Las pasiones de la razón y las raíces de la subjetividad

July 26, 2017 | Autor: Jose Luis Pardo | Categoría: Subjectivity
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Descripción

LAS PASIONES DE LA RAZÓN Y LAS RAÍCES DE LA SUBJETIVIDAD EN TORNO A «LAS PASIONES DEL ALMA»1 (FRAGMENTO)

José Luis Pardo Universidad Complutense de Madrid

Independientemente de lo adecuado o no de la etiqueta –abusiva y esquemática como cualquier otra– de «racionalismo», las grandes construcciones de pensamiento sistemático que se sitúan en la órbita del «giro cartesiano» que consolida en la Europa del siglo XVII el rostro cabalmente moderno de la Razón Occidental como un modo peculiar de hacer filosofía poseen en su mayoría, considera das en principio desde una perspectiva meramente literaria, lo que podría denominarse un «parecido de familia» o un rasgo estilístico común en lo que se refiere a la atmósfera que en tales obras se respira. Posiblemente contribuye a crear ese clima característico la frecuente preferencia (aunque no siempre explícita ni siempre formalmente desarrollada) por el canon euclidiano como clave privilegiada de exposición, pues es este un modelo que por sí mismo crea un ambiente de clausura y aislamiento; pero ya la elección de ese registro discursivo es una opción que forma parte de la puesta en escena de un pensamiento que quiere ante todo marcar sus distancias con la tradición (y desprenderse así de un orden de filiaciones genealógicas como autoridad del pasado) y con respecto al orden establecido imperante (desvinculándose de esa forma de alianzas y complicidades con la dictadura del presente). Nos estamos refiriendo, en suma, a un aspecto muchas veces apuntado por los comentaristas y que cabría llamar «la estética del desierto intelectual»: esa impresión de comienzo absoluto y radical que parte de cero y en torno al cual el paisaje conceptual está vacío, desolado o ruinoso. Casi no hay ningún texto de Descartes en que el autor no transmita al lector su intención, explícitamente enunciada, por ejemplo, en el artículo primero del tratado de Las pasiones del alma, de «escribir como si me ocupase de un asunto del que nadie hubiese jamás tratado antes que yo»2; o bien el abrupto y desconcertante comienzo de la Ethica de Spinoza, con la Definición de causa sui sin ninguna clase de prólogo o introducción3 ; e incluso en Leibniz o en Malebranche, que a menudo intentan confesadamente eludir esa atmósfera obsesiva del desierto geométrico cartesiano, la exposición misma, aun cuando contiene explícitamente elementos de la tradición o de otras escuelas con temporáneas, se despliega finalmente como una ordenación absoluta mente nueva, inaugural y rigurosamente encadenada de fragmentos que, antes de ser sometidos a esta arquitectura inflexible, solo existían dispersos y en una disposición más o menos caótica. Naturalmente, la crítica histórica se ha encargado oportuna y eficazmente de corregir esa ilusión óptica o ese efecto escenográfico reconstruyendo, pongamos por caso, los vínculos de Descartes con la escolástica a través de Suárez, los de Spinoza con la teología hebraica y la cultura «marrana», los de Malebranche con la tradición agustiniana o los de Leibniz con el Renacimiento4. Con todo, tales investigaciones –esenciales para la comprensión histórica del racionalismo– no aminoran ni explican la innegable «voluntad de ruptura» (lograda o no) que anima las obras en cuestión median te su adhesión a esa estética de lo inaugural y exento que las caracteriza aún en una lectura actual (y que en cierto modo con tribuye a preservar su originalidad y su singularidad). Podría, por otra parte, argüirse que el «desierto intelectual» en

