Lo que falta, lo que viene

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Descripción

Lo que falta, lo que viene



1.

Queremos poner a prueba la siguiente hipótesis: El actual ciclo de
movilizaciones populares que va desde la revolución tunecina y sus
resonancias en Egipto hasta las recientes protestas en Turquía y Brasil
inaugura una nueva secuencia política mundial sobre la base de principios
igualitarios. Somos contemporáneos de una serie de ensayos preliminares y
localizados de lo que será un nuevo período histórico.

La primera objeción atendible es la que advierte que estos movimientos
responden a situaciones concretas y no pueden generalizarse, ni
considerarse parte de un mismo proceso que no sea la simple constatación
del malestar en el capitalismo globalizado, y de sus dos únicas salidas
posibles, que son -nos lo recuerdan a diario- democracia o totalitarismo.
Hay que decir que esta objeción -que parece impugnar la posibilidad misma
de un proceso político universal- parte ella misma de una supuesta
universalidad: la del imperio de las necesidades y su legalidad, o en otras
palabras: la de la supremacía del mercado mundial y sus formas de Estado.

Pero estas rebeliones -inarticuladas, preliminares, localizadas- no dan
cuenta de un futuro orden político cuya estructura podamos inferir. No son
muestras de que algo que está por venir, sino más bien al revés: sea lo que
fuere lo que esté por venir, son estos acontecimientos los que le darán
forma. No es éste el lugar ni el momento para soñar en una sociedad utópica
y atribuirle una futura trascendencia global. Nuevamente, son las ideas que
se van gestando en estas revueltas las que autorizan a pensar en términos
universales. Los proletarios del mundo no son una parte integrante de las
sociedades, las clases o las culturas, sino la potencia afirmativa de lo
común. El nosotros del enunciado es también parte de esta hipótesis.



2.
Con distintas variaciones, los voceros del mundo de los negocios, los
propagandistas de los valores democráticos, y los teóricos de todas las
izquierdas concuerdan en que sólo hay dos términos en juego: Economía y
Estado. El aparato discursivo del establishment plantea como una sorpresa
el hecho de que haya movilizaciones masivas en países con índices de
crecimiento envidiables, países que hasta el momento han sido los
caballitos de batalla del modelo de la austeridad social y la generación de
un buen clima de negocios. Se atribuyen las recientes protestas a la
aparición de una nueva ciudadanía, con mayores expectativas a futuro, y en
consonancia, mayores exigencias para con sus gobiernos. ¿Por qué la gente
protesta si las instituciones funcionan? ¿Por qué rebelarse si el gobierno
está luchando efectivamente contra la corrupción, sentando las bases de un
crecimiento sostenido? Eso es lo único que pueden elaborar, lo único que
están dispuestos a escuchar: una estúpida protesta contra la corrupción,
empíricamente comprobable, de tal o cual funcionario, de tal o cual
gobierno. Por lo tanto, la única respuesta que ofrecen es la de la
ciudadanía extendida: las expectativas crecieron y las personas quieren más
de lo mismo... más educación cívica, más democracia. La cuestión a resolver
es cómo capitalizar electoralmente el malestar.
De la misma manera, los propagandistas del liberalismo democrático
atribuyen la movilización al surgimiento de una clase media educada.
Francis Fukuyama, el mismo que había profetizado el fin de la historia en
1992, publicó recientemente un artículo en The Wall Street Journal[1],
titulado "La revolución de la clase media", en el que atribuye las
manifestaciones al surgimiento de una nueva clase media próspera y educada.
Para Fukuyama, la mejor definición de "clase media" está vinculada a los
niveles de educación y la tenencia de bienes durables, ya que eso hace a
las personas más consecuentes en términos de influencia política, en tanto
que valoran mucho más la democracia, las libertades individuales y la
tolerancia hacia otros estilos de vida. Al no estar peleando por la
supervivencia, los pequeños propietarios y los nuevos ciudadanos tienen
mayores expectativas y por lo tanto mayores exigencias. Fukuyama dice que
esto puede acabar de dos maneras: reformismo como primera posibilidad
-deseable-, o en su defecto, disipación de las energías en políticas
identitarias o cooptación de las movilizaciones por parte de los aparatos
gubernamentales, siempre aceitados para estas ocasiones.

