Las llamas del odio: la quema del símbolo y las incongruencias del Tribunal Constitucional

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LAS LLAMAS DEL ODIO: LA QUEMA DEL SÍMBOLO Y LAS INCONGRUENCIAS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Göran Rollnert Liern 1. La sentencia, el relato fáctico y el enfoque de la cuestión El 31 de julio el Pleno del Tribunal Constitucional ha publicado la sentencia desestimatoria del recurso de amparo interpuesto por dos ciudadanos que en 2007 quemaron una foto de los Reyes tras una manifestación independentista y por ello fueron condenados por la Audiencia Nacional a una multa de 2700 euros por un delito de injurias a la Corona. El Tribunal Constitucional ha considerado que dicha condena no vulnera ni la libertad de expresión ni la libertad ideológica de los recurrentes. Tanto la resolución como los votos particulares discrepantes de 4 magistrados plantean varias cuestiones jurídico-constitucionales de calado y del máximo interés. Una de las diferencias relevantes entre la sentencia y los votos particulares se refiere precisamente a la valoración de los hechos que la Audiencia Nacional consideró probados, así que lo mejor será comenzar por el relato literal de los mismos tal y como constan en los antecedentes: “sobre las 20.00 horas del día 13 de septiembre de 2007, con motivo de la visita institucional de S. M. el Rey a la ciudad de Gerona, J.R.C. y E.S.T. [….], quemaron previa colocación boca abajo de una fotografía de SS. MM. los Reyes de España en el curso de una concentración en la Plaza de Vino de esa capital. A dicha concentración le había precedido una manifestación encabezada por una pancarta que decía «300 años de Borbones, 300 años combatiendo la ocupación española». Los citados iban con el rostro tapado para no ser identificados y, tras colocar la citada fotografía de gran tamaño de SS. MM. los Reyes en la forma expuesta, en el centro de la plaza se procedió por E.S. a rociarla con un líquido inflamable y por J. R. a prenderle fuego con una antorcha procediendo a su quema, mientras eran jaleados con diferentes gritos por las varias decenas de personas que se habían reunido en la citada plaza”. Con independencia de que comparta algunas de las críticas de los votos particulares, la sentencia adopta —parcialmente— un enfoque que en un primer momento parece apuntar a lo verdaderamente sustancial: lo que está en juego no es tanto la protección penal del honor personal del Rey o la reputación de la Corona como institución (honor institucional), sino más bien si bajo la cobertura constitucional de las libertades de expresión e ideológica cabe “menospreciar y vilipendiar”, “despreciar” (según la sentencia de la Audiencia Nacional) “lo que la figura del Rey representa”, es decir, el Estado y su unidad, a través de un concreto medio —la destrucción de su efigie por el fuego— y con una determinada puesta en escena. El Tribunal Constitucional acierta al tener en cuenta, aunque tímidamente, la posición del Rey como símbolo de la unidad y permanencia del Estado a la hora de analizar si quemar su fotografía en las circunstancias descritas es o no penalmente reprochable. Efectivamente, a nadie se le puede escapar (aunque 1

los votos particulares omitan llamativamente toda referencia al respecto) que lo que los encapuchados y su jaleante público quisieron escenificar con su piroperformance es la destrucción simbólica, mediante el fuego, del símbolo del Estado y de la unidad de España. 2. La Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional ¿Protegen las libertades de expresión e ideológica quemar la fotografía de quien representa simbólicamente a España y a todos los españoles? La Audiencia Nacional entendió que la manifestación independentista previa estuvo plenamente amparada por la libertad de expresión pero que quemar la fotografía de los Reyes, colocada previamente boca abajo “en posición claudicante”, como acto deliberado y no espontáneo para el que los condenados vinieron con la cara tapada y provistos de la fotografía y el líquido inflamable, tuvo la “intención evidente de menospreciar la figura de Sus Majestades” y, “siendo esta acción […] innecesaria para defender la opinión de los concentrados y […] formalmente injuriosa, sobrepasa los límites amparados por el derecho fundamental a la libertad de expresión y lesiona el derecho al honor de la Institución, la