LAS ÓRDENES MILITARES Y EL CONDE DUQUE DE OLIVARES (1621-1641)

August 4, 2017 | Autor: A. Jiménez Moreno | Categoría: Nobility, Military Service, Military Orders, Elites, Count Duke of Olivares
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Descripción

Las Órdenes Militares y el Conde Duque de Olivares La convocatoria de los caballeros de hábito (1621-1641)

Agustín Jiménez Moreno

OMM Editorial

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A Mónica y Diego

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Índice Prólogo | 11 Introducción | 15 1. Las Ordenes Militares. Un estado de la cuestión | 21 2. La función de la nobleza en la sociedad del Barroco | 31 2.1. Nobleza y caballería | 31 2.2. ¿El estamento nobiliario cuestionado? Críticas a su papel en la sociedad de los Austrias | 41 3. La política de Olivares y la nobleza | 47 4. El Conde Duque y las Órdenes Militares | 65 5. La Junta de Caballería y el Batallón de las Órdenes | 77 5.1. Los orígenes del llamamiento del año 1640 | 77 5.2. La resistencia a la movilización | 89 5.3. El establecimiento del Batallón de las Órdenes. Intervención en la guerra de Cataluña | 99 5.4. Composición de la unidad | 118 5.4.1. La tropa: caballeros y sustitutos | 118 5.4.2. La oficialidad | 125 5.4.3. La plana mayor | 129 5.5. La participación de la nobleza titulada | 133 5.6. Consideraciones finales | 141 Conclusiones | 157 Abreviaturas utilizadas | 161 Fuentes | 163 Fuentes manuscritas | 163 Fuentes impresas | 163 Bibliografía | 167

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Prólogo Caballeros y soldados: Olivares y las Órdenes Militares Es evidente que a comienzos del siglo xvii muchos castellanos consideraban que las Órdenes Militares eran viejas instituciones medievales alejadas de su sentido originario. El paso del tiempo, y sobre todo las profundas transformaciones experimentadas por el reino en el seno de la Monarquía de España, habían hecho su efecto sobre las corporaciones de milicia cristiana nacidas para luchar contra los musulmanes. Del compromiso con la defensa armada de la fe, las órdenes se habían convertido en instituciones nobiliarias; ser caballero de orden confirmaba la posesión de nobleza. Es decir, exhibir la cruz en público o vestir el hábito en las ocasiones ceremoniales había mutado en un símbolo de distinción porque atribuía al portador las virtudes propias del caballero, solapadas con las inherentes a la condición nobiliaria. En definitiva, las insignias de las órdenes acreditaban el honor de quienes las lucían, un reconocimiento público que ya nada tenía que ver con los méritos y las funciones exigibles. Ésta era la situación de hecho, una disfunción que a ningún contemporáneo se le podía escapar, si bien las opiniones acerca de la distancia entre lo que era y lo que debía de ser no eran unánimes. La mayoría no sólo había aceptado la anomalía porque era lo dado, sino que la habían interiorizado hasta el punto de servirse de ella como una palanca de promoción personal, un medio de apoyar su ingreso en la hidalguía o una ratificación de su nobleza. Nada más lógico fue asumir, también, que desde muy pronto los muy discutidos estatutos de limpieza de sangre se incluyesen entre las exigencias requeridas a los solicitantes de un hábito. De esta forma, a lo largo de la segunda mitad del siglo xvi las probanzas para ingresar en una orden, que en principio habían de certificar los méritos personales del candidato y al mismo tiempo asegurar que éste, una vez investido, cumpliría con sus deberes de soldado cristiano, se convirtieron en un camino legal y administrativo, no exento de trampas y vericuetos, que abría las puertas de la distinción, el honor y el privilegio. El tránsito de las órdenes desde su sentido primigenio de cofradías de monjes-caballeros hasta afirmarse como congregaciones elitistas nobiliarias no fue impulsado directamente por la Corona, como tampoco ésta vio con buenos ojos la proliferación de estatutos de limpieza de sangre en todas las instituciones, pero en todo caso los reyes trataron, al menos, de pilotar el proceso. La creación del Consejo de las Órdenes respondió, entre otras razones, a este interés; de hecho, en el tránsito del 500 al 600 el Consejo derivó fundamentalmente a eso, a erigirse en el órgano administrativo

