considerada por muchos peligrosa y subversiva. Sabemos, por ejemplo, que el emperador Juliano el Apóstata prohibió la lectura de cínicos, escépticos y epicúreos cuando quiso revitalizar los cultos paganos frente al cristianismo. Pero es probable que el principal enemigo de los epicúreos fuese el propio cristianismo: desde que se consolidó como religión oficial del Imperio Romano, y a lo largo de los siglos medievales, podemos imaginar el rechazo furibundo que debió despertar en los patriarcas cristianos una filosofía que en esencia es atea, que proclama la identidad del cuerpo y el alma, del cielo y la tierra, y el placer como motivo fundamental de la vida buena. Tanto más peligrosa cuanto que parece haber contado con una vívida acogida en el mundo de la Antigüedad. “Adeptos de uno u otro credo religioso –escribe García Gual–, o sectarios de algún dogmatismo filosófico, vieron en Epicuro a un peligrosísimo adversario y competidor, negador impío de la trascendencia mundana y enemigo de la Religión y del Estado”.123 Ocultos como estaban en otros libros, y siendo aún subversivos, los fragmentos que han llegado hasta nosotros tardaron en salir a la luz. Hubo que esperar al humanismo renacentista para que alentara una nueva simpatía por su figura. El plácido Montaigne, en el siglo XVI, lo adoptó como uno de los modelos para su proyecto de buen vivir, siguiendo la estela de su lealtad a la frágil hermosura de lo humano, el disfrute de los placeres pequeños, casi austeros, y sobre todo su empeño en poner la filosofía al servicio de una vida feliz. Gassendi lo popularizó con su traducción de los libros de Diógenes Laercio, en 1649. Se han señalado ecos de Epicuro en Hobbes y Helvetius, en los utilitaristas Stuart Mill y Bentham, incluso en Hume y Schopenhauer. Pero el filósofo de Samos seguía siendo menospreciado en pleno siglo XIX por una figura de las dimensiones de Hegel, que se felicitaba de que los textos del griego se hubiesen perdido íntegramente: “Debemos dar gracias a Dios de que no se hayan conservado; los filósofos, por lo menos, habrían pasado grandes fatigas con ellos”. 124 Cincuenta años antes, Kant había visto con buenos ojos el empirismo de Epicuro, pero rechazó las consecuencias éticas que saca del materialismo, que consideraba demasiado personales desde su proyecto de regulación moral universal. Habrá que esperar algo más para que algunos pensadores empiecen a vislumbrar grandezas en las obras del filósofo de Samos: Marx “subraya el profundo sentido humanista de la filosofía epicúrea y destaca el esfuerzo de Epicuro por acomodar en un universo materialista de mecánica atómica un espacio para la libre actuación del hombre”. 125 Y Nietzsche lo elogiará en diversas ocasiones, llamándolo “el dios del Jardín”.126 A lo largo del siglo XX el mensaje y la figura del filósofo del Jardín no han dejado de crecer. Ha sido objeto de numerosos estudios, y se ha visto en él a un precursor prodigiosamente moderno de las inquietudes del alma contemporánea. Se le ha llegado a atribuir unas dimensiones comparables a las

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de Platón y Aristóteles, y en cualquier caso se le ha reconocido un enorme interés. De poca trascendencia científica parecen sus teorías sobre la constitución y el funcionamiento del cosmos, si bien la visión atomista, que heredó de Leucipo y Demócrito, muestra asombrosos puntos en común con la actual física de partículas. Epicuro, influido por la tradición naturalista jónica, era un penetrante observador de la naturaleza. Por lo poco que nos ha llegado sabemos que intuyó las vastedades del universo y la infinidad de mundos. Consideró que la luz de la luna podía proceder del sol, propuso interesantes hipótesis sobre la psicología de la percepción, especuló agudamente sobre los orígenes del lenguaje y la evolución semántica de las palabras. Supuso las nubes formadas por condensación del aire, entrevió la electricidad estática al pensar que los rayos se originan porque “debido al frotamiento y choque entre nubes la configuración de átomos determinantes del fuego da origen, según se desliza, al relámpago”.127 Imaginó que la forma redondeada del granizo podía explicarse “porque en su fase de constitución las partículas acuosas del aire se van agrupando uniformemente por las diversas partes en todo su derredor” 128, y que “el arco iris se forma por la iluminación que sale del sol y se proyecta sobre una atmósfera acuosa... responsable de la refracción de la iluminación” 129. Aunque hoy sepamos que los terremotos no se deben al “aprisionamiento de viento dentro de la tierra”130, y que los cometas no se forman en la atmósfera, resulta pasmoso que alguien pudiera llegar a tantas conclusiones acertadas sobre los fenómenos físicos, sin contar para ello más que con una mirada atenta y un entendimiento ingenioso. Pero lo que más puede interesarnos de Epicuro en la actualidad no es su ciencia natural, tan inevitablemente superada, sino su propuesta ética y existencial. Sus reflexiones y consejos sobre la felicidad humana resultan hoy tan vigentes como lo eran para los griegos del trescientos antes de Cristo. Recordemos que ese era el principal interés del filósofo, incluso cuando especulaba sobre las causas de los fenómenos naturales: con sus argumentaciones racionales intentaba demostrar que la naturaleza se explica por sí misma, y disipar así los temores que provocan la superstición y los mitos. En esta tercera parte nos atreveremos a dialogar con la filosofía epicúrea desde las inquietudes de nuestra era. Invitaremos a Epicuro a que nos visite desde su tiempo, como habría hecho en sus años viajeros por las ciudades jónicas en las que contaba con grupos de seguidores. Le hablaremos, como ellos, de nuestros temores y nuestras esperanzas, confiando en que la sabiduría del maestro tenga mucho que sugerirnos. Epicuro será el convidado de un futuro que se le antojará presente. O quizá seamos nosotros, sin saberlo, los convidados a su Jardín.

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Nuestras crisis y nuestros dioses Como sucedía en la Grecia del siglo IV a. C., nuestro mundo contemporáneo presenta una crisis permanente y no resuelta en sus valores y sus perspectivas. Igual que entonces, nuestras fronteras se han visto repentinamente ensanchadas hasta lo inabarcable, y las viejas señas de identidad –la nación, la comarca, la ciudad– han saltado en pedazos bajo una globalización que iguala y despersonaliza hasta el último rincón. El mundo entero se diría ya un gran parque temático donde a todos nos toca hacer de actores: las tradiciones han perdido su poder sugerente, su magia rectora de la vida cotidiana o su gracia creadora de cultura, y han quedado reducidas a meros pasatiempos o souvenirs para turistas... La masificación hace que el individuo se sienta perdido, anulado, reducido a un anonimato en el que no es más que un número en medio de la multitud. No acabamos de acostumbrarnos a nuestra convivencia cotidiana con la angustia, ese pavor profundo que tan crudamente expresa El grito de E. Munch. Desde las conflagraciones mundiales y la Guerra Fría, el hombre se enfrenta nada menos que a la posibilidad de su autodestrucción, presentimiento aterrador que inunda el inconsciente colectivo desde Hiroshima y que alcanzó el pánico generalizado durante la carrera armamentista. Entre el final del siglo pasado y los primeros años de este, a la vez que se instaura Estados Unidos como potencia única, déspota de todo el planeta, se consolida frente a él la nueva amenaza de los fundamentalismos y sus acciones terroristas, que desgarraron la ilusión de seguridad occidental en Nueva York, Madrid y Londres. Junto a estos dramas puntuales, el imperio norteamericano se deshace por los flecos en un rosario de continuas guerras a lo largo de todo el orbe, pero localizadas especialmente en los países pobres o limítrofes entre Norte y Sur, conflictos que salpican de sangre y tragedia humanitaria las bruñidas cristaleras de Wall Street. Los ciudadanos del mundo actual, como los de las polis del helenismo, sienten que el suelo se tambalea bajo sus pies, amenazado por la inestabilidad política. Pero no se trata sólo de política o de guerra. En general, cunde una sensación de deterioro porque el sistema capitalista, que ha extendido sus tentáculos hasta el último rincón del mundo, amenaza con asfixiarlo entre ellos. El paroxismo de la industria y el consumo ha ido devorando con avidez los

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recursos naturales, generando un volumen de residuos que han convertido la tierra y el mar en almacenes de basura y sustancias tóxicas. El cambio climático es ya un hecho, y abre el futuro a perspectivas apocalípticas. En definitiva, el capitalismo se enfrenta a sus límites, y empieza a estallar en forma de crisis económicas y, en los países pobres, hambrunas y barbarie. La democracia liberal, burocratizada, se enrarece: los políticos, convertidos en clase, se han alejado del pueblo, revelándose como meros gestores de los intereses de los privilegiados, mientras se acentúa el abismo entre éstos y la mayoría de la población. El hombre actual vive tan abrumado como el de la Grecia posterior a Alejandro. Ya no nos horrorizan los dioses cósmicos, pero sí nos dan pánico la incertidumbre económica, el agotamiento de los recursos y el terrorismo. Hemos perdido la fe en el progreso y, en definitiva, en el futuro. Y también ahora, como entonces, nos replegamos en el individualismo y la privacidad, desengañados de las utopías colectivas, desconfiados de un prójimo cada vez más parecido pero con el que cada vez nos parece tener menos en común. ¿Deberíamos plantearnos una vuelta a la sencillez, a la frugalidad, a una intimidad amistosa como propuso Epicuro para su tiempo? El mensaje del filósofo nos hace reflexionar sobre algunas locuras alienantes de nuestra vida, algunos excesos que pagamos caros con nuestra insatisfacción y nuestra salud. Si Epicuro viajara en una máquina del tiempo, vería en seguida que el consumismo y el productivismo, pilares fundamentales del sistema que nos somete, no nos procuran la felicidad: este es el espejismo que deberíamos empezar a poner en cuestión. Ser más sencillos y centrarnos en placeres más accesibles, como el disfrute de la naturaleza o de la convivencia, nos liberaría de la ansiedad por poseer objetos y requerir servicios, que nos aprisiona en la persecución interminable, y nunca satisfecha, de la carencia. Nos liberaría también, al menos en parte, del trabajo forzado y en condiciones inhumanas al que nos va relegando el neocapitalismo, trabajo al que estamos obligados para poder seguir consumiendo al ritmo frenético al que nos han acostumbrado. Y aliviaría al planeta, en fin, del saqueo al que el consumo y el desperdicio lo someten, antes de que el propio planeta se libre de nosotros al agotar sus recursos. Epicuro liberó a sus contemporáneos de la adoración compulsiva a los dioses, al Destino y a la Fortuna. Nosotros podríamos emanciparnos también de nuestros propios dioses, a los que adoramos y tememos como sucedía entonces: el dios Dinero, el dios Consumo, el dios Empresa, el dios Mercado. ¿Negaremos que los tratamos como divinidades, con la misma reverencia, con el mismo terror a su amenaza todopoderosa? ¿No les vendemos cada día nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestros propios hijos? Trabajamos para ellos para poder comprar los productos que ellos nos convencen de que necesitamos. Agachamos la cabeza, temblando, cada vez que el Zeus de los mercados amenaza con lanzar rayos contra la bolsa,

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o contra la deuda externa de nuestro país. Odiamos a sus sacerdotes, los gobernantes, pero no tenemos la dignidad de plantarles cara, al menos desobedeciéndoles, al menos protestando, porque “todo podría ser peor”. Nos han implantado, como diría Nietzsche, la moral del esclavo, y cada día lo hacen más profundamente, con sus propagandas del miedo y su amenaza velada de a dónde podemos llegar. Epicuro no habría luchado, no se habría asociado en un colectivo reivindicativo, no habría salido a la calle a participar en ninguna manifestación. Habría preferido retirarse a una casa en el campo, tal vez fundando una comuna, procurando reducir sus necesidades al máximo, viviendo de lo que buenamente le diese un huerto y quizás algunos productos artesanales en la feria del pueblo más próximo. No hace mucho tenía noticia de comunidades poshippies de este tipo. Desde el punto de vista individual, no cabe duda de que son una opción, y bastante sana. Por lo menos se mantienen relativamente libres, han escapado del círculo del mercado, esquilman menos la tierra. Como la comunidad de Epicuro, no han roto del todo con la sociedad –no podrían hacerlo ya, el mercado lo ha invadido todo, y hoy no nos imaginaríamos renunciando a un hospital, a desplazarnos en coche o a tomar un café–, pero se han alejado un poco, se han retirado a las afueras del sistema, ese limbo en el que cada vez más personas malviven, lamentablemente, por obligación. Ahora bien: ¿podríamos hacerlo todos? ¿Existirían recursos en este planeta, que se ha quedado pequeño para la superpoblación humana que lo rebosa, para que todos, o muchos, nos retiráramos a vivir en pequeñas comunidades semiautárquicas? ¿Retiro, pues, mientras el mundo se desmorona? ¿Una especie de “último refugio”, en tanto esperamos que todo se venga abajo? ¿Es ético, es incluso posible? ¿La autárkeia de Epicuro era creatividad o resignación? ¿Optimismo o pesimismo? Hoy sabemos que no podemos desentendernos del destino común, es decir, el de toda la humanidad. Un individualismo económico y social a ultranza ya no es viable. No existen islas recónditas en el Pacífico, donde podamos regresar al “buen salvaje” de Rousseau. Recordemos que vivimos ya, inevitablemente, en un mundo globalizado, en una casa general. ¿Puede ser ético, hoy, cerrar los ojos al deterioro de nuestra casa común? ¿Podemos encontrar dignidad en el mero desentendimiento, en la renuncia a decir no y a movilizarnos consecuentemente? Hay muchos que optan por el desencanto, pero el desencanto es tristeza y disminución; otros lo llevan más lejos, hasta el nihilismo, pero el nihilismo es siempre resentimiento, empantanamiento en una ira impotente, destructividad por resignación. Odio por fracaso del amor. Las bombas nucleares no se detienen a las afueras de las ciudades; ni las nubes tóxicas; ni el deterioro de la capa de ozono; ni el calentamiento global.

