Las paradojas de Zenón, la pregunta por el ser y el horizonte de la nihilidad.

July 21, 2017 | Autor: J. Santiago Sánchez | Categoría: Filosofía
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Descripción





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Así lo reconoce el propio filósofo de Königsberg en la sección 7 de su exposición sobre las antinomias, incluida en la Dialéctica Trascendental, de su Crítica de la Razón Pura. (Vid. KANT, I. (1966): 233-236.)
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Íbid. 37
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Las paradojas de Zenón, la pregunta por el ser y el horizonte de la nihilidad.

José Antonio Santiago Sánchez
Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid
[email protected]


Resumen: Este artículo quiere proponer un paralelismo entre, por un lado, la objeción de Aristóteles a las célebres paradojas de Zenón y por otro la crítica de Zubiri a la concepción heideggeriana del ser.
Palabras clave: ontológico, gnoseológico, ser, realidad, nada, pregunta.
Abstract: This article aims to propose an intrinsic relationship between, on the one hand, the Aristotle´s objection to the famous paradoxes of Zeno, and on the other hand, the Zubiri´s objection to Heidegger´s conception of being.
Keywords: ontological, epistemological, Being, reality, nothing, question.


Del río surge entonces la conciencia.
César Vallejo


En un texto aristotélico, hoy perdido, titulado, al parecer, El Sofista y del que Diógenes Laercio nos da noticia, el Estagirita habría sostenido que Zenón de Elea (490-430 a. C) es el padre de la Dialéctica. Al principio, con este término (διαλεκτικὴ τέχνη) se designaba en Grecia el arte del diálogo y de la erística, bien para sostener una discusión por medio de preguntas y respuestas, o bien como el arte de clasificar los conceptos, de dividir las cosas en géneros y especies. Aristóteles consideró a Zenón como el inventor de dicho arte (τέχνη), porque fue el que sometió a análisis las contradicciones que surgen cuando se intenta comprender el concepto de movimiento y de multiplicidad. Por ello, y en el mismo pasaje de dicha obra, Aristóteles sostiene que fue Empédocles el que inventó (εύρεῖν) la Retórica. Así, Aristóteles distingue a continuación ambos procedimientos -dialéctica y retórica- como ciencias de los argumentos probables, respecto de la «analítica», o ciencia de la demostración verdadera. En dicha objeción, Aristóteles critica ambas disciplinas como meras artes formales, cuyo proceder resulta unilateralmente sintáctico, sin remisión a la realidad y, por tanto, sin auténtica fuerza demostrativa.
Según Copleston, las paradojas de Zenón se plantearon no solo como un modo de reivindicar las tesis parmenídeas sobre la imposibilidad del movimiento y la multiplicidad, sino que también se nutrieron de la influencia de sus vecinos pitagóricos instalados en la Magna Grecia. Para aquellos, o bien cada cosa de las que hay en el mundo es infinitamente grande, o bien cada una de ellas es infinitamente pequeña.
La conclusión que Zenón quiere que saquemos de este argumento es, naturalmente, que la suposición de donde deriva semejante dilema es una suposición absurda, a saber, la de que el universo y todas las cosas que hay en él están compuestas de unidades. Si los pitagóricos piensan que la hipótesis del Uno es absurda y lleva a conclusiones ridículas, él ha demostrado ahora que la hipótesis contraria, la de lo múltiple, conduce a conclusiones igualmente ridículas.

