LO QUE PUEDE APRENDERSE DE UN DESASTRE DE MUERTES MASIVAS: LA EXPERIENCIA DE VARGAS, VENEZUELA, 1999.

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Publicado en: José Luis López, Editor, Lecciones aprendidas del desastre de Vargas. Aportes Científico-Tecnológicos y Experiencias Nacionales en el Campo de la Prevención y Mitigación de Riesgos, Universidad Central de VenezuelaFundación Empresas Polar, Caracas, 2010, pp. 127-144.

LO QUE PUEDE APRENDERSE DE UN DESASTRE DE MUERTES MASIVAS: LA EXPERIENCIA DE VARGAS Rogelio Altez Escuela de Antropología, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, y Sociedad Venezolana de Historia de las Geociencias [email protected]

RESUMEN Los desastres son eventos adversos que superan las capacidades de respuestas de las sociedades, y cuando se dan ejemplos al respecto, generalmente se utilizan los que ilustran esto a partir de cuantiosas destrucciones materiales o bien de un impactante número de fallecidos. En este último caso, los señalados como “desastres de muertes masivas” hacen mención a eventos con “elevados” números de decesos. Conviene reflexionar sobre este aspecto, pues la cantidad de víctimas fatales parece medir la intensidad de los desastres, tal como si se tratase de una escala, lo cual distorsiona la apreciación de sus múltiples efectos sobre la sociedad. El caso de Vargas en 1999 ha sido comprendido como un desastre de muertes masivas; sin embargo, poco se ha hecho oficialmente para precisar cifras al respecto, o bien para dar respuestas definitivas al drama de los familiares de personas desaparecidas. Este trabajo intentará aproximarse a dicha problemática proveyendo resultados cuantitativos sobre el número de decesos en el evento de 1999, buscando aportar elementos concretos que contribuyan a comprender el caso. PALABRAS CLAVES: Desastres, muertes masivas, desplazados, desaparecidos.

WHAT CAN LEARN FROM A MASSIVE DEATHS DISASTER: THE VARGAS EXPERIENCE ABSTRACT Disasters are adverse events that overcome the society’s answer capacities, and when the examples are given, it is generally utilized those that show it from several material destruction or well from an overwhelming deceases number. In this last case, those marked as “massive deaths disasters” mention events with a “high” deceases number. It is convenient to think about this aspect, since as the number of fatal victims seems to measure the disasters intensity itself, such as if it was treating about a scale, which distorts the appreciation of its multiple effects over the society. Vargas 1999 case it has been comprehended as a massive deaths disaster; however, few has been officially done to precise figures about it, or well, to give final answers to the drama of the missing people family. This work will attempt to come close to that problematic by giving quantitative results over the deceases number on 1999 event, looking forward to give concrete elements that contribute to comprehend the case. KEY WORDS: Disasters, massive deaths, displaced people, missing people.

Publicado en: José Luis López, Editor, Lecciones aprendidas del desastre de Vargas. Aportes Científico-Tecnológicos y Experiencias Nacionales en el Campo de la Prevención y Mitigación de Riesgos, Universidad Central de VenezuelaFundación Empresas Polar, Caracas, 2010, pp. 127-144.

INTRODUCCIÓN Las reiteradas y resonantes menciones a las decenas de miles de fallecidos en el evento de Vargas en 1999, no sólo dieron la vuelta al mundo, sino que representaron la catalogación de aquel desastre como uno de los más significativos en la historia de Venezuela. El hecho fundamental que le dio ese lugar fue, precisamente y por encima de otras consecuencias, la alusión al elevado número de muertes. Pronto, los medios de comunicación publicaron cuadros comparativos de aquellas cifras con las de otros desastres en Latinoamérica y el resto del planeta. La ubicación del evento parecía competir entre celebridades tristes que ganaron tales posiciones de la mano de pueblos sepultados o ciudades arrasadas en tragedias similares. Sin embargo, ninguna de las cifras señaladas procedía de cálculos sistematizados o estadísticas formales, sino de estimaciones simples y apresuradas, producto del impacto que la destrucción material causó en la mirada y en la sensibilidad de todos quienes se aproximaron a las escenas de la devastación (ver Figura 1). A partir de allí, el número de muertes en el desastre de 1999 ha sido un dilema sin solución aparente.

Figura 1. A la izquierda se aprecia la destrucción en primer plano de varias viviendas en el sector La Veguita, Macuto (fotografía captada y cedida gentilmente por vecinos del lugar). A la derecha puede observarse una ortofotografía de la zona de Macuto captada pocos días después del desastre, donde se encuentra el propio sector La Veguita (material gentilmente cedido por la Autoridad Única de Área para el estado Vargas, AUAEV). En ambos casos es inevitable apreciar los efectos destructivos del evento sin pensar en que todo ello afectó directamente la vida de las personas.

Ciertamente, el impacto causado por la extensa destrucción material condujo a suponer que se trataba de un evento en donde, indefectiblemente, las muertes habrían de ser masivas. Las primeras cifras al respecto dan cuenta de la dispersión, la confusión y la falta de herramientas con las cuales atender el caso. Al menos al momento de ocurrir el desastre, no existían recursos eficaces para ello, y las declaraciones al público, donde las oscilaciones describen lo señalado, dan cuenta de la ligereza con la que fue tratado el asunto. La suposición acerca de decenas de miles de fallecidos e, inclusive, miles de desaparecidos, impulsó varias consecuencias al respecto: una de ellas, la rápida atención internacional y humanitaria (técnica y monetaria), siempre sensibilizada a partir de eventos catastróficos con elevados números de muertes; otra de las consecuencias se observa en el aprovechamiento inmediato de esas cifras por parte de los medios de comunicación, los cuales no cesaron de desplegar titulares alusivos; asimismo, la ayuda proveniente de los organismos internacionales también favoreció los intereses de las instituciones públicas, pues la administración de los recursos monetarios y técnicos fue manejada con absoluta discrecionalidad (inclusive hasta el presente); por último, la imprecisión y la falta de una posición formal y definitiva sobre el número de

