Las nociones de compromiso y praxis en el cine de los sesenta y la reevaluación de las prácticas emergentes

July 4, 2017 | Autor: Jorge Sala | Categoría: Cultural Studies, Argentinean cinema, Teatro argentino, Cine Argentino, Años Sesenta
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Descripción

Las nociones de compromiso y praxis en el cine de los sesenta y la reevaluación de las prácticas emergentes Por Jorge Sala Resulta complejo apuntar una definición acabada de un grupo tan heterogéneo como el de los directores que iniciaron la modernización del cine argentino. A la imposibilidad de integrar bajo un marco único a los agentes surgidos en el lapso comprendido entre 1956 y 1966 debe sumarse el hecho de que, en comparación con etapas previas, la práctica estética estuvo atravesada por la inquietud reflexiva de sus creadores, los que no se conformaron únicamente con ubicar de forma más o menos explícita sus pensamientos en los films, sino también en un sinnúmero de declaraciones de intención. Estas últimas recibieron el espaldarazo de un sector crítico creciente, cuyas publicaciones especializadas otorgaron un lugar prioritario en sus agendas a la palabra de aquellos.1 Además de la intensidad con la que fueron recogidas las constantes discusiones en el interior de un campo cinematográfico en expansión, algunos autores –Simón Feldman, Rodolfo Kuhn, Leopoldo Torre Nilsson, particularmentese ocuparon por primera vez de sistematizar sus preocupaciones en tratados y manifiestos que, amén de tener como objeto de análisis las propias obras, construyeron teorías globales sobre el quehacer cinematográfico, la cultura nacional, la sociedad y la política, entre otros temas. Asimismo, la vitalidad y visibilidad que los debates cobraron por esos años colaboró en profundizar el establecimiento de los artistas como intelectuales, en cuyo camino seguiría avanzando el ulterior cine político. Como forma de iniciar el recorrido por la caracterización del grupo podemos retomar las definiciones de José Martínez Suárez, realizadas como memoria y balance del movimiento conocido como Generación del Sesenta. Para el autor de El crack (1960): Había dos grandes tendencias. La neorrealista, de la que yo formaba parte, para la que trabajábamos con atención a una propuesta social indubitable. El problema de la clase media, la situación del trabajador, las dificultades acuciantes del país: la cultura, el trabajo, la salud pública, el hacinamiento en los conventillos. La otra corriente, que podía llamarse antonionística, hacía películas con un sentimiento distinto al nuestro. Tan válido como el nuestro pero también menos necesario. Nosotros pensábamos que el país

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Algunas de las revistas especializadas fueron Tiempo de cine, Gente de cine, Cinecrítica, Cine y medios, Filmar y ver, Flashback, Cuadernos de cine, Contracampo y Cindedrama.

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se estaba debatiendo en una propuesta de salida. No se podía perder el tiempo en situaciones emotivas y superficiales [...] Era total nuestra adscripción al neorrealismo italiano de posguerra. Éramos los hijos sudamericanos de ese gran movimiento. Como lo fue Birri en Santa Fe. Y como lo fue Alventosa, Dawi, Murúa. La otra línea trataba la situación personal del ser humano frente a la sociedad, pero casi siempre en un medio ambiente que superaba la clase media. Se hablaba de la aristocracia, de la abulia que sentía, de la inmadurez juvenil, pero trasladada en actitudes que para nosotros no representaba los auténticos y verdaderos problemas argentinos (Ferreira, 1995: 43-44).

De lo anterior pueden extraerse tres líneas que servirán para organizar la estructura del presente artículo: el papel del realismo en sus diversas variantes como mecanismo de representación apropiado para la denuncia; la predilección por determinados temas, a la sazón convertidos en sello distintivo de la época; por último, las tomas de posición de los intelectuales frente al devenir histórico, el lugar de la praxis política y la reubicación de los agentes en relación con la agudización de las contradicciones en la sociedad.

