Las huellas de lo sublime retórico en la tercera crítica de Kant

May 24, 2017 | Autor: Catalina Gonzalez | Categoría: Aesthetics, Rhetoric, Immanuel Kant, The Sublime, Longinus
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Descripción

Immanuel Kant: vigencia de la filosofía crítica. F. Castañeda, L. E. Hoyos, V. Durán (Eds.) Bogota: Siglo del Hombre Editores, 2007, pp. 463-478.

Las huellas de lo sublime retórico en la tercera crítica de Kant Catalina González Emory University

Lo sublime es el eco de un espíritu noble. Longino

A primera vista nada parece más ajeno a la teoría estética de Kant que los contenidos de la retórica humanística. De hecho, Kant es bastante elocuente cuando se trata de expresar el escaso mérito estético que, a su modo de ver, tiene el arte retórico. En su clasificación de las bellas artes (CFJ, § 51), Kant le asigna a la retórica un lugar entre las llamadas ‘artes discursivas’. Pero mientras su contraparte en dicha categoría, la poesía, es evaluada positivamente, la retórica u oratoria, es fuertemente criticada. Kant dice de esta última: La retórica, en la medida en que por tal se entiende el arte de persuadir, esto es, de engañar a través de la bella apariencia (como ars oratoria) y no sólo el bien hablar (elocuencia y estilo), es una dialéctica que sólo toma a préstamo del arte poético cuanto le es necesario, a objeto de ganarse, en provecho del orador, los ánimos antes del enjuiciamiento, y hurtarles a éstos la libertad. (CFJ, § 53, 234)

En este aparte, Kant traza una diferencia entre la retórica y el “arte de hablar bien”. Retórica es el uso de mecanismos artificiosos para persuadir a una audiencia, mientras que elocuencia es excelencia en el hablar, es decir, la habilidad de expresarse con naturalidad y corrección, sin acudir a trucos persuasivos que inhiban la capacidad de juicio de la audiencia. Esta caracterización, en mi opinión, se ofrece en términos que dejan entrever muy claramente el prejuicio de los intelectuales contra la retórica, muy afianzado ya en el siglo XVIII. En realidad, el siglo de las artes hereda del pensamiento ilustrado su legendaria aprehensión por dicho arte. Con la Ilustración, el antiguo resquemor contra la sofística griega se convierte en aversión general contra todo tipo de discurso que no sea lo suficientemente escueto como para ser considerado científico y, por tanto, verdadero.1 Y la retórica es vista desde entonces (aún hoy lo es) como el arte de producir discursos altamente ornamentados, con fines persuasivos. De ahí que Kant sea enfático en considerarla como un simple mecanismo tramposo para engañar a un público ingenuo. La retórica, insiste Kant a pie de página, no es “digna de ningún respeto” (CFJ, §53, 235). Sin embargo, en el mismo pié de página Kant vuelve a mencionar las bondades de ese otro arte, el de la 1

Este es el ideal lógico-científico del discurso proclamado por Peter Ramus y René Descartes, cuya consecuencia para la retórica implicó su reducción a asuntos puramente estilísticos y su paulatino retiro del currículo universitario. Cfr. Kennedy (1999).

“excelencia en el hablar”, y hace hincapié en las cualidades que el buen hablante debe tener. Para ello, curiosamente, Kant enuncia la descripción ciceroniana del orador perfecto, el vir bonus dicendi peritus, y lo caracteriza como quien posee tanto capacidad discursiva como imaginación vivaz y determinación moral: .. quien, con su clara visión de los asuntos, tiene en su poder el lenguaje y, con una imaginación eficaz y fructífera para la presentación de sus ideas, pone vivazmente su corazón en el bien verdadero, es el vir bonus dicendi peritus, el orador sin arte pero pleno de energía, como quiere Cicerón tenerlo, sin, empero, haber permanecido él mismo siempre fiel a este ideal. (CFJ, §53, 235)