El menosprecio de Aristóteles por la dialéctica zenoniana (y posteriormente por la platónica) se inserta en las célebres paradojas que el mismo Aristóteles transmite y a las que posteriormente objeta en su Física (VI, 9 239 b 5). Tal vez el ejemplo más famoso que Zenón utiliza, repetido en multitud de ocasiones, es el de Aquiles y la tortuga: si en una carrera, Aquiles deja ventaja a la tortuga, jamás conseguirá atraparla, pues tendría que recorrer un espacio determinado, el cual puede siempre dividirse infinitamente. Lo mismo sucedería en el famoso ejemplo de la flecha que Zenón nos transmite de nuevo por boca de Aristóteles. Asimismo, descendientes posteriores de la dialéctica como el megárico Diodoro Crono, reelaboran la aporía zenoniana y rebaten la critica aristotélica en su «Argumento Maestro» (ὁ κυριεύων λόγος) respecto de los futuros contingentes. Dicho argumento, recogido por Epicteto (Discursos, II 19, 2-5) viene a exponerse como sigue: si un evento futuro no va a suceder, entonces era cierto que en el pasado no sucedería. Como todo pasado es necesariamente verdadero (primera premisa), se colige que era necesario que en el pasado no sucediera (segunda premisa). De este modo, y si según lo anterior, lo imposible no puede seguirse de lo posible, debe haber sido imposible que dicho evento ocurriera (conclusión). Por lo tanto, si algo no será cierto, tampoco será posible que lo sea y en consecuencia la conclusión es falsa.
Las paradojas zenonianas, cuatro en total, imposibilitan, como se sabe, cualquier argumento racional que defienda la multiplicidad del tiempo y del espacio. A este respecto, Kant, el cual sigue a Zenón en sus argumentos, formula asimismo en sus cuatro antinomias, la interpretación moderna, demostrando que el ser tiene una constitución en principio imprevisible por parte de las categorías lógicas de nuestro pensar, cuya coherencia se pone en entredicho sin una cadena infinita de pruebas y metapruebas.
Este «escándalo de la razón pura» del que hablara Kant y que ya detectara Aristóteles, pone en entredicho así los fundamentos de todo conocimiento. De hecho, y como se sabe, el Estagirita formula el principio de no-contradicción para exorcizar la retórica sofista y el formalismo dialéctico de los megáricos. De hecho, en la Metafísica (XIII 3, 1078 a 1-31), Aristóteles sostiene contundentemente que los que ven solo la realidad como numerologías o geometrías la están abstrayendo. Pues el ser tiene fundamentalmente dos sentidos: primero el del acto (pues primeramente las cosas existen y son bien reales) y después en cuanto a la potencia (es el ser es divisible o indivisible…etc.).


Zenón de Elea,. Detalle de La Escuela de Atenas de Rafael. Roma, Museos Vaticanos.