Corona, como institución constitucional democrática”. El razonamiento del Tribunal Constitucional llega a la misma conclusión pero discurre, sin embargo, por un cauce distinto al considerar que los hechos son valorables en términos de “discurso del odio” del que previamente ha afirmado que en una de sus vertientes “persigue fomentar el rechazo, la exclusión y aún la eliminación física” de los oponentes. La quema de la fotografía constituye, para el Tribunal, “un acto simbólico que traslada […] la idea de que los Monarcas merecen ser ajusticiados, sin que deba dejar de advertirse además que […] provoca un mayor impacto en una sociedad democrática, como la española, que de forma expresa excluye en su Constitución la pena de muerte” y “comporta una incitación a la violencia contra la persona y la Institución que representa, fomenta sentimientos de agresividad contra la misma y expresa una amenaza”; en la medida que estos hechos no fueron acompañados de “ninguna expresión, discurso, mensaje u opinión de la que quepa inferir una censura u oposición políticamente articulada contra la Monarquía o los Reyes”, afirma la sentencia que los condenados “lisa y llanamente actuaron con el propósito de incitar a la exclusión sirviéndose de una escenificación lúgubre y con connotaciones violentas”, situándose extramuros del legítimo ejercicio de la libertad de expresión. Entiende también que la condena no vulneró la libertad ideológica al no venir motivada por la posición política de los recurrentes, contraria a la monarquía y a la persona del Rey, sino por el “tratamiento de incitación al odio y a la exclusión de un sector de la población mediante el acto de que fueron objeto los retratos oficiales de los Reyes”. Hasta aquí una síntesis personal de los argumentos utilizados por la Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional. Los condenados alegaron, por el contrario, haber sido sancionados por su “opción ideológica contraria a la monarquía” y que “su conducta […], aunque pueda parecer, a los ojos de

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algunos, incorrecta o incluso de mal gusto si se quiere, no implica ningún menosprecio intrínsecamente vejatorio contra los Reyes”, dado “el contexto de reivindicación o contestación política en contra de la monarquía en el que se produjo y la condición político-pública de la institución monárquica que resulta, en consecuencia, más permeable a la crítica”, aduciendo también que el Tribunal Supremo norteamericano considera que quemar la bandera americana es una conducta protegida por la libertad de expresión. 3. La significación de la quema del retrato Sin entrar por ahora en los problemas jurídicos que surgen de la argumentación utilizada por la Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional (y correlativamente, de la distinta calificación jurídica de los hechos como injurias o como hate speech), hay aspectos que merecen algún comentario acerca de la significación de la quema del retrato. La intención ofensiva de quemar la efigie del Jefe del Estado es evidente y la propia escenografía escogida lo pone de manifiesto; se busca deliberadamente la humillación, la vejación y el escarnio de la institución más representativa del Estado al que pretenden proyectar su desprecio. Pero el medio elegido para simbolizar la destrucción de la “ocupación española”, el fuego, transmite por sí mismo un mensaje expresivo de agresividad, amenaza y odio. Podría discutirse sobre las intenciones de los autores en un contexto en el que se les negara la libre expresión pacífica de sus opiniones y en el que tuvieran que recurrir a acciones llamativas y provocativas para llamar la atención sobre su mensaje, pero no en un régimen de libertades en el que se manifiestan con plena normalidad. Ofensa, odio, amenaza, intolerancia, intimidación, connotaciones violentas. Sin duda. Indirectamente, pero las hay, sean punibles o no. Sin embargo, no era necesario dramatizar ni forzar la interpretación de los hechos, de por sí suficientemente elocuentes del ánimo de sus ejecutantes y de su audiencia. Las referencias de la sentencia vinculando el acto con el discurso fóbico que persigue fomentar la “exclusión” y “la eliminación física” de quienes no compartan su ideario, y dando a entender que se propugna el regicidio van más allá de lo razonable; el recurso al contraste entre el ajusticiamiento simbólico de los