Las mujeres michoacanas antes de 1810

June 13, 2017 | Autor: Moisés Guzmán Pérez | Categoría: Historia De Las Mujeres
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Descripción

Moisés Guzmán Pérez

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Directorio Gobierno del Estado Leonel Godoy Rangel Gobernador Constitucional del Estado de Michoacán

Román Armando Luna Escalante Secretario de Salud

Fidel Calderón Torreblanca Secretario de Gobierno

Selene Lucía Vázquez Alatorre Secretaria de Política Social

Ricardo Humberto Suárez López Secretario de Finanzas y Administración

Alfonso Vargas Romero Secretario de Pueblos Indígenas

Manuel García Ruiz Secretario de Seguridad Pública

Cristina Portillo Ayala Secretaria de la Mujer

Isidoro Ruíz Argaíz Secretario de Desarrollo Económico

Zaira Eréndira Mandujano Fernández Secretaria de los Migrantes

Jaime Genovevo Figueroa Zamudio Secretario de Turismo

Iris Mendoza Mendoza Secretaria de los Jóvenes

Ma. del Carmen Trejo Rodríguez Secretaria de Desarrollo Rural

J. Jesús Montejano Ramírez Procurador General de Justicia

Desiderio Camacho Garibo Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas

Erick López Barriga Coordinación de Planeación para el Desarrollo

Catalina Rosas Monge Secretaria de Urbanismo y Medio Ambiente

Rosa María Gutiérrez Cárdenas Coordinadora de Contraloría

Graciela Carmina Andrade García Peláez Secretaria de Educación

Jesús Humberto Adame Ortíz Coordinador General de Comunicación Social

Jaime Hernández Díaz Secretario de Cultura

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Directorio COECyT

Pedro Mata Vázquez Director General Romeo Amauri López Calderón Subdirector de Fomento y Planeación Rubén Salazar Jasso Subdirector de Vinculación y Desarrollo Tecnológico Lilia Vázquez Diego Subdirectora de Difusión Clotilde Gómez Campos Delegada Administrativa Esther García Garibay Secretaria Técnica del Comité Consultivo

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Las mujeres michoacanas antes de 1810 Cuadernos de Divulgación Científica y Tecnológica del Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología de Michoacán C+Tec. Innovación es solución a mi alcance Serie 4, año 2010, cuaderno número Moisés Guzmán Pérez Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo Primera edición, febrero de 2011 D.R. Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología de Michoacán Batalla de Casa Mata No.66, Col. Chapultepec Sur C.P. 58260, Morelia, Michoacán, México www.coecyt.michoacan.gob.mx ISBN de la serie: 978-607-424-055-9 ISBN del cuaderno: Coordinación general: Pedro Mata Vázquez Director General del Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología de Michoacán Moisés Guzmán Pérez Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo Edición: Lilia Vázquez Diego Julieta Piña Romero Diseño editorial, diseño gráfico y formación: María Bernardette Arroyo Gaona Areli Vázquez Ferreira Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no representan necesariamente la opinión del COECYT. Se autoriza la reproducción parcial o total, siempre y cuando se cite la fuente de referencia.

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El sentimiento de pertenencia Si bien en el transcurso de los siglos XVI al XVIII existieron diferentes formas de organización política y territorial de carácter civil que remitían a una idea de “Mechuacan”, “Michuacan” o “Michihuacan”—para hacer alusión a la ciudad o provincia de Michoacán—, el sentimiento de pertenencia e identidad más importante que estuvo presente entre los habitantes de la jurisdicción, a lo largo del virreinato, fue de tipo eclesiástico, con la fundación de la diócesis de “Michoacán”. Era una extensa diócesis que, por haber sido fundada sobre el territorio del antiguo señorío “michoaque”, de ahí adquirió su nombre. En ella estuvieron comprendidas todas las poblaciones que dependían, religiosa y administrativamente, de ese obispado. Desde mediados del siglo XVII quedaron más o menos definidos sus límites, que comprendían en su territorio a los actuales estados de Michoacán, Guanajuato y parte de: San Luis Potosí, Colima, Jalisco, Guerrero, estado de México y una pequeñísima porción del sur de Tamaulipas. De tal manera que michoacanas podían considerarse tanto las personas nacidas en el territorio que actualmente forma el propio estado, como las que eran originarias o habitaban en los pueblos, villas y ciudades de las demás jurisdicciones que hemos mencionado.

Mapa del obispado de Michoacán a finales del siglo XVIII.

