Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político.

July 27, 2017 | Autor: V. Alonso Rocafort | Categoría: Democracy, Democracia, Economía Aplicada
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Descripción

COLECTIVO NOVECENTO

LO LLAMABAN DEMOCRACIA De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político ANTONIO SANABRIA GONZALO PLAZA MIGUEL MONTANYÀ RICARDO MOLERO SIMARRO ÁLVARO MINGUITO BIBIANA MEDIALDEA SARA MATEOS LUIS BUENDÍA NACHO ÁLVAREZ VÍCTOR ALONSO ROCAFORT (coord.)

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Este libro ha sido impreso en papel 100% Amigo de los bosques, proveniente de bosques sostenibles y con un proceso de producción de TCF (Total Chlorin Free), para colaborar en una gestión de los bosques respetuosa con el medio ambiente y económicamente sostenible.

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Diseño de la cubierta: Adriana Fàbregas © Colectivo Novecento © Viñetas de Gonner © Fotografías de Álvaro Minguito © De esta edición Icaria editorial, s. a. Arc de Sant Cristòfol, 11-23 08003 Barcelona www. icariaeditorial. com Primera edición: marzo de 2013 ISBN: 978-84-9888-502-6 Depósito legal: B-8.578-2013 Fotocomposición: Text Gràfic Impreso en Liberdúplex, S.L. Sant Llorenç d’Hortons (Barcelona) Printed in Spain. Impreso en España.

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Índice

Presentación, Víctor Alonso Rocafort y Bibiana Medialdea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. La crisis económica mundial: la Unión Europea en el ojo del huracán, Nacho Álvarez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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II. La respuesta de las élites: del «giro keynesiano» al volantazo neoliberal, Miguel Montanyà . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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III. La crisis en España no es fiscal, sino bancaria, Antonio Sanabria . . . . . . .

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IV. Cambio de las reglas del juego: la socialización de las pérdidas, Bibiana Medialdea . . . . . . . . . . . . . . . . .

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V. Quién paga la factura: regresión salarial y desigualdad, Luis Buendía . . . . . . . . . .

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VI. El significado político de la desigualdad: la concentración del poder, Ricardo Molero Simarro . . . . . . . . . . . . 44 VII. La crisis política, una representación oligárquica, Víctor Alonso Rocafort . . . .

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VIII. El ataque antiliberal a las libertades, Víctor Alonso Rocafort . . . . . . . . . . . . . .

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IX. La persistente amenaza a la igualdad de género, Sara Mateos. . . . . . . . . . . . .

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X. Resistencias. Fotografías a pie de calle Álvaro Minguito . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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XI. El cuestionamiento de un régimen político, Colectivo Novecento . . . . . . . .

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XII. Una reivindicación de la política, Colectivo Novecento . . . . . . . . . . . . . . .

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Presentación VÍCTOR ALONSO ROCAFORT Y BIBIANA MEDIALDEA

Ni siquiera quienes desde mucho antes de esta crisis ya denunciaban la profundidad de nuestros problemas económicos y sociales podían imaginar de qué forma comenzarían a encadenarse los acontecimientos desde aquel septiembre de 2008 en que quebró LehmanBrothers. Vamos camino del quinto año. Entonces intuimos que aquel derrumbamiento financiero en el corazón del capitalismo conllevaría consecuencias de hondo calado. Sabíamos que, lejos de un fenómeno 5

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accidental, se trataba de la manifestación de contradicciones estructurales y sistémicas. En poco tiempo los países de la Unión Europea pasaban a situarse en el centro del huracán, y las recetas neoliberales, en vez de abandonarse, comenzaron a intensificarse. Resultaba por otra parte evidente que la versión española del modelo incorporaba ingredientes que agudizaban su debilidad: la hipertrofia inmobiliaria y depredadora de recursos del sistema productivo, la precariedad del mercado laboral, o las deficiencias palmarias del incompleto Estado del bienestar, iban a pasar su factura. El eslabón más débil de la cadena, el sector financiero, fue el primero en evidenciar su profunda fragilidad. El significado de la crisis y la estafa que supone su gestión están permitiendo visibilizar deficiencias que en tiempos del mal llamado «auge» eran más fáciles de camuflar. Cuando quienes controlan el grueso del capital tienen menos margen para las concesiones, se explicita de forma aún más patente dónde reside realmente la soberanía, si en los parlamentos o en los consejos de dirección de los principales grupos financieros. En situaciones extremas las decisiones se vuelven obscenas: ¿Salvar a la banca o a las familias desahuciadas? ¿Desmantelar el sistema sanitario público para pagar los intereses de una deuda ilegítima? ¿Recortar gastos sociales básicos argumentando que «no hay dinero» mientras crece el fraude fiscal de grandes empresas y fortunas? El conflicto se expresa blanco sobre negro. 6

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Se han forzado tanto las cosas que el desempleo y las desigualdades de todo tipo se disparan y alcanzan niveles inasumibles. Incluso hitos de incuestionable progreso social, como el (incompleto) avance de la igualdad entre hombres y mujeres, quedan en papel mojado. Todo esto se combina con problemas de hondo calado institucional, que se agudizan a velocidad de vértigo. Es por ello que lo que comenzó como solo una crisis económica desemboca en un cuestionamiento del régimen político en su conjunto. Lo que pretendemos en estas páginas es relatar el proceso que nos ha llevado a la situación actual. Sin querer abordarlo de una forma sistemática, sí se hace un esfuerzo por tratar aquellas cuestiones que consideramos más significativas a la hora de comprender, paso por paso, el recorrido de una crisis que parece haber ido mutando con el paso del tiempo, englobando cada vez más ámbitos hasta terminar evidenciando su carácter político. Es por esto que a la vista de lo analizado sobre la socialización de las pérdidas, las desigualdades, la concentración de poder y los vínculos representativos, sostendremos que hoy día resulta exagerado calificar de democracia al actual régimen político. El ataque a las libertades que sufren colectivos crecientes de población es un signo de alarma adicional que no debemos ignorar. Así como hace cinco años no nos podíamos imaginar el calado de las agresiones económicas y políticas que vendrían, tampoco sospechábamos aún cuál sería la potencia y la riqueza de nuestra respuesta. Son tiempos 7

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duros, con realidades insoportables, que se atragantan y generan rabia y frustración: desahucios, pánico y golpes en manifestaciones, personas que renuncian a su medicación por falta de ingresos, o mandan a sus hijos al colegio sin nada en el estómago. Pero también están siendo años emocionantes: es imposible contener las lágrimas cuando la presión ciudadana evita un desahucio (¡sí se puede!), la gente sale con su cuerpo a la calle a defender los servicios públicos, o una asamblea llega a un consenso difícil. Entonces reconocemos no solo la dignidad, sino también la eficacia de las resistencias. Queremos un mundo nuevo, a la vez que luchamos por conservar y mejorar todo aquello valioso que aún tenemos. Son sin embargo muchas las cosas que no nos sirven, y pocas las pistas sobre cómo caminar. Pero tenemos alguna certeza. La reivindicación de la política, la palabra, la crítica, el respeto y el compromiso resultan esenciales para construir una democracia que, si es auténtica además de cotidiana, nos traerá más igualdad y libertad. La buena noticia es que ya hemos empezado.

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I

La crisis económica mundial: la Unión Europea en el ojo del huracán NACHO ÁLVAREZ

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En septiembre de 2008 LehmanBrothers se declara en quiebra. La crisis de la economía mundial se evidencia ya entonces en toda su dimensión. Desde la Segunda Guerra Mundial las economías desarrolladas no habían sufrido un colapso económico de tal magnitud. Así, los países de la OCDE experimentan en 2009 un desplome del PIB del -3,6%, contrayéndose la inversión empresarial en dicha zona un 12,3% y el comercio mundial un 20%. Las causas de esta crisis hunden sus raíces en la especificad del modelo de crecimiento experimentado por las economías desarrolladas durante las últimas décadas. En la articulación de dicho modelo jugaron un papel esencial las medidas desplegadas por los gobiernos y las empresas desde comienzos de los años ochenta. Estas contrarreformas neoliberales tenían por objetivo rescatar a la economía mundial de la crisis de rentabilidad que esta estaba sufriendo en ese momento. Así, el colapso de la ganancia empresarial en los años setenta —en parte consecuencia de las importantes luchas obreras de la década de 1960, en parte consecuencia del proceso de sobreinversión en unas economías con mercados saturados y maduros— determinará el inicio de la ofensiva neoliberal. El objetivo no era otro que el de ampliar los marcos de valorización del capital, mercantilizando nuevos espacios económicos y cuestionando los «cuerpos extraños» a la lógica de la rentabilidad (como los servicios públicos o las empresas estatales). De este modo, ya desde comienzos de los años ochenta los gobiernos de Ronald Reagan, Margaret 10

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Thatcher y Helmut Kohl comienzan a liberalizar las economías, a desreglamentar los distintos mercados y a privatizar las empresas y los servicios públicos. Dos son los resultados principales. Por un lado, se consolida la ralentización económica durante las décadas siguientes, así como un elevado desempleo. Este paro masivo explicará, junto con los procesos de flexibilización del mercado de trabajo, un crecimiento de los salarios inferior al de la productividad y, por tanto, la progresiva reducción del peso de estos en la renta nacional. Por otro lado, la liberalización de los mercados financieros internacionales y la apertura externa de las economías desmantela el «corsé» que los poderes públicos habían impuesto a la banca y a los inversores financieros, sentando las bases del denominado proceso de financiarización. El capital financiero internacional es capaz de dirigir a partir de ese momento un modelo de crecimiento que pivota en torno a un patrón de distribución de la renta favorable a los beneficios empresariales y un drenaje de estos capitales hacia la esfera financiera en detrimento de la inversión productiva. Sin embargo, a pesar del limitado crecimiento económico, las cotizaciones bursátiles se disparan en las economías de la OCDE durante las décadas de 1990 y 2000, el valor de las transacciones financieras se multiplica y los activos inmobiliarios se revalorizan intensamente. Esto es posible gracias al creciente endeudamiento de millones de empresas y hogares norteamericanos y europeos, que sostienen de este modo 11

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los niveles de consumo y de acceso a la vivienda. Así, el drenaje hacia el ámbito financiero de los capitales no invertidos en la actividad productiva —dada la mayor rentabilidad de la primera de estas esferas— conlleva la formación de enormes burbujas bursátiles y crediticias, divorciándose temporalmente el valor nominal de los distintos activos de su valor real. La inestabilidad sistémica que genera un modelo de crecimiento como este es evidente, en la medida en que el divorcio entre las esferas productiva y financiera no puede ser sostenible. Los títulos bursátiles deben estar respaldados por beneficios reales, y los créditos financieros por ingresos que permitan devolver las deudas. Por ello, la acumulación de este «capital ficticio» toca a su fin en el momento en el que alcanza una dimensión tal que impide que los acreedores puedan seguir ejerciendo con normalidad sus derechos de cobro sobre los deudores. Esto es precisamente lo que sucede a partir del verano de 2007, momento en el cual la desvalorización de los «activos ficticios» acumulados sume a las economías desarrolladas en una intensa «recesión de balances»: los hogares, las empresas y las instituciones financieras tratan de desendeudarse simultáneamente, cortocircuitándose con ello el crédito, el consumo, la rentabilidad y la inversión. Cuando estalla la crisis el nivel de endeudamiento de las principales economías del planeta es elevadísimo, sobre todo en el caso del endeudamiento privado: en 2008 Estados Unidos acumula deuda por valor del 12

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290% de su PIB, Japón alcanza el 460%, Reino Unido el 380%, Alemania el 274%, Francia el 308% y España el 342%. Ahora bien, la crisis —a pesar de tener una dimensión mundial— presenta una significativa particularidad en Europa. Esto llevará a que el ojo del huracán de la tormenta económica se sitúe a partir de 2009 en dicho continente, materializándose la tempestad en ataques a las deudas soberanas de los países de la periferia y en el propio cuestionamiento del euro. Las razones que explican que la crisis económica esté siendo más intensa en la Unión Europea deben buscarse en la propia configuración de la moneda única, así como en la especificidad del proceso de sobreendeudamiento privado en la zona euro. La construcción de un mercado unificado y una moneda común a partir de espacios económicos no integrados contribuyó a profundizar las asimetrías productivas y comerciales en esta área. La participación de buena parte de las economías europeas en una misma zona monetaria facilitó y abarató la financiación privada captada por los países periféricos (Grecia, Portugal o España, entre otros), debido a la libertad total de los flujos financieros intracomunitarios, a la «seguridad» propiciada por una moneda común y a unos tipos de interés reales muy reducidos fruto de los diferenciales de inflación entre los distintos países. Estas circunstancias permitieron que apareciesen economías «impulsadas por la deuda» (como España), que contribuyeron a 13

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dinamizar el limitado crecimiento de aquellas otras «impulsadas por las exportaciones» (como Alemania). Así, la moneda común posibilitó una mayor penetración de las exportaciones de los países centrales (Alemania, Austria, Países Bajos, Finlandia) en el resto de países, al tiempo que reciclaba los crecientes superávits comerciales de estos hacia la periferia y contribuía a propiciar burbujas crediticias, inmobiliarias y bursátiles en este último grupo de economías. En caso de que no hubiese existido el euro, estas crecientes divergencias en las balanzas de pagos intraeuropeas no habrían quedado «invisibilizadas» ni se habrían prolongado tanto. Los mercados financieros, como sucedió en la crisis de 1993, habrían atacado a las monedas nacionales de los países periféricos y estos habrían tenido que devaluar. El monto de endeudamiento externo acumulado tampoco habría sido tan elevado. La moneda común contribuyó por tanto a impulsar la lógica del capital financiero internacional, basada en la creciente acumulación de capital ficticio antes descrita y, con ello, en una valorización caracterizada por sus frágiles vínculos con la actividad productiva. Para hacer frente a esta crisis, la llamada troika —Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo— diseña la estrategia que presentamos en el siguiente capítulo, con el objetivo fundamental de garantizar la estabilidad del euro y de que no se desvaloricen ni se cuestionen los derechos de cobro de los acreedores. 14

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Las implicaciones políticas de esta crisis, tanto a escala mundial como europea, son muy significativas. En primer lugar, la profundidad de la crisis evidencia la insostenibilidad en el tiempo de las «soluciones» que el sistema capitalista había encontrado a sus problemas de acumulación en la década de 1970. La crisis actual es por tanto la crisis del neoliberalismo, en un contexto en el que el sistema parece no tener ningún otro modelo de recambio para salir de esta situación. Además la crisis revela, en el contexto europeo, la inviabilidad de que una zona monetaria unificada pueda garantizar la convergencia de las distintas economías que la integran, o los derechos sociales, en ausencia de un Estado que respalde dicha moneda. El papel histórico del euro no ha sido precisamente el de garantizar esta convergencia o los derechos sociales a escala europea sino, al contrario, el de institucionalizar las medidas neoliberales y, con ello, el permanente cuestionamiento de tales avances. Este papel se ha agudizado con la crisis hasta extremos antes inimaginables, como se ha podido comprobar en Grecia. En definitiva, como veremos, ni las medidas neoliberales suponen un horizonte que permita vislumbrar algo diferente a la regresión económica y social que hoy día contemplamos, ni el proyecto de la Unión Europea —tal y como actualmente está formulado— parece albergar algo más que la institucionalización de dichos retrocesos.

