Las gramáticas de la Academia

May 24, 2017 | Autor: O. de Emilio Alarcos | Categoría: History of Linguistics, Spanish, Linguistics, Grammar
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Descripción

Las gramáticas de la Academia Emilio Alarcos Llorach

Desde la antigüedad, cuando el hombre se paró a reflexionar sobre el instrumento que le servía para comunicarse con los demás. la lengua, la actividad gramatical ha consistido esencialmente en establecer criterios precisos de corrección en el lenguaje. Para ello, se observaba en primer término la expresión escrita, por su permanencia, o al menos su equivalente oral en situaciones que hoy llamamos, ánglico modo, «formales», y se dejaban al margen, por su descuido y espontaneidad, las manifestaciones coloquiales, producto tosco de situaciones «informales». El mismo marbete adoptado para designar esta tarea de análisis de los hechos de lengua, a saber, «gramática», derivado del griego grammá 'letra o símbolo gráfico', demuestra que el objeto tenido en cuenta era lo escrito. A estos primitivos gramáticos les interesaba ante todo determinar y mantener la corrección y fidelidad en los textos sagrados y en los textos literarios por motivos obvios: en los primeros, cualquier desviación podía desvirtuar los efectos, a veces mágicos, de lo expresado e impedir por tanto la deseada comunicación con los poderes sobrenaturales; en los segundos, importaba su rigurosa propiedad para que sirvieran de modelo adecuado al ejercicio eficaz de la oratoria. Nace, así, la gramática como menester conservador de la pureza estricta de la lengua, con propósitos normativos y en esencia didácticos, de aplicación práctica. Tal actitud ha perdurado hasta los tiempos modernos y queda, por ejemplo, bien plasmada en la definición que de la gramática expone Antonio de Nebrija: «Scientia recte loquendi recteque scribendi ex doctissimorum uirorum usu atque auctoritate collecta» (=ciencia del hablar correcto y del escribir correcto, recogida del uso y de la autoridad de los varones más doctos). Y aunque el estudioso renacentista agrega que el uso es, sin duda, «uis et norma loquendi» (=la po-

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tencia y la norma de hablar), insiste en que ese uso es el de los doctos, porque el de los ignorantes «potius abusus quam usus appellandus est» ( = más bien abuso que uso debe ser llamado). El criterio de autoridad, legado por los clásicos, es el que conservan las academias y, naturalmente, los manuales escolares, preocupados por distinguir entre empleos legítimos o ilegítimos, entre formas estimadas correctas e incorrectas. No era otra la disposición del rey Alfonso el Sabio cuando corregía los romanceamientos de sus colaboradores poniéndolos en «castellano drecho» y decía de sí mismo que «cuanto en el lenguaje, endre¡;:olo él por sise». Desde entonces se ha procurado aplicar a la lengua española un conjunto de normas que uniformen los usos individuales y configuren un modelo único a que se atengan todos los usuarios. Siempre ha habido, pues, una policía de la lengua, que no debemos confundir con lo que se llama hoy política lingüística, cuyos fines proselitistas se tiñen turbiamente con ocultas apetencias de poder. Utilizamos aquí el término «policía» con sus valores prístinos, desprovistos de las connotaciones negativas que a veces se le suman ahora. Policía -expone el Diccionario de Autoridades- «vale también cortesía, buena crianza y urbanidad, en el trato y costumbres»; «Se toma assimismo por aseo, limpieza. curiosidad y pulidez». Policía de la lengua significa, en definitiva, lo que pretendía Juan de Valdés al proponer «miramiento y cuidado» en el uso del idioma. Porque, si bien el uso es árbitro absoluto de la lengua y ante él se han ido doblegando las generaciones sucesivas de hablantes, también es cierto que la discreción. el decoro, la pertinencia, la pretensión de claridad e incluso de expresiva elegancia deben exigir ese miramiento y ese cuidado valdesianos que siempre han propugnado los escritores (aquellos «varones más doctos» a que alude Nebrija) tanto en la selección de las piezas lingüísticas como en la sabia reunión idónea de estas. Esta actitud se refleja, por ejemplo, lúcidamente en las conocidas palabras de Luis de León, cuando, al principio del tercer libro de su tratado «De los nombres de Cristo», reconviene a los censores que «piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo, y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide, y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura». Entre estos dos polos opuestos -el uso común y el particular juicio o miramiento- se han venido moviendo los gramáticos, en busca de un equilibrio oportuno, decente y eficaz al dictar las normas. Atender al uso