Esta vez la escisión entre retórica como arte de persuadir y elocuencia como excelencia en el hablar, deja entrever no sólo el prejuicio ilustrado, sino también la admiración de Kant por lo clásico. De ahí que la exposición kantiana en estos pasajes resulte bastante ambigua. Ambigüedad que revela no tanto una anecdótica proclividad de nuestro filósofo a compartir ciertos prejuicios de su época, sino sobre todo una relación bastante compleja entre la estética kantiana y los orígenes retóricos de ciertos conceptos allegados a ella. Como Rodolphe Gasché lo sugiere al final de The Idea of Form, es posible encontrar en la Crítica del juicio (CFJ) huellas de algunas nociones propias a la tradición retórica, las cuales podrían explicar, bajo una nueva luz, algunos aspectos claves de la reflexión estética kantiana,2 sin que esto signifique, por supuesto, que pueda tildarse a Kant como continuador o defensor de dicha tradición. Siguiendo esta sugerencia, quiero argumentar en este trabajo que uno de los lugares de la CFJ que ofrece suficientes indicios de nociones centrales a la retórica es la “Analítica de lo sublime”. Uno de estos indicios es, en mi opinión, la conexión entre el sentimiento de lo sublime y el reconocimiento estético de nuestra vocación racional y moral. Dicha conexión no estaba del todo presente en la discusión moderna sobre lo sublime antes de Kant; en especial, no lo estaba en Burke, quien suele ser considerado como la influencia más directa sobre Kant al respecto. Lo mismo ocurre con la descripción que hace Kant del progressus y regressus de la imaginación en lo sublime matemático, la cual refleja con mucha fidelidad la estructura retórico-poética de la “amplificación”, figura retórica esencial del “gran estilo” o “estilo sublime”, según Longino. A mi modo de ver, estos dos aspectos permiten recuperar una idea de lo sublime mucho más en concordancia con la generalidad del pensamiento kantiano, y mucho menos influenciada por la tendencia romántica que nos ha hecho ver la “Analítica de lo sublime” como lugar de explicación del “genio” en las artes. Lo sublime de Longino a Boileau: la historia de una traducción

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“Teniendo en cuenta la innovación que implica el uso filosófico de la imaginación en Kant, surge la pregunta de si el desarrollo kantiano de esta noción no está acaso en deuda con una tradición distinta a la explícitamente filosófica, esto es, a la tradición retórica. … parecería entonces que la reconstrucción kantiana, especialmente en la Crítica del Juicio, de la imaginación como capacidad de síntesis…, bien podría haberse alimentado de las fuentes de la retórica”. Gasché (2001), 218. La traducción es mía.

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La noción estética de lo sublime, tal como nos es familiar hoy en día, encuentra su origen en la traducción al francés de un tratado retórico antiguo. En 1674, el poeta y crítico literario Nicolás Boileau tradujo al francés el manuscrito incompleto de un afamado retórico del siglo primero, identificado, presumiblemente por error, como Longino3. El tratado de Longino, titulado Peri Hupsous, que puede traducirse como “sobre lo sublime” o “sobre lo elevado, lo grandioso”,4 era para entonces bastante popular: varias ediciones del mismo circulaban en Europa desde 1554. Sin embargo, aún debió pasar más de un siglo para que su primera traducción a una lengua vernácula apareciera: justamente la de Nicolás Boileau al francés. Después de Boileau, a mediados del XVIII, el texto fue traducido al inglés por William Smith (1739) y se popularizó así en los círculos intelectuales europeos, especialmente en el inglés, donde una animada discusión estética estaba en boga. El término “sublime” ganó, entonces, el significado que posee en la actualidad pero, a lo largo de este extenso proceso de apropiación intelectual, la noción sufrió una transformación sustancial. Dicha transformación, como Samuel Monk señala en The Sublime, tiene mucho que ver con el contenido retórico de la noción. Lo sublime en Longino, adoptado por el siglo XVIII inglés, pierde todo su peso retórico y se convierte en una noción “puramente estética”. 5 Boileau es el primero en contribuir a dicha transformación. Aunque situado en la perspectiva neoclásica, Boileau comparte la idea moderna según la cual la retórica se reduce a asuntos de estilo, del embellecimiento artificial y accidental del discurso, y no tiene nada que ver con el contenido del mismo. Esto lo lleva a afirmar, al final de su prefacio, que lo sublime en Longino no guarda ninguna relación con el llamado estilo sublime o grandilocuente de la retórica clásica, sino que lo sublime sólo designa a un cierto tipo de ideas que el artista concibe y expresa llanamente, sin necesidad de acudir a artificios de estilo. Dice Boileau: Sólo me queda decir qué entiende Longino por sublime. … Hay que saber que por sublime Longino no entiende lo que los oradores llaman el “estilo sublime”, sino aquello extraordinario y maravilloso que causa impresión en el discurso; que hace que una obra eleve, encante, transporte. … hay que entender por sublime en Longino, 3

Prefiero referirme a él como Longino y no como “pseudo-Longino”, siguiendo la denominación original, aunque sea errónea. 4 Sigo aquí a Jeffrey Walker (2000, 118): “el término en Longino que ha sido tradicionalmente (desde el siglo dieciocho) traducido como ‘sublimidad’ o ‘lo sublime’, es hypos, que significa algo así como “elevación”, “nobleza”, o en sentido metafórico, “lo alto”, “la cima”, “la corona.” En Longino significa algo como “las alturas” de la elocuencia o “lo elevado”, de modo que el título tradicionalmente asignado a este tratado, Peri Hupsous, puede ser traducido mejor como “sobre la elevación”.” (La traducción al español es mía). Al español, creo que otras posibles traducciones que conservan el mismo significado son: “lo excelso”, “lo grandioso”, e incluso, manteniendo la connotación retórica, “lo grandilocuente”. 5 Difiero con Monk (1960) sólo en la valoración del problema. Este valora positivamente el hecho de que Boileau haya separado la noción de lo sublime de su contexto retórico original, mientras que yo lo veo como un hecho desafortunado, producto del prejuicio de la modernidad contra la retórica. En mi opinión, Monk también comparte este prejuicio.