Los debates sobre el realismo Los directores de la generación adoptaron el postulado de realizar sus filmaciones en locaciones reconocibles como una exigencia programática que tomó cuerpo en las formas más diversas y personales. Tras la crisis de los estudios, la salida al exterior constituyó una querella pautada por dos criterios. En primer lugar, contra las típicas ambientaciones interiores de ciertos films del período industrial, modelo del cual el “nuevo cine” buscó distanciarse deliberadamente. La percepción que tuvieron del cine clásico como un bloque homogéneo organizó el movimiento rupturista, basado en la puesta en cuestión de las fórmulas del pasado. A su vez, esta pretendida desarticulación de los tópicos tuvo sustento en el registro documental de los espacios como búsqueda de un verosímil distinto, anclado en la idea de proximidad al referente. Ambos enfoques, en verdad, representaban una misma cuestión: el deseo de replantearse la práctica cinematográfica desde un realismo que no estuviera sólo en los temas tratados, sino también en su forma, para que a partir de estos pudiera surgir el arte comprometido. Así se expresaba Simón Feldman: “En el caso nuestro, lo que queríamos era justamente entrar un poco en el terreno de la realidad, de la cosa testimonial, cómo era la vida en el momento [...] A todos nosotros nos tocó romper un hábito del cine argentino” (en Peña, 2003: 106). El objetivo en última instancia quedaba supeditado al imperativo de “tratar de lograr un lenguaje más auténtico con la mayor calidad que pudimos” (Idem). Según

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Feldman, éste fue el aporte principal de su generación. Mientras las producciones del cine clásico se desarrollaban fundamentalmente en estudios, los nuevos realizadores decidieron salir a la calle no sólo como práctica de ruptura, sino que el hacerlo les permitía, además, alcanzar objetivos suplementarios vinculados a la denuncia. Al referirse a la filmación de Los de la mesa 10, obra ubicada en los orígenes del movimiento, este director afirmaba: “El lugar donde filmé la práctica que está haciendo María Aurelia Bisutti en la Facultad de Arquitectura es la Facultad de Arquitectura de ese momento. [...] Y tomé ese lugar porque además servía como muestra de lo mal que estaban las universidades en el 60” (Idem). Esta voluntad de realismo muestra un carácter bifronte. En principio un debate eminentemente estético en el que las definiciones se concentran en atacar al enemigo identificado con el cine clásico, particularmente las películas de entretenimiento.2 Pero además, los enfoques que bregaron por una eliminación del acartonamiento tradicional, se situaron en el plano más cercano al testimonio y la denuncia, en el que las novedades estéticas quedaron sumidas por debajo del compromiso político. Sobre esas perspectivas oscilaron las preocupaciones de gran parte de cineastas modernos, sin que forzosamente la prioridad por alguna de ellas –la estética y la política- hiciera desaparecer a la restante. En la mayor parte de los casos las dos estuvieron voluntariamente conjugadas. Si la primacía por el registro directo fue una de las discusiones medulares en el pensamiento del grupo –junto a una “política autoral” no siempre afín al mismo3-, aquella estuvo modulada por el predominio de la ficción. Como excepción a esto se encuentra una de las primeras experiencias de David J. Kohon, el corto documental Buenos Aires (1958), probablemente la manifestación más radical y temprana de denuncia en el seno de la Generación del Sesenta. Kohon parte de una concepción de registro objetivo, en consonancia con las posiciones de los otros realizadores, sólo que en su caso su actitud se apoya en una idea de “cine directo”, como forma privilegiada de exposición: “En aquella época, ver una villa miseria como se ve ahora en televisión, era imposible, ni en televisión ni en cine, no existía. [...]Entonces hice un guión muy esquemático, muy remotamente aproximado a lo que quedó, un poco más largo. Hice un poco la de Dziga Vertov, ir a filmar ‘a la pesca’” (Naudeau, 2006: 44).

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Esta discusión, con una intencionalidad diversa a la problemática del realismo, fue planteada originalmente por Leopoldo Torre Nilsson desde principios de la década del cincuenta al establecer la distinción entre un “cine comercial” y un “cine de expresión”. Al respecto ver su artículo “El cine que enfurece a las multitudes”, en Revista Gente de cine Nº 15, setiembre de 1952, reproducido en Jorge Miguel Couselo (1985: 25-27).

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Así como el imperativo de la modernidad se colocaba al servicio de expresar las vicisitudes del mundo contemporáneo, en otro plano buscó profundizar la senda de la exploración de la subjetividad, la memoria y el interior de los personajes, motivos que reconfiguraban la relación con la realidad desde una perspectiva distinta.

