“Literatura apócrifa e historia literaria”, en Maria Rosell y Joaquín Álvarez Barrientos (eds.), Falsificación y plagio en la literatura española, monográfico de Ínsula (827, noviembre 2015), pp. 37- 40

June 16, 2017 | Autor: J. Álvarez Barrie... | Categoría: Spanish Literature, Forgery, Fakery, Fraud, Literatura española e hispanoamericana
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JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS/ LITERATURA APÓCRIFA E HISTORIA LITERARIA

La historiografía literaria ha reflexionado a menudo sobre qué es la literatura, cuándo comienza y se puede hablar de ella, cuándo esa literatura se convierte en nacional y, por supuesto, en qué momento se empieza a compilar el canon y se escriben sus primeras historias. Una historia es la construcción de un relato cuyo sentido debe servir a los intereses de aquellos que lo elaboran, de manera que, para conseguirlo, habrá cosas que se ajusten a sus intereses y premisas, y entren en esa narración, y otras que no lo hagan y queden fuera. Al excluir e incluir, el historiador actúa como en las demás prácticas humanas, y así, del mismo modo que a menudo se entienden los géneros literarios desde una arbitraria configuración decimonónica para señalar, por ejemplo, que no hay novela antes de los famosos autores del XIX y que asistimos a su muerte en el siglo XX -cuando tal vez sería mejor pensar en términos de cambio y no de nacimiento y muerte-, del mismo modo también se piensa en literatura y en situación literaria en términos modernos que deforman la percepción de lo que ocurría en el pasado, y desfiguran el retrato al dar, por ejemplo, excesiva relevancia a lo escrito a la hora de ofrecer el estado histórico de la cuestión literaria, como ya denunció en 1965 Antonio RodríguezMoñino en Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII, donde mostraba hasta qué punto las historias son el resultado de asumir convenciones posteriores a la realidad estudiada, que entorpecen su conocimiento. En este proceso de construcción, unas realidades quedan fuera y a otras se les da el certificado de autenticidad literaria. Autenticidad tanto en el sentido de que algo se considera realmente literatura y merece estar en el canon, y autenticidad por contraste con lo apócrifo, que es aquello que finge, suplanta, emula autoría. Estas observaciones vienen al caso para señalar algunas características de la manera en que se ha elaborado la historia de la literatura, de esa práctica ficticia que se manifiesta de diferentes modos, ya orales, ya escritos, ya gráficos (aleluyas, comic, por ejemplo), y en distintos géneros, y para indicar que en esas narraciones hay un grupo de obras marginadas, en unos casos desde el punto de vista estético, en otros por su condición apócrifa. Esta literatura apócrifa habría sido derrotada por el canon. La historia literaria se convierte así en un territorio, en un país, en un continente, y a veces en un mundo (según el criterio geográfico que se emplee al escribirla), en el que para formar parte hay que tener el carnet de identidad literario o 1

el pasaporte, lo que se logra si la obra se ajusta a los requisitos que se han ido delineando a lo largo del tiempo; por un lado, los de orden estético y moral y, por otro, aquellos que a su vez delinean las características de las literaturas nacionales, que dejan fuera del canon aquellas manifestaciones que no los cumplen. La literatura apócrifa entra en este orden, forma parte de esa producción que no se registra (salvo en excepciones) porque no se ajusta a los parámetros de la historiografía literaria. Pero esta situación de extraterritorialidad no tiene por qué ser irreversible. Algo similar ocurrió, por ejemplo, con el teatro breve. Durante muchos años denominado teatro menor, ocupaba una posición secundaria y de relleno en los repertorios, hasta que, tras una campaña liderada por figuras tan relevantes como Eugenio Asensio –él mismo relevante pero en una posición marginal en la academia--, se entendieron su sentido y sus características, y fue incorporado al canon. Ese momento se registró en la historia literaria con un nuevo nombre, con un bautismo que parecía simbolizar que ya se trataba de otra cosa, que contaba con el espaldarazo de la legitimidad, y así se denominó teatro breve, designación aséptica –políticamente correcta, se diría hoy-- que pretende no emitir juicios de valor negativos como sucedía al denominarlo teatro menor. Lo mismo se puede decir de la novela, género maltratado por las preceptivas literarias, que no lo consideraban digno de figurar al lado de las expresiones poéticas, que paulatinamente entró en la historiografía, hasta alcanzar el protagonismo que merece y tenía en el ámbito de la realidad cotidiana, a la vista de su influjo social, importancia editorial y calidad estética. En este ámbito, como se sabe, la recuperación dejó fuera a la producción dieciochesca, precisamente por lo señalado más arriba: porque se tomaba como referente la novela decimonónica. La recuperación del acervo setecentesco ha venido a normalizar la situación, de manera que la historia literaria la ha acogido en su seno para dar una imagen más cercana a la real, al menos más completa. Otro ejemplo de cómo se construyó la historia literaria dejando fuera aquello que no se ajustaba a los requisitos previos establecidos, tiene que ver con el mismo siglo XVIII. Si tenemos presente que los géneros y épocas señalados se han incorporado a la historiografía de la literatura, completando así el mapa de la producción nacional, es posible pensar que otros territorios que aún están fuera, como el de la literatura apócrifa, podrán anexionarse y alcanzar el mismo estatuto, aunque también podemos preguntarnos si es necesaria esa integración. Si pensamos que lo apócrifo es marginal, quizá concluyamos que así ha de mantenerse: en la periferia de las historias literarias y continuar en el submundo de la subcultura, como otras 2