De este modo, lo que Aristóteles propone no es tanto una solución a las paradojas, sino la disolución misma del problema como un problema i-rreal. Por ello, el propio Aristóteles vincula estas paradojas al problema del no-ser (Met.IV 5, 1009 a 20-39.) A diferencia de los intentos posteriores establecidos sin salir del formalismo matemático (Bertrand Russell o James Gregory), Aristóteles aborda el problema desde la prioridad de lo fácticamente real sobre cualquier modo posterior de cuestionamiento inteligible. Se trata de uno de los más antiguos y el más potente de los argumentos contra las paradojas de Zenón y sus consecuencias. Para Aristóteles, Zenón concibe la infinitud (entendida como magnitud de unidades distributivas) como potencial, y no actual. De este modo, la infinita divisibilidad espacial que haría imposible el avance de Aquiles, estaría constituida desde una pura potencialidad, sin tener en cuenta el acto previo mismo por el que Aquiles ya se encuentra en el punto de salida.
No obstante, y a pesar de ser constitutivamente heterogéneos, la potencia y el acto poseen de consuno una necesaria relevancia ontológica. Sobre este punto Aristóteles contradice a los megáricos (recuérdese el posterior ataque de Diodoro Crono al respecto) los cuales defienden que «no hay potencia sino cuando hay acto, por lo que si no hay acto, tampoco hay potencia; de tal modo que el que no construye no posee la potencia de construir, sino únicamente el que construye, y solo en momento de construir.» (Met. IX, 3).
Aristóteles, con un cierto carácter ad hominem, sostiene que dicho argumento lleva a conclusiones absurdas, pues si ello es así «el que está sentado, estará eternamente sentado; no podrá levantarse porque al estar sentado no tendrá la potencia de levantarse» por lo que «la potencia y el acto son cosas diferentes (…) y que una cosa pueda poseer la potencia de ser y sin embargo, no ser; o de no ser y, sin embargo, ser; o de caminar y, sin embargo, no caminar» (Íbid.)
Como se sabe, para poder disociar -aunque de modo radicalmente atributivo- la potencia del acto, Aristóteles defiende la existencia de un cierto no-ser entendido como privación, del mismo modo a como, con mayores reparos, Platón lo hace en Sofista y Parménides para proponer una dialéctica por la que los géneros superiores de lo que es sólo puedan concebirse de modo que cada uno de ellos sea idéntico a sí y se transforme a su vez, y sin contradicción, en su «otro».
Por ello, y a pesar de la unidad distintiva entre potencia y acto, Aristóteles sostiene la prioridad (lógica o gnoseológica) absoluta del acto sobre la potencia, pues solo es posible concebir la potencia como potencia desde un acto determinado. Aquí, decimos, es donde se enmarca la crítica a las paradojas de Zenón sobre el movimiento, con el célebre ejemplo de Aquiles y la tortuga. Así como cronológicamente parecería que la semilla es anterior al árbol, no es así: la semilla debe proceder de un árbol en acto. El acto como ἐντελέχεια es el fin de la potencia, es decir, aquello por lo que esta se ordena. «No es por tener la vista por lo que los animales ven, sino que es para ver por lo que tienen vista» (Met. IX, 8, 1050 a 10) Dicha postura nos remite directamente al conocido preformismo aristotélico, de notable sabor biologicista, según el cual, la realidad se explica según una necesidad teleológica. Dicha teleología supondrá precisamente avant la lettre el origen de la otra gran concepción posterior de la dialéctica, muy distinta de la zenoniana y megárica, construida sobre todo a través de Hegel y posteriormente Marx.
No obstante, y para arrojar más luz sobre el problema zenoniano conviene distinguir, como han hecho otras filosofías, entre teleología y finalidad. La primera concierne a las consecuencias causales objetivas, mientras que la segunda hace referencia a las consecuencias propositivas (los estoicos dirían «prolépticas»). Las paradojas de Zenón, que inciden en uno de los puntos decisivos de la física aristotélica- el tiempo-movimiento- se sitúa, como decimos, en el quicio mismo de la reflexión aristotélica sobre el tiempo. Frente a Platón y su desdoro por la temporalidad, Aristóteles aborda el problema del ser ontológico (y no teológico, el cual se constituye precisamente como fin de fines él mismo afinalista en la idea del Primer Motor) a través de la pregunta por el tiempo. Dicha pregunta no abandonará a la tradición filosófica occidental desde entonces. No obstante, dicha pregunta, en parte paralela a lo que Heidegger llamará «olvido del ser» se establece tras Aristóteles a partir de una confusión entre lo finalista y lo teleológico. Veamos el caso del mismo Aristóteles respecto de otro gran pensador sobre el tiempo: Agustín de Hipona.
 En la Física, (234 a 24) Aristóteles señala:
El movimiento puede ser más rápido o más lento. Ahora bien, supongamos que, en un «ahora» dado, algo recorre la distancia A-B. En el mismo «ahora», algo que se mueva más lentamente recorrerá una distancia A-C más corta, lo que significa que el objeto que se mueve más rápidamente recorrerá la distancia en menos de un «ahora». Esto es absurdo, ya que no existe ex hypothesi un tiempo más breve que un «ahora».
Por su parte Agustín sostiene (Confesiones, XL, 14, 17):
Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser.

Mientras que Aristóteles insiste en la actualidad ontológica irreductible y determinable del ahora temporal, Agustín acentúa el aspecto primario de la potencia en tanto pasado y futuro temporales, en los cuales colocar abismáticamente la gran pregunta por el presente. Frente a la radical catáfasis del ser como primaria y temporal actualidad, se encuentra la apófasis de la tradición agustiniana, defendida en su momento por Duns Escoto, los connotatores y el nominalismo, así y posteriormente el jansenismo hasta llegar a prefigurar el ser-para-la-muerte como sentido del ser en Martín Heidegger, buen conocedor del escotismo. Esta dilatada tradición trata de explicar el ser a través del no ser, contraviniendo en alguna medida su mutua inconmensurabilidad sostenida por los eléatas. Entre otras consecuencias, y como señala Gustavo Bueno, dicha confusión conlleva «la ecualización unívoca de todas las diferencias entre los entes, por su común oposición al no ser».
Pero al mismo tiempo, en su incapacidad formal de analizar el tiempo, San Agustín lo convierte, como haría Kant muchos siglos después, en un ens rationalis, situándolo en una estructura de medición solo propia del alma cognoscitiva y sensitiva. Por ello, Agustín continúa el libro XI de las Confesiones como sigue.
Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí, y decimos que unos son más largos y otros más breves. (...) Mas los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá medir? A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe. Porque cuando pasa el tiempo puede sentirse y medirse; pero cuando ha pasado ya, no puede, porque no existe. [...] Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los pasados?


