Lejana proximidad. Antropologías de la Guerra Civil Española

July 3, 2017 | Autor: J. Izquierdo Martín | Categoría: Social and Cultural Anthropology, Identity (Culture), Identidad, GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
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Descripción

Lejana proximidad. Antropologías de la guerra civil española Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León “Una vida de violencias y esperanzas... ¿Cómo se puede representar esto hoy? ¡Ninguno de nosotros ha vivido nunca eso! ¡Nos encontramos tan próximos en el tiempo y estamos tan alejados! No sólo no nos podemos imaginar todo lo que pasó, sino que no lo podríamos vivir” Abert Boadella En 1999, en el documental titulado Vidas y muertes de buenaventura Durruti, anarquista, Albert Boadella se planteaba con las palabras citadas arriba el reto de representar a uno de los españoles más comprometidos en el conflicto que desgarró España a partir de 19361. A mitad del expe­ rimento, no obstante, Boadella tira la toalla y, reflexionando en voz alta, reconoce la incomodidad de su encuentro con el pasado, la infranqueable distancia que lo separa del protagonista de su obra, el cual se muestra esquivo, inasible. Pese al desenlace, el ejercicio supone en sí un desafío para la historiografía de la Guerra Civil española, y no porque sea tarea del historiador sentir en carne propia las experiencias de quienes habita­ ron aquel pasado, una actividad que, si acaso, sólo debería afectar a los miembros de E ls Joglars y otras agrupaciones teatrales con pretensiones de encarnar -o de hecho reencarnar- vivencias pretéritas. La reflexión afecta al historiador por cuanto apela a su capacidad no sólo para recons­ truir analíticamente las condiciones sociales experimentadas por quienes protagonizaron tan cruento episodio de nuestra historia, sino sobre todo 1 Documental dirigido en 1999 por Jean Louis Comolli y Albert Boadella, con guión del propio Comolli y de Ginette Lavigne, producido por Ina-Mallerich Films-Arte-Televisión Española y editado en formato de vídeo por Mallerich Audiovisual y la Fundación de Estudios Libertarios “Anselmo Lorenzo”. Todas las citas que dan comienzo a los epígrafes de este artículo proceden del men­ cionado documental.

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para conocer la conciencia que motivó las acciones de quienes protago­ nizaron los acontecimientos de 1936-1939. Puesto en otros términos: ¿podríamos los historiadores ayudar a Boadella a salvar la lejana prox im i­ dad que lo separa de Durruti, personaje al que pretende representar? Llama la atención que la reflexión, a partir del encuentro con un momento así de nuestro pasado, haya sido efectuada por alguien que no es un historiador profesional; y es que la de este dramaturgo constituye una original reformulación de un problema epistemológico que ha estado en el centro de la filosofía de la historia desde comienzos de la centuria recién concluida. En realidad, lo llamativo del caso no es que Boadella se adentre en terreno ajeno, sino que no encuentre interlocutores especiali­ zados en semejantes cuestiones que ofrezcan alguna respuesta a sus pre­ guntas. En efecto, reflexiones de este tipo quedan generalmente fuera de las inquietudes intelectuales de los historiadores expertos en este u otros episodios del pasado. Las preguntas que plantea no dejan por ello de ser de enorme relevancia para el conocimiento histórico: ¿qué podemos co­ nocer de la identidad, la experiencia o los intereses de quienes produje­ ron los hechos que documentalmente nos han sido legados? Pues parece obligado reconocer que también nosotros, los especialistas, estamos so­ metidos a la tensión de la lejana proximidad, entonces, ¿cómo podemos hacer presentes a quienes nos ha precedido en el pasado? Lo que de m a­ nera convencional se asume a este respecto es que hay dos maneras de abordar la relación con los habitantes del pretérito. Una consiste en tra­ tarlos con familiaridad, considerándolos parte de una grey de la que to­ dos formamos parte, con sus defectos y virtudes, pero nuestra. La otra los confronta con extrañeza, como si fueran miembros de tribus ajenas, habitantes de tierras remotas2. Sendos caminos comportan distintas con­ secuencias para el observador, y no sólo nos referimos a consecuencias epistemológicas, sino sobre todo políticas y éticas. Y es en este sentido donde el ejercicio no resuelto de Albert Boadella adquiere toda su rele­ vancia para el historiador, por cuanto le compele a situarse ante el cruen­

2 «[Existe] una tensión que subyace a todo encuentro con el pasado: la tensión entre lo familiar y lo extraño, entre la sensación de proximidad y la sensación de distancia en relación con las personas que tratamos de comprender (...) Por una parte, necesitamos sentir el parentesco con la gente que estudiamos, pues es precisamente esto lo que compromete nuestro interés y nos hace sentir en co­ nexión. Pero esto es sólo la mitad de la historia. Para desarrollar al completo las cualidades humanizadoras de la historia (...) necesitamos dar con el pasado dis­ tante - un pasado menos distante de nosotros en el tiempo que en modos de pensamiento y de organización social», WINEBURG, S., Historical Thinking and Other {Innatural Acts, Philadelphia, Temple University Press, 2001, pp. 5-7.

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to acontecer de la España de 1936-1939 y a preguntarse, a las puertas de su septuagésimo aniversario, sobre quiénes fueron sus actores, pero al mismo tiempo sobre quiénes somos los observadores de aquel drama bélico. Y ahora, sin más preámbulos, abramos también nosotros el talón.

1. Naturalizaciones “¡Pensábamos que el pasado no nos daría alcance!” Albert Boadella De “experiencias vividas” dice tratar también República de egos, trabajo del hispanista norteamericano Michael Seidman recientemente publicado en España con el título A ras de suelo . En principio estamos ante una más entre las casi 20.000 editadas sobre el conflicto que desga­ rró la sociedad española en la segunda mitad de la década de 19304 pero merece la pena detenerse en ella. Y no tanto por su temática, que no es otra que la de una historia social de quienes desde el anonimato nutrie­ ron las filas de los frentes de batalla y las distintas retaguardias, especial­ mente, del bando republicano. Tampoco por el tono moral de un relato que incursiona en vivencias sin nombre, retratando rostros antiheroicos, gentes cuyas conductas se tornaron paulatinamente y por diversas vías desafectas a la causa de la II República Española o a otras causas de una u otra forma vinculadas a ella, contribuyendo así a la rendición incondi­ cional ante los generales sublevados. El tema y el tono de la obra son, si acaso, relevantes para el público situado más allá de los recintos universi­ tarios y académicos. Mas si en el interior de tales recintos el libro de Seidman no ha pasado desapercibido es debido al tipo de encuentro que realiza con los actores de aquel dramático pretérito y, sobre todo, a la teorización que hace de su antropología, inhabitual en la historiografía de la guerra civil. Por ese motivo comienza aquí nuestra puesta en escena. Individuos. No son otros los sujetos con los que Seidman se topa en su detallado recorrido hasta la derrota de la República ante las fuerzas

3 Michael Seidman, A ras de suelo. Historia social de la república durante la guerra civil, Madrid, Alianza Editorial, 2002 \Republic o f Egos. A Social History o f the Spanish Civil War, Madison, The University of Wisconsin Press, 2002], 4 Cantidad que equipara el njferés por el conflicto español al que ha tenido la Segunda Guerra Mundial. PRÍISTON, Paul, “Recuerdos de una guerra”, en Nunca más la guerra civil. Hoy hace sesenta años, ABC, Madrid, 18 de julio de 1996, p. 64.

