Las matrices culturales del constitucionalismo europeo

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Descripción

BUROCRACIA, PODER POLÍTICO Y JUSTICIA Libro-homenaje de amigos del profesor José María García Marín Manuel Torres Aguilar y Miguel Pino Abad (Coordinadores)

Manuel Torres Aguilar Juan Antonio Alejandre García Pablo José Abascal Monedero Mª Paz Alonso Romero Javier Alvarado Planas Enrique Álvarez Cora Imma Ascione Agustín Bermúdez Jacques Bouineau Mª José Collantes de Terán de la Hera Santos M. Coronas Salustiano de Dios Francesco di Donato José Antonio Escudero Enrique Gacto

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Mercedes Galán Lorda José Manuel Guerrero Vacas Aquilino Iglesia Ferreirós Luigi Lacchè Giuseppe Lorini Eduardo Martiré Marco Nicola Miletti Manuel Moreno Alonso Pedro Ortego Gil Francisco Luis Pacheco Caballero Rafael Pérez Molina Miguel Pino Abad Victoria Sandoval Parra José Luis Soberanes Fernández María Jesús Torquemada

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Los autores Madrid

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid Teléfono (+34) 915442846 - (+34) 915442869 e-mail: [email protected] http://www.dykinson.es http://www.dykinson.com ISBN: 978-84-9085-486-0 Depósito Legal: M-27107-2015

Preimpresión: Besing Servicios Gráϔicos, S.L. [email protected] Impresión: Recco S.L. www.recco.es [email protected]

LAS MATRICES CULTURALES DEL CONSTITUCIONALISMO EUROPEO Francesco di Donato Università di Napoli Parthenope

Al agradecer al ilustre Maestro, Profesor José María García Marín, por haberme invitado a esta sede universitaria tan prestigiosa y distinguida, permítanme, estimados estudiantes, que comience mi lección con un auspicio que es, al mismo tiempo, un apasionado consejo para la vida. Sepan ustedes que los resultados importantes, grandes o pequeños que sean, se obtienen con un espíritu de observación critico y abierto, capaz de inmunizar nuestra mente del veneno del sectarismo y el dogmatismo. Desde los años juveniles y sobre todo durante los mismos, la mente humana tiene que entrenarse para distinguir los sueños de la realidad, aspiraciones programáticas de constataciones empíricas. Esto no significa de ninguna manera que se debe renunciar a los sueños y a las utopías: es justo que cada uno cultive las suyas, dado que como afirma Max Weber: «no se consigue lo posible si no se intenta una y otra vez lo imposible». Pero esto significa privilegiar en el análisis de los fenómenos políticos, jurídicos y, más lato sensu, sociales, la «verdad concreta de aquella “cosa” de la que habla Niccolò Maquiavelli, el padre de aquel realismo moderno que atraviesa todo el pensamiento occidental y obtiene durante el siglo XX sus frutos más maduros en el mismo Weber y en John Dewey. El amor por lo ‘relativo’ es el fundamento de la investigación. Y la investigación es el fundamento de la sociedad moderna. Esta sociedad es, en todo caso y con todos sus defectos –como bien sabe quien practica las disciplinas históricas– aquella en la que la vida es menos peligrosa y más agradable, más larga y más pacífica; aquella en la que los seres humanos pueden realizar con menor dificultad sus propios sueños y sus propias aspiraciones incluso las que parecían más inalcanzables e imposibles; aquella en la que las condiciones higiénicas alcanzaron estándares elevados; aquella en las que la atención médica (sanitaria) es más eficaz; aquella en la que los cambios políticos no son fruto de violencia física y derramamiento de sangre. En síntesis, aquella en la que el proceso de

