Laicidad y democracia ante la amenaza del fundamentalismo religioso

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Descripción

Laicidad y democracia ante la amenaza del fundamentalismo religioso
José Luis Martí
Profesor de filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra de
Barcelona y
Laurance S. Rockefeller Visiting Fellow del University Center for Human
Values de la Universidad de Princeton[1]

Las sociedades modernas se caracterizan, entre otros factores, por el
hecho del pluralismo y los desacuerdos generalizados,[2] y no hay duda de
que la religión es una de las fuentes principales de dicho pluralismo. La
respuesta liberal tradicional a este hecho ha sido la de confinar la
religión –junto con las demás fuentes de pluralismo- a la esfera privada
del individuo, asumiendo los principios de laicidad, separación entre
iglesia y estado, tolerancia religiosa y neutralidad estatal, todo ello
armonizado bajo el principio de libertad religiosa, que también ha sido
aceptado a su vez por las principales religiones monoteístas.[3] Dicho
principio protege ciertamente la libertad de creencias religiosas y el
ejercicio de tales creencias, pero lo hace al precio de expulsarlas del
ámbito público, al menos bajo una interpretación liberal tradicional.[4] A
esto se suma que, como cuestión de hecho, la presencia de las religiones en
la esfera pública había efectivamente declinado en Europa, al menos durante
los siglos XIX y XX. El propio hecho del creciente pluralismo religioso
había contribuido a socavar la hegemonía histórica de una sola religión en
cada uno de los estados europeos, y tal vez a causa de ello la presencia de
la religión en la vida pública en general –no solamente en la política en
sentido estricto- había sido cada vez menor. Incluso el número de ateos y
agnósticos en Europa había ido paulatinamente en aumento, si bien las
cifras no han llegado nunca a ser muy significativas, con la única
excepción de Francia, siendo siempre inferiores al 10%. Más importante,
aunque más difícil también de comprobar empíricamente, ha sido el fenómeno
según el cual las creencias de aquellos que sí profesan alguna religión
suelen ser más diluidas y estar más débilmente conectadas con un discurso
oficial de alguna de las iglesias mayoritarias. Por todo ello podía
pensarse que se estaba produciendo un inexorable y progresivo
debilitamiento del discurso religioso.
Sin embargo, son muchos los observadores que ahora afirman lo
contrario: el fenómeno religioso está resurgiendo en las democracias
avanzadas –no habiendo nunca remitido apreciablemente en el resto de países-
, y reclamando cada vez una mayor presencia en el ámbito público de la
democracia. Se puede identificar una reacción nueva e insólita al principio
liberal de laicidad que trata de proscribir la religión al ámbito privado.
Al menos algunos grupos religiosos no se conforman ya con operar únicamente
en la esfera privada de sus miembros, sino que reclaman tener una presencia
significativa en la vida pública del conjunto de la comunidad e incluso
aspiran a convertirse en un factor político de primer orden. Frente a la
tendencia general al retraimiento que había caracterizado el fenómeno
religioso durante los últimos dos siglos en Europa, las principales
religiones presentes en las democracias avanzadas vuelven a reivindicar su
papel de líderes morales, a tratar de protagonizar la educación en valores
de los jóvenes, a impulsar o frenar reformas políticas, etc.[5] No es que
las religiones hubieran abandonado nunca su pretensión última de dictar la
agenda política y el contenido de las decisiones que deben ser tomadas,
pero de algún modo puede afirmarse que en las últimas décadas han dado un
paso más allá, y se han atrevido a cuestionar el principio liberal clásico
de laicidad, proponiendo cuanto menos una interpretación distinta del
mismo.[6]
Dentro de este fenómeno general de mayor reivindicación de la
presencia pública de las religiones, se ubica una tendencia interna
radicalizada, con una visión principalmente excluyente y un nuevo afán de
hegemonización: el fundamentalismo religioso. El integrismo o la
radicalidad religiosa, como es evidente, no son fenómenos nuevos en la
historia de occidente. Pero, como veremos a continuación, el
fundamentalismo como tal sí posee un origen reciente que puede cifrarse a
principios de siglo XX en el seno del protestantismo cristiano en Estados
Unidos, y que ha venido a desarrollarse especialmente durante su segunda
mitad en el resto de religiones mayoritarias. En palabras recientes de
Ronald Dworkin, "lo que es diferente hoy, lo que inquieta a mucha gente
tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, es la militancia
política, la agresividad y el éxito aparente de la religión
fundamentalista".[7] Este surgimiento del fundamentalismo en las tres
principales familias religiosas monoteístas ha acompañado y reforzado el
reclamo de una mayor presencia de la religión en la esfera pública.
Todos conocemos ejemplos del tipo de conflicto político que
recientemente está proliferando en nuestras sociedades plurales: los
conflictos por el uso del velo o el burka en las escuelas, los menús
escolares, los problemas de los sikh para montar en motocicleta, la
reivindicación de excepcionalidad con respecto a las transfusiones de
sangre por parte de los testigos de Jehová, la simple construcción de
mezquitas, los reclamos de los creacionistas, o los conflictos más
tradicionales respecto al aborto o la eutanasia, son todos casos prácticos
de controversia política en los que la religión juega un papel
determinante. Por supuesto, no todos estos casos involucran a grupos o
reclamos fundamentalistas. Pero es difícil negar la importancia de estos
últimos para ponderar la cuestión más general de la presencia de la
religión en el ámbito político. Muchas veces los reclamos religiosos
responden a interpretaciones más moderadas del rol que la religión debe
ocupar en la esfera pública.
En todo caso, sea desde posiciones fundamentalistas o no, lo cierto es
que el discurso de rechazo a la concepción liberal tradicional de la
laicidad que relega la religión al estricto ámbito privado ha ido ganando
fuerza desde sensibilidades distintas. Y dentro del rango amplio de
doctrinas y posiciones que reclaman un mayor peso de la religión en el
ámbito público, las más extremas están ocupadas sin duda por los
fundamentalismos de las diversas religiones mayoritarias. Y, como tales,
suponen hoy una de las principales amenazas para la expansión de la
democracia, los derechos humanos, la modernización de nuestras sociedades,
y la paz internacional.[8] Y no sólo, ni siquiera principalmente, por su
vinculación más extrema con el terrorismo internacional,[9] sino también
por las tensiones sociales y los problemas de convivencia que genera la
presencia de grupos fundamentalistas en nuestras democracias.
En este trabajo no abordaré la cuestión de si existe un reclamo
razonable por parte de posiciones religiosas moderadas de reinterpretar el
principio de laicidad de manera que otorgue mayor protagonismo a las
creencias religiosas en la esfera pública y en la justificación pública de
la acción política. Éste es sin duda uno de los temas importantes de la
filosofía política contemporánea, y absolutamente central para la difícil
cuestión de las relaciones entre religión y política. Pero requiere por
esta razón de un análisis más pausado y profundo. Me ocuparé aquí, en
cambio, de la cuestión mucho más específica del fundamentalismo religioso.
Aunque se trata de una cuestión secundaria con respecto a la anterior,
tener una comprensión clara de cuál es el peligro que representa el
fundamentalismo religioso, de cuáles son sus presupuestos y sus
pretensiones, y en qué medida se opone centralmente a los valores liberales
y democráticos que fundamentan nuestras sociedades, nos puede resultar de
ayuda para enfocar el debate más general sobre el rol político de las
creencias religiosas. El fundamentalismo es, en este contexto, un mal
extremo. Ningún otro movimiento o ideología en las últimas décadas ha
desafiado tan centralmente los valores tradicionales laicos y democráticos.
Y espero que mi análisis del mismo nos ayude a comprender la función de
tales valores y principios asociados con la laicidad en el seno de una
democracia.
No voy a hacer ninguna aportación original al sostener que el
fundamentalismo religioso se opone a los valores liberales y democráticos.
Y debe quedar claro que de dicha conclusión no se deriva ninguna otra
aplicable al problema más general de la presencia pública de la religión en
sus versiones más moderadas. Sin embargo, me parece importante analizar los
mecanismos mediante los cuales opera y se reproduce el fundamentalismo como
un primer paso antes de abordar la cuestión más general, aunque sólo sea
para distinguir convenientemente entre los reclamos religiosos moderados ya
mencionados y las reivindicaciones del fundamentalismo. En este sentido,
cuando califico al fundamentalismo como mal extremo en términos de
principios liberales y democráticos de laicidad, no pretendo sugerir que
las posiciones religiosas moderadas que reclaman un mayor peso en la esfera
pública sean un mal moderado. Al contrario, para poder sopesar la
razonabilidad de sus reclamos, me parece importante descartar primero
aquellas posiciones que, abiertamente, se oponen a dichos principios como
las del fundamentalismo, y evitar así posibles confusiones. Dicho esto,
también es cierto, como cuestión de hecho, que algunos de los reclamos
relacionados con la religión y la política en nuestras democracias
avanzadas se originan en posiciones fundamentalistas. Y, en esta medida, el
análisis de la idea de fundamentalismo es interesante en sí mismo para
abordar una parte de la problemática social actual.
Comenzaré realizando algunas breves observaciones preliminares sobre
el principio de laicidad y algunas de las discusiones filosóficas
contemporáneas sobre el rol político de la religión. Seguiré explorando el
propio concepto de fundamentalismo, poniendo de manifiesto algunos
elementos del mismo que a mi juicio no han sido convenientemente señalados
por la literatura contemporánea, en particular aquellos que tienen que ver
con los presupuestos epistémicos de dicha actitud o ideología. Trataré de
mostrar cómo el fundamentalismo se opone centralmente al principio de
laicidad y más generalmente a toda forma de democracia, pero en especial a
las concepciones deliberativas de la misma. Y terminaré revisando el
problema de la polarización de grupos a la luz de la epistemología política
requerida por la democracia y a la que el principio de laicidad es también
coadyuvante. En suma, espero poder clarificar lo que muchos (aunque, como
veremos, no todos) ya creemos intuitivamente: que el fundamentalismo es un
mal extremo para los valores liberales y democráticos asociados con la
laicidad.