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Aunque las intenciones de los realizadores se organizaran desde la creencia en el cine como registro inmediato, éstas se colocaron en una situación conflictiva al momento de situar a la ficción como horizonte dominante. Con ello, el deseo de expresar la realidad estuvo constantemente interpelado por la necesidad de construir narraciones en la que la idea de “documento” se trocaba parcialmente por la de representación, con lo cual se abrieron las vías para las diversas modalidades de realismo. Algunos, como Rodolfo Kuhn, para el que “la transmisión artística necesita su propio tipo de estética para llegar al espectador” (Kuhn, 1982, 46), notaron pronto el problema de la existencia de una distancia entre los hechos y su conversión en relatos. En su propia experiencia deja ejemplificado este punto: “Entendí bien esto cuando en una película mía (Los inconstantes) reproduje exactamente un diálogo que había grabado entre dos personas sin que éstas se dieran cuenta. Reproducido sonaba falso, no por la interpretación de los actores sino por el texto en sí. La comunicación tiene vericuetos inesperados” (Ob. cit.). Como complemento a las discusiones sobre el registro –las posibilidades del cine directo, el documental, el modo en que la ficción “construye” la realidad-, se abrieron nuevos interrogantes. Los directores se debatieron entonces, entre las posiciones que optaron por una “documentación testimonial” –José Martínez Suárez, Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1965), el primer Kuhn- y quienes, como Fernando Birri o Lautaro Murúa, se ubicaron dentro de lo que concebían como “realismo crítico”. El director chileno caracteriza esta modalidad en que la defensa de la ficción queda modelada por las facultades del cine de construir ejemplos veristas de los hechos sociales, al mismo tiempo que su recreación puede rectificarlos, desde una visión esperanzadora. Mediante este criterio su búsqueda se enfrentó a la estética cruda y miserabilista que se imponía como hegemónica al momento de representar problemáticas sociales: El realismo al cual tendríamos que tender, el ideal, debería basarse en la realidad documental, tomar la realidad y recrearla, dándole contenido social. [...] Podemos mirar con sentido crítico nuestra realidad y extraer al mismo tiempo conclusiones alentadoras. Mostrar la parte alegre y positiva de nuestra realidad no implica el abandono del realismo. [...] Al hablar de autenticidad destaco los mil matices de un tema o una realidad que deben ser tenidos en cuenta; generalmente, cuando se habla de cine realista se presupone que es extremado en su forma, cruel, corrosivo más que crítico. La autenticidad, en cambio, puede dar un dinamismo, una alegría y una fuerza vital absolutamente indispensables para entender la realidad (Mogni, 1963: 59-52).

Si el planteo de Murúa no hacía eco en las producciones de los otros realizadores contemporáneos –cuya mirada era considerablemente más pesimistaambos grupos coincidían en que la forma de acercamiento a lo social debía tener

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como objetivo la construcción de un “hombre real”, eliminando la representación arquetípica de conflictos y personajes, identificada con el cine antiguo. Sobre este punto resultan elocuentes las palabras de David Viñas, guionista de algunos films del período, en su definición del modelo al que el cine de los sesenta pretendió apuntar: Mi realismo, el que trato de conjugar en Dar la cara, no apunta a sustancias inmodificables ni a absolutos platónicos: no sabe qué es El hombre argentino ni Lo argentino. No lo sabe ni le interesa. Esas realidades pétreas solo pueden ser monopolio de un cine-museo que más que plegarse dinámicamente a la realidad pretende fijar para siempre tipos, dialectos, respuestas y problemas. (Tiempo de cine, julio-septiembre/61)4

La gran divisoria de aguas, retomando las palabras de Martínez Suárez expuestas al principio, estuvo determinada por una mayor o menor preponderancia de lo social en las películas del grupo pero también por la postura frente al realismo como opción estilística. Dicha idea, en última instancia, es la determinante para diferenciar en dos sectores a la Generación del sesenta, la que separaría a Murúa y Ayala de Antín o Torre Nilsson, por ejemplo, aunque no sin matices. Este último director, refiriéndose a La terraza (1963), film con vocación de testimonio social indirecto, observa una variante personal dentro de la cuestión: “…tiene un carácter realista, pero mi realismo es febriciente y exacerbado con una poderosa dimensión pasional [...] Todos [los personajes] pertenecen a una estricta y reconocible realidad argentina” (Primera Plana, 29/1/63, 37-38). Lo que Torre Nilsson ponía en evidencia con ello, era una disyunción entre los temas representados y su tratamiento formal, cuestión que tendría implicancias en la producción posterior del cine político. Este realizador, al igual que otros de la misma corriente, concibió la viabilidad de poner en escena temas con una referencialidad explícita sin que fuera necesario acudir a un tipo de expresión directa, tal como lo definiera años antes, en una entrevista sobre Un guapo del 900 (1960): “si bien el trazo exterior de la película es realista, el estilo de filmación no lo es; llega a tener características expresionistas. [...] La cámara se acerca demasiado a los objetos, les descubre poros, matices, y esto no figura dentro de lo que yo considero un planteamiento realista.”5 Del mismo modo se manifiesta René Mugica, al sostener que “Uno puede hacer arte inspirado en la realidad, sin reproducirla. Ese rehacer lo real para hacer otra realidad que no es la realidad objetiva pero es la tuya” (Peña, 2003: 187). 4 5