manifestaciones así consideradas hasta no hace tanto: el comic o la literatura de blog, por ejemplo. Lo mismo ha sucedido con ámbitos, aproximaciones, perspectivas y temas de estudio que hasta no hace tanto se tenían por indignos de formar parte de la historia literaria, como los estudios culturales, los de “género”, queer y otros. Esta consideración nos llevaría a pensar que la literatura apócrifa, como otras manifestaciones que estaban fuera del relato historiográfico pero han sido asumidas por él, acabará por entrar en el terreno de la historia literaria, de modo que se “normalice” su existencia y la de la misma historia de la literatura, que se vería más completa. Al fin y al cabo una obra “apócrifa” y una “auténtica” se realizan con los mismos materiales y producen el mismo impacto estético sobre el lector. En efecto, la relación que este tiene con una obra apócrifa, cuando desconoce que lo es, es la misma que desarrolla con la auténtica, y disfruta de su misma condición de autenticidad. Ahora bien, cuando ya se sabe que es falsa, esa relación cambia y suele ser similar a la que tenemos con aquellos que no son como nosotros, que son “los otros”, y así se tiene miedo, desconfianza e inquietud ante algo que no se sabe bien cómo ni dónde ubicar, ante lo que ha desestabilizado el más o menos ordenado campo literario y ha burlado nuestras certidumbres como disciplina académica, como simple lector y como crítico literario, al hacerse pasar por lo que no es, rompiendo la seguridad del pacto. La literatura apócrifa es ilegal como el emigrante que entra de forma ilícita en un país, y en este sentido las denominaciones que la designan simbolizan no tanto su condición delictiva, cuanto esa percepción por parte de críticos e historiadores. La falsificación afecta al valor simbólico de la obra literaria. Ese emigrante es un hombre como cualquiera de nosotros, pero tiene una cultura y unas circunstancias diferentes de las nuestras, que le hacen extraño; lo mismo ocurre con la literatura apócrifa: es igual que la “auténtica”, se fabrica con los mismos elementos imaginativos, con la misma lengua, pero sus circunstancias son distintas, porque viene desde fuera de la institución literaria y a menudo burla sus sistemas de seguridad. Su autor, a la hora de componerla, coloca el foco más arriba o fuera del marco institucional, de manera que la tradición y el organismo literarios son vistos desde el exterior y objetivados, cosa que no sucede cuando se escribe literatura “auténtica”, que encaja en la estructura conocida, mientras que la práctica apócrifa aspira a reconstruir todo el marco referencial necesario para que la obra sea reconocida como auténtica. En este sentido, la literatura apócrifa tiene más referentes y es más rica en sentidos. La obra apócrifa es una impostura porque finge apariencia de verdad, es un simulacro de lo que se tiene por verdad, pero, al mismo tiempo, lo apócrifo es en sí 3