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entonces, lo extraordinario, lo sorprendente o, como lo he traducido, lo maravilloso en el discurso. (Boileau, 1975. La traducción es mía)

Esta lectura es posible en virtud de una característica importante de la exposición longiniana: Longino enumera separadamente los modos en que la naturaleza y el arte (techné) participan en la producción de lo sublime.6 En su opinión, dos características de lo sublime se deben al “genio natural” (grandes ideas y emociones fuertes), y otras tres, relacionadas con asuntos de estilo, son el producto del “arte” (figuras, composición elevada y dicción noble). A partir de esta división, Boileau nos presenta una definición de lo sublime que hace énfasis en las fuentes naturales de lo sublime y pasa por alto las artificiales. Así, y sin saberlo, Boileau abona el terreno para la interpretación romántica de lo sublime, sitúa el concepto en un contexto exclusivamente psicológico y de paso lo despoja de todo su valor retórico, arguyendo que sólo de esta manera el concepto puede tener un significado “puramente estético”. La interpretación de Boileau olvida, sin embargo, algunas características centrales de la retórica que están a la base del tratado de Longino. La primera es que, en la antigüedad, la retórica no se reducía a meros asuntos estilísticos sino que abarcaba también, y sobre todo, el entrenamiento de aquellas que Longino llama “fuentes naturales” de lo sublime. Las partes de la retórica, de acuerdo con la tradición clásica, son cinco: la invención, la composición u ordenamiento, el estilo, la memoria y la exposición. La primera de ellas, la invención (por la cual el orador considera los tópicos más pertinentes para la elaboración de los argumentos del discurso) sin duda alguna incluye la concepción de “grandes ideas” y de las emociones que les son adecuadas; es decir, contiene las llamadas “fuentes naturales” de lo sublime. Con las “fuentes artificiales” –la elección de figuras, la composición elevada y a la dicción noble–, Longino tiene en mente con seguridad tres de las cuatro restantes partes de la retórica: el estilo, la composición y la exposición. Es decir que, contrario a lo que Boileau cree, la división longiniana de las cinco fuentes de lo sublime no excede de ninguna manera los límites de la retórica, sino que más bien opera dentro de ellos. Como lo menciona Jeffrey Walker, el objetivo de Longino con su tratado no era proponer el ideal estético del genio como se ha creído a partir de Boileau, sino precisamente lo contrario, esto es, referirse al “gran estilo”, o “estilo grandilocuente” de la retórica clásica: Puesto que la preocupación explícita de Longino es con una técnica que, como él lo afirma, es útil para los “hombres públicos”… su punto de referencia final es siempre el orador, en especial el tipo ideal de orador encarnado en los discursos escritos de 6

“Son pues, cinco las fuentes más productivas de la grandeza de estilo. Como base común a estas cinco formas se halla el poder de expresión, sin el que no son absolutamente nada. La primera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos… la segunda es la pasión vehemente y entusiasta. Pero estos dos elementos de lo sublime son, en la mayoría de los casos, disposiciones innatas; las restantes, por el contrario, son productos de un arte: cierta clase de formación de figuras (estas son de dos clases, figuras de pensamiento y figuras de dicción); y junto a éstas, noble expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza del estilo y que encierra todas las anteriores, es la composición digna y elevada.” Longino, Sobre lo sublime. 8.2, 158.

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Demóstenes. Este orador no tiene ‘genio’, en el sentido romántico (o moderno), sino que tiene lo que Longino llama megalophyes, “grandeza natural”, o megalophrosyne, “grandeza de espíritu”. (Walker 2000, 118)