Destacado en el original.

Esta cita fue tomada del artículo de Alberto Ciria y Jorge M. López: “Corrientes ideológicas del cine argentino (1955-1961)”, en Revista Cinecrítica, Números 8-9, abril de 1962, pág. 22. La entrevista completa a Torre Nilsson que citan los autores fue reproducida en María del Carmen Vieytes (comp.) (2002: 95-106).

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Siguiendo este criterio en el que prevalece la perspectiva subjetiva en el modo de construir los relatos, Manuel Antín efectúa un giro radical de la discusión. “La realidad es una especie de cosa fantasmal que nos rodea y nos hace bien. Tanto en La cifra impar como en Los venerables todos esta realidad actúa de un modo abstracto: no es necesario decir que un vaso es un vaso, es necesario simplemente sugerirlo porque la presencia del vaso es bien clara de por sí” (Mogni, 1962: 5). Consciente de la preponderancia de la “voz autoral” en la organización de las imágenes, para el director el lugar del contexto quedaba subordinado a la manifestación de la experiencia íntima, en su caso, emocional e individual más que social. La distancia de la representación realista en Antín, la que le valió ser acusado de “extranjerizante” en diferentes ocasiones, debe interpretarse atendiendo al ambiente en el que sus reflexiones aparecieron. En efecto, en un momento en el que el concepto de “compromiso” organizaba la posición de los intelectuales, el individualismo acérrimo de este director optaba por ubicarse en la vereda opuesta, no sólo desde la postura estética, sino también ideológica. Esto puede interpretarse en una opinión vertida por él muchos años después de concluido el auge de la generación, pero que no puede dejar de leerse tomando en cuenta los debates de aquella etapa: de esta relación con la realidad puedo decir que son más bien corrientes ideológicas que a mí como cineasta no me interesan nada, porque quizás esa interpretación de la realidad que hacen quienes se dedican al cine realista, parte del principio de que la realidad es lo que ellos creen. [...] El cine social pasaría por el compromiso con el prójimo, por el para quién se filma. Hay gente que dice que filma para la gente y otra gente que dice que filma para sí misma, yo estoy entre los segundos [...] A mí me parece que hacer una película social con compromiso ideológico es siempre un acto de vanidad de quien la hace, que simplemente se ha propuesto vías de seducción un poquito más fáciles (Ferreira, 1995: 79; 81-82).

Como puede apreciarse, los puntos de vista de los realizadores se movieron entre perspectivas que alentaban un “cine directo”, otras una estética documentalizante de los relatos de ficción, actitudes críticas frente a lo filmado y la supremacía del subjetivismo. Si el realismo representó el horizonte de todas las discusiones sobre la estética y el tipo de registro a implementarse, volverá a aparecer al momento de poner en imágenes determinada clase de temas y conflictos.

Lo individual/Lo colectivo Filmar el presente será la consigna que una los criterios divergentes. Salvo escasas excepciones, lo contemporáneo será tema a explorar por los nuevos di-