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muertes en el evento, ha permitido a las comunidades afectadas elaborar sus propias interpretaciones al respecto, construyendo un imaginario que se va solidificando en forma de leyenda. En descargo de todo esto, es importante subrayar que aquel desastre resultó ser un evento lo suficientemente significativo como para superar la capacidad de respuesta frente al caso que no sólo pudiera tener el Estado venezolano, sino también su sociedad. Fueron desplazadas decenas de miles de personas, otras tantas reubicadas en asentamientos preparados especialmente para ello, y todo esto sin contar al impacto económico e infraestructural que significó la destrucción de buena parte de la región que sirve de localidad al puerto y aeropuerto más importantes del país. A ese escenario hay que sumar la coyuntura política que se estaba viviendo, pues el propio 15 de diciembre, día en que daba inicio al torrencial aguacero que no habría de cesar sino hasta la madrugada del día 17, tenía lugar un sufragio nacional para decidir sobre una nueva Constitución. En contextos como ése, donde se puede advertir una coyuntura política conflictiva, cualquier desastre incrementa sus efectos, y sus resultados negativos deben observarse más allá de la destrucción material o de las pérdidas económicas, para tomar en cuenta las formas de interpretación que se expresan al respecto en el propio momento de despliegue del evento, así como las que intervendrán posteriormente. Estas circunstancias han jugado roles determinantes en la comprensión y en los análisis de los desastres (véase García Acosta, 2004; Altez, 2005 y 2006; Rodríguez y Audemard, 2003). De esta manera es posible advertir que una coyuntura desastrosa (siguiendo a Altez, Parra y Urdaneta, 2005), suma variables determinantes más allá de las condiciones materiales vulnerables o la potencialidad de las amenazas, para incluir en ello a la capacidad de intervenir en las fuentes de información, interpretación y análisis de cualquier evento, desde la forma en la que se produce esa información, hasta en el contenido y el sentido de sus interpretaciones. De allí que sea necesario, pues, comprender con extremo cuidado a todos los “datos” que surgen desde el momento del desastre, hasta los que se producen tiempo después. Desde esta perspectiva es posible entender, en consecuencia, que el problema sobre el número de muertes en 1999 sobrepasa la simple discusión en torno a las cifras estimadas, y plantea de suyo la necesidad de observar analíticamente toda la problemática al respecto, pues en ello se apreciará que la misma es un indicador indefectible de la carencia de herramientas, recursos y estrategias para la atención exitosa de un desastre de muertes masivas en el contexto venezolano. LAS CIFRAS DE LA DISCORDIA En medio de la confusión generada por el desastre, las declaraciones sobre muertes, desapariciones, desplazamientos, damnificados y reubicados, representaron un cruce de estimaciones sin base formal ni recursos estratégicos para calcular esas variables. Una muestra de ello puede apreciarse en la Tabla 1.

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Tabla 1. Relación de algunas de las declaraciones efectuadas por autoridades y medios de comunicación en torno al número de muertes (tomado y adaptado de Altez y Revet, 2005). Fecha

Fuente

16/12/99 El Universal, p.1

17/12/99 El Universal, p.4-17 17/12/99 El Universal 17/12/99 El Universal 19/12/99 El Universal, p.1 19/12/99 El Universal, p.1-3 20/12/99 El Universal 21/12/99 El Universal 22/12/99 El Universal, p.1-4 22/12/99 El Universal, p.1-4 24/12/99 El Universal, p.1-4 29/12/99 El Universal, p.1-11

Número de muertes

Responsable

25 en Vargas: 3 en Caruao, 3 en Macuto, 1 en Caraballeda, 6 en La Guaira, en Guanape: 8 (con el listado de los nombres), El Cojo: 3. “Incalculables.”

Manuel Santana, jefe de Planificación en Casos de Desastre del Cuerpo de Bomberos del Distrito Federal

Más de 100 100, en el estado Vargas 250 25.000

Defensa Civil Estimaciones de Defensa Civil, Gobernación del Distrito Federal Cifras de El Universal Lenin Marcano, Alcalde de La Guaira

337 10.000 30.000 sepultados

Cifras de El Universal Cifras de El Universal Ángel Rangel, Director de Defensa Civil

Defensa Civil

25 a 30.000. “Nunca vamos a saber el José Vicente Rangel número final”. 15.000 a 20.000 General Raúl Salazar, Ministro de la Defensa 50.000. “El saldo de victimas triplica George Weber, Cruz Roja Internacional las causadas por el huracán Mitch en Centro América.”

Si bien la cifra otorgada por la Cruz Roja no fue repetida (50.000 fallecidos), la mención a un número tan elevado representó un “tope factible”, partiendo de la fuente que lo estimaba. A partir de allí, señalar que se trató de decenas de miles nunca fue un exabrupto, sino un inexacto juego de aproximaciones (Ver Figuras 2 y 3).

Figura 2. Uno de los titulares de El Universal del 17 de diciembre de 1999.

Figura 3. Otro titular de El Universal, en este caso del 19 de diciembre.

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En paralelo a todo esto, algunos esfuerzos que realmente intentaron sistematizar los cálculos pasaron desapercibidos y terminaron, como muchos otros, en el anonimato burocrático de los informes oficiales que pocas veces han sido consultados o tomados en cuenta. Por ejemplo, en el informe presentado por el Jefe de la División General de Medicina Legal del entonces Cuerpo Técnico de la Policía Judicial (CTPJ, 2000), se hacía referencia a “un total de ochenta y cinco (85) cadáveres, quedando por identificar quince (15)”, para el caso de Caracas. Mientras que para el estado Vargas, se aseguraba que “hasta el 03 de julio del 2000, se han rescatado trescientos ochenta y dos (382) de la zona de la tragedia y setenta y nueve (79) en las playas del estado Falcón, quedando sin identificar un 58%.” Otro ejemplo de los intentos de sistematización de las cifras al respecto, lo supone el informe que en abril del año 2000 entregaba la entonces Dirección Nacional de Defensa Civil (2000), en el Resumen nacional de situaciones de emergencias causadas por lluvias, desde el mes de mayo 1999 hasta enero año 2000, donde aseguraba que las “personas con paradero desconocido” (tal como se solicitó desde el gobierno nacional que se identificara a los desaparecidos, según apunta el informe OPS, 2000), llegaban a 5.582. En el primero de los dos casos antes señalados debe notarse la clara diferencia con las estimaciones que se exhibieron a la luz pública. Ante ello, y del mismo modo, resulta contradictorio el hecho de que, mientras por un lado oficialmente se estaban realizando estos esfuerzos (apoyados en documentación, informes técnicos, estadísticas y actuaciones directas), por el otro las mismas autoridades realizaban declaraciones sobre cifras “incalculables”. La referencia a más de cinco mil desaparecidos, además, forma parte de la vorágine de confusión que en el momento supuso el trato a las fuentes de información sobre esas “personas con paradero desconocido”, pues las denuncias que se consignaron ante instituciones públicas o cuerpos policiales, se entremezclaban con las listas extraoficiales publicadas en Internet o con las asistencias informales a familiares que se disponían desde algunos medios de comunicación. Estos aspectos son indicadores de la falta de sistematicidad en el funcionamiento de los organismos públicos, así como de la ausencia de un protocolo con marco jurídico al respecto. No obstante, el informe inédito de la OPS, demuestra la atención que al respecto se desplegó, y sobre ello señala lo siguiente (2000: 172): Inmediatamente comenzó el proceso de revisar la normativa legal venezolana y las disposiciones de Amnistía Internacional y de las ONGs defensoras de los derechos humanos, que se habían aplicado anteriormente para el manejo de cadáveres, con motivo del fallido golpe de Estado del 27 de noviembre de 1992. La función principal de los jueces y fiscales del Ministerio Público fue vigilar y controlar que se cumplieran los acuerdos internacionales suscritos por Venezuela, sobre derechos humanos. De igual manera, que se cumpliera la normativa legal venezolana y que los métodos internacionales se ajustaran a la realidad del país. Se diseñaron unas normas mínimas para la identificación de cadáveres.

