LIBREPENSAMIENTOS Raymond Aron y el opio de los intelectuales

October 8, 2017 | Autor: J. De Grandi | Categoría: Political Science
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Descripción

LIBREPENSAMIENTOS


Raymond Aron y el opio de los intelectuales


Por Fernando R. Genovés

" "Se cumple este año el centenario del nacimiento"
" "del filósofo, sociólogo y politólogo francés "
" "Raymond Aron (1905-1983), así como el de "
" "Jean-Paul Sartre, quien adoptó en muchos "
" "sentidos un camino radicalmente opuesto al de "
" "su coetáneo. No podemos desaprovechar, pues, "
" "este momento para rendir homenaje al eminente "
" "intelectual liberal y de paso cotejar su obra "
" "meritoria, y su lección de libertad, con la "
" "actitud de aquellos otros pensadores que se "
" "embriagaron de ideología totalitaria y fueron "
" "adictos al opio de los intelectuales por "
" "antonomasia: la vanidad. "


Tenemos aquí un típico caso de vidas inicialmente paralelas que, en un
momento dado y por profundas causas, se separan, ofreciendo dos modelos
enfrentados de cómo entender la práctica del saber y el compromiso político
en suelo europeo, francés para más señas.
 
Se forman en la célebre Escuela Normal Superior de París durante los años
20, completan su instrucción en la Alemania de los 30 y en sus respectivos
campos de estudio alcanzan altas cotas de maestría. Pero se distancian y
atacan, reencontrándose muchos años después, fugazmente, para salir en la
foto. Recordamos la imagen en la que un joven André Glucksmann los reúne en
el Palacio del Elíseo el 26 de junio de 1979, como parte de una delegación
de intelectuales franceses que demanda al presidente de la República el
apoyo del Gobierno a los boat people, los vietnamitas que huían a la
desesperada del comunismo tras la salida estadounidense de la zona de
conflicto.
 
Los dos personajes tienen la misma venerable edad. Aron, con traje y
corbata, sonríe y exhibe un buen estado físico. Sartre, sostenido por
Glucksmann, viste de modo informal, polo y cazadora, y pone cara de
circunstancias. Mientras el primero está en su sitio, cumpliendo la misión
que ha desarrollado toda su vida: la defensa de la libertad y la denuncia
del cualquier género de totalitarismo, el segundo, balanceándose entre
Flaubert y los maoístas, entre la cogitación sobre el ser, la libertad y la
existencia y la nada del engagement y el marxismo revolucionario, se
encuentra ido, fuera de lugar. Le quedan pocos meses de vida. Acaso cumplió
allí un postrero y protocolario acto de contrición, siempre de cara a la
galería. Demasiado tarde.
 
Aron, en cambio, asiste al acto en un gesto de confirmación, de
ratificación de su fe en la lucha por la justicia y la sociedad libre y
contra la tiranía. Discretamente, pero permanentemente. Lo vemos aún en la
foto que inmortalizó la secuencia: Sartre va delante y centra la mayoría de
las miradas; Aron marcha detrás, seguro de sí mismo y digno, sin
protagonismos, empujones ni codazos.
 
Aron y Sartre: dos personajes célebres y celebrados. Sin embargo, ¡qué
ejemplos más desparejos! Existencias dilatadas y florecientes, pero de
ninguna manera dos experiencias equiparables por sus efectos y corolarios;
en modo alguno dos vidas ejemplares, al menos en el mismo sentido y valor.
En realidad, uno y otro ofrecen las dos caras del sabio y del intelectual,
modelos distintos, y aun antagónicos, de concebir la relación entre la
búsqueda del conocimiento y la vocación política.
 
Digámoslo así: Sartre, sin entender cabalmente la política, se mete en
política, vocifera y desbarra. Le importa más que nada estar y sentirse
arropado por el grupo y la secta devota, adora sentirse reverenciado por la
multitud y por un ejército de admiradores incondicionales. ¡Quién lo iba a
decir del pope del existencialismo, quien abominaba de toda guía y señal de
referencia, quien afirmaba que el hombre se hallaba completamente solo en
su existencia!
 