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comandadas por Franco. Individuos que se nos dice formaban el grueso de la soldadesca en los frentes y las retaguardias, y que asimismo consti­ tuían el común de los habitantes de ciudades y campos, a la mayoría de los cuales el conflicto les sobrevino sin mayor entusiasmo, y a cuyo ban­ do republicano apoyaron mientras la economía política de éste fue capaz de mantener el suministro de recursos materiales pactado en un im agina­ rio “contrato social” entre el Estado y sus ciudadanos. Individuos racio­ nales, en fin, cuyos cálculos les “llevaron a la conclusión” de que, tras experimentar en carne propia el declive de sus condiciones socioeconó­ micas, aquel contrato podía darse por finalizado. A partir de entonces se radicalizaron las conductas egoístas y la defección hacia la causa republi­ cana, provocando consiguientemente el total derrumbe del esfuerzo de guerra. Son estos individuos los que centran el interés de Seidman; pero no sólo. Hay también otros, los menos, sujetos altruistas que, como Durruti y otros tantos militantes y milicianos, se habrían mostrado desde el principio al fin del conflicto leales a las grandes causas, bien del Estado republicano, bien de los partidos políticos y las organizaciones sindicales. República de egos es un relato del triunfo de los primeros sobre los segundos, de los egoístas sobre los altruistas, una historia del desapego de numerosos individuos interesados de la que, en términos bélicos, su­ pieron sacar provecho Franco y los suyos. Pero como hemos señalado, más que esta interpretación de hechos, es la mirada antropológica que subyace a ella la que lo convierte en un libro interesante. Y no sólo por el cambio de perspectiva, es decir, por el declarado individualismo metodo­ lógico del autor; lo es también por su intento de tomarse en serio la ne­ cesidad de historiar a los sujetos observados: a diferencia de lo que suele ser habitual, esto es, considerar que los sujetos que entraron en el escena­ rio bélico en 1936 seguían siendo idénticos en 1939, Seidman incide en los cambios de actitudes individuales experimentadas en el transcurso del conflicto. Otra cosa es que el intento llegue finalmente a buen puerto. La representación individualista que Seidman ofrece de quienes protagonizaron el conflicto español es desde luego refrescante dentro de una historiografía dominada por el holismo antropológico desde la déca­ da de 1980. En efecto, son los grupos y la imagen colectiva del sujeto los que han venido informando los estudios sobre la guerra de 1936-1939 realizados por historiadores españoles e hispanistas de diversa orienta­ ción. Ello es de forma general expresión de la hegemonía de la historia social en el mundo académico, mas en el caso que nos ocupa es también efecto de la reacción frente a otra hegemonía que se mantuvo vigente durante las dos décadas precedentes y que desembarcó en España de la mano de historiadores angloamericanos tales como Gabriel Jackson, Hugh Thomas o Stanley Payne, cuyas obras fueron traducidas al castella­

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no a partir de la segunda mitad de los años sesenta5. Aquel prim er para­ digma explicativo de la guerra partía de una concepción antropológica radicalmente subjetivista según la cual los agentes históricos eran indivi­ duos que preexistían a la sociedad, agentes racionales y autónomos cuyas acciones se explicaban por sus intenciones. Era éste un tipo de interpre­ tación del pasado que obligaba a dirigir la mirada exclusivamente a diri­ gentes políticos y elites sociales, de la misma manera que reducía el foco de atención de los historiadores a la esfera política6. Quedaban así al margen el resto de los participantes, considerados indistinguibles de una “m asa” cuyas acciones solían interpretarse como un reflejo de las deci­ siones de las elites políticas, cuando no manifestaciones de una irraciona­ lidad que nada podían explicar por considerarse anómalas. Para esta m i­ rada, que podemos denominar liberal, también resultaba prescindible cualquier acercamiento a otras parcelas de lo social, por cuanto se enten­ día que sólo en la arena política se manifiestan las intenciones de los in­ dividuos. Razones extraintelectuales no faltaron para la cálida acogida que tuvo la antropología liberal entre los historiadores españoles durante la década de los 70. Por entonces ya hacía tiempo que se habían dado los primeros pasos de la resemantización de la guerra, tanto por el lado del franquismo a través de la Sección de Estudios de la Guerra de E spaña, como del de la oposición al mismo, especialmente del Partido Comunista. Había comenzado a calar una representación del conflicto que se leía como tragedia colectiva (“Todos fuimos culpables”) en la que, si acaso, cabía identificar a sus principales responsables, esto es, individuos cuyas equívocas decisiones habían llevado al país al abismo'. También el cam­ bio de paradigma antropológico encabezado por la historia social en la primera mitad de los años ochenta tuvo raíces exógenas, una vez que la consolidación de la transición democrática comenzó a dejar obsoleta la

5 Los tres textos fundamentales del mencionado paradigma son los de THO­ MAS, Hugo, La Guerra Civil Española, 1936-1939, Barcelona, Grijalbo, [1961], 1976, 2 vols.; PAYNE, Stanley G., Eos militares y la política en la España contempo­ ránea, París, Ruedo Ibérico, [1967] 1968; y JACKSON, Gabriel, Ea República Españolay la Guerra Civil, 1931-1939, México, Grijalbo, [1965], 1967. 6 Sobre esta perspectiva y los orígenes de la interpretación social de la Guerra Civil véase SÁNCHEZ LEÓN, Pablo, “La objetividad como ortodoxia: los historiadores y el conocimiento de la Guerra Civil española”, en ARÓSTEGUI, Julio y GODICHEAU, Fran^ois (eds.), Guerra civil. Mito y memoria, Madrid, Marcial Pons, 2006, pp. 95-135. 7 A este respecto, véase MORADIELLOS, Enrique, 1936. Los mitos de la Guerra Civil, Barcelona, Península, 2004.

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retórica de la culpabilidad colectiva de la guerra -que en cierto sentido había hecho posible la propia transición- en favor de otra que, sobre la base de un consenso general a favor del olvido, redistribuía de nuevo de manera desigual las responsabilidades dejando ahora en mejor lugar al bando republicano8. En la historiografía este cambio coincidió, sobre todo entre espe­ cialistas identificados ideológicamente con la izquierda, con una mirada antropológica opuesta a la liberal, una mirada holista inspirada en una cosmovisión principalmente marxista. La nueva perspectiva daba visibili­ dad al sujeto grupal, reivindicando para él intereses que seguir y, por lo tanto, una racionalidad que la interpretación anterior les había negado. La motivación colectiva expresaba y definía al mismo tiempo la de los indi­ viduos particulares que conformaban el grupo. Además asumía que la identidad de todo grupo se enraizaba en una estructura social y que los sujetos individuales accedían a ella a través de su experiencia de una rea­ lidad considerada aprehensible de forma objetiva por ellos. No hizo falta más que identificar aquella realidad de los años treinta con una estructura desigual de propiedad para que inferir que el sujeto de la guerra era por encima de otras opciones la clase social. Durante bastante tiempo el modelo antropológico holista no tu­ vo competidor dentro de la historiografía española. Incluso en su versión clasista. Contaba para ello además con una larga tradición que se retro­ traía al mismo acontecer de la guerra y a aquellos que, identificados con las categorías de clase, interpretaron por vez primera el conflicto como una pugna social militarizada. Las obras de Dolores Ibárruri, Peirats o Barea, publicadas con posterioridad a los sucesos de 1936-1939, fueron escritas en clave casi biográfica, produciendo traducciones del pasado en las que la mirada clasista era dominante. El mismo Pierre Vilar hizo una de las primeras formalizaciones de la guerra en este sentido allá por 1946, cuyo relevo sería recogido, para quedarse en la superficie, por Manuel Tuñón de Lara dos décadas más tarde9. Sin embargo, no fue hasta finales de los años setenta cuando los profesionales de la historia que iban a su­ ceder a la vieja historiografía franquista incorporaron definitivamente la 8 AGUILAR, Paloma, Memoriay olvido de la Guerra Civil española, Madrid, Alianza, 1996. 9 La interpretación de VILAR, Pierre, en Historia de España, 1963 [1946], fue mejor formulada en id., Ea Guerra Civil Española, Barcelona, Crítica, 1986, donde afirmaba que el conflicto había sido una manifestación de “las pasiones y las ilusiones de clase en los dos extremos de la sociedad española”, p. 8; TUNON DE LARA, Manuel, Ea España del Siglo XX, París, 1966, p. 457, relacionaba el conflicto con “arcaicas estructuras de clase”, p. 457.