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rectores. La actualidad, en sus distintas variantes, es el tiempo del que parten tanto los cineastas “comprometidos” como aquellos más propicios a las construcciones subjetivas. En este movimiento también se expresa una doble dirección: la contraposición a las reconstrucciones históricas del cine industrial previo y encaminado por una necesidad de mostrar las fisuras en el tejido social. Torre Nilsson6, uno de los antecedentes directos de la generación, planteaba en un discurso que podría servir de manifiesto fundacional: “Ha llegado el momento de los grandes temas. No importa que la técnica sea perfecta. Nuestro cine ha superado el momento de los rulos impecables, las mamposterías enyesadas, los travellings sobre la nada. Debe salir a enfrentar la realidad”.7 Su reflexión continúa enumerando una serie de tópicos en los que es posible advertir su furor antiperonista tras el golpe de 1955: Ahí están, esperándolos, los barrios construidos con bolsas y zinc, donde diez mil familias viven en diez centímetros de agua; ahí están los estudiantes torturados y reprimidos que merecen su himno; ahí los obreros desaparecidos y los cadáveres no identificados de la avenida General Paz; ahí los heroísmos frustrados, las familias condenadas a la muerte económica o civil, nuestras juventudes pervertidas por la coima y el chantaje esperando ser redimidas por el estudio y el trabajo; ahí las dádivas agraviantes que vaya a saber qué retribución exigían de algunas de nuestras jóvenes estudiantes; ahí los jerarcas huyendo, llevándose el producto de sus tristes botines; ahí los trabajadores de nuestro campo cargados de maquinarias compradas con créditos que nunca podrían levantar, malvendiendo sus cosechas… (Op. cit.)

Ese “salir a enfrentar la realidad” sintetiza las aspiraciones de los directores surgidos a principios de los sesenta. Algunos, como Murúa, subordinaron el estilo a la temática: “Lo sociocultural es lo que me interesa realmente del cine. Lo otro no me interesa. La estética es el resultado de esa concepción. El contenido es el que da la forma” (en Ferreira, 1995, 57). Otros, en cambio, optaron por reducir el campo de acción hacia la cuestión individual, de modo que los aspectos sociales fueran el resultado de una mirada puesta en sujetos bien delineados. El cine que ellos se propusieron concretar se enfocó por lo general en la gente común, tal como lo describe David Kohon al referirse a Tres veces Ana (1961): “Son tres historias humildes. No menciono en ellas la bomba atómica ni la revolución social. Tampoco figuran entre sus personajes Drácula ni Superman. Son tres historias de gente joven de nuestros días. Transeúntes como los que pasan 6

Él mismo representa las excepciones a la posición sobre el presente histórico, tomando en cuenta que sus films más políticos de esta etapa –Un guapo del 900 (1960) y Fin de fiesta (1960)- se sitúan a principios de siglo, al igual que su trilogía histórica, realizada con posterioridad a 1966.

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Conferencia en el Teatro de los Independientes, 6 de octubre de 1955. Reproducida en Couselo (1985: 47).

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junto a nosotros y desaparecen. Y en los que nos reconocemos”.8 La implementación de estrategias de identificación funciona en los realizadores modernos por contraste con la consolidación que el cine clásico hiciera de figuras heroicas, distanciadas del entorno. El argumento entonces, trazado sobre las aristas del conflicto individual, produce la aparición de lo social desde la representación de nuevos sujetos. En el mismo texto Kohon afirma: “No centraré la atención en problemas económicos ni políticos. Pero sí sociales. Pues son tres historias de amor. (…) Distintas, con gente distinta en ambientes distintos, pero siempre de clase media (es la que conozco) y con una sola dirección conceptual”.9 Realizadores como Feldman, Martínez Suárez, Kuhn e incluso el primer Leonardo Favio utilizaron el criterio de retratar individuos para sentar posiciones sobre cuestiones sociales más amplias. Este último, puntualizando asimismo una distinción entre testimonio y denuncia, dos conceptos claves del período, se refiere tangencialmente a esto: “Pienso que no tengo que ver con el cine llamado social. Me refiero al cine de proposición previa. Mi cine no parte de una proposición. (…) No es que me proponga denunciar determinada cosa. Crónica de un niño solo no es una denuncia, es un testimonio. Denunciar es delatar un hecho. Testimoniar es señalar un hecho que acontece” (Ferreira, 1995: 63). A diferencia de los anteriores, para la línea “subjetivista” encabezada por Antín y Torre Nilsson, los puntos críticos tendieron a organizarse alrededor de asuntos existenciales. Así lo manifiesta el primero: “La desesperanza de los sesenta es ontológica, es la desesperanza del ser, y es una desesperanza más profunda, más filosófica, más imperceptible” (en Peña, 2003, 38); el otro es más consciente de las limitaciones de su elección frente al conflicto social. Al hablar de las cuestiones que le preocupan sostiene: “El problema de la incomunicación de la gente, de la mala organización de vida que todos tenemos [...] Me preocupa mucho este problema contemporáneo que va más allá del problema social” (Mahieu-Samaritano, 1960: 10). El cambio en sus propuestas, entre la euforia de 1955 y el escepticismo en la función transformadora del cine que delatan esta declaración, se hace evidente. Continúa: “Yo sé que en este momento es más vital y más importante el problema social. Pero pienso que cuando en un futuro no muy lejano (el mundo tiende a eso) el problema social esté resuelto nos vamos a encontrar con el otro problema. El de la incomunicación, de la soledad, de no saber bien cómo somos para el otro”. En función de esta perspectiva es posible comprender el interés de su cine dedicado a construir ficciones en donde la subjetividad se impone por encima de la expresión de dilemas colectivos. Torre Nilsson no niega su existencia, simplemente efectúa una separación de intereses y 8