Preliminares sobre la laicidad

El complejo principio de laicidad, en su versión moderna, deriva de
una concepción liberal del estado y de los derechos individuales que el
mismo debe proteger. No es éste el momento de analizar con detalle el
significado concreto y todas las implicaciones de dicho principio, pero en
aras de enmarcar el análisis posterior sobre el fundamentalismo religioso,
puede ser útil delimitar algunas de las discusiones contemporáneas sobre el
principio de laicidad que, sin embargo, no presuponen la adopción de una
ideología fundamentalista. Esto nos servirá para aislar la amenaza
específica que el fundamentalismo representa.
El principio de laicidad posee al menos dos dimensiones distintas.
Por una parte, involucra determinadas libertades individuales (por ejemplo,
la libertad de creencia religiosa, la libertad de culto, la libertad de
prédica, etc.). Por la otra, contiene un modelo de estado con respecto a
las relaciones que éste debe mantener con la iglesia y con el fenómeno
religioso en sí mismo.[10] Sobre la dimensión que el principio posee en
términos de derechos o libertades fundamentales, cabe decir que
tradicionalmente se ha considerado que algunas de dichas libertades son
ilimitadas o irrestrictas, como por ejemplo la libertad de creencia
religiosa, mientras que otras sólo tienen sentido en el marco de ciertos
límites o restricciones, como las libertades asociadas con el ejercicio de
las creencias religiosas. Así, nadie puede ser castigado o censurado por
albergar determinadas creencias, sean éstas cuáles sean; pero en cambio sí
puede limitarse el ejercicio externo de este tipo de creencias, su puesta
en práctica mediante acciones externas, en la medida en que dicho ejercicio
puede involucrar una colisión con intereses o derechos fundamentales de uno
mismo o de otros ciudadanos. Así, el estado puede, y debe, limitar el
ejercicio de los derechos de libertad religiosa siempre que éste afecte
derechos fundamentales (propios o de terceros) o la legalidad en general
del estado democrático, y siempre que al hacerlo mantenga la neutralidad
respecto a las diversas religiones, es decir, que no imponga cargas
asimétricas o discriminatorias.
Ahora bien, aunque nadie ha discutido la justificación de introducir
algún tipo de limitación (por ejemplo, que una persona no puede ampararse
en el principio de libertad religiosa para cometer un delito contra la vida
de otra persona), la decisión de cuán estrictos pueden ser dichos límites y
sobre cómo debe articularse una respuesta neutral ante los mismos, si es
que tal cosa es posible, ha sido objeto de discusión en los últimos años,
por parte de las tesis comunitaristas y multiculturalistas entre otras.
Casos como el uso del casco al conducir motocicletas por parte de los sikhs
–que están obligados a llevar turbante por razones religiosas-, o el propio
uso del velo o el burka, por parte de algunas mujeres musulmanas, o la
presencia en general de símbolos religiosos en las escuelas, han servido
para replantear esta visión liberal tradicional. Y estos ejemplos, así como
la propia idea de tratamiento neutral de la cuestión de los límites al
ejercicio de la libertad religiosa, nos conducen a la segunda dimensión del
principio de laicidad, el modelo de estado, mostrando así como ambas
cuestiones se encuentran interrelacionadas. Tanto en la dimensión de la
libertad religiosa como en el modelo de estado un problema central
subyacente es el de definir el rol que ocupa la religión en la esfera
pública y en la justificación de acciones políticas.
Con respecto al modelo de estado, es notorio que el principio de
laicidad requiere una determinada separación entre el estado y la iglesia,
a la que Thomas Jefferson se refería con la célebre expresión de "construir
un muro de separación" entre uno y otra. Ahora bien, pueden distinguirse
diferentes interpretaciones de dicho principio en atención a diversas
variables, entre las cuales podemos mencionar las siguientes: i) el grado
de separación existente, distinguiendo consecuentemente entre estados en
los que la separación es total y estados que permiten algún tipo de
interrelación más o menos fluida; ii) la importancia que se atribuya a la
neutralidad, que suele ser mayor en aquellos casos en los que sí se permite
algún tipo de interrelación, sustituyéndose así la separación en sentido
estricto por el trato neutral; y iii) la valoración que se haga por parte
del estado del fenómeno religioso, y más concretamente de las creencias
religiosas, que puede oscilar entre ser totalmente negativa, totalmente
positiva, o alguna posición intermedia. En base a la combinación de todos
estos elementos suele dibujarse una distinción entre dos modelos de
laicidad,[11] que podemos denominar fuerte y débil.[12]
El modelo de laicidad fuerte consiste en circunscribir el ejercicio de
la religión a la esfera privada del individuo y propugnar una neutralidad
absoluta por parte del estado no sólo respecto a las diversas creencias
religiosas, sino también respecto a las creencias de los ateos o
agnósticos.[13] El estado se abstiene completamente de intervenir en
asuntos religiosos, y no parte de la premisa de que tener creencias
religiosas sea algo valioso (ni generalmente disvalioso, aunque cabe una
variante de dicho modelo en el que se asuma dicho presupuesto).[14] La
separación debe funcionar, además, en el doble sentido. El estado no
interviene en asuntos religiosos pero tampoco deja que las religiones
intervengan en los asuntos políticos. Según este modelo de laicidad fuerte,
la religión y las creencias religiosas no deben ocupar ningún espacio en la
esfera pública. No pueden funcionar tampoco como justificación de
determinadas acciones o decisiones políticas ni como factores de
excepcionalidad para el cumplimiento de las leyes. Este modelo fuerte de
laicidad es el más próximo a la interpretación liberal tradicional que he
mencionado al inicio de este trabajo.
El estado laico débil, en cambio, sería aquel que a pesar de no tomar
partido por ninguna religión en concreto, y en ese sentido mantener el
cumplimiento de un principio de neutralidad debilitado, valora
positivamente en las personas el hecho de que alberguen creencias
religiosas, y no descarta establecer algún tipo de cooperación entre las
instituciones del estado y las iglesias, o con alguna en particular. Se
acepta en consecuencia algún tipo de presencia de la religión en la esfera
pública, y se considera de hecho uno de sus factores de riqueza y valor. El
estado se debe preocupar, entonces, porque se materialicen ciertas
condiciones sociales que hagan posible el ejercicio de las creencias
religiosas. Y, finalmente, hasta cierto punto se pueden admitir las
creencias religiosas como factor de excepcionalidad de ciertas obligaciones
legales, o como justificación de determinadas políticas por parte del
estado. Sin embargo, el estado no puede tomar partido por una religión
determinada, confundir las instituciones del estado con las de la
iglesia.[15]
La discusión filosófica sobre el principio de laicidad durante las
últimas décadas se ha desarrollado principalmente entre estos dos grandes
modelos de laicidad, o entre modelos intermedios más específicos.
Evidentemente dicha discusión no puede resolverse si no es en atención a
una concepción más amplia de la legitimidad política y los derechos
fundamentales. Por ello es fundamental el choque entre diversas teorías de
la justicia como el liberalismo, en alguna de sus versiones, el
republicanismo, el comunitarismo o el multiculturalismo. Pero en el seno de
dicha polémica se ha desarrollado una discusión más específica que ha
separado de hecho a liberales entre sí y que se halla relacionada con el
análisis posterior de este trabajo. Se trata de la cuestión concreta del
estatus de las creencias religiosas en la deliberación democrática o en el
ideal de razón pública: ¿en qué medida un ciudadano puede invocar sus
creencias religiosas para justificar su posición política ante un tema
determinado, y por lo tanto para justificar una hipotética decisión
político-jurídica? Esta es una discusión paralela a la cuestión más general
de la presencia de la religión en la esfera pública y al rol político de
las religiones, y en esa medida forma parte de la reflexión teórica sobre
el principio de laicidad, pero se articula en torno a una cuestión mucho
más concreta, que ha generado una considerable literatura en los últimos
años.
Una de las posiciones se encuentra más cercana al modelo de laicidad
fuerte y es la que proscribe tajantemente el argumento religioso de la
esfera pública democrática.[16] Tal y como ha sido defendida
influyentemente por John Rawls, dicha posición sostiene que el argumento
religioso solo puede ser invocado en la razón pública que justifica las
decisiones de nuestras instituciones políticas cuando cuenta con argumentos
de apoyo seculares que pueden ser compartidos por aquellos que no comparten
la misma religión o religión alguna.[17] Es decir, el argumento religioso,
para ser válido, debe poder ser traducido a términos seculares compartibles
por todos. O, en otras palabras, no es válido por sí mismo. Sin embargo
esta posición ha sido objetada por aquellos también liberales que
consideran que los argumentos religiosos, como cualquier otro, deben poder
participar en el debate político,[18] y que en todo caso será el
procedimiento deliberativo democrático el que se encargará de
neutralizarlos o invalidarlos.[19] Entre una y otra posiciones se hallan
aquellos que constatan la extrema dificultad o imposibilidad de
traducibilidad de argumentos religiosos en términos seculares, y ofrecen
alguna alternativa para no atribuir a los ciudadanos que profesan una
religión la carga indebida de renunciar a parte de sus pretensiones por
culpa de dicha intraducibilidad.[20]
No voy a entrar a analizar las diversas posiciones en este debate,
pero la existencia del mismo nos da cuenta de la flexibilidad con que se
está repensando el principio de laicidad y la cuestión general de la
presencia de la religión en la política. Las discusiones a las que me he
referido en este apartado presuponen generalmente que la visión religiosa
que se halla detrás del reclamo de introducir sus argumentos en el discurso
público o de replantear las limitaciones al ejercicio de la libertad
religiosa es más o menos ampliamente compartida –es decir, es significativa
socialmente- y frecuentemente moderada, en el sentido de que acepta las
propias reglas del juego democrático, y entre ellas el respeto a los
derechos fundamentales. A continuación voy a plantear el análisis de un
caso que se separa de dicha normalidad en el fenómeno religioso, pero que
sin embargo está ganando presencia en nuestras sociedades.

