Las ideas estéticas de Paul Valéry

Share Embed


Descripción





Ese «yo superior a mí» es una idea muy interesante que cerrará este trabajo.
Una diferencia, además de otras que se obvian, sí subraya Paul Valéry: «El Universo poético no se crea tan poderosa y fácilmente. Existe, pero el poeta está privado de las inmensas ventajas que posee el músico. No tiene ante sí, dispuesto para un disfrute de belleza, un conjunto de medios hechos expresamente para su arte» (1990: 88). Valéry habla aquí de las escalas musicales, los acordes y los instrumentos. Más tarde dice: «Así pues, completamente diferente del músico y menos afortunado, el poeta se ve obligado a crear, en cada creación, el universo de la poesía» (1990: 206).
Citas como la que sigue denotan la importancia que Valéry dio también al acto mismo de realización de la obra, admirable en su laboriosidad y elemento constitutivo del valor y la calidad de la obra como objeto y el artista como hombre: «Una obra de arte digna del artista sería aquella cuya ejecución fuera también una obra de arte — por la delicadeza y la profundidad de las dudas — el entusiasmo bien medido, y rematando casi la tarea con maestría en el desarrollo de las operaciones — Eso es inhumano» (Paul Valéry, 2007: 357).
Federico García Lorca diría que la «poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio».
rematando casi la tarea con maestría en el desarrollo de las operaciones — Eso es inhumano» (2007: 357).
Este método no deja de ser una poética entre otras. Se da el caso de autores que prefieren respetar la forma original o natal del poema, tal y como les ha surgido en estado de inspiración y arrebatamiento, ya que así se conserva una fuerza y un valor poéticos que otros estados de conciencia más corrientes, más conscientes —y por tanto más racionales y juiciosos, menos poéticos—, no podrían imprimir en la obra.
En perspectiva de Paul Valéry. No hay que olvidar que llegaría a declarar lo siguiente: «En materia de poesía, tengo el vicio de no amar […] salvo lo que me transmite el sentimiento de perfección. Como tantos otros vicios, este se agrava con la edad. Todo aquello de una obra que me da la impresión que podría cambiar sin mayor esfuerzo se convierte en enemigo de mi placer» (1990: 36).

Estas ideas de equivalencias y correspondencias, de resonancia musical entre las cosas y los seres demuestran la fuerte influencia que sobre Paul Valéry ejercieron las poéticas simbolistas de autores como Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud y, sobretodo, Stéphane Mallarmé, de quien fue amigo y cuya obra alaba con frecuencia en sus Estudios literarios.
«Otras veces he observado que un incidente no menos insignificante causaba —o parecía causar— una excursión muy diferente, una desviación de naturaleza y de resultado muy distinto. Por ejemplo, una brusca aproximación de ideas, una analogía se apoderaba de mí, como una llamada de cuerno en un bosque hace aguzar el oído, y virtualmente orienta todos nuestros músculos que se sienten coordinados hacia algún punto del espacio y de la profundidad del follaje. Pero, esta vez, en lugar de un poema, se trataba de un análisis de esta súbita sensación intelectual que se apoderaba de mí. No se trataba de versos que se apartaban con mayor o menor facilidad de mi duración en esta fase; sino de alguna proposición que se destinaba a incorporarse a mis hábitos de pensamiento, alguna fórmula que debía en lo sucesivo servir de instrumento a ulteriores investigaciones...» (1990: 77-78).
Muchos poetas y artistas se han valido para ello de las drogas, el alcohol o la vivencia de experiencias límite.
¿Quién podría decir que el artista no sea, en el fondo, un consumidor de arte que decida dedicarse a crear, él mismo, lo que necesita cualquier consumidor, y recrear así su sensibilidad y su inteligencia por medio de un estado poético creado, prolongado y mantenido por él mismo, con su propio arte? Sería un tema interesante para investigar.
Valéry señala además que se trata de un placer «que no se explica; que no se circunscribe; que no se acantona ni en el órgano del sentido en el que nace, ni siquiera en el dominio de la sensibilidad; que difiere de naturaleza, de intensidad, de importancia y de consecuencia, según las personas, las circunstancias, las épocas, la cultura, la edad y el medio; que excita a acciones sin causa universalmente válida, y ordenadas para fines inciertos, a individuos distribuidos como al azar en el conjunto de un pueblo; y esas acciones engendran productos de orden diverso cuyo valor de uso y valor de cambio dependen muy poco de lo que son» (1990: 65-66).
No olvidemos, como bien apunta Valéry, que el «verdadero enemigo de las cosas escritas es el olvido» (1995: 159), es decir, la ausencia de público lector.
«Así es como el consumidor se convierte a su vez en productor; productor, primero, del valor de la obra y después […] en productor del valor del ser imaginario que ha hecho lo que admira» (1990: 115).
Un valor que puede cambiar en función tanto de la época en que ha sido creada como desde la que se juzgue la obra. Valéry habla mucho, también, acerca del avance de los tiempos, con sus cambios, sus novedades, sus amnesias, sus recuperaciones de memoria (1990: 25, 26, 101), así como de la vida efímera del valor otorgado a una obra cuyo fondo arraiga en la actualidad de su tiempo (1995: 160).
13





