LAS ROMERÍAS, ENTRE LO SAGRADO Y LO PROFANO. Una perspectiva antropológica desde Andalucía. Publicado en: Las romerías. Ritos y símbolos. Diputación de Salamanca. Salamanca, 2009

June 18, 2017 | Autor: S. Rodríguez-Becerra | Categoría: Andalucía, Santuarios Marianos, Fiestas Populares, Romerías, Fiestas de exaltación
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Salvador Rodríguez Becerra



las romerías, entre lo sagrado y lo profano una perspectiva antropológica desde Andalucía

Las fiestas populares constituyen una gran ocasión, quizás la mejor, para el encuentro del hombre con lo sobrenatural, ya sea en el templo o en la calle; pero de entre las fiestas, las romerías, por cuanto supone de acercamiento a la naturaleza, madre nutricia del hombre durante milenios, y tanto en núcleos urbanos como rurales, ocupan un lugar preferente entre las apetencias de las poblaciones españolas, y desde luego andaluzas. Igualmente, la salida al campo supone un relajamiento del control social sobre los sectores sociales más controlados, en otro tiempo los jóvenes, una gran ocasión para la convivencia familiar, –hay pocas fiestas donde mejor convivan las distintas generaciones–, para el afianzamiento de la identidad local-comarcal o regional, donde se exaltan los sentimientos, donde el goce de la vida sea manifiesta más claramente. Esta salida al campo en busca de un icono sagrado haciendo un camino, que no es sino esto una romería, presenta variantes culturales en función de los pueblos que las han creado y mantenido a lo largo de la historia.

Salvador Rodríguez Becerra Es catedrático de Antropología Social de la Universidad de Sevilla, donde enseña Antropología de la Religión y de Andalucía, Investigador del Centro de Estudios Andaluces y director del Grupo de Investigación GIESRA. Cursó estudios de historia y antropología en Sevilla, Madrid y Pennsylvania. Ha realizado trabajo de campo en Aragón, Guatemala, Extremadura y Andalucía. Sus áreas de estudio son: historia de la antropología, patrimonio antropológico, fiestas y religiosidad popular. Entre sus publicaciones cabe destacar: Exvotos de Andalucía (1980), Guía de fiestas populares de Andalucía (1982), Las fiestas de Andalucía (1985), La Religiosidad popular, 3 vols. (1989), Religión y cultura (1999), El Diablo, las brujas y su mundo. Homenaje a Julio Caro Baroja (2000), Religión y Fiesta (2000) y La Religión de los Andaluces (2006). Ha sido presidente de la Fundación Machado, director de la revista Demófilo y del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla.

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Desde que Emile Durkheim (1915) estableciera la radical distinción entre lo sagrado y lo profano, las ciencias sociales se han afanado por la configuración de las religiones estableciendo cuales de todos los elementos posibles selecciona cada sociedad como sagrados para declarar el resto como profanos, es decir, que lo que caracteriza a cualquier religión es la neta separación entre lo sagrado y lo profano y los elementos que incluye en cada una de estas categorías. Esta concepción bipolar de la religión se ha convertido en un dogma científico que anatematizaba toda discrepancia. Posteriormente, Mircea Eliade (1959) retomaría ambos conceptos y los ampliaría diferenciando los lugares sagrados o teofanías, de las manifestaciones que en ellos se producen, hierofanías. Estos espacios sagrados sobre los que tendrían lugar los ritos en tiempos también sagrados, existirían en todas las sociedades pero con absoluto predominio en las llamadas sociedades arcaicas sobre las sociedades modernas, más secularizadas pero en donde también tiene presencia lo sagrado. En las romerías se daría una confluencia de espacios (ermitas y santuarios) y tiempos sagrados (fiesta) pero también profanos, que se entretejen o quizás en ningún caso están separados, porque quizás, la categórica división de Durkheim en sagrado y profano nunca ha sido una distinción real en la vida de las sociedades humanas. Esta radical separación entre lo sagrado y profano que no sustenta la Etnografía, ha gravitado sobre las sociedades occidentales y sobre las ciencias de la religión, aunque parece tambalearse en muchas sociedades mediterráneas actuales. Para explicarse la génesis de esta disección tan tajante habría que tener en

cuenta las posturas racionalistas y positivistas de los siglos XVIII al XX, pero también la postura de la Iglesia Católica que machaconamente ha marcado algunos pares de opuestos como irreconciliables: religioso / mundano, espiritual / material, vida real (eterna) / vida terrenal (pasajera), pecado /salvación, amén de otros términos sobre los que ha sembrado la confusión: iglesia es igual a religión, comportamiento burgués como sinónimo de buen comportamiento religioso, y otros tantos nacidos de la alianza entre el poder y la institución eclesiástica a lo largo del tiempo. Estos breves apuntes nos servirán para mejor encuadrar y entender las romerías en el contexto andaluz. Cada año en primavera y otoño los caminos carreteros de Andalucía se llenan de gentes, caballerías y vehículos que partiendo de los núcleos urbanos de los pueblos y ciudades se dirigen al encuentro de una imagen, generalmente de la Virgen que reside en una ermita o santuario ¡Van de romería! En estos meses un alto porcentaje de pueblos andaluces se ponen en camino, con el anhelo de llegar hasta la imagen sagrada de su devoción para comunicarle penas y alegrías sentidas, dar gracias por los favores recibidos, con el gozo que nace de la esperada contemplación de escenas no cotidianas, con la complacencia estética por el paisaje y los rituales que incluyen elementos tradicionales: trajes, carretas, caballos; con la satisfacción por lo que de ruptura de lo cotidiano tiene toda fiesta en las que se suspenden o relajan muchas normas sociales, por la complacencia de estar con la familia y los amigos, por el encuentro con la naturaleza, por vivir situaciones y emociones nuevas o revivir otras del pasado; en defini-