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II

La respuesta de las élites: del «giro keynesiano» al volantazo neoliberal MIGUEL MONTANYÀ

Aunque la crisis tardaría oficialmente un año en llegar a la economía española, muchos analistas entendieron que el desplome inmobiliario de septiembre de 2007 en Estados Unidos tendría consecuencias especialmente duras en España, donde el mercado inmobiliario llevaba desde abril dando signos de una burbuja a punto de estallar. 16

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Desde sus inicios, la crisis ofrecía parecidos con la Gran Depresión a ojos de los economistas: la capacidad de compra de una clase trabajadora cada vez más empobrecida se había sostenido artificialmente mediante una expansión especulativa del crédito, y al cataclismo financiero que implicaba su inevitable pinchazo seguiría el colapso del crédito, el derrumbe de la capacidad de compra y una crisis de sobreproducción o «de demanda», como dirían los keynesianos. Porque, de hecho, la crisis fue interpretada y gestionada en un principio bajo postulados que recordaban al viejo keynesianismo, y urgía resolverla mediante más regulación de los mercados financieros y «estímulos a la demanda agregada» a través de una expansión del gasto público. De este modo, en el año 2008 asistimos a un redespliegue a gran escala de actuaciones que anunciaban un «giro keynesiano» de la política económica como respuesta a la crisis. Así, en ese mismo año tuvieron lugar reuniones de emergencia al más alto nivel, entre las que destaca la del G-20, en noviembre, conocida como «Cumbre Mundial contra la Crisis». Esta cumbre, cuya declaración final hablaba de compromisos en materia de regulación financiera y «medidas fiscales para estimular de forma rápida la demanda interna», había sido alentada con declaraciones de dirigentes como Nicolas Sarkozy, quien instaba a «refundar el capitalismo» y anunciaba «la muerte de la dictadura del mercado y de la impotencia de lo público». Declaraciones que transmitían verdadera perplejidad a una 17

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opinión pública que sabía muy bien a quiénes se debían estos dirigentes. En efecto, la perplejidad marcó el discurso y las primeras interpretaciones oficiales frente a una crisis que comenzaba entonces a mostrar un pronóstico muy negativo. En medio de este clima de confusión, las élites económicas y políticas afrontaban la gestión de la crisis que ellas mismas habían causado. Al mismo tiempo, una prensa económica igualmente perpleja publicaba informaciones incómodas en relación con las causas de la crisis, mientras se hacía eco de sus estragos en la economía (quiebra de LehmanBrothers, caída del sector del automóvil) y anunciaba, sobre todo en 2009, medidas intervencionistas de cuantías astronómicas bajo la bandera de la reactivación económica (rescates masivos de bancos en Estados Unidos y Europa, salvamento de la industria automotriz a ambos lados del Atlántico, etc.). En medio de una crisis que minaba la recaudación de los estados, estas medidas estaban causando un déficit creciente en las finanzas públicas, que se financiaba con un endeudamiento creciente. Y para atender los pagos de la deuda se optó finalmente por los recortes, especialmente a partir de 2010. Ese año, mientras Grecia e Irlanda pedían el rescate para poder afrontar el pago de la deuda, otros países como España anunciaban recortes en el sueldo de funcionarios, aumentos en la edad de jubilación e incluso el blindaje constitucional del cobro de acreedores de 18

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deuda pública por encima de cualquier otra consideración. A su vez, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, pedía abiertamente una reforma laboral mientras los salarios caían y aumentaba la productividad. Las demandas importantes del gobernador de un banco central no suelen ser aisladas, sino coordinadas con las del resto de la Eurozona. En efecto, a nivel europeo se estaban orquestando políticas que difícilmente podían ayudar a combatir la crisis, y que culminaron en el Pacto del Euro, condición impuesta por Alemania para aceptar un aumento del fondo de rescate para los países en dificultades. El punto fuerte de ese pacto era promover coordinadamente la reducción del gasto y la contención del endeudamiento público como medios para reforzar la garantía de su cobro. Mientras tanto, con la coartada de la competitividad internacional se coordinaba una oleada de reformas laborales que menoscababan conquistas históricas como la negociación colectiva, el salario mínimo o la indemnización por despido. Y al mismo tiempo se urdía la puesta en venta de la educación, la sanidad y otros servicios públicos. En definitiva, parecía que había terminado el tiempo de la perplejidad: las élites pasaron a mostrar una férrea determinación, y el «giro keynesiano» dio paso a un violento volantazo neoliberal, que constituía el mayor ataque a los derechos sociales vivido en los países desarrollados en democracia. ¿Qué había ocurrido? 19

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Volvamos a la hemeroteca: ¿dónde están las noticias sobre las políticas reales de reestructuración del sistema financiero «desde sus cimientos», como proponía Sarkozy? No ocurrió nada de eso. Tampoco hay noticias de encarcelamiento de banqueros y altos responsables políticos, ni de la expropiación de bancos. Realmente no hubo refundación de nada. Ante la gravedad de la crisis financiera y su contagio a los sectores productivos más influyentes, se pusieron en práctica medidas que, en un primer momento, intentaban apuntalar el statu quo. A esto responde precisamente la inmensa transferencia de recursos públicos a la banca privada, pero también las ayudas directas a la influyente industria del automóvil y el famoso Plan E de nuestro país, que pretendía paliar la crisis del ladrillo —construcción de viviendas— con hormigón —construcción de obras públicas a las que, además, solo tienen acceso las grandes constructoras—. Y en lugar de financiar las políticas expansivas recuperando impuestos a las rentas altas que se habían eliminado, se recurrió a emitir títulos de deuda pública que pasaron a obrar en poder de los bancos, lo que les permitió compensar por otra vía el corte abrupto del crédito a familias y empresas. Una vez se hizo completamente inviable el modelo económico del ladrillo, se acrecentó la presión para la creación urgente de nuevos espacios de ganancia para un capital que se desvalorizaba rápidamente, ante la imposibilidad de rentabilizarse. A corto plazo, esos espacios solo pueden crearse a costa de lo que ya existe: 20

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las rentas de la clase trabajadora y la base material de los derechos sociales, es decir, los servicios públicos. En este contexto, volvieron a primera fila las reivindicaciones históricas de las élites económicas: privatización de la educación, de la sanidad y de los últimos servicios públicos; desmantelamiento del sistema público de pensiones; contención sistemática del aumento de salarios por debajo del de la productividad. Llegados al momento actual, en el que la clase trabajadora demuestra cada vez con más fuerza su determinación de defender las conquistas sociales, estas reivindicaciones no pueden llevarse a efecto sin cumplir otras que afectan directamente al recorte de derechos civiles y laborales, como la sindicalización, la negociación colectiva, la huelga e, incluso, la propia libertad de expresión. En definitiva, la salida que buscan las élites económicas y políticas para esta crisis pasa por retomar la senda de políticas que vienen implantándose desde finales de los años setenta en todo el mundo. Así, hay una continuidad clara entre las primeras políticas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher (al respecto de la privatización, la protección del valor de los grandes fondos o el ataque a lo público), los recortes y otras medidas que se están aplicando mientras se agitan los fantasmas del déficit y del rescate. Bajo la coartada de la crisis, estas políticas pugnan por imponerse en una profundidad que era impensable cuando aquella empezaba a mostrarse. 21

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Frente al enfoque de las élites dominantes que mezcla sus urgencias cortoplacistas y sus tradicionales reivindicaciones de clase, la alternativa que se está planteando desde la base de la pirámide social parte necesariamente del enfoque opuesto. Es decir, del tipo de vida y de sociedad que queremos quienes conformamos la base del sistema productivo. Los grandes medios de comunicación han martilleado a esta gran mayoría repitiendo ciertos argumentos, cuyo carácter falaz señalaremos en el próximo capítulo, que sitúan el origen de la crisis en el sostenimiento de nuestro escaso Estado de bienestar, o en un sobreendeudamiento de los eslabones más débiles y, por tanto, menos importantes, de la cadena financiera («hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»). Pero estos argumentos convencen cada vez menos a la clase trabajadora, por muchos motivos. Tal vez el más importante es que esta gran mayoría de la sociedad ya llevaba muchos años en crisis antes del crac financiero de 2007.

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III

La crisis en España no es fiscal, sino bancaria ANTONIO SANABRIA

La llegada de la crisis a España quiso ser vista como evidencia de una «insostenible» política económica, cimentada sobre un gasto público excesivamente generoso. Un Estado de bienestar que no podía pagarse. Las respuestas, primero del gobierno del PSOE en 2010, luego corregidas y aumentadas por el PP, die23

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ron por bueno el argumento al acometer una política de recortes con la que recuperar la confianza de los inversores. Había que recortar el gasto público con el fin de reequilibrar los presupuestos, y hasta reformar la Constitución para priorizar el pago a los acreedores. Pero la crisis, antes que fiscal, es bancaria, consecuencia de una gigantesca acumulación de deuda privada, sobre todo de grandes empresas —créditos bancarios casi en su totalidad— y de entidades financieras. Ya vimos cómo esta crisis comenzó en Estados Unidos, precisamente donde más lejos se ha llegado en la liberalización y desregulación de los movimientos de capitales. Dicho proceso trajo consigo nuevos modelos de regulación bancaria, donde prácticamente desaparecieron los esquemas surgidos como respuesta a la Gran Depresión de 1929, para primar ahora la autorregulación mediante auditorías y ratings privados frente a una debilitada supervisión pública. Mientras, la frondosa diversidad de nuevos y sofisticados activos financieros ofrecía importantes rentabilidades. Pero tal dinamismo escondía un problema: toda aquella expansión estaba sostenida sobre una gigantesca montaña de deuda privada, gestionada por bancos. Cuando finalmente la crisis se evidenció, la banca española parecía estar a salvo al no haber participado de lleno en todos aquellos títulos vinculados a hipotecas de muy baja calidad crediticia: las subprime. El Banco de España había vetado su participación en aquellos productos financieros. Las entidades contaban con otro 24

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recurso para sortear la crisis: las provisiones genéricas o dinámicas. Este instrumento, único en Europa, consiste en una dotación de reservas obligatoria para bancos y cajas, que debían ofrecer durante épocas de bonanza un «colchón» de seguridad con el que afrontar momentos peores. Por tanto, la reducida exposición a los activos «tóxicos» y el modelo de provisiones parecía dejar en mejor situación al sistema bancario español. Esto mismo hizo que en un primer momento las ayudas públicas fuesen comparativamente escasas frente a los costosos rescates de otros países. Sin embargo había dos problemas latentes, derivados de un modelo productivo insostenible, donde el sector de la construcción llegó a representar el 17% del PIB. El primero era la excesiva concentración del negocio bancario en el ladrillo. El segundo, vinculado a la expansión crediticia propiciada por la burbuja inmobiliaria, consistía en su dependencia del ahorro externo. Ambos problemas terminaron por hacerse realidad. La explosión de precios inmobiliarios no fue algo exclusivo de España o de economías de la eurozona, sino un fenómeno global —salvo en Japón y Alemania, pero porque ya tuvieron antes esa misma situación—. Un sector financiero hipertrofiado en un contexto de bajos tipos de interés propició una inflación de activos, entre ellos los inmobiliarios, pero también otros como acciones bursátiles, alimentos o materias primas. En el caso español la conjunción de diferentes factores, como 25