Las ideas estéticas
de
Paul Valéry
























Julio del Pino Perales
Estética literaria
Prof. Alfredo Saldaña
Grado de Filología Hispánica
Universidad de Zaragoza · 2015
Índice

Introducción 3
Los fundamentos teóricos y estéticos de Paul Valéry en la poesía 4
La necesidad del arte 4
Poesía y universo poético 5
Estado poético (mensaje poético) 9
El lector inspirado 12
Referencias bibliográficas 14
























Introducción





El diccionario de la Real Academia Española, en la cuarta acepción para la entrada del término estética, dice lo siguiente: «ciencia que trata de la belleza y de la teoría fundamental y filosófica del arte».
En este trabajo me propongo desarrollar, siguiendo esta definición, las ideas teóricas y filosóficas expuestas por Paul Valéry (Francia, 1871-1845) en materia de poesía a lo largo de su obra ensayística.
Para ello me valdré de sus Estudios literarios (Madrid, Visor, 1990), su Teoría poética y estética (Madrid, Visor, 1995) y sus Cuadernos (1894-1945) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2007).






























Los fundamentos teóricos y estéticos
de Paul Valéry en la poesía




I. La necesidad del arte

Ante todo, Paul Valéry consideraba el arte, en su primer sentido etimológico, una «manera de hacer» algo, una técnica perfeccionada a través de una educación y un ensayo realizado con disciplina y practicado a lo largo del tiempo. Pero, más allá de los ámbitos meramente pragmáticos del hombre, lo artístico del arte reside en un carácter voluntario de lo que se hace, y que trasciende una necesidad justificada en la utilidad o la supervivencia, para instalarse en una suerte de necesidad creada. Esta necesidad derivaría, a su vez, de una cierta utilidad, también creada.
El hombre, descubierto en un mundo poblado de objetos y fenómenos, cuenta con sus sentidos para relacionarse y poder interactuar con todo lo que le rodea. Pero entre el sentido y la reacción se da una impresión que tiene lugar en el interior del hombre, un procesamiento de la información recibida que le permite juzgarla y valorarla. Hasta este punto, es poca la diferencia entre el hombre y el resto de seres que conforman el reino animal. Pero si los animales resultan estar limitados a juzgar cuanto perciben en términos de una supervivencia básica o visceral, en términos de perjudicial o beneficioso para la conservación de su vida, el hombre dispone de una mayor capacidad desde el momento en que puede trascender los límites de la supervivencia, es decir: el hombre es hombre por su capacidad de trascenderse a sí mismo, como ser, como individuo y como especie. El hombre posee conciencia. Lo que en este trabajo me ocupa me obliga a limitarme a subrayar, dentro de todo cuanto cabría desarrollar a partir de esta idea, que, a causa de esta capacidad intelectiva del hombre, pueden tener lugar unas impresiones sensitivas que no tengan por qué responder a una estricta necesidad de supervivencia. Estas impresiones, por tanto, podrían ser consideradas en ese sentido no prácticas, no utilitarias. De esta clase de impresiones inútiles, Paul Valéry destaca unas que le resultan de singular interés:

Entre nuestras impresiones inútiles, sucede que algunas sin embargo se nos imponen y nos excitan para desear que se prolonguen o se renueven. Tienden también a veces a hacernos esperar otras sensaciones del mismo orden que satisfagan una forma de necesidad que han creado (Valéry, 1990: 194).