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obliga a emprender su descripción; aconsejar normas implica elección ponderada y razonable. A estos criterios se atuvieron los primeros académicos con sagaz prudencia y evitaron la enfadosa equiparación entre la norma y el dogma. Se recomienda, se aconseja una norma como consecuencia de la jerarquización juiciosa de los usos, pero no se impone un dogma cuya transgresión sea punible. Ya en los prolegómenos del primer tomo del Diccionario, publicado en 1726, los académicos acataban la variabilidad de los usos de la lengua con el transcurso del tiempo, pues, como dice Coseriu, sólo las lenguas muertas no cambian. Se reconocía «que el uso común, que es el único Señor, y dueño con despótico Imperio sobre las Voces, y su significado [.. ] va transformándo[las] insensiblemente» (p. liii-liv) y que «Estas transformaciones son naturales, y aun precisas en nuestra Lengua, por ser viva». Y seguían diciendo con claro criterio: «Es bien sabido de todos que las Lénguas se dividen en muertas, y vivas. Léngua muerta se llama la que como la Latina, Hebréa, y antigua Griega, son inmutables, porque no hablandose, ni usandose comunmente, permanécen en su inmutable sér, sin que el que las usa tenga libertad de inventar, ó mudar [.. ] sin el riesgo de incurrir en la vergonzosa nota de cometer barbarismo, ó solecismo, por salir de aquellos rigurosos preceptos en que las tiene, ó aprisionadas, u defendidas la exacta observación de los Gramáticos.» No es este el caso de las lenguas vivas: una lengua viva, señalan, «se nutre aumentandose con nuevas Voces, suavizando, ó perticionando las que possee, se purga olvidando algunas menos expressivas, y limpiando algunas durezas y barbaridades». Queda ahí claro el empeño de la Academia: no era «su fin emendar, ni corregir la Léngua [.. ] sí solo explicar las voces, phrases, y locuciones, desterrar y dár a conocer los abusos introducidos» (p. iv), de acuerdo con la creencia de «que la Academia no es maestra, ni maestros los Académicos, sino unos Jueces, que con su estúdio han juzgado las voces» (p. xix). Tales propósitos de mesurada cautela se repiten en 1771 cuando al fin se publica la Gramática. En su envío al monarca, se lee: «La Academia solo pretende en esta Gramática instruirá nuestra Juventud en los principios de su lengua, para que hablándola con propiedad y corrección, se prepare á usarla con dignidad y eloqüencia» (f. 3 v). Bien explícitos de la intención académica son esos cuatro términos que se asignan al ejercicio adecuado de la lengua: propiedad, corrección, dignidad y elocuencia. El blanco a que apuntaba la Academia consistía no sólo en la enseñanza de una norma precisa y selecta, sino también en su aplicación justa y expresiva. A la vez, se rechaza la objeción de quienes estiman innecesaria la gramática por creer que para la lengua propia «basta el uso».