Luego de esto, las tareas de rescate, traslado e identificación de los cadáveres habrían de descansar en manos de varios organismos públicos, quienes debían actuar de manera combinada por encima de las circunstancias y del hecho de que no siempre resultó posible que esas actuaciones se llevaran a cabo con total formalidad. El levantamiento de los cuerpos se ejecutó con ayuda de la Policía Militar, funcionarios de otros cuerpos policiales, bomberos y la ayuda de cuerpos especializados en situaciones similares provenientes de México, Francia y República Dominicana. Fueron trasladados al hangar de PDVSA en el aeropuerto de Maiquetía, teniendo lugar allí los primeros pasos de la

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identificación. Posteriormente, se condujeron a la morgue de Bello Monte en la capital (véase el capítulo 8 del citado informe de la OPS). Si esas tareas se hubiesen llevado a cabo con la facilidad que esta descripción parece indicar, quizás no habrían existido los problemas que inevitablemente se sucedieron; pero es importante subrayar que lo enfrentado fue un desastre, y en ello se resume lo señalado desde un comienzo: la capacidad de respuestas de una sociedad se ve superada por el evento adverso. En este sentido, la disposición con la que algunos organismos públicos enfrentaron el caso, realmente fue distinta a su ejecución. Al momento del rescate, en pleno paroxismo del desastre, las labores de atención y asistencia a las personas se transformaron en un escenario de desorden y confusión. Mientras se intentaba evacuar la zona, miles de habitantes se marchaban a pie, mientras otros tantos intentaban llegar a la región por cualquier modo; al mismo tiempo, los inescrupulosos de siempre aprovecharon el desorden para perpetrar asaltos, saqueos y violaciones, enseñando con ello la pérdida de los referentes morales que sobreviene a toda catástrofe. Las labores de rescate, ejecutadas por aire, mar y tierra, coincidieron con las de evacuación y con la presencia militar que imponía el toque de queda, así como con el voluntariado formal y el espontáneo, quienes no siempre actuaron en coordinación con las autoridades. La llegada de los rescatados a los aeropuertos de Maiquetía, La Carlota y Valencia, se sumaba a la confusión existente en esos lugares predispuestos como bases estratégicas de asistencia a la emergencia, especialmente cuando se trataba de menores de edad, quienes no siempre contaron con familiares que les esperaran o con organismos responsables que les atendieran. En medio de todo esto, rescatar los cadáveres resultaba una tarea con pocas esperanzas de sistematización en la ejecución. Tal desconcierto se vivía en esos espacios como en la atención pública a la información. De esta manera, en un contexto de descoordinación, desorganización y falta de herramientas para soluciones exitosas, la mención a cifras de muertes y desaparecidos que oscilaran entre las decenas de miles, parecía un resultado natural. A ello debía sumarse el impacto que generaban las imágenes de la destrucción, las cuales eran inevitablemente asociadas a muertes masivas. Con todo ello, todavía en el presente los extremos de esas cifras se extienden entre las 15.000 y las 50.000 víctimas, dejando en claro que no solamente se trata de números elevados, sino de diferencias incoherentes e imprecisiones que se aproximan a la exageración. Entre tantas opiniones, señalar números que se distancien entre sí mismos por decenas de miles sólo demuestra que en ningún momento se establecieron cálculos formales, sino estimaciones irresponsables. SISTEMATIZACIÓN DE LA INFORMACIÓN SOBRE EL NÚMERO DE MUERTES El caso del número de muertes en el desastre de 1999 ya ha sido abordado en investigaciones anteriores (Altez y Revet, 2004 y 2005; Altez, 2007). En esta oportunidad, se presentará una síntesis de esos trabajos para enseñar los resultados obtenidos en las investigaciones al respecto, así como también se tomarán en cuenta los aportes del informe inédito de la OPS (2000), en donde se resumieron los trabajos que hasta la fecha habían sido realizados por las instituciones públicas dispuestas para el rescate e identificación de cadáveres. Otro informe inédito, el de SOCSAL (2004), dedica la atención a la problemática de los desplazados, reubicados y retornados, condensando en ello una gran cantidad de datos e información sobre el asunto. En esos trabajos fueron abordados todos los aspectos vinculados al trato con las personas afectadas por el desastre, esto es: víctimas fatales, desplazados, desaparecidos, reubicados y retornados, enseñando técnicas y metodologías formales que sistematizaron todas las fuentes sobre el asunto. Parte de todo esto será de utilidad en este segmento.

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Los mencionados trabajos de Altez y Revet (2004 y 2005), así como el de Altez (2007), tuvieron como objetivo el estimar más certeramente un probable número de fallecidos en el desastre de 1999. Allí se abordaron los archivos de las medicaturas forenses que actuaron durante y posteriormente al desastre, y se revisaron los registros de los cementerios en donde fueron enterrados los cuerpos reconocidos como víctimas de los aludes. También se llevaron a cabo entrevistas abiertas (indagaciones no sistematizadas que resultan de una aproximación cualitativa a la región), a familiares de las víctimas y a miembros de la Asociación de Familiares de Personas Extraviadas (agrupados de esta manera a partir de los hechos), al tiempo que se efectuaron aproximaciones etnográficas a las localidades y comunidades afectadas. La información obtenida a la vuelta de esta experiencia, se cruzó también con datos estadísticos de las poblaciones pertenecientes al estado Vargas, a fin de contrastar las cifras emitidas por las autoridades. Esta relación demográfica resultó, posteriormente, un argumento determinante para los razonamientos sobre el caso. En el entendido de que las actuaciones en el rescate de los cadáveres fueron efectuadas por equipos conformados por autoridades nacionales (forenses, militares, fiscales públicos, cuerpos policiales) y expertos de la ayuda internacional, se estima como cierto que en cada una de estas actuaciones se elaboraron protocolos de casos para ordenar el levantamiento de los cuerpos (OPS, 2000, lo asegura de esa manera también y ofrece en anexo los formularios que fueron utilizados). Con base en estos protocolos, que descansan hoy en los archivos de las medicaturas, muchos de los cuerpos pudieron ser identificados. En las medicaturas también se encuentran las denuncias de desaparecidos, las cuales no solamente fueron formuladas ante estas instancias, sino que del mismo modo fueron elevadas ante entidades públicas y comisiones destacadas especialmente para ello. La información sobre los desaparecidos también resultó útil, toda vez que fue contrastada con los datos de los cuerpos no identificados. En ese sentido, los protocolos, las denuncias de los desaparecidos, las estadísticas de la población, las cifras declaradas sobre posible número de muertes, los registros de los cementerios y las entrevistas a familiares de víctimas y residentes de la región, se convirtieron en bases de datos para esas investigaciones. De este análisis de la información, se toman en consideración los resultados obtenidos al respecto. Según las proyecciones estadísticas realizadas por la OCEI (1997), hacia diciembre de 1999 en todo el estado Vargas residían 308.303 personas. Este estado consta de ocho parroquias o subdivisiones administrativas; tres de ellas (Macuto, Caraballeda y Naiguatá) resultaron las más afectadas por los aludes, mientras el resto sólo recibió embates menos destructores. Este aspecto debe tomarse en cuenta para comprender buena parte de las interpretaciones sobre los efectos del desastre en la región. Generalmente se hace mención al estado Vargas como el protagonista de los sucesos del evento; sin embargo, la destrucción no fue la misma en todo el estado. Las parroquias más afectadas señaladas anteriormente, presentan impactos mayores y más significativos que las demás. No resultó lo mismo en la parroquia Caruao que en Macuto, por ejemplo, así como la comparación entre Catia La Mar y Caraballeda conduce a la misma conclusión. Por consiguiente, esta precisión contribuye a afinar la perspectiva sobre el caso y comprender que esas diferencias resultan igualmente significativas en la afección sobre la población. Siguiendo esta lógica, resulta pertinente atender la relación de habitantes entre esas parroquias, lo cual permitirá, posteriormente, analizar las cifras vinculadas a los desplazamientos, las reubicaciones y el número de muertes. En este caso, la investigación desarrollada por SOCSAL (2004) aporta