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una fuerte explosión demográfica o la Ley del suelo de 1997, permitieron que destacase frente a otros, tanto en actividad como en precios. Esa sobre especialización productiva con respecto a la construcción se trasladó pronto al ámbito bancario. Así, en 2007 ya más del 60% de la financiación concedida por entidades financieras estaba vinculada al sector inmobiliario. En el caso de las cajas de ahorro este promedio superaba el 70%. El crédito hipotecario se había convertido en su principal negocio, explicando más de la mitad de los ingresos de la banca minorista. A su vez, permitió un crecimiento espectacular del crédito, a tasas anuales medias superiores al 20% en los momentos previos al colapso. Claro que aquel dinero tenía que salir de algún sitio. Las vías de financiación principales de un banco son la captación de depósitos y pedir prestado a otras entidades en el mercado interbancario, o al banco central. Dado que el aumento del crédito era mayor que el de los depósitos, la diferencia se cubría acudiendo a los mercados mayoristas internacionales. Ahí es, con la caída de LehmanBrothers, donde se hace realidad el segundo riesgo latente antes citado: la dependencia del ahorro exterior. Su quiebra supuso que el mercado interbancario se secara. Nadie prestaba a nadie. Ante el estrangulamiento financiero por la falta de acceso al crédito mayorista, las entidades españolas iniciaron entonces una agresiva estrategia de captación de depósitos, o peor, mediante la estafa de las partici26

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paciones preferentes a particulares. La otra vía la proporcionó, a partir de agosto de 2007, el Banco Central Europeo al permitir el acceso ilimitado a financiación para sustituir temporalmente al mercado interbancario. Ese acceso «ilimitado» significa que, al contrario que en las subastas de crédito habituales del banco central, en este caso el BCE no fijaba un tope. Pero ello no quiere decir que la entidad solicitante pudiese pedir lo que quisiera, sino todo lo que pudiera respaldar con activos como garantía del préstamo. Pues bien, el principal activo empleado como aval frente al BCE fueron cédulas hipotecarias. Es decir, créditos hipotecarios convertidos en títulos comercializables. Estas cédulas son, de hecho, la única vía que tienen hoy día los bancos españoles para acceder escasamente a financiación en los mercados. Se entenderán ahora las serias reticencias de algunos a la dación en pago retroactiva que reclama la Iniciativa Legislativa Popular presentada en el Congreso de los Diputados. Conviene recordar al respecto que durante la fase final del boom fueron los bancos alemanes quienes acudieron en tropel a adquirir esas cédulas hipotecarias y, para costearse dichas compras, pedían antes el dinero prestado al Bundesbank, el banco central alemán. La «respiración asistida» del acceso a financiación desde el BCE no conllevó una reactivación del crédito hacia hogares y empresas, sino que sirvió para que las entidades compraran deuda pública española como activo refugio, con lo que el dinero se mantenía en el 27

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circuito financiero sin canalizarse a la economía real. Sin expectativas de crecimiento no hay crédito, y como los recortes alejan cualquier atisbo de recuperación, agravan la contracción crediticia. En efecto, ante una recesión por sobreendeudamiento privado como la actual, los agentes económicos priorizan comprimir deuda. Así, los bancos no prestan, las empresas no invierten y reducen plantilla, mientras los hogares tiran de ahorros (si los tienen) y no consumen. El Estado es el único capaz de romper ese círculo infernal mediante políticas expansivas de demanda que prioricen la creación de empleo y la redistribución de la riqueza. Pero sin banca pública y con recortes solo se garantiza una espiral donde, cuanto más pagas, más debes. En el caso de la banca, se mantiene estrangulado su acceso a la financiación mayorista mientras ven reducirse los depósitos de sus clientes. Por el lado del activo, aumenta la morosidad de sus préstamos, en especial el promotor (auténtica subprime española), pero no solo, y cae el precio de los bienes raíces que las entidades mantienen en propiedad. Las continuas reformas financieras trataron primero de fusionar cajas para mejorar sus recursos, pero trajeron monstruos como BFA-Bankia, cuyo agujero supuso el rescate del sistema financiero español soportado por el Estado. Luego intentaron aumentar el colchón de provisiones bancarias, o la creación del «banco malo» con la Sareb, para desgajar de los bancos sus activos «tóxicos», pero tampoco atajan el problema. En efecto, 28

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las mayores provisiones no sirven, como no sirvieron las anteriores, mientras persista el austericidio impuesto por los acreedores y defendido por el gobierno. De igual modo, por más que se saneen los balances, si persiste la recesión con un elevado desempleo (superior al 26%) se verán dañados activos ahora sanos. Tampoco se ataja el problema de raíz, un modelo financiero donde el riesgo de la actividad bancaria se hace colectivo, aunque no sus ganancias. Como muestra el caso de Lehman, es cierto que dejar caer a un banco conlleva un efecto sistémico mucho más costoso todavía. Pero el debate debería ser entonces no tanto su rescate, sino para qué se rescata y si nos podemos permitir el modelo bancario vigente. De igual modo, la crisis de los bancos es reflejo de una crisis social; la de las crecientes desigualdades que alimentaron la burbuja de deuda privada y la recesión, ahora ante unos niveles de desempleo y pobreza que son también sistémicos. Si no se invierte el orden de prioridades para el rescate, el resultado, como veremos, supone socializar deuda privada. Y solo para que todo siga igual.

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IV Cambio de las reglas del juego: la socialización de las pérdidas BIBIANA MEDIALDEA

Una vez que estalla la crisis, las reglas del juego mediante las que habitualmente se reparten los resultados de la dinámica económica se dan la vuelta. Tengamos en cuenta que durante los mal llamados años del boom de la economía española, las desigualdades sociales y económicas en nuestro país no solo no se redujeron, sino que, como se analiza en el siguiente capítulo, aumentaron. Pensemos por ejemplo que, según el Barómetro Social, entre 1999 y 2007 los salarios registraron un crecimiento ínfimo en términos reales, del 1%, y el subsidio de 30

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desempleo creció solo un 4%. Mientras, los beneficios empresariales crecieron un 50%, el valor de los activos financieros un 90% y el del patrimonio inmobiliario en torno a un 125%. Es decir, los resultados beneficiosos de la dinámica de crecimiento, por otra parte enloquecida desde el punto de vista medioambiental, se concentraron en un conjunto reducido de manos privadas, mientras que la mayor parte de la población no vio mejorar sus ingresos, su acceso a los servicios públicos o sus condiciones laborales. Pero el estallido de la crisis cambia el rumbo de las cosas: llegó el tiempo de compartir, debieron pensar algunos. Así, mediante diversos mecanismos, los grupos sociales que se apropiaron de las ganancias económicas anteriores en forma de beneficios y plusvalías inmobiliarias y financieras, consiguen ahora que las pérdidas directamente derivadas de sus prácticas temerarias se repartan entre toda la población. ¿Con qué criterio? El de la regresividad. Es decir: pagan, por una crisis que no han generado, proporcionalmente más aquellos grupos sociales que menos renta y patrimonio tienen. Desglosemos brevemente cuáles están siendo estos mecanismos perversos de socialización de pérdidas. Por un lado, la recesión económica que resulta del estallido financiero analizado en el capítulo anterior impacta con mayor severidad sobre los colectivos con peores condiciones de partida. Por ejemplo, sabemos que los más de seis millones de personas desempleadas no se distribuyen de forma equitativa entre los distin31

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tos estratos sociales, sino que se concentran en los de menos ingresos y nivel formativo; de la misma forma que lo hacen los más de 420.000 desahucios ejecutados desde que empezó la crisis. Según datos del Ministerio de Empleo, a partir de 2009 el crecimiento salarial no alcanza al de los precios, por lo que la capacidad adquisitiva de la población asalariada retrocede desde entonces. Mientras, no es que la crisis no haya empeorado los sueldos de los directivos, ¡es que han seguido creciendo! Los ejecutivos y miembros de dirección de las empresas que cotizan en el IBEX35 han pasado de cobrar un promedio de 873.666 euros anuales en 2007 a 1,07 millones de euros en 2011. La crisis no perjudica (¡incluso beneficia!) a los altos despachos en los que se gestó; las pérdidas se concentran a pie de calle. Por otra parte, la crisis bancaria activa mecanismos adicionales de socialización de pérdidas. El más explícito quizás sea el de los rescates bancarios: dinero público transferido a las entidades financieras privadas que acumularon ingentes beneficios, causaron la crisis, y que ahora acceden a nuestro dinero sin ofrecer contrapartidas a cambio. Por el momento no es posible ofrecer una cifra exacta, porque las operaciones son complejas y el proceso no ha finalizado, pero habría que contabilizar, al menos: a) el rescate bancario solicitado formalmente por el gobierno a la Comisión Europea a finales de 2012; b) los recursos empleados en la liquidación y venta de cajas de ahorro; c) las inyecciones de capital a bancos «nacionalizados»; y, por último, 32

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d) el inminente desembolso asociado a la creación del llamado «banco malo». Teniendo esta última partida en cuenta, y según las estimaciones que se han publicado en los medios, estaríamos hablando de no menos de 120.000 millones de euros: aproximadamente un 12% del PIB. También conviene considerar que el Banco Central Europeo (BCE) ha concedido a los bancos españoles más de 340.000 millones de euros públicos en forma de créditos a intereses reducidos. Se trata de crédito público en muy buenas condiciones y susceptible de usos alternativos para los que, sin embargo, «no hay dinero»: la creación de empleo, el mantenimiento de servicios públicos esenciales o el acometimiento de inversiones orientadas a reorientar nuestro modelo productivo, por ejemplo. En todo caso, dada la cuantía de la factura total, parece clara la necesidad de contar con un sistema bancario público que de verdad responda a los intereses mayoritarios; es decir, bajo control social efectivo. No hay otra forma de garantizar que esto no vuelva a ocurrir. Casi simultáneamente, según la crisis bancaria deviene en fiscal, entra en escena un nuevo instrumento de socialización de pérdidas: la deuda pública. Aunque el Estado había mantenido sus cuentas muy saneadas durante los años previos, la crisis las deteriora a gran velocidad. Por un lado el volumen de deuda pública se dispara, en parte, debido a los rescates bancarios. Parece lógico que se plantee que hay componentes de la deuda, como precisamente este, que con rigor no debería 33

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calificarse como «pública». Es imprescindible poner en marcha una auditoría que permita arrojar luz sobre la cuestión, ya que incluso a simple vista se detecta que la ciudadanía está pagando por una deuda que no le corresponde. No podemos olvidar que, al inicio de la crisis en 2007, aproximadamente el 62% del total de la deuda del país provenía de grandes bancos y empresas. ¿Por qué tendríamos que pagar todos esa deuda? Por otro lado, además de por el volumen creciente de deuda pública, el problema fiscal procede de las condiciones en las que se financia esa deuda: unos tipos de interés artificialmente elevados, de los que se benefician los inversores financieros privados (en su mayoría bancos) que compran los títulos de deuda. Ese sobrecoste, que resulta inevitable comparar con los intereses favorables de los créditos que el BCE concede a los bancos privados, se convierte en un nuevo gasto público descontrolado. La única forma de evitarlo sería contar con una institución, ya sea española o europea, que bajo estricto control democrático tuviera capacidad para gestionar la política monetaria en defensa del interés común y no de los especuladores. La última vuelta de tuerca se produce porque la creciente deuda pública así generada es pagada, de nuevo, proporcionalmente más por quien menos tiene. Esto se debe a que nuestro sistema fiscal es profundamente regresivo: comparemos el 10% de tipo efectivo al que tributan los beneficios empresariales, el 1% de las SICAV, o el fraude que en más de un 70% se concentra 34

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en grandes empresas y fortunas, con el IRPF que se aplica sobre las rentas del trabajo de la mayoría de la población. Nuestro sistema fiscal opera como Robin Hood, pero al revés. La situación se agrava cuando para pagar la deuda se activan las políticas de austeridad, porque el deterioro de servicios públicos y el recorte de prestaciones sociales golpean con más intensidad, otra vez, a los grupos sociales más vulnerables. Conviene aquí al menos recordar el impacto específico que tienen algunos recortes —como los aplicados sobre dependencia, escuelas infantiles o asistencia social— sobre las mujeres, que pasan a cubrir dichos servicios en el ámbito familiar sin remuneración ni derechos asociados como contrapartida. A lo que hay que añadir los efectos, también desigualmente distribuidos, de las «reformas» que se aplican para ganar la credibilidad de los mercados a los que hay que convencer, precisamente, de la sostenibilidad de nuestra deuda pública. En este sentido, las reformas laborales o las de pensiones, ambas de nuevo con un impacto específico sobre las mujeres trabajadoras, quizás sean los casos más evidentes. El cuestionamiento del pago de una deuda pública que no es tal, la instauración de un sistema fiscal potente y muy progresivo, a la par que la reversión de las políticas de austeridad y las contrarreformas, son las únicas medidas que permitirían detener este perverso mecanismo. Se trata, en definitiva, de empezar a cuestionar las reglas del juego vigentes. Hay que cambiarlas, pero 35

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a favor de la mayoría. Ya sabemos en qué resulta un funcionamiento económico que gravita en torno a la obtención de beneficios privados. Hemos comprobado qué papel juegan las necesidades y derechos de la mayoría social, tanto en tiempos de «auge» como de crisis. Ha llegado el momento de atrevernos a pensar un verdadero cambio en las reglas del juego económico. Urgen otras reglas radicalmente distintas, pensadas para el 99% de la población. Unas reglas económicas radicalmente democráticas.