Finalmente, la izquierda adormecida en el parlamentarismo o en la nostalgia
de las grandes revoluciones del siglo XX aporta una caracterización
similar. El argumento es que las manifestaciones son consecuencia de un
relativo estancamiento en países en vías de desarrollo. Es la concepción
mecanicista más vulgar que ve en la movilización popular la simple
consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas y con éste la toma
de conciencia acerca de la polarización social y la pauperización relativa
a las que -finalmente- las masas están sometidas. Según este punto de
vista, los períodos de crecimiento relativo son caldo de cultivo para la
insurrección popular, es decir, cuando la gente nota que sus expectativas
no son satisfechas, que las promesas (implícitas o explícitas) no fueron
cumplidas, actúa en consecuencia: la conciencia del antagonismo de clase,
por sí misma, es la mayor amenaza al orden político dominante.

Puede resultar curioso que este mismo análisis lo compartan -más allá de
los matices- la derecha liberal con algunas izquierdas revolucionarias. En
cada uno de estos diagnósticos aparece una estructura que explica, cuando
no determina, a las grandes movilizaciones populares. Pero la chispa que
enciende el llano no es nunca una simple toma de conciencia, es decir, un
saber de sí, producto de una mayor educación o de relativas mejoras en las
condiciones de vida. El espíritu de ciudadanía o la conciencia de clase no
llevan por sí mismos a reaccionar ante la crisis que amenaza la continuidad
de esas mejoras.

La inconsistencia de esta estructura es evidente por sí misma. Desde el
punto de vista empírico, hay momentos en los que el auge de crecimiento se
estanca y sin embargo no genera automáticamente una fuerte oposición al
orden político y social existente, como el caso argentino actual sin ir más
lejos. También hay momentos en que estas condiciones (desaceleración del
crecimiento económico / frustraciones de una nueva clase media /
expectativas ciudadanas no cumplidas / conciencia del antagonismo de
clase), no se dan, y sin embargo se desata la movilización popular. El
zapatismo y las luchas bolivianas, por dar algunos ejemplos, surgen luego
de largos periodos de pauperización en regiones atrasadas.

Pero es inútil buscar contraejemplos. Muchas veces, tener empíricamente la
razón no te da la razón. Se puede acertar el diagnóstico partiendo de
premisas falsas.

Falta algo mas; falta un tercer termino que suplante a los otros dos
(Economía y Estado). Y aquí estamos en un punto ciego. Hay algo que falta y
no sólo no tenemos ojos para verlo, sino que apenas hay un lenguaje para
articularlo. No hay demostración deductiva de que este tercer término
exista. Pero podemos decidirlo, apostar a su existencia. Porque si no
asumimos la (posibilidad de la) existencia de un tercer término, estamos
obligados a aceptar que finalmente todo se resolverá, como dice Fukuyama,
con más y mejores instituciones democráticas. O con un gran Estado
Socialista despolitizado y al servicio de los bienes, que albergue en su
seno el proyecto de su propia extinción. O con un Estado Nacional débil y
empequeñecido (aunque con mano dura) que se someta a la supremacía de los
mercados y al orden social existente. En definitiva, con más de lo mismo,
mas de lo que hay.

Desde el punto de vista de las políticas de emancipación, estas
concepciones pierden de vista la capacidad de decisión colectiva, la
posibilidad de crear nuevas ideas a partir de la movilización; ideas que
son puestas a prueba en situaciones concretas. Nada nos autoriza a afirmar
el alcance universal de las movilizaciones populares, excepto la autoridad
misma de las ideas que pueden extraerse de esas rebeliones.

Estamos dispuestos a sacrificar el concepto si no soporta la verdad de la
situación. Lo único que autoriza una idea es lo que podamos simbolizar a
partir de la voluntad popular, de la ruptura al orden establecido, que es
siempre la respuesta a una pregunta no formulada. Queremos hacer esa
pregunta, queremos encontrar los medios y las palabras.