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mirada clasista de la guerra civil. No es extraño que fuera en el X Colo­ quio sobre Historiografía Española Contemporánea, organizado por el Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau, al m ar­ gen del control del régimen, cuando Santos Juüá reivindicó que el estudio de la II República requería «investigar la forma concreta en que se re­ suelve la determinación de lo político por las contradicciones y luchas de clase», al tiempo que M aría del Carmen García-Nieto exigía tener en cuenta «las contradicciones de clase» en toda investigación de la Guerra Civil Española que se preciara . Desde entonces y durante largo tiempo, parte de la historiografía foránea y española ha venido compartiendo la idea de que la Guerra Civil fue un episodio más de una larga Historia, con mayúscula, de lucha de clases, si bien un episodio singular en la dé­ cada de los treinta por sus manifestaciones radicalmente bélicas11. La fuerza de la perspectiva holista y de su método pasó a ser tal que incluso historiadores liberales angloamericanos se vieron obligados a reconsiderar su mirada individualista. Gabriel Jackson, por ejemplo, tenía que reconocer en 1976 en su prólogo a la edición española que si hubiera de rescribir su trabajo «insistiría más en los factores objetivos, económi­ cos y diplomáticos y menos en los individuales», de la misma manera que diez años más tarde Hugh Thomas vino a afirmar que los sucesos de 1936-1939 dieron «a la expresión ‘guerra de clases’ una connotación muy exacta” si bien “distinta de la ideada por M arx»12. De alguna manera fue también el potencial holista de la mirada marxista el que impulsó durante la década de 1990 investigaciones en las que ganaron visibilidad otros sujetos colectivos, como por ejemplo las mujeres, o los nacionalismos, nuevas entradas en el escenario observado de la guerra que, paradójica­ 10 JULIA, Santos, “Segunda República: por otro objeto de investigación”, en TUNON DE LARA, Manuel et alii, Historiografía española contemporánea. X Colo­ quio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau, Ma­ drid, Siglo XXI, 1980, pp. 295-313, especialmente p. 305; y GARCÍA-NIETO, María del Carmen, “Historiografía política de la guerra civil de España”, ¿bul., pp. 315-353, especialmente p. 318. 11 Entre quienes desde el exterior reivindicaron esta relectura antropológica po­ demos destacar a FRASER, Ronald, “Guerra civil, guerra de clases: España 1936-1939”, Zona Abierta 21, 1979, pp. 125-137; RANZANO, Gabriele, Bdvolu%ione e guerra ávile in Spagna, 1931-1939, 1978; y PRESTON, Paul, I a Guerra Civil Española 1936-1939, Barcelona, Plaza y Janés, 1987. 12JACKSON, Gabriel, “Prólogo a la edición española”, en lu í república españolay la guerra civil, 1931-1939, Barcelona, Crítica, 1976, 2a ed., pp. 7-9, especialmente p. 8. THOMAS, Hugh, “La Guerra Civil Española en la historia”, en TAMAMES, Ramón, lu í guerra civil española. Una reflexión moral 50 años después, Barcelo­ na, Planeta, 1986, pp. 65-81, especialmente p. 80.

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mente, abrieron la puerta a las primeras críticas al monopolismo clasista de la historia social y que finalmente contribuiría a la revisión individua­ lista encabezada por Seidman. En efecto, porque con el rescate de otros sujetos colectivos que hasta el momento habían permanecido fuera de la perspectiva holista, la historia social de aquella década destapó una suerte de Caja de Pandora antropológica de la que surgieron otras miradas hacia el pasado que die­ ron visibilidad a otros sujetos relevantes del conflicto español. La veda se abrió en 1994, año en el que Julián Casanova publicaba con el título “Guerra civil, ¿lucha de clases?” un afortunado artículo en que reivindi­ caba que «aquella no era únicamente una España dividida entre izquierda y derecha, oligarquías y pueblo, o socialistas y cedistas»; la historia entre 1936 y 1939 había sido algo más complejo, un entramado de conflictos diversos que referían a sujetos distintos . Y ha alcanzado su máxima ex­ presión hasta el momento en contribuciones recientes que hacen gala de un interés declarado por recuperar sistemáticamente la amplia variedad de tensiones y líneas de falla que fueron perfilándose en la cultura espa­ ñola durante la II República, radicalizando en grado diverso las posturas políticas de distintos grupos14. Esta tendencia ha dado pie a una interpretación complementaria del escenario bélico según la cual en los intersticios de la confrontación excluyente entre las dos opciones predominantes habría habido un espa­ cio para lo que ha llegado ya a denominarse la “Tercera España”, un te­ rreno supuestamente habitado por sujetos moderados, reformistas de­ mocráticos, acosados por la tenaza de clases antagónicas y apasionadas, atrapados entre el «insureccionalismo revolucionario anarquista y (...) la

13 Cf. CASANOVA, Julián, “Guerra civil, ¿lucha de clases?: el difícil ejercicio de reconstruir el pasado”, Historia Social., 20, 1994, pp. 135-150, p. 143. Incluso quien había defendido la postura clasista, si bien, para la República, como San­ tos Juüá, ahora complejizaba el asunto: «lo que ocurrió fue desde luego lucha de clases por las armas, en la que alguien podía morir por cubrirse la cabeza con un sombrero o calzarse con alpargatas los pies, pero no fue en menor medida guerra de religión, de nacionalismo enfrentados, guerra entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismos», JULIA, Santos, Un siglo de España. Política y sociedad., Madrid, Mar­ cial Pons, 1999, p. 118. 14 EALHAM, C. y RICHARDS, M. (eds.), The Splintering o f Spain. CulturalHistoiy and the Spanish Civil War, 1936—1939. Cambridge, Cambridge Universiry Press, 2005. Véase también en esta misma línea, sobre el bando republicano en parti­ cular, GRAHAM, Helen, The Spanish Republic at War, 1936—1939, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

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resistencia parlamentara conservadora y reaccionaria»15. Esta emergente mirada ha ido dando visibilidad a un conjunto de sujetos que, por quedar ajenos a las pasiones fratricidas de quienes nutrieron los dos bandos con­ tendientes y a sus organizaciones, pueden ser observados como indivi­ duos. De estos hombres y mujeres involuntariamente implicados en el conflicto, interesaban al principio intelectuales como Madariaga, Ortega, Pórtela, pero también muchos católicos moderados o militares distancia­ dos de menor renombre16. Ha bastado con ampliar las fronteras de ese universo habitado por individuos racionales en medio de la debacle, has­ ta dibujar los contornos de una nueva mayoría formada por quienes se vieron abocados a sobrevivir en un drama que les era en gran medida ajeno, para que la obra de Seidman pudiera ser concebida. Conviene subrayar en este punto que, en ausencia de debates en­ tre historiadores especializados sobre la más adecuada definición del su­ jeto para el estudio del período 1936-1939, la identificación de individuos distanciados y moderados en el seno del conflicto fratricida, y cuya im ­ plicación en la guerra habría sido contingente, ha obedecido menos a la saturación de un programa que ciertamente volvía opaca la presencia de otros sujetos colectivos e individuales que a motivos extra-intelecuales. La visibilidad que han adquirido éstos puede considerarse secuela de un nuevo episodio en la recurrente lucha política por el centro sociológico que atraviesa la historia de la democracia española desde la transición y que sigue abierta hasta hoy17. En un escenario particularmente apropiado a escala internacional, tras la caída del Muro de Berlín, y nacional, alrede­ dor del triunfo electoral de los conservadores en 1996, la lucha entre iz­ quierda y derecha moderadas por representar el centro ha tenido su refle­ jo en estudios que se esfuerzan por retrotraer a los años treinta tradicio­ nes de ejercicio de la moderación política . 15 Cf. MORADIELLOS, Enrique, op. cit., p. 52. 16 Este tipo de mirada ha sido divulgado por hispanistas de la talla y el color de Paul Preston. Véase Las tres Españas, Barcelona, Plaza y Janés, 1998, si bien había sido perfilada ya en la década de los años cuarenta por Salvador de Mada­ riaga entre otros, como apunta MORADIELLOS, E., op. cit., pp. 407-408. 17 Cf. IZQUIERDO, Jesús y SÁNCHEZ LEÓN, Pablo, “Zentrierte Identitáten: Der Kampf um die Politische Reprásantation im Demokratischen Spanien”, en COLLADO, C., KÓNIG, A. et alii, Spanien: Mitten in Europa. Zum Verstándnis der spanischen Gesellschaft, Yjultur und Identitat, Frankfurt, IKO, 2002, pp. 285-302. 18 Véase especialmente TOWNSON, Nigel, Ea república que no pudo ser. Ea política de centro en España, 1931-1936, Madrid, Taurus, 2002. Pero asimismo MOA, Pío, Los mitos de la guerra civil, Madrid, La Esfera, 2003, quien interpreta la CEDA como coalición de moderados cuyo programa al parecer centrista habría sido