"Una carta de David Kohon", Revista Tiempo de cine, Año I, Número 6, abril-mayo-junio de 1961, 15-16

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Ibid.

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sostiene que “no está del todo mal que mientras algunos se preocupan con toda honestidad y con verdad por solucionar el problema social del hombre, otros estemos preocupados por ese mismo hombre, por descubrir las fallas que hay mas allá de las estructuras sociales y que están en otro sector” (Op. cit.). Aunque un director como Lautaro Murúa declarara sujetar la forma al contenido, para la gran mayoría de sus contemporáneos, en cambio, los temas novedosos fueron acompañados del deseo de construir modalidades estéticas distintivas, en las que brotaron las escrituras individuales. Aquella necesidad dio cuenta del fortalecimiento que en esos años tuvo la conciencia sobre las imágenes. La dialéctica entre los hechos y su representación fue una de las claves definitorias de la ideología del movimiento. En palabras de Torre Nilsson: Lo importante en un film no es la definición que uno haga genéricamente: hago este film para mejorar la adolescencia, hago este film para demostrar las limitaciones que hay en las relaciones humanas, o hago este film para mostrar el problema de los cañeros del norte. Eso es casi siempre lo menos importante. Importa cómo vive ese problema, y toma vida en tres facetas distintas: el libro, la filmación, el montaje. Cada una de ellas debe tener sus libertades y sus limitaciones; nunca el director debe dejar de ser creador en alguna de ellas y nunca debe supeditar una a la otra (Vieytes, 2002: 99).

En un sentido análogo, las reflexiones del propio Kohon sobre su corto Buenos Aires, pueden leerse siguiendo esa prescripción. En este caso, el plus lo aporta el hecho de que el pensamiento se refiera a la relación de los diferentes aspectos en el marco de un documental: Primero se me impuso el tema. Era tan fuerte lo que estaba frente a la cámara que entraba solo. De todas maneras me costó mucho trabajo armarlo. Era algo muy uniforme, solamente tenía un hilo conductor que era el final y dos o tres cositas que me gustaban [...] Me interesaba, entre otras cosas, hacer una experiencia de montaje rítmico, siempre en función de lo que quería expresar, del sentimiento. Seguramente deben haberme influenciado todos los documentalistas que vi (Naudeau, 2006: 47).

La cuestión del estilo, central en la producción de los sesenta, toma nuevos rumbos al atender a los modos de manifestación de lo político en el cine. El que mejor expresa la tendencia a pensar las estrategias de representación en función de sus receptores es Rodolfo Kuhn. Posicionándose en contra de una línea del cine directo, sucio, que podría emularse a los postulados militantes del “cine imperfecto” de Julio García Espinosa: Es obvio que una cámara en el frente de batalla o en una manifestación de obreros o estudiantes no puede ser manejada prolijamente desde un trípode o un ‘dolly’, y que un ‘fuera de foco’ en estos casos no sólo es perdonable sino que muchas veces enfatiza el efecto dramático.

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Pero ‘filmar mal’ como estilo, con la cámara moviéndose sin necesidad, sin rigor técnico, o con desprolijidad en el foco cuando no existen condiciones extremas, demuestra más incompetencia que militancia (Kuhn, 1984: 81-82).10

La respuesta que da a esta tendencia es la de perfeccionar la técnica, en función de disputar los espacios con las mismas armas estéticas que sus rivales: “El público está acostumbrado a una óptima calidad en el bombardeo que recibe a diario por los medios masivos. La contrainformación también debe tener una buena calidad, si es posible MEJOR QUE LA INFORMACIÓN OFICIAL” (Kuhn, 1984: 82. Destacado del autor). Maximizando esta línea, para él la denuncia debe establecerse no sólo con criterios estilísticos óptimos, sino también por idénticos carriles que la propaganda elaborada por los sectores hegemónicos. Al reubicar a la contrainformación en los mismos espacios de circulación y exhibición habituales, las posiciones de este director toman distancia de las propuestas mayoritarias del cine de intervención política.