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La calidad étnica y la condición social

Indios de Michoacán, según Humboldt.

De acuerdo con la concepción jerárquica, estamental y racista que caracterizó a la Nueva España del Antiguo Régimen, en el último cuarto del siglo XVIII la población que habitaba en Michoacán estaba dividida en tres razas: españoles, indios y castas. Los primeros representaban una minoría y estaban conformados por españoles venidos de la península y por los criollos nacidos en estas tierras; los segundos, constituían un núcleo importante si tomamos en cuenta que muchos de los pueblos de la provincia pertenecían a las etnias tarasca o purépecha, otomí, mazahua, nahua y matlatzinca o pirinda, además de muchos advenedizos de

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Cuadro de castas del siglo XVIII.

ascendencia indígena. El grupo de las castas era igualmente considerable y en él se agrupaban a todas aquellas personas producto de las mezclas raciales consideradas impuras por la Iglesia, como negros, moros o judíos. Esto era igual para mujeres y hombres, y los libros parroquiales que existen en las iglesias de muchos pueblos dan cuenta de esa realidad. Aunque los cuadros de castas de los siglos XVII y XVIII ilustran una variedad de mezclas raciales, el número de casos —que hemos podido documentar— para algunos lugares de la provincia de Michoacán son más reducidos. En los libros parroquiales de Pátzcuaro, por ejemplo, de la mezcla de un indio con mulata nacía un lobo; de mulato y española, morisco; de mulato y coyota, loba; de indio y coyota, mestizo; de español y castiza, mestizo; de mestizo y española, castizo.

Las michoacanas en vísperas de la insurgencia La situación de la mujer variaba en función de su calidad étnica o su condición social. Las llamadas españolas podían aspirar a la vida conventual en los monasterios que albergaban a las religiosas dominicas de Santa Catalina de Siena y de María Inmaculada de la Salud, en las ciudades de Valladolid y Pátzcuaro, respectivamente. Las mujeres indígenas que eran hijas de “caciques” también tenían un lugar reservado en el convento de Santa Clara de Valladolid, dependiente de la orden de San Francisco. En cambio, las que eran producto del mestizaje y las castas, se les empleaba como servidumbre, en las casas de las principales villas y ciudades de la provincia, donde permanecían hasta el final de sus días. Nuestra Señora de la Salud de Pátzcuaro.

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No se piense que, por el hecho de formar parte de una misma comunidad religiosa, no existían dificultades en el interior de los conventos de monjas. Sor María Juana Josefa, indígena y monja capuchina, informaría en una carta al obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal, que el convento se hallaba dividido en partidos desde su fundación: “(…) no se ve en él Papas, caridad y unión propia de religiosas, a pesar de varias providencias que han tomado todos nuestros sabios y caritativos prelados, pues antes cada día va en aumento nuestra desunión. No se oye otra cosa en los corredores y oficinas más de murmuraciones unas con otras, palabras picantes y ofensivas, acciones con que nos herimos hasta lo íntimo los corazones. Pero no es de admirar que estemos así, pues en muchos puntos la santa Regla está por un lado y nosotras por otro. Las órdenes de las superiores se guardan sólo cuando se quiere y como se quiere, y en llegando el caso de ponérsenos remedio, se les disminuyen los males a los prelados, se levantan mayores disturbios y crece la persecución de las poquísimas que pretenden el remedio, como me ha sucedido a mí desde que escribí mi anterior a vuestra señoría ilustrísima…”.

“Traslado de las monjas dominicas a Valladolid” Autor anónimo. (1738). Detalle.

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Templo y exconvento de las Capuchinas de Morelia.

A menudo, las mujeres pertenecientes a los sectores más bajos en la escala social eran objeto de abusos sexuales por parte de los hombres. Por eso no sorprende que en los libros parroquiales aparezcan decenas de registros de niños “hijos de padres no conocidos” o “hijos naturales”, que sólo en contadas ocasiones llegaron a llevar el apellido del padre, como sucedió, por ejemplo, con Juan Nepomuceno Foncerrada y Soravilla, hijo natural del rico comerciante vizcaíno José Bernardo de Foncerrada y de Josefa Soravilla. Aunque por lo general la mayoría de las mujeres formaban parte de lo que, en aquella época, se consideraba “el populacho” o “la plebe de la ciudad”, algunas de ellas lograban mantenerse de la venta de artículos y productos de consumo cotidiano, otras tomaban el camino de la prostitución y el libertinaje para poder subsistir. En la entonces villa de Zitácuaro, al oriente de la intendencia, algunas de las llamadas “tiendas mestizas”, donde se vendían artículos de primera necesidad, eran atendidas por mujeres como Mariana de Sotomayor, María Ana de Soto, Antonia Isidra Solís y María Gertrudis Pérez Maldonado, cuya característica en común era que todas eran viudas.