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Podemos tras esta contextualización regresar a República de egos. Mas para razonar que la nueva antropología individualista que la obra encarna no ha significado una ruptura con su precedente. Incluso puede decirse que estamos ante una común epistemología del sujeto pese a las aparentes diferencias. La mirada de la historia social ha dejado para em­ pezar su poso en el sujeto que articula el trabajo de Seidman, diferen­ ciándolo del modelo idealista que fue hegemónico hasta finales de los setenta. A l igual que las clases y otros grupos, los egos de Seidman están constreñidos por las condiciones socioeconómicas en que se desenvuel­ ven. Esta versión de individualismo asume, al igual que el marxismo, la existencia de una realidad objetiva, una realidad con significados inheren­ tes que los sujetos descubren a través de sus experiencias. A diferencia del materialismo histórico, es cierto, asume que los individuos son, como las condiciones socioeconómicas, parte de la realidad, lo que implica que toda experiencia se realiza desde la individualidad. La primera experiencia individual es, por tanto desde esta mirada, un acto de descubrimiento de la propia individualidad. A nadie se le oculta que tal planteamiento es una tautología; lo paradójico, sin embargo, es que oculta una interpretación antropológica tan naturalista como la que se pretende denunciar en rela­ ción con la clasista: al referente clase, considerado una construcción social retórica que conviene abandonar, se le contrapone otro, el jo , considera­ do parte del orden natural de las cosas. No es de extrañar que una mirada así, que convierte toda subjetividad en individualidad, sólo pueda en su encuentro con el pasado visualizar individuos. Hay en esto que recono­ cerle a la empresa el valor de haber rescatado dicha identidad del olvido historiográfico. Pero el precio es demasiado elevado, pues tal rescate de los individuos se hace desde la más radical y excluyente naturalización, dejando a los grupos, organizaciones u instituciones convertidos en m e­ ros derivados ocasionales de una agregación contextual de intereses per­ sonales. Seidman es incapaz de plantearse que además de la individualista otras identidades pudieron concurrir en aquel mundo abierto en 1936. Con la del marxismo también comparte la antropología de Seid­ man su utilitarismo. En ambas los sujetos actúan conforme a una única racionalidad, la instrumental, que es la única que adquiere visibilidad para el observador utilitarista. Una racionalidad según la cual los individuos o las clases calculan en todo contexto histórico los costes contra los bene­ ficios en la satisfacción de sus intereses personales, sean éstos altruistas o

liquidado por el radicalismo de izquierdas, generando así las condiciones del conflicto que estalló en 1936.

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egoístas19. Semejante reduccionismo sólo puede clasificar como anomalí­ as acciones y prácticas como la lealtad absoluta, sin límites, o situaciones de desconcierto y crisis identitaria, que fueron sin duda frecuentes en aquel como en otros conflictos profundos en el orden social20. Pero además tal encumbramiento del Homo oeconomicus extrema aún más si ca­ be la naturalización del sujeto, al reducirlo a u n jo radical., categoría identi­ taria que nos resulta seguramente más nuestra, pero que se proyecta in­ distintamente sobre todo sujeto del pasado. Contemplada desde esta perspectiva, la mirada antropológica propuesta por Seidman pierde su fuerza epistemológica, pues su virtud, sacar a la luz sujetos que el holismo clasista hacía invisibles, deviene en vicio, dado que tal operación se realiza a costa de naturalizar aquellos sujetos, privándolos de la posibilidad de ser analizados en primer lugar como fenómenos históricos. La mirada resulta pues tan ahistórica como la que pretendía sustituir: los actores del teatro bélico de nuestra guerra civil son individuos que experimentan como tales, como preestablecidos yoes racionalmente instrumentales, las condiciones cambiantes del con­ flicto siguiendo sus intereses personales. No hay en esto diferencia entre egoístas y altruistas: ambos comparten naturalmente el referente jo , dife­ renciándose sólo en el orden de preferencias, que se ve modificado a vo­ luntad según las circunstancias experimentadas. Ambos tipos de indivi­ duos son los entes naturales de este drama, entes que preexisten a lo so­ cial, mientras los grupos, las organizaciones, las instituciones o las ideo­ logías son entidades exógenas, precarios resultados de agregaciones indi­ viduales, que surgen o desparecen según una recurrente negociación. En suma, el cambio subjetivo del que Seidman intenta dar cuenta en su obra se reduce a un cambio de interés dominante por parte de una mayoría de españoles, fenómeno explicado desde las intenciones de unos individuos que, se nos trata de persuadir, estuvieron siempre interpelados por su individualidad calculadora, desde julio de 1936 hasta abril de 1939. Esta extrema naturalización antropológica afecta al relato sobre la Guerra Civil que el autor propone, reduciendo el análisis a interpretacio­ nes normativas sobre la conducta humana y llenando a su paso de incon­ gruencias lógicas las explicaciones de los porqué y los cómo. Por citar algunas de las que son más relevantes para la hipótesis que República de egos plantea sobre la derrota de la Segunda República y la victoria de los 19 Un ejemplo de la influencia de la racionalidad instrumental en el marxismo reciente es ELSTER, John, E l cemento de la sociedad, Las paradojas del orden social, Barcelona, Gedisa, 1991. 20 PIZZORNO, A., “Algún otro tipo de alteridad: una crítica de las teorías de la elección racional”, Sistema, 88, pp. 27-42.