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que regulaba el acceso legal al honor y gestionaba la forma tangible de representar la virtud, la piedad y la valentía. Pero aunque la mayoría de la sociedad y el poder político aceptaban esta manera de determinar quiénes eran excelentes, en parte por pragmatismo, en parte por los rendimientos que podían obtener de ella, algunas voces denunciaron la desnaturalización de las Órdenes Militares, ya desde principios del siglo xvi y con mayor intensidad a partir del reinado del Rey Prudente. Fueran moralistas o eso tan heterogéneo que agrupamos bajo el apelativo de arbitristas, quienes censuraban en qué se había convertido la caballería cristiana clamaban también por su repristinación, es decir, pedían el retorno a su legítimo sentido y función y, lo que es más importante, trataban de persuadir a las autoridades de que el esfuerzo restaurador tendría beneficios políticos: favorecería el esfuerzo militar y sanearía las bases morales de la sociedad. En realidad, esta controversia estaba conectada con un asunto más amplio que era la divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento, algo que algunos criticaban y otros muchos sufrían en silencio. En la tercera década del siglo xvii el acceso al valimiento de Olivares brindó una oportunidad factible de emprender los cambios necesarios para recortar la distancia entre el ser y el deber ser. El Conde Duque, tan preocupado por crear la opinión de que era un regenerador como de serlo verdaderamente, desde muy pronto dio señales de su intención de cambiar las cosas. Así lo atestiguan sus memoriales, sus actos de gobierno —en menor medida— y también las manifestaciones públicas de su entorno de colaboradores. El mensaje era claro: con Gaspar de Guzmán, un arbitrista con poder, había llegado la hora de poner en práctica las reformas anheladas largo tiempo, de revertir situaciones injustas. En la concepción olivarista, nobleza y hábitos debían coincidir en la función militar. Y no solo por coherencia ideológica, sino sobre todo porque su sentido político le hacía consciente de las utilidades que tendría reformar el acceso a la hidalguía y a las Órdenes Militares. En efecto, como afirma en este libro Agustín Jiménez, Olivares quería modificar las normas de ingreso por motivos políticos: para reforzar el ejército con unas tropas escogidas que sirviesen ejemplarmente, para retribuir los servicios militares con las rentas de las órdenes y la exención de impuestos directos y, en último término, para monopolizar las fuentes principales de honor y reconocimiento social. Pero en todo caso, dada la oposición que, desde diversas instancias, saludó la iniciativa, el ministro no pudo avanzar según sus deseos hasta que en 1638 se generó una grave situación defensiva cuando los franceses sitiaron Fuenterrabía. Así pues, fue la alarma creada por la irrupción enemiga en el territorio peninsular lo que dio impulso a Olivares para lanzar en enero de 1640 el llamamiento a las armas dirigido a los caballeros de hábito. Como bien señala Agustín Jiménez, con esta medida el político Olivares quería cumplir varios objetivos: por un lado, constituir una nueva unidad de caballería pues, como se había puesto de manifiesto en la crisis de 1638, el ejército español no tenía suficientes contingentes montados; y sobre todo se trataba de lograr el efecto psicológico galvanizador que se derivaría de ver cómo los caballeros de hábito cumplían con su ancestral misión de empuñar las armas para defender la patria, cuando la moral flaqueaba y además la posición del Conde Duque empezaba a debilitarse sin remedio.