Es decir, se da que algunas de estas impresiones provocan en el hombre una especie de placer o excitación de los sentidos que, por su inédita capacidad de satisfacción, genera el deseo de volver a experimentarlo. Estamos hablando de un placer, por tanto, que no podría ser más perfecto, porque activa una dinámica de retroalimentación:

La satisfacción hace renacer el deseo; la respuesta regenera la demanda; la posesión engendra un apetito creciente de la cosa poseída: en una palabra, la sensación exalta su espera y la reproduce, sin que ningún término claro, ningún límite cierto, ninguna acción resolutoria pueda abolir directamente ese efecto de la excitación recíproca (1990: 195).

Así, se trata de una sensación muy particular, pues procura su continuidad en el ser que la siente y experimenta. Concluye Valéry a este respecto que «organizar un sistema de cosas sensible que posea esta propiedad es esencial del problema del Arte» (1990: 195). En esto radicaría la necesidad gestada en una obra de arte. Es decir, el arte artístico —valga la redundancia para diferenciarlo de su sentido etimológico de, llamémoslo por ejemplo, técnica perfeccionada de utilidad práctica— no deja de ser una técnica susceptible de perfeccionamiento, pero destinada no a una utilidad práctica que facilite la vida o asegure la supervivencia del hombre, sino a la generación de unas impresiones sensibles que, aun con todo, se constituyen necesarias. Pintor, escritor, escultor, arquitecto, artista en suma, es aquel que crea un objeto artístico que simula utilidad y, por consiguiente, parece necesario para el consumidor de objetos de arte. Valéry no podría decirlo más claro cuando advierte que «la invención del Arte ha consistido en intentar conferir a los unos una especie de utilidad; a los otros, una especie de necesidad». (1990: 194). Pero Paul Valéry, además de intelectual, como artista cultivó la poesía. Así que me centraré, en adelante, en el desarrollo de sus ideas estéticas en lo concerniente a la poesía.




II. Poesía y universo poético

La poesía es el arte que emplea el lenguaje como material para crear sus obras. Pero como todo material empleado por cualquier arte, no es un material de uso exclusivo y reservado a la tarea artística. Sin embargo, sí es exclusiva la forma en que las artes se valen de esos materiales en el acto creativo. Si las artes se distinguen, como he aclarado antes, por ser técnicas no utilitarias, el uso que hagan de sus materiales físicos será por tanto no utilitario, y que responda, por otra parte, a un criterio de sensibilidad muy específico. Este criterio, que por sensible, estético, ha de crear necesidad en el consumidor. Necesidad de contemplarla, si es una obra pictórica; necesidad de oírla, si es una obra musical; necesidad de leerla, si es una obra literaria. En este sentido, la poesía, en su empleo singular del lenguaje, hace que este devenga en lenguaje poético, lógicamente, que al ser leído por el lector origine un placer que, a su vez, genere el deseo de volver a leerlo. «Una obra debe inspirar el deseo de volver a ella, de volver a decirse los versos a uno mismo, de llevarlos consigo para darles algún uso interior indefinido» (Valéry, 1995: 36).
Pero ¿en qué forma se vale la poesía del lenguaje para alcanzar ese efecto de necesidad? Paul Valéry subraya por eso la importancia de la técnica artística como conjunto de preceptivas, ya que supone una garantía en la consecución del efecto estético que se busca generar en el público. Este conjunto de procedimientos técnicos, además, es el que otorga, entre otros factores, el valor al objeto artístico. Pues se trata de unos formalismos que «no presentan, en general, la misma eficacia o la misma economía y, por otra parte, no se le ofrecen por igual a un ejecutante dado» (1990: 191), es decir, que conllevan una serie de dificultades y esfuerzos aprendidos, una entrega de tiempo y empeño que el artista asume conscientemente, y que más tarde el lector sabrá valorar como elemento constitutivo de la calidad no sólo de la obra, sino de su autor: «la razón de esas molestias voluntarias, cuando se llegan a reconstruir, revela al instante el nivel intelectual del poeta, la calidad de su orgullo, la delicadeza y el despotismo de su naturaleza» (1990: 24). Pero cuanto el poeta persigue no es sólo un efecto estético, sino también —como el resto de artistas por medio de sus respectivas artes— un cierto efecto cognitivo, intelectivo, que radica en el contenido significativo del texto, y por el que el anterior efecto estético se revela, en ocasiones, simple cauce o excusa.

Se sabía, ya de mucho tiempo atrás, que la literatura podía emplearse para otros fines distintos al placer de la lectura. En principio, consiste sólo en la libertad de abusar de su función a que se entrega el lenguaje para ofrecer al solaz de las gentes los divertimentos de la fábula o el encanto de la forma. Pero so capa de tales pretextos y de tales valores seductores, y mediante el rodeo de las complacencias y del entretenimiento, se desliza en ella las críticas de las costumbres, de las leyes, de los poderosos y de los poderes en vigor y se instalan venenos más perniciosos por más deliciosos de beber (1990: 108).