Una rápida revisión de la teoría ciceroniana de los estilos servirá de ayuda para observar este punto con mayor claridad. Según Cicerón, existen tres estilos de oratoria: el “estilo simple” o escueto, el estilo ornamentado o “estilo medio”, y el estilo vigoroso o “gran estilo”. El primero se usa para presentar los hechos (o ‘pruebas’, en la oratoria forense); el segundo, para agradar al auditorio; y el tercero, para afectarlo y persuadirlo de algo. El gran estilo es caracterizado como el tipo de elocuencia que, en palabras de Cicerón, “arrastra los ánimos, y los conmueve de varios modos. Ora los quebranta, ora irrumpe en los sentidos; siembra nuevas opiniones, y arranca las sembradas” (Cicerón 1999, 29). Este estilo es la marca del “orador perfecto”. Sin hacer uso de él, dice Cicerón, un orador puede llegar a ser veraz y exitoso, incluso excelente, pero no será jamás “el mejor”, nunca será magnífico. La noción de gran estilo está, pues, fuertemente relacionada con la del “orador perfecto o ideal”. Este es un hombre cultivado, que no sólo posee talento natural y excelente formación retórica, sino también una vasta educación humanística. El “orador ideal” debe tener conocimientos de filosofía y leyes, así como de las costumbres de su país natal y de naciones extranjeras: Propio del buen orador es muchas cosas haber captado con los oídos, muchas haber visto, muchas haber repasado con el ánimo y la meditación, muchas también haber leído, y no haberlas poseído como propias sino haberlas libado como ajenas; confieso, en efecto, que debe ser alguien diestro y en ninguna cosa novato o bisoño, ni mucho menos ignorante o inexperimentado en los negocios de la vida. (Cicerón 1995, 76)

Pero la más importante de estas características es el hecho de que el orador perfecto debe ser un hombre de excelencia moral. Bien puede ser caracterizado como el “hombre excelente y excelente hablante”, al que Kant se refiere en su comentario. En versión de Quintiliano, el orador perfecto es moralmente intachable, precisamente porque “no puede hablar bien quien no es un buen hombre”.7 Esta caracterización se remonta incluso a la discusión entre sofistas y filósofos, en la antigüedad griega. Isócrates, el gran maestro retórico de todos los tiempos, aseguraba que el buen orador es siempre un buen hombre, porque, contrario a lo que creía Platón, la retórica no sólo enseña a persuadir sino también a deliberar (cfr. Isócrates 1929). El orador ha interiorizado la práctica de deliberación pública propia de su oficio, y por tanto, posee la disposición afectiva y racional adecuada al ejercicio de la virtud. Así pues, el gran orador es un hombre moralmente idóneo, de amplia formación humanista, de perspectiva abierta y liberal, y de imaginación vivaz. No en vano Longino dice: “lo sublime es el eco de un espíritu noble.” (Longino 1979, 9. 2, 160). El orador perfecto y la universalidad de lo sublime 7

Quintiliano. “La formación del orador”. “… El orador perfecto… no puede ser sino un hombre bueno; por consiguiente, exigimos en él no sólo la capacidad de hablar con excelencia, sino también todas las virtudes del alma” (I, XII, 1,9).

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La discusión sobre lo sublime que alcanza a Kant es el producto del ya mencionado resurgimiento inglés de Longino, en su versión, por así decirlo, “proto-romántica”. Kant adquiere de Burke y sus contemporáneos una idea de lo sublime ya totalmente desprovista de su connotación retórica y altamente psicologizada; idea que él mismo continúa manteniendo hasta cierto punto, especialmente en su primer escrito al respecto: Las observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (OBS), en el que Kant contrasta lo bello y lo sublime sobre la base de consideraciones empíricopsicológicas. Es de notar que en este escrito temprano, Kant todavía considera lo bello y lo sublime, siguiendo a Burke, como cualidades de ciertos objetos: fenómenos naturales, obras de arte, géneros literarios, e incuso cierto tipo de personalidades. Pero también aquí se percibe ya la tendencia de Kant a relacionar el sentimiento de lo sublime con aspectos no burkianos, sino más bien cercanos al contenido retórico de la noción: el sentimiento de respeto moral y el cultivo de la racionalidad. Es diciente, en este sentido, que Kant afirme en las OBS que tanto el “temperamento” sublime como el “género sublime” (el masculino) son moralmente superiores. Pero además, en su disquisición sobre la educación de las mujeres, Kant recomienda lectura y reflexión ligeras para ellas, puesto que la forma de pensar “seria y profunda” no se correspondería con la belleza de su carácter, sino que, más bien, la desfiguraría con “excesiva sublimidad” (cfr. Kant, OBS, Cap. III). Aunque ambos comentarios suelan ser pasados por alto en virtud de su evidente contenido sexista, creo que constituyen un buen indicio de lo que Kant seguirá considerando como esencial a la definición de lo sublime en la tercera crítica, esto es, la relación entre sublimidad, moralidad y el cultivo de las capacidades humanas. Ya en la Crítica del Juicio, Kant describe el sentimiento de lo sublime como una forma de “respeto”; en realidad, la más alta forma de respeto: respeto por una “idea que consideramos ley”. (CFJ, § 27, 170). Dicha idea es la de la absoluta totalidad, en lo sublime matemático, o la del absoluto poderío, en lo dinámico sublime. A través del fracaso de la imaginación para obtener una intuición que sea una representación del fenómeno percibido adecuada a dicha idea, se despierta en nosotros algo así como una admiración interior: la conciencia de la superioridad de nuestra razón sobre nuestra imaginación y sentidos, y la aceptación gozosa de su autoridad; es decir, el placer derivado del reconocimiento de nuestra autonomía. Dice Kant: El sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues, respeto hacia nuestra propia destinación,… lo que nos hace, por así decir, intuible la superioridad de la destinación racional de nuestras facultades de conocimiento por sobre la más grande potencia de la sensibilidad. (CFJ, §27, 171).