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Los académicos pensaban que el uso natural de la lengua, aprendida desde la cuna, no era suficiente y que «convenía perfeccionarle con el arte» (p. ii), el cual «nos hace ver el maravilloso artificio de la lengua, enseñándonos de qué partes consta, sus nombres, definiciones, y oficios, y como se juntan y enlazan para formar el texido de la oración» (p. iii). Y agregan: «Sobre ninguna de estas cosas se hace reflexion ántes de entender el arte, y así es dificil que sin él hablemos con propiedad, exáctitud, y pureza». Siendo el fin primordial de esta labor el establecimiento de una norma selecta por encima de los usos, los redactores de la Gramática evitan «entrar en un prolixo exámen de las varias opiniones de los gramáticos, prefiriendo a esta erudicion la brevedad y la claridad, pues se trata de ilustrar y enseñar, no de ofuscar ni confundir á la Juventud» (p. xii-xiii). Respeto al uso, norma templada, concisa claridad e intención didáctica fueron los criterios esenciales a que se ajustó la gramática académica, que, según se consigna al comienzo del texto, se definía como «arte de hablar bien». Respecto a la definición tradicional recogida por Nebrija eso supone un cambio importante de orientación: la gramática ya no se considera como ciencia (como análisis y discusión prolijos de los componentes de la lengua), sino sólo como arte, es decir, una técnica apropiada para la práctica correcta de la lengua. Este punto de vista no se modifica en las ediciones sucesivas de la Gamática. En la edición de 1931 se sigue leyendo que «Gramática es el arte de hablar y escribir correctamente». No era otra la opinión de autores ajenos a la Academia. Hasta el genial Andrés Bello, cuya obra tanto difiere de los tratados tradicionales por la agudeza y profundidad de sus análisis y observaciones, se suma a esa opinión: «La Gramática de una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada». Incluso en el Esbozo de 1973, que no se abre con definición alguna de lo que es gramática, se deja escapar solapadamente, cuando se trata de las oraciones, el recuerdo de ella: «... la Gramática, que al fin y al cabo es "ciencia y arte de las formas de expresión lingüística"». Ello viene a ser una especie de compromiso de lo que era la tradición normativa (arte) y lo que es el puro estudio lingüístico (ciencia), un reflejo de la vacilación metodológica. En efecto, el desarrollo de la ciencia lingüística, sobre todo a partir del siglo XIX, y los nuevos enfoques difundidos desde el comienzo del XX no podían pasar inadvertidos para la Academia. Por ello, esta se propuso reajustar su Gramática. En la edición de 1920, fruto de los nuevos designios, se anuncia: «los positivos adelantos que en estos últimos tiempos ha realizado la ciencia del lenguaje, [.. ), pusieron de manifiesto la conveniencia de apresurar el planteamiento de la reforma que tenía

proyectada la Academia, y la necesidad que se imponía de hacerla tan extensa y tan completa como fuera preciso, si había de responder a las necesidades y al progreso de los tiempos». Sin embargo, la usual circunspección de la Academia se limitó a una reforma muy discreta, según declara ella misma: «Consideraciones de orden doctrinal y pedagógico aconsejaban que se hiciera por partes y en ediciones sucesivas» y en consecuencia, en esa edición, «Lo que sí ha variado fundamentalmente, radicalmente podríamos decir, es, no el concepto del contenido de la Sintaxis, pero sí el método y plan de exposición de la doctrina sintáctica, y hasta la forma misma de esa exposición, que en la edición presente es más lógica, más razonada que en las anteriores». Se dan cuenta los académicos de que se ha producido una escisión total entre la gramática normativa y los recientes estudios lingüísticos. El lingüista ha desplazado y aun desprestigiado al gramático a secas. Una gramática no podía desconocer los avances de la ciencia, pero su adopción sin más habría desvirtuado y entorpecido el propósito didáctico que desde la primera edición había presidido la redacción de la gramática académica. Las nuevas teorías rechazaban como poco científica la actitud normativa; la lengua debía estudiarse tal como se manifestaba en los hechos concretos de habla, y todos éstos eran dignos de la atención de la lingüística sin establecer entre ellos valoraciones de corrección o incorrección. ¿Cómo cohonestar, pues, los fines normativos con la descripción real y puntual de todos los usos de una lengua? El problema era grave y de dificultosa solución. ¿Puede darse una gramática normativa y a la vez científica? ¿Es lícito dar por inexistentes los hechos que se consideran impropios? La solución podía ser la separación entre la gramática normativa y la gramática descriptiva. Es el criterio que adoptaron, por ejemplo, Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña en sus conocidos manuales, redactados para la enseñanza en Argentina; allí segregan de otras clases de gramática a la gramática normativa; ésta «que es la que importa en las escuelas y colegios, consiste en el sistema de reglas y normas para hablar y escribir el idioma conforme al mejor uso. Las normas y reglas de la gramática se refieren siempre a la lengua general y a su modelo, que es la lengua literaria». Pero en esa misma definición se percibe que, por debajo de la intención pedagógica, actúa el fundamento científico de la lingüística. No es extraño, pues, ante tamañas dificultades, que pasasen muchos años sin que la Academia afrontase la deseada reforma de su gramática. Esta desembocó al fin en el Esbozo de 1973, que la institución, cautelosa y prudente como siempre, considera «un mero anticipo provisional de la que será nueva edición de su Gramática de la Lengua Española», y, por