Prólogo

Según nos revela este libro, el proceso que va de la convocatoria a la formación efectiva del Batallón de las Órdenes fue arduo y hubo de vencer resistencias de muy diversa naturaleza. Los gobiernos municipales, encargados de hacer cumplir el llamamiento, se mostraron renuentes entre otras cosas porque había en ellos muchos individuos afectados por la orden regia. Pero el principal obstáculo fue la falta de experiencia militar de muchos de los caballeros o simplemente su nula vocación guerrera, que en la mayor parte de los casos les llevó a buscar salidas, desde presentar sustitutos —opción prevista en el llamamiento— hasta la inasistencia, pasando por toda clase de alegaciones aducidas ante la Junta de la Milicia de las Órdenes, que trató cada caso en particular. Y no debe olvidarse que durante el proceso de alistamiento y concentración de los caballeros, se produjo el levantamiento de Cataluña, circunstancia que determinó el envío del Batallón a ese frente a finales de 1640. Agustín Jiménez ha profundizado como hasta ahora no se había hecho en el proceso de la movilización de los caballeros, ha evaluado la respuesta y ha reconstruido el papel del Batallón en los estadios iniciales de la contienda catalana. El lector podrá comprobar que sus conclusiones matizan el juicio historiográfico predominante hasta ahora, completamente negativo, que ha merecido el resultado del llamamiento de los caballeros de las Órdenes Militares. Cierto es que, como el autor reconoce, el número de caballeros que acudieron en persona es muy escaso, pero la posibilidad de presentar sustitutos costeados por los titulares nos sitúa en un panorama sensiblemente distinto en términos numéricos y, asimismo, nos obliga a revisar la supuesta ineficacia militar de la iniciativa y su verdadera repercusión en la opinión. La administración olivarista era consciente de lo quimérico que era pretender que todos los caballeros con hábito se enrolaran el ejército, y más aun era sabedora de la dudosa utilidad de la mayoría de los caballeros como fuerza de combate. En todo caso y a la vista de los datos presentados y elaborados por Jiménez, está claro que lo que se pretendía era que los caballeros asumiesen los costes humanos y económicos de crear una unidad de caballería capaz de entrar en combate, que además estuviese aureolada con la condición nobiliario-caballeresca. Y ambas cosas se consiguieron por la perseverancia de Olivares. La abrumadora mayoría de los jinetes fueron sustitutos —y de ellos pocos hidalgos— pertrechados, eso sí, a costa de los titulares, pero ello no impidió que la unidad se denominase significativamente Batallón de Órdenes, sus mandos eran nobles con hábito al mismo tiempo que militares profesionales y su salida para el frente fue escenificada con la solemnidad requerida. Incluso, se ofreció la recompensa de un hábito a cambio de dos años de servicio continuado en la unidad, con lo que el ministro llevó a la práctica, al menos en parte, esa otra idea central de su proyecto de reforma del acceso al honor, vinculándolo al servicio a la Corona con las armas en la mano. No obstante lo dicho, Agustín Jiménez advierte de que, para llevar a efecto sus planes, Olivares hubo de hacer amplias concesiones económicas y de otros tipos a los que aceptaron entrar en el Batallón. Ayudas de costa, exenciones fiscales, licencias para hipotecar frutos de mayorazgo o prebendas judiciales evidencian, al mismo tiempo, los límites reales del poder del rey y su valido, y la naturaleza de las relaciones entre los súbditos y la Corona. En último término, la formación del Batallón fue el resultado de una negociación, o mejor dicho, de una amplia batería de negociaciones en

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las que la autoridad regia —visible aquí en la actuación del privado— tuvo que pactar con distintas instancias e individuos porque carecía de capacidad efectiva para materializar sus máximas pretensiones. Por tanto, gracias a este buen trabajo de investigación centrado en la iniciativa de crear el Batallón de las Órdenes en 1640, no solo contamos con una visión bien informada de la génesis y actuación de esta unidad militar, sino que disponemos de más luz sobre una cuestión central en el estudio de la Monarquía de España bajo los reyes Habsburgo, que es el de la distancia entre la autoridad y el poder, es decir, la consideración que los súbditos, en este caso nobles y caballeros de hábito, tenían de su papel dentro de la Monarquía y la capacidad de maniobra de ésta cuando pretendía movilizar recursos humanos y económicos y modificar la escala de valores socialmente aceptada.