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Las habas del jardín de Epicuro tendrían hoy dificultades para crecer sin fertilizantes, porque la tierra está agotada; sin regadío, porque llueve menos; y no habría manera humana de evitar que tuviesen restos de pesticidas que hay en la tierra y de otros tóxicos que hay en el aire. Pero además cabe preguntarse si Epicuro habría podido comprar el terreno, o si podría pagar la hipoteca. Como especie, estamos tocando el límite, allí donde nos lo jugamos todo, y todos. Creo que Epicuro, hoy, entendería que no se puede huir, que no se tiene que huir. Él, que se apartó para no resignarse, saldría a ratos de su Jardín para defender esa felicidad que amó tanto, en la que se obstinó tanto. Tal vez, si nos ponemos pesimistas –y a veces nos vence el pesimismo–, tengamos que admitir que la destrucción es imparable. La avidez del capitalismo financiero no se puede detener con el endeble recurso del sentido común. Marx ya nos avisó que no se mueve por mero deseo –si así fuera le bastaría con menos–, y aun menos por la razón –aunque fuese la triste razón del egoísmo–. La anima esa fuerza ciega y expansiva, arrolladora hasta la autodestrucción, que parece la sombra de la voluntad de poder de Nietzsche, “un devenir que no conoce ni la saciedad, ni el disgusto ni el cansancio... que se crea a sí mismo eternamente y eternamente a sí mismo se destruye..., sin finalidad”.131 Y nos domina o nos arrastra con ella porque también nosotros somos parte de esa voluntad de poder, tendemos a la expansión sin límites (nos reproducimos, consumimos…). ¿Podemos corregirnos mediante la razón y la voluntad, esa otra voluntad que no es de poder sino de felicidad, de potencia? ¿Epicuro contra Nietzsche? Pero Epicuro siempre supo que su teoría era una praxis de lo íntimo, que no servía para las masas. Y, sin embargo, no se daría por vencido, como jamás hizo en su larga vida ante las mil razones para la amargura. Tal vez nos intentara hacer ver que el peor dios, el más despótico y humillante y del que nos tenemos que liberar cuanto antes, es el del desánimo y la resignación. Nos recordaría que la modernidad, que tantos problemas nuevos ha planteado, también ha conquistado para nosotros nuevas libertades: nos hemos librado –al menos algunos, muchos quizá– de Dios y toda su nebulosa de trascendencia, que nos adormecía (“opio del pueblo”) y nos sometía a la esperanza, saqueando la dignidad de la vida humana; hemos avanzado extraordinariamente en el conocimiento científico y tecnológico, que nos encadena pero también nos ayuda; hemos conseguido algunos avances éticos, intentando, por primera vez en la historia, la osadía de un acuerdo en los derechos humanos, siempre tan frágiles y vulnerados, pero al menos concebidos; hemos rescatado nuestra libertad desprendiéndonos de todas las teorías mecanicistas de la historia, de todos los “grandes relatos” y los conceptos con mayúsculas, regresando a la sencilla precariedad del individuo, cargada de limitaciones y posibilidades. Como en la Grecia helenística, nos hemos quedado solos, y somos presa de angustia, pero disponemos de la

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opción de la valentía de Epicuro: inventar una nueva dignidad, la dignidad del hombre solo. El filósofo nos invitaría a pensar, a informarnos, a investigar, a poner en marcha nuestra imaginación y nuestra voluntad. Nos propondría, al menos, que nos sobrepusiéramos a la angustia, que no le permitiéramos despojarnos de nuestra dignidad. Nos mostraría que podemos hacernos fuertes ante lo inevitable, que la situación “es desesperada pero no grave” 132, que siempre queda esperanza para el que está dispuesto a construirla. Que, hagamos lo que hagamos, tenemos que emanciparnos ante todo de nuestros propios miedos; y que un modo de empezar a hacerlo es no aislarnos en ellos. No sólo nos inquieta lo exterior. Hay otras fuerzas oscuras que no dominamos, y éstas se agazapan dentro de nosotros. Desde Schopenhauer y Freud sabemos que nuestra arrogante Razón está atravesada de una irracionalidad que no controlamos. Hoy sabemos mucho más del inconsciente, esa oscura y primitiva sombra que contradice –o dirige– nuestra voluntad. Ni siquiera somos lo que creemos ser, puesto que formamos parte de estructuras que nos incluyen y nos dominan. Nietzsche había proclamado que Dios ha muerto: Foucault nos dirá que también ha muerto el hombre. Quizá los náufragos de la posmodernidad ya no podamos permitirnos ser tan optimistas como Epicuro. Hoy nos sentimos tan atenazados por fuerzas indómitas como en la Antigüedad se temía el arbitrio de los dioses sobre la vida humana. Sabemos que somos animales, y que nuestra animalidad nos impone tendencias instintivas, grabadas a fuego en los genes, que pocas veces podemos controlar. Pero creo que el maestro de Samos, contradiciendo conclusiones pesimistas como las de Schopenhauer, Freud o Heidegger, no vería en ello un motivo para la postración, sino el requerimiento de encontrar un nuevo modo de enfocar nuestra felicidad, un desafío como el que él mismo afrontó. Con Sartre, nos recordaría –y ya lo hizo en su tiempo, criticando todos los determinismos– que seguimos siendo libres, que seguimos pudiendo “hacernos con lo que han hecho de nosotros”. Propondría una actitud que cuente con nuestra naturaleza, que dialogue con ella y la honre, que la conquiste respondiendo a sus reclamos en lugar de ignorarla. Haber perdido las utopías nos da la oportunidad de afrontar las “cosas reales”, como le dijo a su maestro de gramática cuando era un adolescente. Como Nietzsche, no desconfiaría ni renegaría de nuestros instintos ni nuestras pasiones, sino que animaría a conocerlos, a someterlos al criterio y la moderación y a vivirlos, convirtiéndolos en gozo. ¿Fácil de decir y difícil de hacer? Sí. Pero él demostró que puede hacerse.

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Del cuerpo y del espíritu La orgullosa modernidad del siglo XXI quizá se reiría de la candidez de Epicuro afirmando hace más de dos mil años que sólo somos materia. Sin embargo, nuestra era supuestamente materialista no acaba de ser amiga de la materia. Mucha gente, la mayoría, sigue convencida de que hay algo en nosotros que está más allá de lo físico: un alma, un espíritu, una energía... Hay diversas versiones, pero todas tienen en común la creencia en una realidad suprasensible, un mundo platónico más allá del mundo. Este es el sustento de cualquier religión, y las religiones gozan aún de una salud tan buena que en 2005 el 66 % de la población mundial seguía declarándose religiosa, un 25 % se definía con un tibio “no religioso” y sólo un 6 % se identificaba como atea convencida.133 Se dirá, con razón, que el hecho de ser religioso no implica necesariamente el menosprecio del cuerpo ni la negación de la dignidad de la materia. Es más, ni siquiera revela que las creencias manifestadas no convivan con algún tipo de duda. Sin embargo, como Platón nos enseñó perspicazmente, desde el momento en que confiamos en la presencia de una esfera trascendente rebajamos la categoría del mundo físico a una mera sombra de la dimensión a la que hemos trasladado lo esencial. Es evidente que en esta mudanza la materia no sale muy bien parada. Pero nuestra época tiene además otras dificultades, quizá peores, con la materia. El capitalismo se mantiene ideológicamente heredero de la idea, de raíz cristiana, que considera el mundo como un lugar puesto al servicio del hombre, un territorio que el señor de la naturaleza tiene que conquistar y dominar. La consecuencia de esta separación arrogante ha sido la devastación sistemática de los ecosistemas naturales, sin la menor precaución, siquiera, hacia su posible insostenibilidad a largo plazo y sus consecuencias para nuestra propia supervivencia como especie. El concepto capitalista del hombre como un mero sujeto productivo tampoco beneficia mucho ni nuestra salud ni la dignidad de nuestro cuerpo, que cobran sentido sólo desde el punto de vista de la capacidad mecánica para mantener el trabajo.

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Como no nos sentimos materia, consideramos a ésta como un mero instrumento de nuestro “espíritu”, por lo que el mundo material, incluidos nuestros cuerpos, pasa a ser sólo un objeto que usamos en la medida en que nos resulta útil. En caso contrario, sencillamente lo consideramos un desecho. De todas las estupideces mantenidas cerrilmente por la humanidad, quizás esta sea una de las más flagrantes, y Epicuro supo verlo mucho antes de la Revolución Industrial. Esta instrumentalización del cuerpo abarca todas las funciones y los instintos que lo constituyen, y que, como señalan muchos pensadores desde Freud, han tenido que pagar un duro precio en forma de represión y desplazamiento a medida que la civilización avanzaba. “Nuestra sociedad – escribe R. Jaccard– avanza hacia una privatización cada vez más pronunciada y más completa de todas las funciones corporales, hacia su reducción a recintos especializados, hacia su desplazamiento fuera del campo visual de la sociedad”134. Este proceso no sólo está relacionado con la mera represión, sino, como apunta Jaccard y ya denunció M. Foucault, con la exigencia de apartar a un lado, de ocultar, todos los aspectos del cuerpo que interfieren con la pulcritud artificial de las convenciones (que quizá puedan resumirse en el brillo metálico del hombre máquina, el hombre pieza capaz de producir): desde la sexualidad a la enfermedad, desde las emociones hasta la vejez y la muerte, todo lo animal de nuestra naturaleza se ha convertido en obsceno. La represión de la sexualidad es uno de los aspectos más impactantes de esta violencia sobre nuestros instintos y nuestra salud que nos impone la civilización, de esta instrumentalización o cosificación de nuestro cuerpo. Constituye una dramática metáfora de nuestras contradicciones: en ningún momento de la historia la sexualidad pareció más asumida, más libre, incluso más proclamada en forma de espectáculo, y a la vez nunca fue más contenida y relegada a la privacidad, es decir, en palabras de Jaccard, nunca tuvimos que estar más desexualizados. El campo de la enfermedad y la medicina nos muestra estas mismas contradicciones con la materia, esta cosificación del cuerpo. La enfermedad constituye algo anómalo, inaceptable, una fastidiosa limitación del cuerpo que casi le (nos) reprochamos. Hemos olvidado que “lo normal y lo patológico no son dos mundos diferentes... Son dos estados ordinarios de lo viviente” 135, como dice A. Comte-Sponville. Hemos olvidado que nuestras enfermedades nos pertenecen como nuestro cuerpo, como nuestra vida, como nuestra muerte. Toda interferencia en la capacidad productiva del cuerpo ha pasado a ser considerada enfermedad, y la enfermedad se ha convertido en un asunto de los médicos. Es lo que Szasz y otros han llamado medicalización de la sociedad. La expropiación de nuestras enfermedades es otro lamentable aspecto de la alienación de nuestro cuerpo. Epicuro, seguramente, insistiría en que recuperásemos la dignidad nuestro cuerpo, porque no somos otra cosa. Nos pediría que lo amáramos y lo

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cuidásemos con afecto, como una manera de honrar a nuestra naturaleza. Que lo alimentemos bien, que descansemos lo suficiente, que practiquemos un ejercicio grato, que disfrutemos de sus pequeñas alegrías, incluidas las del sexo. Imagino a Epicuro corriendo cada día, comiendo sano y con tiempo, durmiendo cada noche las horas necesarias, en lugar de perderlas pegado a la televisión idiotizante. Se diría que mucha gente ha avanzado en estos aspectos, al menos en el cuidado de la salud y del cuerpo. Ya hace años que parece ir implantándose una cultura de la salud. Pero también en este aspecto somos contradictorios, y nos invaden las modas, el consumo y la despersonalización. También aparecen fundamentalismos, sobre todo por lo que respecta al culto a la imagen, que, en lugar de hacer del cuerpo el asiento de placeres sencillos, le exige unos determinados cánones. Se trata, obviamente, de otra manera de maltratarlo. El filósofo francés Michel Onfray, en una entrevista televisiva, afirmaba no hacer ejercicio por considerarlo sólo un modo de sufrir, heredero de la exaltación judeocristiana del padecimiento. Sin ir tan lejos, debemos reconocer que muchas veces no practicamos deporte por mantener la salud o disfrutar, sino que sometemos al cuerpo a verdaderas torturas con tal de resultar más socialmente reconocidos. No hablamos de la belleza. ¿Cómo no preferir ser bellos? ¿Por qué privarnos de jugar con el físico, con la ropa, con la sensualidad? De lo que se trata es de no caer en la cosificación del cuerpo, en exigirle la utilidad de la estética a costa de la simple naturalidad. Ese convertirlo en un mero objeto nos lleva a veces, en su extremo, a la caricatura o al drama (como sucede en el caso de la anorexia). El cuerpo se despersonaliza muchas veces, se convierte en un ropaje más, una máscara que no nos muestra a nosotros, sino a nuestros nuevos dioses: deportistas profesionales, estrellas del cine, modelos… Ideales, en fin, de una belleza no natural, sino convencional. Epicuro nos prevendría de esa sofisticación que nos aleja de nuestra autenticidad y nuestra sencillez. Nos pediría respeto por el cuerpo y sus verdades: sus defectos, sus enfermedades, su envejecimiento… Nos instaría, en fin, a que no permitiésemos que nuestro cuerpo dejase de ser nuestro para convertirse en otro producto comercial. Epicuro no estaría en contra de la religión ni de la espiritualidad, pero abominaría del poder de las Iglesias, de la prepotencia de sus dogmas, y del mercado en que se convierten a veces las “espiritualidades alternativas”. Porque todo ello nos disminuye, nos hace menos libres y acaba por perjudicarnos. Le darían risa los modernos gurús, pero no los criticaría mientras no pretendieran manipular a sus fieles (al fin y al cabo, él era en cierto modo el gurú de su pequeña secta). Epicuro, hoy, me parece que sería un científico, o al menos estaría de parte de la ciencia, y desde luego de una ética laica, totalmente al margen de lo

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sobrenatural. No permitiría que un obispo le dijera lo que es bueno o malo: se atendría a su propio criterio, teniendo siempre presente qué es lo que le aporta bienestar, tranquilidad y alegría. No comulgaría con un creyente, y, si tuviese que hablarle, le insistiría en que nuestra experiencia inmediata no nos habla más que de materia. Le haría notar que la idea de una trascendencia escatima la dignidad de la vida humana, trasladándola a un más allá de perfección y bondad que, por contraste, menoscaba el “más acá” de lo inmanente, lo inunda de imperfección y por tanto lo hace malo, despreciable. Epicuro seguiría rechazando la trascendencia, o al menos la consideraría ajena a lo humano, rescatando así para nuestro cuerpo y nuestra materia la dignidad, la bondad que le sustrae la esfera ultraterrena de las perfecciones ideales. No obstante, el filósofo, tan poco aficionado a perder el tiempo haciendo proselitismos estériles, quizá no llevaría demasiado lejos su discusión con el hombre religioso, y su postura le podría resultar incluso respetable siempre que esa creencia le ayudara a vivir, y no la usara como coartada para entorpecer la libertad de los otros. Epicuro, al proclamar la ausencia de los dioses de nuestra vida, estaba recuperando para el hombre la libertad y la dignidad. La vida pasó a ser una cosa escueta y fugaz, pero cada segundo de ella era ya rigurosamente nuestro. Esta idea liberadora, sin embargo, aboca a muchos a la angustia. El mundo parece insoportablemente frágil, y el individuo insignificante. Epicuro nos invitaría a amar esa fragilidad, a reconciliarnos, como propone Camus, con el absurdo.