La imposibilidad de «sostener» realmente el tiempo obliga Agustín a hacerlo por medio de un alma, la cual tiene la cualidad de mostrarnos lo ya no existe y de anticipar en función el porvenir. Por ello, la teleología se subjetualiza en un finalismo prospectivo. El tiempo por sí solo, no existe si no es asimilado por alguien «a no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe». Medir cosas que no existen, y por tanto medir el tiempo, fue entonces considerado privilegio único e irrefutable del alma, única capaz de actuar como Dios.
Pero desde la objeción de Aristóteles a Zenón, Agustín parecería concebir el tiempo desde una actualidad holística, y no justamente desde la presencia actual (que Zubiri llamará «real») del mismo. Solo desde este respecto cabe concebir la pensabilidad y comprensibilidad misma racional (de ratio: «ración», «porción»). Así lo señala, tal vez con cierta sorna, Platón en el Fedro (266b), cuando se refiere a aquellos que poseen «la capacidad natural de ver en unidad y en multiplicidad». Así, citando a Homero, Platón afirma que si esos individuos existieran él iría « en pos de sus huellas, como si fuera un dios» (Odisea V, 192). No obstante, concluye Platón, «a los que pueden hacer eso, Dios sabe si les doy o no el nombre apropiado, pero hasta el momento les llamo dialécticos.»
Una concepción muy otra es la que defiende Santo Tomás, el cual, más apegado al pensamiento aristotélico en este y otros puntos, considera, tal y como apunta Manser, que el ser ab initio no existe de modo meramente cognoscitivo (como sucederá en el subjetivismo de la Modernidad), porque para el Aquinate
antes de que pueda conocer la idea de ser, tiene que haber conocido algo, es decir, el ser, pues, de lo contrario, tampoco puede tener ninguna idea del ser. Por eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser, tiene que ser extramental, real.»