medio del cual parecen componer sus pensamientos los maestros del XVII refleja una situación histórica objetiva: la quiebra real de los modelos de organización política, económica, científica y social heredados de la Edad Media y del Renacimiento, con la consiguiente decadencia de las estructuras ideológico-discursivas en las que se justificaban. Sin embargo, y pese a todo, ni Descartes, ni Spinoza, ni ninguno de los grandes nombres del racionalismo vivían realmente en un mundo caótico o por completo desordenado, y mucho menos desierto. Repitámoslo: es lo que llamaríamos un recurso estilístico de su propio discurso el que crea en torno a ellos ese vacío espaciotemporal5 , ese desorden fluctuante y casi vertiginoso que sus sistemas ordenan según una articulación estricta; parece como si los propios sistemas tuvieran necesidad, para sos tenerse como tales, de correr un riesgo suplementario, de crear –mediante un manierismo teórico-ficticio exacerbado que lleva la crisis objetiva de las «condiciones externas» hasta el punto ideal de completa consumación intelectual– el caos mismo en el que instalar su punto de partida como ajeno a todo tipo de apoyos o pre suposiciones previas, como si se afanasen en producir la exterioridad de sus propios conceptos aventurándose a perecer en ella como ese «grado cero del pensamiento» en el cual, y solo en el cual, fuera posible sentar las bases del nuevo edificio. A diferencia de o tras estrategias filosóficas bien conocidas, que pretenden programáticamente elevarse –o quizá descender– desde los hechos hasta las condiciones de posibilidad, en este caso se trata más bien de no admitir la existencia previa de «hechos» (de ahí el carácter apriorístico del canon axiomático) o, aún mejor, de des-hacer los hechos para volver a reconstruirlos, para reproducirlos según otro orden y otro encadenamiento, como si la erección del mundo en el que pueda desarrollarse el pensamiento moderno comportase la disolución de cualquier otro orden del mundo, la destrucción concertada de toda clase de «condiciones de posibilidad». Se ha sostenido, por ejemplo, que, en el caso de Descartes, cuyo método se describe a menudo como tendente a insta lar como centro de gravedad de ese nuevo orden al sujeto, el «antiguo régimen» a cuya destrucción se procede como paso previo (para justificar así el absoluto comienzo de otra ordenación) es el de las viejas categorías de la metafísica aristotélica6; no es preciso, sin embargo, aceptar la hipótesis –excesivamente mediatizada– de una confrontación «cara a cara» entre Descartes y Aristóteles que convertiría al primero en filósofo de pleno derecho: basta con admitir que la textura del mundo precartesiano está filosóficamente asentada en una estructura categorial que garantiza su inteligibilidad (una estructura que contiene, sin duda, elementos «genuinamente» aristotélicos, pero también elementos escolásticos, neoplatónicos y humanísticorenacentistas); la destrucción de ese «viejo orden» y, por tanto, la denegación de tales estructuras categoriales, tiene entonces la virtud de privar –aunque solo sea por un instante– al mundo de toda inteligibilidad, dando así lugar a esa desolación intelectual a partir de la cual la Razón podrá aspirar a una reforma total del conocimiento que debe concordar con el nuevo orden político, económico, científico y social.