Es por eso que Valéry señala dos aspectos fundamentales que el poeta trabaja por armonizar: el sonido y el sentido. El primero designa el rasgo estrictamente fonético de los signos, en cuyo encadenamiento existe la posibilidad de crear un ritmo acentual y una musicalidad vocálica; el segundo, por su parte, alude propiamente al significado de los vocablos. Y en la conjugación de ambos, y varios elementos más, recaen todos los esfuerzos de la creación poética, unos esfuerzos que el poeta considera muy dignos de tener presentes:

Piensen también que entre todas las artes, la nuestra es posiblemente la que coordina la mayor cantidad de partes o de factores independientes: el sonido, el sentido, lo real y lo imaginario, la lógica, la sintaxis y la doble invención del fondo y de la forma... y todo ello por medio de ese medio esencialmente práctico, perpetuamente alterado, mancillado, que realiza todos los oficios, el lenguaje común, del que nosotros tenemos que sacar una Voz pura, ideal, capaz de comunicar sin debilidades, sin esfuerzo aparente, sin herir el oído y sin romper la esfera instantánea del universo poético, una idea de algún yo maravillosamente superior a Mí (1990: 103).

El sonido y el sentido del lenguaje común guardan relación directa con lo que habitualmente se conoce como la forma y el fondo del lenguaje poético, categorías estas diferenciadas de las anteriores en el fenómeno estético a que ambas, unidas, dan lugar: el universo poético. Este es un concepto con el que Paul Valéry a menudo trabaja para explicar su pensamiento teórico. El lenguaje común arrastra consigo un carácter automático que, por su empleo habitual, cotidiano e inmediato en el habla de los individuos —el lenguaje de todos—, reduce unas exigencias de análisis e interpretación que el lenguaje poético sí demanda. Al lenguaje común los individuos están acostumbrados, y no necesitan esfuerzo alguno para escuchar, comprender y responder a lo que alguien les dice; les resulta un proceso mecánico y casi inconsciente. En cambio, el lenguaje poético posee un rasgo singular que despierta el interés y alerta los sentidos de quien lo escucha o lee; el individuo se percata de un empleo inusual de un lenguaje que conoce, un empleo que requiere de él especial atención. Esta instantánea disposición del oyente o el lector inaugura un espacio psicológico y sensible, el llamado universo poético —en otras artes se dará un universo musical, pictórico, espacial…—, dentro del cual el individuo, ahora en calidad de consumidor de un objeto artístico, aísla sus sentidos de las formas corrientes del lenguaje a que está acostumbrado y activa una forma especial de percepción, una reprogramación cerebral, para asimilar un lenguaje que, muy consciente y esforzadamente, ha sido compuesto. Paul Valéry recurre a la música para explicar con mayor claridad este punto:

Mientras un ruido se limita a despertar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera —un perro, una puerta, un coche—, un sonido que se produce evoca, por sí solo, el universo musical. En esta sala en la que les hablo, donde oyen el ruido de mi voz, si un diapasón o un instrumento bien afinado se pusiera a vibrar, de inmediato, apenas afectados por ese ruido excepcional y puro, que no puede mezclarse con los otros, tendrían la sensación de un comienzo, el comienzo del mundo, al instante se crearía una atmósfera muy distinta, se anunciaría un nuevo orden, y ustedes mismos se organizarían inconscientemente para acogerlo (1990: 87).