3.

Necesitamos afirmar, como hipótesis ad hoc, que el periodo de expansión
neoliberal, que comienza con el fin de la guerra fría y la violenta
represión de las luchas por la liberación nacional, está llegando a un
cierre. La clausura de este ciclo no puede ser una consecuencia directa de
una crisis del capitalismo global. Recordemos que las crisis en el
capitalismo son siempre capitalistas, y nunca "del capitalismo", ya que la
dinámica misma de capitalismo implica la constante reconfiguración a partir
de la crisis. Capitalismo implica crisis, aquí somos estrictamente
marxistas. Esperar una crisis terminal del capitalismo sería esperar una
crisis de la crisis. Es decir un momento último en el cual la posibilidad
misma de la crisis haya entrado en crisis. O bien la paz perpetua o la
extinción de la humanidad. No es así. El fin de este ciclo sólo puede ser
consecuencia del surgimiento de nuevas políticas de emancipación;
experiencias organizativas hasta ahora inexploradas, y de las que sólo
podemos aventurar los indicios o marcas en el presente.

De este período que se cierra, subsiste la fatalidad de la gestión
económica como destino final de toda política, y cuyo amor esquivo se
disputan la democracia occidental con sus formas parlamentarias y las otras
formas de Estado más autoritarias como en el caso de los países asiáticos.

En los tiempos que corren la figura con más posibilidades de dar pelea en
los países que pasan del centro a la periferia pareciera ser la del
progresismo, que mejor podríamos llamar ultra-centrismo: es una espiral
ideológica que alterna violentamente de izquierda a derecha, acercándose a
un profundo vórtice que absorbe toda distinción.

El progresismo en todas sus variantes, cuando vira hacia la izquierda,
advierte que hay que diferenciar. Y es cierto, hay que diferenciar. En los
proceso políticos hay dos orientaciones subjetivas que son, por decirlo de
alguna manera, de manual.

Ambas se posicionan de manera diferente ante lo nuevo. ¿Y qué es lo nuevo?
Lo nuevo, políticamente hablando, es la posibilidad de la emancipación, la
invención, la apertura infinita de esa posibilidad, que es la de crear una
vida en común, -de cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus
necesidades- que indague de qué es capaz el bicho humano que somos. Y no es
algo netamente estructural, o necesario; no es una posibilidad entre otras
que estén dadas por las condiciones materiales. Falta algo más: es esta
idea de que hay un tercer término la que, en la etapa actual, intentamos
reinstalar provisoriamente. Algo que sólo toma forma en tanto decisión
colectiva (si es que eso es posible), sobre la base de principios comunes.
Principios que como tales no se someten a una elección por mayorías, ideas
que no buscan representar a todas las identidades, a todas las partes en
las que puede dividirse una sociedad. Ideas autoritarias, en el sentido de
que su propio peso es el de la autoridad que las reviste en tanto ideas,
principios que no se dejan someter al sondeo mayoritario.

Frente a lo nuevo, entonces, tenemos dos posiciones: por un lado la pura
reacción, que va desde la reafirmación del orden actual de las cosas hasta
el fascismo, siempre con una vocación de ocultamiento o aniquilación de
todo posible trayecto empancipativo. Y la segunda es la del, vamos a decir,
progresismo reactivo: la voluntad restauradora del imperio de la ley, bajo
la promesa de una mejora sustancial del Estado, la posibilidad de un buen
Estado. Los reaccionarios y los restauradores son figuras archiconocidas en
la historia de la política. Se trata de orientaciones subjetivas; no se
limitan a formas de gobierno o, más generalmente, formas de Estado. Son el
fundamento ideológico de las prácticas políticas concretas.

Si bien estas orientaciones encuentran su cauce natural en el Estado, son
muy distintas entre sí. Una está dispuesta a aniquilar toda perturbación al
orden establecido en nombre de una totalidad plena (Dios, Raza, Pueblo,
Nación), mientras que la otra dispone los mecanismos para que los mismos
agentes que protagonizan la ruptura emprendan la transición ordenada hacia
el establecimiento de una nueva normalidad, de un nuevo Poder, acaso más
justo, más equitativo, pero sin duda más estable, sometido a la misma
legalidad que se ve amenazada por lo nuevo.