Adolfo Carrasco Martínez Universidad de Valladolid

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Introducción D. Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, es uno de los personajes claves de la Historia de España. Se trata de un estadista que durante toda su trayectoria política vivió en el filo de la navaja y que, como consecuencia de los colosales desafíos a los que debió enfrentarse la monarquía española, tanto en el interior como en el exterior, prácticamente no disfrutó de un solo momento de respiro a lo largo de las algo más de dos décadas que permaneció en el poder, lo que forzosamente tuvo que condicionar las decisiones adoptadas durante esos años. En este sentido debe tenerse muy presente que, cada vez con mayor intensidad y sobre todo a partir de 1635, la guerra empezó a formar parte de la vida cotidiana de una sociedad que llevaba mucho tiempo sin padecer una en su territorio. Pero Olivares nunca consideró que la existencia de conflictos bélicos debiera suponer un obstáculo a sus planes reformistas, e incluso la guerra le sirvió para justificar sus políticas y los sacrificios que la población se vería obligada a realizar. A pesar de que su política ha sido juzgada de forma muy negativa, tanto por algunos de sus coetáneos como por los historiadores de los siglos siguientes1 , pensaba que era el único medio posible conservar un imperio de proporciones mundiales, lo que exigía una eficaz movilización de los recursos (tanto humanos como materiales). A este respecto no fue hasta el año 1936 cuando, gracias a la biografía escrita por Gregorio Marañón, empezó a reivindicarse su figura. Esta línea revisionista tuvo continuidad con los trabajos de Domínguez Ortiz, Alcalá-Zamora y Elliott, hasta el punto de que en la actualidad, a pesar de las diferentes interpretaciones sobre sus actuaciones políticas y los resultados obtenidos, los argumentos sostenidos por sus detractores, que le reprochaban su estrechez de miras, así como su enfermiza obsesión por llevar hasta las últimas consecuencias una política de prestigio, que supuso la derrota de España ante sus enemigos y el inicio de su secular atraso con respecto a Europa, resultan insostenibles. La consecuencia más evidente de esta renovación historiográfica es que en nuestros días se habla del Conde Duque como un estadista con un programa coherente de gobierno, tanto con las circunstancias políticas de su tiempo como

1.  Dos excelentes repasos historiográficos sobre esta materia en: M. A. Ladero Quesada: “La decadencia española como argumento historiográfico”, en: Hispania Sacra, nº 97 (1996). pp. 6-50. L.  Salas Almela: “Del Felipe iv de Cánovas a la teoría del consejo”, en: Torre de los Lujanes, nº 39 (1999). pp. 177-191.

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con las prácticas vigentes a la hora de ejercer el poder, cuyo objetivo era revitalizar y devolver su pasado esplendor a la monarquía de España2. Respecto al tema que da pie a este trabajo, uno de los temas recurrentes a lo largo de su ministerio fue la, en su criterio, falta de compromiso de la nobleza con la defensa de la monarquía. Olivares se lamentaba de que los privilegiados tenían cada vez menos interés en cumplir con sus obligaciones, máxime cuando eran éstas las que justificaban su preeminencia en la sociedad. En cuanto a las Órdenes Militares, Olivares denunció su apatía y el cada vez mayor abismo que las separaba del ámbito castrense. Se trata de una cuestión que ocupó su pensamiento político desde antes de ocupar puestos de gobierno, y una vez lo hizo se propuso que los miembros de estas instituciones retomaran la ocupación para la que fueron creadas, si bien adaptadas a las necesidades surgidas como consecuencia del estallido de la guerra con Francia, lo que finalmente logró en el año 1640. Pese a tratarse de una materia que tiene una gran importancia a la hora de estudiar las relaciones entre la Corona, la nobleza, el servicio militar y la remuneración de los servicios prestados, ha permanecido prácticamente inédita en los estudios sobre las Órdenes Militares3. A pesar de los considerables avances que ha experimentado el conocimiento sobre estas milicias, aspectos como sus implicaciones propiamente castrenses y los intentos de movilización de los caballeros de hábito durante el ministerio de D. Gaspar de Guzmán no han sido abordados en profundidad, carencias que con este trabajo me propongo aminorar. En cuanto al punto de partida, resulta muy difícil aislarse de los planteamientos heredados de la historiografía tradicional, para quienes la ruptura del nexo que unía a la nobleza y a las Órdenes Militares era algo incuestionable. Pero estas tesis tan categóricas están dejando paso a otras mucho más equilibradas, que valoran en su justa medida la compleja realidad a la que se tuvo que enfrentar la monarquía española durante las décadas de los 30 y los 40. De este modo sería correcto hablar de una adaptación a los nuevos tiempos, donde otras modalidades de servicio que no implicaban la asistencia personal eran muy apreciadas por el monarca, en lugar de una decadencia de los valores militares. Finalmente debe subrayarse la importancia de conceptos como negociación, acuerdo o pacto a la hora de analizar las relaciones entre la Corona y sus primeros súbditos. Respecto a la estructura de la obra, comienzo con una valoración de la producción historiográfica sobre las Órdenes Militares, con especial atención a los trabajos aparecidos desde la segunda mitad del siglo xx, momento a partir del cual se