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tiva, por el goce de vivir en armonía con la naturaleza, los hombres y los seres sagrados. Una romería es una peregrinación de uno o varios días de duración a un santuario o ermita donde reside un icono de la Virgen, Cristo o de algún santo; también es una fiesta en el doble sentido de conmemoración religiosa y de celebración gozosa, placentera y participativa. Es una verdadera fiesta y no un espectáculo, pues la separación entre actores y público, o no existe, o es una línea difícil de trazar (Hoyos, 1931:5). El santuario o la ermita es el punto de referencia o término al que los romeros dirigen sus aspiraciones físicas y espirituales; para llegar a él han de cubrir el camino que los separa del núcleo urbano de donde partieron, camino que ya es el comienzo de la fiesta que culminará en la ermita a los pies de la imagen. Luego vendrá la convivencia, las visitas al santuario –cuya arquitectura favorece la circulación de personas por su interior–, la procesión y, entre estos actos y rituales, el baile, la bebida y la comida y las relaciones personales, y finalmente, la vuelta. En síntesis: núcleo urbano, camino y santuario son las tres referencias de una romería, aunque no presenten los mismos valores y significados. La vuelta es siempre apresurada, no ritualizada y en general triste. La romería está precedida de una preparación religiosa, emocional y de elementos necesarios: novenas, triduos y besamanos, traslado de imágenes o estandartes, pregones, reuniones, embellecimiento de vehículos y caballerías, preparación de comidas y bebidas, trajes, y un sinfín de cosas necesarias para las jornadas romeras. La salida es una despedida para aquellos que no pueden participar y el comienzo de la suspensión o atenuación de

las reglas y pautas sociales cotidianas. En el camino se seguirá la más estricta cortesía y protocolo, haciendo paradas y saludos en las ermitas y capillas del camino, respetando siempre la antigüedad de las hermandades, intercambiándo regalos y saludos, orando y cantando juntos. Ya en el santuario, los romeros establecen una relación personal, sin intermediarios, con la imagen que goza de su confianza. El santuario es lugar privilegiado para establecer esta comunicación directa; la misa, que suele celebrarse a la llegada de los romeros, o el rosario en otra ocasión, no siempre constituye el momento más idóneo ni el más frecuentado para estos contactos. La imagen será visitada a lo largo de la jornada una o varias veces con motivo de ofrendas de velas, limosnas, oraciones y visitas, como si de una amiga o conocida se tratara, pero el momento más esperado lo constituye la procesión por los alrededores del santuario. Exaltar significa, elevar, levantar, ensalzar, pero también, “dejarse arrebatar por una pasión, perdiendo la moderación y la calma”, tanto en su forma transitiva como reflexiva. Las fiestas en general y las romerías en particular constituyen momentos de exaltación de los sentidos y las emociones; de exaltación de la communitas, en el sentido de Turner, porque los que no están presentes en el santuario, han participado en el camino o han asistido a la despedida de los romeros en la localidad de donde partieron; también es exaltación de la familia: a la romería acude el grupo familiar como tal conformado por miembros de todas las edades y, además, los parientes, amigos y conocidos. Es también, ocasión para la exaltación de las artes plásticas y musicales: la danza, la canción, la poesía; y, por supuesto,

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exaltación de la reciprocidad y del comensalismo con los placeres de la comida y bebida; ha sido y, aunque de modo distinto sigue siendo, ocasión para la exaltación del erotismo, trasgrediendo las normas sociales, amparados en la noche y en el aislamiento de los parajes donde se asientan los santuarios. Es, así mismo, uno de los grandes momentos para la exaltación de las relaciones mágicoreligiosas con los seres y fuerzas sobrenaturales; éstas se crean, recrean o, en todo caso se hacen más intensas. Es la mejor ocasión para pedirles y agradecerles favores, ya sea durante el camino hacia el santuario, especialmente al pasar los vados de ríos y arroyos, en los puertos o hitos tradicionales para el descanso, a las salidas o entradas de las imágenes de las ermitas, durante el recorrido procesional alrededor del edificio sagrado, pugnando por llevar las imágenes, tocándolas, rozando las andas o la imagen con las prendas de vestir y acercando los niños al manto de las mismas, y luciendo en el pecho medallas o estadales de la imagen durante toda la romería. Alguien pudiera caer en la tentación de considerar a la romería como una procesión más que tiene lugar en el campo, y aunque es cierto que una parte consustancial del ritual romero es la procesión entorno a la ermita o santuario, en la romería confluyen elementos que la diferencian sustancialmente; así, en la romería confluyen los que expresamente se han desplazado como romeros al lugar santo para dar culto y comunicarse con el ser sagrado que allí tiene su residencia, porque expresamente así lo ha querido la imagen, según consta en la leyenda de aparición que perpetúa la memoria colectiva. Sería impensable que