Ambas tradiciones suponen para Xabier Zubiri, los horizontes básicos en los que se mueve toda la metafísica occidental: el horizonte de la movilidad y el horizonte de la nihilidad.
No obstante, para Zubiri, este modo de subsumir la intelección del ser (sobre todo en cuanto temporalidad) en el ser mismo y su predicación ya aparece en Platón y culmina en Aristóteles para el cual, «el logos mismo es apófansis de lo que la cosa es. Es lo que llamo "logificación de la inteligencia"». De este modo, para Zubiri, al igual que para Heidegger, en virtud de dicho proceso de logificación, lo que se intelige es el ser, con lo que resulta que la realidad no es sino un modo de ser, una entidad. Dicha logificación culmina en lo que Zubiri denomina la «entificación de la realidad», también llamado por Heidegger el «olvido del ser.» Esta convergencia entre ser e intelección ha marcado para ambos filósofos el cauce de la filosofía occidental.
Para Heidegger, el olvido (Vergessenheit) del ser se produce sobre todo a partir de Parménides y la equiparación entre el pensar verdadero y la temporalidad intrínseca e irreductible del ser, la cual fue sustituida por la esencia como contenido real. En este punto, Zubiri discrepa rotundamente del filósofo alemán, haciendo recuperar el sentido prístino del término «esencia» y su carácter gerundivo.
En Heidegger, la desontologización del ser en su gnoseología y epistemología, se ha ido intensificando en la sucesión histórica de los diversos sistemas filosóficos, especialmente en el pensamiento de Descartes, al indagar la existencia como fundamento del ser, en el acto mismo del pensar propio: «cogito, ergo sum». Pero es en Leibniz donde Heidegger observa la definitiva sinergia de dicho proceso. Al igual que en Descartes, Leibniz parte de una «nihilización» de la realidad que, aunque propedéutica, somete a epojé el plano ontológico a partir de la voluntad racional del sujeto cognoscente. Esta racionalidad propia de la Modernidad que Heidegger denomina, como se sabe. «cibernética» (de κυβερνητήρ, «el que dirige la nave») encuentra su máxima expresión en el principio de razón suficiente de Leibniz y en su pregunta: «¿por qué el ser y no más bien la nada?». A partir de esta pregunta, según Heidegger, el logos se consuma como apropiación de sentido de la realidad, la cual ha de fundarse en última instancia en una trascendencia que, en tanto axioma de todo el sistema racional, fundamente toda su sintaxis. Para Leibniz, todo lo que existe lo hace por una raison d´être, similar a las posteriores «razón de hecho», «razón de derecho» o «razón de estado».
Heidegger retoma de nuevo esta pregunta de Leibniz, no de un modo metodológico, sino esencial. Para Heidegger, la pregunta «¿por qué el ser y no más bien la nada?» no va dirigida a dar razón de por qué hay algo, sino más bien a intentar profundizar en el enigma de la nada, principal modo de caracterizar el ser.
Para Heidegger, la nada es aquello de lo que todo procede y termina, todo se sostiene y en lo cual todo algo (en tanto que es irremisiblemente temporal) se funda. Es así que la nada ya no es negación del ente, sino posibilitación del ente en cuanto elemento del Dasein, como posibilidad de aparecer, y en consecuencia de desaparecer. La nihilización del ser se constituye, entonces, para Heidegger, no solo ab initio sino in culminem. El ser consiste en una temporalidad ek-stática entre pasado y futuro desde el devenir irreductible del presente. Pero el presente que Heidegger vincula al ser no es el de la pre-sencia de lo enfrentado hic et nunc tal y como sostenía la metafísica tradicional, sino que debe proyectarse siempre en un horizonte posibilitador. El tiempo para Heidegger es siempre un más allá, un allende. En esta concepción del ser siempre y constitutivamente potencial basa Heidegger la angustia existencial.
El punto a destacar aquí es que la crítica de Zubiri a dicha caracterización ekstática del ser se basa en una prioridad del acto sobre la potencia similar a la que le sirviera a Aristóteles para desdimensionar el nihilismo ad absurdum en que Zenón había colocado la intelección de la temporalidad. Para Zubiri, al igual que para Aristóteles, lo peculiar del ser no se encuentra tanto en la comprensión del mismo, ni siquiera en el mostrarse, sino en la mayor radicalidad de su ergon. Se trata de una actualidad, como señala Diego Gracia, que se sitúa, debido a su primacía ontológica, antes que cualquier puente entre ser y pensar, pues «no hay ni realidad en sí, ni realidad en mí, que necesite ser conectada». Esta esencialidad (en el sentido verbal del término esse) del ser es lo que Zubiri, más allá de cualquier allende temporal, hace corresponder «de suyo» a la realidad, antes incluso de «ser» o «ser algo»:
Lo real «allende» no es real por ser «allende», sino que es real por ser «de suyo» algo «allende». Allende no es sino un modo de realidad. Realidad, repito, es formalmente del «de suyo» sea «en» la impresión, sea «allende» la impresión. Lo impresivamente real y lo real allende coinciden, pues, en ser formalidad del «de suyo»; esto es, coinciden en ser reales.
Por ello el ser consiste para Zubiri, en «la actualidad de lo real». La realidad es en Zubiri en y por sí misma dinámica y previa a todo ser. Su dinamismo consiste en lo que Zubiri llama «dar-de-sí» y es lo que, en definitiva, constituye el tiempo. Para Zubiri, a diferencia de Heidegger, el tiempo es solo un modo de ser, aunque un modo de la realidad in essendo. Por ello, Zubiri, considera que el pensamiento de Heidegger aún subsiste en la misma «logificación de la inteligencia» y «entificación de la realidad» que en parte el pensador alemán denostara. Y ello es así porque convierte la comprensión de la realidad que es el ser temporal en el radical y verdadero ser del mismo modo que veíamos en el caso de Agustín de Hipona. «El tiempo -señala Zubiri- es la plenificación entitativa de la realidad. Y como tal, el dinamismo de la realidad, en tanto que actualidad en el mundo, es temporeidad.»

Conclusión.