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civilización (para usar la célebre expresión de Norbert Elías), determinado sobre todo por el desarrollo prodigioso de la estatualidad, se afirma con mayor arraigamiento produciendo aquellos efectos benéficos que muchos estudiosos, desde Talcott Parsons hasta Niklas Luhmann, han descrito con gran eficacia sintetizándolos en el concepto de «sistema social». Estatualidad no significa estatismo, formalismo jurídico y exceso de burocracia que desborda fácilmente del mundo de los papeles al mundo de las acciones virtuosas y acaba por contaminar hasta los sentimientos más profundos convirtiéndose en una verdadera visión del mundo, como nos demuestra en la pièce “La carta recomendada” de un gran comediógrafo francés de principios de siglo XX, Courteline. Estatualidad significa, en cambio, el espíritu de las instituciones (para usar la expresión de Denis Richet, uno de los maestros de la historiografía francesa), tendencia a la cooperación social y a la solidaridad para con los semejantes y para con todas las formas de vida que coexisten con nosotros. Es evidente que esta descripción no puede referirse a todo el planeta, sino sólo a las sociedades más desarrolladas, de las cuales en particular las occidentales y europeas constituyen su mayor expresión. Nuestra vieja Europa, que hoy parece vivir en profunda crisis y en un consiguiente momento de preocupación, aun así sigue siendo un dépôt (empleo con entusiasmo el término que Montesquieu utilizó para el saber jurídico) de saberes, de sentimientos políticos, de gustos estéticos, de estructuras racionales, que sólo un ataque de absoluta locura podría desconocer y destruir. Nadie puede negar que atravesamos un momento de profunda crisis, que no es sólo económica, sino que encierra en sí las presiones y las aspiraciones a un orden social más correcto y abierto y amplio, dónde la riqueza se distribuya mejor y las desigualdades disminuyan en vez de aumentar. Sin embargo nadie podría cambiar este cono de sombra con la oscuridad total y sin esperanza. Como ha escrito Luc Ferry en un excelente panfleto1, tenemos que estudiar cuidadosamente las razones profundas de este momento difícil para poder «enfrentar la crisis» sin histerias y paroxismos intelectualísticos, con aquel sentido de realismo que caracteriza el esprit scientifique eficazmente descrito por Gaston Bachelard2. Si observamos con espíritu receptivo y crítico todo lo que las mejores mentes del espíritu europeo han sabido darnos no podemos sino detenernos a reflexionar sobre las grandes virtudes que dicho espíritu ha sabido producir. Y eso no por autocomplacencia o por glorificación de sí mismos, sino al contrario porque es sólo a través de la meditación de la obra de nuestros ‘clásicos’ que podemos hallar (con palabras de Dante Alighieri) la ruta, saliendo de la selva oscura, en la que nos hemos extraviado. 1 2

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Face à la crise. Matériaux pour une politique de civilisation, Odile Jacob, Paris 2009. La formation de l’esprit scientifique, Vrin, Paris 1938.

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Entre los muchos ejemplos que podemos encontrar al respeto, existe un opúsculo, recientemente publicado que reproduce una espléndida conferencia que Albert Camus pronunció en Atenas en 1955 sobre El futuro de la civilización europea3. Es en aquel entonces, aunque parezca prematuro, que el gran escritor francés entrevió los presagios de la crisis, pero reaccionó conforme a su índole con aquel espíritu de observación crítica y realista: «Según yo, y por una vez podré contestar de manera clara, la civilización europea es en primer lugar una civilización pluralista. Quiero decir que ella abraza la diversidad de las opiniones, de las contraposiciones, de los valores contrastantes y de la dialéctica que no llega a una síntesis. En Europa la dialéctica existente es la que no lleva a un tipo de ideología contemporáneamente totalitaria y ortodoxa. El aporte más significativo de nuestra civilización, a mi juicio, corresponde al pluralismo que siempre ha sido el fundamento de la noción de libertad europea. Hoy es justamente eso que esta en peligro y que es necesario tutelar»4. Desarrollando este concepto otro grande espíritu europeo como Edgard Morin ha podido escribir que no hay que asombrarse si la Europa histórica al mismo tiempo ha sido «el derecho y la fuerza, la democracia y la opresión, la espiritualidad y la materialidad, la medida y el exceso, el mito y la razón, más bien el mito dentro de la razón misma». Eso no significa que esa misma Europa no se ha hecho portadora de grandes valores políticos transfundidos también en otras grandes conquistas jurídicas, con el reconocimiento de derechos y correspondientes deberes en los que se basa su identidad y su condición, tanto cultural como material. Por eso creo que no es necesario acceder al pesimismo sin salida. El espíritu crítico y escéptico, del cual Michel de Montaigne ha sido el máximo e insuperado exponente, no debe ser el preludio del extravío y de la depresión, sino al contrario la levadura y el estímulo de la investigación: curiositas mater scientiae. El reconocimiento de la debilidad de la mente humana y el escepticismo sobre la definitividad de su meta tiene que constituir el fundamento de un saber cada vez más acrisolado y crítico, un saber que, como Popper afirmó sobre la investigación, no tiene fin. La sképsis no es pues la base de un relativismo sin salida, sino la madre de la cultura: ars no habet inimicum nisi ignorantiam. Racionalidad, gusto estético (que como sostiene Josif Brodskij precede a la ética), democracia y libertad, son los valores que la civilización europea, fusión de culturas que interactúan contaminándose desde hace más de dos milenios, tiene que seguir personificando y defendiendo. Desde el punto de vista exquisitamente jurídico estos valores se han coagulado en los conceptos-clave de pacto social y de constitucionalismo. El pacto social 3 4