monarcas y una sociedad tan tolerante y políticamente correcta que ha eliminado la pena de muerte es un recurso retórico efectista sin conexión con el meollo del asunto. Pese a la agresividad que transmite el acto, calificado por la Audiencia Nacional como “aquelarre” o “juicio inquisitorial”, no hay una incitación directa a la violencia contra la persona del Rey y la institución y no es ni tampoco es asumible la tesis del Tribunal de que los hechos generaran un posible riesgo de violencia personal sobre los Reyes cuando ni estaban presentes ni consta que se produjeran incidentes de orden público. Sin embargo, la línea argumental de la opinión mayoritaria se aparta muy pronto del planteamiento inicial anteriormente comentado, al entender que el “discurso del odio” va dirigido contra la persona del Rey, con alguna referencia ocasional a la institución de la que es titular, pero sin mencionar el 3

objetivo último del ataque literalmente incendiario de los condenados, que no es tanto el símbolo —el Rey— como la realidad simbolizada a la que remite, la unidad y permanencia del Estado y de la Nación española. En el mismo sentido, el voto particular de Juan Antonio Xiol razona también en términos de que los hechos no afectaron al honor, dignidad, integridad física, seguridad personal o a derechos subjetivos del Rey ni al prestigio de la institución y que no hubo incitación directa a la violencia personal contra el monarca ni contra la Corona, concluyendo de ello que se trató de “un mero acto de rechazo a la institución monárquica”. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, es cierto que los parámetros del debate vienen determinados por el objeto del recurso de amparo (la condena por un delito de injurias al Rey), pero ello no empece para subrayar que lo relevante de los hechos enjuiciados es que lo que la quema del símbolo evoca es la destrucción del Estado. Y recurrir al fuego para representar gráficamente ese objetivo destructivo tiene una obvia significación que va mucho más allá de la legítima discusión y crítica, todo lo virulenta y radical que se quiera, acerca de la forma de la Jefatura del Estado, de la forma de gobierno o de las acciones y conductas del Jefe del Estado. En este caso bien puede decirse que el medio es el mensaje y el mensaje es la incitación indirecta a la destrucción del Estado, de la nación y del orden político que el Rey encarna simbólicamente. ¿Qué medios consideran legítimos los recurrentes para esta destrucción? Las llamas parecen hablar por sí mismas y, desde luego, lo que transmiten no es precisamente respeto a los procedimientos establecidos para la reforma o revisión de la Constitución ni a los derechos de todos los españoles, sino más bien todo lo contrario: violencia velada, amenaza y abuso de los derechos que les garantiza el Estado para reducirlo a cenizas. Una crítica esgrimida por el voto particular de Encarnación Roca es que en el caso de autos la actuación de los condenados es expresión de una posición ideológica y que el Tribunal Constitucional no ha ponderado la sanción penal impuesta con el orden público como único límite aplicable a la libertad ideológica. La crítica es acertada pero la concepción del orden público que acoge es, a mi juicio, reduccionista al identificarlo con la exclusión de la violencia y la mera ausencia de peligro claro e inminente para personas o bienes, esto es, con el orden público en sentido estricto, policial, que limita las libertades de reunión y manifestación. Cuando se trata del orden público como límite de la libertad ideológica estamos hablando de algo más que de incidentes y desórdenes. Estamos hablando del orden público constitucional que incluye también el respeto a la ley y a los derechos de los demás como fundamento del orden político y social, a los valores superiores del ordenamiento jurídico, a la soberanía nacional; no se trata, sin embargo, de exigir respeto teórico o intelectual a estos elementos, es decir, de blindarlos reaccionando penalmente frente a la crítica o la disidencia. No. El Estado debe garantizar la libre discusión pública protegiendo las libertades de expresión e ideológica de todos, pero no tiene sentido que el límite del orden público no se extienda también a la confianza legítima de los ciudadanos en que los poderes públicos les amparan frente a las antorchas de la intimidación y la amenaza. 4