En poesía sucedería exactamente lo mismo, pero donde Valéry habla de «ruido excepcional y puro» en el caso de la música, para la poesía cabría hablar, quizá, de «enunciado excepcional y puro». Este concepto de universo poético es fundacional para comprender las nociones teóricas y estéticas de Paul Valéry, ya que el autor comprende la poesía en términos de acción; un fenómeno estético y cognitivo que alcanza su realización completa sólo dentro del universo poético, y mediante —y también durante— sus actos particulares: la dicción, la lectura y la escucha.
Este empleo inusual que el poeta hace del lenguaje común se basa en una fórmula particular que consiste en establecer combinaciones de significado inéditas, inesperadas y sorprendentes sin romper, por otro lado, con la coherencia gramatical y sintáctica propia de la lengua empleada. Paul Valéry no expresa el mecanismo de esta manera, aunque puede deducirse de sus comentarios: «Al bosque encantado del Lenguaje, los poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las encrucijadas de significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas» (1990: 51). Los poetas acuden a la anarquía caótica del lenguaje aún no pronunciado, la lengua en su estado de ebullición mental, donde sólo existen posibilidades de elección y cuanto se quiera decir aún no ha tomado la forma fija y determinante del signo escrito o emitido. La poesía, pues, como arte del lenguaje, practicaría en el mismo una serie de articulaciones nunca vistas; combinaciones inauditas y sorprendentes de palabras, estableciendo asociaciones y analogías igualmente extraordinarias entre conceptos e ideas; y, de igual forma, juegos con la sonoridad de los signos y la rítmica de los acentos. Pero es precisamente la necesidad de sublimar un cierto ordenamiento estético-intelectivo a partir de ese desorden de la arbitrariedad lingüística la que otorga valor creativo a la tarea poética, la que hace sentir al autor el poder de crear algo y haber dado forma sensible a una idea que, sólo informe e inmaterial, rondaba en su cabeza.

El artista no puede en absoluto distanciarse del sentimiento de lo arbitrario. Procede de lo arbitrario hacia una cierta necesidad, y de un cierto desorden hacia un cierto orden; y no puede prescindir de la sensación constante de esa arbitrariedad y de ese desorden, que se oponen a lo que nace bajo sus manos y que se le aparece como necesario y ordenado. Es ese contraste el que le hace sentir que crea, puesto que no puede deducir lo que le llega de lo que tiene (1990: 59).

Además, ese desorden, señala Valéry, es también una condición de fecundidad, ya que es fermento de esas posibilidades y asociaciones nuevas que el arte propone y que, a la postre, enriquecen el pensamiento, el universo y el espíritu del hombre. Pero no hay que olvidar, sin embargo, que esta infinidad de posibilidades es también la vastedad misma de la potencia creativa a la que el poeta, el artista, ha de enfrentarse —«¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta!» (1990: 144)—, y en la que debe zambullirse de lleno para extraer la forma que habrá de tomar su idea. Y mientras otros sólo podrían dar cuenta del aislamiento que el poeta se impone y su meditabundo ensimismamiento, dentro de él se dan los grandes dilemas de la selección de las palabras, la auténtica escritura, la mental, que precede a la física.

He observado, siempre que he trabajado como poeta, que mi trabajo exigía de mí no solamente esa presencia del universo poético de la que les he hablado, sino cantidad de reflexiones, de decisiones, de elecciones y de combinaciones, sin las cuales todos los dones posibles de la Musa o del Azar se mantenían como materiales preciosos en una cantera sin arquitecto (1990: 100).

Se revela aquí la necesidad de trabajar los versos, volver una y otra vez sobre los mismos para pulirlos, perfeccionarlos y purificarlos, ya que «la pasión y la inspiración se persuaden enseguida de que no se necesitan más que a sí mismas» (1995: 178). Y una vez concluida la composición del poema en su forma más perfecta, queda registrado el logro lingüístico del poeta: haber resuelto la arbitrariedad de la lengua que ha empleado, escribiendo un poema definitivo, absoluto, que no podría cambiar la mínima letra sin perder todo su valor y su belleza, fruto de una combinación de forma y fondo perfecta en sí misma. «Se deduce de ese análisis que el valor de un poema reside en la indisolubilidad del sonido y del sentido. Ahora bien, esta es una condición que parece exigir lo imposible. No hay ninguna relación entre el sonido y el sentido de una palabra» (1990: 95).