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V

Quién paga la factura: regresión salarial y desigualdad LUIS BUENDÍA

Durante años se nos intentó convencer de las maravillas de un modelo productivo que quedó sintetizado en aquella célebre frase presidencial del «España va bien». Ya se han mostrado diferentes aristas tanto del forjamiento del modelo como de sus consecuencias. Ahora 37

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nos vamos a centrar exclusivamente en la desigualdad, analizando lo ocurrido tanto antes como después del estallido de la crisis, efecto de la socialización de las pérdidas. Situándonos en primer lugar en los años que precedieron a la actual crisis económica, ya en tiempos de prosperidad, la parte de todo lo que se produjo que fue a parar a los trabajadores en forma de remuneraciones (participación de los salarios en la renta) cayó desde un 66,1% del PIB en 1998 al 61,2% en 2007. Dicha participación depende de la evolución de dos factores: los salarios y el empleo. Pues bien, durante esos mismos años se crearon en España más de seis millones de puestos de trabajo, casi un tercio de los creados en toda la Europa entonces de los 15, de tal manera que la tasa de desempleo se redujo a la mitad. Esto, que constituye un hito en la economía española, no se tradujo en una mejora de la participación de los salarios en la renta. Ello fue así porque el crecimiento de esos salarios fue exiguo, pero sobre todo porque las rentas del capital (principalmente beneficios empresariales y rentas financieras) crecieron muchísimo más rápido que las rentas del trabajo, acentuando la desigualdad en la medida en que son muchas menos las personas que viven del capital que las que dependen de su trabajo. Tuvo lugar una regresión salarial, un retroceso acaecido aún en un contexto de crecimiento robusto de la economía e incluso del empleo. Con el fin de atenuar estas desigualdades el Estado trata de intervenir en un proceso denominado redis38

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tribución de rentas, de manera que es normal que la distribución de la renta sea más desigual antes de la intervención pública que después. Para ello cuenta con dos grupos de instrumentos principalmente, ambos parte fundamental del denominado Estado de bienestar: los ingresos y los gastos públicos. Desde finales de los años noventa y durante la pasada década tuvo lugar una erosión en la capacidad redistributiva del Estado por el lado del ingreso, lo que fue debido a las reformas fiscales aplicadas. Así, a pesar de que aumentaron los ingresos públicos como porcentaje del PIB, se hizo mediante impuestos con menor capacidad redistributiva. Esto se vio acentuado por otro hecho: si entre los años ochenta y primeros años noventa habíamos asistido a una convergencia en el gasto social (medido como porcentaje del PIB) entre España y el resto de Europa, desde mediados de los noventa el proceso fue el opuesto en detrimento de España, con niveles inferiores a la media europea. Un resultado de dicho proceso es la mermada capacidad que tenía el Estado para reducir la pobreza incluso antes de la crisis: en 2006, la tasa de pobreza caía del 24% al 20% gracias a la acción estatal, mientras la reducción media en Europa alcanzaba 10 puntos porcentuales (del 26% al 16%). Por su parte, la desigualdad presentaba por entonces en España uno de los niveles más altos de la UE-15. Aún más, buena parte del nimio crecimiento de los salarios fue absorbido por una minúscula franja de población, el 1% más rico, 39

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compuesta de grandes ejecutivos, estrellas de la televisión o el deporte, etc., que cobran sus remuneraciones en forma de salarios pero en cuantías desorbitadas en comparación con el resto de asalariados. Ese 1% pasó de llevarse en 1998 el 8,1% de los salarios de toda la economía, a quedarse con el 8,9% en 2007. En lo que se refiere a la otra gran fuente de desigualdad, la derivada del género, es ciertamente ilustrativo que a pesar de la reducción en las diferencias registrada durante la etapa expansiva —debido a un mayor crecimiento de la tasa de empleo femenino y a una leve contracción de la brecha salarial, medida como la diferencia de ingresos brutos por hora entre mujeres y hombres—, la tasa de empleo femenino seguía 25 puntos por debajo de la masculina, y ellas ganaban un 12% menos por trabajos equiparables a los de ellos. Naturalmente, el estallido de la crisis empeoró estas tendencias. Particularmente dramático ha sido el aumento del desempleo: la crisis se ha tragado millones de empleos con la misma voracidad con la que los creó, mostrando lo efímero de las cualidades de un modelo productivo desastroso. El paso de una tasa de desempleo del 8,3% en 2007 a otra del 26% en 2012 tiene una triple implicación: por un lado, la situación de desempleo constituye un problema económico personal evidente, pero también, en términos colectivos, político, en la medida en que sirve para disciplinar al conjunto de los trabajadores, que se tornan más reacios a las reivindicaciones en sus centros de trabajo. Por otro 40

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lado, en un Estado de bienestar como el español en el que prestaciones clave —como el subsidio de desempleo o las pensiones de jubilación— dependen del historial laboral, un aumento del paro impacta negativamente en las rentas de amplias capas de la población. Y por último, el desorbitado incremento en el número de parados supone una carga para las cuentas públicas por el lado del gasto, pero también por el lado del ingreso al reducirse las personas que contribuyen a las arcas públicas. Fruto del mayor desempleo es la intensificación en la caída de la participación de los salarios en la renta. La labor redistributiva del Estado se ha visto perjudicada por unos recortes de gasto que se han ensañado con las partidas que conforman el Estado de bienestar. Considerando exclusivamente las principales partidas de gasto en servicios, las estimaciones más recientes sitúan este recorte en un mínimo de 15.000 millones de euros solamente entre 2010 y 2013, o lo que es lo mismo, una octava parte del dinero destinado a rescatar a los bancos. A ello hay que sumar las reformas fiscales aplicadas, con una subida indiscriminada de los impuestos indirectos (como el IVA) que inciden proporcionalmente más en quienes menos tienen. Está teniendo lugar, por tanto, una destrucción de la capacidad redistributiva del Estado, que, como hemos señalado ya partía de niveles modestos. En consecuencia, la desigualdad ha crecido en todas sus dimensiones y manifestaciones. El 35% de pobla41

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ción más pobre ha visto sus ingresos reducirse entre un 10% y un 45% entre 2007 y 2010, frente a caídas medias de entre el 5% y 1% para el 10% más rico. Por su parte, el coeficiente de Gini (que oscila entre 0 y 1 según pasa de la igualdad a la desigualdad absolutas, respectivamente) pasó del 0,313 en 2008 al 0,340 en 2011 (estando la media de la UE en 0,30). Por otra parte, el desmantelamiento de servicios sociales básicos ha devuelto al hogar a ingentes cantidades de mujeres en su papel de «cuidadoras de última instancia», víctimas por tanto de un Estado de bienestar otrora mediocre y hoy en ruinas. Esto ayuda a explicar que la tasa de paro se muestre más benigna con ellas: simplemente abandonan el mercado de trabajo; pero las repercusiones en materia de derechos económicos —ingresos, prestaciones y demás— devuelven a España años atrás en lo que a las condiciones económicas de las mujeres se refiere. Finalmente, un informe de Comisiones Obreras estima la pobreza en un 28% de la población (y de nuevo con mayor incidencia entre las mujeres) mientras datos de Cruz Roja muestran que el 42,3% de los españoles no puede permitirse usar la calefacción en invierno. Entretanto, leemos estupefactos que los millonarios han visto crecer sus SICAV o que modistos o joyeros de lujo se instalan por primera vez en grandes ciudades españolas precisamente ahora. La crisis, está claro, no afecta a todo el mundo por igual. En definitiva, partiendo de unos niveles de desigualdad notablemente superiores a los países de nuestro 42

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entorno, las políticas aplicadas en los últimos años en general, y las medidas adoptadas tras el estallido de la crisis en particular, no han hecho sino ahondar en estas tendencias. Pero además, estas relaciones económicas tienen su correlación en las relaciones de poder, y eso es lo que vamos a ver a continuación.

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VI

El significado político de la desigualdad: la concentración del poder RICARDO MOLERO SIMARRO

Como hemos visto, la existencia de un alto grado de desigualdad en la distribución de la renta y en el acceso a la provisión de servicios básicos, como la salud, la educación o los cuidados, es relevante porque deteriora la capacidad de tener un nivel de vida digno. Pero además, la desigualdad de la renta también es importante debido al vínculo directo que tiene en nuestra sociedad con la concentración del poder. La 44

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desigualdad acumula la riqueza en las manos de unas pocas familias, ya sea en forma de activos financieros o propiedades inmobiliarias. Gracias a ello estas familias pueden controlar el sistema financiero, el aparato productivo y los medios de comunicación, lo que les permite presionar, directa e indirectamente, a las instituciones políticas. El consiguiente desequilibrio de la balanza de nuestro sistema representativo hacia políticas que favorecen una mayor ampliación de su riqueza acaba generando un círculo vicioso entre el nuevo incremento de la desigualdad provocado por dichas políticas, la creciente concentración del poder económico y su cada vez más profunda cooptación del sistema político. La desigualdad se convierte así en la herramienta básica de control social. Alrededor de ese círculo estamos dando vueltas desde, al menos, la crisis económica de los años setenta. Las medidas de contrarreforma neoliberal puestas en marcha frente a ella provocaron un empeoramiento de la desigualdad, una pérdida del control relativo que los estados ejercían sobre el aparato productivo y un incremento de la capacidad del poder económico para presionar al político. En concreto, en el caso de la Unión Europea los grupos de poder financiero e industrial europeos han podido influir en el proceso de integración, de manera directa o a través de sus lobbies en Bruselas (un total de 2.500, con 15.000 personas trabajando en ellos). Aprovechando la falta de representatividad democrática de las instituciones 45

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comunitarias, dichos grupos han conseguido que la Unión Económica y Monetaria tome una forma favorable a sus intereses. De este modo, las medidas generales de liberalización y privatización, así como las legislaciones sectoriales, han ampliado la desigualdad de ingresos, y, con ella, la riqueza y el poder de las élites europeas, permitiéndoles ahora imponer una respuesta regresiva a la crisis. En España, la profundización de dichas medidas por los sucesivos gobiernos también ha incrementado la concentración de la riqueza. En el año 2002 el patrimonio del 10% de las familias más ricas era cuatro veces superior al del hogar medio, proporción que no ha hecho sino acrecentarse como consecuencia de que esas familias han acaparado más del 30% de la renta nacional durante las últimas dos décadas. Esta cada vez mayor acumulación de riqueza en pocas manos ha hecho posible apuntalar la históricamente concentrada estructura de la propiedad empresarial. A finales del año 2006 únicamente 1.200 personas formaban parte de los consejos de administración de las empresas cotizadas en bolsa. Es decir, que apenas un 0,003% de la población controlaba un valor de cotización que era equivalente a un 80% del PIB de la economía española. Los estudios de concentración del poder empresarial previos a la crisis (de donde se extraen estos datos) muestran, además, que los vínculos entre los consejos de administración de las distintas empresas son múltiples, formando auténticas redes de poder de carácter familiar. 46

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El hecho que de esos 1.200 consejeros solo 76, un 5%, eran mujeres muestra a las claras el sesgo de género que tiene el poder en nuestra sociedad. Gracias a su control del aparato productivo, estas redes masculinizadas han ejercido su influencia sobre el poder político por diversas vías. En primer lugar, a través de la presión que el control de los sectores estratégicos y los medios de comunicación (en su mayoría propiedad de esas familias, bancos o de sociedades de inversión), les permite poner en práctica. En segundo lugar, a través de medios más directos, como por ejemplo, la política de «puertas giratorias». La lista de políticos que se han aprovechado de su cargo público para obtener un puesto en los consejos de administración de las grandes empresas españolas es larga y no para de crecer: Felipe González en Gas Natural, la cual compró a la pública Enagás a precio de saldo siendo aquel presidente del gobierno; José María Aznar en Endesa, la cual él mismo privatizó, y Elena Salgado en una de las filiales de esa misma empresa; Rodrigo Rato, Eduardo Zaplana y numerosos familiares de altos cargos del PP en Telefónica, junto con Javier de Paz, antiguo secretario de las Juventudes Socialistas; Pedro Solbes en Enel, la eléctrica italiana que fue autorizada a comprar Endesa por él mismo; o José Güemes, ex consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid que fue contratado (aunque luego renunciase a su cargo) por la empresa de análisis clínicos que se hizo con unos laboratorios públicos privatizados cuando él era 47

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consejero. Estos vínculos entre el poder económico y político se han hecho aún más evidentes al destaparse durante los últimos años claros casos de corrupción vinculados a la financiación irregular de los principales partidos políticos. El hecho es que, gracias a la utilización de todos estos mecanismos, los grupos de poder empresarial han sido capaces de imponer su agenda de política económica. Así, se ahondó en la batería de medidas provenientes de Europa con otras propias, como la liberalización del suelo, la desregulación laboral o las reformas fiscales regresivas (implantación de las SICAV, desaparición del impuesto sobre el patrimonio o disminución de la tributación del impuesto de sociedades), desarrollándose además una demostrada tolerancia con el fraude fiscal de las grandes fortunas de nuestro país. A nivel regional, el poder de los empresarios locales, especialmente promotores inmobiliarios y constructores, se impuso en los gobiernos autonómicos y ayuntamientos, dependientes financieramente de la recaudación del IBI (Impuesto sobre Bienes Inmuebles). Ese poder ayuda a explicar por qué las cajas de ahorro, cuyos consejos de administración eran controlados por los partidos con representación en los parlamentos regionales, mantuvieron una política crediticia que hinchó la burbuja inmobiliaria. Y también permite entender la tolerancia con la elusión de la legislación medioambiental, entre otras, de la ley de costas. El modelo productivo que estas políticas generaron se vino abajo como consecuencia de la explosión de la 48

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citada burbuja. Sin embargo, las redes de poder empresarial, agrupadas en el Consejo Empresarial por la Competitividad, mantienen intacta su capacidad para imponer sus intereses. No en vano, ayudadas por las exigencias de recortes provenientes de la UE, han forzado la adopción de unas medidas que, lejos de ayudar a salir de aquella, solo sirven para socializar las pérdidas de la crisis y, como hemos visto, incrementar la desigualdad. Tal y como explicábamos arriba, la relevancia de este proceso se explica no solo porque debido a él estén empeorando nuestras condiciones de vida, sino también porque la mayor concentración de la riqueza a la que va asociado está provocando una profundización de la concentración de poder en las mismas manos que lo detentan desde hace décadas. De hecho, es un error interpretar que las ineficaces políticas de ajuste se están poniendo en marcha por algún tipo de miopía ideológica de los economistas que las defienden. Por el contrario, el ajuste no solo se explica económicamente, sino también políticamente. Es la herramienta que las élites tienen para apuntalar su poder, aprovechando la crisis para generar una nueva reproducción del círculo vicioso que nos lleva de la desigualdad a la concentración del poder económico y político, un poder cuyo sesgo patriarcal explica, además, el mantenimiento de las desigualdades de género. En la sociedad en la que vivimos la desigualdad, la acumulación de riqueza y el control del régimen político se encuentran unidos por un hilo que pare49

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ce invisible, pero que marca los límites de la misma democracia. Por tanto, en la batalla contra esta salida regresiva a la crisis que se nos quiere imponer, no solo está en juego evitar que empeoren nuestras condiciones de vida, sino también propiciar la posibilidad de que la democracia se haga, en algún momento, realidad.