Para Heidegger, el ser se encuentra instalado en la inmanencia más absoluta. Más aún, el ser es fundamentalmente finitud y temporalidad. Su único y último fundamento es la nada. Por ello, al igual que Leibniz, Heidegger considera que la pregunta fundamental que la filosofía debe hacerse es por qué existe el ser y no más bien la nada. No obstante, su intento de respuesta sepulta la pregunta por el ser de un modo casi definitivo, al quedar aniquilado en el horizonte de la radical temporalidad. Además de ello, y en su intento de superar la metafísica tradicional, Heidegger disemina el concepto tradicional de tiempo entendido como presencia ante el sujeto en pos de un tiempo entendido fundamentalmente como proyectividad. Se trata de la primacía de la di-ferencia (Derrida) sobre lo fáctica e irreductiblemente real (Zubiri). Es la angustia del diferirse, del no-ser sobre el ser, de la posibilidad del pensamiento que solo se hace posible por la muerte. Sin embargo, tal y como propone la célebre sentencia de Spinoza, la filosofía solo puede ser pensamiento de la vida, es decir, de lo que actual e irremisiblemente estamos de facto tratando en nuestro habérnoslas con el mundo.
Porque, al contrario de lo que Heidegger sostiene, la pregunta no es el comienzo del conocer. La pregunta ya supone saberes previos. Saberes en los que el sujeto se encuentra actualmente instalado, como Aquiles antes de empezar a correr. Se trata de saberes que Ortega llamaría creencias, y no ideas. Saberes, señala Ortega, que no se piensan, sino con los que se cuenta. Por ello el que pregunta lo hace ya en una determinada dirección y lenguaje. El que pregunta ya se encuentra in actu essendi preguntando. En este sentido para Ortega el ser consiste primeramente en faltar, puesto que la sustracción de lo que inmediatamente es ante nosotros, nos hace preguntarnos por aquello que es. Es por ello que el extrañamiento (y la pregunta) ante algo resulta del hecho de que ese algo no nos coincide con nuestra circunstancia. «Por eso -para Ortega- el ser consiste primariamente (aunque no esencialmente) en la falta».
Esta distinción entre la primariedad y la esencialidad de la pregunta es la que permite situar a Ortega en el horizonte de la movilidad. De hecho, el mismo filósofo español sostiene: «debe parecernos idiota no aceptar permanentemente la circunstancia en su efectiva realidad». Para Ortega, al igual que para Zubiri, el hecho radical y positivo de la vida (o de la realidad), es previo a cualquier pregunta. De hecho, y como señala Ortega, la pregunta aparece «cuando la tierra sobre la que nos apoyamos profundamente se tambalea.» Por lo que para ello es preciso siempre tener factualmente tierra bajo los pies.
En su célebre pasaje de la Metafísica, Aristóteles señala: «los hombres comienzan y han comenzado a filosofar movidos por la admiración (θαυμάιζεν)» Sin embargo, la admiración la entiende Aristóteles, de un modo vicario, a partir de la instalación del ser humano en los hechos cotidianos con los que se encuentra para posteriormente plantearse problemas mayores, como los cambios de la Luna y los relativos al Sol y a las estrellas, y a la generación del Universo. «Por ello -concluye Aristóteles- quien se plantea un problema o se admira de algo reconoce su ignorancia» (Met. I, 2, 982b). Pero esa ignorancia se plantea siempre a partir de una facticidad previa. Pues para reconocer la ignorancia, esta debe haber faltado previamente. Por ello, la pregunta supone siempre una praxis previa, pues como señala José Luis Pardo: «los mortales nunca podemos dar un paso y saber qué paso hemos dado al mismo tiempo» por eso, señala Pardo, para los humanos, a diferencia de los dioses «la teoría viene después de la praxis». Esta privación de la praxis, esta necesidad de organizar a partir de la desdimensión prístina en que a veces se enquista el vivir; eso es lo que origina las preguntas, y asimismo, la necesidad de fundar una gramática de los conceptos, una estructura de las reglas del lógos.