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generales sublevados, Seidman deja sin explicar la enorme cohesión de los pequeños grupos militares que según él fueron claves en las victorias logradas por el bando rebelde. Como tampoco nos explica por qué unos individuos utilitaristas por definición se involucraron en el mantenimien­ to de los sistemas de suministros materiales o en el aparato coactivo que, según él mismo argumenta, contribuyeron a que los sublevados no pade­ cieran las conductas desertoras o desafectas en las zonas que fueron ca­ yendo bajo su control21. Esperamos haber dejado claro que de forma similar a la mirada clasista, la individualista opera cosificando las identidades observadas. La mirada de Seidman es pues una nueva naturalización, en este caso la na­ turalización derivada de su propia experiencia contemporánea como su­ jeto que habita en un orden que reconoce su condición jurídica de indi­ viduo y, seguramente también, como sujeto dotado de una identidad per­ sonal altamente individualista, la cual proyecta sobre los actores del fraticida conflicto. Esta operación le permite abordar el pasado con familiari­ dad, incorporando a los otros pretéritos en una larga tradición antropo­ lógica que hermana a actores y observadores, pero que convierte al histo­ riador en una suerte de legislador más preocupado por dictaminar cómo deberían comportarse los sujetos observados, que en indagar quiénes fueron aquellos “otros” pretéritos. Lo mismo puede decirse del viejo holismo metodológico de la historia social, cuya única diferencia con el planteamiento de Seidman es que asume que en 1936 había en España sujetos colectivos con capacidad de acción independiente de sus miem ­ bros individuales. N inguna de las dos resulta adecuada para historizar a los sujetos del drama de 1936-1939. Poco es pues, lo que sirviéndonos de ellas podemos ayudar a re­ solver la encrucijada en que se encuentra Boadella al afrontar la vivencia de Buenaventura Durruti, y no ya por la incapacidad de estas miradas para asumir como punto de partida la alteridad de un sujeto que se m ues­ tra esquivo, sino por la asimilación que hacen de su conducta al patrón considerado natural de individuos o colectivos utilitaristas. La identidad de Durruti, personaje comprometido con una causa que le urgía a dar la vida en el combate, se diluye tanto como la de todos aquellos cuyas con­ ductas expresaron una creciente desafección con el esfuerzo de guerra. En conclusión, a día de hoy carecemos de un enfoque capaz de mostrar en su fenomenología la antropología, o las diversas antropologías, pro­ 21 Cuestiones planteadas por RICHARDS, Michael, “Egos and Ideáis in the Spanish Civil War”, Histoty Workshop Journal, 58, 1, 2004, pp. 340-348, así como en la crítica de PEREZ LEDESMA, Manuel, en International Heview o f Social History, 49, 2004, pp. 525-527.

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pias del conflicto: sólo tenemos individuos o clases esencializados que experimentan las condiciones materiales, únicas realidades que se mues­ tran afectadas por los acontecimientos. Por fortuna, sin embargo, el pa­ sado también da alcance a las antropologías que con tanta naturalidad emplean los observadores del pretérito, antropologías que, contempladas a la luz del tiempo, muestran la quimera de su pretensión universalizadora. El pasado pues retorna para poner en evidencia el carácter retórico de toda construcción antropológica.

2. Lenguajes “No puedo comprender tu extraña lógica, ¿cómo quieres que te entienda?” Albert Boadella Esta nueva pregunta de Boadella nos traslada de los sucesos vivi­ dos por su protagonista a la retórica verbal y gestual utilizada por Durruti en su diario acontecer. La confusión en la que se encuentra sumido el observador que emite esta pregunta remite al lenguaje, más concretamen­ te a lo dicho y hecho por Buenaventura Durruti, a las incongruencias lógicas imputables a su discurso. La confusión es, sin embargo, revelado­ ra, pues el director de Els Joglars parece querer afirmar que aquel anar­ quista fue y es su propio discurso verbal y práctico, al menos ante los ojos del quien le observa, en la medida en que conocer al sujeto pasa por entenderlo en sus palabras. Comprender su retórica supondría haber sal­ vado las distancias, aproximar al sujeto que se pretende representar. ¿Qué concepción del lenguaje es ésta que parece constituir al que lo vo­ cea o práctica? ¿Están en el lenguaje mismo las claves de una plausible aproximación a Durruti y a los demás actores de ese lejano pasado de España entre 1936 y 1939? En la vieja historia social y la nueva historia positivista los sujetos y la realidad prevalecían al lenguaje22. Se asumía que había una realidad objetiva e inherentemente significativa, unas condiciones socioeconómi­ cas que habrían sido experimentadas de forma inmediata por clases o individuos, los cuales habrían adquirido en el proceso conciencia de sus significados intrínsecos, a continuación desvelados o enunciados a través del lenguaje. El lenguaje era en este sentido un mero instrumento de co­ municación al servicio de actores naturales. La intuición de Boadella ape­ 22 A este respecto véase CABRERA, Miguel Ángel, Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid, Cátedra, 2001.

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la, por contra, a una noción bien distinta del lenguaje que hace de él algo más que un instrumento de representación de la realidad: un sistema complejo de significación, un entramado de conceptos que objetivan la realidad, dándole la significación que permite a los sujetos racionalizar el mundo y operar sobre él. Las implicaciones de una interpretación constitutiva del lenguaje sobre la teoría de la sociedad son enormes. En primer lugar, supone que la realidad, aunque pueda determinar materialmente a los sujetos, no lo hace significativamente. Por consiguiente, las condiciones socioeconómi­ cas de España en la década de 1930 no tenían ningún significado in­ herente; quienes habitaban aquel mundo y tiempo daban sentido a sus actos no por reflejo o influencia de esa “realidad” sino gracias a la concu­ rrencia de la matriz lingüística de la época, versión española de una m a­ triz conceptual más amplia, la de la modernidad. De ello se deriva, en segundo lugar, que las identidades, lejos de ser hechos naturales, son también producto de la construcción significativa de la realidad, por cuanto los referentes con los que los sujetos se identifican son pedazos de la realidad que adquieren significación gracias al lenguaje. De manera que si hubo clases o individuos en la Guerra Civil española no fue como resultado de la concienciación por parte de unas u otros de una realidad naturalmente compuesta de clases o individuos. Fue posible por la con­ currencia de referentes discursivamente creados -la clase social, el yo u otros- que interpelaron a los sujetos, convirtiéndolos en actores. Y para terminar, esto quiere decir que la experiencia de la realidad es siempre mediada por el lenguaje en la medida que se efectúa a partir de una iden­ tidad discursivamente construida23. Las mismas condiciones de 19361939 pudieron así ser experimentadas de diferente manera por las distin­ tas identidades presentes en aquel momento, generando conductas tan dispares como las constatadas por Seidman. Puestas así las cosas, la mirada ligüística de la antropología de la Guerra Civil española tiene la virtud de recuperar al sujeto para la histo­ ria, en el sentido no sólo de dotar de temporalidad a su identidad, sino también de desnaturalizar las categorías analíticas con las que nos referi­ mos a los actores del pasado. Si los sujetos no preexisten a las categorías de identidad que los definen como clases o individuos, y éstas dependen de conceptos en constante cambio de significación, entonces estas iden­ tidades son tan inestables como lo son aquellos conceptos, sometidos a recurrentes y contingentes mutaciones de contenido. Es cierto que las 23 SCOTT, Joan W., “The Evidence of Experience”, Critical Inquiry 17, 1991, pp. 773-797; así como “On Language, Gender, and Working-Class History”, International Labor and Working-Class History 31, 1987, pp. 1-13.

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sociedades tratan de estabilizar los significados que tienen los conceptos a través de su institucionalización; nada garantiza, sin embargo, que tales cambios no se produzcan, ni que tengan lugar de forma independiente a momentos históricos determinados, uno de los cuales bien podría ser la propia Guerra Civil y sus prolegómenos24. Y sobre todo, nada indica que tales identidades sean naturales, aunque a los actores involucrados pueda parecerles que así es, especialmente cuando la identidad alcanza cierto grado de institucionalización y adquiere la consideración de un referente que está en la “naturaleza de las cosas”. Este enfoque podría ser un revulsivo para aquellos observadores que asumen abiertamente las propias naturalizaciones de los actores in­ dagados. No se trata de cuestionar la validez de un método de observa­ ción centrado en el individuo o en el colectivo, sino de rechazar la natu­ ralización que suele acompañarlos: no resulta de recibo inferir de una observación centrada en el individuo una fundamentación individualista de tal sujeto; lo mismo cabe decir del holismo en cualquiera de sus ver­ siones, especialmente el marxismo, que confunde el método con el obje­ to de estudio, como sucede también con otras miradas ahora nuevas so­ bre el grupo, como la del feminismo o el nacionalismo. Lo que esta pers­ pectiva epistemológica sugiere es que no hubo durante la guerra identi­ dades inherentes a los sujetos que las portaban, por mucho que tales identidades sí condicionaran, y mucho, sus conductas. Nadie puede ne­ gar que no hubiera individualistas, sujetos cuyo egoísmo fue en detri­ mento del esfuerzo de guerra, pero las conductas de estos sujetos tienen que ver con su identificación con un referente, en este caso una suerte de y o radical que no por ello deja de ser una identidad histórica y socialmente construida. Lo mismo se puede afirmar de las clases sociales: identidades clasistas operaron en el conflicto dando sentido a la realidad, mediando la experiencia cotidiana de quienes estuvieron apelados por la categoría clase, pero de ello no se infiere que exista una identidad natural de clase a la que correspondan intereses derivados de las posición de los sujetos en una determinada estructura socioeconómica. Los intereses de quienes combatieron entre 1936 y 1939, aunque encarnados en individuos, ni tenían un origen subjetivo ni radicaban en las condiciones sociales y materiales; ni eran creación independiente de ningún sujeto individual ni se grababan en la conciencia de los individuos a partir de su mera experiencia práctica. Eran atributos que se adherían a una identidad, construidos de la misma manera que lo hacía aquélla: es 24 A este respecto, véase DERRIDÁ, Jacques, “Remarks on Deconstructivism and Pragmatism”, en MOUFFE, C. (ed.), Pragmatism and Deconstructivism, Lon­ dres, Routledge, 1996, pp. 77-78.