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información ya procesada y sistematizada sobre las relaciones poblacionales, pues sus objetivos se concentraron en el estudio de los desplazados, precisamente. Entre las tres localidades mencionadas sumaban, hacia 1999, 67.758 habitantes: Macuto, 13.926; Caraballeda, 35.481; y Naiguatá, 18.451. Las estadísticas realizadas hacia finales del año 2000 (OCEI, 2000), enseñan la consecuente variación en la relación de habitantes a raíz del impacto del desastre. El total de habitantes del estado era de 230.566; Macuto contaba con 8.521 personas; Caraballeda, 12.121; y Naiguatá, 11.246. La diferencia es significativa y a simple vista, si se siguen las declaraciones sobre las muertes y los desaparecidos, seguramente se asoma el error de achacar a ello tal diferencia; es decir, la resta simple entre las proyecciones de 1999 y el censo del 2000, suele confundirse con las muertes o las desapariciones. La Tabla 2 enseña las cifras antes señaladas. Tabla 2. Relación de habitantes en las parroquias más afectadas y sus diferencias entre 1999 y el año 2000, según estimaciones y estadísticas oficiales. (Tomado y adaptado de SOCSAL, 2004). Entidad. Parroquia Macuto Parroquia Caraballeda Parroquia Naiguatá Totales

Población estimada para el año 1999. 13.926 35.481 18.451 67.858

Población censada en el año 2000. 8.521 12.121 11.246 31.888

Diferencia simple 5.405 23.360 7.205 35.970

Partiendo del hecho de que estas tres poblaciones fueron las más afectadas, y al apreciar que la suma de sus habitantes hacia el año 1999 no superaba las setenta mil personas (67.858), parece temerario asegurar que 50.000 fallecidos hubiese sido el número final de víctimas fatales. De haber ocurrido de esta manera, el estado Vargas se habría visto afectado en un 16% de su población total y estas localidades deberían haber asistido a la desaparición de casi todos sus residentes. Esto, ciertamente, no sucedió así. Es decir, que la diferencia simple entre los habitantes de 1999 y los del año 2000 (35.970 personas), no debe significar su desaparición o su muerte, y si tal cosa hubiese sido cierta, entonces la próxima relación de totales poblacionales no indicaría los resultados que han de enseñarse. En efecto, cuando se cruzan las cifras de los reubicados por el gobierno nacional (según el Fondo Único Social, FUS, 2002), se aprecia que esa diferencia en los totales nada tiene que ver con fallecimientos. Y si estos totales se relacionan con los censos, entonces las cosas comienzan a quedar más claras. Según el FUS, el total de familias “ubicadas en núcleos de desarrollo local” fue de 12.531; si esta cifra se multiplica por 5 (promedio de miembros por familia hacia 1999, según la OCEI), se obtiene un total de 62.655 personas reubicadas (como mínimo). Esto aproxima a números más reales a las diferencias obtenidas entre las proyecciones de 1999 y el censo del año 2000, como se aprecia en la Tabla 3. Tabla 3. Relación entre los totales poblacionales del estado Vargas presentados por estadísticas oficiales y las diferencias entre esos totales luego del desastre, con base en el número de familias reubicadas. Población estimada para el año 1999.

Población censada en el año 2000.

Diferencia simple

308.303

230.566

77.737

Número estimado de personas reubicadas luego del desastre. 62.655

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Con estas cifras, evidentemente, es posible concluir sin lugar a dudas que las estimaciones que rondan los 50.000 fallecidos son exageradas. Del mismo modo, las que presumen decenas de miles, también, pues suponer que la simple resta entre las personas reubicadas y la diferencia de habitantes calculada entre los residentes de 1999 y los censados en el 2000 (15.082 personas) habría de ser el estimado de víctimas fatales de la tragedia, es otro error, ya que (en primer lugar) no todos los habitantes del estado Vargas fueron asistidos por el gobierno en la política de reubicación de familias, ni todos los habitantes de la región fueron censados. De esta manera, este número, o bien un aproximado, tampoco resulta un indicador fiable ni un estimado pertinente. En segundo lugar, debe entenderse que la diferencia entre la población calculada para 1999 y la censada en el año 2000 (77.737 personas), supone el total probable de personas afectadas directamente por el desastre; esto es: desplazados, reubicados y fallecidos. De entre esos totales, 62.655 deben ser considerados como desplazados censados oficialmente. Sin embargo, no todos los desplazados se convirtieron en reubicados, de manera que debe tomarse en cuenta que fuera de esta cifra (es decir, entre las 15.802 personas que hacen la diferencia entre reubicados y ambos censos), se encuentra también a un número significativo de habitantes que resolvieron su desplazamiento por iniciativa propia, lo cual habría de reducir aún más la probabilidad de fallecidos dentro de ese número. Y es por ello que la diferencia entre el total de personas afectadas directamente (77.737), es mayor a la censada por reubicación (62.655). La no coincidencia con la cifra de reubicados a nivel nacional es un resultado obvio: debe haber más desplazados que reubicados, puesto que no todos corrieron con la misma suerte ni tomaron las mismas decisiones. Para contribuir a aclarar la relación entre la población desplazada, la reubicada y lo que ello pueda colaborar a comprender la problemática vinculada al número de muertes, se ofrecen a continuación más datos sobre los efectos en los habitantes de la región y de las parroquias más impactadas. Se observará en la Tabla 3 que el porcentaje total de la población directamente afectada en las parroquias señaladas es del 28.9%, sobre la suma de la población en las parroquias de mayor concentración de población (270.014 habitantes). Luego, en la Tabla 4, se observará el porcentaje de esa misma población por residencia dentro de las tres parroquias señaladas, con el objeto de comprender los alcances de la magnitud de la tragedia. En cualquiera de las dos relaciones, se estima que ese total de personas directamente afectadas, ya no pertenece a un improbable total de fallecidos, sino que forma parte de una significativa mayoría de personas desplazadas (los reubicados por la acción del gobierno y los que resolvieron por su propia cuenta). Al atender estas relaciones con detalle, las cifras de las decenas de miles de muertes van ocupando un lugar cada vez más imaginario y menos real, al tiempo que es posible entender que todas esas estimaciones iniciales se corresponden con apreciaciones producto del impacto que causaron las escenas de destrucción, y no con cálculos provenientes de la sistematización de la información.