Aron, en cambio, compromete toda su energía intelectual, que es mucha, en
estudiar y comprender la naturaleza y la relevancia de lo político, pero
también su repercusión, y entra en materia política concibiendo una obra
fecunda: El hombre contra los tiranos (1944), Democracia y totalitarismo
(1965), De una Sagrada familia a la otra. Ensayos sobre los marxismos
imaginarios (1969), Estudios políticos (1972), Introducción a la filosofía
política. Democracia y evolución (1997); analizando la significación de la
paz y la guerra: Pensar la guerra: Clausewitz (1976), Las guerras en cadena
(1951), Paz y guerra entre las naciones (1962); y reflexionando, como
asunto recurrente, sobre el papel de las élites intelectuales en el destino
de las sociedades libres: La Révolution introuvable. Réflexions sur la
révolution de mai (1968) y, especialmente, El opio de los intelectuales
(1955).
 
Fiel discípulo de Max Weber, Aron comprende que el científico y el hombre
de acción, así como la ética de los principios y la ética de la
responsabilidad, no componen parejas reñidas, sino que tienden a
encontrarse en el horizonte de la experiencia. Muestra ésta que la libertad
y la democracia se hallan constantemente amenazadas por fuerzas que buscan
destruirlas. En su conocida introducción a los no menos memorables ensayos
de Weber La ciencia como vocación y La política como vocación, escribe el
pensador francés de origen judío lo siguiente: "La reciprocidad entre
conocimiento y acción es inmanente a la existencia misma del hombre
histórico, y no ya del historiador. Max Weber prohibía que el profesor,
dentro de la Universidad, tomase parte en las querellas del foro, pero no
podía dejar de considerar a la acción, al menos a la acción mediante la
pluma o la palabra, como meta última de su trabajo".
 
El escenario que conform
an los centros de enseñanza, los medios de comunicación y, en general, los
espacios de cultura y de formación de opinión constituye, en efecto, un
lugar muy sensible y vulnerable en el que fijar posiciones y ganar la
hegemonía. Algunos no se resisten al asalto. Ocurre así que la propaganda
totalitaria y liberticida lo ha tomado como objetivo privilegiado de
dominación y expansión. Allí se decide en gran medida el destino del
pensamiento libre, y su supervivencia. Y allí hay que resistir.
 
Pues bien, Aron, lejos de la labor proselitista practicada por otros, fue
un resistente y un superviviente, un hombre de acción, un luchador por la
libertad que tuvo que sobrellevar, casi siempre desde la soledad
intelectual y personal, la querella contra la secta todopoderosa de los
"filotiránicos" (Mark Lilla) y los agentes del totalitarismo. Aron sabía,
con todo, que en las democracias, por su carácter de sociedades abiertas y
regímenes de opinión pública, el impacto avasallador del antiliberalismo
dogmático resulta demoledor y muy difícil de contrarrestar desde el mondo
rigor del pensamiento y la honradez intelectual.
 
Y es que, en efecto, el gran mal que afecta a los hombres de ciencia
metidos en política, el opio de los intelectuales, tal y como explicó Max
Weber, es la vanidad. Los espacios académicos y científicos, afirma el
sociólogo alemán, cultivan esa especie de enfermedad profesional, que,
aunque antipática y penosa para quien directamente la sufre, resulta
"relativamente inocua". Sin embargo, cuando sale de estos templos e invade
la arena política "la necesidad de aparecer siempre que sea en primer
plano" suscita los dos grandes vicios de los políticos y sus parodistas: la
ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad.
 
La deriva y la pomposa irresponsabilidad descritas por Weber, y que tanto
desazonaron a Aron, constituyen hoy en España un problema fenomenal. El
opio de los intelectuales en nuestro país conduce a muchos profesores y
hombres de ciencia a presidir altos comisionados, a integrarse en "comités
de expertos y sabios", consejos de investigaciones diversas y de Estado, y
a lisonjear a los poderosos justificando lo injustificable de palabra y por
escrito, colaborando en sus medios y compartiendo sus fines, ardiendo en
deseos de hacerse oír y poder así influir; o sea, participar del poder,
pues no de otra manera entienden la "democracia participativa". Sus nombres
están en la mente y en boca de todos, y ellos encantados. Leen mucho,
enseñan en las universidades, predican en los media, pero, en su inanidad,
nada aprenden.
 
Por ejemplo, la traducción de la versión española de los textos de Weber,
con introducción de Raymond Aron, citados aquí, la firma nada menos que
Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional de
la Universidad Complutense de Madrid y actual presidente del Consejo de
Estado, empeñado, en su vanidad, en desvertebrarlo.
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