una comunidad decidiera trasladar el icono de forma permanente a la población, aunque históricamente se ha producido temporalmente y en momentos de crisis y en la actualidad en plazos prefijados y en circunstancias muy especiales. El conjunto de romeros durante la romería forma una communitas, en el sentido de Victor Turner como ya hemos comentado, que roza la liminalidad y que no es coincidente con la comunidad local que en parte ha quedado en la población. En este espacio no rigen los mismos criterios que en el núcleo urbano. A estos lugares se acude en un tono festivo, sin obviar el carácter penitencial, que sin duda ha sido un factor importante en el desarrollo de devociones y romerías, y con el propósito de vivir emociones intensas. Es pública la creencia en la fertilidad de los que acuden a los santuarios y la gran aceptación que ciertas romerías tenían y tienen entre grupo marginales por cuanto encontraban una ocasión de liberación a sus tendencias reprimidas socialmente; así mismo, está comprobado la relación entre el aumento de niños expósitos y las fechas de ciertas romerías. La tradición oral, la literatura y la investigación histórica y antropológica así lo atestiguan

1. LA ROMERÍA COMO FIESTA El interés por el estudio de las romerías, nace según apuntara el gran etnógrafo Luis de Hoyos, porque: “Las fiestas populares nos dan una de las fases más interesantes de la cultura de los pueblos para la investigación de su psicología, sociología y estética, y por ello, merecen... la aplicación del método etnográfico [antro-

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pológico] a su estudio” Estos estudios han adolecido, sin embargo, desde hace sesenta años, de la excesiva separación que se hace entre los elementos, datos y objetos de la cultura material y espiritual, que conforman la fiesta, llegándose a prescindir con evidente error de un esencial grupo de hechos etnográficos, considerándolos meramente como folklóricos. Además se ha hecho una disociación analítica de ellas, estudiando solos y aisladamente sus elementos constitutivos, como son las danzas, el canto, la música y los juegos o diversiones que las integran, degradando así el interés y valor explicativo que tienen al romper la unidad y riqueza de los hechos conexionales (Hoyos, 1931:1 y 1946: 543 y sigts.). Los dos elementos más artísticos de las fiestas populares, la música y los bailes, añade Hoyos, “están sin embargo carentes de un estudio en el sentido científico, coleccionador y explicativo de sus relaciones, distinción y distribución en las diversas comarcas españolas”. Este severo juicio sigue siendo válido en nuestros días, pues aunque se ha avanzado en el conocimiento de las funciones sociales y culturales de la fiesta, se ignoran las sicológicas y especialmente las estéticas, y aún pervive la disociación entre sus componentes, que, dados los especiales conocimientos que ello lleva aparejado, se hace necesario trabajar en equipo y bajo el paraguas metodológico de la Antropología social y cultural, para tener una visión global del fenómeno (Hoyos, 1931:3 y sigts.). La finalidad de las fiestas, aunque su razón de ser y existir es originariamente religiosa no lo es exclusivamente, ni aún dando a este criterio la más amplia interpretación. “Una fiesta es una manifestación sociocultural compleja que incluye rituales y diversión, pero que im-

plica muchas más dimensiones y funciones en relación con la colectividad que las celebra y protagoniza” (Escalera, 1996:100). No todo ritual, ni toda acción simbólica constituye una fiesta, ni, por supuesto, todas las celebraciones que se denominan comúnmente fiestas lo son. Estas están vivas y muy vivas en nuestra sociedad y, no están amenazadas, de momento, de desaparición, como ha ocurrido hace décadas en otros países. Las fiestas agrícolas derivadas de las estacionales, con claros orígenes precristianos, han sido adaptadas a los tiempos presentes. El interés general del estudio de las fiestas populares, nace de confluir en ellas, no sólo todas las artes populares, sino la mayoría de las actividades sociales y económicas de un pueblo: Así las artes rítmicas: baile, canto, música, poesía; plásticas: traje, adorno; las llamadas manifestaciones folklóricas, nunca se manifiestan mejor que en estos actos espontáneos y expansivos; las actividades sociales con la exaltación de la convivencia y la alegría, son una ocasión muy propicia para estudiarlas, junto a las actuaciones económicas que con las ferias y mercados siempre acompañan o sirven de base a la fiesta, y desde luego las manifestaciones propiamente religiosas.

2. LA ERMITA O SANTUARIO, DESTINO DE LA ROMERÍA Las ermitas y santuarios y los iconos que en ellos se albergan son el destino último de las romerías. Las ermitas surgieron, en su inmensa mayoría, en momentos inciertos sin que dejaran testimonio escrito de ello, en la