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Tabla 3. Cifras probables de población desplazada (por parroquias de mayor densidad poblacional). Parroquias

Caraballeda

35.481

Población confirmada por el Censo en el año 2000 12.121

Macuto

13.926

8.521

5.405

38.9 %

Naiguatá

18.451

11.246

7.205

39.0 %

La Guaira

25.367

15.518

9.849

38.9 %

Catia la Mar

117.741

89.348

28.393

24.1 %

Maiquetía

59.048

55.109

3.939

6.7 %

270.014

191.863

78.151

28.9 %

Total

Población para 1999

Total desplazados (Población 1999 – Población Censo 2000) 23.360

Porcentaje

65.9 %

Tabla 4. Población desplazada por residencia (parroquias más afectadas). Parroquia

Total viviendas (Censo 2000, incluye todas las viviendas) 17.458

Total desplazados 23.360

Promedio de desplazados por vivienda 1.3

Macuto

5.944

5.405

0.9

Naiguatá

6.739

7.205

1.0

Total

30.141

35.970

1.2

Caraballeda

Si las cifras de desplazados probables reflejaran en algo el número de muertes, entonces al menos un habitante por vivienda habría fallecido en esos lugares; pero suponer tal cosa es impertinente. Por el contrario, estas cifras contribuyen a entender que no es posible suponer una cantidad de víctimas fatales a la par del número de desplazados, pues de haber sido de esta manera, entonces el 30% de la población de todo el estado Vargas, aproximadamente, habría perdido la vida. Para acompañar a estos cálculos, se anexa el cuadro publicado en el informe de OPS (2000), tomado del informe que la Dirección Nacional de Defensa Civil había elaborado hacia abril del año 2000, donde se aprecia que, sin señalar un estimado sobre el número de muertes, se proporcionan relaciones importantes sobre los totales poblacionales y las llamadas “personas con paradero desconocido”, dentro de las cuales se podrían incluir a los desaparecidos y los fallecidos. Este cuadro se preproduce aquí como Tabla 5. Tabla 5. Relación de la población afectada por el desastre de 1999 en el estado Vargas, resaltando las personas con paradero desconocido (Tomado de OPS, 2000). Parroquias Naiguatá Caraballeda Macuto La Guaira – Maiquetía Catia La Mar- Occidente Total

Población estimada 20.406 42.050 27.751 105.745 142.540 338.492

Con paradero desconocido 2.494 1.180 695 565 648 5.582

Sobrevivientes 17.912 40.870 27.056 105.180 141.892 332.910

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Estas relaciones elaboradas por Defensa Civil no aclaran la situación de las personas con “paradero desconocido”, ni les otorga un status jurídico (la solicitud por parte del Ministerio Público sobre esta denominación, tiene como motivo el no afirmar la existencia de “desaparecidos” bajo ninguna circunstancia). Más aún, no explica el origen de tal situación y tampoco afirma o niega que se traten de fallecidos. Esto conduce a tres razonamientos inmediatos: en primer lugar, que esta estimación de personas con paradero desconocido supone un número significativamente inferior a las estimaciones de decenas de miles de muertes ofrecidas por las declaraciones citadas anteriormente; en segundo lugar, que esa cifra no sólo podría estar representando a los fallecimientos, sino también a las desapariciones, de manera que el probable número de muertes sería aún menor a ese total; y, por último, que ante esta severa discrepancia con las cifras iniciales, la búsqueda de un número más preciso sobre el total probable de víctimas fatales, conduce a investigar en otras fuentes. Y esto fue lo que realizaron las citadas investigaciones de Altez y Revet (2004 y 2005) y Altez (2007). A partir de todas las cifras antes referidas y de la duda razonable acerca del número de muertes, los mencionados trabajos condujeron sus estrategias de investigación hacia los archivos de las Medicaturas Forenses de Caracas y La Guaira (esta última recomenzó a laborar de manera operativa a partir de los últimos meses del año 2000). En la Medicatura de Caracas se encontró la mayor información relacionada con la actuación del personal destacado para el levantamiento de cadáveres. Parte de la investigación se concentró en sistematizar los protocolos, clasificando la información obtenida en dos grandes grupos (recogidos en listas que nunca fueron publicadas): restos hallados (identificados y no identificados), y desaparecidos (casos sin resolver denunciados por familiares, con la denuncia sostenida hasta por dos años o más). OPS (2000) asegura que en el proceso de identificación de los cuerpos hallados, se desplegó un operativo para facilitar el reconocimiento de los familiares. Esto se llevó a cabo según se aprecia en la Figura 4 (publicada en la página 177 del citado informe), donde se observan las fotos de los cadáveres, las cuales se colocaron tanto en la medicatura como en el Cementerio General del Sur. Las fotos fueron exhibidas durante dos o tres días. Dos detalles importantes destacan al respecto: por un lado, en las investigaciones citadas no fue posible hallar entre los funcionarios de la Medicatura de Caracas ninguna memoria al respecto; por el otro, en las entrevistas a familiares de desaparecidos, se denunció que la exposición de las fotografías fue desmantelada en breve tiempo y que la mayoría de ellos jamás pudo revisarla. Las fotografías se encuentran al presente en la propia medicatura, algunas de ellas anexadas a los protocolos y otras archivadas por separado.

Figura 4. Imagen reproducida del informe de OPS (2000) donde se muestra la exhibición de fotografías destinadas al reconocimiento por parte de familiares de los cadáveres hallados en el desastre de 1999. En un detalle de la fotografía se aprecia la fecha en la que fue tomada: 24 de febrero del año 2000.

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De la búsqueda en las medicaturas, más las entrevistas a familiares, hasta el hallazgo del último resto, se obtuvieron los resultados que se enseñan en la Tabla 6. Es importante señalar que en esas investigaciones fue hallada la lista elaborada por el informe del CTPJ (2000), en el cual se notificaba el rescate de 382 cuerpos. Entre la fecha de esa lista y el proceso de investigación llevado a cabo por Altez y Revet, fueron rescatados otros 139 cuerpos. Tabla 6. Resultados totales de la sistematización de la información hallada en las Medicaturas Forenses. Restos hallados Identificados No identificados Desaparecidos

521 231 290 331

La información hallada en esos archivos no sólo incrementó la lista original, sino que también la enriqueció, organizando los datos de la siguiente manera: por Nº correlativo (correspondiente a la cantidad de casos); Nº del protocolo; fecha de estudio; nombre de la víctima (en caso de conocerse); edad (estimada o verificada); sexo; causa de muerte (si fue posible determinarse); procedencia del cadáver; sitio de entierro. Esto permitió conocer con más detalles la situación y organizar la información existente (generalmente dispersa entre otros casos en la propia medicatura). Por ejemplo, los estudios reflejados en los protocolos fueron organizados por “causas de muertes”, incluyendo aquellos en los que no se encontraron estudios al respecto. La tabla 7 enseña ese trabajo, y fue publicada en el estudio de Altez (2007). Tabla 7. Totales de causas de muerte halladas en los protocolos de las Medicaturas Forenses. Causas de muerte No especificada Politraumatismos por tapiamiento Politraumatismos Accidente vásculo-cerebral Asfixia mecánica Infarto Insuficiencia respiratoria Traumatismo cráneo-encefálico severo Falla multiorgánica/shock séptico Cardiopatía dilatada Hemorragia digestiva superior/várices esofágicas Sin estudio

Totales 327 111 15 1 39 7 2 2 2 1 2 12

Estos datos presentados en las Tablas 6 y 7, fueron complementados con recursos cualitativos y empíricos puestos en práctica por la investigación de Altez (2007): entrevistas abiertas y de profundidad, y visitas a los cementerios donde han sido enterradas las víctimas del desastre (Cementerio General del Sur, en Caracas, y Cementerio La esperanza, estado Vargas). Tanto en las entrevistas como en las visitas a los cementerios, la investigación de Altez concluyó que las cifras de decenas de miles de muertes resultaban “incoherentes”.