2.  A. Domínguez Ortiz: Política y hacienda de Felipe iv. Madrid, 1960. J. Alcalá-Zamora: España, Flandes y el Mar del Norte. Barcelona, 1975. J. H. Elliott: El Conde Duque de Olivares. El político de una época en decadencia. Barcelona, 1990. [1ª edición en inglés: Londres, 1986]. 3.  Las únicas excepciones han sido: A.  Domínguez Ortiz: “La movilización de la nobleza castellana en 1640”, en: Anuario de Historia del derecho español, nº 25 (1955). pp. 799-823. E.  Postigo Castellanos: “Notas para un fracaso: la convocatoria de las Órdenes Militares. 1640-1645”, en: Las Ordenes Militares en el Mediterráneo Occidental (siglos xiii-xviii). Casa de Velázquez. Instituto de Estudios Manchegos. 1989. pp. 397-414. F. Fernández Izquierdo: “Los caballeros cruzados en el ejército de la Monarquía Hispánica durante los siglos xvi y xvii: ¿anhelo o realidad?”, en: Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 22 (2004). pp. 11-60.

Introducción

produjo una verdadera revolución en los estudios sobre estas milicias, y los publicados en los últimos años, que atestiguan el interés de los especialistas por ellas. Le sigue un segundo capítulo en el que abordo el debate existente en la sociedad de la época sobre la función de la nobleza en ella, así como la naturaleza del servicio nobiliario. Se trata de una cuestión que hunde sus raíces en época medieval, y que permite encuadrarla en un contexto histórico, pues los defensores de la vertiente más tradicional de la función nobiliaria siempre invocarán ese periodo como el modelo a seguir. En el tercer epígrafe me centro en la concepción que tenía el Conde Duque de la nobleza (entendida en sentido amplio), así como de los planes que había esbozado para moldear al segundo estamento en función de su programa político-social. El origen de todo era la, según su criterio, cada vez mayor distancia entre los privilegiados y la actividad que legitimaba su posición en la sociedad. En su opinión, uno de los problemas cuya solución debía acometerse inmediatamente era las deficiencias educativas de los vástagos de las principales familias de la monarquía, pues sin un claro programa educativo destinado a la próxima generación de altos cargos (tanto civiles como militares) todo esfuerzo en esa dirección sería inútil. Paralelamente trató de llevar a cabo una nueva política de gratificación de los servicios prestados, destinada a conseguir el servicio de individuos deseosos de demostrar su valía para ascender en la sociedad, pero que la falta de incentivos les retraía de hacerlo. Aquí es donde Olivares obtuvo algunos éxitos, limitados si se tiene en cuenta el tamaño de la estructura militar y administrativa de la monarquía de España, pues luchó contra viento y marea para eliminar las malas prácticas heredadas. Por el contrario, y a pesar de que obtuvo de ellos grandes asistencias en forma de levas y dinero, fracasó en su intento de doblegar a grandes y títulos para que se plegaran a sus deseos y sirvieran incondicionalmente a la Corona. A este respecto, cuando la administración real recurrió al acuerdo y se pactó una asistencia entre ambas partes, los resultados obtenidos fueron mucho más cuantiosos que cuando se amenazaba con la imposición de castigos a los nobles desobedientes. Seguidamente intento acercarme a la idea que Olivares tenía sobre las Órdenes Militares, y el modo en que podían ser útiles a la defensa de la monarquía. En cuanto a este particular, cabe destacar que el primer ministro fue capaz de condensar toda la producción intelectual de los autores encuadrados dentro de la corriente arbitrista, quienes dieron a conocer nuevas ideas (si bien en su mayor parte, al igual que gran parte de las innovaciones que trató de introducir D. Gaspar en sus años de gobierno, volvían sus miras hacia un tiempo pretérito) para que estas congregaciones recuperaran su esplendor. Pero la importancia del Conde Duque no radica en que fuera capaz de asimilar esta herencia y adaptarla a su pensamiento político-social sino que, desde su privilegiada posición, fue capaz de llevarla a la práctica, convirtiéndose en el primer (y único) arbitrista con poder. Para concluir, me centro en los acontecimientos que desembocaron en la decisión, adoptada en enero de 1640, de formar una unidad de caballería compuesta por caballeros de hábito, comendadores y sus sustitutos. Como podrá comprobarse más adelante, se trató de una resolución largamente meditada en los años anteriores, y que supuso la culminación de una política cuya finalidad era aumentar, aún más, el grado de participación de los privilegiados en las labores defensivas.