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ello mismo, lo ofrece como «simple proyecto» que «carece de toda validez normativa». (p. 5). En las «Sugestiones» leídas por Rafael Lapesa ante el JI Congreso de Academias de la Lengua Española en 1956, se pusieron las bases de la futura edición de la Gramática, las cuales con exquisito cuidado procuraban equilibrar los dos criterios mencionados: la puesta al día de la doctrina gramatical y el mantenimiento de una norma sensata y general. Uno de los dos redactores a quienes se confió la tarea de remozamiento de la gramática, Salvador Fernández, supo muy bien recoger y aclarar las propuestas de Lapesa. Este había sugerido la renovación a fondo de la gramática, pero «mucho más que en los usos recomendados, en la interpretación teórica de ellos». Y comenta Salvador Fernández: «Era imprescindible tener en cuenta «las concepciones que acerca del lenguaje, sus funciones e instrumentos están hoy vigentes en la lingüística». Pero este principio aparecía [.. ] atemperado por tres importantes consideraciones. La primera, la del cometido de la Gramática de la Academia, la cual ha de ser práctica y normativa, no puramente científica y teórica. La segunda, la del respeto a la tradición de la doctrina gramatical, española y americana. La tercera, la de la discriminación necesaria en el orden teórico, que aconseja no atenerse dogmáticamente a una escuela o a un autor determinado ni «dejarse sorprender por estridencias de terminología». Era delicado aplicar a la Gramática académica todas las novedades de la lingüística, y aunque se hacia preciso dotarla de unas bases teóricas menos arcaicas, no había que olvidar -dice Salvador Fernández- que «La Gramática de la Academia no ha aspirado nunca al conocimiento lingüístico puro. Ha sido concebida con miras a un fin utilitario inmediato: es una Gramática normativa». «Como consecuencia de ello es literaria, está basada en Autoridades del pasado y del presente». «No es rigurosamente formalista/ ../ en el sentido de que no desdeña la semántica». (LNGA, p. 24). En la advertencia inicial del Esbozo se señalan las innovaciones respecto de la última Gramática (p. 5): se refunden y desarrollan las antiguas «Prosodia» y «Ürtografia» en la primera parte «Fonología»; figura como «Morfología» la antigua «Analogía», y persiste la «Sintaxis». Los mayores cambios corresponden a la Fonología, presentada «con desarrollo considerable» y «con enfoque totalmente renovado». La Morfología sigue en general el orden de la Analogía de la obra anterior, «con planteamiento teórico completamente nuevo» y con mayor extensión. La Sintaxis es la que mantiene una «estructura semejante a la que presentaba en las últimas ediciones de la Gramática», pero se ha redactado de