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La experiencia de las entrevistas fue fundamental en esa conclusión, pues al preguntar a los habitantes de las zonas más afectadas por el número de muertes entre sus seres queridos o en su lugar de residencia, las respuestas resultaron mucho más correspondientes con los resultados hallados en las morgues que con la suposición de las decenas de miles de fallecidos. Las preguntas realizadas fueron tres, básicamente: 1) “¿Cuántas personas fallecieron en su grupo familiar?”; 2) “¿Cuántas personas fallecieron en su zona de residencia?”; y 3) “¿Cuántas personas cree que fallecieron en el desastre?” Ante la primera y segunda preguntas, las respuestas mayoritarias fueron negativas (no hubo muertes entre sus familiares o vecinos), o bien reducidas al número de personas que fallecieron en el círculo inmediato del interrogado, lo cual luce absolutamente coherente con las cifras halladas en esa investigación. No obstante, ante la tercera pregunta, las respuestas oscilaban entre 15.000 y 25.000 víctimas, con lo cual se corrobora el peso de los discursos oficiales del poder y de los medios de comunicación. De la mano de ambas plataformas discursivas (no siempre compartiendo los mismos objetivos), se construyó la representación social de un elevado número de víctimas con la tragedia de 1999. Se ha asumido que el evento de aquel diciembre sepultó decenas de miles de personas, aunque ese número jamás haya sido comprobado ni forme parte de las vivencias de las víctimas. La sistematización de la información hallada permite asegurar que la sumatoria simple de restos hallados (521, identificados + no identificados) y desaparecidos (331), supone un total de 852 personas fallecidas. No obstante, resulta llamativamente significativo el hecho de que el número de cuerpos no identificados (290), sea menor al de los desaparecidos, lo cual permite suponer que en la cifra de los desaparecidos esté incluida una buena parte de los restos no identificados. Si esto es así, entonces puede concluirse que el total de muertes en el desastre de 1999 no supera las 700 personas… Algo muy distante a las decenas de miles con las que las autoridades y los medios de comunicación lograron construir un escenario fatal que simplemente contribuyó a satisfacer intereses económicos y de poder. Tabla 8. Relación de lo hallado en los archivos de las medicaturas, en las entrevistas abiertas y en la información de los cementerios para determinar la probabilidad no estadística de muertes en el desastre de Vargas en diciembre de 1999. Restos hallados (identificados + no identificados) + desaparecidos 521 ( 231 + 290 ) + 331 Probabilidad no estadística de muertes

Sumatoria simple 852 ± 700

Queda para la discusión, o bien para la especulación, el hecho de que pudiesen existir cientos de cuerpos sepultados que jamás serán hallados, o bien otros tantos que fueron arrastrados por el mar sin destino conocido. Ante la primera suposición, es importante precisar que si bien los aludes torrenciales son calificados como “desastres de impacto súbito” (véase García Acosta, 1996), debe tomarse en cuenta que la velocidad con la que el alud alcanza su expresión paroxismal puede tardar varias horas, las cuales son suficientes como para que las personas observen el proceso de crecimiento del cauce, desbordamiento, arrastre de sólidos, y la conformación final del flujo más denso de detritos capaz de trasladar bloques de alto tonelaje. Este proceso alertó y condujo a muchas personas a buscar refugio; en el caso de muchas otras que escogieron esperar en sus casas o intentar escapar hacia la zona de gobierno del abanico aluvial, la suerte corrida no fue la misma. En este sentido, los sepultados que no han sido hallados se reducen a un número no significativo, toda vez que, además, el proceso de remoción de escombros no ha dado mayores testimonios al respecto. Sobre el asunto, Altez y Revet (2005: 27), señalaron lo siguiente:

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…[para creer que decenas de miles permanecen enterrados bajo los escombros] habría que dar crédito a la suposición que afirma que la mayoría de las muertes no fueron tratadas por los organismos oficiales (lo que supone que los familiares y dolientes se habrían desinteresado en el caso). La lenta pero continua remoción de escombros hasta el presente atestigua lo contrario: no se han hallado tantos cadáveres como para estar convencidos de ello. Puede sugerirse que de hallarlos los ignorarían, pero los datos de las morgues señalan que los restos hallados en los últimos años (apenas unas cinco decenas entre el año 2000 y el 2004, fecha del último hallazgo), fueron denunciados rápidamente.

El último hallazgo al que la cita hace referencia corresponde a noviembre de 2004, cuando se rescató una osamenta trasladada a la Medicatura Forense de Maiquetía, en el momento en que maquinaria militar despejaba la zona de Carmen de Uria para impedir el desarrollo de nuevas viviendas (ese rescate fue llevado a cabo dentro del propio proceso de esa investigación). Estos restos fueron enterrados el 7 de diciembre de 2004 en la Terraza K, parcela 0336, bóveda superior, Cementerio Municipal La Esperanza, vía a Carayaca, estado Vargas. Por otro lado, los cuerpos arrastrados por la corriente del mar (que corre Este-Oeste), fueron rescatados en su mayoría, y cuesta mucho creer que miles de ellos jamás salieron a la superficie o desaparecieron en las profundidades del océano. En la lista de cuerpos hallados que se elaboró en las mencionadas investigaciones, los cadáveres rescatados en las costas occidentales del país apenas alcanzan a 79 (lo cual coincide, además, con el citado informe del CTPJ, 2000). Para cerrar la discusión, parece coherente suponer que es muy factible que existan otros cuerpos no rescatados, pero no puede afirmarse que su número sea tan significativo como para alterar los resultados de las investigaciones. En todo caso, ese número no ha de ser superior a los resultados hallados, ni mayor a las denuncias de los desaparecidos. De manera que si se razona con cuidado, la estimación de ± 700 resulta pertinente y acertada. CONCLUSIONES: LO QUE PUEDE APRENDERSE DE UN DESASTRE DE MUERTES MASIVAS Luego de revisar con atención las cifras que se discuten en la investigaciones referidas, queda claro que las alusiones a decenas de miles de fallecidos se pierden en su propia exageración. Sin embargo, tal suposición fue tan eficaz que condujo de inmediato a pensar en aquel evento como un desastre de muertes masivas, y la imagen al respecto ha gobernado el recuerdo sobre el asunto. A la vuelta de comprender que no fueron miles las víctimas fatales, quizás se asome la presunción de que entonces no fue así, es decir: que apenas fue, en consecuencia, un “evento menor”. Esto también es un error; el desastre de 1999 en el litoral central fue una “tragedia” (como lo señala Revet, 2007, cuando describe el nombre que las comunidades le han otorgado al hecho), y sus dimensiones trascienden cualquier estimación sobre el número de muertes. Antes bien, cientos de fallecidos son, igualmente, un número significativo que no le resta la condición de “masivas” a las muertes de aquel diciembre. Se trató, pues, de un desastre de muertes masivas sin que la cifra de víctimas sea determinante para esa calificación. Asimismo, ha de asumirse como una lección aprendida el hecho de que no debe utilizarse el número de muertes como una escala para medir los impactos de los desastres. Esto supone la utilización a conveniencia de tal cosa, pues la atención sobre el asunto no resulta ser la misma si el desastre no provoca “muchas” víctimas. El aprovechamiento de la mención a miles de fallecidos puede observarse en diversos planos. Por un lado, el impacto que genera un elevado número de fallecidos,

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implica la inmediata asistencia de los organismos internacionales, los cuales no sólo responden con “ayuda humanitaria” inmediata, sino que contribuyen a la obtención de “ayuda técnica, material y financiera”, y tal cosa genera ingresos a varios intereses involucrados al respecto. El financiamiento de la reconstrucción y de la asistencia social, siempre apoyado por créditos y donaciones nacionales y extranjeros, fue manejado discrecionalmente por las instituciones de turno, quienes jamás repararon en responder certeramente ante la demanda sobre el número de muertes. Quizás en la suposición de que al hacerlo perderían la atención internacional, y con ello el acceso a las divisas que generaban esos financiamientos. Altez y Revet (2005: 34) hacen mención a ello: La relación material desastre-ayuda, y su correspondiente mayor desastre-mayor ayuda, se presenta, entonces, como uno de los resultados más claros y obvios que cualquier catástrofe supone. Un número de muertes alto, estaría seguramente acompañado de un alto beneficio en la ayuda internacional, aún cuando ese número no sea real sino más bien sobreestimado.