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Una vez conocidas las circunstancias en las que se decidió formar el Batallón de las Órdenes, paso a tratar todo lo relacionado con las tareas de reclutamiento de caballeros y sustitutos, las personas encargadas de llevarlo a cabo, las localidades donde más resistencia encontraron las órdenes reales y aquellas donde se obtuvieron los mejores resultados. Cabe destacar el papel que en todo ello jugaron los poderes locales pues, en definitiva, serían ellos los responsables de llevar a la práctica los mandatos remitidos desde la Corte. Respecto a este particular, tendrá ocasión de comprobarse las grandes limitaciones del poder real para hacer cumplir sus disposiciones pues, en general, aquellos miraron más por sus intereses que por los de la Corona. De modo que fueron habituales los retrasos, las dilaciones e incluso la omisión deliberada de las resoluciones reales. Pese a todos los problemas a los que debió hacer frente la Junta de la Milicia de las Órdenes, organismo encargado de organizar esta unidad, se alcanzó el objetivo propuesto y el Batallón tomó parte en los combates durante las compañas de los años 1640, 1641 y siguientes. No obstante, he decidido marcar como límite cronológico del trabajo ese año, pues a partir de 1642 se introdujeron importantes novedades en todo lo relacionado con esta fuerza montada, que acarrearon una modificación de las condiciones iniciales. Respecto a las fuentes utilizadas, tienen un triple origen: el Archivo Histórico Nacional, la Biblioteca Nacional y el Archivo General de Simancas. En el primero de ellos destaca la sección de Órdenes Militares, donde he accedido a la documentación conservada bajo el epígrafe “Junta de Caballería” (el organismo dirigido por el Conde Duque que se encargó de la movilización y reclutamiento de los caballeros de hábito para formar el Batallón de las Órdenes), que me ha proporcionado información de primera mano sobre las tareas de formación de la unidad, la resistencia ofrecida por los poderes locales y el modo en que se llevaron a cabo los alistamientos en las diferentes circunscripciones. Los ricos fondos, tanto impresos como manuscritos, procedentes de la Biblioteca Nacional me han ofrecido una visión general sobre el contexto intelectual existente, en los siglos xvi y xvii, en cuanto al papel de estas milicias en la España de los Austrias, así como de los diferentes programas dados a conocer para devolverlas su esplendor. Igualmente me ha resultado útil para reconstruir el periplo del Batallón de las Órdenes en el frente catalán, y su papel en las operaciones militares. En el Archivo General de Simancas, y más concretamente en su sección de Guerra Antigua, gracias a la información recogida en las consultas del Consejo de Guerra, y también otras entidades administrativas con competencias en materia militar, he podido acercarme a los intentos de movilización del estamento privilegiado, desde antes del inicio de la guerra con Francia y hasta el año 1640, momento en el que se ordenó la formación del Batallón de las Órdenes. Aunque también me ha aportado información relativa a la constitución de la unidad y su estado en los meses posteriores. Otros centros documentales en los que he trabajado han sido la Real Academia de la Historia y la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional, si bien su peso dentro de este capítulo es mucho menor en comparación con los tres ya referidos.

Introducción

Dedico esta obra a la memoria de mis dos abuelas, fallecidas el año pasado. Y me gustaría agradecer a mi familia (en sentido amplio) su colaboración y apoyo incuestionable, pues sin ellos no hubiera podido llevar a buen puerto esta empresa. No se trata de una frase hecha, pues con el nacimiento de mi primer hijo los momentos de trabajo se han reducido considerablemente, y gracias a su ayuda he disfrutado del tiempo necesario para continuar desarrollando mi tarea de historiador. También estoy en deuda con el Dr. Adolfo Carrasco Martínez, tanto por sus acertadas sugerencias como por su amabilidad a la hora de prologar estas páginas. Madrid, noviembre de 2013.

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