Llorando bajo la lluvia

May 23, 2017 | Autor: Leon Lopez | Categoría: Postmodern Literature
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Descripción

Llorando bajo la lluvia
Damas y marcos llevaban un par de días tomando. Era el tercer día exactamente; habían comenzado la noche del Viernes Santo. Yo había salido alrededor de las seis de la tarde y ellos se quedaron deliberando sobre la posibilidad de comprarse o no una "caguama". El cielo estaba nublado pero hacía calor.
La escuela donde Andrea estudiaba se encontraba en un barrio lujoso e inhóspito; frente a las instalaciones del instituto había un parque y yo solía esperarla ahí; generalmente salía media hora más tarde de la hora fijada, a veces más tarde. Así que yo llegaba al parque y me sentaba una banca que me permitía vigilar el edificio casi de frente y desde ahí se veía la ventana de su salón. La primera vez tuve que esperarla más de una hora; llegué a pensar que la habían secuestrado, que quizás se había accidentado y ni siquiera había llegado a clases. Pensé que estaba siendo penetrada por algún desconocido en uno de los baños y sentí un asco metálico al ver la pintura amarilla y azul marina de la fachada del edificio; un monstruo de concreto, impenetrable para mí, se alzaba al otro lado de la calle. Por uno de sus ojos blancos veía de vez en cuando la silueta de una pareja: la sombra de la cabellera femenina se parecía a la de Andrea.
No creo haber esperado demasiado la tarde de aquel sábado porque recuerdo que al llegar al departamento íbamos de bastante buen humor, aunque un tanto apresurados porque a alguien le urgía vaciar la vejiga. Abrí hábilmente el portón y cruzamos el pasillo de prisa; el baño estaba en el otro extremo del patio. A medio camino escuchamos unas carcajadas colosales provenientes del departamento de la derecha, el nuestro, y la euforia parecía salir exactamente de la habitación de Marcos pero la ventana estaba cerrada y no pudimos ver más. Supongo que Andrea, en su apuro, no captó nada al principio porque fue la más sorprendida al encontrar a Damas y a su hermano en compañía de Álvaro, el músico del departamento de arriba. El trío se hacía acompañar, además, por cuatro cinco envases de cristal ámbar, cinco "caguamas". De alguna manera se las habían ingeniado para que Álvaro pagara cuatro de las cinco botellas, pues el dilema en el que se habían quedado por la tarde era que sólo tenían para una caguama, y con una "no era suficiente".
Álvaro nos saludó como si fuéramos viejos amigos y nos invitó a disfrutar de la cerveza. Nos pareció buena idea y aceptamos. La quinta botella se acabó después de llenar nuestros vasos y la pareja de astutos bebedores salió inmediatamente en busca de más.
-Mucho gusto, chavos –dijo Álvaro inesperadamente y abandonó su silla.
A mí me dio la mano; a Andrea le dio un beso y caminó hacia la salida. No había pasado más de un minuto desde que Damas y Marcos habían azotado el portón al salir. Llevamos algo de comida a nuestra recámara y luego de cenar nos enredamos entre las colchas de algodón para dormir. Fue entonces cuando escuchamos nuevamente el portón, acompañado del tintineo del vidrio ámbar de las botellas de cerveza.
-Nononó –dijo de pronto la voz de Marcos.
-Ni madres –agregó Damas, el ser más tímido de la tierra, el homínido; el hombre sólo salía a fuerza del alcohol.
La puerta que separaba nuestras habitaciones estaba cerrada pero los pasos que se dirigían fuera del departamento se podían oír muy claramente. Después los escuchamos sobre la escalera espiral de hierro, y después escuchamos los golpes de una mano alcoholizada sobre la puerta de Álvaro. Álvaro era uno de los astros del conservatorio; había conseguido una beca para hacer un diplomado en interpretación en una escuela de Canadá y por las mañanas estudiaba francés con un cd-rom interactivo: nosotros lo escuchábamos repetir una y otra vez palabras cuya pronunciación parecía imposible en un principio.