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VII

La crisis política, una representación oligárquica VÍCTOR ALONSO ROCAFORT

No es bueno exagerar con los conceptos políticos. No estamos ante un régimen tiránico, ni mucho menos ante un Estado totalitario. Sin embargo, la crisis económica está revelando que no podemos hablar tampoco, al menos estrictamente, de democracia en España. Ni siquiera minimizando esencialmente el concepto o 51

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desdoblándolo en múltiples modelos. Esta categoría analítica no es útil para significar adecuadamente el conjunto de fenómenos, actores e instituciones que marcan la vida política del país. Si la utilizamos, exageramos. La crisis económica ha revelado y provocado una crisis política de hondo calado, por lo que parece necesario revisar nuestras concepciones previas para comprender todo su alcance, así como para encarar mejor la salida. Acabamos de leer en los capítulos precedentes cómo la crisis económica arrancó de un modelo ya de por sí desigual durante los años de crecimiento. La concentración del poder económico en unas pocas manos se ha ido agudizando cada vez más, y esta tendencia resulta clave para comprender las decisiones que se han tomado durante la crisis a espaldas de la ciudadanía, y contra ella. Lo más preocupante es que nuestro régimen político no goza de barreras para impedir todo ello sino que, al contrario, parece fomentarlo. El concepto de oligarquía, como primer paso, nos puede ayudar a entender mejor qué está pasando. Como señalan Jeffrey Winters y Benjamin Page, el grado de desigualdad de un país es un indicador excelente para medir la fuerza de una oligarquía. Recordemos que España en 2011 muestra un índice de Gini de 0,34, casi a la par con Portugal, superada dentro de la UE-27 solo por Letonia y Bulgaria. La oligarquía, como veremos, suele convivir con debilitados elementos democráticos. Es un concepto, 52

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además, que puede resultar inasible si no se concreta. Nos gobiernan unos pocos, de acuerdo, ¿pero quiénes son? ¿Cuántos? ¿Qué les une como grupo? ¿Sobre qué políticas influyen? ¿A través de qué medios? Hoy día, y tomando en cuenta lo expuesto en el capítulo anterior, podemos al menos hablar de una oligarquía protagonizada por tres grupos. En el primero irían aquellos que llevan décadas acumulando cargos públicos y dominando el aparato de sus partidos. Si cerramos el círculo a PP y PSOE para el conjunto del Estado español, al PNV en Euskadi y a CiU en Cataluña, no tenemos más que un puñado de personas que se han estado turnando al frente de nuestras principales instituciones en estos últimos 30 años. Son ellos quienes, en última instancia, deciden. En segundo lugar están los propietarios de grandes empresas, medios de comunicación y bancos. El punto clave reside en cuántas de las medidas políticas tomadas durante los últimos años por el grupo anterior responden a sus intereses, y no al de la ciudadanía, ese 99%. El fenómeno de las puertas giratorias en sectores afectados por la privatización, como se ha detallado ya en este libro, parece mostrar a las claras quién mantiene la sartén por el mango. También el drama de los desahucios: se expulsa gente por orden de bancos rescatados con dinero público, y se cumple el mandato desde la fuerza policial enviada por el Estado. Estos casos cruciales pueden abrirnos los ojos a una realidad más amplia. 53

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En tercer lugar hay una serie de organismos que se han construido como garantes a nivel internacional del interés económico de estos bancos y empresas, así como del de los grandes accionistas y acreedores. Son quienes, como veíamos también, vienen imponiendo las recetas neoliberales a la hora de gestionar la crisis, las mismas políticas que al menos desde 1980 se han esgrimido para empobrecer a millones de personas y enriquecer multinacionales. Entre estos organismos quienes más nos afectan son la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, cuyos directivos y burócratas, recordemos, carecen de vínculos democráticos directos con la ciudadanía. Puede ser útil precisar que esta oligarquía supone un pequeño subconjunto de la clase alta; en concreto, son quienes gozan de gran poder político además de económico. Asimismo, no se trata de élites procedentes de campos diversos. En el centro de sus intereses hay una base material específica: una riqueza que defender y expandir. Esto es lo que los une. Por otra parte, si al menos estuviéramos en una descafeinada democracia pluralista, tendríamos ante nosotros una influyente diversidad de pequeños grupos intermediando entre la ciudadanía y el gobierno a la hora de lograr demandas muy concretas. Es cierto que colectivos ecologistas, feministas, pro derechos humanos, de víctimas del terrorismo, antiabortistas, representantes de autónomos y pymes, sindicatos, iglesias, otros partidos minoritarios, plantean sus reivindicaciones. 54

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Y a veces se les hace caso, sí. Pero en realidad el grueso de las decisiones, las más importantes, las que determinan el rumbo de nuestras vidas, las toman quienes están en la lista de aquellos tres grupos bien concretos. Y en beneficio propio; sin atender verazmente a nadie más. Quienes tienen un poder de decisión real no serán así más de 5.000 personas, como los viejos oligarcas de la antigua Atenas, cuando en España somos 47 millones de habitantes. Pero, ¿cómo se ha producido una desconexión tal de los cargos públicos con sus representados? ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Para que el vínculo con la ciudadanía exista, y podamos hablar de representación democrática, deberían cumplirse teóricamente una serie de condiciones. Casi nadie duda de que un cargo político no elegido por la ciudadanía, que no responde ante las leyes y que no está obligado a cumplir sus deberes, no es democrático. Sin llegar a tales extremos —que por cierto, cumple a la perfección la figura del monarca— sí podemos decir que hoy día, en España, varios elementos hacen dudar de que haya una representación política democrática. Podemos empezar por la rendición de cuentas. Es sabido que los cargos nacionales, autonómicos y municipales son escogidos por el aparato de sus partidos para ir en las listas electorales. Una vez salen de sus puestos públicos no responden por lo que han hecho. El mecanismo de las elecciones, que en principio debería hacer esa función fiscalizadora para quienes aspiran a 55

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la reelección, no solo es insuficiente sino que se está mostrando ineficaz. La corrupción que ha ido aflorando in crescendo durante la crisis revela un estrepitoso fracaso de nuestro país en esta materia. También hemos de evaluar si el representante actúa con sensibilidad hacia sus representados, o si por el contrario sirve a intereses espurios. Al no ser delegados con un mandato imperativo que cumplir, se acepta que tengan cierta libertad a la hora de tomar múltiples decisiones al día. Con una salvedad, esta independencia no es absoluta. Hay un programa inicial del que un candidato debe informar convenientemente en cada elección y que funciona a modo de promesa; en una democracia, el deber de un cargo público elegido consiste en cumplirlo al máximo. Durante el desarrollo del mandato en sí, además, el vínculo debe ser intenso y continuado con la ciudadanía para lograr una adaptación lo más democrática posible a la contingencia del tiempo político. Lo que se está revelando en España respecto a los representantes con responsabilidades de gobierno es que el vínculo ha sido fuerte, sí, pero con los grandes banqueros y empresarios, además de con la troika. Donaciones empresariales en época electoral, préstamos bancarios en condiciones favorables que exigen sumisión, reuniones privilegiadas, imposiciones de lo que llamamos Bruselas y otras formas opacas de lobby han generado una concentración de poder político en unos pocos. Recordemos que se reformó la Constitu56

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ción a su antojo en solo 15 días. Es por todo esto que tenemos que hablar de oligarquía. Si giramos el prisma y analizamos ahora los tres poderes políticos tradicionales, el menos democrático es precisamente el que más se ha reforzado desde la propia Constitución de 1978. Me refiero al Poder Ejecutivo, aquel que se encarga de decidir la acción pública. No solo es que la figura de quien dirige el gobierno, de los presidentes autonómicos o de los alcaldes cada vez posea más atribuciones, o que la censura a la acción gubernamental desde el parlamento sea prácticamente inviable, sino que peligrosamente se ha normalizado el gobernar por decreto. El Parlamento sigue así relegado en demasiadas ocasiones a mera comparsa, cuando no a correa de transmisión de lo que decide el partido que controla el Ejecutivo. En teoría tampoco debería ser un frontón mediático, ni un escenario de posiciones bélicas donde cada uno escupe su argumentario al contrario sin escuchar. Debería ser el sitio donde se legisla mediante una deliberación abierta al cambio de posturas, al entendimiento y al conflicto respetuoso entre diferentes. Donde debería acudir también el gobierno para escuchar, repensar, tomar nota y explicar sus decisiones. Se supone que en una democracia la ciudadanía acepta limitar su libertad, obedeciendo unas leyes, porque estas son resultado de un proceso aceptado donde ella es la protagonista. La ruptura del vínculo con los representantes echa esto por tierra. Los partidos polí57

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ticos que vertebran el Parlamento, a su vez, deben ser democráticos y contener en su seno las virtudes de la libre discusión, sin jefaturas opresivas ni control férreo sobre sus miembros. Sabemos también que en una democracia la separación de poderes debe respetar la independencia de los jueces; que cuando la comunidad política juzga, en teoría lo estamos haciendo todos, por lo que es el pueblo también quien debe conformar la base de cualquier sistema judicial democrático. Se debe garantizar la igualdad entre ricos y pobres frente a los procesos, así como cualquiera puede ser capaz de iniciar una acusación. En realidad, aunque en este panorama de mínimos tuviéramos una representación política exquisitamente democrática y un funcionamiento adecuado de los tres poderes clásicos —ni siquiera he nombrado las necesidades básicas de participación ciudadana directa—, no podríamos hablar de democracia si no se respetara la equidad entre los ciudadanos en materia económica, si no se garantizara un suelo digno a cada miembro de la comunidad política. Cuando un ciudadano está subyugado en lo económico, no es libre políticamente. Aunque pueda votar cada cuatro años. Carece de tiempo y recursos para informarse, para pensar, dialogar y actuar en política con tranquilidad. Carece de poder individual para oponerse a las injusticias que pueda sufrir en su trabajo o en la ciudad. Es a menudo dependiente, y eso lastra su coraje cívico. ¿Por qué somos 58

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un país donde no se va masivamente a la huelga pero sí a las manifestaciones? ¿Es democrático un país donde los trabajadores, amenazados además por el paro y la precariedad, pasan un tercio de su vida en empresas o administraciones jerárquicas donde apenas cuentan para decidir? Parece así que caracterizar nuestro régimen como democrático es exagerado. La existencia de elecciones, o la conservación de un Estado de derecho mínimo, son elementos necesarios pero ni mucho menos suficientes para que haya democracia. Asimismo, como último reducto frente a las tendencias oligárquicas que la socavan deberíamos contar con libertades políticas suficientes. Sin ellas la oligarquía no solo avanza posiciones, sino que ya no sería tan exagerado descender a estadios aún más oscuros. A ello dedicaremos el próximo capítulo.