Pues bien, a este nivel mismo de la «concordancia» entre la Razón moderna y su tiempo se sitúa lo que muchos comentaristas, desde el siglo XVII hasta nuestros días (aunque desde ópticas evidentemente muy diversas), consideran como la fractura esencial del sistema de la Razón convocado a la edificación de ese nuevo orden del mundo, y que puede en principio resumirse como la presunta incapacidad de tal sistema para fundar una moral en sentido estricto o, en un contexto más general, un conocimiento del hombre y de la sociedad. Este tema de «la impotencia moral de la razón geométrica» se des envuelve en torno, primero, a una argumentación global que depende de cierta caracterización histórica del racionalismo y, después, desemboca en una serie de observaciones particulares atinentes sobre todo a algunos de los sistemas en cuestión. La argumentación global se articula en tres ejes fundamentales de interpretación, hoy día notoriamente vulgarizados: en primer lugar, se describe la noción de conocimiento científico vigente en el racionalismo como una reducción de la razón al modelo axiomático-geométrico (o, como hoy diríamos más llanamente: lógicomatemático) en sentido fuerte, y se arguye que tal modelo inhibe por su propia naturaleza la posibilidad de discurso moral (la celebérrima «falacia naturalista»). En segundo lugar, se presenta como correlato de esta operación la reducción de la naturaleza al modelo físico de la causalidad mecánica, en el contexto de la «secularización» que «desencanta» la naturaleza y, al privarla de espíritu, la convierte en una máquina –ciertamente singular y perfectísima, pero no por ello menos mecánica–. La reunión de estos dos postulados da lugar al concepto de conocimiento como identificación entre Razón (geométrica) y Naturaleza (mecánica), es decir, ecuación entre las cadenas deductivas del razonamiento lógico y las concatenaciones causales del mecanismo físico. La razón no se limitaría, como ya hemos notado, a «dar razón» de los hechos, sino que en cierto modo sería su productora o constructora, de acuerdo con un orden inexorable en el cual las nociones de «bien» o «mal» (en sentido moral y no «naturalista») no pueden tener cabida. Así pues, y en tercer lugar, los aspectos que se presenten como irreductibles al paradigma que dibujan los dos primeros postulados de esta interpretación quedarían forzosamente marginalizados como irracionales o artificiales. Por ello, la aparición de normas morales en el seno de los sistemas de la razón no puede emerger sino como un apéndice circunstancial y exterior, en lo esencial, tanto al encadenamiento deductivo que caracteriza a la Razón como al mecanicismo causal que caracteriza a la Naturaleza. El terreno del «conocimiento social» o del «conocimiento moral» quedaría así escindido con res pecto a la Ciencia propiamente dicha (conocimiento racional de la naturaleza mecánica). O –dicho de otro modo–: lo que es posible saber acerca de las leyes que rigen o han de regir la vida social, económica, política o personal del hombre quedaría restringido a la medida en que tales órdenes sean reducibles a la naturaleza (causalidad mecánica = explicación racional). Lo irreductible se condena a la consideración de «laguna» que el progreso de la Razón en el conocimiento de la Naturaleza debe ir colmando o, en el peor de los casos, se declara «ilusión» sin realidad epistemológica y, en última instancia, también sin consistencia ontológica.

El afán intelectual de la razón moderna en su aventura «racionalista» no consiste en principio en saber si, además de ciencia de la naturaleza, puede haber ciencia del hombre o de la sociedad (ciencia de la conducta), ni en investigar si, además de leyes de la naturaleza, puede haber leyes morales o socia les fundadas en razón, sino en saber si puede en absoluto haber ciencia como totalidad y como unidad, si puede en general haber un orden de legalidades estructuradas y sistemáticamente cognoscibles7 . El estilo «geométrico» de los pensadores racionalistas parece solventar de antemano este asunto, colocando como hipótesis frontal el principio de razón determinante. Ahora bien, que «nada sucede sin razón» no es más que el enunciado de un pro grama o, mejor dicho, la premisa de un argumento, y no en absoluto su conclusión final (Nietzsche diría que es la presunción vanidosa de la Razón, su fe irracional en sí misma). La «esperanza» de que nada acontezca sin una razón determinante solo puede encontrar su justificación (convirtiéndose así en esperanza racional), solo puede afirmarse como tesis y dejar de ser mera hipótesis, solo puede convertirse en certeza si es posible que nosotros podamos conocer tales razones8. Y es aquí donde la cuestión del método se torna decisiva, pues, si tal cono cimiento es posible, solo lo es gracias a un método: un método cuya virtud no es hacer inteligible la realidad –pues eso es cosa que se admite como dada por hipótesis–, sino hacer al sujeto capaz de conocimiento. Mucho antes de plantear la cuestión de si el hombre puede ser objeto de conocimiento, el racionalismo plantea problemáticamente la cuestión de si es posible para el hombre llegar a ser sujeto de conocimiento. Pues el «sujeto de conocimiento» no está en absoluto dado en la experiencia, sino que justamente es aquello que debe ser construido mediante el método. Así pues, «método» no designa ahí un simple conjunto de preceptos más o me nos ingeniosos que se pondría a libre disposición de los sujetos de conocimiento, sino aquel procedimiento susceptible de convertir al hombre en sujeto de conocimiento. El método ha de servir para erigir una subjetividad que en absoluto le preexiste. A menudo se ha notado que la razón moderna es in separable de una ruptura, en el ámbito del derecho, con la teoría de la «ley natural» heredada de la Antigüedad y confesionalizada en la Edad Media, que hacía del hombre un ser moral y sociable por naturaleza. Pero es igualmente notoria la ruptura, en el terreno epistemológico, con la idea de una aptitud natural del hombre para el conocimiento del mundo. No importa lo bien repartido que se halle el bon sens, nadie nace sujeto de conocimiento, porque nadie nace razonable9. Inicialmente, pues, el sujeto de conocimiento no existe –el método sería innecesario de otro modo–. Para hacer patente esta ausencia es para lo que es preciso crear ese desierto intelectual que constituye el clima del pensamiento racionalista, y que consiste entonces en la destitución efectiva de toda apariencia de certeza o de conocimiento. Es así, ante todo, como ha de entenderse el carácter «metódico» (no metodológico) de la duda cartesiana. En este contexto, dudar no significa simplemente la falta de certeza subjetiva, sino más bien denegar la metafísica tradicional del conocimiento (que presuponía precisamente una conformidad entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible que los destinaba el uno al otro), y de la psicología y la gnoseología que se le asocian. Digámoslo con otras palabras: la inexistencia del sujeto de conocimiento –que es lo que refleja el «grado cero del pensamiento»– traduce la destrucción de la teoría aristotélico-escolástica (a veces reformulada por el humanismo renacentista) del conocimiento y provoca la crisis del «assemblage» (término favorito de Descartes para referirse al hombre) de las facultades del hombre y las potencias del mundo.