Casimiro Castro, Trajes Mexicanos, un fandango, en el álbum México y sus alrededores. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

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Sus estudios La gran mayoría de las mujeres michoacanas de finales del virreinato carecían de instrucción; no sabían leer ni escribir y sólo unas cuantas habían podido ingresar como alumnas en el prestigiado Colegio de Santa Rosa María de Valladolid, fundado por el obispo Francisco Pablo Matos Coronado, en agosto de 1743. La institución fue erigida para la educación y amparo de las niñas y mujeres huérfanas de calidad española, así como para la formación de doncellas nobles que gracias a la desahogada posición económica de sus padres, podían cubrir su manutención. Colegio de Santa Rosa ( Conservatorio de las Rosas).

Beaterio de Carmelitas de Valladolid.

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Otras instituciones que ofrecían cierta instrucción a las mujeres pobres del obispado fueron: el Colegio o Beaterio de Carmelitas de Valladolid, mismo que ya funcionaba desde enero de 1784, gracias al mecenazgo del canónigo de la catedral Mariano Escandón y Llera; así como el Beaterio de niñas de San Nicolás Obispo, que desde principios del siglo XVIII funcionaba en la ciudad de San Luis Potosí, gracias a la bondad de don Nicolás Fernando de Torres y de su esposa Gertrudis Teresa Maldonado Zapata, quienes donaron fuertes sumas de dinero para la fábrica del edificio y la manutención de las niñas. A las mujeres formadas en estos establecimientos se les preparaba para dos cosas fundamentales en la vida, de acuerdo con los valores de aquel

tiempo: despertar en ellas su vocación religiosa, o bien, amar, honrar y obedecer a sus futuros cónyuges. Sólo de manera excepcional encontramos a mujeres interesadas en el cultivo de actividades artísticas, como fue el caso de Mariana de Valle y Saavedra, quien desde pequeñita se crió en el convento de las monjas, sin poder aleccionarse

Retrato de Mariana del Valle.

en la música; entonces, pasó al Colegio de niñas de Santa Rosa María de Valladolid, donde lo consiguió “con la perfección que correspondía”. Fue así como finalmente “a título de música” ingresó al convento de monjas de Santa Catalina de Siena de Valladolid, en el año de 1763, adoptando desde entonces el nombre de sor María Ana Josoli Rosa de Señor San [José]. Muy pocas de ellas hacían de “amigas” o “maestras de escuela” y se ocupaban de la educación de los hijos de familias acomodadas avecindadas en las villas y ciudades de Zamora, Zitácuaro, Pátzcuaro o Valladolid. Así sucedió con María Guadalupe Dolores Cayetana, una jovencita “de virtudes nobles y sublimes”, nacida en Pátzcuaro, el 7 de agosto de 1789, hija de José Miguel Acosta y Ana María Álvarez, quien además de educar a los hijos de la gente humilde del campo —a quienes trataba como si fueran sus hijos—, acompañada de su perrita Palmira visitaba las chozas miserables para llevar sustento y alivio al desvalido y al enfermo de las haciendas de Sanabria, Aranjuez y pueblo de Zirahuén. Además, mujeres como ella solían tener reuniones “en sociedad”, hacían gala de sus habilidades en la oratoria y hasta daban consejos a varios de los jóvenes que asistían a las tertulias, tal como lo recordará —algunas décadas más tarde— su eterno enamorado, el bachiller Manuel de la Torre Lloreda. María Guadalupe falleció el 4 de octubre de 1833, víctima del cólera morbus y su cuerpo fue sepultado en la ciudad de San Miguel de Allende, en Guanajuato.

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La revisión que hicimos de decenas de expedientes matrimoniales de todo el obispado para el año de 1810, nos permite observar que, por lo general, las pocas señoritas que sabían escribir y estampar su firma, radicaban en los principales centros urbanos de las intendencias de Valladolid, Guanajuato y San Luis Potosí, aunque hubo también mujeres que habitaban en el medio rural que sabían hacerlo, pero estos casos son menos frecuentes; como el de Francisca de Paula Guillén, de 24 años, originaria de la hacienda de San Martín, jurisdicción de San Luis Potosí; o el de María Josefa García Ledesma, de 18 años, originaria de la hacienda de la Sanguijuela, jurisdicción de Puruándiro, Michoacán, quien no obstante haber vivido 3 años en Celaya, radicó la mayor parte de su vida en el medio rural.