II
Nos despertó un violento golpeteo proveniente del vidrio de la puerta de la cocina. Era Álvaro. Quería saber por qué su ropa, que debería estar en los tendederos del patio, se encontraba por todos lados menos en los tendederos. Había playeras, pantalones y ropa interior a la entrada del baño, en mitad del patio, en las protecciones de las ventanas de otro departamento; incluso había algunas piezas colgando de la azotea. Álvaro desquitó su coraje con nosotros, nos dijo que aquello no se valía, que era una falta de respeto, un abuso y una grosería. Presumiblemente Álvaro tenía razón. Los vándalos del alcohol. No estaban en su recámara. Sobre la cama de Marcos había una playera azul que no pertenecía al repertorio de sus prendas; la playera parecía insignificante pero tenía una etiqueta con la palabra "Nautica". Cien gramos de algodón: mil pesos de algodón y una etiqueta sintética; talla "L". Eran las ocho de la mañana. Domingo.
III
Los bebedores llegaron después de mediodía. Traían un mazo de hojas tamaño carta dentro de una bolsa blanca. Las hojas contenían dibujos infantiles. Supuse que luego de arrasar con la ropa de Álvaro habían salido a la calle completamente poseídos por el espíritu del terrorismo, con toda la intención de irrumpir en un kínder y robar los dibujos de los niños; me los imaginé revolviendo los escritorios y botes de basura de los salones.
Habían pasado la noche en una cantina del centro, los dibujos se los había regalado un tipo que también los defendió de otro con cara de asesino –en palabras de Damas- que les había tirado la bronca. El asesino les estaba enseñando una navaja cuando el hombre de los dibujos intercedió para evitar la matanza; después se quedaron bebiendo con él porque se les había bajado la borrachera. Hacia las diez de la mañana, cuando cerraron el lugar, se despidieron jurándose amistad eterna y fue así como se hicieron de aquel mazo de dibujos. Después del relato de su aventura de cantina se fueron a dormir.
IV
Damas y yo nos habíamos conocido ocho años atrás, en la preparatoria. Él había entrado a quinto semestre y yo a primero. La preparatoria Luis Echeverría Álvarez era el último recurso para cualquiera que pudiera pagar las "colegiaturas" más baratas de la ciudad. La LEA, como era conocida, compartía instalaciones con la también malreputada Escuela Secundaria para Trabajadores. Lo conocí en las escaleras que comunicaban a la LEA con la secundaria; estaba tocando la versión "acústica" de Hotel California. Unos meses más tarde estábamos tocando juntos en una banda sui generis: ambos nos hacíamos cargo de la guitarra; él tocaba el repertorio de Heavy Metal; yo, Caifanes, Héroes del silencio, y otras del famoso "rock en tu idioma". Desde entonces nunca habíamos perdido contacto. Solíamos reunirnos para intercambiar material; Damas me conseguía partituras de guitarra clásica y yo le escribía las tablaturas de las canciones que sacaba de oído. A menudo íbamos juntos a las "tocadas", sobre todo cada vez que tocaba Resurreción, cuyo guitarrista –Coqui- era la leyenda de la ciudad: se trataba de un genuino superdotado para la guitarra eléctrica.
Damas tenía veinticinco años cuando se fue a Jalapa. El nuevo conservatorio tenía apenas un año en funciones y necesitaban estudiantes. Yo lo alcancé seis meses más tarde. Marcos y su hermano nos alcanzaron un año más tarde. Pasó otro año, yo dejé el conservatorio y me fui a la facultad de idiomas. Cuando yo hacía el segundo semestre rentamos un departamento entre todos. Andrea y yo, cuando no perdíamos el tiempo con nuestras ocupaciones universitarias, recorríamos la ciudad a pie o nos pasábamos horas en la cama.
V
La tarde del domingo regresamos al departamento después de una extensa caminata; no tengo recuerdos del motivo concreto de nuestra salida o de lo que hicimos estando fuera. Al meter la llave en la cerradura, una detonación atmosférica detonó el mecanismo de la lluvia. Encontramos el departamento en completo silencio. Damas y Marcos dormían sobre el colchón matrimonial de Marcos. Había vasos desechables transparentes y colillas por todo el suelo de la habitación, el piso estaba húmedo, el olor de la cerveza rancia, mezclado con el de las cenizas y el tabaco. Sobre el azul marino de las paredes había manchas que parecían ser lodo. La playera de Álvaro estaba sobre el suelo, al pie de la cama, empapada en cerveza y lodo.