El progresismo restaurador se encarga entonces de recordarnos que la
novedad reactiva es siempre preferible. Y es cierto, se trata del famoso
mal menor. Seamos claros: Acá no hay confusión alguna, ya que lo que
quedaría por demostrar es que existe un trayecto posible desde la
restauración del orden hacia la emancipación. Ese horizonte imaginario es
el de la retórica, la militancia partidaria apoyada en una simbología de
unidad (nacional, identitaria, etc.), por lo que sin acercarse del todo al
fascismo, le va preparando el terreno. La voluntad restauradora, que nos
conmina a salir del infierno, nos invita también a mirar la historia desde
la posición del espectador pasivo. Esperar a que una vez suspendidas las
contradicciones, una vez recuperado un Estado fuerte y más justo, que
distribuya equitativamente las riquezas nacionales y haga florecer una
concientizada clase media, una vez alcanzado el horizonte prometido tal
vez, y sólo tal vez -si es que semejante proyecto no lleva más de cien años-
estemos listos para dar el paso siguiente, que en el caso contemporáneo se
trata, vagamente, de la transición ordenada a lo que se le dio el nombre de
socialismo del siglo XXI.

Los principios rectores del progresismo restaurador son muy distintos: si
me disculpan la contradicción en términos, son algo así como principios
pragmáticos: pragmatismo ante todo. Indican que hay que pararse frente a lo
nuevo para gestionarlo, para adaptar la novedad a lo existente, y bajar de
lo abstracto a lo concreto. Son principios que prometen, en algún momento,
realizar lo nuevo, inscribirlo de alguna manera en algún mundo particular,
dependiendo de las condiciones, sociales, culturales... Pero lo nuevo aquí
es una continuación de lo que hay, una continuación orientada según una
promesa de mejora, antes que nada material. Esta promesa tiene varias
aristas.



4.

Puede ser naturalista, como si las poblaciones humanas fueran comparables a
especies animales en cautiverio, a las que hay que cuidar y preservar... Si
la palabra ética tiene algún sentido, aquí es el de la piedad de los
justos. El último horizonte ético es el de la supervivencia y el interés.
La promesa naturalista se sostiene -en el mejor de los casos- en el
principio de equidad en tanto reparto equitativo de la riqueza social. Esto
si es que no adhiere implícitamente a la idea de que la inequidad es el
verdadero estado de naturaleza, y que lo que hay que hacer es establecer
los protocolos necesarios para evitar el sufrimiento de las vidas que
necesariamente quedan relegadas.

O puede ser posmoderna, y basarse en la indiferencia hacia cualquier forma
de emancipación, a menos que perturbe la sobreidentificación
individualista, o genere algún tipo de entusiasmo que nos saque de la
modorra del hedonismo y la permisividad, o nos libere de la falsa apertura
impuesta como un dogma que dice que no queda otra más que disponer y
organizar el goce. Para la promesa posmoderna, "política" es siempre una
mala palabra, portadora de un peligroso lenguaje que no se somete a la
neutralidad obligatoria de todos los lenguajes. La pretensión de
universalidad está prohibida, y más aún para la política. La política no es
capaz de portar una verdad, aunque sí se mimetiza con una proyección
imaginaria de la verdad. Ya que la verdad es siempre para este discurso una
totalidad imaginaria. Así cualquier compromiso es desaconsejado, y no
existe lo puramente político sino como expresión de otra cosa.

La promesa de que evitando lo peor lograremos algún bien también puede ser
moderna (o partidaria, o socialista, o solidaria) cuando se erige sobre la
figura de un hombre nuevo, una redefinición estructural de lo humano y de
sus posibilidades, en la que una vez alcanzado ese horizonte en un acto
único y sublime, ya todo habría sido dicho, y sólo quedará convivir en una
eterna armonía. La promesa socialista es la portadora de la idea de
igualdad en tanto horizonte prometido. Una igualdad que de tan
inalcanzable, terminó siempre en una política policial de los estados
revolucionarios. Ese es el legado del siglo pasado, que aún no termina.