Las relaciones matrimoniales Los matrimonios eran por lo general un asunto de familias, acordados previamente por los miembros de las élites para consolidar el poderío y la preeminencia del grupo oligárquico. Con el fin de controlar los enlaces en toda la monarquía española, el 23 de marzo de 1776, Carlos III expidió la Pragmática de Casamientos, misma que fue publicada cuatro días después, la cual planteaba como tema central la prohibición legal de aquellos matrimonios entre desiguales, objetados por la autoridad paterna. A partir de entonces, la voluntad de mantener barreras sociales y económicas por parte del 12

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estado español se trató de imponer al libre consentimiento amoroso entre las parejas, sin importar que pertenecieran a mundos distintos, que era lo que privilegiaba la Iglesia Católica. Dicha Pragmática se aplicó en América por medio de una Cédula Real del 7 de abril de 1778, en la que se precisaba el concepto de “desigualdad” como un impedimento para el matrimonio, lo cual debía entenderse como disparidad racial, sobre todo cuando se tratase de la unión entre españoles y sangre negra o entre indios y sangre negra. Pero fue común que si la apariencia física

de parentesco en segundo o tercer grado. Por ejemplo, en septiembre de 1783, en Pátzcuaro, María Gertrudis Bocanegra encontró una férrea oposición de su madre, Feliciana Mendoza, por el hecho de que su prometido, el soldado de milicias Pedro Advíncula de la Bega y Lazo, era mulato; asimismo, Tomás García de Carrasquedo, debió romper su palabra de matrimonio “con una niña de México”, debido a la desigualdad de sangre y a la oposición rotunda de su padre, don Dionisio García de Carrasquedo, gracias a un conocido que le advirtió “lo mal que hacía en disputar a su padre”.

Castas, peninsulares, Pintura de castas. MNH-CNCA-INAH-MEX. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

contradecía el status social, el status social tenía prioridad sobre la apariencia física o la herencia biológica. En no pocas ocasiones, las mujercitas tuvieron que enfrentar la oposición de sus padres, que se resistían a darlas en matrimonio, sobre todo si de la parte del pretendiente existía algún inconveniente, como por ejemplo, pertenecer a otra calidad étnica, o bien, tener vínculos

En el caso de los parentescos, María Josefa Mireles, originaria de Zitácuaro y residente en Querétaro, en junio de 1792, sostuvo relaciones íntimas con su primo hermano, Pedro Núñez, también de Zitácuaro, “quien antes de tener acto carnal le dio palabra y prenda de ser su esposo”. Tan pronto como el tío de María Josefa se enteró del asunto, hizo hasta lo imposible por impedir el matrimonio, empero, en éste como en los otros casos, pesó más la decisión de las mujeres para casarse, que la negativa de sus familiares. En abril de 1803, Mariano Tercero, originario de Santiago de Marfil y vecino de Valladolid, solicitó permiso y licencia para contraer matrimonio con doña Josefa del Moral, vecina de la misma ciudad: “con arreglo a la real pragmática del mes de abril de 1803 […], porque a más que es público y notorio que no tengo padres, abuelos ni tutor, estoy pronto a dar la correspondiente

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información”. Tercero presentó como testigo a Ignacio Escalada, quien atestiguó que el pretendiente no tenía quién le diera la licencia necesaria para el matrimonio, y lo mismo dijeron don Gabriel Gómez de la Puente y Santiago Velázquez, por lo que no tuvo impedimento para casarse en marzo del siguiente año. En vísperas del inicio de la Independencia, fue cada vez más común que “las personas de distinción o esfera” pidieran a las autoridades eclesiásticas no hacer públicos sus matrimonios, porque eso de anunciarlos en distintas parroquias se tenía de poca estima y honor, como lo señaló en 1793 el licenciado José Nicolás Michelena cuando se