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VIII

El ataque antiliberal a las libertades VÍCTOR ALONSO ROCAFORT

La gran aportación del pensamiento liberal a la democracia se basa en la irreductible defensa de las libertades individuales y públicas que mantiene. Quienes hoy se definen como liberales parecen haberlo olvidado. Autores centrales del liberalismo, como John Locke o John Stuart Mill, mantienen que es posible garantizar una serie de libertades cívicas bajo un gobierno no 60

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democrático. Ambos se oponen a que, sea cual sea la forma de gobierno, se toquen un ápice las libertades fundamentales. Ya en el siglo XIX Stuart Mill era consciente, además, de que la aspiración de los pueblos de Europa residía también en contar con dirigentes temporales, revocables y delegados que los representaran adecuadamente. Esto también iba a ser libertad. Isaiah Berlin es el gran referente liberal de la segunda mitad del siglo XX. En su obra alerta contra los dogmatismos y la política romántica plena de omnipotencia de algunos movimientos revolucionarios. Y a la vez, en su recuperación de la libertad de los modernos, el autor británico nacido en Riga es lo suficientemente lúcido como para recoger que «la libertad del pez grande es la muerte del pez chico». No por casualidad para Berlin, antes de cualquier libertad nominal era preciso gozar de una sanidad y una educación básicas. Stuart Mill y Berlin fueron asimismo de los que mejor formularon una idea muy sencilla: los individuos debemos gozar de libertad sin interferencias, por parte de otros, a la hora de pensar, actuar, expresarnos o asociarnos; a no ser que perjudiquemos o dañemos a alguien. Ahí es donde entra la justificada coacción de las leyes, para protegernos a todos. Gran parte de esta herencia liberal se ha querido recoger en nuestro ordenamiento jurídico con desigual éxito. Fijémonos en los derechos de reunión y manifestación. Estos se contemplan en artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 61

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la Constitución española, y en un desarrollo legislativo concreto posterior que es el que ya nos afecta. Lo que viene a decir la normativa es que todos podemos reunirnos y manifestarnos en libertad si no portamos armas y si no vamos a cometer ningún delito. De darse alguna de estas dos circunstancias, como especifica el Código Penal, la acción se convierte en ilegal. Hasta aquí ninguna contradicción con la doctrina liberal. Hay sin embargo un resabio autoritario en nuestro ordenamiento jurídico. Tanto una ley de 1983 como otra de 1992 exigen que se informe al gobierno de cualquier reunión de más de 20 personas. Y que se expongan los motivos por los que uno se va a reunir. El no comunicarlo no implica cometer una «ilegalidad», aunque sí puede haber sanción para los organizadores; nunca para los asistentes. Hoy en España nos hemos acostumbrado a que quienes deben velar por la ley la tergiversen. Así, miembros del gobierno denuncian manifestaciones «ilegales» cuando en realidad solo son «no comunicadas». Con esa excusa, identifican y multan asistentes, que en ningún caso pueden ser sancionados. Pero si te fías y comunicas, también multan al convocante alegando desórdenes. Se cierra así de manera kafkiana cualquier salida para ejercer las libertades fundamentales mencionadas, por lo que el resultado es que un gobierno cuya misión debería ser protegerlas, las impide. Los dirigentes actuales han convertido así en norma tanto las multas e identificaciones masivas en 62

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manifestaciones pacíficas como, lo que es más grave, las agresiones policiales. Ya no hay duda de que se pretende generar miedo en la población más activa políticamente. El caso de Alfon* fue una señal de alarma clara en este sentido. La policía es una institución pública, pagada por todos, cuya función es protegernos de acuerdo a las leyes. Cuando un miembro o grupo de la sociedad se toma la libertad de agredir a otro gratuitamente, la policía debe estar ahí para velar por la seguridad del amenazado. Jamás la policía puede convertirse en quien agrede gratuitamente. Pero es esto justamente lo que está sucediendo cada vez con más frecuencia en estos cinco años de crisis. Cuando esta aberración se da, y la ciudadanía maltratada logra del poder judicial cierta protección —alguna condena por torturas, por ejemplo—, lo último que debería hacer un gobierno con una mínima impronta liberal es indultar a los agresores. Urge por tanto una remodelación integral de la policía, de sus estructuras y su cultura institucional. Los responsables políticos deben tomar asimismo conciencia de que en una situación política crítica y de creciente incertidumbre, solo se puede echar mano de más democracia.

*Alfonso Fernández Ortega, detenido el 14 de noviembre de 2012, día de huelga general. Salió de prisión el 9 de enero de 2013, aunque continúa en «seguimiento» y está pendiente de juicio.

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Hay otras cuestiones que tampoco son nuevas, pero que hoy estallan. Tanto en los años de crecimiento económico como durante la crisis, el régimen político español ha tratado con gran dureza a los inmigrantes que carecían de papeles administrativos en regla. Se les ha perseguido, identificado racialmente, detenido, privado de libertad de movimiento, deportado; y todo ello sin ofrecerles derechos políticos plenos, como el voto. Se han erigido muros, se han asentado guardias armados en las fronteras, provocándose con esta actitud miles de muertes en nuestras costas. Ahora también se despoja a los inmigrantes sin papeles de la tarjeta sanitaria. Con todo ello se alienta la xenofobia —como ha denunciado Naciones Unidas para el caso español—, a la que podemos interpretar precisamente como una de esas tiranías sociales que tanto temía el propio Stuart Mill. No hace falta por tanto echar mano de ninguna corriente radical, siquiera democrática. Apelando tan solo al liberalismo más clásico, podemos indicar que este gobierno está infringiendo las libertades de aquellas minorías de la población más débiles económicamente y, también, las de aquellas más activas políticamente.

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IX

La persistente amenaza a la igualdad de género SARA MATEOS

También John Stuart Mill, en su ensayo El sometimiento de las mujeres, mostró la incoherencia de que la universalidad de los principios liberales quedase ceñida a los varones. A pesar de la proclama universalista, nada más y nada menos que la mitad de la población quedaba excluida de ser considerada sujeto válido para firmar aquel nuevo pacto político que alumbraba la Ilustración, y que daba origen a las democracias modernas. 65

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Esta alianza social contra el Antiguo Régimen nacía de la razón por encima de las supersticiones, del mérito por encima de los privilegios de cuna, y sin embargo iba a justificar —sosteniendo argumentos que sus nuevos presupuestos ideológicos defenestraban— que la mitad de esa sociedad, las mujeres, aun contribuyendo al logro democrático, quedaran fuera del estatus de ciudadanas. Así sucedería en plena Revolución Francesa. La causa sería justamente algo tan aleatorio como el sexo con el que se nace y las atribuciones «naturales» que de esto se deriva. Porque si naces mujer, tu destino será el de la maternidad, sea ejercida o no. La maternidad no solo ligará ineludiblemente las mujeres a la naturaleza, sino que, en sentido ontológico, las hará permanecer sin excepción (por esencia) más cerca de ella. Este punto de partida acerca de cómo los derechos liberales nacen ciegos a la mitad de la población nos ayudará a comprender la denominada «discriminación estadística». Hoy día, por tanto, podemos discernir nuevas fórmulas de participación democrática, la creación de nuevos canales de interacción, la manera de que el poder emane desde la ciudadanía y no hacia ella. Pero de nada servirá si seguimos obviando la desigualdad estructural intrínseca a su génesis. La lucha por la igualdad entre mujeres y hombres a partir de la instauración de las democracias modernas, la igual ciudadanía de las mujeres, ha supuesto (y está suponiendo) una conquista; no ha venido dada. 66

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Así, si la consecución de la igualdad de género todavía mantiene carencias importantes y requiere de un incesante impulso, la crisis económica, unida a un gobierno conservador, ha servido para profundizar en ellas. La crisis comenzó afectando más a los varones, ya que los sectores más castigados fueron la construcción y otros fuertemente masculinizados. Los recortes, sin embargo, tienen mayor impacto entre la población femenina. Se cierran escuelas de 0 a 3 años, comedores escolares, se desmantela la ley de dependencia… Reducir o eliminar los ya escasos recursos para la conciliación impacta principalmente en las mujeres (nuestro mercado de trabajo mantiene ese atraso). Son las mujeres quienes tienen más empleo parcial, y las que más interrumpen su vida laboral por cuidar a un familiar enfermo, por lo que ampliar los años de cotización para percibir una pensión las penaliza más. Los recortes en políticas sociales afectan al empleo femenino. Y esto impide a las mujeres el acceso a los recursos en iguales condiciones que los varones. Porque el acceso a los recursos está íntimamente ligado a formar parte del mercado de trabajo, y a lo que supone en forma de pensiones o subsidios, por ejemplo. La discriminación estadística actúa, por lo que las mujeres se presentan como «menos disponibles», algo que repercute en percibir menor salario por el mismo trabajo, en gozar de menos posibilidades de promoción, y en tener finalmente más posibilidades de abandonar el 67

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mercado de trabajo, o incluso de no llegar a introducirse en él. Y para qué mencionar la situación a la que se aboca a las mujeres solas, familias monoparentales y mujeres inmigrantes, quienes cuentan con todavía más dificultades en este sistema diseñado bajo el prisma del varón proveedor/mujer dependiente. Modelo que parece sobrevolar el imaginario del gobierno. Aunque ahora se muestre de manera más cruda, el análisis de la economía desde la perspectiva de género viene aportando datos reveladores sobre la configuración del Estado de bienestar basado en la gratuidad de los cuidados y en todo un sistema fiscal y tributario, de mercado de trabajo, que mantiene esta estructura. Sin dejar de lado, tal y como explica Anna G. Jónnasdóttir, que esta dimensión sexo/género es altamente significativa para el desarrollo del capitalismo moderno. Hemos destacado en capítulos anteriores algunos de estos aspectos. Si sumamos este hecho estructural a una voluntad política poco proclive a considerar a las mujeres como personas autónomas, y que reduce el ser mujer a ser madre (no olvidemos las palabras del ministro Alberto Ruiz Gallardón de que lo que hace auténtica a una mujer es la maternidad), nos encontramos ante una «crisis de la crisis» en materia de igualdad de género. Un gobierno fuertemente influido por los principios doctrinales vaticanos, al menos en lo relativo a la libertad de las mujeres y la consideración de su ciudadanía, que apuesta por medidas que afectan directamente esa liber68

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tad, como la pretendida reforma de la ley del aborto. Un gobierno que, por supuesto, recortará las partidas relacionadas con igualdad de género sistemáticamente, aunque no suponga un ahorro significativo. En los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 2013, las políticas de igualdad se recortan en un 24% respecto a 2012, casi el triple de la media de los ministerios que se sitúa en el 8,9%, y algo más del 39% si se compara con 2011. La lucha contra la violencia de género se reduce presupuestariamente en un 7%, lo que supondría desde 2011 casi un 27% menos. Dicen que han recortado en «propaganda», que es como consideran las campañas de prevención, información y sensibilización, que contribuyen a construir una sociedad comprometida, a crear un entorno donde se logre quitar el estigma a las víctimas. Ambas partidas suponen el 0,017% de los PGE. La igualdad parece concebida como un lujo, un capricho políticamente correcto que no tiene nada que ver con los problemas «de verdad», los que se tratan en las cumbres y los G-20. Un lujo prescindible, y no del todo deseable, que en todo caso una sociedad solo puede permitirse en tiempos de bonanza. Lejos quedan los discursos (y esto no es exclusivo de la derecha) de los 8 de marzo. Pero ni siquiera se trata de prioridades a la hora de recortar. El cierre de la oficina de ONU Mujeres en España, que no suponía ningún coste, retrata los planteamientos sobre igualdad entre mujeres y hombres que 69

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posee el gobierno. Más próximos a la doctrina vaticana, como decía, que a la Declaración de los Derechos Humanos y toda la legislación desarrollada por la Naciones Unidas en este ámbito. Y es que quizás esta sea la clave. Qué es lo que entienden por igualdad, por derechos humanos, por individuo, por ciudadanía. Nos encontramos ante un intento, no solo de retroceder en derechos adquiridos, sino ante una pretendida confusión terminológica. Esta se plasma en lo que se ha venido a denominar «ideología de género», con la intención de desacreditar académicamente el pensamiento feminista. Y no solo eso, trata de desconcertar a la sociedad, e impide el desarrollo de una legislación, unas políticas públicas, que se ajusten a la realidad social. Así podemos llegar a escuchar que existe «una violencia estructural que hace a las mujeres abortar», como señaló el propio Gallardón, o se pretenderá tratar la violencia de género como violencia doméstica, como si diferenciarlas respondiera simplemente a un caprichoso cambio de denominación lingüística, al igual que hace UPyD, que llega a afirmar que la igualdad que se construye es «contra los hombres». Se defenderá un concepto único y excluyente de familia y de matrimonio, por ejemplo, entorpeciendo por todos los medios el matrimonio homosexual. Porque bajo este prisma, la «mujer, mujer» debe casarse con un «hombre, hombre» para formar una «familia, familia». El escenario de la crisis se presenta como la coartada perfecta: también hemos vivido por encima de 70

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nuestras posibilidades en lo que respecta a los avances en igualdad de género. En pleno siglo XXI, en esto que llamamos democracias, hay que seguir reivindicando los derechos de las personas como ciudadanas, más allá del sexo con el que nazcan. Derechos, algunos, todavía por conquistar; otros muchos que creíamos inamovibles, por defender; y ejerciendo para todo ello una legítima resistencia ciudadana.