El concepto de fundamentalismo

El uso normalmente vago y muchas veces sesgado del término
fundamentalismo que suelen hacer los medios de comunicación o la ciudadanía
en general no es suficiente para comprender adecuadamente este fenómeno. Es
necesario, pues, contar con un concepto más preciso de fundamentalismo
antes de analizar su contraposición con los valores liberales y
democráticos, es decir, antes de pasar a su evaluación normativa. Pero
comencemos con un caso real.
En 1983, un grupo de familias cristianas en el condado de Hawkins
(Tennessee, Estados Unidos) protestaron frente al Departamento de Educación
por el programa de lectura impulsado en la escuela primaria de dicho
condado, según el cual los estudiantes debían leer 47 cuentos que se
referían a diversas de las principales religiones presentes en el mundo,
textos con un contenido educativo que tenían el objetivo de transmitir
alguna idea característica de cada visión religiosa. La protesta se
formalizó en una demanda judicial y acabó resuelta en la famosa sentencia
Mozert v. Hawkins,[21] una controvertida decisión judicial que ha sido
objeto de un amplio debate entre los teóricos jurídicos y políticos en los
Estados Unidos y que se ha convertido en un interesante test case para
algunas de las teorías de la educación y de la laicidad. Los padres
cristianos alegaban que el programa de lectura que se implementaba en la
escuela pública denigraba su concepción religiosa. Aunque dicho programa no
tomaba partido por ninguna religión en particular, y ninguno de los relatos
era susceptible de estar sesgado en contra de la visión religiosa de la que
se tratase, los demandantes argumentaban que la mera exposición de los
niños a una pluralidad de perspectivas religiosas era ya una interferencia
en su ejercicio del principio de libertad religiosa, que denigraba su
visión y su fe. Durante el proceso judicial, Vicki Frost, padre de uno de
los niños afectados, declaró que "la palabra de Dios, tal y como se
encuentra en la Biblia cristiana, forma la totalidad de mis creencias", de
modo que no necesitaba ninguna otra creencia suplementaria, ninguna otra
alternativa religiosa o no religiosa.[22] Este testimonio, sólo uno entre
los muchos que se dieron en el caso, puede ser considerado un paradigma de
afirmación de fundamentalismo religioso, tal y como voy a entenderlo aquí.
El término 'fundamentalismo' fue acuñado en Estados Unidos en los
años 10 del siglo XX, cuando unos grupos protestantes evangélicos
radicales, organizados inicialmente en torno al Princeton Theological
Seminary, comenzaron a editar una colección de panfletos bajo el título
"The Fundamentals of the Faith". Estas publicaciones defendían un núcleo
central de creencias protestantes frente al espíritu liberal y progresista
de la época, reaccionando también frente al imparable proceso de
modernización social.[23] La denotación de la palabra 'fundamentalismo'
permaneció relativamente estática hasta la crisis de los rehenes en Irán en
1979, cuando se extendió también a los movimientos islamistas vinculados
con la revolución de Jomeini.[24] El término ha adquirido nuevos usos desde
entonces, gran parte de ellos relacionados con la idea de "extremismo
religioso" o con el término de origen francés "integrismo".[25] Fanatismo,
intolerancia, conservadurismo, dogmatismo, intransigencia, extremismo,
radicalismo, prejuicio y rigidez son sólo algunos de los sustantivos
asociados frecuentemente con el fundamentalismo.[26]
Los expertos están generalmente de acuerdo en definir el
fundamentalismo como una ideología, una doctrina o una actitud que defiende
el retorno a los "fundamentos", a los principios básicos de una fe
religiosa o política, reivindicando así un retorno al pasado, a un
determinado contexto cultural, social o institucional ya superado.[27] Como
ha expresado Bruce, "[e]l fundamentalismo descansa en la creencia de que
existe una fuente de ideas, generalmente un texto, que es infalible y
completa",[28] y apela e intenta imponer algunas verdades absolutas.[29]
Por otra parte, al definirlo como una ideología o doctrina, el
fundamentalismo se convierte en un fenómeno también individual. Es decir,
una persona aislada puede ser fundamentalista, en este sentido, sin
requerir de un entorno social coadyuvante. Esto no supone negar la enorme
relevancia social de este fenómeno ni la importancia de los sistemas de
formación o manipulación colectiva de creencias que suelen acompañar a los
casos de fundamentalismo, al menos a aquellos que alcanzan una mayor
resonancia. Tampoco pone en cuestión el hecho de que es el fundamentalismo
medianamente articulado mediante sistemas de creencias colectivos el que
supone una amenaza más directa para nuestras democracias avanzadas. Lo
único que se afirma es que el fundamentalismo puede estar presente a un
nivel individual sin necesidad de interrelaciones sociales que lo
alimenten.
Como ideología o doctrina, el fundamentalismo suele ser defendido por
movimientos fanatizados que protestan y reaccionan frente a los procesos de
modernización social,[30] sea que tales procesos ya han transformado sus
sociedades o están haciéndolo en ese momento, como en el caso de los
fundamentalistas protestantes en los Estados Unidos, o se trate simplemente
de influencias externas que sólo operan como factores potenciales de cambio
social y cultural, como en el caso de muchos países islamistas. En este
último caso, tales procesos son considerados amenazas para la forma de vida
de dicha sociedad. La modernización es vista como un proceso de cambio
social que conllevará –o que ya ha conllevado- la división y fragmentación
de las instituciones sociales y de su estilo de vida, así como la
separación entre el estado y la iglesia en un proceso más amplio de
secularización, un crecimiento más acelerado de la sociedad, un proceso
general de racionalización ligado al conocimiento científico, un
igualitarismo creciente un cambio en los roles de género, y una mayor y
creciente diversidad cultural.[31]
Todas estas consecuencias son percibidas como los peligros de la
modernidad, y ante ellas el fundamentalismo propone "restablecer hoy la
misma intensidad carismática que originalmente sirvió para forjar mucho
tiempo atrás una identidad comunal en torno a las formativas experiencias
reveladoras religiosas".[32] En este sentido, aunque el fundamentalismo sea
una doctrina eminentemente religiosa, implica una voluntad "de reconfigurar
el mundo en toda su extensión" y de defender "la obediencia de toda la