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pretendía casar con María Ignacia de Monasterio y Orovio, prima hermana de José María Abarca. En cambio, entre la gente común, además de cumplir con esos requisitos, el pretendiente debía contar con el consentimiento del padre, o de la madre, si ésta era viuda. La edad en que las mujeres michoacanas se casaban oscilaba entre los 16 y 19 años, aunque hubo “doncellas” de hasta 25 años que también realizaron el sueño de ser esposas y madres. Otras mujeres continuamente sufrían abusos y maltratos por parte de personas del sexo opuesto: eran engañadas bajo falsas promesas de matrimonio y eso repercutía en el incremento del número de niños que crecían sin padre. Una cantidad considerable de procesos contenciosos, atendidos por la justicia eclesiástica de aquellos años, dan cuenta de esta realidad. Hubo mujeres que con engaños, por interés o por placer, mantenían relaciones con hombres con quienes esperaban contraer matrimonio, hasta que más tarde venía el desengaño y la desilusión. A principios de 1805, el licenciado José Antonio de Soto Saldaña sostuvo relaciones íntimas con Ana Rita Posada, “con la condición de que la había de mantener durante el tiempo de su mala versación”; cuando ella se enteró que José Antonio pensaba casarse con Cesárea Borja interpuso de inmediato una demanda sobre esponsales contra el licenciado Soto… La boda se retrasó unos meses mientras se solucionaba la demanda; al término de las diligencias el provisor de la catedral autorizó la continuación de los trámites matrimoniales.

Las mujeres que enviudaban, y que aún eran jóvenes, rehacían su vida con hombres de su misma posición social o inclusive con los que habían sido administradores o dependientes de los bienes de sus difuntos maridos, no obstante la oposición de sus familiares para que se casaran nuevamente. En julio de 1771, María Josefa Ruiz de Frutos, viuda de Juan Antonio Paniagua, inició trámites de matrimonio con Ignacio Francisco Soto Saldaña, un hombre originario de la congregación de Irapuato, que había estudiado gramática en el colegio de aquel lugar y que, en 1765, entró de novicio en el convento de San Agustín de Valladolid con el objeto de abrazar dicha religión, pero lo dejó a los cuatro meses para entrar como empleado en la tienda de Antonio Paniagua. Allí conoció y enamoró a la esposa del difunto, e inclusive se corrió el rumor de que sostenía una “relación ilícita” con doña María Josefa desde que el marido vivía. El hermano de ésta, el bachiller Manuel Ruiz de Frutos, se opuso, rotundamente, a la relación; y la situación se complicó aún más, porque Ignacio no se esperaba que otra mujer —con la que se “mezcló carnalmente”—, elevara una petición al provisor para impedir su matrimonio. Soto Saldaña aceptó haber tenido relaciones con ella, pero no estaba seguro que la hija fuera de él porque Antonia Mendoza, castiza, viuda de don Antonio Salas, “se estaba comerciando torpemente también con otro sujeto caracterizado”. Para evitar el escándalo, y que su pretensa se enterase, se comprometió a darle a dicha mujer “alguna cosa en reales para quietar su intención, que es

la que ha hecho deducir semejante querella”. La mujer aceptó con tal de que don Ignacio le diera la cantidad de 20 pesos. Luego de que se hicieron los trámites, el 25 de julio de 1771, el licenciado Lorenzo Valenzuela Ferrer, comisario del Santo Oficio y cura de la congregación de Irapuato, certificó no haber impedimento alguno para realizarse el matrimonio. Sin embargo, la boda no se llevó a cabo sino hasta el 3 de marzo de 1774, casi tres años después.

Mujer atendiendo su negocio. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

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Las nacidas de buena cuna Las ceremonias de bautismo de las niñas de buena cuna marcaban una notable diferencia con respecto a las demás. En estos casos, los padres de la infanta pedían a una alta dignidad eclesiástica que realizara personalmente la ceremonia; cuando ésta tenía lugar, no bastaba con que el canónigo escribiera los datos comunes a todo registro; era necesario resaltar

el evento poniendo en la partida de bautismo los nombres y apellidos de los abuelos, así como su origen vasco o santanderino, para que quedara constancia del linaje y prosapia de la recién nacida. Finalmente aparecía como padrino un familiar, un funcionario de la Corona, un regidor del Ayuntamiento o hasta el propio intendente de la provincia. Los casos de Ana María Huarte y Muñiz, María Ana de Iturbide y Aramburu, María Dolores Martínez de Lejarza y Alday, María de la Luz del Villar Cumplido y María Josefa de Ugarte de Quevedo, son muy ilustrativos. En Pátzcuaro, los padres de las niñas buscaban como padrino a personas pudientes para que, en caso de faltar ellos, pudieran encargarse de la protección de las pequeñas. De los más solicitados a finales del siglo XVIII lo fueron el regidor y alcalde ordinario, José Ignacio de Barandiarán y su hermano el regidor alcalde provincial, y luego subdelegado, Agustín Barandiarán; la gente también pedía que fungieran como padrinos los Zincúnegui, los Abarca, los Menocal, los Solórzano y los Salceda, apellidos de las familias más renombradas de aquella ciudad.