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decir, a partir de la mediación de un determinado lenguaje que significaba la realidad, incluidas las distintas posiciones sociales de cualquier tipo donde se ubicasen los individuos. Pues dicha mediación se efectuaba en la práctica por medio de discursos disponibles cuyo conocimiento exige previamente comprender la matriz lingüística del período tanto en sus confines semánticos cuanto en su orden jerárquico interno. Es decir, el diccionario que contiene todos los significados posibles que los concep­ tos podían adquirir. En suma, los actores de la guerra civil se constituye­ ron en agentes y experimentaron el conflicto en el interior de tradiciones discursivas prevalecientes en la década de 1930, sólo por referencia a las cuales podían quedar configurados por unos u otros intereses. Esto ex­ plica, por ejemplo, que anarquistas y socialistas no compartieran los mismos intereses antes o durante el conflicto pese a que, como obreros, compartieran la misma posición en el entramado de relaciones de pro­ ducción preexistente. Las ideologías, no obstante, no han de ser tomadas necesaria­ mente como tradiciones discursivas independientes susceptibles de con­ vertirse directamente en referentes de la construcción de la identidad; las relaciones entre matriz lingüística, ideologías y discursos son más com­ plejas que la simple dependencia por la trayectoria organizativa: distintos discursos podían atravesar una misma oferta ideológica pese a la preten­ sión de las organizaciones de fijar los significados de los conceptos en que cada una de ellas se fundaban. En la España de los años treinta no había socialismo ni anarquismo sino una pluralidad de prismas sobre ca­ da uno de estas ideologías, fundados en distintas tradiciones de experien­ cia y performatividad. Sólo asumiendo este enfoque podemos acotar el universo de significados que adquirían cuerpo en la personalidad de suje­ tos como Durruti. Ello quiere decir que como tales, las ideologías tampoco deter­ minaban las conductas individuales, ni en contenido ni menos en cuanto al grado de intensidad en la identificación personal. El argumento en cambio no está sugiriendo que cada individuo efectuase su libre apropia­ ción de una oferta discusiva dada. Las interpretaciones individuales de los discursos sólo podían realizarse en el interior de comunidades de sen­ tido, comunidades lingüísticas definibles por el hecho de que sus miem ­ bros compartían los significados dados a ciertas palabras y a ciertas prác­ ticas. Era el empleo de ciertos contenidos semánticos o el seguimiento de ciertas prácticas lo que los convertía en sujetos con una identidad especí­ fica. Estas comunidades almacenaban y daban estabilidad en el tiempo a los significados que funcionaban como referentes con los que los indivi­ duos podían construir una identidad y formular intereses; instituían en

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ese mismo sentido procedimientos cuyo seguimiento por los individuos les garantizaba un reconocimiento y estatus en el grupo. Comunidades de sentido eran los partidos políticos, las organiza­ ciones sindicales, pero también las familias, los vecindarios, los grupos de amigos, los dos principales bandos que se generaron en la guerra, incluso la sociedad civil que amparaba al sujeto individual de derechos del que nos habla Seidman y cuya referencialidad habría de ser también la de una identidad colectiva construida y reproducida dentro de una comunidad de sentido. Conformaban estas comunidades un conjunto de macrorreferentes preestablecidos, solapados e irreductibles; en definitiva, un orden. Sería un error sin embargo considerar que la ordenación jerárquica de estas comunidades efectuada por cada individuo correspondía a la que estaba socialmente instituida, es decir, la que aislaría un observador desde fuera a través del análisis institucional. Es aquí donde entra en juego el empleo por parte de los agentes de recursos interpretativos, a través de los cuales los individuos producen una unidad de sentido a partir de la variedad de referentes procedentes de las distintas comunidades de sen­ tido con las que consciente o inconscientemente se identifican. En otras palabras, el sujeto de la guerra civil construyó su identidad combinando distintos referentes de los emanados por las comunidades de sentido que operaban en aquel periodo. En una sociedad compleja no hay individuos que construyan su identi­ dad por referencia a una sola comunidad de sentido: la jerarquización entre ellas es parte indisociable de la construcción de la identidad. La identidad garantiza por su parte al sujeto unidad de acción, mas no por ello coherencia entre distintas acciones que refieren a las diversas comu­ nidades de sentido: observadas desde cada una ellas, o desde fuera de todas ellas, muchas acciones del sujeto pueden mostrarse absurdas e in­ coherentes. Para el individuo, en cambio, no entran en conflicto mientras la jerarquías que establece entre ellas es estable. La identidad individual es con todo sólo una interpretación ordenada de referentes; no puede aspi­ rar a disolver las comunidades de sentido presentes en un contexto histó­ rico. Los macro-referentes con los que se construye la identidad tienen una lógica propia y en gran medida ajena al sujeto, y funcionan en un escenario en el que se muestran ordenadas institucionalmente en una de­ terminada jerarquía. Ahora bien, bajo determinadas condiciones ciertos discursos, referentes, comunidades de sentido pueden terminar presen­ tándose como antagónicos entre sí, forzando al sujeto a cuestionarse su propia interpretación jerárquica y recomponerla dando cabida a la pre­ sión por la representación excluyente de referentes surgida en el contex­ to.