nuevo, aclarando y precisando, simplificando a veces, y atendiendo a los usos modernos de la lengua. ¿Cuál fue en fin el resultado de la reforma acometida en el Esbozo? ¿Cómo se desempeñaron sus autores ante las encontradas exigencias de lo normativo y lo descriptivo? El Esbozo fue acogido en general con beneplácito. Emilio Lorenzo saludó su aparición calurosamente calificándola de «suceso trascendental», y resaltó en la obra «el equilibrio entre lo tradicional y lo moderno, lo descriptivo y lo normativo»; era una «aportación, apoyada a veces en una interpretación exhaustiva de datos, en la que visiblemente no han escatimado su esfuerzo y su saber [.. ] dos de nuestros más eximios gramáticos, Salvador Fernández Ramírez y Samuel Gili Gaya». Y, en efecto, el Esbozo es obra muy meritoria, imprescindible para el estudioso de la lengua española, y que está esperando, como sugiere José Polo, una reedición que incluya los materiales dispersos acumulados y donde se haga constar la autoría de los redactores. Sin embargo, a pesar de la buena voluntad de estos, el Esbozo no es -sin dejar de serlo- una obra normativa, sino una obra en su mayor parte descriptiva y que, al entender de algunos reseñadores, ha desbordado los cauces, siempre estrechos pero precisos, del propósito didáctico. Original en muchos aspectos, producto a veces de elaboración de primera mano, lúcido en sus interpretaciones, copioso en la ejemplificación, atento a todos -o casi todos- los hechos de uso atestiguados tanto en la Península como en América, el Esbozo es una obra inapreciable de consulta para el lingüista o para el que aspira a serlo. Es cierto, como señala Lorenzo, que se ha procurado conciliar en el texto la doctrina tradicional -hasta donde era válida- con los puntos de vista contemporáneos, pero a veces se trasluce demasiado la pauta de algunas corrientes lingüísticas con su inevitable aporte de nomenclatura novedosa que puede arredrar al lector no preparado. Para este lector normal no especialista, el que busca respuesta concreta y tajante a sus dudas en el uso lingüístico, acaso la consulta del Esbozo resulte excesivamente compleja y dificultosa. No consignamos con ello crítica alguna, ya que en la advertencia inicial del propio Esbozo se reconocen esas características y se anuncia que «la doctrina contenida en las dos primeras [partes] tendrá en el texto definitivo redacción más accesible al lector no especializado». Estas palabras concuerdan con el criterio de siempre sostenido por la Academia, según vimos ya en las palabras citadas de la Gramática de 1771: se trataba de «ilustrar y enseñar, no de ofuscar ni confundir» y no solo a la juventud, como se dijo entonces, sino a todos los hablantes de la

comunidad lingüística española. Con palabras informales de Gili Gaya, había que conseguir que la Gramática académica pudiese ser entendida por los boticarios (y don Samuel lo había sido). En suma, parece que el Esbozo, obra extraordinaria y utilísima, no puede consolidarse como mera y simple Gramática normativa de la Academia, aunque sin duda describe ampliamente el uso moderno de la lengua española a una y otra orilla del Atlántico, autorizándolo con abundantes y pertinentes citas de escritores contemporáneos. En esta atención al uso coetáneo, el Esbozo no hace sino continuar los propósitos iniciales de la Gramática de 1771. En una de las disertaciones preparatorias de esta (estudiadas por Ramón Sarmiento), uno de los académicos, el ilustre [gnacio de Luzán, defendía que la gramática había de guiarse por el buen uso, «especialmente el uso actual, o a lo menos el que han seguido los buenos eruditos, de un siglo a esta parte», y añadía: «es conforme a razón que ya que se publique ahora una gramática de la léngua, esta sea de la lengua española que hoy se habla». El aporte de autoridades contemporáneas, algo descuidado en las ediciones previas al Esbozo, confiere a éste un valor sobresaliente, en cuanto describe de forma muy completa los usos de nuestra lengua en los tiempos presentes. Apenas hace años, lo subrayaba el recordado Antonio Tovar con palabras exactas: «Ahora mismo el Esbozo es la gramática más autorizada, digna de sus antecesoras, pero mucho más moderna, más abierta, y por primera vez no fijada en la lengua clásica, sino en la actual, tal cual vive en España y en América» (El País, 30.Vl.1985). Y después del Esbozo ¿qué?, se ha preguntado algún crítico. La provisionalidad de su texto, confesada paladinamente en la advertencia preliminar, hacía esperar que se refundiese en otra obra con plena validez normativa. En estos tres quinquenios largos posteriores a la publicación del Esbozo, la Academia no ha olvidado sus promesas. Pero era arduo decidir el camino que debía elegirse. ¿Se resumía el Esbozo, podándolo, descargándolo de todo aquello que, aunque excelente y útil, resulta enfadoso o poco accesible para el lector común? ¿O bien se acometía de nueva planta otra redacción más unitaria que, sin abandonar la reforma emprendida, se atuviese más de cerca a los fines didácticos de la gramática académica? La primera solución -rehacer el Esbozo- entrañaba graves problemas y enojosas consecuencias: por una parte, la injerencia de otra mano en un texto ajeno tan trabado y personal, y con su propia coherencia, como el del Esbozo significaba destrozar su unidad y diluir sus muchos méritos; por otro lado, resumirlo y simplificarlo conducía a la