Todo ello confluye en una conclusión: si el sujeto de conocimiento o sujeto racional no es en absoluto natural sino artificial, lo que sí hay en la naturaleza son las pasiones, lo que toda subjetividad es, en principio, «naturalmente», es pasividad, afectividad, sujeto pasional. Las pasiones son las raíces que sumergen al sujeto en la naturaleza. Así pues, nos encontramos con dos acepciones no exactamente superpuestas de «naturaleza». Por una parte, la naturaleza máquina (el Mundo, del que el hombre es una parte, como el tratado cartesiano Del Hombre es un capítulo de su tratado Del Mundo), es decir, la conexión mecánica de todas las partes de los cuerpos y de todos los cuerpos unos con otros en términos de acciones causales eficientes, en donde no hay en absoluto «imágenes» ni «percepciones», y mucho menos «pasiones»; por otra, lo que llamaríamos el «estado natural del alma» situada bajo el imperio natural de las pasiones, es decir, de sus propias ficciones o abstracciones, inexorables debido a la ya aludida institución o codificación natural: tal configuración de la glándula desencadena «naturalmente» tal pasión del alma (Art. 36).

Uno de los ejes fundamentales de la interpretación tópica del racionalismo es la identificación del orden axiomático-geométrico con el orden físico-mecánico. Ahora bien, es patente que, al menos en Descartes, esta identificación es problemática. Entre otros autores, M. Guéroult ha notado que en Descartes hay, en este nivel como en otros, una pluralidad de modelos que no siempre es explícita ni armoniosa. En el caso que nos ocupa, Descartes maneja dos modelos distintos del «Mundo»: por una parte, el Corpus Mathematicum, que consuma la reducción de la naturaleza física a una extensión infrangible y plenamente inteligible que priva definitivamente a los cuerpos de «gravedad»10, y que se identifica a todos los efectos con el espacio geométrico, identificación que está en la base del propio proyecto geométricoanalítico de Descartes; por otra parte, el Corpus Physicum que, aun siendo un modelo mecánico (o quizá precisamente por serlo), utiliza el par átomos-vacío y entra abiertamente en conflicto con el anterior11. Esta disimetría de modelos es, por otra parte, lo único que hace inteligible la «crítica de la extensión cartesiana» que, en sentidos muy distintos, harán en seguida Pascal, Malenbranche, Spinoza o Leibniz12. No es otro, en el fondo, el problema que evidencia la propia geometría cartesiana, cuando margina del ámbito de las «curvas geométricas» las llamadas «curvas mecánicas» por irracionales, esto es, por irreductibles al modelo de exactitud «matemática»13. Sin embargo, estos dos modelos, irreductibles el uno al otro, siguen operando hasta el final en el pensamiento de Descartes, como lo prueba la «fisiología» contenida en Las pasiones del alma (en adelante, LPA). Se notará, pues, que la oposición entre Corpus Physicum y Corpus Mathematicum se plantea, a cierto nivel, como la oposición insuperable entre un residuo irreductible de irracionalidad mecánica, ligado al modelo atomístico (es decir, aparentemente, un residuo de «probabilidad», «estadística», «vaguedad»), por una parte, y la racionalidad plena y rigurosa de la ciencia geométrica exacta, por otra. Ello no deja de ser sorprendente, ya que ha sido común el considerar el «modelo atomístico» como una característica propia del llamado paradigma determinista (asociado frecuentemente a la «predicción exacta»). Pero fijémonos en un segundo detalle. A la hora de considerar al Descartes «científico», el juicio (que suele hacerse desde una perspectiva consciente o inconscientemente newtoniana) tiende a separar la brillantez del Descartes matemático (fundamentalmente geómetra) de la caducidad del Descartes físico. Y ello porque, como es obvio, la Física cartesiana (de la cual la fisiología no es más que una aplicación o caso