Tratando de no perturbarles el sueño nos fuimos a nuestra recámara y nos metimos en cama. Tendríamos menos de dos horas durmiendo cuando nos despertó el ruido de un puño sobre el cristal de la puerta. A través de la escarcha del vidrio noté la gruesa figura de Marcos y supe que tenía un rato tocando pero no lo habíamos escuchado por el estruendo de la lluvia; quería hablar con su hermana. Me levanté para abrirle y volví a la cama; antes de quedarme dormido escuché los escuché platicar durante unos minutos: la voz de Marcos era suplicante; la de Andrea parecía malhumorada. Mientras me iba quedando dormido supuse que la situación era demasiado obvia.
VI
Me levanté hacia las seis de la tarde, con hambre; para entrar en la cocina podía salir del departamento y caminar hasta la puerta de la cocina, o podía cruzar por la recámara de Damas y Marcos; yo prefería entrar desde el exterior para no interrumpir la intimidad de los bebedores; como afuera persistían aún llovían restos del diluvio de la tarde, tuve que entrar en su habitación. Ambos estaban echados sobre la cama, los pies sobre el suelo, la mirada inerte y fija en el techo. Nadie habló. Me senté a comer en la barra de la cocina. A los cinco minutos entró Marcos.
-Qué onda –me saludó nerviosamente-. ¿Qué haces?
Se veía nervioso pero aún bastante colocado por el alcohol. Le dije que estaba comiendo. Después me hizo dos o tres preguntas más, cada vez más triviales. Finalmente tomó una pose de seriedad y se abrió: miércoles iba a recibir el dinero que su madre le enviaba semanalmente, sólo necesitaba cincuenta pesos. Yo sabía que si le prestaba esos cincuenta pesos no los volvería a recuperar.
-Te los pago el miércoles. Neta.
Le di el billete y él me agradeció como si le hubiese dado la vida en aquel trozo de papel pintado y numerado, y lo hizo con tanta humildad que al final sentí que yo le debía por lo menos diez pesos. La lluvia parecía haberse agotado.
-Ya vez como es cuando uno toma –agregó, con el billete en una mano y extendiendo los brazos mientras movía la cabeza de un lado a otro.
Desde la cocina lo escuché hablar con Damas, "perfecto, perfecto", repetía éste, eufórico, resucitado.
Yo aún estaba en la cocina cuando los escuché regresar: el ruido de la llave en la cerradura, el portón, el cristal de las botellas. Estarían a un paso de la puerta cuando el tintineo fue interrumpido por un estruendo sordo, como si una botella llena de líquido hubiese estallado contra el suelo. Al estallido siguió un minuto de silencio y después vi entrar a Damas, destrozado; Marcos, detrás de él se reía.
-Güéi, no mames, ya no mames. Es una pinche cerveza.
-Ya, güéi, son mamadas –dijo Damas en un tono fatal.
Se sentó sobre la cama con la cara entre las manos, luego las recorrió hacia sus sienes y empezó a tirar de su cabello, lenta y pesadamente.
Marcos, sin dejar de reír, me explicó:
-A este güéi se le cayó una caguama y ya se quiere suicidar.
-Es que no es justo –agregó Damas, con la voz casi rota.
Me costó trabajo reprimir una carcajada risa. Se comportaba como si hubiese atropellado a una familia. Marcos abrió la botella restante y se la ofreció a Damas que, en medio de su desconsuelo, la recibió como un trozo de barro que recibiera "aliento de vida". Extendió las manos para alcanzar la botella y la sostuvo entre sus finos dedos de músico durante un segundo; después, una fuente de espuma y fragmentos de vidrio color ámbar se extendieron a sus pies y la escena evocó en mi mente otra escena de muy mal gusto: Juan Diego en el momento que deja caer un bulto de rosas sobre el suelo.
