\"Las Tablas de la Ley\" (en Lateral. Revista de Cultura, nº 51, 1999, p. 13-14)

June 6, 2017 | Autor: Daniel Attala | Categoría: Wittgenstein, Filosofia Del Lenguaje, Enrique Vila Matas
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Las Tablas de la Ley DANIEL ATTALA

marzo 1999 Nº 51

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Wittgenstein imaginó la filosofía como el arduo intento de escapar de la jaula del lenguaje: el saber humano no consigue abarcar la trascendencia de las verdades absolutas. En este artículo Daniel Attala recupera otra metáfora, la de las Tablas de la Ley, cuyas líneas se revelaron incapaces de comunicar la grandeza de su mensaje. Si Dios me diera a elegir entre el conocimiento de la verdad y un amor y una exigencia insaciables hacia ella, elegiría ese amor y esa exigencia. Así renunciaba a la posesión de la verdad el teórico del clasicismo alemán Gotthold Lessing a mediados del siglo xviii. Hoy, cuando ya no podemos siquiera imaginar a Dios y menos ofreciéndonos una alternativa semejante, vivimos casi convencidos de que nunca llegaremos a saber lo verdaderamente importante. Y cuando estamos tan seguros de nuestra ineptitud para la verdad, es cuando ya no la buscamos. Sin duda, Ludwig Wittgenstein es uno de los mayores buscadores de la verdad de nuestro siglo. Tan grande como los escritores del xix a quienes admiraba: Schopenhauer, Kierkegaard, Tolstoi. Wittgenstein pensaba que aun cuando finalmente todos los problemas de la ciencia estuvieran resueltos, nuestros interrogantes más graves seguirían abiertos. Ciencia por un lado, moral y religión por otro, fueron para él, en gran parte de su obra, cosas heterogéneas. Al menos hasta finales de la década de los treinta, Wittgenstein pensó que el único discurso que podía aspirar a ser considerado verdadero era el de la ciencia, y que, por el contrario, ética y religión debían guardar un místico silencio: estaban más allá de la razón. Y, sin embargo, él nunca dejó de interrogar, de transgredir ese silencio. Al menos hasta la década de los treinta, Wittgenstein sostuvo que las oraciones sólo tienen sentido cuando describen hechos. La paloma que zurea en mi ventana, el terremoto de hace unos días en Colombia, la batalla de Chacabuco hace ciento noventa años, la unificación de la moneda en Europa: hechos. Ciencia es el discurso que, tratando de hechos, puede pretender llegar a la verdad: el etólogo hablará sobre la conducta de las palomas en tiempos de apareamiento; el sismólogo, sobre las características del temblor; el historiador, sobre los antecedentes de la famosa batalla; el economista y el político, sobre el proceso de unificación del signo monetario. Lo que estos científicos afirmaran tiene pleno sentido en la medida en que existe una manera de comprobar sus dichos. Pero supongamos que el etólogo dijera que es hermoso el zurear de las palomas. O que el sismólogo afirmara que es penosa la destrucción causada por el terremoto. O bien, el político, que no es bueno lo que la unificación de la moneda producirá en Europa. Por más vueltas que se diesen a estas frases, siempre se concluiría que es imposible comprobarlas. La belleza y la bondad no son hechos comprobables; no es lícito por tanto pretender verificar lo que digamos sobre ellas. Si pese a esto hablásemos, nuestras palabras carecerían de sentido. Belleza, bondad están fuera del alcance de nuestro lenguaje, el cual se convierte, así, en una especie de jaula. Y en filosofía, el intento vano de salir de ella. Ésta es la peculiar teoría de Wittgenstein en el Tractatus Logicophilosophicus (1914). Mucho tiempo más tarde dejará de hablar en estos términos. En 1930, sin embargo, Wittgenstein pronunció una conferencia, hoy famosa, sobre la ética, la disciplina que intenta saber qué es el bien y qué es el mal, e incluso qué es la belleza. Allí Wittgenstein repite su teoría del Tractatus. La jaula del lenguaje Podemos conocer los hechos, dice en la conferencia, no así lo relativo al bien y al mal, a lo bello y a lo feo. La filosofía, que siempre ha pretendido saber qué eran estas cosas, es un intento noble, ciertamente, e incluso está entre los más nobles, pero es