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La muerte y el dolor Por lo que respecta a la muerte, el sabio griego nos repetiría lo mismo que les decía a sus discípulos y amigos: que la muerte no es algo que deba entrometerse en nuestra vida, pues cuando suceda nosotros ya no estaremos. Spinoza habría estado de acuerdo con él: “La meditación del hombre sabio es una meditación no sobre la muerte, sino sobre la vida”136. De este modo, hacemos que para nosotros sólo haya una muerte, en lugar de infinitas muertes imaginarias, como para Michelet, que clamaba: “¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!”137. Y Unamuno insistirá, revolviéndose angustiado, rebelándose frente a la perspectiva de su propia desaparición: “Quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí”.138 ¿Qué yo? ¡Nunca hubo yo! Será sólo el fin de una ilusión, replicaría el budismo. Epicuro, en cambio, les haría pensar a ambos en lo contradictorio de su desesperación: la muerte le duele a tu yo sólo porque ahora existe; pero cuando ya no esté, ¿qué preocupación podrá perturbarle? La muerte no es asunto de tu yo. “No somos más que una fatídica procesión de fantasmas, que vamos de la nada a la nada”139, insistiría Unamuno. No vamos a ninguna parte, siempre fuimos nada, diría el budismo. No vamos a ninguna parte –replicaría Epicuro–, la nada está en otro universo, el universo de nuestra ausencia; pero nosotros vivimos y sólo podemos vivir en este, el universo de nuestra existencia, y nada tenemos que ver con aquél. El mensaje del griego muestra un poder apaciguador, eficaz de puro simple, también hoy. “Al fin y al cabo, se trata de morir”140, sentencia Camus. No –le replicaría Epicuro–, se trata de vivir. Porque nuestra muerte es lo que sucederá cuando ya no estemos, cuando ya no quede historia, cuando ya no quede nada por hacer. En cambio, ¡tenemos tanto que hacer en nuestra vida! Séneca, en cambio, aconsejaba tener la muerte siempre presente, convertirla en algo familiar y doméstico para despojarla de su pavor. Es una buena propuesta, y seguramente Epicuro no la habría desmentido. Nunca pretendió cerrar los ojos al hecho de la muerte, como prueba lo mucho que habló de ella. Sin duda despreciaría el “pacto de silencio” que sobre el morir predomina hoy, fruto del hedonismo esteticista y comercial que la expulsa del espectáculo cotidiano de escaparates y diversiones superficiales, tan diferente del hedonismo lúcido del griego. No, nada de apartar los muertos, de ponerlos

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detrás de una mampara, de convertirlos en producto. Nada de esconderlos para esconder nuestro temor. Si el muerto fuese un amigo o un familiar suyo, Epicuro querría abrazarlo, y llorarlo, y no consolarse demasiado deprisa de su pérdida. Le dolería no tener al amigo al lado, pero también le confortaría pensar en los buenos momentos vividos juntos. Epicuro se esforzó para que la muerte no nos escatimara la vida, pero por eso mismo tampoco evitaría cruzársela –¿cómo hacerlo, si está por todas partes, si llegará a todos los rincones?–, mirarla a la cara y decirle: no te amo, pero te dejo que me ames. Como el protagonista de la película El lado oscuro del corazón, se la encontraría en el momento menos esperado, la llamaría “puta” cuando la viese desgarrar los frágiles sueños de los seres humanos, pero entendería que ahí está, que va y viene a través de las puertas, que hay que dialogar con ella. Lo que Epicuro quería, me parece, es que el hecho de la muerte no nos abrumara, no nos inundara, no nos impidiera vivir. Epicuro intentaba ponernos de parte de la vida, incondicionalmente. Y la vida siempre es también muerte: se mueren nuestros padres, nuestros amigos, nuestros amantes; no bastará nuestro amor, y parece que debería, para evitar que mueran nuestros hijos. ¿Cómo vamos a mirar hacia otro lado? Porque, además, la muerte es sólo el extremo –aunque sea el más radical y punzante– de la transitoriedad, de la pérdida de todo; es decir del cambio, que crea el tiempo, o del tiempo que se despliega en forma de cambio. ¿Cómo vamos a considerar ajena esa conspiración silenciosa que prepara a cada cosa su derrota, si marca a fuego con su sello de fugacidad todo lo que amamos, esos placeres en los que Epicuro cifraba –a veces nos parece que tan ingenuamente– la alegría? Tempus fugit, todo acaba, todo está hecho para perderse, vanidad de vanidades. ¿Para qué queremos lo nuevo si lo que amábamos era lo que se fue, lo que estaba hecho para irse? No podemos asentir contentos, ni siquiera con serenidad, a ese asalto por la espalda a nuestras alegrías; como mucho, nos resignaremos a él, a regañadientes. Pero creo que eso era lo que nos pedía Epicuro, como el budismo: aceptar para trascender; amar tanto la vida, con un amor tan entregado, tan incondicional, que incluya la muerte, que incruste la muerte en nuestra devoción, y haga así que deje de ser muerte, que sea sólo vida con todo lo que es la vida. Y no es una cuestión de tiempo. Quizá estaríamos dispuestos a morirnos, con la condición de que no fuese ahora, de que quedase aún un poco más por delante. Llegaría el momento y siempre pediríamos un día más. Sin embargo, eso debería hacernos pensar a la inversa: ¿qué importa un día menos, si nunca nos cansaríamos de persistir, si por mucho que fuese nunca sería bastante? La vida de una mariposa, que dura unas horas, no es menos intensa que la nuestra, que parece tener el final siempre lejos. Y, sin embargo, podría ser mañana, podría ser ahora mismo. ¿Cuál sería la diferencia? Para Epicuro, la diferencia

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sólo residiría en no permitir que la angustia por la muerte nos arrebatara la vida, durara ésta lo que durara. ¿Una mera argucia del pensamiento para disimular el filo de la guadaña, para envolver en ropajes los huesos descarnados? “La muerte no es nada para nosotros”. ¿Cómo no va a ser nada, si la vida lo es todo, y se termina? ¿Cómo me voy a reconciliar con tener que perder lo que deseo, lo que beso, lo que abrazo? El budismo insiste: tienes que aceptar o sufrirás; tienes que abrazar con menos fuerza. También los estoicos: algo en mí se rebela y se rebelará, repudia y lo hará siempre. Pero comprendo y asumo, y sé que tendré que abrir los brazos –¿acaso un abrazo permanente no sería una prisión?– y dejar que lo amado se vaya. ¿Es suficiente? Tendría que serlo. Como el dolor, tiene que haber un momento en que nos entreguemos, en que, aunque no nos guste, dejemos de rebelarnos. Tiene que llegar un momento en el que simplemente confiemos, en que asintamos a lo que nos excede. La vida es un don, y, como todos los dones, se nos otorga con la condición de que se acabará. ¿No será la nada la que se interrumpe transitoriamente para dejar que asome el ser? La vida es un misterio, la muerte es un misterio. Nos sobrepasa. Quizá muramos para que siga la vida, quizá sólo muramos en tanto que conciencia, en tanto que ego, en tanto que individuos. ¿Hay algo más insignificante que un individuo? Es lo que dicen los budistas y los científicos. Los átomos se unen por un tiempo, y luego se separan: es su naturaleza, ya lo había dicho Demócrito y Epicuro lo corroboraba. “La vida siempre tiene razón”, sentencia Rilke, con algo de gozo y algo de pena: quizá cuestionarla sea, por nuestra parte, ir demasiado lejos. Seguirá sin nosotros, y mejor para ella, mejor para nuestros hijos (esperamos). Lo que siga, diría Epicuro, ya no nos atañe (“ya no es nada para nosotros”), y menos mal, qué alivio, qué descanso. La vida es demasiado furiosa para no consumirse, como el fuego: seguir y seguir sería un exceso. Llamamos vida a una intensidad que no puede sostenerse mucho tiempo a contrapelo de la entropía, salvo agotándose y empezando de nuevo en otra parte. Llamamos ser sólo a una etapa del ser. Pero Epicuro acierta en que a la conciencia no le atañe la ausencia. Mientras fui, fui el mundo entero; cuando no exista, el mundo será otra cosa. ¿Será otra cosa? ¿Qué somos, en realidad? Una imagen budista: si una ola del mar cobrase conciencia, quizá odiaría al mar por tener que regresar a él, porque el mar la sobreviviera. Olvidaría así que ella constituye el océano mismo, el mar que olea. Somos un enclave del todo, de la vida, del universo, y cuando esta manifestación concreta desaparezca, se esfumará el enclave, pero quedará la sustancia que se manifestaba, esa Naturaleza que para Spinoza era Dios mismo. Tras la muerte, nuestra conciencia ya no estará; pero permanecerá el universo, o el todo, o la nada, o lo que quiera que se haya manifestado en ese fogonazo efímero de la materia que fuimos. “Cuando ella está, nosotros no estamos”. El segundo después de expirar ya no hay ola, hay –vuelve a haber,

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puesto que una vez nacimos– sólo mar, mar y nada más: lo que hubo siempre. Integramos un episodio, un ínfimo capítulo de una historia vertiginosa e inmensa que viene de más allá de nosotros y nos sobrepasa. Y ya que, como se dice, somos criaturas de la narrativa, podemos considerar que el final es condición del relato. “Este cuento se acabó”. Y sucede igual con todo lo que acontece: que empieza y que termina. Nuestros afectos son contradictorios frente a esa facticidad implacable de los finales. Cuando lo que acaba es un sufrimiento, decimos “Menos mal”, y nos ponemos de parte de la impermanencia. En cambio, cuando se trata de un placer, nos rebelamos y querríamos prolongarlo. Al final, de cualquier modo, hay que aceptar, hay que entregarse, porque lo nuevo está llamando a la puerta y nos empuja, y ya le pertenecemos, o hemos dejado de pertenecerle. El enamorado tiene que acabar por aceptar que su amada ha elegido a otro: él ha muerto para esa historia; el padre tiene que aceptar que su hijo ya no es un niño, que el niño tenía que morir para que surgiera el hombre; estemos donde estemos, llega un momento en que hay que irse a otro sitio (un sitio que, aunque sea el mismo, siempre es otro; y no habría otros sitios si no nos marcháramos del que ocupamos). Las vacaciones terminan, el invierno llega. Hay que danzar con la pérdida constante, el consumirse que lleva al renacer, el renacer que es ante todo consumirse porque nos va haciendo viejos, porque los minutos se pierden, uno tras otro, para siempre. “Por lo cual –escribe ComteSponville– el oficio de vivir, como decía Pavese, no es otra cosa que el trabajo del duelo, como decía Freud, lo que François George resume en una frase que me repito a menudo: “Vivir es perder””.141 Pero la idea de Epicuro vuelve a interpelarnos: cuando el amor se acaba, ya no está el amor; cuando la cría nace, ya no está el huevo. Pensamos que están relacionados sólo por su contigüidad, pero quizá sea sólo una ilusión de nuestra mente: al gusano ya no le concierne la mariposa, porque ya no hay gusano. ¿Se angustiaría el gusano por la perspectiva de dejar de ser gusano, o se entrega a su metamorfosis entusiasta por la perspectiva de la mariposa? ¿Y por qué habría de angustiarse, si la vida de la mariposa ya es otra vida, si al nacer la mariposa él ya no existe? Lo que late en el fondo de toda esta argumentación es la vieja idea budista del desapego: hay que contar con el final y desprenderse de lo que el final se lleve. Lo que se va ya no nos pertenece: ya no estamos allí. Pero nos queda la memoria, y puede ser muy grata. En esto Epicuro humaniza la frialdad algo descorazonadora del desapego budista: queda el hermoso recuerdo, que es dulcemente triste; queda la nostalgia, que es tristemente dichosa. Sin apego, la memoria es un gozo: “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”. ¿Nos alivia, nos reconcilia todo este esfuerzo por entender mejor –mejor para nosotros– la inevitable caducidad? En cualquier caso, siempre quedará algo de tensión, siempre alentará en nosotros algo de rebeldía, porque también forman parte de nosotros. Las ideas son geométricas, la vida es sinuosa.

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Siempre se nos escapará algo de apego, algo de tristeza de más, algo de angustia porque vamos a morir y morirán los que amamos. “La vida sabe a muerte”, dice el melancólico Comte-Sponville142, y tiene razón. Por eso diría Epicuro que hay que seguir filosofando, “cada día mejor”. También se puede aceptar el hecho de que no siempre podamos aceptar. También podemos afirmar nuestras negaciones. ¿Una ataraxia perfecta? No creo que Epicuro la pretendiera, o al menos que la creyera posible. Él hablaba más bien, creo, de una intención, de un propósito. Ya es mucho saber hacia dónde pretende ir uno. Lo que es seguro es que Epicuro no permitiría que ese dolor, ni ningún otro, se convirtiera en su dueño, inundara su vida y desterrara la alegría. Como los budistas, el sabio nos propondría encontrar un modo de enfocar el dolor que no nos desgarre, que no permita que el dolor lo ocupe todo. De entrada, aceptarlo, puesto que la resistencia al dolor sólo trae más dolor. Pero no aferrarse a él, no dejarlo enseñorearse, ponerlo en su justo lugar y comprobar que, a su lado, están las pequeñas alegrías, están los placeres cotidianos, están nuestras aficiones, nuestras devociones, nuestros buenos sueños, que –eso sí– nos recomendaría fuesen lo más realistas y sencillos posible. Se trata de mirar con ojos de alegría, en lugar de dejarnos nublar por el desánimo. Rescatar la alegría en cada ocasión, y si hace falta ponerla. Porque la alegría siempre tiene algún regalo para nosotros. Y siempre es posible. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”. Sí, el dolor está ahí, tiene que estar –podría decirnos Epicuro–. ¿Y qué? Si es grande acabará con nosotros, y si no acaba con nosotros es que tampoco es tan terrible. Hay vida más allá del dolor, de (casi) todo dolor. Perdemos a los seres queridos, pero, como dice A. Grayling, “los muertos no quieren que los vivos se instalen en la pena”143. Al fin y al cabo, pronto estaremos con ellos, y nosotros tampoco querríamos que se nos llorara eternamente. Epicuro nos insta a revisar nuestros valores. Esa carencia que te perturba, vendría a decirnos, ¿es más importante que tu paz interior? ¿Hasta qué punto la necesitas o simplemente la deseas? Desea todo lo que quieras, pero no te apegues, sé consciente de hasta qué punto puedes prescindir de ello. Y, en el caso de que falte lo esencial, entonces, más que preocuparnos, lo que tenemos que hacer es espabilarnos para conseguirlo. Lo esencial es fácil de conseguir, diría Epicuro, y sin duda ya sabía que a veces no es tan fácil. No podemos trivializar la miseria: hay mucha gente en el mundo a la que le falta lo esencial; nuestra sociedad está, de hecho, fundamentada en las desigualdades, que a veces resultan dramáticas. No podemos transigir con la pobreza. Tenemos el deber moral de arrastrar el desgarro de esa lacra en nuestra alma. Pero, como Demócrito, podemos reír mientras nos rebelamos. A menudo las personas humildes o necesitadas son las que nos ofrecen los mejores ejemplos de felicidad luminosa y sencilla, y en esto sí le dan la razón a Epicuro.

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Yo creo que el maestro no se detendría en tantos y tan extremos detalles, y se limitaría a recordarnos que, en general, depende de nosotros el asustarnos o tranquilizarnos, el disfrutar de lo que tenemos o el atormentarnos con lo que anhelamos. Y nos conminaría a que fuésemos inteligentes y lúcidos al elegir nuestros sentimientos, sugiriendo que optemos por lo que nos mantenga en la serenidad del ánimo (la soñada ataraxia) y en una alegría razonable. Una serenidad que no es indiferencia, sino relativización de nuestros extremismos, distanciamiento juicioso de unos males que tendemos a hinchar con nuestro tremendismo narcisista. “¡Que me arrebatan mi yo!” ¿Y no estaremos armando demasiado escándalo al gritarlo?