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Esto es lo que caracteriza una situación de tensión discursiva como la que subyace a la España de comienzos de 1936, incluso de an­ tes. A escala social, la consecuencia de este escenario de conflicto fue la radicalización de algunas de las categorías de identidad del momento, radicalización que pudo afectar a otras que hasta entonces estaban bien instituidas, como por ejemplo la familia y el vecindario, a menudo fractu­ radas a su vez por otras situadas por encima, como la clase, o por debajo, como el individuo posesivo. Lo que caracteriza sin embargo el período que se abre en julio de 1936 es algo más profundo, una verdadera quie­ bra en el orden que genera algo más que sólo un creciente antagonismo entre comunidades de sentido pero algo menos que una nueva jerarquía convencional de referentes instituida: lo que desata es un conflicto abier­ to por la hegemonía entre dos construcciones semánticas contrapuestas cada una de las cuales propone una jerarquía alternativa y lucha por in­ terpelar a los sujetos de modo radical, instándoles a modificar el conteni­ do mismo de los referentes que aseguran su identidad. El momento fue por tanto uno de repliegue de las fronteras de ciertas comunidades de significación, y completa ruptura de las de otras, en un proceso de resemantización sin precedentes y del que nadie pudo quedar al margen. Un proceso que a unos les hizo radicalizar de tal manera sus referentes identitarios preexistentes que los volvió irreconocibles desde la tradición a la que remitían, mientras a otros los sacó de ellos llevándolos a situaciones de completa alineación y cambio de identidad. Un proceso, en fin, de “política absoluta” gestadora de nuevas comunidades de sentido a partir de la redefinición de las fronteras entre amigo y enemigo2’ . Contemplada desde esta perspectiva, la guerra fue el escenario de una antropología de lo absoluto que no sólo se puede predicar de quie­ 25 Sobre el concepto de “política absoluta”, véase PIZZONIO, Alessandro, “Politics Unbond”, en MAIER, Charles S. (ed.), Changing Bounderies o f the Political\ Cambridge, CUP, 1987, pp. 27-62. Decir, entonces, que la Guerra Civil es­ pañola son muchas guerras en una es una manera bastante poco adecuada de referirse al conjunto de tensiones que en efecto subyacían a la sociedad españo­ la del momento. Pues finalmente esas tensiones se subordinaban al fenómeno único y unificador que era la guerra, con su excepcional capacidad de alterar drásticamente las líneas de identificación preexistentes. Por esa misma razón, es inadecuado hablar de terceras vías constituidas en un escenario que forzaba a tomar partida sobre opciones excluyentes. Desde fuera el observador puede aislar otros prismas de la realidad social de interés para comprender la comple­ jidad del fenómeno, pero su tarea sólo resultará sensible a la experiencia de quienes vivieron los acontecimientos si es capaz de mostrar después cómo la complejidad se resolvió en una simple y extrema dicotomía justificadora del exterminio del enemigo.

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nes, identificados con bandos o partidos, desplegaron incondicionalmen­ te toda su actividad a favor de una o más causas. El reclamo de lo abso­ luto también afectó a los individualistas, tal y como constata sin querer la obra de Seidman, desatando conductas crudamente desafectas tanto en los frentes de guerra como en las retaguardias. Hubo pasiones, por tanto, en todos los escenarios identitarios, y el de un particular y contextual in­ dividualismo radical -la pasión conducente al “sálvese quien pueda”- no dejó de estar libre de esta dimensión no utilitarista y en cambio profun­ damente emocional. Algunos reafirmaron sus intereses preexistentes has­ ta desdibujarlos, al entenderlos ahora como abiertamente excluyentes respecto de otras motivaciones de conducta que antes habían sido en­ tendidas como simplemente diferentes y no necesariamente contrapues­ tas. Hubo individuos que afianzaron su yo en la cúspide de su orden de preferencias, otros en cambio confirmaron su interés por los “otros”, clases, pueblos, familias, amigos a los que entregar su lealtad. Asum ir una perspectiva discursiva y colectiva del origen de las identidades, de la experiencia y del interés como la que aquí hemos hecho no implica que las identidades que se describen tengan que ser formalmente de carácter colectivo. Como nos recuerda Seidman, indivi­ duos los hubo en aquel período bélico, pero el referente de su identidad el yo- fue una construcción tan social e histórica como la clase. Y si bien el referente yo acentuó las capacidades reflexivas de los individuos, así como sus capacidades interpretativas de los discursos, no es menos cier­ to que necesariamente aquellos pensaron el mundo dentro de discursos cuyos orígenes, insistimos, son históricos y colectivos. En suma, de la mirada antropológica de la guerra civil propuesta en estas páginas cabe decir que es contraria a la del sujeto racional, unita­ rio y estable, propia del idealismo, así como a la del sujeto social pro­ puesta por el materialismo, por considerarlas naturalizaciones de los suje­ tos del pasado. Propone por el contrario una interpretación según la cual el actor de aquel dramático episodio fue una construcción discursiva, cu­ ya identidad, experiencia e intereses se crearon en un espacio significati­ vo histórico y social único en la historia de España. De ello se puede in­ ferir que el conocimiento de la antropología de la Guerra Civil implica conocer la matriz discursiva imperante en aquellos momentos y los cam­ bios semánticos operados en su seno, una propuesta que, desde luego está bien lejos de las sensibilidades actuales de los historiadores del pe­ ríodo26. 26 Quienes han reivindicado el estudio del lenguaje, consideran éste como lago residual. Véase, por ejemplo, Julio Aróstegui, quien en 1988 reivindicaba “una reflexión sobre las características del testimonio y la memoria colectiva de la

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Cuestión diferente es que los observadores contemporáneos seamos ca­ paces de desentrañar las matrices que dieron sentido a quienes protago­ nizaron aquel drama, que los historiadores podamos realmente ayudar a Boadella a resolver su conflicto con Durruti sin recurrir a su naturaliza­ ción. Porque como implícitamente sugiere el director de E ls Joglars, pese a nuestra proximidad biológica, nos separa de aquellos una distancia dis­ cursiva que parece difícilmente salvable. Y esto es así porque debido al carácter contingente del cambio semántico, en el medio siglo largo que separa nuestros días de 1936, se han producido enormes mutaciones en la matriz lingüística presente en aquella España de la II República, m uta­ ciones que, pese a estar todas inscritas en la matriz de nuestra moderni­ dad, nos han apartado de las significaciones con la que se construyó el sujeto de la guerra civil en el mismo proceso en que se consolidaban los atributos de nuestra identidad como ciudadanos del siglo XXI. Una dis­ tancia con el pasado que precisamente está detrás de las naturalizaciones con las que tratamos de hacerlo familiar y, en último extremo, de la obse­ sión cientifista de estas últimas décadas por capturarlo.

3. Mitos “Es evidente que estos rostros no son los nuestros, no nos pareceremos nunca a ellos... Pero lo importante es que estas caras nos miran, estos rostros, los rostros de estos muertos nos observan, son nuestros espectadores, trabajamos para ellos”. Albert Boadella ¿Por qué habríamos de parecemos a aquellos muertos? Y no nos referimos sólo a los biológicamente muertos, sino también a los metafísicamente muertos, a aquellos que todavía vivos han sido interpelados por otras categorías referenciales surgidas en el decurso semántico, modifi­ cando su identidad. Desde luego la historiografía de la Guerra Civil ha sido prolija en el intento de capturar a esos otros pretéritos, si bien las más de las veces con la pretensión extraintelectual de eludir una repeti­ ción de los “errores” que llevaron a nuestros antepasados a desencadenar

guerra, su reflejo en la producción literaria y en algunas peculiaridades lingüísti­ cas, semánticas, del discurso ideológico que los bandos en lucha acuñan”. Julio Aróstegui, “Introducción”, en Historiay memoria de la guerra civil: encuentro en Casti­ lla y Lxón, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1988, vol. 1, pp. 7-28, especial­ mente p. 15.