La idea de que el fin último es la equidad, o el respeto por las
diferencias, o la proyección policial de un horizonte igualitario tiene
como artífice necesario al poder del Estado. Pero la igualdad no se
sostiene en promesas. Con tanto esfuerzo invertido en trabajar por la
equidad, respetar las diferencias, y bajar la igualdad de los cielos a la
tierra, nos olvidamos de la igualdad como principio.

Engels decía que hay que pasar del gobierno de las personas a la
administración de las cosas. Como el gobierno de las personas es el Estado,
por lo tanto es necesario extinguir el Estado para administrar las cosas
colectivamente, sin jerarquías ni divisiones. La tesis actual -que
comparten el parlamentarismo hegemónico y sus competidores "autoritarios"-
es que sólo hay que administrar las cosas; el gobierno de las personas es
un problema secundario. Tanto una tesis como la otra son tributarias de una
concepción apolítica del Estado. Desestiman la capacidad estatal de
organizar a la gente bajo el principio de que nada puede cambiar si no es a
través de, precisamente, el Estado. Pero el gobierno de las personas no
puede ser apolítico. El Estado no es una máquina que pueda romperse,
desarmarse y volverse a armar.



5.

¿Qué es eso que tienen en común las demandas de Egipto, Europa, Brasil..?
No es por cierto la preponderancia de las clases medias, ni la finalización
de un ciclo de crecimiento relativo, ni el desarrollo de las fuerzas
productivas y la concientización u otros psicologismos de masas del tipo
"expectativas no satisfechas". La singularidad de estas demandas es que
muestran de qué es capaz la acción y la decisión colectiva, el pensamiento
de lo común a distancia del Estado. En principio no se trata de elegir
entre las opciones que posibilitan las instituciones democráticas, sino que
más bien es cuestión de abrir otras, nuevas posibilidades. Lo que estas
movilizaciones recientes no logran aprehender es el obstáculo que subyace
en la formulación de demandas específicas. Aún cuando estas demandas son,
en parte, satisfechas (destitución presidencial, revocación del aumento de
transporte), la intensidad de la revuelta no cede inmediatamente. Algo
queda sin nombrar, sin asir del todo.

Lo que está en juego es que las verdaderas elecciones son políticas, antes
que democráticas, o parlamentarias, o nacionales, etc. Si las elecciones
son políticas, es porque comprometen a una identificación con sus
principios fundantes. Votar no es elegir políticamente. Las elecciones
parlamentarias son reactivas a las elecciones políticas.

Pero, ¿cuál es realmente la importancia que tienen las elecciones
parlamentarias? Si fuera por el "consenso mayoritario" seríamos gobernados
por la opción "más elegida", y los "no tan elegidos" tendrían el merecido
rol de objetores. Y así, de acuerdo a los vientos que soplen, se sucederán
en sus cargos mientras que el Estado, siempre neutral y omnipresente, se
deja "administrar" por los gobiernos de turno. El Estado es así un
instrumento cuyo signo o polaridad es intercambiable dependiendo de quién
lo habite en su interior ¿Pero qué nos gobierna? ¿Qué pensamiento sostiene
esta concepción del Estado? En definitiva, ¿qué fuerzas deciden sobre los
asuntos que afectan a nuestra vida en común?

El resultado electoral es una estadística abstracta y un hecho ajeno a la
conformación de una subjetividad política. No hay verdadera esperanza de
emancipación en el consenso democrático, ni aún cuando las campañas
políticas, en el menos peor de los casos, son utilizadas como tribunas para
agitar ideas revolucionarias. Porque las elecciones son encuestas de
opinión, no un medio para canalizar el descontento, o para expresar ideas o
pensamientos políticos.