particular, tanto que ni siquiera requiere un nombre propio que la designe) es una física nomatematizada, una física literaria. La cuestión es, pues, esta: ¿de dónde procede la imposibilidad de Descartes para matematizar el Mundo? Ya hemos notado que esta imposibilidad atañe solamente a uno de los modelos (el «atomístico»), pues, cuando se trata del otro (el «geométrico»), el Mundo queda perfectamente matematizado. La «literatura» o la «poesía» (como también se ha dicho) cartesiana parece venir, pues, a suplir un discurso matemático que deviene imposible cuando se observa la naturaleza desde una óptica particular, en el bien entendido de que Descartes concibe esta óptica como algo en cierto sentido irrenunciable. La sorpresa inicial sufre aquí, sin embargo, cierta amortiguación si se repara en el origen histórico del pro pio modelo atomístico, que no sola mente se inserta en una venerable tradición de «físicas literarias» (la cumbre de las cuales es sin duda De rerum natura de Lucrecio), sino que también explicita la conexión inmediata entre Física y fisiología y su puesta al servicio de una «curación» de las pasiones del alma (tal ha sido siempre la interpreta ción del poema lucreciano): quizás porque, cuando la naturaleza se observa desde ese prisma de relativa inexactitud plasmado en la física literaria, lo que se contempla no es el bloque infrangible de la res extensa, sino la superficie desordenada y turbia de las pasiones del «estado natural» del alma. Tenemos pues, por una parte, una serie de fenómenos mecánicos que, sin embargo, se resisten a la matematización o se revelan irreduc tibles al modelo geométrico y, por otra, la expresión cien tífica de tales fenómenos, que solo puede ser literaria o poética: lo que es en sí mismo inexacto (vago, estadístico, aproximativo, probabilístico) solo puede expresarse en un lenguaje inexacto (la literatura no matemática). Esta distinción de dos clases de fenómenos naturales, aparentemente reducibles al determinismo unos, aparentemente irreductibles los otros, no puede por menos que evo car la popularizada en nuestros días por K.R. Popper como distinción entre «nubes» y «relojes»14. Al pensar que la «física literaria» de Descartes (los fenómenos de «tipo nube») debe poder reducirse merced al progreso científico (v. gr. Newton) a la física exacta, quizá somos presa de la ilusión denunciada por Popper: pensamos –como «racionalistas metafísicos»– que todos los fenóme nos de la naturaleza son de «tipo reloj»15. Si damos ahora al argumento de Popper el calado histórico del que carece en su versión original, encontraremos que la superposición del espacio geométrico y el espacio físico solo ha sido histórica mente viable gracias a la canonización de la mecánica de los sólidos como modelo superior de la física matemática (la «caída de los graves» es siempre el ejemplo privilegiado). Ahora bien, la Física de Descartes –sobre todo la de los Meteoros, pero también en buena parte la del Tratado de la Luz y la de la Dióptrica– contiene una dosis muy elevada de mecánica de flujos y caudales, de torbellinos y de turbulencias, esto es, de fenómenos que se presentan como irreducti bles al cálculo exacto característico de la física del estado sólido (en cuanto modelo ideal, claro está). Si se acepta lo anterior, se sigue de ello que la «física literaria» de Descartes no expresa simplemente un déficit de su sistema, sino una laguna objetiva de los modelos matemáticos generados por la razón occidental16. Dada la evidente continuidad y coherencia entre la Física cartesiana y su fisiología17, es inevitable remitir esta dualidad al proyecto de la Mathesis Universalis como ciencia de la Medida y del Orden, y pensar que Descartes se propone, en estos esbozos «literarios», una matematización cualitativa (que hoy llamaríamos topología) de la mecánica de los fluidos y de sus turbulencias inexactas: introducir el Orden allí donde la Medida (geo-metría) no es posible. Y este proyecto, que hoy día ha sido en parte recuperado en una perspectiva explícitamente pro-cartesiana y –por decirlo así– «anti-newtoniana» por la «teoría de las catástrofes» de