Moda, publicada en El Mosaico Mexicano (El Arte Mexicano II, p. 1395). Fuente: www.bicentenario.gob.mx

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En los centros urbanos, las hijas de los matrimonios que conformaban las oligarquías, eran bautizadas con nombres propios tan largos que en ocasiones llegaban a confundirse con otras hijas de la misma familia a las que les pusieron nombres parecidos. En Pátzcuaro, tres hijas de

José María Abarca y Antonia de la Lama Salceda llevaron los siguientes nombres: “María Dolores Trinidad Ignacia Guadalupe Petra Rosalía Santos Francisca”, “María Petra Trinidad Josefa Antonia Mariana Luisa Ramona Santos” y “María Josefa de la Trinidad, Pantaleona Juana Antonia Ignacia”. En esa misma ciudad, Domingo Larragoiti e Ignacia Rábago, fueron padres de Manuela Guadalupe Ramona Antonia de la Sangre de Cristo; Francisco Gómez de Cosío y Salceda y María Ignacia de la Lama Salceda y Zuloaga bautizaron a su hija con el nombre de María del Rosario Trinidad Antonia Ignacia Atilana; y el teniente de milicias Agustín Lobato y su esposa Ana Josefa Jiménez de Arriaga llamaron a su hija: María Guadalupe Ana Antonia de San Marcos y Santa Justina. En Valladolid, la hija de don Ignacio Lecuona y doña María Josefa Macuso fue bautizada con el nombre de María Francisca Josefa Ana Policarpa Micaela; asimismo, las hijas de don Isidro Huarte y doña Ana Manuela Muñiz llevaban nombres largos: “María Josefa Dolores Ramona Juana Nepomucena Micaela de la Ascensión”, “Ana Manuela Josefa Ramona Juana Nepomucena Lucía” y “Ana María Josefa Ramona Juana Nepomucena Marcelina”. Por su parte, Francisco Manuel Sánchez de Tagle y su esposa María Gertrudis Barela, tuvieron una hija a la que pusieron “María Josefa de la Concepción Toribia Ignacia Juana Nepomuceno Petra Gertrudis”; José María de Ansorena y su mujer Mariana de Foncerrada y Ulibarri, bautizaron a sus hijas con los nombres de “María Josefa Ana Joaquina Margarita Ignacia Francisca Antonia” y “María Antonia Josefa Joaquina Ignacia Cirila Nepomuceno”; por último, José Joaquín de

Iturbide fue padrino de “María Dolores Josefa Petra Antonia, Luisa Ignacia”. También en los centros urbanos, pero sobre todo en el medio rural, fue común que los padres bautizaran a sus hijos con el nombre del santo del día o de algún familiar cercano a los padres de la niña. Entre 1770 y 1771, en las haciendas, ranchos y lugares cercanos a Santiago Undameo, en la jurisdicción de Valladolid, las niñas y niños de calidad india o mulata fueron bautizados con el nombre de Guadalupe, por haber nacido en el mes dedicado a la virgen del Tepeyac. Son los casos de María Guadalupe (13 de diciembre de 1772), mulata de Coincho, jurisdicción de Tiripetío; María Guadalupe (diciembre de 1772), mulata del rancho de Simpanio; María Guadalupe (4 de diciembre de 1774), mulata de Cucucho; José Guadalupe (21 de diciembre de 1775), indio del rancho de Simpanio; María Guadalupe (14 de diciembre de 1776), mulata esclava de Santa Rosalía; José Guadalupe (17 de diciembre de 1777), indio de Undameo; María Guadalupe (20 de diciembre de 1778), india de Atécuaro y María Guadalupe (18 de diciembre de 1780), india de Tirio. Comúnmente, los “niños expósitos” que eran abandonados a las puertas de un hogar, eran recogidos por personas piadosas y pudientes, que se comprometían a brindarles abrigo y sustento; entre ellas figuraban las hermanas Mariana y Dolores de Alday, mujeres casadas, pertenecientes a la élite de Valladolid, quienes llegaron a fungir como madrinas de bautizo de entre 6 y 10 niños por año, antes de 1810. Las mujeres michoacanas antes de 1810