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mayoría de los casos sin duda por su carácter marginal y ajeno al interés eclesiástico, y como resultado de decisiones individuales de ascetas, eremitas o devotos de una imagen determinada. Es cierto que una vez establecidas trataron de ser controladas por las autoridades eclesiásticas, pero ni siempre lo consiguieron ni fue muy efectivo. Los santuarios andaluces están ligados originalmente al hecho repoblador y de conquista. En Andalucía –también en Extremadura y La Mancha– el culto a María no tropezaba con la existencia previa de otras devociones ya arraigadas, y ello, sin duda favoreció su difusión. El marianismo dominaba los sentimientos religiosos de los conquistadores, al menos de sus dirigentes, de forma que la mayoría de las mezquitas de los pueblos y ciudades fueron puestas bajo la protección de la Virgen María, y los propios reyes conquistadores, Fernando III y Alfonso X, participaron en la creación de santuarios marianos, o bien inspiraron leyendas en las que las imágenes favorecieron las armas reales, o surgieron en los primeros años del proceso repoblador, probablemente sobre antiguas ermitas musulmanas o morabitos. Piénsese que la romería que se celebra al Santuario de la Virgen de la Cabeza (Andújar, Jaén) en la Sierra Morena, tiene lugar desde el siglo XIV, y que en el XVII, constituía una de las aglomeraciones más notables de devotos en torno a una imagen en el sur peninsular, lo que llevó a Cervantes a escribir: “Hasta hacer tiempo de que llegue el último domingo de Abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nª Sª de la Ca-

beza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra tal. Bien quisiera yo, si posible fuera, sacarla de la imaginación donde la tengo fija y pintárosla con palabras y ponerla delante de la vista, para que comprendiéndola viérades la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga de otro ingenio no estrecho como el mío. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que de cerca y de lejos, el solemne día que he dicho, la hacen famosa en el mundo y célebre en España, sobre cuantos lugares las más extendidas memorias se conservan”(Miguel de Cervantes: Los trabajos de Persiles y Segismunda Libro III, cap. VI). Andalucía cuenta con una abrumadora mayoría de santuarios dedicados a María, aunque subsisten algunos dedicados a Cristo y son excepcionales los dedicados a santos. Todos ellos surgen, en algunos casos resurgen –pues se ha constatado la existencia de santuarios precristianos en los mismos lugares–, tras la conquista cristiana. Nada había quedado en Andalucía del primitivo culto a las reliquias de los santos y mártires de la época romana, aunque en los siglos XVI y XVII, con ocasión de un renacido interés por las tradiciones y devociones antiguas, fueron descubiertos o rehabilitados algunos de ellos: de esta manera surgió el culto a las reliquias de Santa Justa y Rufina en Sevilla; los jesuitas hicieron traer a Carmona (Sevilla), consiguiendo que fuese declarado patrón, algunos huesos de san Teodomiro mártir, natural de esta ciudad ejecutado en Córdoba; en Arjona (Jaén), creyeron encontrar entre los innumerable restos exhumados en el Alcázar de la villa, los de san Bonoso y Maximiano a los que se erigió capilla y cripta y se les nombró patronos;

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san Torcuato mártir, uno de los supuestos siete varones apostólicos y primer obispo de Guadix, también fue declarado patrono de la ciudad. En todos los casos carecen de relevancia fuera de las localidades afectadas, y en ellas algunos ocupan lugares secundarios. La mayoría de los santuarios andaluces están dedicados a la Virgen en sus diversas advocaciones que hacen referencia a topónimos o elementos del paisaje: Gádor, Tíscar, Setefilla, Saliente, Cabeza, Castillo, Sierra, Monte, Robledo, Huertas, Alcantarilla, Peña, Aguas Santas, etc.; bien a actitudes emocionales: Consuelo, Remedios, Dolores, Consolación, Piedad, Salud, Angustias; lugares y seres sobrenaturales: Angeles, Santos, Belén; cuerpos celestes: Sol, Luna, Estrella; a virtudes teologales: Esperanza, Caridad; y así un largo etcétera. De entre todas las advocaciones predominan en las ciudades medias y pequeñas o agrociudades, aquellas relacionadas con lugares geográficos que identifican el sitio y el icono con la comunidad en la que se enclava. La identificación entre ambas es garantía de permanencia, y está expresada en las leyendas de origen de las mismas. Las gentes saben que aquella determinada imagen se apareció o fue hallada en un lugar concreto y expresó de forma inequívoca su voluntad de permanecer allí y proteger a sus vecinos, “no se que tienen las [imágenes] aparecidas y guardadas que a ellas se les inclinan los milagros, y el cielo despacha por sus manos grandezas y majestades”, de esta forma se interrogaba un fraile franciscano residente en Córdoba en el primer cuarto del siglo XVII (Batista de Arellano, 1628: 274).

3. EXALTACIÓN RELIGIOSA Y DE LOS SENTIDOS Ya hemos dicho anteriormente que las romerías no son sólo expresión de la religiosidad, aunque ésta ocupa un lugar imprescindible en la existencia y mantenimiento de la fiesta religiosa y el ámbito físico donde se desarrolla. Las romerías andaluzas están sustentadas en hermandades y mayordomías, las primeras asociaciones cívico-religiosas cuya principal función consiste en organizar y realizar anualmente la peregrinación al santuario o ermita y las segundas, hombres y mujeres electos anualmente con el mismo propósito. La comisión de gobierno de cada hermandad incluye además de los habituales cargos de presidente, secretario y tesorero, otros específicos como los de hermano mayor o mayordomo, alcalde de carretas y otros cuyas misiones son conducir y dar el ritmo a la comitiva y proteger y cuidar la imagen. La función del sacerdote o capellán está reducida a oficiar la misa y pronunciar la homilía y, a veces, acompañar durante algún tramo a la imagen o al estandarte o simpecado, pero en general carece de funciones de gobierno y de especial relevancia en los rituales romeros. La exaltación religiosa en las fiestas populares llega a momentos de paroxismo, y aunque en Andalucía no se alcanzan situaciones que pongan en peligro la vida, tal como refiere Marcel Mauss que ocurría en la India durante la colonización inglesa, en la que algunos devotos, embriagados de entusiasmo en las fiestas, se arrojaban a los pies de los elefantes (1967: 357), sí pueden verse todavía, mujeres que suben de rodillas las calzadas del