René Thom18, está unido esencialmente al modelo atomístico, por mucho que estos vínculos hayan sido históricamente invisibles durante largo tiempo. En un ejercicio minu cioso de reconstrucción textual e intelectual del poema de Lucrecio, Michel Serres19 ha defendido algunas tesis decisivas a este respecto. La primera y más relevante, que la aureola de «irracionalidad» que durante siglos ha acompañado al clinamen de Lucrecio y a la parénklesis de Epicuro solamente manifiesta una incompatibilidad a la que ya nos hemos referido: en efecto, la desviación imprevisible de la trayectoria rectilínea es literal mente inconcebible en una física de sólidos; al contrario, la inclinación se convierte en un acontecimiento trivial en el terreno de los fluidos; así, la «versión correcta» de clinamen sería: turbulencia; y todo el discurso cobra entonces una nueva coherencia como física de los fluidos20, sin dejar por ello de pertenecer al mismo género que la última obra publicada por Descartes en francés: un tratado acerca de los remedios contra las pasiones del alma.

NOTAS

1.- El origen de este texto, así como el impulso para emprender el trabajo —inacabado, y seguramente inacabable— del que forma parte, procede enteramente de la lectura de la «Introducción» que Juan Manuel Navarro Cordón escribió para la versión castellana (que también es suya) de las Reglas para la dirección del espíritu de Descartes en Alianza Editorial (1984). En aquella época todavía podía resultar llamativo, y por tanto atraer la atención de un investigador principiante, lo que, en parte gracias a los trabajos y a la actividad intelectual del profesor Navarro Cordón, se ha hecho ya patente entre nosotros: que los problemas aparentemente «metodológicos» tienen un alcance «ontolológico» y «metafísico» a veces más marcado incluso que los que se declaran explícitamente tales, y que en casos como el de Descartes puede ser formalmente erróneo identificar «metodología» con «epistemología». Aquella «Introducción», pues, así como algunos títulos de su selecta bibliografía, me sirvieron para encaminar mi estudio de Descartes y del racionalismo en una dirección que todavía hoy me parece muy fructífera (aunque de sus frutos inmaduros, como el presente artículo, no tiene culpa alguna Juan Manuel Navarro). Este es, en definitiva, un motivo más para expresar en esta ocasión mi agradecimiento y mi reconocimiento a un profesor y a un amigo a quien debo ya, por muchos otros y siempre buenos motivos, mucha gratitud y mucho reconocimiento. Por otra parte, en este título resuenan obras importantes en el tratamiento de la problemática: VV. AA., La Passion de la Raison, París, Presses Universitaries de France, 1983, y Caton, H., The Origin of Subjectivity, Londres, 1973. 2.- Las referencias a esta obra de Descartes serán, como es costumbre, identificadas con el número del artículo al que pertenecen. La traducción frecuentemente es nuestra, y aunque remite a la edición de J. Beaude en el tomo XI de las Oeuvres de Descartes de Adam-Tannery, a menudo resulta esclarecida por la excelente edición crítica de Rodis-Lewis, G., París, 1955 (1970), Les passions de l’âme, así como por otros importantes aspectos del comentario de esta autora al pensamiento cartesiano en general, sobre todo el monumental L’oeuvre de Descartes, París, 1971, y La morale de Descartes, París, 1970; también – para algunos aspectos que desarrollaremos más adelante–, su contribución «Limitations of the Mechanical Model in the Cartesian Conception of the Organism» a la obra colectiva Descartes: Critical and Interpretative Essays, Londres, M. Hooker, 1978 (cf. pp. 152-170).