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Las muestras de fidelidad a la monarquía Antes de que diera inicio la lucha por la independencia, las mujeres michoacanas por lo regular habían dado muestras de amor, respeto y fidelidad al rey de España y de las Indias. Sólo cuando ocurrieron los motines populares de 1767, las mujeres y hombres de Valladolid, Pátzcuaro y Uruapan, levantaron la voz y se rebelaron ante las medidas impositivas del gobierno de los Borbones. Cuando ocurría la muerte de algún soberano se realizaban “honras solemnes” en las principales iglesias de la diócesis de Michoacán, a las que asistían, junto con los subdelegados, todos los vecinos de distinción, y un numeroso concurso de ambos sexos, tal como ocurrió en julio de 1789, en Tlalpujahua, Pátzcuaro, Valladolid y otros lugares, al conocerse el deceso del rey Carlos III. Lo mismo sucedió cuando las autoridades civiles y eclesiásticas de las principales ciudades y villas de la provincia realizaron las ceremonias de proclamación del nuevo monarca Carlos IV y su esposa Luisa de Borbón. Frente a los retratos de los reyes, las mujeres y hombres que acompañaban y estaban presentes en la función, manifestaron su inmenso regocijo con reiteradas vivas y emotivas aclamaciones. Por la noche, luego de las proclamaciones realizadas en el Ayuntamiento, en el obispado y 18

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Retrato del rey Carlos IV.

en la casa del alférez real, en los salones de la casa de este último se llevó a cabo un convite, se sirvió un refresco y, luego de concluido, se trasladaron todos los concurrentes a otro salón, para participar en el baile que duró hasta la media noche. Al que tuvo lugar en Valladolid, el 14 de febrero de 1791, concurrieron: “ochenta y seis damas ricamente vestidas, y se bailaron contradanzas de hasta veinte y seis parejas”.

Los eventos importantes que ocurrían en las villas y ciudades de Michoacán contaban casi siempre con la delicada presencia de las mujeres. Cuando se fundaron las cátedras de Derecho Civil y Canónico en el Colegio de San Nicolás Obispo de Valladolid, en noviembre de 1798, a los lados de la puerta principal del establecimiento, los músicos de la iglesia catedral, así como los de la tropa, amenizaron el suceso en presencia de los representantes de los cabildos civil y eclesiástico, del intendente y su distinguida familia; de los prelados, los miembros del clero, la oficialidad y demás personas distinguidas de la ciudad.

invasor, de rogativas públicas por el fin de la guerra y en cuantiosos donativos aportados por mujeres y hombres de todos los niveles sociales que estaban en posibilidad de hacerlo. Era de esta manera y no otra, como las mujeres michoacanas daban muestra de su amor y fidelidad al rey cautivo.

El superintendente del Colegio, licenciado Mariano Escandón y Llera, ordenó que en lo alto de las casas ubicadas al frente del mencionado colegio, se colocara otro vistoso tablado, tapizado e iluminado “para todas las damas de distinción que asistieron por convite; y así en éste como en el colegio se sirvió un costoso y general refresco, nada vulgar y sin distinción de personas, completándose esta hermosa noche con unos exquisitos y artificiosos fuegos”. También en tiempos difíciles las mujeres michoacanas dieron muestras de fidelidad y vasallaje al soberano. Cuando ocurrieron las sucesivas abdicaciones de la familia real en Bayona a favor de Napoleón Bonaparte y miles de tropas francesas invadieron la península, en todas las posesiones de la monarquía se desató un sentimiento patriótico sin precedente, manifestado a través de actos de repudio al

Vista del Colegio de San Nicolás Obispo de Valladolid ( hoy Morelia) a fines del siglo XVIII. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

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En los espacios de sociabilidad y de opinión Los sitios que solían frecuentar las mujeres de buena posición, acompañadas de sus maridos o de sus familias, eran las casas donde semana a semana se organizaban tertulias, los paseos vespertinos y sobre todo, la misa dominical.