Desde un lugar no admitido por esta lógica, se vienen dando últimamente, de
manera espontánea y desorganizada, una serie de levantamientos populares.
Pueblos enteros levantan consignas puntuales y no ceden aún habiendo
logrado sus objetivos. O toman el espacio público para decir "Basta" a la
simbiosis entre el sistema democrático y el poder económico.

Por supuesto la "comunidad internacional" hace su lectura impostada de la
insurgencia popular, como si de repente todo se resolviera con elecciones
(parlamentarias), fortalecimiento institucional, dos o tres partidos
políticos de distintos colores, y adecuadas "gestiones" estatales. Sin que
esto lo quite el sueño a nadie, son los liberales los que ahora cantan odas
al Estado, a la necesidad de regulación y al marco institucional, y
pretenden dar consejos sobre cómo manejar correctamente los asuntos
públicos en aquellos Estados hoy amenazados desde otro lugar que no es el
del totalitarismo (que no es más que un caso border del parlamentarismo).

Creo que por más buenas intenciones que se tengan, saludar las insurgencias
populares en Túnez, Egipto, España, Chile, Grecia, etc... en nombre de la
democracia tal y como la conocemos es errar dos veces. La primera vez
prescribiendo la solución a un problema visto desde afuera, desde el punto
de vista del espectador. La segunda vez, ignorando la verdadera dimensión
de los acontecimientos, reduciéndolos a un esquema de causas y
consecuencias derivado de los vaivenes económicos.



6.

En Argentina estamos una vez más en época de elecciones. Las campañas
electorales bordean el ridículo, sino lo sobrepasan. Parecen dirigidas a un
público ausente. Provocan una risa triste, salvo tal vez las del
oficialismo. El lema publicitario del gobierno advierte simplemente que en
la vida hay que elegir. Como ya dijimos, elegir aquí no es elegir
políticamente. Elegir, en el marco consensual, es seguir profundizando un
supuesto modelo, que, si bien tiene contradicciones (capitalismo), es la
única vía posible para transformar la sociedad. No hay mucho más que eso:
la pura autocomplacencia de contentarse con el modelo (o proyecto), y
asegurar su continuidad. Los militantes no partidarios que apoyan a este
gobierno, o mejor dicho, los jóvenes organizados que no son funcionarios,
ni siquiera se plantean forzar al gobierno a ser consistente consigo mismo,
con sus supuestas consignas (derechos humanos, no represión, crecimiento
inclusión social, etc). ¿Por qué nunca es el momento de dar un paso más?
¿Por qué siempre "lo que falta" salta por todos lados? ¿No es precisamente
la naturaleza de esta situación en la que vivimos que haya problemas
estructurales sin resolver?

Si "política" es recuperar el Estado, es decir si el Estado es el garante
de que haya política, estamos desempolvando la vieja tesis de Durkheim que
decía que la función esencial del Estado era pensar... por nosotros. El
Estado, según Durkheim, ejerce funciones morales, asegura que haya normas,
que no haya anomia. Representa a la sociedad: piensa y decide por la
sociedad. Dirige la conducta colectiva mediante la formulación de un
pensamiento social. Protege y organiza a las instituciones sociales
(religiosas, familiares, de asociación). No es un simple espectador de la
vida social que interviene para regular, como sostiene el liberalismo. Pero
tampoco es un mero engranaje de la estructura económica, como planteaban
los teóricos socialistas. El Estado piensa por nosotros el vínculo entre la
vida y la organización de los asuntos públicos: ahí donde la complejidad
hace que una cosa vaya por separado de la otra, aparece el Estado para
pensar por nosotros cómo debe funcionar esta articulación. Entre la
limitación del orden comunitario y la administración de la economía
nacional, es necesario un vínculo y está garantizado por el Estado. Y de
eso se trata la elección: quién será el sucesor en la conducción de ese
Estado que a su vez es neutral (se deja gestionar), y piensa por nosotros
(nos ofrece un marco ideológico cerrado). El Estado piensa y nos condiciona
a que sólo a través del Estado es posible cambiar las cosas.

Revisemos la formula atribuida a Emma Goldman: "si votar cambiara las cosas
estaría prohibido".