sociedad a un texto o tradición auténtico e infalible", de modo que se
trata también de una ideología política que pretende imponer ciertas
tradiciones, recurriendo incluso a la violencia en caso de que sea
necesario.[33] En consecuencia, sea cual fuere la causa religiosa, no cabe
duda que el fundamentalismo se origina en unas determinadas condiciones
culturales, políticas y económicas, y comporta también una evidente
dimensión política.
Un "aspecto central de las sociedades modernas que los
fundamentalistas encuentran inaceptable es la idea de que todos los
individuos deben gozar del mismo conjunto de derechos y libertades, con
independencia de su fe y devoción".[34] Los fundamentalistas se oponen así,
centralmente, al principio de laicidad, a la separación entre el estado y
la iglesia, y reaccionan frente a una cultura basada en los derechos y la
democracia, así como en leyes e instituciones igualitaristas. Manifiestan
su apoyo, en cambio, por una concepción religiosa del ser humano y de la
política, una perspectiva integral desde la que juzgar todo valor de la
vida humana, fuera de la cual no existe otro criterio normativo o
valorativo relevante o aceptable. Rechaza por tanto toda institución
política que contradiga o no sea compatible con sus creencias y deberes
religiosos.
El fundamentalismo tiene, en este sentido, una pretensión de
autoridad, generalmente vinculada a un texto sagrado, que se supone que
proporciona una "guía perfecta" para el ser humano en su vida.[35] Esto
implica la exclusión de cualquier otra autoridad que no sea la de las
fuentes originales de sus creencias religiosas. El fundamentalismo se
convierte así en una suerte de maniqueísmo que divide el mundo entre lo
bueno y lo malo, siendo bueno sólo aquello que se conforma a los mandatos
del texto original literalmente interpretado. Lo demás es percibido como
indiscutiblemente malo, y debe ser excluido. Los fundamentalistas deben ser
capaces, por tanto, de identificar la correcta interpretación –literal- de
los textos sagrados, apelando a "algún tipo de principio hermenéutico".[36]
Y este rasgo explica lo novedoso de este fenómeno.[37] Sólo en culturas con
un cierto nivel de alfabetización puede darse una violenta lucha por la
interpretación original de los textos religiosos. Sólo en tales sociedades
puede haber personas que consideren que la interpretación dominante –en
términos sociales- de tales textos es una traición. El extremismo o el
radicalismo religiosos son fenómenos tan antiguos como las propias
religiones, pero el fundamentalismo en particular, que enaltece los textos
como "fundamentos", es un fenómeno nuevo. Bajo esta interpretación, el
fundamentalismo –o integrismo, en su versión de ascendencia francófona-
sería un subtipo de extremismo o radicalismo religioso aparecido más
recientemente y con ciertas características particulares que lo distinguen
del fenómeno más general.
Según hemos visto, el fundamentalismo es una doctrina reduccionista
respecto a los valores y la autoridad. En primer lugar, identifica un único
orden de valores, de carácter religioso, que aplica a todos los aspectos de
la vida humana, incluyendo la moral y la política (Macedo 1995: 479). Y, en
segundo lugar, reduce todas las autoridades a una sola: la palabra de Dios
contenida en los textos. Dios es la única autoridad teórica y práctica para
todos los aspectos de la vida. Esta pretensión fundamentalista sobre la
autoridad se acompaña de una tesis epistemológica adicional: la verdad,
tanto teórica como práctica, puede encontrarse en los textos en su sentido
literal y no cabe ningún tipo de duda epistémica al respecto (Macedo 1995:
479). Lo que los textos establecen u ordenan literalmente es necesariamente
verdadero puesto que Dios es infalible y tales textos recogen
indudablemente su palabra, sin espacio para la duda.[38]
Es cierto que cualquier creyente religioso, al menos en las grandes
religiones monoteístas, comparte la creencia de que Dios es infalible y de
que los textos sagrados revelan su palabra. Sin embargo, la particularidad
del fundamentalismo es que extiende dicha infalibilidad a una
interpretación determinada de tales textos, la literal o fundamental. Dicha
interpretación, que es evidentemente la suya, es también necesariamente
verdadera. Esta peculiar epistemología no permite al fundamentalismo
distinguir, por ejemplo, entre "sostener alguna verdad" y "sostener algo
como verdadero".[39] Y esta extensión de la infalibilidad a la propia
interpretación de los textos, injustificada a menos que medie algún
argumento epistémico adicional, es la que lleva a los fundamentalistas a no
estar dispuestos a someter su particular interpretación a discusión
racional con los demás, del mismo modo que otro creyente no estaría
dispuesto a someter a discusión racional la idea de que los textos sagrados
expresan la palabra de Dios.
La autoridad a la que se apela, como he dicho, es teórica tanto como
práctica, además de infalible. Esto conduce a los fundamentalistas a
sostener la siguiente tesis práctica con evidente relevancia política: la
verdad –contenida en su interpretación de los textos sagrados- debe ser
impuesta coercitivamente, incluso mediante violencia si fuera necesario. La
posición práctica del fundamentalismo, en efecto, implica algún tipo de
principio de intolerancia. Todos aquellos que no compartan una particular
interpretación del texto –la que es afirmada como verdadera- están
equivocados. Y dicho error no debe ser tolerado. Debe ser censurado e
incluso reprimido. La verdad y la virtud deben ser impuestas por la fuerza.
En tanto que doctrina política, el fundamentalismo rechaza tanto la
distinción entre lo bueno y lo correcto, como los principios de
neutralidad, respeto por la diferencia y tolerancia. Y por ello se
convierte también en una doctrina perfeccionista que aspira a imponer un
determinado modelo de vida buena a los demás. Por otra parte, como rechaza
también el principio de separación entre iglesia y estado, y en tanto que
defiende una doctrina monista y reduccionista de los valores normativos,
reclama que el estado utilice todos sus recursos, comenzando por el
derecho, para imponer su particular concepción religiosa de lo bueno. Su
posición práctica es una posición moral, pero al no aceptar la separación
entre política y moral, y ya no digamos entre derecho y moral, su tesis es
también política.[40]
En conclusión, podemos definir el fundamentalismo como una ideología
o doctrina[41] religiosa, y también política, que sostiene las siguientes
tres tesis:


(1) Tesis reduccionista sobre los valores y la autoridad: existe un único
orden o conjunto de valores que se aplica a la religión, la moral, la
política y todas las demás facetas de la vida humana. Y existe también una
única autoridad en todos estos ámbitos, que es Dios y su palabra revelada
en los textos que constituyen los fundamentos de la doctrina. No tiene
sentido, entonces, la separación del estado y la iglesia.

(2) Tesis epistemológica excluyente: Sólo hay un acceso posible a la única
autoridad y al único conjunto de valores, que es la interpretación literal
de los textos, en la versión particular defendida por cada doctrina. Esta
fuente de verdad es epistémicamente infalible, así que no hay espacio para
la duda ni para la discusión. Toda otra interpretación queda excluida.

(3) Tesis práctica o política, o principio de intolerancia: la verdad sobre
la vida buena identificada gracias a las dos tesis anteriores debe ser
impuesta por cualquier medio, incluyendo el derecho y los otros recursos
del estado. No hay espacio para la neutralidad, el respeto y la tolerancia
hacia otras formas de vida y concepciones del bien.


La diferencia entre el fundamentalismo así entendido y las simples
creencias religiosas de la mayoría de los fieles, incluidas las más
fanáticas, consiste en las tesis epistemológica y práctica. Es posible que
muchos creyentes suscriban la tesis reduccionista respecto a los valores y
la autoridad. Pero aunque haya un solo conjunto de valores aplicable a
todos los ámbitos de la vida humana, de ello no se deduce que dichos
valores cuando se materialicen en el ámbito político deban conducir a un
principio de intolerancia. Bien puede ocurrir, como de hecho es el caso en
la interpretación oficial de muchas religiones monoteístas, que tales
valores sustenten, y no se opongan, a la separación del estado y de la
iglesia, y prediquen un principio político de respeto y tolerancia ante
diversas concepciones del mundo y formas de vida. Tampoco se deriva del
hecho de albergar una creencia religiosa firme, incluso aunque se canalice
mediante una certeza absoluta en la existencia de Dios y en la veracidad de
los textos sagrados, el que exista una única interpretación posible e
indubitada, la literal, de tales textos.
Por tanto, aunque el fundamentalista tal vez crea lo contrario, no hay
ninguna implicación lógica entre la tesis reduccionista sobre los valores y
la autoridad –que puede ser compartida por cualquier creyente religioso-, y
la tesis epistémica excluyente y el principio político de intolerancia que
caracterizan el fundamentalismo religioso. Es más, ni siquiera este último
se deriva lógicamente de la tesis epistemológica. Aunque alguien crea que
sólo hay una interpretación válida e indubitada de la palabra de Dios, la
voluntad de Dios todavía podría ser, también bajo dicha interpretación, la
de tolerar las diversas formas de vida y las concepciones erróneas del
mundo, o la de no pronunciarse respecto a cuestiones políticas.[42] Un
fundamentalista no es simplemente un creyente religioso más consistente y
con creencias más firmes. Un fundamentalista es un creyente que reduce toda
su concepción del mundo y su visión axiológica a un único orden de
creencias y valores, que dice saber conocer de manera infalible y sin
posibilidad de discusión, y que además no tolera políticamente la
diversidad o la discrepancia. Como es evidente, la tercera tesis del
fundamentalismo lo convierte en una doctrina incompatible con los valores
básicos del liberalismo y la democracia. A continuación veremos además que
la segunda tesis, aunque no entra en conflicto con tales valores liberales,
sí socava ciertos principios democráticos. Pero lo importante es que un
creyente religioso no necesita, para ser coherente, suscribir ninguna de
estas dos tesis, y de hecho no suele hacerlo.