mismo verdad. Para alcanzar la verosimilitud de pasar por obra auténtica, para insertarse en la serie literaria, el apócrifo engaña al lector doblemente: de forma “honrada”, según la preceptiva, pues sabe que está leyendo una ficción, y de otra que traiciona su pacto de credibilidad, pues se presenta como lo que no es: la obra de otro autor, de otra época, etc. Pero este segundo engaño se aplica más a los estudiosos que a los lectores “ingenuos”, a los que importa poco o nada que una pieza sea o no falsa. Lo apócrifo o falso funciona como concepto historiográfico de valor moral (se podría también hablar de una economía de la moral) desde el que se ordena la historia literaria, más que como valor estético, razón por la que, quizá, no merezca la pena hablar de pacto entre falso y lector (aunque el erudito también lo sea), ni siquiera de pacto ambiguo, como se ha hecho al referirse a la autoficción (Alberca, 2007). El lector está ante una obra literaria más, aunque esa ficción altere las tipologías textuales, las categorías y clasificaciones de la historia literaria. Desde el punto de vista de los pactos de lectura, la obra falsa lo es porque afirma que es verdad. Es decir, lo es porque engaña, incluso si se toma como un juego. Pero, por otro lado, el heterónimo no engaña al lector, quien lo hace es el autor de carne y hueso, el gestor de heterónimos que se ha proyectado en otro u otros disolviendo su yo; es él quien burla la confianza depositada en el pacto de lectura. De tal manera que, lo que tenemos por apócrifo y falso, resulta ser, a la postre, tan auténtico como lo que se toma por tal, pues el heterónimo es en realidad el autor de aquello que se lee como apócrifo cuando se conoce su falsía. Desde este punto de vista, si el apócrifo es una producción literaria que se presenta bajo la autoría de otro, es decir, si un autor de carne y hueso recurre a esa estrategia para producir una obra, habrá que concluir que lo apócrifo es una forma de escritura más, un “género” si se quiere, que necesita de más elementos para conformarse y confirmarse como obra literaria, pues implica al texto, a un (otro) autor y a un entorno que en la práctica auténtica no son necesarios, pues vienen dados como de forma natural. El falsario emula para producir una impresión de realidad. A diferencia de la del autor que no engaña, su escritura altera los límites de lo inventado y de lo real. El autor apócrifo y su obra se sitúan fuera de la estructura literaria para construir algo que sea más grande que esa misma estructura, para superponerse a ella y producir sobre los lectores el efecto de “realidad” en el mismo sentido que se tiene cuando se lee una obra auténtica. Pero la falsificación solo adquiere su verdadero significado y dimensión cuando es descubierta, porque es entonces cuando el lector conoce (o está en disposición de conocer) todos los elementos intra y extraliterarios que han funcionado a la hora de gestarla y darle todo su sentido. De 4

modo que la obra apócrifa incluye para el receptor experiencias no solo estéticas. Y precisamente por eso es marginada, porque una de esas experiencias es la del engaño, que realiza el gestor de heterónimos, no el heterónimo, pues él actúa como lo haría un autor auténtico. El lector se siente defraudado en la confianza depositada: me puedes engañar pero solo hasta aquí, según lo pactado en la suspensión de credibilidad. Así pues, hay que entender la exoneración de la literatura apócrifa como el castigo a aquello que, en práctica heterodoxa, desafía las normas, los estándares y las convenciones de la República Literaria y se presenta como un desestabilizador del statu quo establecido entre los miembros de esa República, los lectores y los autores. Por tanto, no puede entrar en la historia de la literatura, que es su Biblia y su ley, donde se guarda su tradición. Pero ya se vio que otros ámbitos que habían permanecido fuera de ella han ingresado en el canon. Digamos que los actores tradicionales de la historia literaria – sus géneros y enfoques—están perdiendo poder y que esa historia se enfrenta en la actualidad a nuevos referentes y desafíos, lo mismo que ocurre en otras disciplinas del árbol de la ciencia. Quizá por eso, al menos en España, la historia literaria está en crisis. Crisis de un modelo que pierde su poder organizador del campo literario y de la interpretación de la nación desde su cultura escrita. Esas otras instancias nuevas, hasta ahora asumidas, cuestionan quizá menos que lo apócrifo la estructura tradicional y la imagen literaria del país. Y, sin embargo, la falsificación literaria no desestabilizaría tanto lo establecido si se integrara en esa estructura, pues siempre está en diálogo con ella; se abriría más y daría cabida a más perspectivas sobre el hecho y las características de la escritura, así como al modo de elaborar una literatura nacional (de la que queda excluida) y, por tanto, ofrecería una imagen corregida, menos ortodoxa, de la nación y de su cultura. En estos tiempos de guerras asimétricas (que pierden precisamente los más poderosos asentados en organizaciones tradicionales), de movilizaciones y “mareas” ciudadanas que arrebatan el poder a las grandes y establecidas estructuras; en estos momentos en que es más difícil mantener el poder, la presión de lo apócrifo por ocupar un lugar en la historia es cada vez mayor, y no solo en la literatura. Así, por ejemplo, existen ya museos de arte falso que exhiben esa producción en el mejor de los marcos y con el respeto que merece una obra de arte bien hecha. Los equilibrios de poder en la institución literaria, que habían mantenido un orden de cosas, han cambiado en sintonía con lo que se acaba de señalar, de manera que es posible pensar en términos de una historia de la literatura que incorpore la producción falsa o apócrifa. Así pues, como se adelantó, lo que margina a esta 5