La premisa de este condicional es que los fundamentos de la democracia
parlamentaria prohíben cambios sustanciales en su interior. En otras
palabras, la función estatal es la de prohibir lo nuevo, evitar rupturas
que no se sometan a su legalidad.

El sistema democrático sólo permite pensar en rupturas trascendentes, ergo,
inconsecuentes, imposibles. Lo Otro del Estado, según el punto de vista
democrático, es lo trascendente: el sueño del tirano y la utopía del
revolucionario: algo que está mas allá de lo pensable, algo puramente
imaginario.

Pero la ruptura inmanente es real. Los caminos que abren las políticas de
emancipación son lo que el aparato simbólico del Estado prohíbe. La
apertura a lo real político es lo que el Estado define como imposible.

No es cuestión de implementar la emancipación, porque es inconcebible en
tanto un programa. Pero tampoco es cuestión de esperarla pasivamente. En
principio, intentamos tener en claro su ausencia, estar atentos a lo que
anuncia la posibilidad de su reinvención, afinar el oído para escuchar las
pequeñas grietas que se abren y desgarran la estructura... Y ser fieles,
mantener actualizadas esas grandes rupturas históricas que nos preceden.
Traerlas al presente, ver qué nos pueden decir de nuestra situación actual.




7.

Se puede objetar que esto es igual para cualquier Estado, cualquier
sociedad. Bienvenida la objeción ya que de lo que se trata es de ser más
universales que la lógica del capital. Por supuesto que sí, que en términos
generales es lo mismo para un obrero en Indonesia, un trabajador
precarizado en Argentina y un desocupado en España. Los principios
políticos revolucionarios son universales o no son nada. ¿O qué serian
principios no universales? Por definición, serían apenas opiniones, acaso
fuertes y asertivas, pero opiniones al fin de cuentas. Particularidades
localizadas sujetas a una cultura, un lenguaje o una tradición. Fórmulas
temporales con las que tratamos de ordenar la contingencia y la dispersión.
Pero la particularización esta sobrevalorada. Las izquierdas nacionales y
los marxismos latinoamericanos ya perdieron el último tren hace rato, y aún
esperan.

Cuando presenciamos las manifestaciones recientes no hacemos un análisis
sociológico y antropológico de las culturas locales. Nos entusiasmamos, nos
vemos reflejados íntimamente en esa lucha. Porque tal vez, y sólo tal vez,
se trate de un principio universal el que hace de esa lucha una causa
común. A esto antes se lo llamaba internacionalismo. Pero es más que eso.
Algo tal vez más grande que la historia de las naciones, y a la vez
provisorio, de lo que no existen más que intentos, ensayos, errores y
devenires. Algo provisorio e hipotético que sin embargo insiste, e insiste,
con todo el peso de una idea que coquetea con la eternidad.

Ya no podemos confundir eternidad con trascendencia.

Las preguntas que se abren son bien terrenales: ¿Cómo sostener en el tiempo
el funcionamiento básico de estas dinámicas de revuelta y acomodamiento
estatal? Sabemos que bajo el mandato directo de la acción colectiva el
gobierno obedece casi literalmente las demandas formuladas: ¿No quieren
pagar más caro el transporte? Suspendamos el aumento ¿Quieren menos
corrupción? Encerremos a tal o cual funcionario, derroquemos a tal o cual
presidente y llamemos a elecciones otra vez. ¿Qué modos de organización
colectiva podrían hacer de esta dinámica el "normal" funcionamiento de
nuestros mecanismos de administración de lo común? ¿Las decisiones serían
tomadas en el seno de un cuerpo disciplinado, mientras que el Estado no
estaría más que al servicio de los bienes, es decir, un mero juego de
instituciones que garanticen salud, educación, y demás servicios sociales?
¿Cómo lograr que la soberanía popular resida en algo que se mantenga a
distancia de la representación parlamentaria, a distancia de la legalidad
prescrita desde el Estado?



Martín López

Agosto de 2013
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[1]
Francis Fukuyama, "The Middle-Class Revolution", The Wall Street
Journal, 28/06/2013
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