Fundamentalismo y democracia (deliberativa)

Que el fundamentalismo es una doctrina que se opone al liberalismo es
un lugar común en la literatura de este campo.[43] El análisis precedente
nos permite comprender mejor por qué esto es así. La combinación de las
tres tesis que definen a este tipo de doctrina supone eliminar las
distinciones entre las esferas pública y privada de los individuos y entre
lo bueno y lo correcto, vulnera los principios de neutralidad y laicidad,
implica una doctrina perfeccionista, y vulnera finalmente de modo frontal
el principio de autonomía. La tesis epistemológica excluyente y el
principio político de intolerancia niegan el valor existente en que las
personas formulen sus propios juicios y cometan sus propios errores. Una
vez identificada la verdadera e indubitada interpretación de la palabra de
Dios, y adoptado el principio práctico de intolerancia, no cabe espacio
para el ejercicio individual de la autonomía.
De modo más interesante, el fundamentalismo se opone también a los
principales valores democráticos. Primero porque toda concepción de la
democracia se basa en alguna idea básica de autonomía e igualdad de los
ciudadanos. El valor principal de la democracia es el de la igualdad
política básica entre los ciudadanos, entendida como un derecho igual y
prima facie de influir o determinar las decisiones políticas de su
comunidad, es decir un igual derecho de participación política. Todos los
ciudadanos son iguales y merecen recibir el mismo trato por parte del
estado, y todos son considerados seres autónomos capaces de realizar sus
propias elecciones, así como de cometer sus propios errores. Esta
reconstrucción simple del valor de la democracia presupone que ninguno de
nosotros posee una epistemología infalible para conocer la única verdad
moral.[44] De modo que el fundamentalismo se opone a todo modelo de
democracia en la medida en que se base en dichos valores.
Pero el fundamentalismo se opone más frontalmente a ciertas
concepciones de la democracia fuertemente basadas en una idea de
racionalidad colectiva, como la democracia deliberativa, que a otras que no
presupongan dicha idea. La razón es sencilla, y tiene que ver con la tesis
epistemológica excluyente del fundamentalismo. Como ya he señalado, dicha
tesis sostiene que existe una única interpretación correcta e indubitada de
los textos sagrados que expresan la palabra de Dios, la interpretación
literal defendida por la doctrina de que se trate. Esto significa que dicha
interpretación literal se convierte en el único criterio posible de verdad
o de corrección, en una autoridad infalible. Ahora, la infalibilidad
epistémica de dicha interpretación no está basada en razones epistémicas
que el fundamentalista pueda esgrimir frente a los que discrepan con él,
sino que simplemente está presupuesta. Es más, el fundamentalista rechaza
cualquier tipo de discusión racional al respecto. Como afirma Vincent
Branick, el fundamentalismo no es compatible con el método científico o
cualquier método mínimamente racional: "si la aplicación del método
histórico-crítico me exige poner distancia entre mí mismo y las decisiones
de mi vida por una parte y la cuestión que nos traemos entre manos por la
otra, si el método me convierte entonces en un observador externo de la
Biblia como algo que está 'ahí fuera', entonces todo se vuelve un simple
juego. Y este carácter lúdico no hace justicia a la seriedad de las
escrituras".[45]
El fundamentalista no aspira a convencer racionalmente a nadie de la
verdad de sus tesis.[46] Ser fundamentalista significa precisamente, entre
otras cosas, rechazar el diálogo racional y la deliberación.[47] Deliberar
con otras personas implica una disposición personal por parte de los
participantes a modificar sus creencias a la luz del mejor argumento,[48]
así como una virtud activa de respeto mutuo y reciprocidad,[49] y ambas
cosas se encuentran ausentes en el caso de los fundamentalistas. Estos, por
definición, no están dispuestos a modificar sus puntos de vista por
consideraciones racionales, ni a respetar y tolerar a aquellos que piensan
distinto. No tratan a los demás como seres autónomos y como fines en sí
mismos, sino como simples medios para sus fines religiosos. Y rechazan la
idea de justificación mutua y de argumentación racional. En este sentido no
puede haber diálogo racional entre fundamentalistas y no-fundamentalistas,
ni los primeros pueden tolerar o suscribir una concepción deliberativa de
la democracia.
La democracia deliberativa, como ideal de legitimidad política,
sostiene que las decisiones políticas son legítimas sólo cuando son
resultado de un procedimiento democrático y deliberativo de toma de
decisiones.[50] Como ideal democrático, la democracia deliberativa requiere
que todos aquellos que sean (potencialmente) afectados por una decisión
política deben poder participar directamente o a través de sus
representantes en la toma de dicha decisión.[51] En tanto que ideal
deliberativo, consta de "una secuencia de proposiciones que apuntan a
producir o reforzar el acuerdo en el destinatario de las mismas. En este
sentido, se trata de un proceso racional y discursivo",[52] que "debe ser
distinto a la negociación, a la firma de contratos y otras interacciones
del tipo de las que encontramos en el mercado, tanto en el hecho de que
requiere explícitamente atender a consideraciones de interés común y en las
formas en que dicha atención contribuye a formar los objetivos de los
participantes.[53]
De modo que resulta evidente por qué el fundamentalismo, y más
concretamente su tesis epistemológica excluyente, se opone frontalmente a
la concepción deliberativa de la democracia. Este modelo exige que los
ciudadanos fundamenten sus preferencias en razones mutuamente aceptables y
que éstas pasen el filtro de una deliberación democrática. Los
participantes en la deliberación pública deben estar dispuestos, entonces,
a someter a escrutinio racional sus propias creencias y propuestas, y a
ceder ante los mejores argumentos presentados por los demás.[54] Y esto es
algo que los fundamentalistas no pueden hacer, en virtud de su tesis
epistemológica excluyente. De modo que, aun en el hipotético caso de que
los fundamentalistas estuvieran dispuestos a dejar en suspenso su principio
político de intolerancia, que es el que choca frontalmente con los valores
liberales y democráticos básicos, y aceptara unas ciertas reglas de
convivencia mínimamente democráticas, algo que podría hacer por motivos
estratégicos, nunca podría admitir satisfacer los requisitos de la
democracia deliberativa. Y, como veremos en el último apartado de este
trabajo, la forma de combatir el fundamentalismo tiene justamente que ver
con potenciar los sistemas de deliberación democrática.