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santuario de la Cabeza, o realizan largas caminatas a pie hasta las ermitas y hombres que soportan el peso de las andas de la imagen durante todo el recorrido procesional. Y en lo religioso no sólo hemos de ver referencias penitenciales pues existen otros momentos de profundo sentido religioso –desde una perspectiva antropológica– y de gran emotividad; tal es el diálogo entre los seres humanos y las imágenes que se hace más sincero y profundo en la romería exaltando la belleza de la imagen, cumpliendo o pagando promesas, contrayendo nuevos compromisos con los seres sagrados e, igualmente, es el momento de agradecer los favores recibidos mediante promesas y exvotos y de pedir o comprometer otros nuevos. El origen de toda devoción romera está generalmente en una leyenda de aparición y en los milagros que de ella se derivan. Aunque desde el momento de su aparición cada imagen da muestras inequívocas de querer permanecer en el lugar para favorecer a la comunidad escogida, piden por boca del vidente la construcción de un templo desde donde prometen obrar portentos y maravillas en beneficio de las gentes, y aunque durante todo el año los devotos acuden a pedir o agradecer favores, es en la fiesta romera cuando se presenta la ocasión más propicia para la relación mágico-religiosa entre los hombres y los seres sobrenaturales. Los milagros son expresión del poder de la imagen y a ella acuden los necesitados en busca de soluciones; si las encuentran, como ocurre en muchas ocasiones, aportan limosnas, y difunden la capacidad milagrosa de aquella imagen, lo que redunda en mas devotos y más gentes y, esto a su vez, en ofren-

das de todo tipo, con el consiguiente enriquecimiento y engrandecimiento de las ermitas, hasta alcanzar en algunos casos el rango de santuario; pero esta espiral de crecimiento, puede quebrarse por la desaparición o pérdida de algunos de los factores que conforman el sistema. La presencia de órdenes religiosas o hermandades han sido decisivas en el proceso de ascenso, por tanto su desaparición o debilitamiento puede producir el declive de la ermita o santuario, reduciéndose su área de influencia paulatinamente hasta circunscribirse a los límites locales. Veamos el caso de la virgen de Consolación de Utrera (Sevilla), la romería más importante durante siglos en la Baja Andalucía; a los pocos años de hacerse cargo de ella los frailes mínimos (1561), era ampliamente conocida, “la cual resplandece maravillosamente mediante el fervor y continuas romerías de toda la gente de España, que continuamente visita su santa casa (Morgado, 1587). La devoción fue creciendo hasta el punto que en el siglo XVII acudían 28 hermandades de pueblos y ciudades. De esta romería llegó a decir un cronista de la orden de los Mínimos de san Francisco de Paula: “Es tanto el concurso de gente que acude de toda Andalucía y Portugal, que testifican personas de mucho crédito, que ningún santuario de España lleva en esto ventaja como tampoco en los milagros; y algunos curiosos que han querido contar los coches y carros certifican que pasan de mil y quinientos los más años”. La prohibición de las romerías por el Consejo de Castilla (1770) y la exclaustración de los frailes después (1835), redujeron el área devocional y su expresión romera exclusivamente a la ciudad de Utrera y algunos lugares cercanos. Quedan los testimonios mate-

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riales de las cuantiosas limosnas: un soberbio santuario barroco con rico artesonado, cientos de exvotos pictóricos, y un convento que llegó a albergar más de sesenta religiosos. Como ya hemos anotado anteriormente, no hay mejor espacio ni tiempo para relacionarse con las imágenes que el santuario y la romería, tiempos y espacios sagrados. Quedan en un segundo plano otras ceremonias religiosas, por muy importantes que sean para el estamento eclesiástico. Es el día de la fiesta y en el santuario, la ocasión más propicia y favorable: “Dios tiene diputado [elegido] el día de la fiesta principal para hacernos mercedes en la procesión”, dice un cronista de la romería de la Virgen de la Cabeza del siglo XVII (Salcedo Olid, 1677:304-314). Es en el momento de la salida y entrada y durante su recorrido procesional cuando todos se agolpan alrededor de las andas para poder tocar a la virgen; tanto se acumula el gentío, que en otro tiempo dos capellanes seculares tuvieron que encaramarse en la peana y armados de sendos palos abrían paso entre la multitud. Hoy día la tradición continúa aunque ha cambiado de función, ahora son dos frailes trinitarios los que se dedican a pasar por el manto o la imagen a los niños y las prendas que les acercan los devotos romeros. Con este roce, de claras resonancias mágicas, esperan recibir el beneficio de la gracia que emana del sagrado cuerpo de la imagen. El momento de máxima tensión en la otra gran romería andaluza, la de la virgen del Rocío, es el popularmente conocido como “salto de la reja”, momento que por una simplificación auspiciada por los medios de difusión está considerado como el más significativo de la romería y que por ello le otorga