4. El límite aplicado a la libertad de expresión: de la injuria al Rey al hate speech El Tribunal Constitucional considera que el bien jurídico protegido por el art. 490.3 del Código Penal por el que se condenó a los recurrentes es el honor y la dignidad del Rey en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas, pero también “el mantenimiento del propio orden político que sanciona la Constitución, en atención a lo que la figura del Rey representa” y en el mismo párrafo se refiere a él como “máximo representante del Estado y símbolo de su unidad”; sin embargo, en su argumentación posterior omite referirse a la naturaleza ofensiva o injuriosa del acto tanto para la persona del monarca como para la significación simbólica de la institución. Desde el momento en que la fundamentación jurídica de la opinión mayoritaria se aparta de la calificación penal de la Audiencia Nacional —que considera la acción lesiva del honor institucional de la Corona por ser “formalmente injuriosa” e innecesaria para la expresión de la opinión— y niega al acto la protección constitucional de la libertad de expresión por ser constitutivo de “discurso del odio” que incita a la violencia, el Tribunal incurre, a mi entender, en algunas incongruencias que los votos particulares han puesto de manifiesto. Que la quema de la foto de los Reyes suponga utilizar el lenguaje del odio no implica que sea calificable jurídicamente de “discurso del odio”. Los votos particulares de Xiol y Adela Asúa (al que se suma Fernando Valdés) rechazan rotundamente y en términos muy críticos que el acto enjuiciado pueda recibir esta calificación remitiéndose al concepto del “discurso del odio” acuñado en la Recomendación núm. R (27) 20 del Comité de Ministros del Consejo de Europa, de 30 de octubre de 1997, en la jurisprudencia del TEDH y en la propia jurisprudencia constitucional (235/2007). En el caso en cuestión, no hay incitación directa a la violencia y, aunque el odio expresado hacia el Rey traiga causa, entre otras consideraciones, de su condición “nacional” (en cuanto símbolo de la nación considerada “ocupante”), la incitación sería en todo caso indirecta y no tanto a la violencia, exclusión o discriminación de su persona (o de “un sector de la población”, según el Tribunal) sino a su derrocamiento y a la destrucción del Estado y del orden constitucional por la fuerza. Hay odio, en mi opinión, pero no es punible a través de los tipos penales que criminalizan el hate speech. Al argumentar en términos de “discurso del odio”, la mayoría se ve compelida también a justificar la existencia de un “riesgo evidente” de que el público percibiera la acción como una incitación a la violencia y al odio, avivando un sentimiento de desprecio que expusiera a los Reyes y a la institución a “un posible riesgo de violencia”, lo que no casa con la ausencia de incidentes o reacciones violentas sin que el Tribunal aporte más datos que puedan avalar este hipotético riesgo. Cabe decir, no obstante, que el voto particular de Asúa se remite al criterio norteamericano del clear and present danger (establecido por el Juez Holmes en 1919) como “estándar operativo para demarcar el campo del discurso protegido en el marco constitucional e 5

internacional de los derechos humanos” y ello es discutible en el campo de la incitación al terrorismo en el que el Convenio núm. 196 del Consejo de Europa para la Prevención del Terrorismo, de 16 de mayo de 2005, exige para penalizar la incitación —tanto directa como indirecta— que la misma “cree peligro de que se puedan cometer” delitos de terrorismo, sin pronunciarse sobre la inminencia y probabilidad del riesgo, requisito que tampoco ha establecido de forma concluyente la jurisprudencia del TEDH. Se ha criticado también por el magistrado Xiol que la sentencia no es coherente al justificar la imposición de la sanción penal por la incitación directa a la violencia y la amenaza (que, de existir, tendrían encaje en otros preceptos penales) y no por la lesión del honor o prestigio de la Institución que se protege en el art. 490.3 del Código Penal. Para Asúa, esto supone una alteración de la calificación jurídico-penal de los hechos y de los elementos subjetivos inaudita parte y conduce a una incongruencia omisiva al no responder al objeto del amparo: si el honor del Rey y el honor institucional de la monarquía pueden limitar la libertad de expresión política al dar lugar a una condena