Polarización de grupos religiosos y democracia deliberativa

Tal y como nos ha alertado Cass Sunstein, uno de los mayores peligros
para las democracias contemporáneas consiste en la polarización de los
grupos que habitan en ellas, y el fundamentalismo puede considerarse una
forma extrema de dicha polarización. Según Sunstein, "la polarización de
grupos significa que los miembros de un grupo que delibera internamente
previsiblemente se inclinarán hacia puntos más extremos en la dirección ya
indicada por las tendencias predeliberativas de tales miembros".[55] Si
preguntamos a un determinado grupo social su opinión sobre una cuestión
determinada antes y después de deliberar internamente sobre la misma, las
respuestas con que nos encontraremos tras la deliberación serán más
extremas en la misma dirección hacia donde ya apuntaban las respuestas
previas a la discusión. Así que puede aventurarse que la deliberación
interna en dichos grupos genera radicalización de las preferencias que, en
sus puntos más extremos puede desencadenar en sistemas de creencias
fundamentalistas. Este fenómeno de la polarización ocurre por dos tipos de
mecanismos. Primero, existen influencias sociales sobre el comportamiento
individual y sobre "el deseo de la gente de mantener su reputación y la
concepción de uno mismo". Y segundo, está el hecho de que un grupo ofrece
normalmente un rango limitado de argumentos que confrontar y contrastar con
los propios.[56]
La psicología social ha dado cuenta desde hace tiempo de este
fenómeno,[57] y los estudios empíricos muestran que la polarización se
produce de modo más probable en grupos homogéneos y, más importante aún, en
grupos que deliberan pobremente y de forma aislada con respecto al resto de
la sociedad, es decir, aquellos que desarrollan un tipo de deliberación que
Sunstein ha llamado "de enclave". La deliberación de enclave es un proceso
que implica la discusión "entre personas con las que se comparten las
mismas ideas y que hablan o incluso viven gran parte del tiempo en enclaves
aislados".[58] Y en opinión de Sunstein, supone "simultáneamente un peligro
potencial para la estabilidad social, una fuente de fragmentación o incluso
de violencia" y está vinculado a la injusticia social y la
irrazonabilidad.[59] En definitiva, parece acercarse al tipo de males
asociados al fundamentalismo, tal y como hemos visto en los apartados
precedentes. Es importante darse cuenta, además, que la polarización afecta
a todos aquellos grupos donde se da algún tipo de comunicación interna, no
necesariamente de deliberación, como presupone Sunstein. De manera que,
ciertamente, también afecta a grupos como los fundamentalistas.
De hecho, es probable que la polarización se produzca en mayor medida
allí donde los mecanismos internos de transmisión de creencias se alejen de
los patrones de una deliberación racional genuina. Lo que produce y acelera
el fenómeno de la polarización es, de hecho, un déficit en la calidad
deliberativa de la comunicación, así que es esperable que se produzca en
mayor grado en aquellos grupos en los que la comunicación que se potencia
no es racional o argumentativa. Por otra parte, la ausencia de
heterogeneidad y de apertura al exterior del grupo aumenta también de modo
significativo la polarización del mismo, porque previene la emergencia de
argumentos nuevos y realmente diversos, así que reducen la disponibilidad
de nuevas razones que puedan ser confrontadas con las ya manejadas. Y es
por esta razón que la solución que propone Sunstein para combatir el
fenómeno de la polarización consiste precisamente en potenciar la
deliberación genuina, abierta y ambiciosa, en oposición a una deliberación
de enclave, fomentando la heterogeneidad del grupo y el intercambio
exterior de ideas, así como aumentando la calidad deliberativa de los
procesos internos de comunicación.[60] En definitiva, una de las formas más
efectivas de neutralizar los sistemas de reproducción de creencias de los
grupos fundamentalistas consiste en potenciar la democracia deliberativa,
lo que puede verse como una razón más a favor de este modelo determinado de
democracia.
Pero el estudio de la dinámica de la polarización de grupos nos arroja
otra conclusión más interesante y novedosa que esa. Es un hecho que las
religiones no se han destacado tradicionalmente por su apoyo al diálogo y
cuestionamiento racional, por la deliberación interna y externa serena, por
fomentar la diversidad y heterogeneidad interna, por potenciar la libre
exposición a nuevos argumentos desafiantes, etc. En el caso de los
fundamentalismos, concretamente, es posible que la dirección del grupo
potencie todos aquellos elementos que favorecen la polarización, puesto que
ésta lleva a sus miembros a un apoyo más firme a las tres tesis que definen
el grupo como fundamentalista y que he analizado en el apartado anterior.
Es en este punto en el que tiene sentido el reclamo de los padres
cristianos en el caso Mozert v. Hawkins, por el que trataban de reducir o
eliminar la simple exposición de sus hijos a otras formas de vida
religiosa. Por este motivo puede predecirse que la polarización en el
ámbito religioso conduce a la aparición, consolidación y reproducción del
fundamentalismo. Y de este modo se pone de manifiesto una necesidad que
resulta crucial desde el punto de vista político liberal y democrático. El
mejor modo, si no el único, de evitar que las visiones religiosas del mundo
se polaricen y terminen adoptando posiciones fundamentalistas totalmente
incompatibles con cualquier interpretación del principio de laicidad y con
los valores liberales y democráticos más básicos, es potenciando los
procedimientos deliberativos y democráticos en el seno de los grupos
religiosos.
Tal vez podría sostenerse, entonces, que la democratización y la
potenciación de la deliberación interna de las visiones religiosas es un
requisito necesario derivado de la protección de la laicidad y la
democracia para permitir que dichas visiones participen en el ámbito
público. Una conclusión de este tipo, sin embargo, requeriría de mayor
argumentación. Lo que espero haber mostrado en cambio en este trabajo es de
qué modo el fundamentalismo no únicamente se opone al principio de laicidad
y a los valores liberales y democráticos básicos, sino que se opone
frontalmente a los modelos deliberativos de la democracia. Y que,
inversamente, una de las formas de combatir la proliferación de los
movimientos fundamentalistas es precisamente potenciar los elementos
deliberativos de nuestras sociedades. Siendo el fundamentalismo, como he
sostenido, un mal extremo para nuestras democracias avanzadas, esto se
convierte, de rebote, en un argumento ulterior a favor de la democracia
deliberativa. Y la comprensión de todos estos elementos nos permitirá, o al
menos así lo espero, abordar de mejor manera la discusión de los múltiples
problemas que afectan la idea de laicidad en los últimos tiempos.