Familia reunida en torno a la lectura de un libro. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

Johann Salomom Hegi. “El evangelista”. Fuente: www.bicentenario.gob.mx

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En Valladolid tuvieron fama las reuniones que se hacían en la casa del licenciado Nicolás de Michelena y en la del capitán José María García de Obeso, cuyas respectivas esposas se ocupaban de animar las reuniones en compañía de otros invitados. De igual modo, años “antes de la perturbación del reino”, el bachiller Francisco Aniceto Palacios, el doctor Manuel de la Bárcena, el doctor Manuel Abad Queipo y el intendente de Valladolid, Juan Antonio de Riaño, llegaron a tener concurrencia en Guanajuato, “en casa de las señoras Escalada”, donde solían conversar y deleitarse con una exquisita taza de chocolate o de té, y leer algunas obras literarias no incluidas en el índex del Tribunal de la Fe. Por su parte, las mujeres de condición humilde iban a la plaza, a la calle, al mercado o a escuchar misa en las iglesias de sus respectivas capillas o parroquias, cargando con sus hijos o sus hermanos menores, procuraban divertirse un poco en algunas de las festividades que continuamente se hacían en los pueblos, villas y lugares. Los bautismos y matrimonios eran sin duda el mejor pretexto para reunirse y hacer vida social.

Pintura de Mariano de Jesús Torres del Interior de la Catedral de Morelia (1876).

Pero lo más interesante de todo fue que, a partir de los acontecimientos del año de 1808, varias mujeres se las ingeniaron para enterarse de las novedades que traían las Gacetas y Diarios de México; en el patio de su casa, en la sala o en la habitación, se comentaban las noticias del día y se discutía sobre el futuro político del reino. Comenzaba a expresarse en “el bello sexo” una toma de conciencia diferente; una preocupación sobre el presente de su familia y también su futuro, sobre sus valores y creencias que, dadas las circunstancias, estaban en riesgo de perderse. Todo comenzó a cambiar para muchas de ellas desde finales de 1809, cuando al lado de sus maridos comenzaron a asistir a “asambleas” y reuniones de carácter político. Ahí se leían los periódicos en voz alta y los asistentes se formaban opinión sobre la situación que privaba

en el país; pero, sobre todo, se conspiraba contra el gobierno español y se ideaba el modo de salvar el reino. Cuando inició la insurrección, la madrugada del 16 de septiembre de 1810, la mayoría de las mujeres de las villas y ciudades permaneció en sus hogares y conventos, en espera de novedades, mientras que muchas de las que habitaban en el medio rural, se sumaron de inmediato a las filas rebeldes. El padre Hidalgo, con su grito revolucionario, había quitado los tributos y abolido la esclavitud; quería acabar con el “mal gobierno” que desde hacía siglos los oprimía y explotaba; buscaba terminar con las profundas desigualdades raciales, características de aquella sociedad, y había hecho un llamado a defender la religión, la independencia y la libertad de la América. Fue por eso que muchos hombres le siguieron, y sus esposas fueron con ellos.

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Fuentes de información Archivos

• Archivo de las Monjas Catalinas de Morelia (AMCM) • Archivo General de la Nación (AGN) • Archivo Histórico Casa de Morelos (AHCM) • Archivo Histórico Municipal de Morelia (AHMM)

• Archivo Parroquial de Irimbo (API) • Archivo Parroquial de Sagrario de Pátzcuaro (APSP) • Archivo Parroquial de Santiago Undameo (APSU) • Archivo Parroquial del Sagrario de Morelia (APSM)

Periódicos

Gazeta de México (1789, 1791, 1798, 1808)

Bibliografía • Carreño, G (1979). El Colegio de Santa Rosa María de Valladolid 1743-1810. Colección Historia Nuestra 1, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia.

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• García, G (1985). Documentos históricos mexicanos, edición facsimilar de de 1910, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, Comisión Nacional para las celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana.

• -------------------------------(2010). “Las mujeres michoacanas en la Independencia”, fascículo 11 de la obra: Historia Ilustrada de la Guerra de Independencia en Michoacán, MA Landavazo, G Sánchez Díaz y MA Urrego Ardila (coord.). Secretaría de Educación del Estado de Michoacán, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia.

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Editado por el Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología de Michoacán. Se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2011, en los Talleres Gráficos de Fondo Editorial Morevallado, S.R.L. de C.V., ubicados en la calle de Tlalpujahua No. 445, Col. Felícitas del Río, Tel. 327-68-81, Morelia, Michoacán. La edición estuvo al cuidado de la Subdirección de Difusión del COECyT, en su composición se utilizó tipografía Trebuchet MS y se imprimió en papel bond de 90 grs. El tiraje constó de 500 ejemplares.

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