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Ante los placeres, hoy El placer es el eje central de la visión de la felicidad de Epicuro. “La doctrina de Epicuro –comenta C. García Gual– se caracteriza por su reivindicación del placer como el fundamento natural, fácil y firme de la felicidad”.144 Muchos otros –los que han estado de parte del hombre– han pensado lo mismo o algo parecido. Montaigne se retiró a su torre, tal como hizo grabar en la pared, para consagrarse a “su libertad, tranquilidad y placer”.145 Spinoza consideraba que “cuanto mayor es la alegría que nos afecta, tanto mayor es la perfección a la que pasamos, es decir, tanto más participamos necesariamente de la naturaleza divina”, y, por consiguiente, “sólo una triste y torva superstición puede prohibir el deleite”.146 Voltaire, Stuart Mill, algunos románticos, Nietzsche, Freud…, la lista es extensa. Nuestra sociedad, también en esto, tiene sus contradicciones. Es cierto que nos hemos ido desprendiendo en parte de los prejuicios de la moral judeocristiana. Hemos fundado poco a poco, al menos aparentemente, un hedonismo pragmático; hemos ido concibiendo, como opinó W. James, que el bien es siempre algún tipo de disfrute, y que, como Freud nos reveló, toda satisfacción en la vida humana se fundamenta en algún tipo de placer. Los psicólogos han confirmado, con intento científico, que la motivación se basa siempre en el premio, o, como ellos lo llaman, un “estímulo positivo” o un “refuerzo”, y por tanto toda nuestra conducta se estructura en función de la aproximación a lo satisfactorio y el alejamiento de lo aversivo. Es una ley natural, tan llena de perplejidades como todas –a veces, ya lo apuntó Epicuro, cuesta saber cuál es el placer que importa–, pero claramente inapelable. Los únicos que ponen aún en cuestión el acierto de Epicuro son los beatos –que olvidan que buscan el placer de la comunión con Dios, o del cumplimiento de los preceptos, o de lo que sea que busquen– y los obsesivos del deber –que no saben vislumbrar su adicción al placer de la obligación cumplida–. Pero el placer sigue sonándonos un poco sospechoso. No se ve con buenos ojos un gozo que no se gane con el sudor de la frente, que pretenda sustraerse a la productividad. El sufrimiento sigue contando con mejor prestigio, hasta el punto de que a menudo lo soportamos mejor. Parece que el trabajo, cuando se disfruta, es menos trabajo, tiene menos valor. Ese placer delicioso que es la pereza, y que los rebeldes del 68 proclamaron como derecho, no tiene muy buena prensa. En nuestra sociedad, el placer está acotado a sus momentos y sus ámbitos: debe limitarse al tiempo de ocio, esa especie de premio que se nos

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otorga por ser productivos, y a menudo ni siquiera sabemos qué hacer con él si no lo llenamos con otros deberes. Aún tenemos mucho que aprender sobre el mensaje revolucionario de Epicuro, para quien el placer era ante todo libertad. Epicuro no se limitó a identificar placer con felicidad, sino que dedicó un gran esfuerzo a hilar más fino. Estudiando con penetración la naturaleza humana, procuró identificar cuáles son los gozos que nos hacen verdaderamente felices, alertó sobre los que más bien nos alejan de la felicidad, y especificó las diversas circunstancias que afectan a nuestra relación psicológica con los placeres. Sus observaciones mantienen toda la vigencia y pueden sugerirnos importantes reflexiones sobre nuestra vida. Para empezar, es importante perfilar un poco más el concepto de felicidad que tenía Epicuro. De entrada, eliminado todo trascendentalismo, la felicidad pasa a ser un asunto exclusivamente propio de cada persona. Ya no hay dioses que nos marquen los deberes y los caminos: a nosotros, y sólo a nosotros, nos corresponde elegir. Pero, ¿qué es ser felices? Epicuro lo considera un estado de satisfacción, de alegría, de disfrute, rigurosamente radicado en el cuerpo, y por tanto basado en los sentidos y en esa especie de prolongación de las sensaciones que son los pensamientos. La felicidad sería, pues, más que una exaltación por placeres intensos, un estado de satisfacción blanda y constante, de plenitud, y, en última instancia, de serenidad del ánimo. Es decir, Epicuro considera que el placer está al servicio de la felicidad, que su valor no es tanto el de la sensación agradable que nos dispensa puntualmente, sino que tiene que servir para una especie de tono general de alegría, extendido en el tiempo hasta convertirse en la pauta que marca el estado de ánimo de nuestra existencia. Con ese concepto, el filósofo marca la diferencia con respecto a sus precursores de la escuela cirenaica, que proclamaban una entrega espontánea y sin criterio a los placeres inmediatos. Eran evidentes las limitaciones y las consecuencias de una visión tan miope de la satisfacción, tan anclada en el momento y el placer concreto: no sólo resultaba imposible mantenerla en el tiempo, sino que además llevaba a consecuencias indeseables, y, lo peor de todo, volcaba a la persona de cabeza en la decepción, por lo fugaz del placer puntual, y en la ansiedad, por situarse en un estado de permanente espera del placer siguiente, con todo lo que tiene de incierto y casi de improbable. Epicuro sabía que el placer desordenado es un como el fuego, que da una llama muy brillante pero se agota pronto y sólo deja cenizas tras de sí. No se sacia nunca porque, en su excesiva inmediatez, queda, paradójicamente, volcado hacia el futuro, condenado a no sentirse nunca satisfecho, a percibir el bienestar como algo siempre pendiente, nunca logrado del todo, y por tanto atormentado doblemente: por la imposibilidad de su realización plena y por el temor a lo que el futuro pueda deparar. Un placer así no puede nunca detenerse, no puede gustar agradecido de lo que tiene (que no es jamás ideal, que no es nunca permanente), sube y baja precipitándose por su montaña rusa, es dependiente,

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es en el fondo inalcanzable. El filósofo vio claro que no era esa la felicidad que había de buscar el sabio. Había que aspirar a un estado quizá menos explosivo, pero que pudiera mantenerse en el tiempo, que pudiera marcar la pauta de una vida entera. Por eso dedica sus esfuerzos a analizar qué es lo que realmente necesitamos y cómo podemos responder a ello para mantenernos felices, es decir, contentos y serenos. Epicuro debe haber meditado largamente en los vericuetos del gozo. Es una idea que plantea numerosos interrogantes. El primero es el de su propia sostenibilidad. No sabríamos del placer si no fuera porque a veces nos falta: en el hastío, en el trabajo, en el dolor. El filósofo no ignoraba ese carácter inestable, y cuando hablaba de la sencillez de los placeres debía también estar refiriéndose a su fugacidad, a lo inevitable de que nos lleguen entreverados con un sinfín de contrariedades. ¿Qué se puede hacer con ellas? Tan sólo usar de la filosofía, de una visión penetrante y equilibrada que las encaje y a la vez las deje pasar, sin concederles excesiva importancia. La atención tiene que permanecer centrada en lo que nos complace. Otro asunto es el de las expectativas. Esperamos gozos tan grandes que a menudo la dicha pasa a nuestro lado sin que nos demos cuenta. Nos la encontramos más tarde en el recuerdo de un tiempo que fue feliz sin que lo supiéramos. ¿Nos engaña la memoria? ¿Será otro modo de escabullirnos del presente, de seguir sin ver lo que tenemos delante? “No existen más paraísos que los perdidos”, repite el señor Mayol en el Bearn de Llorenç Villalonga. Epicuro contrarrestaba esta desmesura de las esperanzas insistiendo, una y otra vez, en que advirtiéramos que podemos disfrutar mucho con poco, que todo está en nuestro punto de vista; y en que supiéramos disfrutar de lo que tenemos, en vez de sufrir por el anhelo de lo que esperamos. La felicidad tiene que ser sencilla, humilde, mansa como una llovizna. Un goce abrumador nos arrasa como un huracán, dejando sólo ruinas tras de sí. Nietzsche se volvió loco de entusiasmo, de fascinación por el mundo. No se puede sostener una felicidad tan constante, tan exaltada, tan desaforada. La felicidad nos consume más que la pena. Por eso sólo descansamos de verdad en la nostalgia y en la melancolía. Lo que más inmediatamente precisamos para sentirnos satisfechos, comprueba Epicuro, es cubrir nuestras necesidades elementales, y por eso es tan placentero comer cuando tenemos hambre, beber cuando tenemos sed, entregarnos al amor cuando nos impele el deseo. Pero los deseos humanos no se agotan en lo fisiológico: también existen necesidades psicológicas, sin las cuales no nos sentiríamos realizados: querer y sentirnos queridos, conocer y comprender el mundo del que formamos parte y a nosotros en él, y mantener una sensación de contento general, de ligereza, de satisfacción profunda y serena.

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En su esfuerzo por establecer una fenomenología realista de los deseos y los placeres humanos, Epicuro establece aquella distinción clásica entre las tres clases de placeres: los naturales y necesarios, los naturales y prescindibles y los fútiles o vanos. De este modo, establece una jerarquía, que desde la actualidad podríamos asimilar en parte a la pirámide de Maslow de las motivaciones humanas: en primer lugar están las necesidades fisiológicas y de seguridad, que serían naturales y necesarias, es decir, imprescindibles, irrenunciables; en un nivel ulterior encontraríamos las motivaciones de afiliación, que serían naturales pero prescindibles (necesitamos la amistad y el sexo, pero cuando no los tenemos no nos va la vida en ello). Y, finalmente, sobre las necesidades de reconocimiento y autorrealización, que para Maslow son las más avanzadas, quizá las más refinadamente humanas, Epicuro seguramente encontraría en ellas aspectos decididamente importantes, como la necesidad de conocimiento y serenidad, y otros más bien vanos, al menos desde su punto de vista, como la fama o la riqueza. Los dos pensadores –y otros que han afrontado este análisis, como Eric Fromm y algunos psicólogos más– intentaban proponer una jerarquía de prioridades, aunque con distinta intención: para Maslow se trataba de ir subiendo desde lo más elemental a lo más avanzado, mientras que Epicuro lo que quiere transmitirnos es que hay deseos inmediatos y deseos prescindibles. El filósofo es consciente de las limitaciones de la naturaleza humana, de esa materia que nos integra, y hace hincapié en seguida a la inconveniencia del exceso. Así, los placeres que apetece el cuerpo son sencillos, no llegan demasiado lejos; son placeres relativamente limitados, simples, pacíficos. Son la imaginación, la ignorancia o la avaricia las que nos impulsa a concebir placeres desmesurados, placeres excesivos, y si nos dejamos arrastrar por ellas acabaremos convirtiendo el placer en dolor, perdiendo la posibilidad de lo que en el fondo buscábamos, que era la satisfacción. El placer de Epicuro se basa en un hedonismo inteligente, consciente de la naturaleza humana y sus verdaderas necesidades, y consciente también de los límites que nos impone el entorno. Ese hedonismo debe someterse a la prudencia, a la preciosa phrónesis, la sensatez, el buen juicio, el sentido común, una facultad que, siguiendo a Aristóteles, considera propia del ser humano, en cierto modo instintiva en cuanto que facultad, aunque perfectible mediante la reflexión y la experiencia. Por eso recomienda ser reflexivo a la hora de dar respuesta a nuestros deseos. Somos como los niños, que comerían dulces sin medida hasta acabar en un dolor de vientre. Tenemos que conocer las consecuencias de los placeres que elegimos, y mantenernos en una medida que aporte satisfacción, en lugar de sufrimiento. “Servirse de las cosas y deleitarse con ellas cuanto sea posible (no hasta la hartura, desde luego, pues eso no es deleitarse) es propio de un hombre sabio”147, coincide Spinoza. En la misma línea, hay que renunciar a los placeres inmediatos si a la larga nos han de

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conducir a situaciones embarazosas, a problemas con los que nos rodean o con la ley. Epicuro recalca que administremos con inteligencia nuestros deseos. Tenemos que renunciar gozosamente a deseos que puedan acabar por traernos sufrimientos o dificultades. Tenemos que ser capaces de relegar los deseos secundarios si así ganamos otros mejores. Incluso tenemos que estar dispuestos a afrontar contrariedades si son el precio que debemos pagar por lo valioso. A esta actitud le llaman los psicólogos “posponer el premio”, y resulta fundamental a la hora de convertirnos en directores de nuestra vida y de llevarla hacia un objetivo valioso, tal como han demostrado diversos estudios con niños al hacerles un seguimiento en su evolución posterior. La pretensión de inmediatez, tan extendida en nuestra sociedad actual por la cultura de la satisfacción rápida y fácil (basta pagar para obtener, inmediatamente), nos roba a menudo el deleite de dedicar un trabajo largo y esforzado para alcanzar una meta de alto nivel. Epicuro habría apostado por una cultura del esfuerzo, siempre que fuese proporcionada al valor de las metas y, sobre todo, siempre que no nos privara de una vida satisfactoria y serena en sí misma (extremo contrario en el que también cae nuestro mercantilismo actual, en el que el esfuerzo es considerado una virtud no porque nos haga más felices, sino porque nos hace más productivos). En cualquier caso, la satisfacción de nuestros deseos tiene que hacernos más libres, no robarnos la libertad. Por eso, Epicuro insiste en la moderación, y dice claramente que no es que tengamos que ser moderados porque el placer excesivo sea malo en sí mismo, sino porque lo importante es que no acabe dominándonos y condicionándonos, que mantengamos en todo momento nuestro control sobre él. Además, si nos acostumbramos a una medida razonable, no nos veremos compelidos por los esfuerzos que nos requiere pretender siempre mucho, y toleraremos mejor los momentos en que nos falte lo que deseamos. Anthony de Mello nos explica una anécdota referida precisamente al viejo Diógenes el cínico, el que vivía en un tonel para no depender de ninguna posesión, y a Aristipo, el filósofo del placer precursor de Epicuro. Al brillante jesuita le interesa por su implicación con el valor cristiano de pobreza, pero creo que a Epicuro, que tanto alababa la sencillez, le habría complacido: El filósofo Diógenes estaba cenando lentejas cuando recibió la visita de Aristipo, que se había enriquecido adulando al rey. “Si aprendieras a ser sumiso con el rey –dijo Aristipo–, no tendrías que comer esa basura de lentejas”. Diógenes le replicó: “Y si tú hubieras aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey”.148 Epicuro, en definitiva, se esfuerza ante todo por salvaguardar nuestra libertad frente a los deseos, consciente de que cuando son ellos los que mandan hemos perdido la felicidad, que es al fin su único sentido. Con esto se adelanta

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decididamente a uno de los grandes problemas de la sociedad actual: las adicciones; y sabe prever perspicazmente cómo lo que en sí conlleva una satisfacción puede llegar a convertir al ser humano en un esclavo, robándole su dignidad y haciendo de su existencia un drama atroz y, en definitiva, autodestructivo. El concepto de tiempo es clave para una filosofía inmanente, puesto que todo lo material –es decir, todo– está sometido a la flecha del tiempo: a dejar por el camino un rastro que va amarilleando, a presentir un futuro que se insinúa entre el ilusionado proyecto y los presagios del dolor y la definitiva desaparición. Epicuro resuelve cada una de estas dimensiones del ser para que no perturben la serenidad ni la alegría. La verdadera felicidad, como todo lo humano, se extiende en el tiempo por efecto de la memoria y una buena predisposición, confiada y optimista, hacia el porvenir. Los seres humanos, se ha dicho, somos criaturas de la narrativa, convertimos nuestra vida en historia. Eso significa que cualquier perspectiva que se centre exclusivamente en el presente se estará dejando fuera otras dos dimensiones de lo humano, el pasado y el futuro. Los placeres, como los dolores, son fugaces, son relámpagos de la inmediatez. Lo que los convierte en felicidad o desdicha es la historia, el devenir enmarcado en la continuidad del tiempo, el convertir los meros hechos en argumentos, que advienen desde el origen y se proyectan hacia lo ulterior. La extinción, remarca Epicuro, no es asunto nuestro, porque, precisamente, los muertos ya no están sometidos al tiempo, sólo para los vivos tiene sentido la idea de finitud. En cuanto al tiempo de la vida, el tiempo en la vida, el filósofo propone que pasado y futuro dejen de ser territorios ajenos y pasen a formar parte del presente, un presente que se vería así extendido hacia atrás por la memoria y hacia delante por la expectativa de más felicidad. La tranquilidad de ánimo permitirá despedirse de lo perdido y, a la vez, guardar en la memoria la evocación de los momentos gozosos. La prudencia convertirá el presente en un paseo amable, jalonado de tibios placeres. Y en el mañana continuaremos tomando con gratitud las dulzuras que nos dispense cada día. En cuanto a los sufrimientos, las inquietudes, los apartaremos en la medida de lo posible, aceptaremos aquellos que resulten inevitables considerando su insignificancia frente a nuestra serenidad de ánimo. El sabio griego habla poco del porvenir, pero podemos suponer que, siguiendo la misma flecha de tiempo, lo incluyera también en ese presente amplio que construye nuestro entendimiento, en forma de motivadores proyectos, de agradables perspectivas, y, por supuesto, también de penas, aunque la sabiduría debería ser capaz de apartarlas como aparta en el presente los frutos podridos.