Por otro lado, esa misma explotación discursiva sobre un elevado número de muertes no sólo fue aprovechada por las instituciones públicas o los intereses políticos de turno, sino también por los intereses de los medios de comunicación, los cuales sacaron partido a la situación con titulares y sensacionalismos que hicieron girar los rotativos por meses, así como con el morboso atractivo de las imágenes en la pantalla. Por ejemplo, el documental que ha proyectado Discovery Channel sobre el caso (y que repite eventualmente), señala con absoluto desparpajo que allí murieron más de 30.000 personas. El rol histórico de todo esto contribuyó a la solidificación de imaginarios en torno a la idea de las decenas de miles de muertes. En pocos y excluidos casos la atención fue crítica o pedagógica, concentrando sus esfuerzos con relación a los ratings o las ediciones especiales. Paradójicamente, el “efecto miles de muertes” puede resultar positivo para las comunidades afectadas e, inclusive, para otras en similar situación de riesgo, pues la representación elaborada a partir de la convicción sobre los 15.000, 30.000 ó 50.000 fallecidos, estimula la percepción de ese riesgo constituida en situación de alerta o prevención. También, la inclusión de un referente históricamente significativo (“el mayor desastre de todos”, “la tragedia”), sólo construido como tal a partir de un elevado número de víctimas, podría contribuir favorablemente a la solidificación de la memoria sobre los riesgos y los desastres en la región. Otro aspecto que se ve intervenido por la calidad de la información producida en medio de un contexto convulso por un desastre, tiene que ver con la mirada analítica de la ciencia que se da a la tarea de interpretar los eventos utilizando, precisamente, la información surgida en esas coyunturas tal como si se tratase de testimonios fiables. Muchas de las investigaciones sobre catástrofes del pasado parten de lecturas poco críticas de las fuentes, asignando intensidades o razonando sobre efectos sin tomar en cuenta las condiciones de origen de esos discursos. El ejemplo del desastre de 1999 deja en claro que antes de aceptar la información producida desde las coyunturas desastrosas, resulta pertinente analizar la propia coyuntura para comprender cuál es, realmente, el contenido de esa información, evitando así la elaboración de datos o a la evaluación equívoca de los impactos y efectos del evento. En otros estudios se ha advertido esta circunstancia (véanse los trabajos de Rodríguez y Audemard, 2003; Altez, 2005 y 2006; Altez y Laffaille, 2006), pues ha sido evidente que muchos desastres del pasado se han sobreestimado, a la vuelta de “medirlos” desde las abultadas cifras de fallecimientos estimadas por apreciaciones generadas en medio del paroxismo característico del momento. La “tragedia” de 1999 dejó en claro que la calificación de “muertes masivas” distorsiona las apreciaciones de los efectos propios de un desastre sobre los procesos sociales. La atención que sugiere

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un elevado número de muertes (ya en lo que esto implica técnicamente, como en lo que supone afectivamente), otorga una gran nubosidad sobre la coyuntura, especialmente si no se ponen en práctica los recursos formales y efectivos para atender le asunto. La confusión sobre la cuestión que se generó desde el propio 15 de diciembre y en los meses posteriores, da cuenta de la falta de herramientas que para el caso y en ese momento poseía la sociedad venezolana. Además, lo que agravó la circunstancia fue la falta de voluntad al respecto, que condujo a la desconsideración absoluta sobre la necesidad de aclarar la situación del número de muertes y la condición de las “personas con paradero desconocido”, que finalmente han de tener el status de desaparecidos, a pesar de la intención oficial de desprenderse de esa responsabilidad. Luego de comprender estos aspectos, característicos de una sociedad no preparada para enfrentar un desastre de esas proporciones, resulta pertinente atender otros ejemplos (posteriores al caso Vargas 1999), que se dieron a la tarea de elaborar recursos técnicos y metodológicos para dar respuestas efectivas ante las muertes masivas. Esta misma atención condujo a la OPS, a la vuelta de ejemplos como el venezolano, a publicar su manual titulado Manejo de cadáveres en situaciones de desastre (2004), y un par de años después a desplegar una “guía práctica” sobre el asunto (2006), tomando como ejemplos al tsunami asiático y al huracán Katrina. En estas publicaciones se ha insistido en el “rol crítico para normar y conducir” (OPS, 2004) el trato a los cadáveres por parte de las autoridades competentes, pues el mismo “tiene un efecto profundo y duradero en la salud mental de los sobrevivientes y de las comunidades” (OPS-OMS-CICR, 2006). Estas afirmaciones demuestran que la no aplicación de estrategias que atiendan efectivamente los casos de muertes masivas, producen resultados negativos en todos los niveles de la sociedad, especialmente en las comunidades más afectadas por ello. No obstante, a pesar de la existencia de estos manuales, la aplicación de las técnicas y métodos al respecto no depende de su puesta en práctica luego de la irrupción del desastre, sino de la importancia de contar con estos recursos como planes preventivos. Del mismo modo, y especialmente a raíz del impacto causado por el desastre del sur asiático en diciembre de 2004, una serie de estrategias desplegadas por médicos forenses comenzaría a ofrecer herramientas para prestar soluciones a estos problemas. Buena parte de estas soluciones tienen que ver con la problemática de los enterramientos masivos, pues además de ser un verdadero conflicto moral, supone una tarea que debe atenderse con técnicas peculiarmente predispuestas. Cuando ante las miles de muertes en los países del sur asiático se resolvió cremar en piras a los cuerpos o bien enterrarlos en fosas comunes sin ningún tratamiento previo, los forenses pusieron en práctica técnicas especiales que dan soluciones al caso. En efecto, Morgan et al. (2006), señalan que entre los problemas resultantes de fallecimientos numerosos, destacan los siguientes: ausencia de sitios (predestinados al respecto) apropiados para los enterramientos masivos; falta de técnicas para la identificación de cadáveres a mediano plazo; inexistencia de marcos jurídicos que atiendan la problemática; y la carencia de herramientas que sistematicen la información sobre el número de muertes en forma de respuesta rápida. Todos estos aspectos se observaron como consecuencia del desastre de 1999 en el estado Vargas, a pesar de lo señalado en el informe de OPS (2000). Perera (2005) y Morgan et al. (2006), propusieron estrategias que resuelven esta problemática, a través del despliegue de técnicas y metodologías que podrían atender la situación. Siendo el rescate de los cuerpos y su identificación los objetivos más importantes, los mismos deben desplegarse con recursos humanos y materiales especialmente predispuestos para el caso. En diciembre de 1999, estos