Desde el horizonte de la nihilidad preguntar por qué el ser y no la nada supone la pregunta más radical de la filosofía. Sin embargo, desde el horizonte de la movilidad, preguntar por qué existe algo y no más bien nada se antoja similar a preguntarse cuándo se comenzó a amar o a fumar; o en qué momento justo término de secarse un paraguas mojado. Se trata de lo que Pierre Aubenque denomina «la aporía del origen». Así como Aristóteles desmonta la aporía de Aquiles y la tortuga, también propone el conocimiento del ser en tanto que ser, la «ciencia buscada». En este decisivo campo Aristóteles supone un terreno del que en sí mismo no puede haber en rigor ciencia porque, como señala José Luis Pardo, «su "objeto" es anterior, posterior o en todo caso exterior a toda clase determinada de cosas.» Porque dicha pregunta supone en potencia lo que no puede dejar de estar en acto del mismo modo que «quien rompe a hablar una lengua ya no puede concebirse a sí mismo cuando aún no sabía hablar en ella, le parece que esa lengua ha sido su lengua toda la vida, aunque no tenga duda de que hubo un tiempo en que no tenía lengua alguna». Porque «el antes no es un ahora que se haya hecho viejo ni el después un ahora todavía por llegar, sino que ambos son, cada uno a su manera, algo obstinadamente irreductible a la forma del presente o de la presencia.» Y la respuesta a tamaña pregunta -¿por qué existe algo y no nada?- conduce indefectiblemente a dos respuestas contrarias pero igualmente concluyentes: por un lado al milagro del ser, a un mundo que se concibe de modo prodigado; y por otro -y en el mismo justo sentido- a la nadificación potencial de un mundo que podría no haber estado. Porque el milagro, como la nada, pueden fagocitar desde su potencial primacía el presente actual e inmediato, gerundivo e irreductible.
En una película del director japonés Takeshi Kitano, un pintor mediocre lucha por encontrar la consideración del público y la crítica en el mundo del arte. Su pretensión lo puede todo y de este modo, se convierte en un individuo que sacrifica cruelmente toda su vida actual, incluida su familia, para conseguir su propósito. El título que Kitano eligió para la historia es justamente Aquiles y la tortuga. Así lo señala al mismo respecto con estas también concluyentes y definitivas palabras José Bergamín:
Este mundo plenipotenciario de la nada (…) es el que al totalizar la nada lo aniquila todo. Su nombre actual es fascismo (…) ¿Por qué ser y no más bien nada? pregunta el metafísico del fascismo angustiado y angustioso, del nacionalsocialismo alemán: el filósofo de la nada, Heidegger; y añade: "la nada no nace de la negación, sino la negación de la nada"
Por ello es imposible comenzar desde una radical epojé, es decir, la pregunta nunca es radical, sino que, como Zubiri sostiene respecto a Heidegger, la realidad positiva, el suelo actual que siempre pisamos cuando intentamos atrapar a la tortuga, por muy vertiginosamente lenta que esta sea, se constituye siempre como lo más prístino. Pues el lenguaje que pregunta es más originario aún que la pregunta. Es la facticidad misma de estar negando, o recordando lo que ya entonces ha faltado, en que consiste entonces, como decía Ortega, la pregunta por el ser como un miembro que ya habíamos tenido.
En una época en que el tiempo se atomiza ad infinitum en los autómatas digitales, la pregunta por el tiempo se nos antoja más presente que nunca… y su angustia por no poder concebir su discontinua diseminación, su ínsita multiplicidad. La difusión del reloj mecánico autómata, por sistemas de engranajes, en los siglos XIII y XIV, fue de gran trascendencia filosófica, ya que extendió una noción cada vez más laica del tiempo. Primeramente, el reloj mecánico fue considerado por muchos teólogos como una máquina del infierno, que usurpaba el derecho divino del alma: medir el tiempo. Sin embargo, algunos años después, se empezarían a montar enormes relojes, precisamente en las iglesias.
Idéntica angustia parecía experimentar el jansenista Pascal, al proponer el pensamiento humano como una frágil caña incapaz de con-centrarse, sino más bien dispersa con el más mínimo viento exterior. Nunca en sí mismo, siempre di-vertido, lo que Pascal tal vez no tenía en cuenta es que esa mosca que distrae de los profundos pensamientos es una parte más de la circunstancia en la que consiste el tratar humano con la realidad. Pues pensar es siempre pensar en lo actualmente in-stalado en redor. Por ello tal vez la pregunta por el ser, o por el yo, o por la felicidad, al contrario de lo que Pascal pensara sucede en verdad, como decíamos, por una falta. Una falta, una falla, una discontinuidad pero siempre previamente instalada en el fluir actual y reico que nos distrae, nos priva de la atención- que es la oración natural del alma según Malebranche- y nos proyecta a lo potencial, al tiempo y nos posiciona después sustantes y únicos ante el devenir. «Del río – diría Vallejo- surge entonces la conciencia».











Bibliografía

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