Aunque, como humanos, poseemos todos la misma destinación, Kant reconoce que el sentimiento de lo sublime no puede ser exigido de los demás en el mismo grado en que puede serlo el sentimiento que produce lo bello. Lo sublime es una conmoción del ánimo, un movimiento violento del espíritu, y como tal, una excepción a la

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actividad armoniosa de nuestras facultades.8 Para que esta excepción se dé, varias condiciones son necesarias: primero, es indispensable una imaginación vigorosa. Sin una imaginación tenazmente empeñada en ofrecer una intuición adecuada a la magnitud del objeto y decidida a ampliarse hasta su límite para cumplir con las exigencias de la razón, el triunfo de la razón sobre ella sería, por así decirlo, tan melifluo, que el sentimiento de respeto no se produciría. Segundo, es también esencial una razón auto-legisladora. Un sujeto acostumbrado a aceptar autoridades externas o a sucumbir al mandato de sus pasiones, será igualmente incapaz de reconocer el valor de su destinación racional. Y finalmente, esta razón autolegisladora ha de contar con la disposición adecuada de la sensibilidad, es decir, con una natural proclividad a sentir respeto por la ley moral. Si estas facultades no son vigorosas, el sentimiento de lo sublime no tendrá lugar. Como lo afirma Kant: Pues así como a aquél que es indiferente en el enjuiciamiento de un objeto de la naturaleza que hallamos bello le achacamos carencia de gusto, así también, decimos de aquél que permanece inmutable ante lo que juzgamos ser sublime que no tiene sentimiento. Ambas cosas las exigimos, no obstante, a cada hombre, y las suponemos también en él si tiene alguna cultura; mas con la diferencia de que lo primero se lo exigimos derechamente a cada cual…; y lo segundo, en cambio… lo exigimos sólo como una suposición subjetiva… que es la del sentimiento moral en el hombre, y con ello también atribuimos necesidad a este juicio estético. (CFJ, §29, 179) (las cursivas son mías).

La disposición sensible que hace posible el sentimiento de lo sublime se supone, no se asume como dada. Se supone en virtud de que las facultades involucradas en lo sublime existen en cada ser humano para ser cultivadas de la mejor manera posible. Pero sólo podemos dar por cierto el efecto de lo sublime en quienes poseen una educación adecuada: quienes han entrenado imaginación, razón y sentimiento, de modo que la imaginación sea vigorosa; la razón autónoma; y el sentimiento consonante con la ley moral. Esta descripción, a mi modo de ver, es muy similar a la del orador perfecto: el vir bonus discendi peritus, por quien Kant expresa admiración en el pie de página mencionado al principio de este trabajo. El orador perfecto tiene una imaginación ampliamente entrenada por el arte retórico de la invención o la tópica; es, por supuesto, un hombre de racionalidad cultivada gracias al comercio con la filosofía, las leyes y las culturas extranjeras; y posee un carácter moral, que, en este caso, no es otra cosa que una sensibilidad acorde con el mandato práctico de la razón. Así, tal como lo afirma J. Walker, el orador perfecto, el único que domina el estilo sublime, posee “grandeza de espíritu” además de elocuencia, y logra producir entre los miembros de su audiencia este violento movimiento del ánimo que, dentro de los 8

“El ánimo se siente conmovido en la representación de lo sublime en la naturaleza, mientras en el juicio estético sobre lo bello de ésta está en tranquila contemplación. Este movimiento puede ser comparado con un sacudimiento, es decir, con una repulsa y una atracción, rápidamente cambiantes hacia uno y el mismo objeto.” CFJ, §27, 171.