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Aun así, puede que haya una explicación para su silencio sobre el futuro. El pasado ya está escrito, ya es inamovible; por trágico que resulte, está acabado, ya no reserva ninguna amenaza: podemos apartar en él fácilmente los buenos recuerdos de los malos para centrarnos en los primeros. En cambio, el mañana consiste en meras incógnitas, en meras posibilidades –entre las que se cuenta cualquier amenaza–, y conduce más fácilmente a la incertidumbre y por tanto al temor. En el futuro, además, está la muerte, por ahí agazapada, en cualquier rincón inesperado. ¿Qué hace el sabio ante la incertidumbre? Procura oponerle la imperturbabilidad, un estado mental que se desprenda con pena pero sin morbosidad, que aguarde sin ansiedad. Y, mientras tanto, procura disfrutar, centrarse en los placeres. Rescatar las alegrías que escapan, tan frágiles, tan pasajeras, mediante el recuerdo, convirtiéndolas en narrativa, trenzando con ellas un argumento con el que identificarnos. Así, los buenos momentos pasados no son meras ocasiones perdidas, sino que siguen vivos en la alegría que encuentra en ellos la memoria, en el sentido que impregnan en el presente. ¿Y la expectativa del placer? Es sin duda un placer en sí misma, pero, ¡cuidado!, un gozo distinto al real, un placer de la imaginación. No le pidamos al mundo que se parezca a nuestros sueños: siempre es más y menos, y así está bien. Los placeres del mundo y los de la fantasía son igualmente valiosos, con tal de que no se confundan. De este modo, Epicuro convierte el acontecer de la vida humana en un remanso de gozos humildes y dolores llevaderos, un agradable fluir de nuestra materia que se resuelve en sí mismo y no precisa de nada más allá de sus fronteras. Es una visión simple, sin grandes artefactos especuladores, pero, sin duda, seductora y eficaz en su simpleza; parecida, en cierto modo, a la del budismo, si bien éste anula el significado de la muerte denunciando la irrealidad del yo: Epicuro, en cambio, se queda en él y mira la finitud de cara, aunque considerándola ajena al yo mismo. ¿Quizá no estarán tan lejos uno de otro, después de todo? Detengámonos un poco más en esta relación –o tensión– de la felicidad humana con el tiempo. Nadie se pregunta por la razón de vivir cuando está contento: la alegría se justifica a sí misma. Eso demuestra que tiene razón, puesto que no necesita ninguna. ¿Y de qué depende la alegría? De algo tan simple como lo que nos ofrece cada día: un placer para el cuerpo, una claridad para el entendimiento, una presencia amada, un gesto bueno, es decir, que exprese la propia alegría y la celebre. La mente ofuscada nos hace ciegos, hace que pasemos al lado de todas esas cosas sin verlas. ¿Por qué? Porque todo le parece poco, porque da por sentado lo que tiene y quiere más, y entonces se encuentra con la carencia, con lo que le falta, o con lo que teme; porque, igual que siempre hay algo de qué alegrarse, siempre hay algo que nos falta, siempre hay algo que nos amenaza, siempre podríamos estar mejor, y si nos aferramos a

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ese mejor nos instalamos fuera de lo bueno. Esa es, como revelan los budistas, la trampa de nuestra imaginación: que nos hace prisioneros de nuestras esperanzas; no se limita a concebir la excelencia, sino que se apega a ella, se encapricha con ella, humilla con su enseña de esplendidez ideal todo lo que nos rodea, que es de una belleza tan poco ideal. ¿No podríamos aprovechar esa misma imaginación para regresar a la patria de lo real, para plantarnos en ella y conferirle el máximo valor, el valor de lo accesible frente a la nebulosa de lo posible? ¿No podríamos, con la misma obstinación que ponemos en reclamar lo que nos falta, obstinarnos en proclamar lo que sí tenemos? “Los sueños, sueños son”, dice la sabiduría. Sueña si quieres, pero quédate aquí, podríamos completar. Frente a la fantasía que nos atrapa, Epicuro pretende liberarnos restituyéndonos a la realidad, abriéndonos los ojos al tesoro que ya tenemos. No pidas, toma; no lamentes, goza. Con esto queda restituida la alegría, ese don que nunca perdimos, que bastaba con rescatar desde la sabiduría. Estábamos confusos, el miedo y el apego nos hacían enturbiar el agua con nuestros manotazos de angustia, como en el cuento del elefante que perdió un ojo en el río. Si nos tranquilizamos, si nos quedamos quietos, el agua volverá a ser clara y la alegría regresará por sí misma. Un elefante cruzaba un río. De repente uno de sus ojos se salió de la cuenca y cayó al fondo del agua. El elefante, enloquecido, se puso a buscar por todas partes, pero en vano... Mientras se agitaba en medio del río, a su alrededor, los animales... le gritaban: “¡Cálmate!”... Finalmente los oyó, se detuvo y los miró. Entonces el agua del río se llevó suavemente el cieno y el lodo que el elefante había levantado con su movimiento. Entre sus patas vio el ojo en el agua... (Cuento popular del Camerún).149 Eso es conformismo, se podría criticar. Resignación, inmovilismo. Es posible. Pero Epicuro no nos decía que no nos esforzáramos: al contrario, opinaba que cada día tenemos que ser mejores. Precisamente, consideraba la filosofía como una búsqueda constante, un perfeccionamiento inagotable. Pero nos proponía que hiciésemos mejor el futuro habitando mejor –con más lucidez, con más entrega, con más alegría– el presente. “Haz como gustes, pero no destroces tu cuerpo ni malgastes tus fuerzas.”150 “Debemos hacer la jornada siguiente mejor que la anterior, mientras estamos de camino, y, una vez que lleguemos al final, estar contentos igual que antes.”151 Siempre mejor, pero siempre contentos: la aspiración a lo excelente, pero no para desdeñar lo bueno, sino para defenderlo, para cuidarlo, para completarlo. Quizá por eso puso un huerto en su Jardín: porque el hortelano trabaja cuidando de la vida para ganar la vida, gana mientras cuida. Pocas ocupaciones humanas que conjuguen más armónicamente la perspectiva del porvenir con la entrega entusiasta al presente. Las habas que cultivaban él y sus discípulos saciaban el hambre al ser cocinadas, pero también al ser labradas.

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Sea como fuere, el disfrute de la narrativa de nuestra existencia reside en nuestra capacidad mental para explicarnos la vida de un modo gozoso, procurando llenarla de motivos para la dicha y para el buen recuerdo. Evoquemos, pues, siguiendo a Epicuro, las alegrías de nuestra historia, la fascinación de la infancia, el derroche de entusiasmo de nuestra juventud, los frutos serenos del afecto en la madurez. Y si en medio de todo ello aparecen amarguras, pérdidas, errores y frustraciones, sintámonos contentos de que formen parte del pasado y podamos verlas desde la sabiduría de hoy con serenidad y agradecimiento. Porque en todas ellas estuvimos presentes, en todas ellas hubo una vida candente que pugnaba por realizarse, y la vida es también pérdida, derrota, tristeza: también de esos reveses se alimenta la sabiduría, crece y se vuelve sobre sí misma, y, gracias al recuerdo, aprende, o, al menos, se hace fuerte. En este mundo precipitado en el que vivimos, en esta vida atropellada que llevamos a menudo sin darnos cuenta, dedicar espacios a rememorar lo bueno y lo malo, a enhebrar el hilo de nuestra historia, puede aportar a nuestro ánimo profundidad y a nuestro entendimiento esa finura que se parece a la sabiduría. La única condición es que seamos capaces de asomarnos al vértigo del tiempo con humildad y gratitud. Epicuro no dedica sus esfuerzos a establecer una ética del deber, una moralidad, como tantos otros filósofos, porque su ética es el propio placer, es el placer que se justifica por sí mismo, más allá del bien y del mal, puesto que nos hace felices y libres. No existe para él una ética objetiva en la que la razón diferencie a priori lo bueno de lo malo, como propugnó Aristóteles o defendería en Kant. Es cada individuo, mediante su capacidad reflexiva y su sentido común, el que debe ir decidiendo qué está bien y qué está mal para él, temperando y matizando la brújula de los placeres. “No destroces tu cuerpo, no malgastes tus fuerzas”. Sin embargo, en algún momento (quizá lo desarrolló más en otros escritos perdidos) apunta a límites o condiciones objetivas para los placeres, a la aceptación de un marco que, sin llegar a ser un imperativo al modo categórico de Kant, constituiría una especie de umbral que no conviene traspasar. Ese umbral residiría en la frontera donde nos encontramos con los otros, con su propia y digna búsqueda de la felicidad. Disfruta y haz lo que quieras, vendría a decirnos, pero “no molestes al prójimo”. Aquí Epicuro nos invita al respeto, a la consideración hacia nuestros semejantes, más allá incluso de la amistad. También nos recuerda que no hemos de contravenir las leyes ni las costumbres establecidas: ¿por mero pragmatismo o por la misma razón, es decir, el respeto a los otros? No nos queda claro. ¿Qué nos comentaría hoy Epicuro sobre nuestros placeres? Le chocaría el tipo de vida tan alejado del disfrute en el que nos hemos sumido, una vida de prisas, de ruido, de actividad aturdida volcada hacia fuera, hacia objetivos que

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no son los nuestros y objetos que no pueden darnos la felicidad. Se sorprendería que el entretenimiento hubiese sustituido al placer, que nuestro disfrute consistiera más en imágenes, ficciones y juegos virtuales que en alegrías espontáneas, actividades del cuerpo, de la materia. Quizá le dolería que pasáramos casi todo nuestro tiempo ausentes, alienados, dedicados a asuntos ajenos en los que muy poco de lo realmente nuestro se compromete. Echaría un vistazo a nuestra vida cotidiana y nos reconvendría por dedicarle tan poco amor, tan poca presencia. Se sentiría abrumado viendo las expresiones de la gente en el autobús o en el metro; le dolerían las flores artificiales, los alimentos sin sabor, la fealdad de los barrios y las fábricas en los que nos recluimos casi toda nuestra vida. Le repugnarían nuestros trabajos, concebidos sólo para un interés que no es el nuestro, en todo caso tan ajenos, tan mecánicos, tan poco humanos… Quizá le recordáramos a los esclavos de su tiempo: aunque ellos sobrevivieran en peores condiciones, es posible que considerara que no eran mucho menos libres. Le sorprendería la estupidez del círculo vicioso de nuestro consumismo, nuestro afán por más y más objetos que tan rápidamente convertimos en basura porque ninguno nos procura el contento. La felicidad no puede residir en las posesiones: porque nos condena a no estar nunca satisfechos, a la avidez de pretender siempre más; y porque pone nuestra satisfacción fuera de nosotros, en lugar de en nosotros mismos, robándonos la libertad y relegándonos a una permanente inseguridad. No se trata de despreciar lo que las mercancías puedan aportarnos de utilidad o de placer, pero, cuando nuestro deseo se ocupa sólo de ellos, los objetos que poseemos nos poseen a su vez. ¿Cuántas de las cosas que tenemos las necesitamos de verdad? ¿Cuántas de las cosas que hacemos las hacemos porque queremos? ¿De cuántas maneras menoscabamos nuestra libertad? Se escandalizaría del fenómeno contemporáneo del aburrimiento, que es el sentimiento fastidioso que nos inspira precisamente la ausencia, la ajenidad, la falta de placer. Nos aburrimos en todas partes: en el trabajo, en la casa, en los estudios, en los compromisos sociales. ¿Cómo es posible que viváis con tal falta de entusiasmo?, quizá preguntaría. Nosotros le contaríamos que reservamos el gozo para nuestro tiempo libre, que es en él donde nos dedicamos a todo tipo de diversiones. Pero Epicuro, después de acompañarnos una tarde a un centro comercial, o un par de días en un viaje programado, o un rato viendo la televisión, quizá replicaría: Es lo mismo. Seguís ausentes, seguís atropellados, seguís programados. No he visto casi ningún momento de libertad, de creatividad, de autenticidad. Entonces, tal vez, nos invitaría a recuperar esos dones que hemos olvidado. A hacer nuestro de nuevo el entorno, el tiempo, las actividades, la compañía.

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Nos propondría desembarazarnos de tantos objetos, dejar de perseguirlos, dejar de atesorarlos: porque el placer de los objetos no es permanente, no nos aporta el sosiego y la alegría, sólo nos remite a la ansiedad por conseguir nuevos objetos. Nos recomendaría poner en cada rincón de nuestra vida algo de creatividad, algo de magia, algo de encanto, algo de “alma”, como dice T. Moore: “A menudo, cuando la imaginación da un giro al lugar común y le imprime una forma ligeramente nueva, de pronto vemos al alma allí donde antes estaba oculta”152. Tratar a los compañeros de trabajo como personas, humanizar un poco las tareas con pequeños detalles, pequeños desafíos, pequeños intentos creativos. Convertir nuestra casa en un lugar vivo, bello, quizá incluso un poco misterioso, como un santuario. Nos sugeriría dedicar más tiempo a nuestros familiares y amigos. Jugar con nuestros hijos, hablar o hacer el amor con nuestra pareja, visitar a nuestros padres. Llamar a un viejo amigo, sólo para saber cómo le va. Saludar a un vecino, o, mejor, preguntarle si ya no tiene goteras o cómo está su hijo. Dar un paseo sin saber a dónde vamos. Callar y escuchar el silencio. Mirar viejos álbumes de fotos. Aprender ganchillo, que dicen que relaja muchísimo (pero sin obsesionarnos por terminar cuanto antes la bufanda). Dibujar, pintar, aunque no ganemos en ello precisamente admiración, aunque nos dé vergüenza: hacer cosas por hacerlas, no por hacerlas bien. ¿Hay acaso algo más bello que una obra viva? Adornar ese rincón de la casa del que ya ni nos acordábamos, al que incluso le teníamos un poco de manía, o de miedo. Poner imaginación y dulzura en nuestro tiempo libre, dedicándolo a placeres que huyan de lo sofisticado y del consumo: una charla tranquila, una comida agradable, compartir, cuidar un jardín o cualquier otra afición sencilla y vinculada a la tierra… Epicuro nos invitaría a visitar más a menudo la naturaleza, dar una buena caminata y, después de sudar, beber un buen trago de agua fresca y descubrir cuánta alegría canta en el agua cuando tenemos sed. Echarnos una siesta en un prado, adormeciéndonos mientras escuchamos el canto de los pájaros o el rumor del viento en las ramas. Tomar un té bien caliente, saboreándolo, en un día frío, o un helado en un día de calor. Instaurar la lentitud y la serenidad como norma para toda la parte de nuestro tiempo que sea posible (bienvenidas sean las propuestas del “elogio de la lentitud” de Carl Honoré, del llamado movimiento slow, o la práctica de la meditación, o las dulces soledades, tan lentas, del corredor de fondo). Tener menos compromisos, dedicarnos a menos actividades. Leer, dormir, escribir, reflexionar, bostezar… ¡Aburrirnos! Recuperar, en fin, esos pequeños placeres que jalonan de sabor los días, esos detalles de la creatividad que los colorean, esos gestos de amabilidad que los iluminan. Reír por reír, por el gozo de estar vivos –aún–. Como si estuviéramos locos. ¿Por qué no estar un poco locos? ¿Acaso no es mayor locura este vivir “sin vivir en nosotros”, este correr para seguir corriendo y no llegar a ninguna

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parte, esta vida demente sin contenido, koyaanisqatsi, como la llamaban los indios hopi? En esa rehumanización de la vida que nos han robado es donde se halla el gozo del que nos hablaba Epicuro. ¿Seremos aún capaces de recuperarla, o estamos demasiado deteriorados por nuestro entorno deshumanizado?