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Gallimard, Paris 2008. Ibid (trad. it. 2012, p. 15).

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ha sido, como ha demostrado un reciente e interesantísimo libro de Raffaele Ajello, uno de los mayores históricos del derecho en Italia, el punto de arribo de un largo y atormentado recorrido que ha llevado Europa a emanciparse del dominio del pensamiento mágico y providencialista que había dominado en toda la Edad Media5. El atormentado pasaje de la forma mentis apriorística a la experimental y a la fenomenológica ha marcado la evolución de la sociedad europea hacia el pensamiento científico y ha tenido también un fuerte impacto sobre el derecho y sobre el pensamiento jurídico, sustituyendo el derecho natural por el positivo y el ordo juris del antiguo régimen por el sistema jurídico codificado. ¿Pero qué significa y qué representa exactamente el constitucionalismo en el cuadro de la cultura europea? Es inútil subrayar –el va sans dire– lo complejo que es este tema y lo limitativo que es dar una respuesta unívoca. En primer lugar, se podría decir que el constitucionalismo es la forma que el Estado europeo y occidental se ha dado como consecuencia del arraigamiento de la civilización estatual. El problema de la definición del constitucionalismo se desplaza pues a la definición de civilización estatual. A mi juicio, la civilización estatual le es la capacidad de desarrollo de una sociedad basada en reglas compartidas e interiorizadas, es decir percibidas como propias y consideradas profundamente útiles para la vida de la sociedad misma. No se trata de una vida cualquiera, sino de una vida digna de ser vivida y rica de estímulos y de fermentos para todos, según los deseos y proyectos de cada uno, las propias pasiones y ambiciones. La civilización estatual es una dimensión de la organización colectiva que les ofrece a todos los individuos de una comunidad política la posibilidad de programar sus actividades en base a una razonable expectativa cuya satisfacción depende del talento personal y no de elementos aleatorios o, peor todavía, de apoyos amigables. Civilización estatual es por lo tanto también un método de elección de la élite dirigencial de un País, un método que depende del reconocimiento de las virtudes y no de criterios de pertenencia a clanes, familias o partitocracias. El constitucionalismo es la forma estructural jurídica que puede generar, a través de instrumentos adecuados y oportunos, dicha ordenada dinámica previsional por la que cada individuo de la comunidad puede disponer de libertad de expresión y manifestar su propio talento para contribuir en la evolución ordenada de la estructura social. Pues el constitucionalismo no puede limitarse únicamente a un sistema de reglas del procedimiento, por más perfeccionadas que sean, destinadas a disciplinar el funcionamiento de los poderes y de los órganos institucionales de un Estado, sino que debe ser definido y considerado sobre una multiplicidad de planes. En primer lugar, se encuentran las representaciones sociales a través de las cuales se manifiesta el sentido colectivo (la cons5 Dalla magia al patto sociale. Profilo storico dell’esperienza istituzionale e giuridica, L’Arte Tipografica, Napoles 2013.