penal por delito de injurias al Rey. En el mismo voto particular, afirma que la justificación de la condena que hace la sentencia respondería a una calificación jurídica de un delito de amenazas o de un delito contra la integridad física en estado de provocación, descartada la posibilidad de aplicar el delito del art. 510 CP de provocación al odio y a la violencia contra colectivos vulnerables; siendo que se recurre a esta justificación ello supone para Asúa que “implícitamente se rechaza […] que la ofensa al honor o al prestigio de los Reyes, o de la institución monárquica pueda operar como límite de la libertad de expresión”, lo que debía haber conducido a la estimación del amparo. 5. El análisis de la libertad ideológica y la incongruencia del Tribunal Un aspecto destacable es que el Tribunal Constitucional ha analizado separadamente las posibles violaciones de la libertad de expresión y de la libertad ideológica, señalando respecto de esta última que no se dan las premisas establecidas en su doctrina “para que los actos de los poderes públicos puedan ser anulados por violaciones de la libertad ideológica […] [:] de una parte, que aquéllos perturben o impidan de algún modo la adopción o el mantenimiento en libertad de una determinada ideología o pensamiento, y no simplemente que se incida en la expresión de determinados criterios. De otra, se exige que entre el contenido y sostenimiento de éstos y lo dispuesto en los actos que se combatan quepa apreciar una relación de causalidad“. En este sentido, es cierto que la condena penal por injurias al Rey no se basó en las convicciones ideológicas de los recurrentes, libremente expresadas en la manifestación previa, sino en el acto concreto de la quema de la fotografía al que el Tribunal atribuye un significado incitador a la violencia y al odio, y desde esta perspectiva es lógico que el Alto Tribunal niegue a dicha condena el efecto disuasorio o de desaliento del ejercicio de las libertades de expresión e ideológica que le imputan los votos particulares de Xiol y Asúa. Lo que resulta más criticable es que el Tribunal no haya sido coherente con su propia jurisprudencia que desde 1990, aún con algunas discontinuidades, 6

viene afirmando la prevalencia del régimen jurídico de la libertad ideológica sobre el de la libertad de expresión en los casos en los que la segunda es manifestación externa de la primera, y ello resulta evidente desde el momento en que ni siquiera toma en consideración en su razonamiento el límite del orden público, siendo que es este el único límite aplicable a la libertad ideológica. A este respecto, merece especial consideración el voto particular de Roca cuyo punto de partida es plenamente asumible, aunque no sus conclusiones. Este voto particular, a partir de la propia jurisprudencia constitucional, afirma que la sentencia debería haber tenido en cuenta el derecho a la libertad ideológica del art. 16.1 CE “no solo como cuestión secundaria sino principal y de partida”, lo que hubiera conllevado la aplicación de un canon o estándar, el orden público, menos restrictivo que el de la libertad de expresión aplicado en la sentencia (art. 20.4 CE). Efectivamente, en esta sentencia el Tribunal Constitucional, aunque cita su precedente más importante acerca del orden público como único límite aplicable en los supuestos de concurrencia de la libertad de expresión con la libertad ideológica —la STC 20/1990—, prescinde absolutamente de la teoría general que él mismo estableció según la cual la libertad ideológica no puede quedar absorbida por la libertad de expresión por cuanto ello implicaría equiparar los límites de ambos derechos restringiendo así el ámbito más amplio de la libertad ideológica solo reducible por el mantenimiento del orden público protegido por la ley y no por los límites del art. 20.4: “cuando el hecho imputado a un ciudadano afecte principalmente a su derecho a la libertad ideológica, su enjuiciamiento ha de ponderar y analizar también principalmente de qué manera a través de su manifestación externa se ha vulnerado el ‘orden público protegido por la Ley’”. Esta incongruencia del Tribunal, eludiendo ponderar la sanción penal con el límite del orden público, puede tener, sin embargo, una cierta explicación en el hecho de que la jurisprudencia posterior a la STC 20/1990 no llegó nunca a definir lo que debe entenderse por orden público en relación con la libertad ideológica, más allá de la referencia en esa misma sentencia a la “exclusión de la violencia para imponer los propios criterios” (FJ 5). El voto particular de Roca entiende que en el supuesto de autos debía haberse aplicado el límite del orden público que, a su juicio, proscribe la violencia y la alteración del orden público con peligro para personas o bienes (art. 21.2 CE), reconduciéndolo en última instancia a la aplicación del principio ya citado del clear and present danger, con la consecuencia de considerar que la conducta enjuiciada queda protegida por la libertad ideológica al no sobrepasar dicho límite. 