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eliminación, o por lo menos al arrinconamiento, de una obra excelente, acreedora de perdurar tal y como es -con sus muchas virtudes y sus livianas tachas- entre los instrumentos del estudioso de la lengua española. Impulsada, sin duda, por razones de esta suerte, la Academia se inclinó por la segunda posibilidad, la de encomendar a un solo redactor la tarea de disponer un nuevo texto de la Gramática. Para ello eran aconsejables varios requisitos: 1) evitar las inadecuaciones del Esbozo a los fines pedagógicos y normativos consustanciales con la gramática académica. 2) Este propósito primordial no debía hacer olvidar el necesario remozamiento teórico del hilo conductor de la exposición. Y 3) habría que procurar un cauto eclecticismo doctrinal y mantener, siempre que fuera hacedero, la fidelidad a la terminología más frecuente y consagrada por el uso, con objeto de «no ofuscar ni confundir». El redactor, ya a punto de finiquitar el texto, se planteó desde el comienzo de su labor las cuestiones de que hemos disertado aquí, todas dificultosas. Ha pugnado, con suerte varia, por mantener un equilibrio más o menos inestable entre las opuestas exigencias, con la mira fija en conseguir una exposición clara, consecuente y lo más simple posible. Se han omitido las discusiones teóricas casi siempre, pero se ha intentado que entre líneas se trasluciesen para el entendido los fundamentos científicos de lo expuesto. Con otras palabras: se ha procurado que la actitud normativa no borrase la rigurosa descripción científica de los hechos, y que ésta, explayándose en demasía, ocultase la claridad de la norma y el afán didáctico. Así se evita la densa prolijidad de los datos, adecuada para los especialistas, y se rehuyen al máximo las complicaciones terminológicas, si bien a veces es imposible soslayar la introducción de etiquetas nuevas para conceptos de los que hoy no se puede prescindir. El Esbozo ha facilitado la tarea en cuanto a la ruptura con la terminología de cada una de las partes del tratado gramatical. Ahora se mantendrá la triple división de Fonología, Morfología y Sintaxis. Cabía discutir si desde el punto de vista de la exposición convenía más comenzar por el análisis de los enunciados y discriminar sus componentes (es decir, la sintaxis) y luego examinar las unidades así desgajadas y sus particularidades (esto es, la Morfología). Pero se conserva el orden tradicional de considerar primero el inventario de unidades lingüísticas y después sus combinaciones, a riesgo de tener que adelantar ciertas cuestiones que serían propiamente sintácticas. Aparte queda la llamada Formación de palabras, que no es en definitiva más que una especie de sintaxis de la estructura interna de las voces derivadas y compuestas.