III. Estado poético (mensaje poético)

Expuesta la forma en que el poeta trabaja el lenguaje, cabe preguntarse ahora qué es lo que el poeta pretende transmitir al público lector por medio de la poesía.
Antes decía que la literatura, además de causar un efecto de placer estético, podía valerse de este para ejercer una crítica de aquellos aspectos de la realidad humana injustos, o cuando menos mejorables, como ciertas costumbres o vicios, o las fuerzas y los poderes establecidos que determinan la dinámica de la sociedad y del sistema. Valéry es considerado defensor de la poesía pura, entre otras cosas, por delegar a la prosa todo lo que pueda ser transmitido por medio de la prosa misma. Es decir, la lírica se caracterizaría, para el autor, por un contenido reservado que la prosa no puede permitirse, ya que esta constituye una modalidad más práctica del lenguaje. Valéry lo expresa de esta forma: «La poesía, arte del lenguaje, se ve así obligada a luchar contra la práctica y la aceleración moderna de la práctica. Resaltará todo aquello que pueda diferenciarla de la prosa» (1990: 205-206). Y entra aquí en juego otro concepto que Paul Valéry considera capital y exclusivo de la lírica: el estado poético.
El estado poético es lo que hace que un texto literario sea, además, lírico. En los textos de Valéry viene implícita la idea de que, en un estado de pensamiento normal, el hombre alberga y aprende una serie de relaciones ordinarias y corrientes entre los elementos materiales que le rodean y su significación cognitiva, de tal forma que queda establecido un sistema de significados y utilidades de carácter convencional, prag-mático, inmediato y, se podría decir, realista. De forma análoga al lenguaje ordinario, que significa lo que significa, así las cosas son lo que son: una flor es una flor, una casa es una casa y el mar es el mar. No hay lugar para otorgar a las cosas un valor o un significado de tipo extraordinario, sentimental y estético. Pero en ocasiones, en determinados momentos de profunda reflexión, de exaltación y excitación del pensamiento y las emociones, la imaginación y los sentidos, las cosas pueden adquirir esos valores especiales.

Los seres, los acontecimientos, los sentimientos y los actos que, permaneciendo como son comúnmente en cuanto a sus apariencias, se encuentran repentinamente en una relación indefinible, pero maravillosamente afinada con los modos de nuestra sensibilidad general. Es decir que esas cosas y esos seres conocidos —o mejor las ideas que los representan— cambian en alguna medida de valor. Se llaman los unos a los otros, se asocian muy diferentemente a como lo hacen en las formas ordinarias; se encuentran (permítanme esta expresión) musicalizados, convertidos en resonantes el uno por el otro, y casi armónicamente correspondientes. El universo poético así definido presenta grandes analogías con lo que podemos suponer del universo del sueño (1990: 78-79).

Habla Paul Valéry de un repentino descubrimiento, por parte del poeta, de las posibilidades de trascendencia que el mundo puede llegar a contener, manifestadas en unas imprevistas asociaciones sensibles y cognitivas entre objetos, seres y fenómenos que, en principio, y bajo la óptica de un régimen normal del pensamiento, no guardan relación alguna, de ningún tipo. La relevancia que Valéry da a este suceso que se desarrolla internamente en el poeta se debe a dos motivos, principalmente.
En primer lugar, el estado poético es la condición psicológica, el ámbito mental propicio, en la que el poeta necesita encontrarse para concebir el origen de una obra, para hacer un poema. Dicho en otras palabras, el estado poético es la inspiración del poeta, que «aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor» (1990: 154), un instante que revela asociaciones y correspondencias entre las cosas y los seres nuevas para el poeta. En este sentido, y como estado alterado de la conciencia que es al fin y al cabo, Valéry advierte de su delicada consistencia y durabilidad: «es perfectamente irregular, inconstante, involuntario, frágil, y que lo perdemos, lo mismo que lo obtenemos, por accidente» (1990: 80). En otras ocasiones, puede ser provocado o incitado por una concienzuda tarea de reflexión y meditación. Pero aunque el estado poético resulte accidental y breve, si el poeta lo sabe aprovechar, e incluso alimentar en la medida que pueda para prolongarlo, la recompensa puede llegar a valer mucho la pena. Una de las más famosas citas del autor da cuenta de lo que puede brindarnos esta extraordinaria y momentánea alteración del pensamiento y la percepción.

A cambio de nada, los dioses nos hacen la graciosa donación de un primer verso; tarea nuestra será elaborar el segundo, que tendrá que acordarse con el primero, no ser indigno de su sobrenatural hermano mayor. No hay suficientes recursos de la experiencia ni de la inteligencia para hacerlo comparable a aquel primero que fue un don (1990: 65).

Un pequeño tesoro cuyo precio se traduce en labor, constancia y responsabilidad para el poeta, pero que también sirve de aliciente al serle entregada una muestra tanto del nivel que puede, como del que debe alcanzar si lo que pretende es crear una obra maestra del arte.
El segundo motivo por el que Paul Valéry considera de absoluta importancia el estado poético es que el estado poético es el mensaje poético. Es decir, lo que caracteriza a la escritura lírica, lo que Valéry considera, como decía antes, exclusivo y reservado a la lírica —y para lo cual la prosa resultaría inválida—, es la transmisión del estado poético que experimentara el autor, y por medio de sus versos, al público lector.