6. Recapitulación. El orden público constitucional y la violencia moral intimidatoria. La quema de fotografías del Rey tiene, a mi modo de ver, carácter ofensivo e injurioso, tal y como entendió la Audiencia Nacional, pero la ofensa y el menosprecio van dirigidas principalmente al monarca en cuanto símbolo de la unidad y permanencia del Estado. En este sentido, atendiendo a la dimensión simbólica de la Jefatura del Estado, parece más apropiado calificar 7

jurídicamente el acto como un delito de ofensa o ultraje de hecho a España o a uno de sus símbolos efectuado con publicidad, tipificado en el art. 543 del Código Penal y no tanto como un delito de injurias al Rey del art. 490.3; preceptos ambos sobre cuya constitucionalidad debería reflexionarse a juicio de Miguel Presno sobre la base de jurisprudencia del TEDH y del Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos. Ahora bien, el análisis de los hechos debe hacerse no desde el prisma de la libertad de expresión del art. 20.1 a) CE sino desde la libertad ideológica del art. 16 CE, habida cuenta de que la acción realizada expresa indubitadamente una posición ideológica. En este sentido, resulta artificioso que la sentencia pretenda negar que los hechos se desarrollan en un contexto de crítica política para marcar distancias con la STEDH de 15 de marzo de 2011 dictada en el caso Otegui Mondragón c. España. A propósito de esta sentencia Miguel Presno señala con razón que, al igual que en el caso Otegui, se trata de una opinión sobre un asunto sujeto al debate político y en un contexto de esta índole. La ponderación de la sanción penal con la libertad ideológica en lugar de con la libertad de expresión no impediría justificar la condena si el acto pudiera ser calificado como “discurso del odio” por cuanto el límite del orden público establecido por la libertad ideológica permite restringir las expresiones ideológicas que inciten a la violencia, al odio o a la discriminación. Sin embargo, como se ha dicho, en este caso no ha habido incitación directa a la violencia y los hechos no pueden ser calificados técnicamente como hate speech, como argumentan dos de los votos particulares. En todo caso, no se trataría de un delito de injurias al Rey sino de una conducta en su caso punible a través de otras figuras delictivas y ello escapa al ámbito objetivo del recurso de amparo en la medida que la pena se impuso por el delito de injurias al Rey. Así las cosas ¿la sanción penal impuesta vulnera la libertad ideológica de los recurrentes? No anda desencaminada la posición mayoritaria cuando responde negativamente en la medida que la intervención penal no impidió ni impide a los condenados expresar con total libertad su posición política contraria a la monarquía y tan solo incidió en la expresión de la misma por medio del acto concreto de la quema de la fotografía, teniendo a su disposición cualquier otro medio para manifestarla; y, por otra parte, la condena no vino determinada por la ideología profesada sino por el medio utilizado para transmitirla, considerado como formalmente injurioso por la Audiencia Nacional y como incitador a la violencia y al odio por el Tribunal Constitucional. Sin embargo, la argumentación del Tribunal ignora por completo la exigencia, afirmada en su propia doctrina, de ponderar el reproche penal con el límite del “mantenimiento del orden público protegido por la ley”. El Tribunal apenas ha caracterizado el concepto de orden público como límite de la libertad ideológica (“exclusión de la violencia para imponer los propios criterios”, STC 20/1990, FJ 5) pero sí ha declarado que no es sin más equiparable con el orden público que limita la libertad de reunión y 8