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El propósito de la Fonología es mucho menos ambicioso y detallado que el que aparece en el Esbozo. El redactor ha creído que el lector común no está suficientemente impuesto en las cuestiones de fonología y fonética, y que por tanto la exposición demasiado minuciosa de las unidades fónicas no conduciría a ningún resultado práctico. Se ha limitado a presentar las dos normas del sistema .fonológico del español de hoy, adoptando como válidos tanto el sistema centronorteño peninsular como el americano o atlántico, sin aconsejar la prevalencia de ninguno de los dos, y ha señalado las variantes del uso aceptado y a veces las que están relegadas a zonas reducidas o a estratos sociales concretos. No se descuidan las particularidades de las estructuras silábicas y los grados de simplicación que de estas están registrados, insistiendo en cuál es la norma del uso culto y literario en los contactos de consonantes o de vocales. Se cierra la fonología con la descripción más concisa y clara posible de los rasgos de la acentuación en el español, así como de la entonación. Aunque se hagan referencias a la correlación entre fonemas y grafemas, todos los aspectos ortográficos de la lengua se han dejado para el opúsculo independiente que publica la Academia. Así como en el Esbozo esta parte fonológica transparenta a menudo la impronta hockettiana, en la nueva redacción, mucho más breve, puede apreciar el entendido la orientación funcionalista europea. La terminología nueva está reducida al mínimo y se ha evitado el uso de notaciones fonéticas o fonológicas, adoptando para esta última en lo posible los símbolos gráficos normales, salvo en un par de casos. En la Morfología, o exposición del inventario de unidades léxicas y gramaticales del español, se trata sucesivamente de las diferentes clases de «palabras» que gracias a su función sintáctica pueden distinguirse. Con el sustantivo, al exponer sus accidentes morfológicos, género y número, se trata también del articulo determinado, como elemento dependiente y no acentuado, que ya Correas consideró accidente del sustantivo. Con el adjetivo, se trata de justificar hasta cierto punto la separación tradicional entre los calificativos y los determinativos según su diferente comportamiento funcional. Hay alguna novedad en cuanto al tratamiento de los pronombres, categoría tradicional tan debatida. Estos, es evidente, o se emplean como sustantivos o como adjetivos. Teniendo en cuenta que los adjetivos pueden, como se dice, sustantivarse, no hay ninguna razón para establecer una categoría, tan heterogénea, con los pronombres. Algunos son siempre sustantivos. Tal ocurre con los personales tónicos: su comportamiento esencial es parejo al de los sustantivos. Otros, como los demostrativos y los posesivos, funcionan como sustantivos o como adjetivos según el contexto y en ello no se apartan, aunque

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sus marcas externas sean diferentes, de las pautas funcionales que siguen los adjetivos calificativos. Hemos segregado de los pronombres personales tónicos, que son sustantivos, los llamados personales átonos. A pesar de sus evidentes relaciones históricas y de sentido, los átonos no pueden agruparse con los tónicos: son simples incrementos del verbo y por ello se estudian como unidades que a veces se combinan íntimamente con el verbo. Entre los llamados indefinidos, en general unidades que funcionan también como sustantivos o como adjetivos, hay muchos cuyo sentido puede abarcarse denominándolos cuantificadores. En atención a este rasgo semántico no pueden estudiarse aparte de los numerales, palabras que denotan una cuantificación precisa en el caso de los cardinales. Los otros numerales se comportan como meros adjetivos y sólo se distinguen por la particular referencia que efectúan. Sin salir del grupo de unidades variablemente usadas como sustantivos o adjetivos quedan los relativos y los interrogativos, en cuyo comportamiento no se puede ignorar su capacidad, análoga a la de las conjunciones, para establecer relaciones de subordinación. Se atiende debidamente a los llamados adverbios, que no aparecen tratados especialmente en el Esbozo, y se dedican sendos capítulos a las unidades de relación que conocemos como conjunciones y preposiciones. Y no se olvida la interjección como tipo especial de enunciado. El apartado más amplio de esta sección es, sin ninguna duda, el verbo. Se agregan como derivados verbales el infinitivo, el gerundio y el participio, que cumplen funciones propias de otras clases de palabras. Se señalan los paradigmas de conjugación y para su nomenclatura se utiliza en primer término una simplificación de la empleada por Andrés Bello (conservando sin embargo la referencia a las denominaciones más tradicionales en la Península). Se procura simplificar el inventario de las irregularidades en el significante verbal. Se analizan los valores que los morfemas verbales suelen expresar (modo, tiempo, aspecto) y las oposiciones sistemáticas que entre ellos se establecen. Y según se ha dicho más arriba, se examinan los usos y valores de los personales átonos que incrementan al verbo. En todos los casos se indican los usos preferidos por la norma culta y literaria. En el de los personales átonos, aunque se recomiende el uso etimológico, se exponen las diversas normas hoy coexistentes que no pueden considerarse incorrectas y que dan lugar a múltiples vacilaciones incluso entre excelentes escritores. Examinados en la Morfología los rasgos particulares de las diferentes unidades (tanto en su estructura interna como en su combinatoria), la Sintaxis pretende analizar las relaciones internas de los enunciados, sobre todo del enunciado que llamamos oración. Parece que se alcanza