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límites del desarrollo racional de cada cual, les conduce también a experimentar la admiración por su propia vocación humana. El movimiento de la imaginación y su contrapartida retórica: la amplificación Nada está mas lejos de la caracterización romántica del genio en el arte que la noción de lo sublime que propone el gran estilo ciceroniano. Lo sublime no es el efecto de un “chispazo genial”, muy por el contrario, es el resultado de una estructura estética determinada,9 que puede encontrarse tanto en la naturaleza como en las artes, y entre estas últimas, de preferencia en la oratoria. Esta estructura (talvez podría también llamársele “mecanismo”) produce en el observador el progressus de la imaginación hacia el infinito (en la aprehensión de lo múltiple percibido) y su regressus o fracaso, al no obtener una intuición correspondiente a la totalidad del objeto percibido (en la comprehensión de su magnitud o poderío) (cfr. CFJ, §§ 26 y 27). Si, como he sostenido hasta ahora, el discurso del orador perfecto busca ocasionar el sentimiento de lo sublime en su audiencia, el “gran estilo” ha de poseer dicha estructura. Los fenómenos naturales citados por Kant, habíamos visto, producen el sentimiento de lo sublime en virtud de su “ilimitación”. Sin embargo, las obras de arte, y entre ellas especialmente las discursivas, no son “ilimitadas”. Solamente la arquitectura puede de alguna manera mimetizar la grandeza en magnitud que naturalmente poseen el océano o una montaña. ¿Cómo logra entonces, la retórica y más específicamente, el estilo grandilocuente, re-producir esta “ilimitación” de la naturaleza? Longino nos da un recuento completo10 de las estrategias retóricas para producir el sentimiento de lo sublime en la audiencia. Las tres fuentes de lo sublime que Boileau desdeña por ser “retóricas”, contienen pistas alentadoras al respecto. La más importante de ellas es, en mi opinión, la figura del discurso no gratuitamente llamada “amplificación”. Longino considera a esta figura como el “cuerpo” de la sublimidad (cfr. Longino 1979, 10.1 y 11.2, 166 y 169). Con esta metáfora, creo, Longino nos autoriza a afirmar que la amplificación es dicha “estructura” o “mecanismo” del discurso que ocasiona lo sublime. Su definición de la amplificación es la siguiente: La cualidad que llaman amplificación es … [la figura] en la que se introducen grandes alocuciones de una manera continua, cuando el tema y las discusiones permiten periódicamente nuevos comienzos y pausas, que se desarrollan una después de la otra con una intensidad creciente. … La amplificación es… la acumulación de todos los

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Cuando hablo de una “estructura” determinada, acepto que el término puede ser un poco laxo. La razón por la cual lo escojo, sin embargo, es que intento incluir en ella lo llamado por Kant “informe” (Formlosigkeit), que, sin embargo, comporta en lo sublime una cierta disposición de los elementos de la naturaleza o de la obra de arte que sugiere su ilimitación, ya sea en magnitud o en poderío. Esta “estructura” puede, entonces, ser o no ser caótica o informe, como lo es el cielo estrellado, en el primer caso, o una pirámide o una catedral, en el segundo. 10 En realidad, la ausencia de un gran número de páginas del manuscrito original no nos permite observar la totalidad de las estrategias retóricas para producir lo sublime, pero puede decirse que la amplificación, la creación de imágenes vívidas y la expresión de emociones son las más importantes.

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detalles y tópicos inherentes a la situación, alargando el argumento por la insistencia. (Longino 1979, 11.1, 12.2, 170)

Un discurso amplificado presenta a la audiencia un flujo rápido de imágenes que muestran aspectos diferentes de una misma idea. La sucesión de imágenes a ritmo acelerado requiere el uso de conectores en vez de puntos aparte, los cuales marcan la insistencia del orador en la idea que se desea representar. El argumento es así enfatizado a la vez que exhaustivamente examinado, y el escucha queda literalmente “exhausto”, con la sensación de que una gran violencia se ha ejercido sobre su imaginación. Un buen ejemplo de la amplificación, citado por el mismo Longino (1979, 10. 2, 166), es uno de los famosos fragmentos de la poesía de Sifo: Pues, cuando te miro por un momento, se me quiebra la voz. Mi lengua se hiela y al punto, un fuego suave recorre mi piel, mi vista se nubla, los oídos me zumban, un sudor frío me cubre y un temblor me agita toda entera, y estoy más pálida que la hierba, y siento que falta poco para morir…

En este poema, la idea de la pasión amorosa se presenta vívidamente a la imaginación en una variedad de imágenes: la lengua seca, el cuerpo escalofriante, la vista nublada, etc. La disposición de las imágenes, sus pausas rítmicas y el uso repetido del conector ‘y’, conducen al escucha a experimentar el límite de su propia imaginación: ésta se queda corta para representar la profundidad de la pasión de Safo. Otro ejemplo, más contemporáneo y más cercano a la retórica, como lo sugiere J. Walker, puede encontrarse en “La carta desde la prisión de Birmingham”, de Martin Luther King Jr.: Talvez sea fácil para aquellos que nunca han sentido los dardos hirientes de la segregación decir: “esperen”. Pero cuando usted ha visto a las multitudes viciosas linchar a sus madres y padres a voluntad, y ahogar a sus hermanas y hermanos a capricho; cuando usted ha visto policías llenos de odio insultar, patear e incluso asesinar a sus hermanos y hermanas negras; cuando usted ha visto a la gran mayoría de sus 20 millones de hermanos negros sofocarse en una estrecha cárcel de pobreza en medio de una sociedad afluente; cuando usted inesperadamente encuentra que su lengua está atada y que su voz tartamudea mientras intenta explicarle a su hija de seis años porqué no puede ir al parque de diversiones que acaban de anunciar en la televisión... entonces usted entenderá porqué nos parece difícil esperar. [Citado por Walker (1989), 58. La traducción es mía.]