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recursos fueron reunidos con la misma emergencia que la situación imponía, pero sin la preparación previa. Los resultados de esos esfuerzos, recogidos en este trabajo y en las investigaciones citadas anteriormente, nunca cumplieron el cometido original: dar respuestas efectivas a la situación y a los familiares de los fallecidos y desparecidos. Como recurso preventivo, los autores citados sugieren contar con equipos que puedan refrigerar los cuerpos mientras se atienden, para evitar la rápida descomposición de los mismos. No debe olvidarse que en el caso del sur asiático, las muertes se elevaron fácilmente por encima de las decenas de miles, lo cual dificultó la atención de los expertos, pues se trataba de un número difícil de manejar (en algunos casos se recurrió a la utilización de hielo seco). Asimismo, los cadáveres deben estar acompañados de la información suministrada por los forenses y por la recolectada en el proceso de su levantamiento, para que más tarde todo ello contribuya a su identificación definitiva. Luego de esto, y contando con la información ya sistematizada y disponible públicamente, se procede a los “enterramientos masivos” (mass burials grounds), en localidades previamente seleccionadas al efecto, de manera que ello facilite el tratamiento a los cadáveres y la accesibilidad posterior para la posible identificación a manos de familiares o dolientes, a través de la exhumación. Uno de los aspectos más delicados de esta propuesta descansa en el problema ético y moral que supone la idea de una “fosa común” para numerosos cadáveres. La representación más característica de los enterramientos masivos es, precisamente, la imagen negativa de la fosa común, pues ésta se asocia con recuerdos dramáticos de las guerras mundiales, o bien con el trato inhumano y la supresión de todos los derechos que se producen en las dictaduras. No obstante, los mass burials grounds a los que hacen referencia los autores citados, deben ser el resultado de una perspectiva especialmente opuesta a estas representaciones, pues en realidad se origina desde la consideración a las víctimas y desde el respeto al derecho que todo doliente posee de hallar a su ser querido. La carga moral negativa que surge de la idea de una fosa común, resulta comprensible si se atiende la representación que de ello se tiene; sin embargo, en este caso se hace énfasis en las necesidades que sobrevienen a las muertes masivas por desastres, y el trato que merecen las víctimas (mortales y sobrevivientes) a tales casos. Esto implica un despliegue técnico y metodológico que se apoya en recursos médicos, forenses, antropológicos y legales, para solventar crisis que por lo general superan las capacidades de respuestas de las sociedades afectadas. Ciertamente, esta propuesta requiere, en especial, de gobiernos organizados y responsables, así como de sociedades preparadas para responder acertadamente ante amenazas que puedan causar muertes masivas. En el caso del desastre de Vargas en 1999, es importante señalar que se contó (tal como ya se observó), con la designación de comisiones oficiales para el levantamiento de los cadáveres, así como con la identificación primaria de los cuerpos a manos de los forenses; no obstante, la información nunca se hizo pública (y cuando se convocó a la identificación de las fotografías de los restos hallados, el tiempo fue tan breve que muchos familiares jamás se enteraron del asunto); la sistematización de los datos no se homologó con el objeto de cruzar información; se solaparon esfuerzos (entre las distintas instituciones que asistieron la emergencia); se confundió a la opinión pública con discursos desinformados e interesados solamente en los escenarios políticos; se llevaron a cabo enterramientos sin regularizar la información; y, finalmente, nunca se dio un trato realmente interesado al caso de los desaparecidos, contribuyendo con ello a la confusión general. Uno de los aspectos que suman problemáticas y trastornos a estos casos, se observa, precisamente, en la compleja figura de los desaparecidos, puesto que siempre son tomados como

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“posibles muertes”, al tiempo que la atención que estas situaciones reciben usualmente no cuentan con recursos sistemáticos que den respuestas eficaces, o bien que separen a ambas instancias y les traten como casos distintos. De hecho, en las entrevistas realizadas a la Asociación de Familiares de Personas Extraviadas, fue posible detectar el trato confuso y superficial por parte de autoridades policiales e instituciones públicas al caso de los desaparecidos. Una buena parte de estos casos representaban la búsqueda de niñas, niños y adolescentes cuyos padres o representantes aseguraban que se encontraban aún vivos, pues ellos y varios testigos daban por cierto que fueron rescatados con vida por helicópteros del ejército nacional en el área de desastre, o bien separados de sus familiares en medio de las labores de asistencia y emergencia, las cuales también evidenciaron la inmensa confusión y falta de preparación al respecto. De las 331 denuncias de desaparecidos, 120 pertenecen a menores de 18 años (se cuentan sólo los que para la fecha tenían hasta 17 años inclusive), y entre ellas se encuentran 20 casos bajo sospecha de vida; es decir, veinte de los menores de la lista de desaparecidos cuentan con pruebas de vida (débiles o sustentables), recogidas por sus familiares y entregadas a las autoridades competentes, las cuales no pasaron de ser registradas en expedientes que jamás contaron con la debida prosecución. Más conmovedor resulta el testimonio directo de algunos padres que relatan cómo vieron por última vez a sus hijos cuando fueron rescatados por helicópteros frente a sus ojos, mientras ellos mismos ayudaron a que los chicos se subiesen; o bien otros casos donde los familiares cuentan cómo sus menores desaparecieron en los aeropuertos de Maiquetía, Valencia o La Carlota, justo cuando los helicópteros descargaban a los rescatados, o en medio del caos en el que estaban envueltos esos aeropuertos ante la llegada de las personas trasladadas desde los lugares del desastre. Toda esta problemática cobró protagonismo en el desastre, no como una consecuencia, sino como parte estructurante del mismo. El caso del desastre del estado Vargas en diciembre de 1999, representa un ejemplo claro de la problemática que se desprende de la ausencia de técnicas, métodos y preparación para el trato de muertes masivas sobrevenidas como consecuencia a un evento adverso. La disposición privilegiadamente política sobre el despliegue posterior al desastre, contribuyó a que los discursos al respecto distorsionaran la realidad y confundieran a la opinión pública nacional e internacional sobre el caso. Esto generó una idea errónea sobre el número de fallecidos en el evento, así como una situación crítica en el trato de las víctimas a las que todavía en la actualidad no se les ofrecen soluciones al respecto. Los desastres, esa irrupción catastrófica propia de contextos vulnerables, continúan desnudando la falta de preparación (respuestas, soluciones, estrategias, prevención) ante cada amenaza que se materializa lenta o súbitamente sobre las comunidades que padecen sus efectos. A esa falta de preparación, generalmente, también se le llama subdesarrollo. REFERENCIAS Altez, R. (2005), “El terremoto de 1812 en la ciudad de Caracas: un intento de microzonificación histórica”, Revista Geográfica Venezolana, Mérida, Vol. Especial, pp. 171-198. Altez, R. (2006), “El desastre de 1812 en Venezuela: sismos, vulnerabilidades y una patria no tan boba”, Universidad Católica Andrés Bello-Fundación Polar, Caracas.

Publicado en: José Luis López, Editor, Lecciones aprendidas del desastre de Vargas. Aportes Científico-Tecnológicos y Experiencias Nacionales en el Campo de la Prevención y Mitigación de Riesgos, Universidad Central de VenezuelaFundación Empresas Polar, Caracas, 2010, pp. 127-144.

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