literatura, no es una razón estética, sino otra de carácter moral, pues ha desafiado las cronologías y las certidumbres de la historia literaria, por lo que su autor, así como la misma obra, ha de ser castigado con el rechazo o el exilio del territorio normativo. Uno y otra son desterrados, convertidos en “otros”, los otros vencidos de la literatura, mirados como extrañezas o, a lo más, como ocurrencias simpáticas. Este hecho constata que la historia literaria no se elabora desde la estética sino (o también) desde criterios de antigüedad y moral, y que el humor tan frecuente en los paratextos del apócrifo apenas tiene espacio entre los que juzgan el valor de la literatura, en contra de lo que sucede con los que la escriben, empeñados en burlarse una y otra vez de la institución y de quienes la conformamos. Quizá deberíamos plantearnos si la acusación de falsedad que se hace sobre cierta práctica literaria habría que aplicarla también a la historia literaria, ante la posibilidad de haber “construido una realidad inexistente en el tiempo, al proyectar los conocimientos de hoy sobre el pasado, transportando los juicios formulados en presencia de los materiales que poseemos a una pantalla cronológica y deduciendo consecuencias y relaciones”, como señalaba Rodríguez- Moñino (1968, 55). Tal vez, uno de los modos de corregir esa situación sea incorporar al relato historiográfico el de la literatura apócrifa, que es otra cara de la realidad literaria nacional, continental y mundial. A este respecto, Max Aub escribió que la historia de la literatura ofrece una fachada de la nación (1966, I, 17); si esto es así, la historia de la literatura apócrifa proporciona otra cara que completa ese edificio, una fachada que es menos oficial, más crítica, y que cuestiona la institución a la que, sin embargo, se quiere asimilar. Al hacer la historia de ambas prácticas discursivas no se tendría una visión unilateral del edificio que forma la nación literaria, por seguir con la metáfora aubiana. Se obtendría una imagen en la que la ortodoxia y la heterodoxia dialogarían explicándose mutuamente, ya que con no poca frecuencia la actividad falsaria es un desafío a la cultura establecida, una respuesta, una crítica o una alternativa a las explicaciones y lecturas oficiales de esa cultura para corregir derivas complacientes y llamar la atención sobre nuevas posibilidades. La falsificación literaria es una respuesta a la situación que se vive, una llamada de atención, una oferta crítica, una salida a un escenario estético agotado, o una venganza personal que lleva, finalmente, por ejemplo, a la escritura de la segunda parte del Quijote. En este sentido, es un modo de reorganizar el saber y la producción literaria, una revisión de lo que se tiene por auténtico y está asentado. Los gestores de heterónimos y de apócrifos están atentos a lo que ocurre en su tiempo y se sirven de lo falso, de ese género de escritura, para 6