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ciencia colectiva) y la psicología social de una comunidad. Serge Moscovici, el padre de la teoría de la social representations, ha escrito en un estudio célebre que: «El proceso de civilización […] no consiste tanto en reprimir los instintos y dominar las técnicas, como en la objetivación de las facultades humanas»6. Eso significa que (siempre según conceptos y palabras de Moscovici) los hechos sociales –y el derecho es una producto social– deben ser explicados utilizando también categorías psicológicas. De otra manera se determina una lógica autoreferencial, es decir una lógica que afirma «su derecho a referirse solamente a sí mismo y a explicar todo con su cabeza»7. Todo esto lleva, desde mi punto de vista de historiador del derecho y de las instituciones, a pensar que el fenómeno jurídico no puede reducirse sólo a las normas, a los sistemas normativos y a las técnicas de interpretación normativa, técnicas que pertenecen exclusivamente a los juristas. La posesión exclusiva de estas técnicas de manipulación de las normas otorga a los juristas un poder inmenso, por lo cual no era casual que en el antiguo régimen se los denominara sacerdotes juris. El poder de esta clase de potentes exentos de todo control, inclusive del mismo rey, que al contrario se sometía más bien a su juicio, se indica con una fórmula esencial y precisa (que se debe al ingenio creativo de Raffaele Ajello): secreto juris. Para derrocar este poder oculto y superar sus efectos funestos se debió esperar hasta la Revolución francesa. Y según algunos históricos del derecho, tampoco aquélla fue suficiente, ya que la interpretación y los poderes ocultos que a ella estaban relacionados subsistieron perfectamente, incluso bajo otras fórmulas y otras designaciones, hasta en los órdenes jurídicos siguientes. ¿Qué es el poder interpretativo de los juristas en los órdenes actuales sino el heredero, variatis variandis, de la interpretatio de los juristas medievales8? Si se consideran correctamente estos aspectos, se llega a la conclusión que para reconstruir fielmente una historia del derecho y de las instituciones no se puede permanecer confinados en el estrecho ámbito específico del systema juris, con las anexas técnicas de manipulación de las normas por parte de la clase corporativa de los juristas, sino que es necesario ampliar el horizonte y describir el funcionamiento efectivo del derecho, desde su producción hasta su aplicación. Describir el funcionamiento efectivo del derecho significa tomar en seria consideración todo el complejo mundo de las «relaciones efectivas» que gira en torno al derecho y a la producción/aplicación normativa. La expresión, hermosa, de 6

La machine à faire dieux, Fayard, Paris 1988 (trad. it. 1991, p. 428). Ibid. pp. 483-4. 8 Ugo Petronio, L’analogia tra induzione e interpretazione. Prima e dopo i codici giusnaturalistici, in Claudia Storti (ed.), Il ragionamento analogico. Profili storico-giuridici, Jovene, Napoles 2010, pp. 183-292. 7

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«relaciones efectivas» se debe al mayor histórico europeo de las instituciones, al francés Roland Mousnier9. Ahora bien, ¿qué significa ocuparse de las «relaciones efectivas» en el campo del derecho constitucional y del pensamiento político que lo sustenta? Intentaremos señalar por lo menos las principales. En primer lugar significa que para reconstruir la génesis, las matrices (la palabra procede del latín mater) del constitucionalismo, hace falta ampliar el horizonte y extender la mirada mucho más allá del mero dato normativo para ocuparse del conjunto de prácticas (como se sabe, la expresión pertenece a Michel Foucault), que son decisivas para comprender por qué, a partir de un determinado momento histórico y en ciertas áreas del Viejo Continente más que en otras, se afirma la concepción que el poder político debe ser encauzado, reglamentado, disciplinado, limitado dentro de precisos confines predeterminados. En segundo lugar, ocuparse de «relaciones efectivas», y no de cristalizaciones normativas, significa no caer en los equívocos (la ambigüedad) del lenguaje formal y observar la realidad social e institucional en su funcionamiento concreto y no en su funcionamiento presunto o agorado o hasta prescrito por los normas. La norma expresa un deber ser y no una realidad de hecho. Y bien puede existir, es más existe un ordenamiento formal que es completamente incumplido y contrario al derecho viviente y efectivo. Hagamos un ejemplo, quizás el más clamoroso: la monarquía absoluta. Frente a esta definición de los regímenes que han gobernado los Estados europeos durante la denominada Edad moderna (aproximadamente desde el siglo XV hasta el siglo XVIII), instintivamente nosotros pensamos en un poder totalitario y omnipotente, un poder que identifica a la persona del rey con el Estado. La imagen que se repite es la que se sintetiza en la expresión, tan fuerte como a bien juzgar insensata, de Luis XIV de Francia, el rey-sol, «l’État c’est moi», «el Estado soy yo». Pero, aparte del hecho que, como demostró Mousnier, esta frase es un falso histórico ya que Luis XIV no la pronunció nunca, la frase es insensata, pues bien sabemos (y mucho nos ha ayudado la obra de Max Weber), que el Estado moderno es un organismo muy complejo y cada vez más articulado en un aparato burocrático tan gigantesco que puede parecer monstruoso. Aun no considerando otros aspectos, sería imposible identificar esta enorme estructura (compuesta por una miríada de subestructuras, correspondientes a las múltiples y acrecentadas necesidades de una sociedad que requiere cada vez más servicios), con un solo hombre. Por lo tanto, el verdadero protagonista de la modernidad política no es el rey, sino precisamente el Estado. Y, de 9