Las nociones de compromiso y praxis En este punto nuevamente los pensamientos abarcan un arco que se extiende desde el individualismo de la expresión subjetiva del artista, como es el caso de Manuel Antín al referirse a su concepción ideológica del quehacer cinematográfico: El izquierdismo no consiste en declamarse constantemente izquierdista, ni en pasearse de vez en cuando, en Rolls Royce incluso, por una villa miseria. El izquierdismo en el cual yo creo consiste fundamentalmente en tener un gran respeto por el hombre medio, un gran respeto por las necesidades humanas y un gran respeto por uno mismo. Creo que el izquierdismo, el mío por lo menos, parte de mí mismo; el único centro de él soy yo (Mogni, 1962: 5).

No obstante, las posturas centrales en los realizadores considerados “comprometidos” tendieron hacia un sentido inverso, al delinear la responsabilidad de los intelectuales en función de la representación de los deseos de las masas. Para un director como Leonardo Favio, la misión del artista quedaba supeditada a la utilidad de sus obras para el pueblo: “Yo soy un tipo que ha tenido la fortuna de que me tocara hacer cine, soy un elegido, desde ese punto de vista, y no me puedo permitir el lujo de hacerme la víctima de algo que no existe. Tengo que saber que tengo que ser útil: ese es mi único papel en la vida: ser útil y servir 10 El comentario de Kuhn parece apuntar al siguiente párrafo del manifiesto de García Espinosa: “Al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo se puede hacer con una Mitchell que con una cámara de 8 mm. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva. Al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos el ‘buen gusto’”. “Manifiesto por un cine imperfecto” en VVAA (1988: 63-78).

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al pueblo”.11 De un modo más radical que el anterior, Lautaro Murúa agrega al objetivo de servir al pueblo una tarea concreta, la de contribuir a la liberación, ampliando asimismo el ámbito de los receptores: La misión de los creadores en general es ante todo servir a su medio, a su comunidad, a su pueblo. (…) Por otra parte, la misión del creador argentino es ayudar con todas sus fuerzas a la ubicación de la masa nacional, de todo el pueblo (y en lo posible de todo el continente) en la lucha por una realidad que le ha sido escamoteada durante cientos de años, favorecer con su arte la tarea de liberación (Mogni, 1963,52).

Consciente de las dificultades para alcanzarlo, el realizador apunta en la misma entrevista: “Hoy es muy difícil constatar en qué medida una película, una obra de teatro o un libro influyen realmente en la maduración de las ideas. Pero en la esperanza de que sea así yo expresaré mi convicción tan claramente como me sea posible y tan insistentemente como me lo permitan” (Mogni, 1963: 52). Extendiendo el espectro de recepción su pensamiento tiene el valor de proponer anticipadamente la aspiración de construir desde el cine un arma que tenga un destinatario transnacional, tema que será retomado por los cineastas militantes. La extensión de la problemática hacia áreas más amplias que las nacionales es un tópico que se repite en otra de las propuestas. En el caso de las palabras de Rodolfo Kuhn, ésta se presenta como expresión paradigmática de los intentos de unidad regional a los que tendería el campo cinematográfico de los sesenta, quienes sostendrían una idea de bloque a partir de conflictos comunes: Históricamente en Latinoamérica, el imperialismo ha logrado hasta ahora aniquilar todos los intentos de una renovación cinematográfica. [...] Así ocurrió incluso en sus respectivos países con el ‘nuevo cine argentino’ de principios de los sesenta, con el ‘Cinema novo’ brasileño, con el cine chileno aun de antes del gobierno de la Unidad Popular, con lo más interesante del cine mexicano y con todos los intentos menores en Bolivia, Perú o Colombia [...] El imperialismo logró siempre que en los países latinoamericanos no se viera cine de países hermanos. Para ver buen cine mexicano, un brasileño debía hacerlo en París. Pero aún existía lo mismo entre países limítrofes. El motivo de esto es claro. Si en Latinoamérica se tomara conciencia de que con las diferencias mencionadas hay PROBLEMAS COMUNES FUNDAMENTALES, existiría el peligro de que se organizara alguna vez la “Patria grande” soñada por Bolívar o Felipe Varela y entonces peligraría el imperialismo centralizador.” (Kuhn, 1984: 87-92).