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tan desgarrador conflicto. En esta operación los analistas han identifica­ do situaciones sociales adversas o ideologías apasionadas, variables afec­ tadas por el paso del tiempo, variables por cierto irrepetibles que por eso mismo resultaban extrañas a los ojos de los observadores. Pero en tal operación también han venido desnudando a quienes nos precedieron de sus ropajes históricos, asimilándolos a un patrón antropológico que nos resulta familiar, naturalizándolos. Se ha conjurado así el miedo atávico a enfrentarnos con humanos que no respondían a nuestra humanidad. Tal operación se ha desarrollado además apelando a la ciencia y a su capacidad de desmitologización, a la idea de que con buena voluntad, despojándose uno del bagaje de su presente, y con un método más o menos próximo a otras ciencias sociales, se podría capturar finalmente el rostro de aquellos predecesores. «Ciertamente podemos decir... que la Guerra Civil esta cuasi sustanciada historiográficamente en sus aspectos fundamentales», llegó a afirmarse sin pudor27. La imagen capturada sería tanto más nítida cuanto más prevenciones se tuvieran con los mitos y leyendas que en cambio, se afirmaba, podían y solían sumir a los obser­ vadores -no profesionales- en su confusión entre memoria e historia. Conforme se alejaba en el tiempo el espectro de la guerra de 1936, llega­ ba el “momento desacraüzador”, el momento de los historiadores28. La propuesta epistemológica de éstos, sin embargo, no se ha despojado del sesgo mitológico que se pretendía trascender por mucho que ésta se sirva de una retórica contraria a la idea de mito; pues, ¿en qué media un acto de voluntad puede extraer a los observadores contemporáneos del theatrum mundi de su presente? ¿No es acaso este un nuevo mito, el mito del logos? La recurrente familiarización que la historiografía ha hecho del sujeto de la Guerra Civil así parece indicarlo, pues sólo viviendo en el mito de su propio distanciamiento voluntario se explica la recurrente ne­ gación por parte de los historiadores de la irrenunciable alteridad de quienes protagonizaron el acontecer de 1936-1939. Son innegables los logros heurísticos de la disciplina sobre este tema, la reconstrucción de las condiciones sociales y materiales de aquel crucial período. Hoy contamos con más datos sobre los acontecimientos; mejor es sin duda la crítica de las fuentes empleadas. Sin embargo, ¿qué tenemos a día de hoy sobre los discursos con los que se experimentaron tales condiciones, qué de la manera en que éstos remiten a una matriz lingüística particular cuyo diccionario ya no es el nuestro, qué de la forma en que la oferta discursiva interactuaba con la demanda de interpretacio­ 27 REIG TAPIA, op.cit., p. 11. 28 Véase MORADIELLOS, Enrique, “La tarea desacralizadora de la perspectiva historiográfica”, op. cit., pp. 19-42.

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nes de los referentes disponibles con los que los españoles de los años treinta construían su identidad? ¿Qué, en fin, del grado y manera en que los acontecimientos forzaron reinterpretaciones de esos referentes, alte­ raciones de aquellos discursos, de sus contenidos y su ordenación semán­ tica? El conocimiento de la Guerra Civil española está lejos de haberse adentrado suficientemente en estos terrenos; ni siquiera puede decirse que las fuentes para su estudio hayan sido hasta ahora seleccionadas y escrutinizadas. Poco se ha reflexionado sobre los métodos adecuados a la producción de conocimiento sobre la identidad de los españoles de la primera mitad del siglo XX y sus cambios. Y es dicha reflexión una condición previa a toda reorientación historiográfica que aspire a resolver la encrucijada de E ls Joglars en su in­ tento de representar a sujetos participantes en los acontecimientos de 1936-1939. Pues cualquier enfoque que aspire a la desnaturalización debe afrontar cuestiones de conocimiento de enorme magnitud. Si la actividad historiográfica construye interpretaciones del pasado hilvanando relatos históricos con las costuras del presente, ¿cómo podemos reconstruir en su idiosincrasia el lenguaje de nuestros ancestros? Si no podemos distan­ ciarnos de nuestra identidad presente, ¿no supone nuestra relación con los discursos del pasado en ultimo extremo su apropiación para nuestros propios objetivos? ¿Tendríamos pues que compartir la frustración de los autores de buenaventura Durruti y renunciar a conocer a su protagonista y a quienes como él influyeron y fueron influidos por los acontecimientos que nos han sido documentalmente legados? Sin duda algo hay de ello; es decir, estamos abocados a tener que renunciar a las pretensiones de ple­ no conocimiento de quienes protagonizaron aquel momento de política absoluta. Pero, ¿acaso puede razonablemente aspirar alguna perspectiva o método a alcanzar un conocimiento completo de la realidad? Pese a su retórica cientifista, la historiografía de la Guerra Civil hasta ahora convencional nunca alcanzará semejante objetivo: como hemos visto, es para empezar insensible a cuestiones como las que Boa­ della pone sobre la mesa, y que afectan a dimensiones enteras de la reali­ dad. Por contra, la toma de conciencia de la naturalización con que con­ vencionalmente se interpreta el pasado histórico es un acto que permite franquear los límites establecidos del conocimiento, al hacer visible que detrás de las máscaras que aquella impone a los muertos nos ocultamos nosotros. Reconocer la alteridad implica, no obstante también, asumir de partida lo inasible en última instancia de su conocimiento: no podemos dejar de ser quienes somos como efecto de un acto de voluntad. Quizá por eso, pese a sus limitaciones, lo más confortable sea aceptar nuestras naturalizaciones; en la medida en que nos constituyen, ellas al menos nos

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permiten enfrentar a los muertos con sosiego. Mas si optamos por esta solución, hemos de ser conscientes de sus consecuencias. Si decidimos no hacernos las preguntas que se hace Boadella, hemos de reconocer para empezar que lo hacemos como producto de una convención moral, no como parte de un planteamiento epistemoló­ gico coherente. Y a continuación hemos de renunciar a toda pretensión de restaurar a los muertos en nuestra memoria, pues, ¿cómo podemos aspirar a reivindicarlos a través de nuestro relato naturalizado si al operar de ese modo les arrebatamos su irrenunciable identidad? La única opera­ ción que la naturalización permite y de hecho fomenta, y que el método científico paradójicamente avala es la de enjuiciar desde nuestros parám e­ tros convencionales los actos de quienes nos precedieron, sin parar mientes en que el orden moral que los constituía vuelve espuria la opera­ ción29. Pero además, hemos finalmente de comprender que nunca nos libraremos de la incomodidad que deja el documental Buenaventura Durru­ ti, anarquista: la pregunta sobre la identidad de los rostros de esos m uer­ tos seguirá acosándonos, como lo hacía a Boadella y a su equipo. En la medida en que sigamos vinculando nuestra identidad a algún aconteci­ miento del pasado, los muertos seguirán instándonos de una u otra m a­ nera a “trabajar para ellos”. Hay, sin embargo, una alternativa. Parte ésta de asumir que hay preguntas ineludibles que no pueden reducirse sólo al problema de la naturalización antropológica, ya que éste es parte de toda una tradición cultural que entiende el conocimiento como la búsqueda de la Verdad por la Verdad, en lugar de hacerlo como una actividad solidaria para una determinada comunidad que se considera a sí misma histórica y no ex­ clusiva30. Sólo cuestionando la idea de Verdad como correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad, de una Verdad que definitiva­ mente podríamos desentrañar si consiguiéramos ser lo que supuestamen­ te somos, esto es, mentes individuales racionales, estaremos en condicio­ nes de afrontar una visión del pasado como “territorio de alteridad”. Pues cuestionar la vieja tradición cartesiana no sólo im plica romper con la noción individualista del sujeto cognoscente sino también con la recu­ 29 Pues el enjuiciamiento del pasado y sus protagonistas forma parte de una manera de interactuar políticamente consustancial a la modernidad consistente en la denuncia de inconsistencias entre las apariencias y la realidad. LATOUR, Bruno, We have never been Modem, Cambridge, Harvard University Press, 1993, pp. 43-48. 30 RORTY, Richard, “Solidarity or objectivity?”, Objectivism, Relativism, and Truth. Philosophical Papers, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 21-34. La propuesta se distancia abiertamente de toda suerte de relativismo.

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rrente proyección hacia el pasado de nuestro individualismo antropológi­ co. Frente a tal naturalización epistemológica cabe asumir la impredecible maleabilidad de las comunidades dentro de las cuales construimos nuestro conocimiento del pasado, así como el carácter histórico y con­ tingente de distintas antropologías socialmente instituidas, tanto las que dominaban en la España de los años treinta como las que nos son tan convencionales que nos es difícil reflexionar crítica y distanciadamente sobre ellas. Es en este espacio de contingencia donde podemos evocar a personajes como Durruti como seres extraños, esencialmente distintos, y a partir de ahí convertir la reflexión histórica, la interpelación a esos ros­ tros del pasado, en un acto epistemológico sobre nosotros mismos, en una actividad propiciadora del distanciamiento respecto de nuestros luga­ res comunes, de nuestras naturalizaciones presentes. Y una vez así las cosas, ¿quién trabaja entonces para quién?

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