Por razones de espacio no he reproducido el párrafo entero, pero ya en este fragmento se puede observar el poder emotivo de esta figura retórica: una gran variedad de imágenes se suceden la una a la otra de manera sobrecogedora, cada una de ellas intentando representar un nuevo aspecto de la irrepresentable vastedad de la injusticia

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humana. El resultado es, indudablemente, una fuerte remoción de los sentimientos morales del escucha y la adherencia inmediata con la causa del orador. La amplificación, de hecho, es una de las características más prominentes de la oratoria de Martin Luther King Jr., a quien, no me cabe la menor duda, Cicerón habría dado el mote de “orador magnífico”. Conclusiones A pesar del expreso resquemor de Kant por la retórica, puede decirse que su planteamiento estético restituye el valor estético de la misma o está de alguna manera inspirado por algunas nociones que encontraron un desarrollo no sólo técnico sino también epistemológico en la reflexión de la retórica clásica. Reconocer esta conexión puede permitirnos una interpretación refrescante y fructífera de la estética kantiana, sobretodo en ciertos aspectos de la misma que son ya célebres por su oscuridad. Lo sublime, por ejemplo, usualmente visto como una especie de rueda suelta de la tercera crítica y como nicho de lo patético e irracional en Kant, se convierte, a la luz de la retórica, en un concepto que claramente hace honor a la racionalidad y al cultivo de todas las facultades humanas. La noción de “orador perfecto” nos da luces para entender los diversos roles que juegan la imaginación, la razón y el sentimiento moral en la exaltación propia de lo sublime, y la noción de “amplificación” nos permite entender mejor su manera de interacción. Una vez el sentimiento de lo sublime ha sido aclarado de esta forma, se hace sencillo entenderlo como la expresión estética del sentimiento de respeto por la ley moral. Esto, a su vez, nos permite entrever mejor la continuidad o, si se quiere, la mutualidad de la segunda y tercera críticas. De hecho, entre los ejemplos que Kant ofrece sobre lo sublime, ninguno me parece tan adecuado como la descripción que él mismo hace en la Crítica de la razón práctica de la infinitud moral del hombre y la ilimitación del universo. Se trata del famoso pasaje con el que Kant concluye la segunda de sus Críticas: Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuando con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral en mí. Ambas cosas no he de buscarlas y como conjeturarlas, cual si estuvieran envueltas en obscuridades, en lo trascendente fuera de mi horizonte; ante mí las veo y las enlazo inmediatamente con la conciencia de mi existencia. La primera empieza en el lugar que yo ocupo, en el mundo exterior sensible y ensancha la conexión en que me encuentro con magnitud incalculable de mundos sobre mundos y sistemas de sistemas, en los ilimitados tiempos de su periódico movimiento, de su comienzo y de su duración. La segunda empieza en mi invisible yo, en mi personalidad, y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo penetrable por el entendimiento y con el cual me reconozco (y por ende también con todos aquellos mundos visibles) en una conexión universal y necesaria... (CRPr, 197)

Vale la pena señalar que este pasaje no sólo ofrece una excelente descripción de lo sublime, sino que además es estilísticamente sublime. Algunas características de la amplificación aparecen en él claramente. De modo, pues, que lo sublime es realmente una noción central a la filosofía kantiana. Alegar si Kant conocía o no a profundidad