Un poeta —no les choquen mis palabras— no tiene coma función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros. Se reconoce al poeta —o al menos cada uno reconoce al suyo— por el simple hecho de que convierte al lector en «inspirado». La inspiración es, positivamente hablando, una graciosa atribución que el lector concede a su poeta: el lector nos ofrece los méritos transcendentes de las potencias y las gracias que se desarrollan en él. Busca y encuentra en nosotros la causa maravillosa de su admiración (1990: 80).

El estado poético, en fin, resulta ser por igual la inspiración del poeta, el mensaje del poema y el placer estético que recibe el lector y le inspira. El estado poético es, en suma, esa sensación inútil, pero necesaria, creada por el arte. Es él quien conmociona al consumidor del objeto artístico, quien le colma de goce estético y satisfacción intelectual, y genera en su interior la necesidad de volver a experimentarlo. Su valor: la ampliación del universo humano por medio de ideas, asociaciones, significados nunca vistos.
Sin duda, el estado poético es el fenómeno y el concepto en torno al cual gira toda la vertiente estética de las ideas poéticas de Paul Valéry. El autor explica que el placer común del ser humano puede hallar fácil razón de ser con argumentos biológicos y reproductivos (1990: 48). Se trataría pues de un placer utilitario, que procura la continuidad de la especie. Pero también se da un placer no utilitario, y este placer, que es el que interesa al autor,

es indivisible de desarrollos que exceden el ámbito de la sensibilidad, y la vinculan siempre a la producción de modificaciones afectivas, de aquellas que se prolongan y se enriquecen en las vías del intelecto y que conducen en ocasiones a emprender acciones exteriores sobre la materia, sobre el sentido o sobre el espíritu de otro, exigiendo el ejercicio combinado de todas las potencias humanas (1990: 48-49).

Este es sin duda, señala Valéry, el placer estético que provoca la obra de arte. Un placer que mueve, en su unión de belleza sensible y profundidad intelectual, a la acción por medio del afecto para prolongar la presencia de esa belleza en el mundo, y que, llevado a su grado más elevado:

se ahonda a veces hasta comunicar una ilusión de comprensión íntima del objeto que la causa; un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota; aún más, un placer que puede exacerbar la extraña necesidad de producir, o de reproducir la cosa, el acontecimiento o el objeto o el estado, al que parece vinculado, y que se convierte con ello en una fuente de actividad sin término cierto, capaz de imponer una disciplina, un celo, tormentos a toda una vida, y de llenarla, si no desbordarla (1990: 49).

Pero no sólo se trata de un placer en términos de efecto estético, ni se produce sólo en el interior de un lector de poesía, un oyente de música o un contemplador de pintura. Inherente al estado poético, el placer estético es también, por supuesto, motor de acción en el hombre creador, despertando en él el atractivo de la tarea artística y una necesidad, también, de crear una obra de arte, de asistir en primera persona al acto de realización de una obra de arte para, él también, consumirla y embriagarse de belleza, placer y estado poético.

La alianza de una forma, de una materia, de un pensamiento, de una acción y de una pasión; la ausencia de un fin determinado y de ningún acabamiento que pueda expresarse en nociones finitas; un deseo y su recompensa regenerándose el uno por el otro; ese deseo convirtiéndose en creador y por ello, causa de sí; y apartándose a veces de toda creación particular y de toda satisfacción última, para revelarse deseo de crear por crear (1990: 49).

Así se comprende que Paul Valéry entienda el arte como un acto, cuando es de hecho un acto, un fenómeno —el estado poético en acción estética dentro del hombre—, el que, sin dejar de existir más que en el instante, y siendo tan individual e incomunicable (1990: 52), haga entrar en comunión, más allá del tiempo y el espacio que las separa, dos almas. Creador y receptor; poeta y lector: «la obra es para uno el término; para el otro el origen» (1990: 113). Un cruce de trascendencias humanas que tiene lugar en un fenómeno absoluto, materializado y perpetuado en la obra de arte.