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Las relaciones Epicuro, que tanto amó, no nos ha dejado ninguna alusión a otro amor que no sea la amistad (philia). No habla ni del amor sexual (eros), más que para avisarnos de los problemas que puede traernos, ni de la devoción fraternal (ágape), el amor a la humanidad. ¿Lo haría en los textos que hemos perdido? En cualquier caso, no era un mero resentido o decepcionado, una persona que se retira del mundo repleta de rencor y desprecio. Quizá, llegado a la madurez y después de desengañarse del mundo, decidiera entregarse en exclusiva a esa forma de amor tan tibia y serena, tan clara y luminosa, tan alejada de vanas fantasías y alocados fuegos y a la vez tan concreta como es la amistad. Casi dos mil años más tarde, Montaigne, retirado en su torre, escribiría un elogio de la amistad parecido, y quizá para celebrar la amistad, como para valorar el amor o cualquier otro placer, haya que hacerlo tomando una cierta distancia: “Nuestra libre voluntad no tiene otro producto más suyo que el afecto y la amistad... Es un calor general y universal, que permanece templado e igual, un calor constante y sentado que es todo dulzura y delicadeza, que no es ávido ni punzante.”153 Es cierto que Epicuro no habla muy bien de los que no formaban parte de su entorno próximo (los llama “vulgo” o “necios”), pero tampoco tenemos suficientes comentarios como para hacernos una idea clara de a quién en concreto iban dirigidos sus desprecios, con qué intención los formulaba así, qué pensaba de la humanidad en general. Sólo sabemos que, cuando decidió retirarse del mundo a su comunidad privada, abrió las puertas a sus hermanos, a sus amigos y a otras personas que quizá llegaron pidiendo afecto y refugio, entre los que se contaban esclavos y cortesanas. Recibía visitas y escribía continuamente cartas con consejos y orientaciones afectuosos a sus amigos lejanos. Era una persona entregada a la amistad, luego al amor. A veces me inquieta una cuestión: ¿cómo lograban soportarse unos a otros los integrantes del Jardín? ¿Cómo mantenían la armonía? ¿Cómo resolvían sus diferencias, sus conflictos, sus celos, sus antipatías, sus traiciones, sus resentimientos, todo eso tan “humano, demasiado humano” que les da a las relaciones su pathos, su pasión y su problemática? Quizá pusieran los problemas bajo el juicio del maestro; o quizá éste les vigilaba constantemente, como hacen, según tengo entendido, ciertos directores espirituales. ¿Se expulsó alguna vez a algún discípulo díscolo? ¿Se

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marchó alguien, decepcionado, harto, aburrido? ¿Había algún Judas conspirando, como en todos los mitos heroicos? No conozco más que dos maneras de unir a las personas en torno a un proyecto común con una cierta estabilidad: el poder (impuesto o buscado) o la necesidad. El amor se agota deprisa, o pocas veces es suficiente; los objetivos comunes nunca son del todo comunes, y acaban agrietándose en disensiones o competencias, porque, aun cuando se llegara a compartir plenamente el qué, siempre perdurarían las diferencias en el cómo. Surgen rivalidades en el liderazgo, y hasta los que no aspiran a líderes compiten en su nivel. Un miedo común puede unir, pero mientras se tenga miedo; un enemigo común, mientras no nos cansemos de la enemistad. Y luego están el hastío, las nostalgias, las distintas esperanzas… ¿No habría en el Jardín nadie que se hartara de comer pan e higos? Quien hoy nos ofrece una ayuda, mañana es un obstáculo. Quien hoy me encanta y me divierte, mañana me aburre o me molesta, porque ni él ni yo somos los mismos, o porque el ser humano siempre se cansa de todo. Si entre dos ya es difícil, casi imposible para la mayoría, conservar una armonía estable, ¿cómo pudo serlo para un grupo que compartía todo el tiempo relativamente aislados, llevando una vida placentera pero humilde? Y, sin embargo, es un hecho: el Jardín duró al menos treinta años, los que aún vivió Epicuro. Su figura debía ser magnética. Su don para la psicología, excepcional. Su capacidad para dar vida a sus ideas, para hacerlas seductoras, hipnótica. Quizá, si nos visitara hoy, Epicuro nos diría que vivimos demasiado deprisa, que estamos demasiado pendientes de nuestros compromisos, que deberíamos detenernos un poco más para disfrutar de la gente: tomar un café con un viejo amigo, charlando de los buenos tiempos, dar un paseo con otro compartiendo lo vivido, filosofando sobre lo que puede y lo que no puede hacernos felices. Y quien dice los amigos podría decir también nuestros padres, nuestros hijos, nuestra pareja: dedicarles tiempo para compartir, para comunicarnos, o para disfrutar de su mera presencia a nuestro lado. Tal vez hoy Epicuro escribiría sus cartas por correo electrónico, y mantendría contacto con amigos lejanos a través de una red social, pero sin duda seguiría prefiriendo la presencia, la compañía, la realidad de los cuerpos que pueden abrazarse, y besarse, y darse las manos. Dedicad más tiempo a la amistad, nos diría Epicuro, y menos a los objetos. Tomando la comunidad del Jardín como metáfora, las personas de hoy podríamos reflexionar a su luz sobre el deterioro que también vivimos en nuestros grupos: en los grupos del trabajo, en los grupos de aficiones comunes, en ese grupo por excelencia que es –sigue siendo– la familia. Las propuestas de Epicuro sobre la convivencia con sus amigos podrían ayudarnos a revisar nuestras propias convivencias, aunque no siempre sean con amigos y aunque no

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vivamos retirados en el campo. ¿Hasta qué punto estamos presentes en nuestras relaciones? ¿Hasta qué punto sabemos humanizarlas, o en realidad, demasiado a menudo, nos dirigimos de máscara a máscara, de pieza a pieza de una máquina, nos relacionamos entre personajes y no entre personas, superficialmente, sin asomarnos al delicado tejido de los sentimientos, las vulnerabilidades, las alegrías y los sueños de los demás? Pasamos muchas horas trabajando: ¿cuántas de ellas nos sirven para sentirnos contentos, rodeados por personas reales, y ser nosotros mismos personas reales, sintientes, para los otros? ¿Hasta qué punto compartimos con los demás? ¿Quién se toma tan a pecho las tareas, nosotros o los autómatas que han hecho de nosotros? ¿Y para conseguir qué? ¿Nos hace sentirnos más realizados? ¿Hace mejor, al menos, la vida de los demás? ¡Y cuánto podría hacernos reflexionar Epicuro sobre la familia! La familia actual se ha visto gravemente mermada en tanto que comunidad de identidad y se ha quedado, muchas veces, apenas en comunidad de intereses. Pasamos poco tiempo con nuestras familias, convivimos poco con los nuestros, les entregamos poco y nos entregamos poco. También la familia se ha cosificado, se ha puesto al servicio de la productividad; se ha vaciado en gran parte de afectos, de presencias, de compañías, de ternuras, de mitos. Tenemos poca paciencia con nuestro cónyuge porque no lo vemos como parte de nosotros, como cómplice y compañero, sino que lo tratamos como un objeto, nos preguntamos constantemente por su utilidad: hasta qué punto nos satisface, hasta dónde nos conviene. No se trata de ponernos moralistas o nostálgicos, ni de idealizar la familia tradicional –no olvidemos que no deja, no dejó nunca, de ser una institución, y que cumple un papel transmisor y represor, un papel de “célula” del organismo social, como les gusta decir a los conservadores–. Hay que defender el derecho de cada cual –tan escatimado a lo largo de la historia– a cuestionarse sobre lo que realmente desea, a no quedar encadenado a sus errores, a insistir en la felicidad; en definitiva, a elegir. Epicuro fundó el Jardín para disfrutar de la compañía, pero siempre desde la libertad y desde la presunción de que, para los integrantes de su comunidad, formar parte de ella era más gozoso que estar fuera. A veces, sencillamente, la convivencia se estropea, cambiamos, no nos sentimos contentos con nuestra pareja, o languidece el amor. En las familias se escenifican tragedias, se cumplen dramas, se entablan batallas. Pero, ¿sabemos realmente por qué es? ¿Estamos juzgando la realidad, con sus límites y sus posibilidades verdaderas, en relación con unos deseos realistas, o nos estamos dejando arrastrar por nuestras fantasías, o por el hábito consumista que nos invita a cambiar de pareja como de coche, o por el afán mercantil de no conformarnos y querer siempre más? ¿Realmente no hay alegría en nuestra pareja, o es en nosotros mismos donde no la hay? El tema es muy complejo, pero suficientemente grave como para que cuestionárselo. Pero los que más sufren esta cosificación del grupo familiar, del deterioro de la tribu, son sus integrantes “marginales”, los que no tienen categoría

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porque no son productivos: los niños y los viejos. Ambos resultan, en mayor o menor grado, un “estorbo” para los miembros activos. Son integrantes dependientes, que necesitan cuidados extraordinarios y plantean requerimientos a veces difíciles –no osaremos decir “molestos”– de atender. Por eso en la actualidad se les relega tan a menudo, se les procura buscar entretenimientos para que no incordien, se les mantiene mientras resultan soportables y se les ignora o se les aparta cuando su necesidad ya es excesiva. Nadie tiene la culpa: en este drama todos somos víctimas, todos estamos alienados, todos estamos disminuidos y abducidos por un sistema que nos hace funcionar como autómatas. Pero lo cierto es que muchos niños sufren por la poca atención de sus padres –demasiado ocupados, demasiado estresados– y muchos viejos se salvan de ser recluidos en una residencia sólo mientras pueden hacerse cargo de sí mismos o de los nietos. ¡Cuánta soledad en la compañía! Epicuro nos hizo muchas propuestas que podrían enriquecer y hacer más satisfactoria nuestra vida en grupos. Es obvio que un grupo se beneficia con unas normas prácticas, el acuerdo de unas convenciones más o menos compartidas con todos, que permitan aunar la diferencia sin necesidad de discusión permanente. Quizá valdría la pena dedicar un tiempo a concretar y a revisar esas normas, a que cada cual pudiera expresar su vivencia y hacer propuestas. Por eso, de vez en cuando, los miembros del grupo se deben reunir, como hacían los ciudadanos de Atenas en su Asamblea, aunque sólo sea para escuchar las inquietudes y requerimientos de los otros. Este encontrarse es también compartir, y aumenta la cohesión del grupo y el sentimiento de pertenencia de todos sus integrantes. Hay que establecer lo que el grupo espera de cada uno de sus integrantes, y a la vez recoger lo que el individuo espera del grupo. Es cierto, y Epicuro nunca lo discutió, que tiene que haber un liderazgo, una mínima jerarquía que centre su esfuerzo en dar una respuesta eficaz a los asuntos del día a día: cada vez que se presenta un problema no puede establecerse un debate; en la práctica, eso haría al grupo inoperativo. Además, la antropología y la psicología nos han enseñado que, probablemente, los seres humanos necesitemos la cohesión en torno a unas cabezas visibles que sirvan como símbolo al colectivo, que lo dinamicen y cuenten con suficiente visión global para encauzarlo hacia su objetivo. Las tensiones entre iguales disminuyen cuando hay alguien de confianza para canalizarlas. Pero el líder tiene que sentirse siempre parte del grupo, y al servicio del grupo. ¡Difícil esfuerzo de humildad en unos tiempos que se basan en el individualismo a ultranza, que entienden el liderazgo no como servicio sino como oportunidad –oportunismo– personal! Una jerarquía que sólo sirve para obligar, en lugar de mantenerse sensible a la voluntad de la mayoría y llevarla a cabo, acaba convirtiéndose en un mero mandato, una imposición y, de nuevo, una alienación.

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Por eso, Epicuro probablemente desconfiaría de los líderes demasiado carismáticos, que acaban convirtiendo el grupo en un instrumento de sus propios fines. Nos invitaría a la crítica constructiva, a la puesta en cuestión incesante, y a esa resistencia creativa y de buena fe a la autoridad que nos mantiene a nosotros libres y a ella contenida. Es el grupo el que ha de establecer las normas: la jefatura sólo las aplica y les da coherencia. Algunas orientaciones recientes de la psicología del trabajo abogan por implicar de esa manera a todos los empleados en las decisiones de la empresa. Tal vez pueda hacerse así en determinadas tareas cooperativas, pero el empleo asalariado conlleva la imposición de una diferencia estricta, insalvable, entre el dueño y sus contratados. Además, frente a esas tímidas propuestas de una ciencia más o menos benévola, está la realidad de que el trabajo, en una sociedad capitalista, no está concebido para la realización personal de los individuos, sino para aumentar los beneficios del inversor. Recientemente incluso se tiende a deshumanizar aún más la productividad, empeorando las condiciones laborales y convirtiendo al empleado en mera herramienta intercambiable. Epicuro, como Marx, vería con preocupación y con desprecio el orden laboral neoliberal, en el que difícilmente el empleado puede plantearse su tiempo de trabajo como un espacio de realización. Este orden de cosas en el trabajo se traslada a la familia. Las normas de la convivencia familiar suelen venir impuestas desde fuera: los horarios, las decisiones, incluso el tiempo libre se estructuran en función de los requerimientos ocupacionales de los integrantes productivos. Epicuro lamentaría que no fuésemos capaces de tener un tiempo realmente nuestro, un tiempo para compartir, para debatir, para vivir el afecto. También, ¿por qué no?, para aburrirnos juntos. El aburrimiento (el que nos pertenece, no el que se nos impone) puede ser liberador, por lo que tiene de contrario a esa exigencia de que todo lo que hagamos deba ser productivo o atractivo. Epicuro nos insistiría en orientar las normas de la convivencia en función del disfrute y la armonía de todos, no de las obligaciones más o menos sutiles que nos asigna la sociedad. El código de la convivencia, tanto laboral como familiar, debería estar guiado por la virtud, es decir, lo correcto. Pero Epicuro era muy prevenido respecto a la noción de virtud, tan fácilmente cosificable, tan rápidamente transformada en una idea abstracta que se aleja del individuo. Para él, serían virtudes de la convivencia el mutuo respeto entre sus miembros, la cortesía, el trato correcto que surge de modo natural desde la deferencia y el afecto. No haría falta ser muy sofisticado: bastaría con mantenerse en la recíproca empatía, la generosidad, la protección de unos por parte de los otros. Él, que tanto valor daba al compañerismo, reconocía explícitamente que su origen está en la necesidad. Quizá hubiera que sacrificarse de vez en cuando, pero incluso entonces deberíamos ser capaces de hacerlo desde el amor, desde el gozo de la entrega.