La plume, la faucille et le marteau. Institutions et société en France du Moyen Age à la Révolution, PUF, Paris 1970; Idem, La costituzione nello Stato assoluto. Diritto, società, istituzioni in Francia dal Cinquecento al Settecento, ESI, Napoles 2002.

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hecho, aquella gran mente política que fue Luis XIV se dio cuenta de eso a tal punto que la verdadera frase que él pronunció en su testamento político (las Instrucciones al delfín), fueron: «Los reyes pasan, el Estado queda». Qué, como se puede apreciar, es el exacto contrario de «el Estado soy yo». Debemos concluir que lo que la historiografía ha llamado «absolutismo» y que en cambio las fuentes de la época llaman con mayor sobriedad «monarquía absoluta», no es para nada un elemento antitético del pensamiento constitucional, sino por el contrario es su postulado principal. Sin la fase de la monarquía absoluta no se hubiera podido llegar al Estado constitucional. Este último representa la fase más avanzada y en su versión democrática la más exquisita, del proceso de civilización estatual, cuya columna principal fue la fase de la monarquía absoluta representa. Mi idea es, por lo tanto, que el constitucionalismo no es la antítesis del absolutismo, de ninguna manera es la reacción revolucionaria al poder absoluto, sino su perfecta continuación. No es casual que el constitucionalismo democrático surja y se afirme justamente en aquellos Estados (como en Francia e Inglaterra), dónde ha sido precedido por una fase absolutista, que ha tenido el efecto estructurante de la estatualidad. No debe sorprender pues si considero también a Inglaterra un Estado absolutista, ya que también esa isla ha tenido desde Enrico VIII a Elisabeta I, aunque con significativos antecedentes que remonten a Enrico el Plantageneto, ha tenido una importante fase absolutista en la que el poder central se ha fortalecido y ha determinado las condiciones para una consolidación de todas las estructuras portantes de la sociedad. Empezando por la afirmación de la total autonomía de otras estructuras potentes de la época, como la nobleza feudal en el interior y la Iglesia en el exterior. Éste es un punto crucial de la historia del constitucionalismo: el pensamiento estatual que luego se ha vuelto constitucional se afirma por el proceso de laicización y secularización sin los cuales serían impensables los conceptos de autonomía y autodeterminación. Este proceso ha sido ilustrado por un excelente ensayo de un historiador americano Joseph Reese Strayer10. Del proceso de laicización deriva el proceso que con él está relacionado de racionalización y de modernización, en el que se fundamenta la civilización estatual, que a su vez es la base del constitucionalismo democrático. Por eso se puede concluir diciendo que la democracia jurídica y política contemporánea es –como genialmente intuyó Tocqueville– hija de la civilización estatual; y por tanto, si se considera el desarrollo histórico en su larga duración, la larga 10

The Laicization of French and English Society en the Thirteenth Century, en «Speculum», vol. XV, N. 1, gen. 1940, pp. 76-86, ahora disponible en la traducción al italiano de R. Giurato, La laicizzazione della società in Francia e in Inghilterra nel XIII secolo, in «Storia Amministrazione Costituzione», Annale ISAP, n. 17/2009, pp. 7-25.

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fase del Estado monárquico-absoluto ha sido no sólo decisiva para la estructuración de las instituciones estatuales, sino sobre todo para el arraigamiento de una mentalidad social, a la que se refería el gran historiador español, José Antonio Maravall, como elemento indispensable para la afirmación de la estatualidad11.

11

Estado moderno y mentalidad social (Siglos XV a XVII), Revista de Occidente, Madrid

1972.

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