una gran originalidad. La salida de la de la imagen en la madrugada del Lunes de Pentecostés es la única procesión no organizada en las que las jerarquías, grupos y hermandades no tienen lugar asignado y en donde no existe orden alguno. Esta procesión, comienza a una hora que ha pasado de ser incierta años atrás, hasta fijarse en torno a las dos de la madrugada, y cuyo momento, según el decir de todos, deciden los jóvenes de Almonte (Huelva). En un momento impreciso, pero que últimamente coincide con la entrada del simpecado de la Hermandad de Almonte tras el rosario nocturno, la cancela del presbiterio que separa la imagen del público es asaltada violentamente por un reducido grupo de jóvenes que se aferran a las andas, abren la reja e inician un deambular procesional por el interior y exterior del templo en el que la imagen aparece y desaparece de la vista, se inclina como un barco a punto de naufragar, llegando en ocasiones a tocar el suelo, con el consiguiente sobresalto de los devotos. Durante las 10 o 12 horas que la imagen procesiona por las calles de la aldea del Rocío, aproximándose a las casas de hermandad más próximas, con continuos y cambiantes rumbos, inclinándose por efecto de las distintas fuerzas que en cada momento actúan sobre las frágiles pero resistentes andas, nadie podrá entrar a llevar a la Virgen sin que los jóvenes almonteños quieran, con la sola excepción de los niños que son transportados por los aires y sostenidos por los brazos de la multitud hasta tocar la sagrada y mágica imagen. La procesión es una negación simbólica del orden social establecido, los jóvenes se rebelan contra la autoridad, incluso la

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de la hermandad, y poseen el símbolo durante las horas que dura la procesión sin recibir órdenes de nadie. Pero también, y creo que de mayor trascendencia, es una clara demostración de que el símbolo que representa la imagen, se convierte indiscutiblemente en una propiedad de Almonte. En un mar de cientos de miles de personas, los almonteños dejan constancia, sin que haya lugar a dudas, de que la Virgen del Rocío, es el símbolo máximo de Almonte, y que los demás son invitados. El carácter supracomunal que incluye a gran parte de Andalucía y a otros puntos de España y de otros países, queda negado temporalmente por la posesión exclusiva de los almonteños. La incertidumbre de la hora de comienzo y fin del recorrido, el denodado esfuerzo de los porteadores por continuar bajo las andas y otros por entrar, esfuerzos contrapuestos que se dan al no existir un recorrido fijo ni un capataz que dirija la procesión, añaden mayor emotividad y expectación. Por otra parte, como el protocolo exige que se acerque a las capillas de las respectivas hermandades filiales para recibir el saludo y la veneración, los capellanes, según es tradición, elevados sobre los hombros de los hermanos lanzan prédicas de exaltación de la Virgen que hace subir mucho la tensión emocional. Es esta también la ocasión que utilizan los porteadores para sancionar los comportamientos de las hermandades filiales para con la hermandad matriz, y así, de vez en cuando, surge el castigo de darles la espalda o no acercarse a las proximidades de la casa hermandad. Difícilmente es imaginable una jornada nocturna y diurna en la que se exalten más los sentimientos religiosos y, simultáneamente los estéticos, y en

general todos lo sensuales. Dicen algunos, que quien va al Rocío vuelve, expresión aplicable a otras tantas romerías multitudinarias, y es que en las romerías se produce tal cúmulo de emociones que los sentidos quedan embargados y arrobados, como envueltos en una nube, según expresión muy común. Pero además las romerías son la gran ocasión de la sociabilidad. En este sentido se expresa Marcel Mauss, cuando escribe: “Así como en las ferias se manifiestan las actividades económicas de los pueblos, así también en las fiestas, en las grandes solemnidades religiosas, políticas y aún en la económicas, en las conmemoraciones, en la terminación o comienzo de las épocas agrícolas, se manifiestan todas las actividades estéticas, exaltándose el instinto de sociabilidad (nuestras), que goza con el placer de los demás;...” (1967: 357). La autoridad de la cita y la propia experiencia son suficiente argumento para referirnos a este aspecto tan importante en la vida de los hombres y mujeres y tan poco valorado socialmente, quizás por no tener hasta muy recientemente un correlato económico. Las romerías son la ocasión para el encuentro de las familias en toda su extensión y profundidad, para invitar a los amigos a los que se les quiere hacer partícipes del gozo, o a los que se les quiere corresponder con algún favor recibido, de estrechar lazos por el mero hecho de la amistad, de hacer relaciones públicas para facilitar las relaciones económicas o por el simple juego erótico como ya hemos indicado. La sociabilidad se expresa a través del comensalismo y la hospitalidad, actitudes que se exacerban en estas fiestas. Gran cantidad de alimentos de la mejor calidad y más elaborada preparación se consumen por las fa-