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Pero no se trata de ser ingenuos. Al lado de ese esfuerzo convencido por la armonía, sin duda alguien como nuestro filósofo, con un carácter tan fogoso y con una historia tan vapuleada por la ambición ajena, no podía ignorar que a veces, sencillamente, hay que hacer frente y, como los guerreros hoplitas, prepararse para luchar. El encuentro humano, como tan bien han explicado Marx y Sartre, consiste también en enfrentamiento. El sabio griego no elude el espinoso tema de los conflictos. El conflicto es consustancial al encuentro: porque somos egoístas, porque somos vulnerables, porque nuestros deseos a veces se enfrentan; porque, en fin, el otro a veces se convierte en obstáculo, o en instrumento para mi proyecto. Además está el territorio minado de las emociones, la diferencia entre lo que esperamos y lo que recibimos, el reclamo irritante de nuestro ego que avasalla a los demás, la resistencia al de los otros. Ante los conflictos, Epicuro nos recomendaría la paciencia, el diálogo basado en el sentido común, la buena voluntad, incluso un egoísmo inteligente que ponderara hasta qué punto vale la pena que perdamos la armonía y la serenidad por ese asunto que nos abruma, tantas veces por nuestra propia intransigencia. El filósofo nos invitaría a considerar el conflicto –la discusión, sobre todo– como una oportunidad de aprendizaje, lo cual nos facilitaría el saber perder, más deportivamente, ya que “en una discusión, el que pierde es el que más aprende”. También nos previene contra la envidia, que mina nuestra libertad al ausentarnos de nosotros mismos e interpretarnos en función de los otros. La envidia es detestable siempre, incluso desde lo envidiado: si el que nos aventaja es bueno, se merece esa excelencia; y si es malo, en su propia ventaja está su pérdida. En suma, lo que importa es que regresemos a nosotros mismos, en lugar de depreciarnos valorándonos en función de los demás. ¡Y cuántas veces los problemas surgen de nuestra torpeza en la elección de los deseos y al entregarnos a las fantasías! Si chocamos con otros por causa de nuestra ambición, quizá lo que deberíamos hacer es moderar la ambición, o dedicarla a propósitos más valiosos. ¿Nos hará más felices el objetivo perseguido, si alcanzarlo nos hace perder la armonía interior y con los otros? Muchos conflictos ni siquiera se plantearían si fuésemos cuidadosos a la hora de elegir nuestras prioridades. Y la prioridad, para Epicuro, es siempre el disfrute, la serenidad, el gozo tranquilo de lo mucho que los demás pueden ofrecernos con su amistad. ¿Qué valor tiene un éxito profesional o una lucha por el liderazgo que nos somete a una constante ansiedad, a una permanente lucha con otros? El filósofo nos recordaría la paz y la alegría que reporta renunciar a esos honores, que tan precariamente alimentan nuestro orgullo, e insistiría en que, a menudo, lo que nos conviene es descansar de tanto esfuerzo por destacar y pasar discretamente desapercibidos.

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Aunque Epicuro no reserva elogios para la soledad, podemos suponer que en su Jardín habría ocasión también para el retiro, para la meditación apartada y el silencio. Todo compartir se nutre también de momentos de soledad fecunda en la que recabar ocurrencias y gozos. En realidad, una soledad así es un reencuentro con uno mismo, con la propia sensación de plenitud y de paz. ¿Podemos permanecer siempre cerca de los otros? Por mucha amistad que haya, ¿no se da siempre en la presencia una cierta impostura, un cierto esfuerzo de mutua acomodación? ¿No es cierto –y los psicólogos los confirman– que estar con los demás tiene siempre algo de exigencia, y por tanto de irritante? Hay quien dice que existe un límite temporal para nuestra tolerancia de los otros, y la mayoría lo hemos experimentado. A veces hay que buscar “aire fresco” en el propio silencio. Una vez más, es una cuestión de equilibrio: ni demasiado aislamiento, ni excesivo gregarismo. No podemos pretender que los demás nos acojan en todo, nos comprendan en todo, nos secunden en todo, nos sonrían a todas nuestras ocurrencias, puesto que en nosotros también hay mucho de estupidez. ¿A quién, de tanto en tanto, no se le hace difícil incluso aguantarse a sí mismo? Además, los otros, puesto que son humanos, piden, exigen, requieren, mienten, traicionan, o hasta aman demasiado, y estar con ellos es siempre, además de un gozo, un esfuerzo, a veces agotador. El reverso necesario para una convivencia fecunda parece ser una ocasional soledad sonora, como la llamó Juan de la Cruz. No todos seremos iguales en nuestras preferencias de compañía o aislamiento. Los psicólogos han distinguido, por ejemplo, una dimensión de nuestra personalidad que llaman neuroticismo, relacionada con nuestro talante más o menos ansioso, con una mayor o menor tendencia a la activación nerviosa, que determina nuestro grado de sensibilidad y susceptibilidad. Quizá, para algunos de nosotros, recluirnos de vez en cuando en la soledad y el silencio sea un respiro de ese ruido de fondo que nos provoca la convivencia con otros, de ese esfuerzo de paciencia y ecuanimidad que quizá otros no tengan necesidad de hacer, al menos en el mismo grado. En el Jardín de Epicuro, donde convivían mujeres de alta sociedad, ricos comerciantes, cortesanas y esclavos, sin duda se daban importantes diferencias de valores y de caracteres. El propio Epicuro se muestra en sus escritos con un talante más bien vehemente y no precisamente manso. Sin duda entendería que unos tengan más necesidad de soledad que otros. Nuestra sociedad es contradictoria también con el tema de la soledad. Por un lado, otorga valor a la intimidad y al individualismo como maneras de marcar diferencias, de establecer los límites del territorio privado. Un extremo simbólicamente significativo de esta magnificación de lo privado estaría en la consideración, por parte de la ley, de la propia “morada” como una especie de santuario del ciudadano, un lugar inviolable salvo por contradicción con otras leyes. Y, así, la sociedad capitalista nos aísla en las celdas de la colmena, nos convierte en reyezuelos de ínfimos –cada vez más exiguos– castillos,

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clausurados con puertas blindadas y repletas de cerrojos, que nos desconectan de lo colectivo e incrementan nuestra desconfianza respecto a los otros. Pero, a la vez, se da la paradoja de que se considere “anormal” a quien no cumpla unos rituales cotidianos de convivencia. Para empezar, se mira con desconfianza al individuo que vive solo, que no ha construido y conservado una familia dedicándose a ella con denuedo. Es evidente la razón de esta suspicacia: el sujeto solitario no está cumpliendo con todo su deber productivo respecto a la sociedad, deber que consiste –nos lo recuerdan la Iglesia y las ideologías conservadoras– en fundar y mantener la institución reproductiva por excelencia, la familia. El solitario lleva el individualismo a un territorio prohibido: el de su propia libertad, el de su propia realización; es demasiado hedonista, demasiado egocéntrico, demasiado emancipado. Consume más recursos en sí mismo que en el sostén del grupo; devuelve menos de lo que se le da; es peligrosamente independiente; es extravagante, quizá esté desequilibrado, es decir, resulta amenazante. El más inquietante de estos sujetos es el que ni siquiera cumple con los rituales al uso de salir con gente, de buscar pareja, de tomarse unas copas un sábado por la noche. Cuando se da el caso, siempre se da un movimiento de personas bienintencionadas que se afanan por “salvar” al solitario de la trampa en la que parece haber caído. Se da así por supuesto que no es eso –no puede ser– lo que realmente quiere, lo que de verdad necesita. Un ser aislado tiene que estar “mal”. Hay una parte de lucidez en esa prevención: muchas personas se aíslan no porque lo deseen, sino porque no saben o no pueden convivir, porque están resentidas, confundidas o deprimidas. Epicuro seguramente les recomendaría que busquen el calor de los amigos, al menos de vez en cuando. Pero el filósofo lo haría pensando en la necesidad de compartir, en la alegría que esa persona se está perdiendo. En cambio la sociedad, en el fondo, tiene miedo del solitario, o tiene miedo de que ese aislamiento obedezca al sufrimiento, o se convierta en ello, y ese sufrimiento acabe por revertir en la propia sociedad. Y también en esto tiene parte de razón. Sin embargo, la presión social sobre el extravagante (“¿No has salido en todo el fin de semana?” “¿No vas a casarte?”) se carga con un exceso de prevención, con un temor al abuso de libertad, con una desconfianza en la capacidad del individuo para encontrar su propio camino. Y todo eso Epicuro sí que no lo compartiría; él, que abiertamente se proclamó un incomprendido, y que no dudó en retirarse del ámbito social a una especie de isla, precisamente para preservar su libertad a toda costa, para dedicarse a una vida placentera tal como él la entendía. No le importarían en absoluto los juicios ajenos, el afán por patologizar todo lo que contradiga los usos convencionales (“Quizá deberías ir a un psicólogo”). Epicuro era, y sería hoy, un inconformista, y aplaudiría todo esfuerzo de cada persona por ser ella misma y por zafarse de la presión de la sociedad por moldearla, por reintegrarla al rebaño.

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Epílogo Tú, que no eres dueño del día de mañana, retrasas tu felicidad y, mientras tanto, la vida se va perdiendo lentamente.154

Difícilmente alguien pondrá en duda la vigencia de la propuesta epicúrea, que, a través de veintitrés siglos, nos alcanza con sugestiva frescura. ¿A qué se debe esta actualidad del filósofo del Jardín? Seguramente, ante todo, Epicuro nos resulta cercano por su propósito, su apuesta rotunda e insobornable por la felicidad del hombre. En esto era rigurosamente moderno. ¿Qué tema nos interesa más? ¿Qué asunto tenemos más pendiente, incluso hoy, o especialmente hoy, cuando los mitos contemporáneos de progreso y bienestar se resquebrajan y nos abandonan a merced de un futuro más incierto y amenazador que nunca? Epicuro fue el primer filósofo que concibió un sistema con la exclusiva finalidad de procurar la felicidad del hombre. Consideró que en eso consistía ser sabio, y para eso debía servir la sabiduría. Todos los otros conocimientos (sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre las personas) cobran sentido sólo en la medida en que están al servicio de la realización personal, de la tranquilidad del ánimo y la alegría. Barrió de la cultura las ideas más nocivas, y sobre todo aquellos conceptos confusos y supersticiosos que sumían al ser humano en el temor y en la humillación. Se dirigió a la inteligencia de cada uno y, con palabras enérgicas y compasivas, procuró sacarlo del aturdimiento y despertarlo a su capacidad de plenitud. Devolvió al hombre la dignidad de su cuerpo, concibiéndolo como pura materia en medio de la materia, y le hizo ver que en eso consistían sus límites (puesto que habría de perecer un día) pero también su grandeza (puesto que el tiempo de la vida humana pasaba a ser algo precioso). Inventó un presente que no se reducía a la fugacidad y la pérdida, sino que se dilataba hacia el pasado y el futuro, convirtiendo la vida humana en un frondoso árbol, con profundas raíces hacia la profundidad y largas ramas hacia la altura, pero siempre dentro de la realidad y a salvo de las fantasías que acaban por sumirnos en la angustia. Invitó a encarar con serenidad los límites y las congojas que nos impone la naturaleza, pero sin caer en esos otros, mucho más peligrosos e inabarcables, a los que nos sometemos nosotros mismos. Nos reveló el coraje de sobrellevar el

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dolor con firmeza de ánimo. Rechazó el temor a la muerte, considerándonos ciudadanos de la vida. Proclamó nuestra libertad frente a las imposiciones de cualquier poder, y sobre todo frente a las que nosotros mismos nos ponemos al entregarnos torpemente a ambiciones superfluas. Nos propuso la autárkeia, la emancipación por la sencillez. Consideró que el máximo objetivo del sabio consistía en acceder a la ataraxia, la imperturbabilidad, mostrando lo fácil que era tener todo lo necesario, y que los sufrimientos de la vida son en el fondo sencillos y podemos encararlos sin perder la serenidad. Y, en fin, propuso un tipo de vida dedicada a un placer inteligente, un placer sostenido en la aceptación y la moderación. Llevó a cabo sus ideas fundando una pequeña comunidad de amigos, y dedicó sus esfuerzos a establecer una convivencia satisfactoria para todos, en la que los conflictos se resolvieran con inteligencia y generosidad, en la que primara la amistad y el gozo sencillo, en la que unos se protegieran y se dieran calor a los otros. Y todo eso lo hizo en un mundo convulso, un mundo inseguro en el que se desmoronaban todas las certezas y se extendía la guerra. Epicuro nos ofrece un amparo frente al desencanto, un regreso a las verdades de nuestra naturaleza. Pero, sobre todo, nos conmueve con su canto a la libertad y a la autenticidad, desde la sencillez y la renuncia, a nosotros que vivimos de un modo tan abigarrado, tan puntilloso, tan desaforado. Supera la alienación –viene a decirnos–, recupera tu ser y tus deseos auténticos, hazte dueño de tu vida y deja de retrasar la felicidad. Epicuro prioriza el ser sobre el tener. Se desprende de todas las metas atolondradas de la vida humana para ponerlas al servicio del contento, de una satisfacción duradera, convertida en actitud, en estado, en tono, en identidad. No se trata, por tanto, de encaminarnos hacia la felicidad, de aproximarse a ella en un futuro indefinido, sino de estar en ella, de componerla ahora, en ese ahora completo en sí mismo que es el territorio de la vida gozosa. Por eso la muerte no es nada, como nada era la inexistencia que reinaba antes de nuestro nacimiento: el hombre sólo es hombre en tanto que existe. Toda mi condición se tiende entre esas dos fronteras, no me puedo definir por negación; a mi ser no le incumbe el no ser. La muerte está fuera de mí porque es donde empieza todo lo que no soy yo. Somos epicúreos cuando optamos por la vida, cuando queremos vivir y estar contentos, cuando anteponemos la alegría a cualquier otra ambición. Cuando los deseos están al servicio de la felicidad, y no ésta sometida a aquéllos. Somos epicúreos cuando proclamamos nuestra capacidad para buscar la propia realización, en lugar de reclamársela a los especialistas, a la televisión, a las instituciones del poder. Somos epicúreos cuando nos mantenemos libres, cuando confiamos en la sabiduría de nuestro sentido común, nuestra phrónesis,

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y convertimos nuestra vida en un sereno ámbito de estudio y reflexión, la bios theoretikós. Epicuro quizá nos insistiría en que vivimos angustiados porque nos hemos alejado de la naturaleza, es decir, de nosotros mismos. Nos animaría a conocernos mejor, a entender mejor lo que necesitamos y lo que queremos. Regresad a lo sencillo, a lo espontáneo, a lo natural, quizá nos diría. Reservad más tiempo para vuestra familia, para vuestros amigos, para el afecto y la serenidad. No dejéis que os impongan los valores. La angustia de nuestra época queda dramáticamente reflejada por ese mercado de la terapia y la autoayuda que, con sus luces y sus sombras, prolifera al amparo de nuestra desorientación. Muchos de los títulos que acaparan el mercado de la autoayuda beben de las fuentes de autores clásicos como los místicos orientales, los estoicos, los humanistas y los existencialistas. Y también del legado de Epicuro. Podemos pensar que a él le habría parecido muy bien esta inquietud generalizada por mejorar nuestra vida y hacerla más plena, ya que esa fue la lucha a la que dedicó la suya y consideraba que no hay otra más importante. Pero, una vez más, seguramente criticaría nuestra pereza, la pretensión de que nuestra vida cambie sólo por comprar un libro o por asistir a una charla. Epicuro apreciaba el valor del pensamiento, que consideraba imprescindible, pero sabía que de nada sirve si no lo traducimos en esfuerzo, en acto, en praxis. Sólo los hechos nos transforman. Por eso él escribió mucho, pero procuró hacer más. Convirtió sus principios en una forma de vida, y fundó su Jardín para que también pudiera serlo para sus discípulos. Aconsejó a sus amigos que memorizasen y se repitiesen los principios de la vida feliz: “Practica día y noche estas enseñanzas”155, le escribe a Meneceo. Este es, a grandes rasgos, el legado de un filósofo que quiso creer que el cielo estaba en la tierra, y que, para alcanzarlo, el hombre, como diría Neruda, no tenía más que poner en ella su residencia. Antes de marcharse de regreso a su tiempo, podría despedirse de nosotros diciendo: si queréis que vuestra vida sea distinta, haced algo nuevo; yo ya os expliqué por dónde empezar. He desbaratado tus emboscadas, oh destino, he cerrado todas las vías por las que podías alcanzarme: no nos dejaremos vencer ni por ti, ni por ninguna fuerza maligna. Y cuando haya sonado la hora de la inevitable partida, nuestro desprecio por quienes se agarran vanamente a la existencia estallará en este hermoso canto: ¡Ah, cuán dignamente hemos vivido!156

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Explica Diógenes Laercio que Epicuro murió acosado por sus habituales cólicos nefríticos, que seguramente acabarían provocándole una infección de orina. Luego reseña con sentida brevedad lo que algunos contaban sobre el momento de su muerte. Concluiré el ensayo retomando esos detalles y permitiéndome la licencia de añadir otros, al vuelo de mi imaginación. Sin duda no fue así como sucedió, pero podía haberlo sido.