3 Las referencias a esta obra seguirán en general la traducción ya clásica de Vidal Peña, Madrid, 1975, estando las menciones del texto original referidas a la edición de Gebhardt. 4 Con respecto a Descartes y Spinoza, podemos mencionar los clásicos trabajos de Gilson (Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien, París, J. Vrin, 1930, reed. 1984, el Index scolastico-cartésien, París, 1912, y el Comentario al Discours de la Méthode, reed. 1976), así como el Spinoza de M. Guéroult y Spinoza and Other Heretics de Y. Yovel. 5 V. Gómez Pin lo expresaba con esta vehemencia: «A poco que el lector se tome en serio la reflexión cartesiana..., comprenderá que le es imposible situar históricamente lo que allí se enuncia, y ello por la sencilla razón... de que la existencia de la historia como tal dejará de ser evidencia absoluta... Si el mundo empírico... llega por nuestra reflexión a ser puesto en tela de juicio, ¿cómo sostener que hay un marco general –el tiempo– en el que nuestra meditación constituye un acontecimiento entre otros?» (Gómez Pin, V., Descartes, Barcelona, Barcanova, 1984, pp. 12-13). 6 Es la tesis central de J.-L. Marion, en Sobre la ontología gris de Descartes. Ciencia cartesiana y saber aristotélico en las Reguale, Madrid, Escolar y Mayo, 2008.

7 Nada expresa mejor este «espíritu» que el comienzo de las Regulae ad directionem ingenii de Descartes. 8 Ello explica el carácter «autobiográfico» de ciertos pasajes del Discurso del Método, así como el tono con el que se abre el tratado spinoziano De la reforma del Entendimiento. 9 Cf. por ejemplo, Strauss, L., Droit Naturel et histoire, París, Libraire Plon, 1953. 10 En este sentido, A. Koyré ha señalado que es precisamente esa reducción la que hace que Descartes – más que Galileo– lleve a su culminación la formulación científica moderna del principio de inercia (Koyré, A., Études Galiléennes, París, Hermann, 1966). 11 A pesar de la negación teórica del vacío (que lo convertiría en otra de esas «ficciones» cum fundamento in natura). Cf. a este respecto, Les Météores, ed. Adam-Tannery, vol. VI, 231-239. 12 Sobre todos estos puntos, M. Guéroult, además del ya citado Descartes..., en Spinoza, I, París, 1968, Apéndice 10, «La réfutation spinoziste de la conception cartésienne des corps», pp. 529-556. Esta dualidad de la concepción «mecanicista» de la materia había sido señalada (y explotada dialécticamente) por Hegel, quien, en la «Crítica de las antinomias kantianas relativas al espacio» de la Ciencia de la Lógica, repara en la contradicción entre el espacio discontinuo como serie de diferencias indiferentes y el espacio continuo como infinitud indiferenciada, de la que se sirve asimismo en la «Filosofía de la Naturaleza» de la Enciclopedia. No así Husserl, que, en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (§§ 9 y 10) no aprecia disarmonía interna en el compuesto «físicomatemático».