manifestación (art. 21.2 CE) de acuerdo con la visión clásica, securitaria y policial del mismo, esto es, paz pública y orden en las calles, ausencia de altercados y disturbios en el espacio público que supongan peligro para las personas y los bienes; sería ésta una noción muy próxima a la de seguridad ciudadana. Pero el propio Tribunal ha esbozado otro concepto amplio del orden público, más en línea con los límites que el art. 9.2 CEDH establece para las libertades de pensamiento, conciencia y religión, y que se extendería a los fundamentos últimos del Estado como los principios y valores superiores del ordenamiento jurídico (art. 1.1), la dignidad de la persona, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás (art. 10.1 CE). Se trataría, en definitiva, del orden público constitucional que es incompatible con la violencia, también con “la violencia moral de carácter intimidatorio” (STC 2/1982, FJ 5). Dicho esto, si el Tribunal hubiera sido congruente con su propia jurisprudencia debía haber analizado si la condena por injurias al Rey, como intervención restrictiva de la libertad ideológica, estaba o no justificada en el límite constitucional del orden público y no le hubiera requerido demasiado esfuerzo argumental vincular la sanción penal a la protección del honor personal e institucional del Rey como uno de los derechos e intereses constitucionales que integran el orden público constitucional, sin que ello suponga prejuzgar el resultado del juicio de proporcionalidad en el que abunda el voto particular de Xiol. La distinta (y distante) interpretación de la significación de la quema del retrato es un elemento determinante de las divergencias entre la postura mayoritaria y los votos particulares. En este sentido, no comparto la visión un tanto buenista de los votos particulares que valoran la acción como una inocua manifestación simbólica de rechazo a la institución monárquica. Cierto que no hay incitación directa a la violencia física o personal contra el Rey, pero eso no blanquea el mensaje de la destrucción del Estado incinerando su símbolo. Las llamas comunican odio, amenaza, intimidación, violencia, dirigida a lo que el Rey representa simbólicamente: el Estado, la Nación española, su soberanía, su orden constitucional y su sistema de libertades, su forma de gobierno y su aparato institucional, etc. Que estos contenidos significativos estén presentes o no en el acto monarcofóbico, que tengan o no la entidad suficiente para ser perseguibles penalmente, o que, teniéndola, deban o no ser objeto de reproche en la vía penal es, naturalmente, una cuestión controvertida y opinable. Hay argumentos para considerar que restringir el ejercicio de la libertad ideológica cuando se proyecta mediante la quema de retratos del Jefe del Estado encuentra cobertura constitucional en el límite constitucional del orden público, que excluye no solo la violencia física incompatible con los derechos de los demás sino también la violencia moral implícita en la quema del símbolo, por sus connotaciones amenazantes e intimidatorias, por incitar indirectamente a la destrucción del orden político por la fuerza. Esto es un juicio de intenciones, pero atribuirles otra intención distinta no deja de ser también otro juicio de intenciones que me parece menos ajustado a lo que los hechos muestran y a lo que sus protagonistas pretendieron transmitir. No obstante, tiene razón Juan Antonio Xiol cuando viene a decir en su voto particular que el hecho de que una determinada conducta no esté protegida 9

constitucionalmente por un derecho fundamental no la convierte ipso facto en penalmente punible ni tampoco legitima cualquier reacción sancionadora cuya proporcionalidad en sentido estricto y su posible chilling effect habrá que valorar en todo caso. Para terminar, se afirma en dos de los votos particulares que “la sensibilidad y la forma con que los poderes del Estado abordan y trata estos derechos [las libertades de expresión e información] son un indicador de la calidad de la democracia”(Xiol) y que “la crítica y la expresión de la disidencia garantizan la legitimidad política del sistema” (Asúa). Así es. Pero no es menos cierto que los Estados también necesitan ampliar su legitimidad política garantizando a sus ciudadanos una convivencia pacífica en la que nadie les intimide con la amenaza subliminal implícita en arrojar a la hoguera el símbolo de su identidad política y nacional.

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