El último día, Epicuro no puede levantarse de su lecho. Su fiel Hermarco, al ir a atenderlo de madrugada, lo ha encontrado encogido, vuelto hacia la pared, con la mirada tan perdida que lo ha creído muerto. Da la voz de alarma, todos saltan de sus jergones y la casa se llena de pasos precipitados, exclamaciones, susurros. El maestro ya les había avisado de que su muerte estaba cerca, y no había más que verlo retorcerse de dolor, inmovilizado, con su planta en otro tiempo corpulenta reducida a los huesos, para estar convencido de ello. Ya había cumplido los setenta años y soportaba dolorosos achaques desde muy atrás. Los últimos días ni siquiera había tenido humor para que lo llevaran al Jardín en el trykilistos, la silla de tres ruedas, a pesar de que era primavera y el campo estaba salpicado de flores. Respiraba con dificultad y apenas podía tragar el agua. Amigos y discípulos se van amontonando en el exiguo cuarto, alrededor del lecho. Alguien gime, rompiendo el silencio reverente en el que todos están sumidos. Tenía que suceder pronto, sí, pero la muerte siempre es desconcertante, incluso para los alumnos de quien tanto se esforzó en menospreciarla. De repente, unos cuantos ahogan una exclamación. Epicuro se ha movido. Se gira hacia ellos con dificultad, los mira a todos sin comprender, pestañea, y sonríe levemente. Les dice, esforzándose en cada palabra, que hoy sí quiere ver la primavera en el Jardín. Cuando amanece, como no puede incorporarse, lo llevan en andas. Por las calles se les unen algunos vecinos y curiosos. A todos les sigue pareciendo un muerto rezagado antes de subir a la barca de Caronte. En el Jardín, a la sombra de un olivo centenario, Epicuro contempla el cielo, la tierra, las amapolas, el huertecillo. A su alrededor, sus amigos se han sentado, y no le quitan la vista de encima, ansiosos. Les comenta lo espléndido del día, y alguno asiente enjugándose una lágrima. “Es hermoso porque no lo aferramos”, musita. Los ojos se le cierran en largos silencios. De vez en cuando se retuerce de dolor, pero no se queja. De pronto parece haber recordado algo grave. Pide papiro y pluma. ¿Qué tendrá que escribir aún? El testamento está redactado ya hace tiempo, especificando que la casa y el Jardín permanezcan a disposición de la

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comunidad filosófica, dirigida por Hermarco, que liberen a sus esclavos y que provean las necesidades de los hijos de Metrodoro. También establece que cada mes continúen las fiestas en su memoria y la de Metrodoro, y que se celebren sacrificios por su familia y por él mismo. Intenta incorporarse para escribir, no lo consigue. Le dicta a Hermarco. “A Idomeneo, salud”. Una carta al viejo amigo Idomeneo de Lámpsaco. Sólo tiene fuerzas para dictarle unas líneas: Cuando estoy pasando y a la vez acabando los felices días de mi vida te escribo las presentes líneas. Me continúan las afecciones de vejiga e intestinales, que no dan tregua al exceso de gravedad que les es propia. Pero se enfrenta a todo eso la alegría espiritual, fundada en el recuerdo de las conversaciones filosóficas que sostuvimos nosotros. Por otro lado, tú, de acuerdo con tu dedicación ya desde la infancia a mi persona y a la filosofía, cuida de los hijos de Metrodoro.157 Le falta el aire, tose, se recuesta. Hermarco le tiende el papiro, la pluma y la tinta a un muchacho, que se los lleva. Nicias, del que ya nadie recuerda que era esclavo, le da de beber. Un silencio largo y con encajes de trinos y brisas se dilata por la mañana, interrumpido sólo por los que se van y los que acuden, alguien que murmura. A media mañana el maestro pide que le conduzcan de nuevo a casa. Por el camino, ardiente de fiebre, los sobresalta con unas repentinas carcajadas. Grita delirando: “¡Cuando existimos la muerte no está, y cuando la muerte viene nosotros ya no estamos!”. En la casa no permite que vuelvan a acomodarlo en el lecho. Ordena, en cambio, que le preparen un baño caliente. Cuando sumergen su escuálida desnudez en la tina de bronce, parece muy lúcido. Pide que le traigan vino y, apurada la copa con deleite, se recuesta con una mueca entre el dolor y el alivio. Dedica a todos una mirada de ternura, intenta consolarlos como Sócrates antes de beber la cicuta, reclamándoles que no olviden sus lecciones. Cierra los ojos largo rato. En algún momento, nombra a sus padres: bondadoso Neocles, amada Queréstrata. Murmura lo bello que ha sido todo. Luego se sume en un silencio blando que ya nadie se atreve a interrumpir. Entonces cayó la sombra. Pero él ya no estaba allí.

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Bibliografía Epicuro: Carta a Meneceo. Noticia, traducción y notas de Pablo Oyarzún. Rev. Onomazein, 4 (1999) Epicuro: Obras completas. Edición de José Vara. Cátedra. Madrid, 2009. (8ª edición) Epicuro: Obras. Traducción de M. Jufresa. Tecnos. Madrid, 1994 (2ª edición) García Gual, Carlos: Epicuro. Alianza Editorial. Col. Libro de Bolsillo 8252. Madrid, 2011. García Gual, Carlos: Epicuro, el libertador. EPub, Ateneo Libertario Ricardo Mella. 2009.

Notas Abreviaturas usadas en las notas OC: Obras completas (Cátedra) H: Epístola a Heródoto M: Epístola a Meneceo P: Epístola a Pítocles MC: Máximas capitales SV: Sentencias vaticanas F: Fragmentos

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Epicuro: Obras completas. Edición de José Vara. Cátedra. Madrid, 2009. OC 94. MC XIV 3 OC 103. SV 58 4 OC 119. F 80. 5 OC 91. M 133 6 OC 120. F 85. 7 OC 113. F 33. 8 Lledó, E.: Op. cit. 47 9 OC 73. P 84 10 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa) SV 41 11 OC 104. SV 64 12 OC 91. M 133 13 García Gual, C.: Epicuro. 141 14 Lledó, E.: Op. cit. 73 15 OC 105. SV 77 16 García Gual, C.: Epicuro. 144. M 133. 17 Ídem 145. M 134. 18 OC 119. F 77. 19 García Gual, C.: Epicuro. 145. M 134. 20 OC 102. SV 47. 21 Lledó, E.: Op. cit. 135 22 García Gual, C.: Epicuro. 141. M 122. 23 Ídem 144. M 132. 24 OC 74. P 86. 25 OC 107. F 2. 26 OC 100. SV 27. 27 Cita de Diógenes Laercio en Lledó, E.: Op. cit. 94 28 Cita de Diógenes Laercio en Lledó, E.: Op. cit. 91-92 2

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OC 119. F 74. OC 117. F 54. 31 Epicuro: Carta a Meneceo. Noticia, trad. y notas de Pablo Oyarzún. Rev. Onomazein, 4 (1999) 406, nota número 6. 32 Epicuro: Carta a Meneceo. Noticia, trad. y notas de Pablo Oyarzún. Rev. Onomazein, 4 (1999) 422. 33 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa) H 35 34 García Gual, C.: Epicuro. 145. M 135. 35 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 17 36 OC 55. H 49. 37 García Gual, C.: Epicuro. 141. M 124. 38 OC 102. SV 40. 39 OC 54. H 45. 40 Lledó, E.: Op. cit. 89 41 Lledó, E.: Op. cit. 95 42 Lledó, E.: Op. cit. 10 43 OC 109. F 11. 44 OC 95 MC XV 45 OC 101 SV 33 46 Lledó, E.: Op. cit. 75 47 OC 103. SV 60. 48 OC 101. SV 31. 49 Lledó, E.: Op. cit. 86 50 García Gual, C.: Epicuro. 141. M 124. 51 García Gual, C.: Epicuro. 142. M 125. 52 García Gual, C.: Epicuro. 141. M 124. 53 Lledó, E.: Op. cit. 86 54 García Gual, C.: Epicuro. 142. M 125. 55 OC 102. SV 48. 56 Borges, Jorge Luis: Los conjurados. Prólogo. Referencia en: http://www.internetaleph.com/Borges/es/Lecturas_sugeridas/Lecturas_para_principiantes/libro/pager el339/Jorge_Luis_Borges-Los_Conjurados.htm 57 OC 102. SV 47. 58 OC 89. M 128. 59 OC 71. H 82. 60 García Gual, C.: Epicuro. 142. M 128. 61 García Gual, C.: Epicuro. 142. M 125. 62 OC 103. SV 55. 63 OC 99. SV 4. 64 OC 119. F 82. 65 García Gual, C.: Epicuro. 143. M 129. 66 García Gual, C.: Epicuro. 143. M 129-130. 67 OC 118. F 63. 68 García Gual, C.: Epicuro. 144. M 132. 69 OC 120. F 85. 70 García Gual, C.: Epicuro. 143. M 129. 71 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 22 72 OC 112. F 23. 73 OC 109. F 12. 74 OC 119. F 78 75 OC 109. F 10. 76 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 16 77 OC 118. F 68. 78 García Gual, C.: Epicuro. 143. M 130. 79 OC 103. SV 51. 30

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OC 104 SV 69 OC 104. SV 71. 82 OC 104. SV 70. 83 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa). M 129-130. 84 OC 112. F 29. 85 OC 115. F 48. 86 OC 118. F 67. 87 OC 100. SV 21. 88 OC 94. MC VIII. 89 OC 104. SV 68. 90 Lledó, E.: Op. cit. 130 91 OC 119. F 72. 92 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa). SV 44. 93 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 16 94 García Gual, C.: Epicuro. 148. MC 27. 95 OC 103. SV 52. 96 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 15 97 OC 94. MC XIV. 98 OC 115. F 43. 99 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 16 100 OC 105. SV 78. 101 OC 102. SV 47. 102 Epicuro: Carta a Meneceo. Noticia, trad. y notas de Pablo Oyarzún. Rev. Onomazein, 4 (1999) 420. 103 García Gual, C.: Epicuro. 144. M 133. 104 García Gual, C.: Epicuro. 144. M 131. 105 OC 96. MC XXXI. 106 OC 98. MC XXXVIII 107 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa). SV 23. 108 OC 113. F 34. 109 OC 101. SV 34. 110 OC 104. SV 66. 111 OC 115. F 51. 112 OC 101. SV 28. 113 OC 104. SV 62. 114 OC 104. SV 74. 115 OC 103. SV 53. 116 Epicuro: Obras. (Trad. M. Jufresa). SV 41. 117 OC 118. F 60. 118 OC 105. SV 80. 119 Epicuro: Carta a Meneceo. Noticia, trad. y notas de Pablo Oyarzún. Rev. Onomazein, 4 (1999) 412. 120 OC 115. F 50. 121 OC 120. F 86. 122 Lledó, E.: Op. cit. 148 123 García Gual, C.: Epicuro el libertador. 6 124 Ídem 125 Ídem, 7 126 Ídem, 8 127 OC 79. P 101. 128 OC 82. P 107. 129 OC 83. P 109-110. 130 OC 81. P 105. 131 De La voluntad de poder, en Savater, F.: Conocer Nietzsche y su obra. Dopesa. Barcelona, 1978. Pág. 91. 132 Este aforismo que glosa con humor la capacidad de sobreponerse a la desesperación ha sido citado en infinidad de lugares, bajo la forma “desesperada pero no grave” o “desesperada pero no seria”. No 81

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he conseguido aclarar su origen. Paul Watzlawick lo menciona en el libro El arte de amargarse la vida, quizá porque se trate de un refrán popular austríaco. André Comte-Sponville también echa mano de él más de una vez, sin indicar su procedencia. Como curiosidad, lo dice un personaje de la película Uno, dos, tres de Billy Wilder. 133 Datos de Gallup Internacional tomados de http://lamerry.wordpress.com/2010/02/26/estadisticasde-ateos-y-religiosos/ 134 Jaccard, R.: El exilio interior. Azul editorial. Barcelona, 1999. Pág. 59. 135 Comte-Sponville, A.: Impromptus. Paidós. Barcelona, 2005. Pág. 74. 136 Grayling, A. C.: El sentido de las cosas. Crítica. Barcelona, 2002. Pág. 49. 137 Unamuno, M.: El sentimiento trágico de la vida. Ed. Bruguera. Barcelona, 1983. Pág. 50. 138 Ídem, 50. 139 Ídem, 47. 140 La cita completa dice: “Vivimos del porvenir: “mañana”, “más tarde”, “cuando tengas una posición”, “con los años comprenderás”, Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir”. Camus, A: El mito de Sísifo. Alianza Editorial. Madrid, 1988. Pág. 27. En realidad, las propuestas de ambos pensadores no están tan alejadas: ambos reclaman el presente como única patria de la vida humana, y por tanto postergar las cosas es, en efecto, una inconsecuencia. La diferencia es que Camus hace énfasis en la amenaza desconcertante de la muerte, mientras que Epicuro nos invita a considerarla, sencillamente, ajena a nosotros. 141 Comte-Sponville, A.: Impromptus. Paidós. Barcelona, 2005. Pág. 104. 142 Comte-Sponville, A.: Impromptus. Paidós. Barcelona, 2005. Pág. 53. 143 Grayling, op. cit. Pág. 43 144 En la introducción de Michel de Montaigne. Maestro de vida. Ed. Debate. Madrid, 2000. Pág. 11. 145 En Bakewell, Sarah: Cómo vivir. Una vida con Montaigne. Ed. Ariel. Barcelona, 2011. Pág. 40. 146 En la web http://www.filosofiadigital.com/?p=1404 147 En la web http://www.filosofiadigital.com/?p=1404 148 De Mello, A.: El canto del pájaro. Ed. Sal terrae. Santander, 1993. Pág. 114. 149 Carrière, Jean-Claude: El círculo de los mentirosos. Círculo de lectores. Barcelona, 2000. Pág. 177. 150 OC 103. SV 51. 151 OC 102. SV 48. 152 Moore, T.: El cuidado del alma. Círculo de lectores. Barcelona, 1994. Pág. 21 153 Michel de Montaigne. Maestro de vida. Ed. Debate. Madrid, 2000. Págs. 103-104. 154 OC 99. SV 14. 155 OC 92. M 134 156 Citado por Camus, Albert: El hombre rebelde. Alianza Editorial. Madrid, 2011. Pág. 43. Aun llegándonos esta versión a partir de una previa traducción al francés, el texto me parece más acertado que el de José Vara en las Obras completas: Me he anticipado a ti, Azar, y cerré todas tus posibilidades de infiltración, y no me entregué rendido ni a ti ni a ningún otro condicionamiento, sino que cuando la Parca nos lleve de aquí nos iremos de la vida tras echar un enorme escupitajo contra la vida y contra los que neciamente se pegan a ella, al mismo tiempo que entonaremos un hermoso cántico de salvación gritando que nuestra vida ha sido bella. OC 102. SV 47. 157 OC 112 F 30.

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