13 De Lorenzo, J., «Estudio Preliminar», en Leibniz, G. W., Análisis infinitesimal, Madrid, Tecnos, 1987, pp. IXLXXVII. 14 Originalmente divulgada en una conferencia en la Universidad de Washington el 21 de Abril de 1965, y posteriormente recogida en Objective Knowledge, Londres, Clarendon Press, 1972, cap. 6 (trad. esp., Conocimiento Objetivo, Madrid, Tecnos, 1982, pp. 193-235), ha terminado convirtiéndose en el núcleo

central del argumento de Popper contra el determinismo (The Open Universe, ed. W. W. Bartley III, 1982, trad. esp., El Universo Abierto, Madrid, 1984). 15 Cf. art. 6 de LPA, en donde el mecanismo fisiológico se compara explícitamente con un reloj. 16 Sería una ilusión óptica pensar que el cálculo diferencial o infinitesimal colma sin más esa laguna (por mucho que sea una herramienta imprescindible): la física de las turbulencias, de la disipación, del caos, así como la propia Meteorología, no han encontrado hasta hace muy pocos años vías expresas de manifestación termodinámica (Prigogine) y de modelización matemática (Thom). 17 En el contexto de una hipótesis más amplia y arriesgada, con cuyas conclusiones aquí no nos comprometemos, esta con tinuidad ha sido establecida exhaustivamente por R. B. Carter en Descartes’ Medical Philosophy: the organic Solution of the Mind-Body Problem, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1983. 18 «Una de las causas de la desconfianza del físico en lo tocante a lo cualitativo es de origen histórico; a fines del siglo XVII se desarrollaba de manera muy reñida la controversia entre los partidarios de la física de Descartes y los de la de Newton. Descartes, con sus remolinos, con sus átomos ganchudos, etc., lo explicaba todo y no calculaba nada; Newton, con la ley de la gravitación lo calculaba todo y no explicaba nada. La historia dio la razón a Newton y relegó las construcciones cartesianas a la categoría de imaginaciones gratuitas y recuerdos de museo. Ciertamente, el punto de vista newtoniano se justifica plenamente atendiendo a su eficacia, a sus posibilidades de predicción y, por lo tanto, de acción sobre los fenómenos... Pero no estoy seguro de que el espíritu humano se sintiera completamente satisfecho en un universo en el que todos los fenómenos estuvieran regidos por un esquema matemáticamente coherente pero desprovisto de contenido de imágenes. ¿No estaríamos entonces en plena magia?... Desde este punto de vista, los espíritus ávidos de comprensión nunca asumirán la actitud despectiva del cientifismo cuantitativo frente a las teorías cualitativas y descriptivas, desde los presocráticos a Descartes... Lo que.... perjudica a las antiguas teorías especulativas no es... su carácter cualitativo en sí mismo, sino esencialmente el carácter irremediablemente ingenuo e impreciso de las imágenes que entran en juego; en efecto, los esquemas propuestos (...) descansan todos ellos en la intuición del cuerpo sólido en el espacio euclidiano de tres dimensiones. Pero esta intuición, por natural que sea (...), es ciertamente insuficiente para dar cuenta de manera satisfactoria de la mayor parte de los fenómenos, aun en la escala macroscópica» (Thom, R., Stabilité sctructurelle et morphogénèse, trad. esp., Estabilidad Estructural y Morfogénesis, Barcelona, Gedisa, 1987, pp. 29-30). 19 Serres. R., La Naissance de la Physique dans le texte de Lucrèce, París, Minuit, 1977. 20 Además de esto, Serres muestra en su ensayo que solo en apariencia se trata de una física no-matematizada o literaria, ya que de su estudio se desprende una equivalencia puntual entre la física de los atomistas y la matemática de Arquímedes (oculta solo por razones histórico-culturales). Si tenemos en cuenta la enorme vinculación de Descartes como matemático con los problemas arquimedeanos, su propia física literaria puede aparecérsenos bajo otras dimensiones.

en De la libertad del mundo. Homenaje a Juan Manuel Navarro Cordón, Madrid, Escolar y Mayo, 2014, pp. 43-58

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