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milias, que se prodigan en invitaciones a otras muchas personas, peregrinos y desconocidos que aciertan a pasar por el lugar de reunión: caseta, tienda, sombrajo o sombra bajo una encina u olivo. En ocasiones se institucionaliza una comida para los pobres o rancho abierto para todos cuantos se acercan, como ocurre en las romerías de la Virgen de la Peña de la Puebla de Guzmán de Huelva o en la de la Virgen de los Santos en Alcalá de los Gazules en Cádiz (Rodríguez Becerra, 1978). Las romerías son asimismo, la ocasión anual de actualización de límites reales o simbólicos entre comunidades vecinas que han tenido y tienen litigios por pastos, bosques, dehesas, aprovechamientos de madera, y otros, agrupadas mancomunadamente en cuatro, seis, o siete villas que eran tan frecuentes en el Antiguo Régimen. En algún caso, como ocurre con la virgen de Guía de los Pedroches (Córdoba), está compartida por cinco poblaciones, que en otro tiempo formaban un solo término municipal y que actualmente, cada uno de ellos hace su propia romería, respetando escrupulosamente los plazos y lugares de entrega de la imagen. En otros casos las ermitas y sus iconos funcionan como hitos o límites entre pueblos vecinos; en ocasiones, la romería es permanente reivindicación simbólica del núcleo urbano primitivo, posteriormente despoblado. Por otra parte, toda romería supone un acercamiento a la naturaleza, las ermitas no se sitúan en lugares cualesquiera, sino en espacios que parecen dotados de hierofanía, es decir, lugares en donde se presenta más fácilmente lo sagrado, como ya señalara Mircea Eliade y el maestro Caro Baroja, y ello debe haber sido así, pues muchos de los santuarios cristianos

están levantados sobre los mismos espacios que en otro tiempo fueron ocupados por centros religiosos musulmanes, visigodos, fenicios o romanos, como ha demostrado en ocasiones la arqueología. Y es que el santuario o la ermita generalmente son más permanentes que los iconos que albergan, que como se ha de mostrado en ocasiones, han cambiado en el curso del tiempo. Hoy se ha vulgarizado esta idea con la referencia a un lugar mágico, huyendo de lo religioso, sin saber que ambos tipos de fenómenos andan juntos casi siempre. Los fenómenos estéticos constituyen una de las partes más importantes de la actividad social, y no simplemente individual de las romerías. La mayor parte de las sociedades mezclan las distintas formas de expresión artística. Un objeto, una ceremonia o un verso son bellos cuando son reconocidos colectivamente por la gente. Los fenómenos estéticos son fenómenos sociales y comportan una noción de placer sensorial. No existe lo bello sin este placer. En todo hecho estético hay un elemento de contemplación, de satisfacción, independiente de la necesidad; se trata de una alegría sensual y desinteresada al mismo tiempo. La estética puede encontrarse en los juegos, la danza, el canto o en cualquier actividad. Estudiar la estética, dice Marcel Mauss, es estudiar una parte del objeto o acción. Lo bello como placer y la alegría que le acompaña se busca con intensidad (1967: 148 y sigts.). El baile es parte del culto en la religión, por tanto no solo constituye un elemento profano y por tanto inadecuado para un ritual religioso, como creen las “mentes bien pensantes”. En las procesiones religiosas del mundo antiguo se cantaba y bailaba, también se danza en la noche de San Juan, o en torno a la ima-

Salvador Rodríguez Becerra

gen del santo en las danzas de espadas o palos; bailan los seises de la catedral de Sevilla en el Corpus y en la octava de la Inmaculada; porque “La danza –dice Mauss– que tiene por origen el placer del movimiento rítmico y vigoroso, de la imitación, de la sociabilidad, es válvula de la sensibilidad, inicia la solidaridad, estimula, anima y entusiasma; adquiere gran importancia y desarrollo a medida que crece la individualidad de un pueblo; consolida y ensancha las relaciones sociales; sirve para expresar las pasiones, para las grandes solemnidades y ocasiones trascendentales. Únicamente en los países de civilización envejecida, puramente mercantil o exageradamente individualista, se suele a veces despreciar el arte como una diversión, o se contagia el baile del pecado original” (Mauss, 1967: 338). En las fiestas, independientemente de las funciones que desempeñan en la sociedad, coexiste el fenómeno estético en una mezcla, frecuentemente inextricable. De aquí se deduce la importancia de los fenómenos estéticos para lo religioso y de éstos para aquellos. Según la teoría de Preus, el arte y la religión tendrían orígenes comunes. Robertson Smith contrastó el carácter esencialmente triste de las religiones post-jaféticas, frente a la alegría del paganismo; en el mismo sentido se ha pronunciado Marc Augé (Mauss, 1967: 149 y sigts.; Augé, 1993). A modo de ilustración sobre la exaltación estética, tomaré un texto extraído de mi diario de campo, referido a la romería de la Pastora en Cantillana (Sevilla, 1975): “El regreso: La comitiva salió del santuario y enfiló por un atajo hacia el río con el propósito de pasarlo por un vado próximo al puente por donde discurre la carretera [y que durante la mañana había utilizado la comitiva]. Nu-