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X Resistencias Fotografías a pie de calle ÁLVARO MINGUITO

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El orden reina en Madrid

18 de enero de 2013, calle Génova. Madrid

Con el comienzo del año 2013 y ante el enésimo escándalo de corrupción político-financiera nacional, en este caso en el Partido Popular, cientos de personas se concentraban durante varios días en los aledaños de su sede en Madrid, en la calle Génova. La publicación en varios medios de comunicación de nuevos datos sobre el caso Bárcenas y los sobres de dinero negro presuntamente repartidos a los altos cargos del partido acababan una vez más con la paciencia de los ciudadanos. Fue sin embargo imposible acercarse a menos de 200 metros de la puerta del edificio. Un impresionante dispositivo policial impedía por completo el acceso a la calle desde cualquiera de sus entradas. Este «estado de sitio» temporal ejemplifica a la perfección la deriva de un gobierno que, incapaz siquiera de cumplir con sus funciones más elementales, pretende imponer su poder mediante el uso de la fuerza y el control policial, y nos ofrece imágenes propias de regímenes totalitarios, legitimando el uso de la violencia ante cualquier protesta que más tarde algunos medios de comunicación convierten en «altercados». Ejemplo similar es el vallado permanente levantado en torno al edificio del Congreso de los Diputados, en la carrera de San Jerónimo, desde el pasado 11 de julio de 2012. Sin embargo…

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Mareas ciudadanas 7 de enero de 2013, Paseo de la Castellana. Madrid Solo unos días antes de la imagen anterior, decenas de miles de personas secundaban la primera gran protesta del año en Madrid, organizada por la denominada «marea blanca». La marea blanca aglutina diferentes movimientos sociales en lucha por el derecho a una sanidad pública, contra los recortes y privatizaciones más o menos encubiertas de los hospitales públicos en Madrid. Del mismo modo, otras mareas como la verde, la azul, la violeta… se organizan de manera asamblearia y horizontal en defensa de la educación pública, contra la privatización del Canal de Isabel II o por el mantenimiento de las políticas de igualdad. El pasado 23 de febrero la denominada «marea ciudadana», confluencia de todas ellas, convocó en más de 50 ciudades del Estado español concentraciones masivas, con la idea de avanzar en la unión de sus distintas luchas que, sin embargo, persiguen un objetivo común: paralizar el desmantelamiento de los servicios públicos.

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La marcha negra 11 de julio de 2012, Plaza de Jacinto Benavente. Madrid A esta convocatoria se unían además, en un intento de aunar fuerzas, participantes de la «marcha negra», trabajadores de la minería que desde junio de 2012 se enfrentan al drástico recorte aprobado por el Gobierno a las ayudas del carbón. Las cuencas de Asturias, León, Palencia, Aragón o Castilla-La Mancha, entre otras, habían organizado el año anterior una marcha de 19 días que llegaba a Madrid el 11 de julio, que era recibida por miles de madrileños al grito de «Madrid entero se siente minero». Durante los meses anteriores, las imágenes de cortes de carretera y enfrentamientos con los antidisturbios, pelotas de goma y botes de humo contra «voladores» y tirachinas, habían llenado los periódicos y noticias de los telediarios. No se recordaba una huelga minera igual desde el año 1962 en Asturias.

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En lucha contra el olvido 17 de octubre de 2012. Universidad Autónoma de Madrid En un despacho de la facultad de Biología, cerca de 200 cajas de plástico transparente, apiladas en poco más de 30 metros, contienen los restos y algunos objetos recuperados de represaliados durante y tras la Guerra Civil. Diversas fuentes estiman en más de 120.000 los asesinados en la retaguardia durante los años de la guerra e inmediatamente posteriores, la mayoría de ellos enterrados en fosas comunes en cunetas o campos de labranza. Condenados a la desaparición forzosa por el bando nacional, en el año 2012 el gobierno del Partido Popular, su legítimo heredero, anunciaba la supresión en 2013 de los fondos de ayuda a la memoria histórica. El trabajo minucioso y respetuoso de los voluntarios suple la falta de medios y ayudas, así como nos obliga a no olvidar las injusticias cometidas en el pasado de este país y la desidia, cuando no indiferencia intencionada, de los poderes actuales respecto a la tragedia.

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Contra los desahucios 16 de junio de 2012, calle Bravo Murillo. Madrid Banqueros, unos ladrones sin palancas y de día […] delincuencia, delincuencia es la vuestra, asquerosos vosotros hacéis la ley.

De esta forma se refería el grupo vasco La Polla Records en el año 1984 al sistema financiero y sus representantes. Aún quedaban por delante años de especulación inmobiliaria y complicadas tramas de financiación que, como en una estafa piramidal, estallaban a finales de la primera década del siglo agudizando en el caso español la crisis en la que nos vemos envueltos. Aunque los desahucios no son una novedad, no han dejado de crecer en número durante estos últimos años, alcanzando la cifra de 58.241 expedientes en el año 2011. Desde hace casi tres años las distintas Plataformas de Afectados por la Hipoteca luchan por la paralización de estos desahucios, mediante la negociación y la acción directa, impidiendo el paso a los agentes el día del lanzamiento y ocupando sucursales o incluso la Empresa Municipal de la Vivienda en Madrid. Empapelar los cristales de algunas oficinas bancarias con el rostro de algunos de los desahuciados ha sido otra de sus formas de protesta.

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La comuna de Sol 12 de mayo de 2012, Puerta del Sol. Madrid Un año después de la manifestación del 15-M, la protesta volvía a tomar las calles en decenas de ciudades del Estado español y otras partes del mundo. Desde entonces y a punto de cumplirse el segundo aniversario de lo que ha dado en llamarse el movimiento de los «indignados», las proclamas, esperanzas, modelos organizativos y métodos de confrontación han ido mutando, reforzándose algunos y debilitándose otros, al tiempo que nos despertamos cada mañana con noticias de nuevos escándalos y con nuevos recortes anunciados por un gobierno decididamente sometido a las leyes que dicta un deshumanizado modelo financiero internacional. El movimiento no partía de la nada, experiencias políticas anteriores dentro y fuera del Estado español habían aportado los mimbres de lo que por el momento continúa siendo un laboratorio de ideas, una puesta en común de prácticas asamblearias y toma de decisiones que nos devuelven el significado real de la palabra democracia. Una barricada más en el terreno de la lucha de resistencia global contra un modelo político-financiero que cada día se nos muestra más agotado.

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XI

El cuestionamiento de un régimen político COLECTIVO NOVECENTO

La mayor parte de las instituciones emanadas de la Constitución de 1978 y del ordenamiento social que propició se muestran claramente incapaces para hacer frente a los desafíos no ya del inmediato futuro, sino del presente mismo. El País, 10 de febrero de 2013

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Esta es la lapidaria frase a la que un diario como El País, nada sospechoso de desestabilizador, recurría en febrero de 2013 para caracterizar la situación política española. Y no es para menos. La gestión que la oligarquía política y económica está haciendo de la profunda crisis que vivimos ha llevado a la economía española hasta los seis millones de personas en paro, ha contribuido a que, según datos de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), unas 420.000 familias pierdan sus viviendas desde 2008 y ha impuesto importantes retrocesos en nuestros derechos sociales y democráticos. Hemos visto a lo largo de los capítulos anteriores cómo las medidas neoliberales —en buena medida responsables de la crisis actual— no solo no han sido desterradas, sino que han pasado a imponerse por las instituciones de Bruselas y por los gobiernos nacionales, ahora con más intensidad. Así, mientras las instituciones financieras españolas reciben cuantiosas ayudas europeas con cargo a los presupuestos del Estado, nuestro sistema público de pensiones, nuestra educación y nuestro sistema público de salud sufren continuos recortes que deterioran su calidad. Mientras que las pérdidas derivadas de la burbuja inmobiliaria se socializan —y son sufragadas mediante impuestos pagados por la ciudadanía—, las oligarquías económicas aprovechan la situación para promover reformas laborales orientadas a abaratar y facilitar el despido, liquidar la negociación colectiva y reducir los salarios. 80

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Se ha señalado también que todas estas medidas ocasionan una redistribución regresiva de la renta en nuestro país, reforzándose con ello las desigualdades de todo tipo. Es más, hemos visto cómo la ampliación de la brecha entre las distintas clases sociales ha reforzado la concentración del poder económico en un minúsculo porcentaje de la población que, una vez tras otra, es el único beneficiado de las principales medidas económicas tomadas por el poder político. De ahí que podamos afirmar que el vínculo representativo de los gobernantes con la ciudadanía se debilita a favor de una minoría unida en su interés por mantener y expandir su riqueza a costa del resto. Todo ello deriva en un creciente rechazo ciudadano hacia la política representativa y, en general, hacia las principales instituciones del sistema. Los dos grandes partidos políticos que han dirigido el gobierno durante la crisis, ajenos a las demandas sociales, entran en contradicción con sus propios programas electorales al defender los intereses de las oligarquías a costa de los derechos de la mayoría. Incluso se intenta dar carta de normalidad al incumplimiento del «programa» en aras del «deber». Todo ello en contra de la mínima sensibilidad democrática. Esta situación ha llevado, tal y como reflejan los sondeos de opinión, al hundimiento en la intención de voto de las dos principales fuerzas políticas: si en las pasadas elecciones generales de 2008 la suma de los sufragios de PP y PSOE alcanzaba el 83,9% de todos 81

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los emitidos, en las estimaciones de voto realizadas a comienzos de 2013 dicho porcentaje apenas se situaba en el 47,4%. Esta profunda desafección afecta no solo al partido conservador ahora en el gobierno, sino también al PSOE, incapaz de servir en este momento de «opción de reserva» en nuestro particular régimen de alternancia. Su limitado proyecto histórico de reforma social aparece hoy día agotado. Su posible «pasokización*» es una hipótesis que ya no resulta lejana. Y es que el PSOE ha desatendido, una vez más, las esperanzas de progreso y de defensa de las conquistas sociales que millones de personas habían depositado en su acción de gobierno. Las razones de esta deslealtad del partido con su base social deben buscarse en su profunda interiorización de las doctrinas social-liberales y, sobre todo, en su complicidad —cuando no directamente en su simbiosis— con las oligarquías económicas y financieras del país. Para una parte de la base social que defiende valores como la igualdad, la solidaridad, el progreso o la importancia de los derechos colectivos, la versión de la socialdemocracia que representa el PSOE está dejando de constituir hoy día una alternativa política distinta a la del Partido Popular, en la medida en que ambos aplican y defienden medidas similares.

*En alusión al partido socialdemócrata griego PASOK, que actualmente no alcanza el 5% de intención de voto, tras haber gobernado el país un total de 23 años.

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Por otro lado, numerosos casos de corrupción añaden leña al fuego del alejamiento ciudadano de la política. Y es que también el envilecimiento hace acto de presencia: nuestros gobernantes nos mintieron al decir que no recortarían los derechos sociales y, además, lo hicieron mientras algunos utilizaban su posición de privilegio como vía de enriquecimiento personal. Pero la crisis política que vivimos tiene tal magnitud que no solo afecta a la credibilidad de los principales partidos del sistema. Afecta al conjunto de las instituciones y consensos surgidos de la Transición. La Monarquía ha sufrido un enorme desgaste y se enfrenta a un claro rechazo social, no solo por su implicación directa en casos de corrupción, sino también porque la reflexión acerca del carácter democrático de la jefatura del Estado está ya en el debate ciudadano. La Justicia carece de la credibilidad necesaria, fruto de su recurrente subordinación a los poderes políticos y económicos. Esto también ha provocado escándalos de sobra conocidos. El modelo territorial del Estado se ve crecientemente cuestionado, evidenciándose la incompatibilidad entre «esta democracia», el «derecho a decidir» y las reivindicaciones nacionales dentro del Estado español. El propio Parlamento es hoy una institución muy erosionada después de realizar una reforma constitucional sin consultar y al dictado de los intereses de los inversores financieros. La crisis política, por tanto, se ha ido revelando poco a poco a partir de un creciente rechazo ciudadano. 83

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Y cuando emerge, en los términos vistos en capítulos precedentes, es de tal amplitud y profundidad que algunas voces empiezan a caracterizarla como «crisis de régimen». En efecto, las instituciones emanadas de la Transición soportan un grado de descrédito elevado al generalizarse la percepción de que no garantizan ya la defensa de las conquistas sociales, ni permiten hacer frente a los desafíos políticos relevantes para la ciudadanía. Es más, cuando legítimamente la gente sale a la calle para hacer uso de sus libertades básicas de protesta, el gobierno las reprime de forma premeditada. En otro orden de cosas, incluso las organizaciones que históricamente han defendido los intereses de la clase trabajadora y de sectores mayoritarios de la población se ven afectadas por dicha crisis. Los sindicatos, instituciones imprescindibles, aparecen hoy día con la credibilidad minada, al menos en lo que respecta a las direcciones de Comisiones Obreras y UGT. Su orientación en los últimos años, dirigida principalmente al diálogo y la concertación social en un contexto de continuos retrocesos, determina que amplias capas de asalariados dejen de percibirlos como instrumentos útiles para la defensa de sus derechos. Además, su errática estrategia durante la crisis no ayuda a cambiar esta percepción. Mientras que por un lado han convocado tres huelgas generales, así como importantes y necesarias movilizaciones sectoriales y sociales contra la política de recortes de los gobiernos de PSOE y PP, por otro lado firmaron una reforma de las pensiones lesiva 84

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para los intereses de la mayoría social, especialmente de la juventud. Por último, la participación en el gobierno de Andalucía desde la primavera de 2012 de una fuerza política como Izquierda Unida —depositaria actualmente de millones de esperanzas y vector clave en la deseable refundación de un nuevo sujeto político que frene la ofensiva neoliberal—, corresponsabiliza irremediablemente a dicha formación con las medidas de recortes impuestas por las élites. Esto contribuye a desorientar aún más a la ciudadanía, que mira hacia la política con la esperanza de encontrar alternativas; y que espera también que el funcionamiento interno de partidos y sindicatos, en lugar de responder a estructuras jerárquicas controladas por un aparato, resulte acorde a verdaderos principios de democracia participativa. Frente a esta profunda crisis la protesta social se ha alzado como primera respuesta. Desde el 15 de mayo de 2011 las calles y las plazas de nuestro país se han convertido, por fin, en verdaderos espacios públicos de encuentro y reflexión colectiva. Las resistencias que han acompañado este proceso avanzan y se fortalecen, convergen con el tejido vecinal y sindical, con los movimientos de defensa de los servicios públicos, y se presentan como condición sine qua non para construir una amplia mayoría social que pueda frenar las medidas de ajuste neoliberal. Puede ser el germen de un nuevo sujeto político, eminentemente democrático en su funcionamiento y propuestas, plural y unitario, 85

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respaldado por millones de personas y capaz de plantear una verdadera ruptura política con el régimen actual. Pero la movilización, aunque necesaria, comienza a mostrar también limitaciones. La ausencia de coordinación entre los distintos colectivos que se encuentran luchando desde hace décadas, o que han surgido durante los últimos años, contribuye en ocasiones a dividir y fraccionar las luchas existentes. Asimismo, la dificultad para establecer estructuras organizativas y decisiones vinculantes desanima a quienes participan en las asambleas, mientras la dificultad en ciertas ocasiones para superar las propuestas defensivas y avanzar hacia propuestas en positivo de cierto consenso constituye un freno. En última instancia la reiteración de la protesta, aun con triunfos importantes, no necesariamente se traduce en el gran cambio social que la profundidad de la crisis requiere. La movilización se convierte por tanto en condición necesaria de la ecuación, pero no suficiente.