completamente inútil: una y otra vez el filósofo se golpeará la cabeza contra los barrotes de la jaula que le hacen imposible llegar a conocer aquellas cosas. Se la magullará, eso sí, pero difícilmente podrá salir, es decir, conocer las leyes del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, de lo bello y lo feo. Y sin embargo, sin embargo... ¡éstas son precisamente las cuestiones que más importan en la vida de los hombres! ¿De qué vale saber si el joven poeta Chatterton se suicidó con esta o con aquella sustancia? Lo que queremos saber es si hizo bien o no al suicidarse, o si el suicidio es o no bueno en términos generales. En su conferencia, Wittgenstein utiliza dos o tres imágenes para expresar lo que considera la imposibilidad de formular verdades sobre estas materias de importancia absoluta. Quisiera evocar ahora esas imágenes. El lenguaje, dice, es una taza de té, mientras que la ética es inagotable como el mar. ¿Cómo meter el mar en una taza de té? Por más agua que le echemos, la taza sólo contendrá la cantidad para la que fue fabricada. Siempre habrá más agua fuera que dentro de la taza: el mar de la ignorancia será siempre más vasto que la barca de nuestro saber. Y emplea otra metáfora, muy extraña, y que cierto relato bíblico tal vez aclarará (Wittgenstein fue un gran lector de la Biblia). Dice: si un día alguien escribiese en un libro las verdades éticas, expresando con frases claras y comprobables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto, ese libro provocaría algo así como una explosión de todos los otros libros, haciéndolos estallar en mil pedazos. Esta extraña metáfora guarda un eco de la siguiente historia. Dice así: "Moisés, el jefe del pueblo que según la leyenda rompió el yugo egipcio abandonando en masa las tierras de Faraón, estaba ya pensando en descender del Sinaí. Desde las gargantas negras de una nube la voz del Señor le había dictado, uno tras otro, los artículos de la Ley. Humilde, obediente, Moisés los había grabado con el buril sobre la superficie rugosa de un trozo de piedra y allí estaba, pensando en la manera de llevarlo. Los signos aquellos contenían todo lo que los hombres debían cumplir para merecer la aprobación de Dios. Moisés levantó la piedra y, protegiéndose los hombros con el cuero de un animal, se la puso sobre ellos. Luego, siguiendo un sendero de cabras, comenzó a bajar. Caminaba cuesta abajo pensativo cuando, en una ráfaga de viento ascendente, llegó a sus oídos el alboroto de las voces de su pueblo. Se inquietó, pero siguió bajando. El griterío, sin embargo, se hizo cada vez más nítido. Hasta que llegó a un alto y vio: una enorme barahúnda de gente, su pueblo, se arremolinaba en torno de un improvisado altar lanzando bárbaros gritos. Unos destellos amarillos impedían a Moisés ver qué adoraban. Siguió descendiendo hasta que las dudas desaparecieron: en el centro del tumulto brillaba un becerro dorado del tamaño de un buey. Furioso, incontenible, pese a la carga que llevaba, Moisés se apresuró. Se abrió paso como pudo hasta el altar y allí, ahogado de rabia y ante el estupor de su pueblo, estrelló contra el suelo las tablas que llevaba. La Ley de Dios estalló en mil pedazos." Las cosas más sagradas, podríamos decir, se hacen añicos al entrar en contacto con la necedad de los hombres. La imagen de Wittgenstein es la inversión exacta de aquel relato, pero habla de lo mismo. En ella son los necios libros de los hombres los que estallan ante el Libro Verdadero. Repetidas veces yo había pensado en la imagen de Wittgenstein sin poder penetrarla. La sensación era la de estar chocando contra un muro, quizá el mismo muro contra el que el filósofo Wittgenstein se lastimaba la cabeza al querer conocer lo que trasciende los hechos, seguramente el mismo muro contra el que se estrellaba el habitante del subsuelo de Dostoyevski cuando quería, cuando desesperadamente quería hacer que dos más dos no fueran cuatro; exactamente el mismo muro contra el que Kierkegaard parecía chocar cuando, temiendo y temblando, pretendía pasar por encima de la razón como de su propia sombra y dar el salto de la fe. Que los libros explotaran ante la presencia del Libro parecía el apunte de una ficción de Borges, a quien le encantaban las intrusiones de

otros mundos que desordenan el nuestro. Un día, leyendo en algún lado la historia de la furia de Moisés y del destrozo de las tablas, la imagen de Wittgenstein cobró de pronto una luz diferente, no sólo cercana a clasicistas como Borges o Lessing, sino también a desesperados como Kierkegaard o Dostoyevski. Moisés llevaba sobre el hombro las pesadas tablas donde el Señor había escrito sus leyes. Ésas venían de más allá del mundo, de más allá de los hechos. Los hombres debían conocerlas y ponerlas en práctica. Y sólo cumpliéndolas serían gratos a Dios. Mientras bajaba del monte con las tablas sobre el hombro, Moisés vio que su pueblo, cansado de esperar, se había entregado a la adoración de un pedazo de oro con forma de bestia. Entonces, lleno de una furia divina, Moisés golpeó las tablas hasta hacerlas trizas.La historia bíblica continuaba: tras destrozar las tablas, Moisés también aniquiló al becerro (y obligó a su pueblo a comérselo, disuelto en agua). La leyenda dice que más tarde el profeta, aplacado el ánimo, recordó su pacto con el Señor y volvió a subir al monte. Oyó por segunda vez la palabra de Dios salida como truenos de entre las nubes y volvió a esculpir, ahora más hondo, los artículos de la Ley. Cuando descendió, nada hubo ya que lo ofendiera y lo obligara a romper nuevamente las tablas. Después de haber hablado con Dios, Moisés tenía el rostro tan resplandeciente que debió cubrírselo con un velo para no perturbar la mirada de su pueblo. La tarea de cumplir la ley La imagen utilizada por Wittgenstein quiere transmitirnos esto: no tanto la certeza de la imposibilidad de saber qué son el bien y el mal, sino la comprensión de la magnitud de aquello que desconocemos. Tan monstruosamente grande es nuestra ignorancia de lo que realmente importa, que de existir un libro que contuviera la Verdad sobre eso, todos los demás libros explotarían ante su presencia. Pero semejante libro es imposible. Es así como en la historia de Moisés son las tablas mismas, el Libro Verdadero traído de lo alto el que se hace polvo al entrar en contacto con la cruda y llana realidad. Así -podríamos continuar- el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba innegable de que ninguno contiene la Verdad. Y nosotros ¿nos vamos a lamentar de eso? Lessing, el clasicista alemán, se hubiera puesto contento. ¿Qué haríamos si existiese el Libro imaginado por Wittgenstein? Ya no habría más libros (habrían reventado) y, por ende, tampoco bibliotecas, ni charlas de café sobre las novedades. Y todos sabrían, con sólo echarle una ojeada al Libro, dónde está el bien, dónde el mal, dónde lo bello y lo feo. Sólo nos quedaría la tarea de cumplir la ley y, en cambio, ninguna razón para seguir buscando, dilatando, esperando.

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