Esta idea de compromiso con una causa de liberación que los directores

11 “Propuestas para un nuevo cine nacional” en el Suplemento Cultural del Diario La Opinión, 29 de abril de 1973, reproducida en Revista Pensamiento de los Confines, Buenos Aires, FCE, Número 18, Junio de 2006, 173.

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expresaron, pretendía eliminar la separación entre la obra, la ideología y la acción, como en el caso de Murúa cuando sostiene: “Si en mi obra cinematográfica yo oculto mi ideología política o mi posición mental hacia la política, deliberadamente traiciono mi verdadera convicción. Lo mismo que digo en cine debo decirlo en papel aparte, en mi casa o en la calle” (Mogni, 1963: 52). Próximos a los planteos tendientes a determinar la función social de la actividad, los enunciados de Rodolfo Kuhn para el arte se asocian al concepto de “desmitificación”. A partir de esta noción el director de Pajarito Gómez (1965) piensa la actitud de los cineastas que, como gran parte de los de la generación, no hablaron directamente de transformaciones políticas específicas, pero sí hicieron del cine un aparato de denuncia y testimonio. Aunque también es preciso aclarar que sus palabras tienen como caja de resonancia la derrota de los movimientos revolucionarios de los setenta y la experiencia del exilio: “Pienso que se entendió que una película puede ser progresista aun cuando no muestre necesariamente el camino hacia la REVOLUCIÓN” (1984: 90). Sin embargo, los objetivos que formula para el cine son idénticos a los que delimitó en la práctica con sus primeros largometrajes: “Buscar la verdadera identidad, desmitificar los valores falsos, satirizar, trabajar con la solidaridad y el amor, ubicar al trabajo en su verdadera dimensión, también son caminos de un cine progresista, que se opone a la habitual producción tradicional mistificadora.” (Idem: 90). En general, los directores de la generación del 60, a diferencia de lo que ocurriría con los realizadores militantes, sostuvieron una barrera entre la praxis estética y la política. En ese sentido, su tarea como intelectuales quedaba siempre pautada por sus contribuciones dentro de la práctica artística, aún enmarcadas por términos radicalizados como los utilizados por René Mugica: Se hablaba mucho de un cine de resistencia. A mí la palabra resistencia no me gustaba mucho, porque resistir implica quedarse en un mismo lugar o incluso, a veces, retroceder. Yo proponía un cine de combate. Para eso, el director tiene que saber de todo, tiene que ser capaz de salir con su cámara y volver con la película. [...] un director de cine que tiene esos conocimientos es como un rebelde que sale con su metralleta: la cámara es su herramienta, su arma (Peña, 2003: 188).

En otras palabras, para ellos, el dilema revolucionario de tomar la cámara o las armas era inviable, en la medida en que consideraban la especificidad de su oficio como un aporte al “combate” que menciona Mugica. Esta limitación en las actitudes de los directores frente a la práctica liberadora marca una de las diferencias centrales entre sus posiciones y las que luego enarbolarían los protagonistas del cine militante posterior. Rodolfo Kuhn, un director que sí participó activamente dentro de los movimientos cinematográficos de intervención política, pone en evidencia la distancia a la que nos referimos:

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El rol del cineasta exige un determinado nivel de modestia. Aquella omnipotencia de los 60 en que muchos pensaban hacer la revolución a través del cine felizmente dio lugar a la reflexión y al autoanálisis. Las revoluciones las hacen las fuerzas vivas en su conjunto y especialmente la clase obrera. El rol del artista es expresar a estas fuerzas vivas en sus necesidades y anhelos (1984: 92).

La conciencia del imperativo del compromiso enérgico con la realidad contemporánea fue lo que marcó cabalmente las reflexiones de los directores modernos. A partir de ésta pudieron delinear trayectorias en las que se hizo evidente la decisión de transformar, no necesariamente el mundo, pero sí ineludiblemente los tópicos anquilosados de la representación tradicional. En este sentido, su legado quedó afirmado en la inscripción de problemáticas sociales y políticas que tuvieron como objeto la disección del hombre común y sus comportamientos, conjuntamente a la aparición de las modalidades expresivas novedosas a las que se hizo referencia. Ambas instancias cimentaron el camino para la aparición en escena de manifestaciones en las que se radicalizaron ideológica y estéticamente los recursos aparecidos en estos años.

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