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una mayor sencillez en la exposición de los tipos oracionales estableciendo la distinción entre oración simple y grupos de oraciones. La oración esencial está constituida por un verbo en el que se combinan dos elementos: la raíz y la desinencia. En la raíz se expresa una noción que actúa como predicado de la persona sujeto expresada por la desinencia. Por eso hay oraciones reducidas a sólo el verbo. Pero con frecuencia está acompañado de términos adyacentes que especifican lo manifestado por la raíz verbal o por la persona de la de_sinencia. Así, aparecen junto al verbo el sujeto explícito, los objetos directo, indirecto o preposicional, los adyacentes circunstanciales, etc. Se examinan qué tipos de palabras pueden cumplir esas funciones adyacentes y cómo a veces grupos unitarios de ellas pueden cumplir las mismas funciones. De este modo se advierte que la mayoría de las llamadas oraciones subordinadas no son más que oraciones degradadas, que han perdido su independencia y que funcionan dentro de una estructura oracional más amplia como si fuesen sustantivos, adverbios o adjetivos. Por otra parte, las llamadas oraciones compuestas por coordinación se reducen a ser grupos oracionales unificados dentro de un solo enunciado. Esta puede ser la mayor novedad (relativa) en el tratamiento de la sintaxis. No se olvidan tampoco los enunciados que carecen de la típica estructura oracional. la de contener un núcleo verbal dotado de desinencia personal. En este apresurado esquema de la gramática que se propone, ¿cómo se ha conciliado la antinomia de norma y descripción de que venimos hablando? Lo hemos adelantado. A estas alturas de los estudios lingüisticos no se puede desconocer la necesidad de una descripción consecuente y clara de los hechos lingüísticos; pero estos son varios, y de costumbre aparecen en concurrencia dinámica; hay que establecer una jerarquía; y de acuerdo con ella hay que anteponer una norma modélica; esta debe ser, se ha señalado desde siempre, el habla de la gente cultivada; pero esta no es siempre unitaria en ciertos aspectos de la lengua; la gramática tiene que limitarse a señalarlo sin propugnar una y rechazar otras. Además, la norma ha de ser benigna: usos hace poco condenados, se han generalizado y hoy son propios de la lengua culta. Creo que debe aconsejarse una norma, pero nunca condenar con rigidez las desviaciones que se difunden y prosperan en la estimación de los cultos. ¿Hasta qué punto la nueva redacción de la gramática habrá cumplido con estos propósitos de claridad, concisión y adecuación tanto al fin didáctico como a los conocimientos científicos modernos? Lo dictaminarán los lectores en el futuro, y en primer término, con su autoridad, la Comisión de Gramática de la Academia.

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