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los textos de Cicerón, Quintiliano y Longino, entre otros, es aquí irrelevante. Muy seguramente Kant los conocía, pero también muy seguramente los había desdeñado, por no proporcionar mayores pistas filosóficas o por no dar la talla al ideal que proponían. Es más, guiado por su propio prejuicio ilustrado, Kant alegaría que el estilo sublime o grandilocuente es el más “sospechoso” de todos (o el menos “digno de respeto”, para decirlo en sus propias palabras), en tanto que mueve las emociones y produce la adherencia de la audiencia a las intenciones del orador. Sin embargo, la fuerza persuasiva de la amplificación no provoca la aniquilación o el adormecimiento de la capacidad de juicio del escucha. El estilo sublime no tiene nada que ver con el desencadenamiento de una tormenta de emociones incontrolables en el ánimo del escucha que, como lo describieran los románticos, pone a éste en contacto con su parte oscura e irracional. Por el contrario, el estilo sublime activa la racionalidad, la hace despertar. Como decía Cicerón, el gran estilo “siembra nuevas opiniones” pero, sobre todo, “arranca las sembradas”. Si se quiere, lo sublime remueve los prejuicios fuertemente enraizados en la mente del escucha, y produce en éste el reconocimiento sensible de su autonomía, de su libertad tanto de juicio como de acción. Si el resultado de lo sublime es la adherencia de la audiencia al punto de vista del orador, esto es así porque la audiencia ha descubierto su propia capacidad y deseo de seguir el mandato de la razón, mandato que es común al orador y al escucha, pero que el orador, como hombre cultivado y libre pensador, ha reconocido y asumido previamente. En conclusión, ya sea voluntaria o involuntariamente, Kant examina en la tercera de sus Críticas nociones propias de la retórica que fueron olvidadas en virtud del auge del discurso racionalista moderno (más precisamente, cartesiano). La noción de lo sublime es un ejemplo, pero existen más: la del sentido común, o sensus communis, tratada en la “Analítica de lo bello”, es también una noción acuñada por la retórica. Lo mismo puede decirse de otras ideas afines, como la del “símbolo” en tanto mediador entre moralidad y estética, y en general, de la idea de “juicio reflexionante”, que guarda enormes similitudes con lo que la hermenéutica contemporánea llama “juicio interpretativo”11 y lo que la retórica clásica llamaba “entimema” o “silogismo conjetural”. En realidad, si entendemos la Crítica del juicio como un estudio sobre la imaginación humana, ¿por qué no habría de ser fructífero aproximarse a ella con la disposición para encontrar similitudes y contrastes entre sus postulados críticos y el saber depurado por una reflexión, la de la retórica, que por siglos reclamó la experticia en el perfeccionamiento de dicha facultad? Bibliografía Cicerón, Acerca del orador, G. Schmidt (trad.) México, UNAM, 1995. Cicerón, El orador perfecto, C. Reyes (trad.) México, UNAM, 1999. Boileau (1674), Nicolás Traité du Sublime, Delmar, New York, Scholar’s Facsimiles & Reprints, 1975. 11

Este es el argumento central de Rudolf Makkreel (1990).

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Gasché, Rodolphe (2001), The Idea of Form. Stanford University Press. Isócrates, Antidosis. London: Harvard University Press, Loeb Classical Library, 1929. Kant, Immanuel (OBS), Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), A. Sánchez Rivero (trad.) México, Porrúa 1978. Kant, Immanuel (CRPr), Crítica de la razón práctica (1788), E. Miñana Y Villasagra y Manuel García Morente (trads.) Salamanca, Sígueme 1994. Kant, Immanuel (CFJ), Crítica de la facultad de juzgar (1790), Pablo Oyarzún (trad.) Caracas, Monteávila, 1992. Kennedy, George (1999), Classical Rhetoric and its Christian and Secular Tradition from Ancient to Modern Times. University of North Carolina Press. Longino, Sobre lo sublime. Madrid, Gredos, 1979. Makkreel, Rudolf (1990), Imagination and Interpretation in Kant. The Hermeneutical Import of the Critique of Judgment. University of Chicago Press. Monk, Samuel (1960), The Sublime. Michigan, Ann Arbor. Quintiliano, Institutio Oratoria, H.E. Butler (trans.), Loeb Classical Library, 1921. Walker, Jeffrey (1989), Bardic Ethos and the American Epic Poem. Louisiana State University Press. Walker, Jeffrey (2000), Rhetoric and Poetics in Antiquity. Oxford University Press.

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Índice analítico Amplificación Arte Autonomía Bello (lo) Composición Elocuencia Estética Estilo Estilo medio Estilo ornamentado Estilo vigoroso (o gran estilo) Exposición Genio Juicio Juicio estético Juicio interpretativo Juicio reflexionante Ilustración Imaginación Invención Ley moral Memoria Naturaleza Orador Orador ideal (o perfecto) Poesía Racionalidad Razón Retórica Respeto Sensibilidad Sentido común (sensus communis) Sentimiento Sentimiento moral Sublime (lo) Sublime matemático Sublime retórico Universalidad Índice de nombres Boileau, Nicolás Burke, Edmund Cicerón Demóstenes

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Descartes, René Gasché, Rodolphe Isócrates Kant, Immanuel Kennedy, George King, Martin Luther Longino Makkreel, Rudolf Monk, Samuel Platón Quintiliano Ramus, Peter Safo Smith, William Walker, Jeffrey

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