influir sobre lo que sucede alrededor. Son manifestaciones de la conciencia de la República Literaria, que revisa tópicos, géneros y cánones. Por tanto, la falsificación examina el territorio en el que se mueve: el de la creación, y lo manipula para ir más allá, para tomar conciencia de sus condiciones. Pregunta sobre la realidad cultural y sobre aquello que la constituye. Desde el punto de vista de la escritura, lo apócrifo asegura la existencia y el papel del autor, frente a los que hablan de su muerte, pues le permite emplear elementos y técnicas que consolidan y amplifican su capacidad creativa, ya que no solo construye una obra literaria, sino además uno o varios autores, de papel aunque a veces lleguen a tener existencia real pero ficticia, lo que extiende su creatividad a un ámbito que está fuera de la literatura. Lo apócrifo expande las capacidades y posibilidades creadoras de un escritor, que se puede multiplicar o no en distintos heterónimos, a los que da vida mediante un avatar biográfico y una obra creada. Disociarse en varios autores, tener varias firmas, no implica la destrucción o muerte del autor, sino todo lo contrario; es el modo de reivindicar su papel indiscutible y necesario. Clara muestra de esto es que no pocos escritores han reivindicado la autoría de sus heterónimos y apócrifos en algún momento de su carrera literaria, lo que significaba restablecer el antiguo pacto con el lector, recuperar parte de la propia producción y legitimar su condición de escritores. Este acto reivindicativo es una traición a lo hecho con anterioridad, en términos pictóricos, un arrepentimiento o pentimento, la representación de cómo se integra el autor en la ortodoxia literaria o de cómo regulariza parte de su producción –esa que es “otra”, como el “sin papeles”--, en gesto similar al de aquellos escritores que, cuando jóvenes, orinaban en los muros de la Real Academia Española pero luego no han dudado en ocupar sus sillas en el salón de plenos y en velar por la Corporación. El rompimiento que significó la obra apócrifa pierde así parte de su sentido al ser asimilada a la autoría de un escritor de carne y hueso, que se la arrebata a su verdadero autor, el de papel. La virtualidad apócrifa, por tanto, da más posibilidades de existencia al autor, lo refuerza como motor básico de la escritura y le permite mostrarse de diversas maneras. Lo apócrifo es recurso para reivindicar esa figura. Al cambiar de nombre y aparecer la obra apócrifa firmada ahora por su autor de carne, y no por el heterónimo, el trabajo pierde parte del sentido con el que se concibió, además de su realidad formal y contextual primera, pero adquiere el potencial que otorga el valor de lo revelado.

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Para terminar, de la misma forma que lo apócrifo ha servido también para sustentar tantas construcciones nacionales, políticas y religiosas como constituyen el pasado y la identidad de las comunidades, pues lo falso está en el germen de la historia de las ciudades y de las naciones de forma tan efectiva, si no más, como pueda estarlo el conocimiento testado y las tradiciones contrastadas, cabe pensar que la literatura apócrifa entrará a formar parte de ese edificio al que se refería Aub para ofrecer un retrato más fiel del panorama literario. Puesto que cualquier individuo, cuerpo social e institución es tanto lo que representa como aquello que quiere ser y representar, hay que pensar que para tener una idea más aproximada de nuestra producción cultural se debería dar entrada en el relato a lo apócrifo, que muchas veces no es más que la retórica, el modo de alcanzar aquello que se quiere ser o parecer, la manera de resolver el desajuste entre lo que se es y lo que se quiere ser, como declaran las falsas genealogías, las imposturas, las apropiaciones de obras y personalidades ajenas y tantos otros recursos como se mueven en la órbita de la falsificación. Si la literatura auténtica muestra lo que somos, la apócrifa responde a lo que esa literatura querría ser. Como tantas veces, la cuestión se reduce a estar o no estar en la foto, en el canon en este caso, y formar o no parte de la historia literaria. Pero estar en ella es importante porque implica recuperar el pasado en forma de legado y patrimonio. Como señalaba Juan de Mairena, el pasado está vivo porque vive en la memoria y, por tanto, se le puede incorporar al presente, corregido y aumentado, en este caso, a la redacción corregida y aumentada de la historia literaria (Machado, 1987, 158). Pertenecer a ella depende de contextos académicos, si esos contextos o sus criterios cambian, se tendrá una historiografía literaria mejor, como señalaba Pozuelo Yvancos (2006), lo cual implica a su vez sustituir el punto de vista que da sentido al canon y permite que unos textos formen parte de él y no otros.

J.A.B.—CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

Bibliografía citada

ALBERCA, M. (2007), El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción, Madrid, Biblioteca Nueva.

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ÁLVAREZ BARRIENTOS, J. (2014), El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas, Madrid, Abada Editores. AUB, M. (1966), Manual de historia de la literatura española, México, Pormaca, 2 vols. MACHADO, A. (1987), Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936), ed. José Mª Valverde, Madrid, Editorial Castalia. POZUELO YVANCOS, J. Mª (2006), “Canon e historiografía literaria”, 1616, 11, pp. 17- 28. RODRÍGUEZ- MOÑINO, A. (1968), Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII, Madrid, Editorial Castalia.

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