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XII

Una reivindicación de la política COLECTIVO NOVECENTO

Decidir entre todos sobre lo que nos atañe a todos. Esto es la base de la política. Lo político hace referencia a lo común, a lo público. El protagonismo en ese ámbito es de la ciudadanía, porque somos seres políticos con capacidad de imaginar y formular proyectos, de ejercer la crítica, de deliberar y juzgar antes de tomar decisiones. De saber escuchar y conseguir narrar lo que nos preocupa. La 87

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devaluación de la política, sin embargo, se produce cuando los puestos de mando en el espacio público se concentran en pocas personas, que deciden sobre el rumbo que tomarán las vidas del resto. Por eso esta crisis está siendo tan terrible. Cuando se ataca la política, hay derecho a defenderla. Si unos pocos toman las decisiones con vistas a proteger o expandir su riqueza, y el sistema representativo actual no solo lo permite sino que se convierte en su correa de transmisión, habrá que pensar cuidadosamente los cambios necesarios. Y aplicarlos con determinación. Es preciso dividir el poder lo máximo posible. Que roten los cargos públicos, y que cualquiera pueda acceder a tales rotaciones. Y para eso hace falta mucho más que formulaciones abstractas: es necesario identificar, para después garantizar, los elementos materiales y simbólicos que permitirán que todas las personas, a pesar de sus diferencias y circunstancias específicas, puedan participar activamente en la vida política. Reivindicar la política significa que deben ser criterios políticos, decididos democráticamente y orientados según los intereses colectivos, los que dirijan la economía. Muy probablemente de estos criterios se derive rechazar las políticas de austeridad y recortes, así como priorizar los gastos sociales y de inversión frente al pago de la deuda. También nos llevarían a considerar el desempleo y la realidad de las familias desahuciadas como lo que son: los principales problemas económicos de nuestra sociedad. Nos plantearemos que, si queremos 88

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que el sistema financiero responda a las necesidades del sistema productivo según criterios de utilidad social y sostenibilidad medioambiental, y que los desastres a los que asistimos no vuelvan a repetirse, quizá haya que tener una banca pública bajo un control social efectivo; es decir, propiedad de todos y no de cuatro potentados. Posiblemente, si el conjunto de la ciudadanía decide, nuestro modelo productivo no volverá a pivotar en torno al turismo, la construcción y los salarios mileuristas. Pondremos la economía al servicio de las necesidades sociales, lo que incluye también las de un planeta exhausto. Resulta urgente y prioritario. La energía, los medios, las comunicaciones, la reindustrialización sostenible, se pondrán seguramente al servicio del conjunto, y no de una minoría. Es entonces también cuando se reforzarán los servicios públicos, que a la vez darán más empleo, y cuya financiación se guiará por el criterio de que quienes más tengan, paguen más. Asimismo, si queremos una democracia de verdad, resulta indispensable que haya también una auténtica democracia económica. Es decir, que la propiedad y gestión de los recursos respondan al interés común. Los derechos y las necesidades de las personas, no la rentabilidad privada, han de ser los criterios prioritarios que rijan la lógica económica. Condiciones de trabajo dignas en empleos de utilidad social, la autogestión en los centros de trabajo, o el recorte sustancial de las jornadas laborales con el mantenimiento de los salarios y los derechos asociados, son piezas necesarias para 89

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avanzar en esta dirección. Necesitamos políticas que nos permitan erradicar la exclusión, el paro y la precariedad, así como las desigualdades económicas; todo a la vez. También acabar con muchas jerarquías cotidianas que persisten en nuestros espacios de trabajo, nuestros hogares y otros ámbitos informales de socialización. Solo sobre esta base podremos hacer política entre iguales. Porque sin igualdad no hay libertad, y sin ambas, la democracia es papel mojado. Establezcamos mecanismos que permitan una nueva representatividad, donde los vínculos con la ciudadanía se mantengan intensos, continuos. Para que las leyes favorezcan al 99%, y no al 1%, el conjunto debe decidir esas leyes. Carecemos de un auténtico parlamento, donde se dialogue y legisle con respeto a la pluralidad, con apertura. Para eso se precisan partidos políticos democráticos en su organización, en su cultura política, en la formación de sus integrantes. Impidamos con normas claras y efectivas lo contrario. Que se establezcan procesos de encuentro, diálogo y toma directa de decisiones de la ciudadanía; esta también es la aspiración. Que se garantice la libertad e independencia de los jueces. Atrevámonos a romper con un sistema judicial y penitenciario que encierra en las cárceles a los sectores más vulnerables de la sociedad mientras mantiene en libertad a quienes expulsan familias de sus casas. Apostemos de forma veraz por la reinserción. Examinemos a los cargos públicos antes, durante y después de sus breves mandatos no renovables, en 90

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sesiones públicas, conociendo sus rentas y patrimonios, preguntándoles por sus decisiones y con sanciones para quienes incumplan radicalmente sus promesas. Son algunas ideas para discutir, para empezar a imaginar cómo podrían ser las cosas. Es hora de pensar con audacia. En algunas estaremos más de acuerdo que en otras; así nos pasa a quienes hemos escrito este libro con las que acabamos de formular. Pero necesitamos puntos de apoyo para abrir las discusiones fundamentales. Hace falta cambiar elementos básicos de un régimen cada vez más cuestionado. Para ello hay que empezar de nuevo en muchas cosas, pero a la vez, rescatar aquello de lo viejo que sí nos sirve. Hay que tener la humildad de saber recordar y respetar la vieja política digna de la que tanto podemos aprender, semilla y experiencia para lo que vendrá. Sin omnipotencia, sin la promesa de un paraíso tras el infierno terrenal. Sin salvadores, desmesuras, ni dirigismos, pero con algunas cosas claras. La oligarquía no puede dirigir un posible proceso hacia un nuevo régimen político. Debe ser el pueblo. Para ello hay que pasar del ágora a la asamblea, de la reflexión y la protesta, que tanto nos han hecho avanzar y profundizar en los últimos tiempos, a las decisiones vinculantes. Es un paso difícil y que nadie nos va a facilitar. Pero la posibilidad ya no es tan remota como parecía hace cinco, incluso tres años. Este tiempo ha servido para generar confluencias y alianzas entre movimientos sociales, activistas honestos de una izquierda aún minoritaria, ciudadanos unidos a las crecientes 91

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mareas y a las asambleas del 15-M, organizaciones de la izquierda tradicional que saben que deben (y quieren) adaptarse a los vientos de cambio… Todo ello conforma un poder, y este crece. Es necesario pasar de las palabras a los actos y apostar por la construcción de una genuina alternativa política, fiel a las demandas e intereses populares. Solo la articulación de un nuevo sujeto político —amplio y plural— surgido de las resistencias sociales en curso (y de las que están por venir), podrá impulsar una alternativa de ese tipo. Ideas como la independencia política frente a organizaciones que sistemáticamente han traicionado los intereses del pueblo, o la importancia de mantener una posición unitaria frente a las políticas de recortes y austeridad, han de inspirar estas alianzas. El buen uso de la palabra y del diálogo es la base. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace es la clave. Lo estamos aprendiendo con la práctica, como en las mejores democracias. Si respetamos la diferencia y celebramos la pluralidad, al tiempo que sabemos identificar lo que nos une; si empleamos la palabra con respeto y firmeza, sin miedo al conflicto, sin violencia; si aflora el entendimiento en la discrepancia, la deliberación conjunta, el debate, el aprendizaje; si todo ello genera una felicidad pública que estimula nuestra potencia como sujeto político plural pero colectivo; entonces, tendremos, seremos, una marea imparable. Y eso, por mucho que sorprenda a elitistas y tecnócratas, 92

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comienza a darse en nuestros barrios y pueblos. Poco a poco, pero cada vez más; y mejor. Hoy que empieza a hablarse de proceso constituyente la política que aquí reivindicamos es incompatible con que uno, siete o doscientos «expertos» escriban un texto para que los demás lo refrendemos. La alternativa democrática pasa por crear asambleas u otros espacios de discusión colectiva a lo largo y ancho del país para debatir los temas importantes, fijar posiciones e ir identificando prioridades. Sin alergia al conflicto, con información y transparencia, lidiando y aprendiendo de las diferencias. Habilitando mecanismos que permitan decidir desde abajo las discusiones que se sometan a votación popular. Son algunos trazos para empezar a visualizar el proceso constituyente que imaginamos, deseamos y animamos. Un proceso que de ser, se decidirá andando. En democracia, no puede ser de otra manera. Hoy más que nunca necesitamos recordar qué es la política: aquel poder ciudadano capaz de contrarrestar la fuerza de una oligarquía que amenaza cada vez más, también, nuestras libertades. Su opacidad, su dominio, su desprecio por las condiciones de vida básicas de las clases populares, no pueden volver a regir este país. Hay que mimar la política, y con ella la formación, la experiencia, el respeto por lo público. Necesitamos la ayuda de un florecimiento de la cultura popular en todas sus formas para impulsar a su vez todo el proceso. Se precisa crítica, y también alegría. Recuperar las calles, 93

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las plazas y la libertad de la protesta. Ningún pueblo libre decide que su policía lo persiga y lo reprima. Crear espacios, insistimos, no solo de discusión política sino también de decisión. Necesitamos impulsar experiencias cotidianas de aprendizaje democrático. Es entonces cuando nuestros derechos e intereses estarán a salvo. Necesitamos democracia y para ello, reflexivamente a la vez que con coraje, hay que lanzarse a imaginar, a dialogar y a construir. Así que adelante.

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OTROS LIBROS DE LA COLECCIÓN 1. DESIGUALDADES INTERNACIONALES. ¡JUSTICIA YA! Rafael Díaz-Salazar 2. ¿EL MEJOR DE LOS MUNDOS? Un paseo crítico por lo que llaman democracia Pascual Serrano 3. JUVENTUD SIN FUTURO Juventud sin futuro 4. LES VEUS DE LES PLACES @galapita, @hibai - Arcadi Oliveres, David Fernàndez, Esther Vivas, Flavia Ruggieri, Iván Miró i Acedo, Josep Maria Antentas, Santiago López Petit 5. ¿QUIÉNES SON LOS MERCADOS Y CÓMO NOS GOBIERNAN? Once respuestas para entender la crisis Antonio Sanabria Martín, Bibiana Medialdea García (coord.) Luis Buendía García, Nacho Álvarez Peralta, Ricardo Molero Simarro 6. VIVIR EN DEUDOCRACIA Iban un portugués, un irlandés, un griego y un español... Campaña Quién debe a quién (coord.) 7. CÓMO CAMBIAR EL MUNDO CON TU DINERO Alternativas a la banca convencional. Xavi Teis 8. OTRA SOCIEDAD, ¿OTRA POLÍTICA? De «no nos representan» a la democracia de lo común Joan Subirats Humet 9. 21 HORAS Una semana laboral más corta para prosperar en el siglo XXI Ecopolítica nef

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10. R-EVOLUCIONANDO Feminismos en el 15-M VVAA 11. LA SANIDAD ESTÁ EN VENTA Y también nuestra salud. Carles Muntaner, Clara Valverde, Gemma Tarafa, Joan Benach 12. ¡BANCA PÚBLICA! Rescatemos nuestro futuro. Plataforma por la Nacionalización de las Cajas de Ahorros 13. TECNOPOLÍTICA, INTERNET Y R-EVOLUCIONES Sobre la centralidad de redes digitales en el #15M @axebra Carlos Tomás - Alcazan, ArnauMonty, SuNotissima Toret, Quodlibetat, TakeTheSquare, Simona Levi 14. CULTURA LIBRE DIGITAL Nociones básicas para defender lo que es de todxs @axebra Carlos Tomás - EDRI Derechos Digitales en Europa FCForum, Fernando Acero Martín, Jaron Rowan, Rubén Martínez, Simona Levi 15. PERIODISMO CANALLA Los medios contra la información Pascual Serrano 16. NO NOS LO CREEMOS Una lectura crítica del lenguaje neoliberal. Prólogo de Carlos Jiménez Villarejo Clara Valverde Gefaell

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