-¡Putísima madre! –dijo, incorporándose.
Se quedó de pie en medio de la habitación con los puños a la altura de los ojos; Al verlo en tal estado, pensé que era capaz de sacárselos pero también sentí unas ganas casi violentas de reírme y no pude contenerme.
-¡No mames, Damas! –el grito esta vez fue de Marcos.
-¡Reputísima madre! –volvió a decir Damas, en voz baja, sin quitarse los puños de la cara, en medio de un lago de espuma y vidrio. El olor de la cerveza fresca se mezcló con el de la cerveza rancia casi opacándolo del todo. Yo conocía llevaba cerca de nueve años de conocer a Rodolfo Damas y sabía que éste era incapaz de enojarse: Damas era como una especie de autista que, fuera de su tremendo talento musical, apenas se atrevía a hablar cuando se veía en la necesidad de comprar algo; patológicamente tímido; después de la guitarra, su más notable actitud era la buena disposición que tenía siempre hacia la cerveza.
VII
Después de la tragedia de las botellas todo ocurrió de manera muy rápida y confusa. Recuerdo haberlos dejado para volver junto a Andrea que aún dormía en la otra recámara. Luego, por algún motivo, volví a entrar en la habitación que compartían Damas y Marcos; pensé que se habrían quedado dormidos porque había dejado de escucharlos; yo solía quedarme dormido después de una paliza o una decepción muy grande. Recuerdo haber encontrado a Rodolfo sobre la cama con los brazos extendidos como un cristo, llorando, con los ojos rojos como sobredosis de mariguana; Marcos estaba sentado junto a él y le pasaba una mano por la cabeza. Supongo que debido a la naturaleza de las revelaciones que se dieron en esos pocos minutos, mis recuerdos permanecen difusos y revueltos. Damas tenía un hijo de seis años, Reinaldo; la madre tenía un notorio grado de parálisis cerebral. Rodolfo se debatía entre volver a Coatzacoalcos para vivir con su mujer y su hijo o continuar en el conservatorio. Lo escuché gritar incontables veces que aquello no era justo, con la voz exaltada por la ira y el llanto, totalmente borracho. Mientras me enteraba de todo esto a través de Marcos, empezó a llover nuevamente. Cuando Rodolfo quedó reducido al llanto, Marcos lo relevó en su reclamo:
-No es justo –gritó el gordo, descargando su furia sobre una de las paredes azules.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina y salió a la lluvia; pensé iría al baño. Rodolfo se quedó en la cama. Los minutos pasaron y Marcos no volvía. Regresé a mi habitación y encontré a Andrea despierta, sentada sobre la colchoneta, muy seria y con los ojos más grandes que de costumbre.
-No manches –fue todo lo que me dijo.
Nos miramos sin decir nada durante unos segundos. Con el ruido de la lluvia nos llegó una voz conocida. Alguien estaba gritando, afuera. Alguien que clamaba justicia.
-No es justo –decían los gritos.
Nos levantamos, alarmados, y abrimos la puerta. Bajo la luz imprecisa de la tarde estaba Marcos, en medio de la lluvia, la cabeza vuelta hacia el cielo, los brazos extendidos.
-¡Escúchame! –gritó-. ¡No es justo!
Parecía un monumento de bronce bajo el diluvio.
-¡Marcos! –gritó Andrea desde el umbral de la puerta.
Su hermano bajó la vista lentamente y nos miró a través del agua como si nos viera desde una gran distancia.
-No hay nadie ahí arriba –nos dijo, ebrio de ira, decepción y locura divina.
-¿Por qué? –nos interrogó, pero era obvio que la pregunta no era para nosotros-. ¡Por qué!
Se quitó los lentes y los arrojó. Entre el agua no pudimos ver las micas hacerse pedazos. Andrea corrió hacia él, lo tomó de un brazo, forcejearon, y ella terminó en el suelo; mientras yo la ayudaba a reincorporarse escuché otro grito violento: "tú no existes". Marcos seguía con su reclamo bajo la lluvia del Domingo de Resurrección; estaba llorando, y Álvaro, en una ventana de su departamento, nos miraba a los tres desde lo alto.

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