V. El lector inspirado.
La contienda con el tiempo

Un sistema comunicativo, y el arte no deja de serlo, no puede prescindir de emisor ni de mensaje, pero mucho menos podría faltar de un receptor. El lector, comprende Valéry, y se podrá deducir del apartado anterior, es una figura sin cuya presencia no podría desarrollarse por completo el acto creativo de la poesía. Si un poema no es leído, no existe. Tal es así, que el lector llega a ser un ente con existencia previa a su aparición y a su participación directa —por medio de la lectura o la escucha de un poema—, ya que no sólo «se escribe si no es para alguien, y que no se escribe con arte si no es para más de uno» (1995: 48), sino que el propio artista o poeta concibe y compone su obra, también, con el público al que se dirige siempre en mente. «La consideración del lector más probable es el ingrediente más importante en el momento de la composición literaria; el talento del autor, lo quiera o no, lo sepa o no, está como sintonizado con la idea que necesariamente se hace de su lector» (1995:77). Es decir, muy conscientemente —incluso de forma inconsciente—, el artista ya se dirige a su público desde el momento en que concibe su obra. Una obra que, por añadidura, se dirige de un ser humano a otro ser humano. El contenido de la obra, esa magia del estado poético que actúa mediante el placer estético, ha de estar, por tanto, irremediablemente vinculado a un orden humano.
Es en este punto donde el valor y la necesidad de la figura del público en el ámbito artístico cobra un sentido más allá del mero acto de recepción. Porque el público no sólo otorga y decide el valor y la calidad de una obra de arte en la medida que experimenta en mayor o menor grado el estado poético, sino que, consciente de ser esta obra creación de la mano de un hombre —un hombre como cualquier integrante del público—, traslada también esa valoración y consideración al individuo creador.
Y aunque subraye Paul Valéry el carácter falaz del yo creador, del yo poético, provocado por la distancia entre la realidad personal del artista y su obra (1995: 147), el público no dejará de magnificar al autor de una obra cuya inspiración se ha empeñado laboriosamente en materializar para uso y disfrute del propio público.

Es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta a hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos (1990: 156).

Es así como, después de la participación activa del público en la lectura, la contemplación o la audición de una obra, que reactiva el estado poético experimentado por el artista en el propio receptor, el público realiza una última participación, definitiva para la obra y su artista, inmortalizando a ambos por el infinito valor que en ambos se reconoce. Esta acción decisiva del público de conservar en la memoria, de evitar la caída en el olvido de una obra y su autor, no deja de depender tanto del autor, en cierta medida, cuando en sus manos está el sacrificio y la posibilidad de realizar una obra rotunda y absoluta. Y aunque esta labor de creación pueda resultar en el encumbramiento de la persona del autor, no habrá que perder de vista la verdadera importancia de un valor que radica sólo en la propia obra de arte.
Si bien es cierto que el autor goza, y muy merecidamente, de una relevancia individual y singular como hombre, es un valor transferido desde su obra creada a su personalidad creadora. Es primero el valor de la obra, que será causa del posterior valor del individuo creador. Además, es fácil mitificar desde la perspectiva histórica la figura del artista, todo un proceso que requiere de varias personas presentes y futuras, incluso muy futuras al autor, embelesadas por el estado poético que, en la distancia temporal, ha sabido infundirles. Hablamos por tanto de un valor artístico que sobrevive al paso del tiempo y otorga cierto carácter de inmortalidad a las obras de arte y, por consiguiente, a sus creadores. La mitificación del artista llega, incluso, a considerarle un hombre superior. Ha sido capaz de crear, con sus manos de hombre, un objeto en contienda con el tiempo, que se resiste al olvido porque cuanto transmite al receptor —encriptado en un fascinante estado poético, evocador por su parte de todo un universo poético—, es el más generoso de los regalos a la humanidad: el enriquecimiento de su mundo espiritual —el propio y el ajeno— por el mero amor a hacerlo.
El artista crea por amor a crear objetos que nadie le pide, pero sí él a sí mismo, y que, sin embargo, una vez realizados, y realizados magistralmente, se hacen necesarios al resto de la humanidad. Las obras ya hechas, aunque puedan olvidarse, dejarían honda huella si faltasen. Algo parece haber en el interior del artista para que el público y el tiempo lo inmortalice y engrandezca: la necesidad de dejar tras de sí algo infinitamente más importante que él, y que haga al hombre más hombre.

El signo de un alma grande es la debilidad de querer sacar de sí misma algún objeto que la asombre, que se le parezca y que la confunda por ser más puro, más incorruptible y, en cierto modo, más necesario que el ser mismo del que procede (1995: 63).


Referencias bibliográficas





VALÉRY, Paul. Teoría estética y poética. Madird, Visor, 1990.

_____________ Estudios literarios. Madrid, Visor, 1995.

_____________ Cuadernos (1894-1945). Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de
Lectores, 2007.



Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.