meroso público se había apostado en él para ver pasar el simpecado, los jinetes llegaron pronto al cauce, la carreta se retrasa hasta la impaciencia. Había un motivo, entonces ignorado, para el caminar lento de los bueyes: aguardaban que cayera la noche precisamente en el momento que el simpecado pasara sobre las aguas del río. Los caballistas forman un círculo y con bengalas en una mano y flores en la otra rodean la carreta; en la oscuridad surge un espectro de luces y humo coloreado que se refleja en el agua y en la carreta de plata. El efecto resulta sobrecogedor y de una gran belleza”. Este clímax de exaltación estética es buscado y ensayado por los organizadores de los actos y dirigentes de las hermandades, cofradías y los encontramos en otras tantas romerías. (Rodríguez Becerra, 1985: 38). Durante el tiempo de la romería, y esta comienza cuando se abandona la localidad, las reglas y pautas sociales quedan suspendidas y el control de la comunidad se atenúa hasta que regresa de nuevo al núcleo urbano. Hay que destacar la importancia que la permisividad en los comportamientos sexuales ha tenido en el encumbramiento de las romerías, aunque en manera alguna queremos caer en el reduccionismo monocausal. Pues junto a esta permisividad que ya pertenece a otro tiempo, se produce también un gran fervor religioso. En las romerías como en otras muchas fiestas lo religioso y lo profano se mezclan y confunden; decía hace años el canónigo de la catedral de Sevilla, Gil Delgado (†) en un periódico local: “no puede interpretarse [el Rocío] sólo por el número de comuniones que se imparten en él ni sólo por el número de travestís que a él acuden” (1988). A este respecto,

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debemos recordar las condenas del cardenal Segura, arzobispo de Toledo y Sevilla (18801957) a los excesos que se cometían en esta romería. Algo semejante podría decirse de la otra gran romería andaluza, la que tiene lugar cada año en el Cerro de la Cabeza de Andújar (Jaén) y de otras muchas, en donde según demuestra la documentación histórica, las libertades sexuales encontraban un espacio donde poder realizarse y ello a pesar de las disposiciones eclesiásticas en contrario (Pérez Ortega, 1995 y Gómez, 1987). El comensalismo y la hospitalidad son notas igualmente características de las romerías. La generosidad convidando a comida y bebida sin expectativa de reciprocidad, no alcanza cotas tan altas como en estos rituales. Hace unas décadas cuando hacíamos trabajo de campo por las fiestas de Andalucía nos vimos socorridos habitualmente por los romeros con solo aproximarnos a los espacios acotados por familias y amigos. En la romería del Rocío antes de que tomara las dimensiones galopantes en la segunda mitad del siglo XX, los almonteños ponían en la puerta de sus chozas o casas una mesa donde se ofrecían vino y dulces a todos los que pasaban. En algunas romerías de profunda historia, como ya hemos señalado anteriormente, esta institucionaliza una comida para los pobres o rancho abierto, que constituye uno de los gastos más abultados de los mayordomos, como es el caso de la romería de la Peña en Puebla de Guzmán, Huelva (Rodríguez Becerra, 1978). En un ritual reciente, porque reciente es la romería gitana a la Virgen de la Sierra de Cabra (Córdoba), tiene lugar durante la procesión de la imagen alrededor del santuario, un ritual de exaltación de los sentimientos y la

sensualidad de difícil comprensión para los no gitanos. Éstos, llegados de muchas partes de Andalucía, se aposentan en los alrededores del santuario y lucen sus mejores galas; ya en la misa el clima de exaltación va subiendo, al menos el año que pude presenciarlo, con cantes y bailes que delante del altar y durante la celebración de la eucaristía se produjeron, cantes y bailes que se continúan durante la procesión alrededor del santuario, y que alcanza el paroxismo cuando en medio de los cantes y los vivas en honor de la Virgen, los hombres se arrancan las blancas camisas que hasta ese momento han cubierto sus torsos, como es habitual en las bodas de esta etnia. Luego, una vez encerrada la imagen, con infinitas aclamaciones, la fiesta continuará y se repartirá la gran paella que para el efecto han cocinado. Una muestra constante de los momentos de exaltación que viven los participantes en la romería, y también en otras procesiones, pero que aquí hemos visto reflejada de forma generalizada es la negativa a introducir las imágenes en su templo después de la procesión. En estas ocasiones se entabla una pugna entre las personas responsables por su cargo, mayordomo, hermano mayor o capellán por dar por finalizada la procesión a la par que los porteadores en los que no solo entran los jóvenes, se resisten a meterla en su ermita en un forcejeo que tiene mucho de ritual pero que también expresa el deseo de no interrumpir un goce por la cercanía de la imagen que una vez en el templo pasará al control de organizadores. Una mujer, en la romería de la Virgen de Cuatrovitas de Bollullos de la Mitación (Sevilla), gritaba a los porteadores de

Salvador Rodríguez Becerra

la imagen: “No meterla todavía para que la disfrutemos un poco más”. Y es que las romerías son la fiestas en la que el común del pueblo, pero también otros sectores sociales, se sienten más cerca de los iconos de su devoción, los sienten más suyos, y mientras éstos pasean procesionalmente por el real, impelidos por las creencias y los sentimientos religiosos, y ayudados por el contagio de las masas y por la abundante comida

y bebida, se alcanzan cotas de exaltación religiosa y de los sentidos e identificación con seres y lugares sagrados difícilmente logrados en otros contextos. Durante el resto de la jornada, una vez encerrada la imagen, no cesarán las breves visitas a la ermita para rezar, cumplir promesas, ofrecer velas y limosnas, adquirir pequeños recuerdos, agradecer los favores recibidos y despedirse hasta el próximo año.

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