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[1] Este artículo se nutre de dos trabajos precedentes. El primero fue el
presentado en el Seminario sobre Laicidad de la Universidad de Girona, el
13 de junio de 2007, con el título "El principio de libertad religiosa en
una república deliberativa", y nunca fue publicado. El segundo es un
artículo escrito en inglés con el título 'Religious Fundamentalism and
Deliberative Democracy', a raíz de participar en las deliberaciones del
Tampere Club Meeting celebradas en septiembre de 2007 en Tampere
(Finlandia) sobre el tema del fundamentalismo, y que será publicado
próximamente en uno de los volúmenes editados por dicho Club.
[2] Rawls 1993; Waldron 1999.
[3] La Iglesia Católica lo hizo en la Encíclica Dignitatis Humanae del
Concilio Vaticano Segundo, inspirada por el trabajo de John Murray (véase,
en una publicación posterior, Murray 1965). También lo han hecho algunas
Iglesias protestantes, como la Adventista del Séptimo Día, algunas
baptistas e incluso algunas mormonas. Y algunos musulmanes citan el Corán
(vers. 2:256) para sostener que la religión no puede imponerse por la
fuerza.
[4] Para un análisis del principio de laicidad bajo esta interpretación,
véase Kintzler 2005.
[5] No me estoy refiriendo únicamente al caso de España, en el cual podría
de hecho discutirse si hubo alguna vez retraimiento de la esfera pública
como el que he mencionado antes. Mi juicio se refiere a las democracias
avanzadas en general.
[6] Para una caracterización general de este proceso de revitalización
general del fenómeno religioso, véase Micklethwait y Wooldridge 2009.
[7] Dworkin 2006: 52.
[8] Garaudy 1990: ch. 1.
[9] No hay, por supuesto, ninguna relación conceptual entre el fenómeno del
terrorismo y el del fundamentalismo. Ni todos los fundamentalistas son
terroristas, ni todos los terroristas son fundamentalistas. La mayoría de
terroristas ni siquiera son religiosos. Aunque se podría hablar en tal
caso, al menos derivativamente, de un fundamentalismo no religioso. En este
trabajo me ceñiré al uso central del término, el más cercano a su
etimología.
[10] Puede presentarse el principio de laicidad sólo en relación a esta
segunda dimensión, sosteniendo entonces que el principio de libertad
religiosa es un principio distinto y conceptualmente independiente. Hasta
cierto punto ello no afecta el análisis normativo de uno y otro. Pero esta
caracterización restrictiva no me parece apropiada ya que oculta la
estrecha interrelación de una y otra dimensión del mismo fenómeno: cómo se
relaciona el estado con las creencias religiosas de sus ciudadanos.
[11] Claro que dicha distinción supone una simplificación de las
posibilidades conceptuales, ya que si las tres variables mencionadas no se
encuentran conceptualmente relacionadas –como creo que no se encuentran-
pueden originar múltiples combinaciones conceptualmente posibles. Sería
interesante analizarlas todas y, en su caso, compararlas con la distinción
simplificada a la que me refiero en el texto. Pero no me ocuparé de ello
aquí.
[12] Puede encontrarse una distinción parecida en Dworkin 2006: 55-62.
Ambos modelos de estado laico, el fuerte y el débil, se opondrían
conceptualmente a los estados confesionales, aunque por razones
parcialmente distintas. De hecho podríamos distinguir dos tipos de
confesionalidad, que podríamos denominar estado confesional fuerte y estado
confesional débil, respectivamente. En el primero de ellos, el estado
declara públicamente su compromiso con alguna religión en particular, es
decir, la reconoce como verdadera, la enseña en sus escuelas, y limita
fuertemente el ejercicio de las demás religiones, o incluso las prohíbe.
Sería el modelo que podemos encontrar plasmado en estados como Arabia Saudí
o en el Afganistán previo a la invasión internacional. El modelo de
confesionalidad débil sería aquél en el que el estado también declara la
verdad de una religión, e impulsa políticas para favorecer a las
instituciones que representan dicha religión, pero no limita fuertemente el
ejercicio de ninguna otra religión. El ejemplo más claro y cercano sería el
de la España franquista y preconstitucional, y podría corresponder también
a lo que ocurre en muchos de los estados islámicos en el mundo.
[13] Seguramente Francia es el estado que más se corresponde con dicho
modelo de laicidad fuerte.
[14] Es interesante advertir que el modelo opuesto a una teocracia, es
decir, a un régimen que no permite ninguna separación entre política y
religión, como el caso del Estado Vaticano y seguramente del Irán de los
Ayatolás, no es este estado laico fuerte, sino lo que podríamos denominar
un estado ateo. El estado ateo sería aquel en el que las autoridades
políticas hacen campaña activa en contra de toda creencia religiosa,
enseñando una doctrina atea en las escuelas, o incluso llegando a prohibir
la religión. El ejemplo más conocido de estado ateo sería el de la Unión
Soviética. Por definición un estado ateo no es un estado religioso, pero
implica tomar partido por determinadas creencias (en este caso negativas)
en materia religiosa, y en cierto sentido no puede ser considerado un
modelo posible del principio de separación entre iglesia y estado, puesto
que no propugna realmente la separación de estas dos entidades, sino la
supresión de una de ellas. Así que el estado ateo no es un estado tampoco
laico, y conviene no confundir uno con otro.
[15] Este modelo, que suele ser asociado a los Estados Unidos, es el que
mejor se correspondería también con la interpretación común del precepto de
aconfesionalidad contenido en la Constitución española. Otros ejemplos
podrían ser Italia y muchos de los países de Latinoamérica. Aunque ninguno
de ellos equivale perfectamente al modelo.
[16] Véase, por ejemplo, Rawls 1993 y 1997; Audi 1989, 1991 y 1993; y
Macedo 1995.
[17] Rawls 1993: 212-227.
[18] Véase Perry, 1993; Alexander, 1993; y Dworkin, 2006: 65.
[19] Véase también Weithman, 1991; Waldron, 1993; y Lafont, 2006.
[20] Véase Habermas 2006.
[21] Mozert v. Hawkins County Bd. Of Education, 827 F. 2d 1058 (6th Cir.
1987).
[22] Citado por Stephen Macedo, quien a su vez cita la descripción
realizada por el Juez Lively en Mozert v Hawkins, p. 1061 (Macedo 1995:
471).
[23] Bruce 2000: 10-11, 66-67.
[24] Actualmente suele ser aplicada a cualquier extremismo religioso o
incluso político. Como señala Steve Bruce, "[t]oda tradición religiosa es
capaz de generar personas que ponen la promoción de objetivos inspirados en
su religión por encima de las normas de sus sociedades" (Bruce 2000: 5-7,
también 94-95).
[25] Algunos de estos usos se refieren de forma amplia a cualquier
expresión de creencias religiosas de carácter conservador o de actitud
contundente, o bien se usa para descalificar o rechazar cualquier
concepción conservadora a la que se le supone una carencia de "madurez
intelectual". Esto abre el debate acerca de si deberíamos abandonar este
término por ser demasiado amplio y vago, utilizando en su lugar términos
más preciosos y menos emotivos, como "radical" o "extremista". Pero
coincido con Bruce en que es absurdo rechazar un término tan firmemente
establecido en el lenguaje ordinario y que identifica de manera compartida
una determinada práctica o fenómeno (Bruce 2000: 12-13).
[26] Garaudy 1990: cap. 1.
[27] Véase, por ejemplo, Garaudy 1990; y Bruce 2000: 12-15. Intelectuales y
académicos de todo el mundo han prestado una considerable atención al
fenómeno del fundamentalismo. Un evento académico de primera magnitud, al
menos en el ámbito anglosajón, fue el Chicago Fundamentalist Project,
organizado y diseñado por el historiador estadounidense Martin Marty y la
American Academy of Arts and Sciences a fines de los años 80. Más de 100
académicos especializados en movimientos fundamentalistas se reunieron en
una serie de seminarios para analizar dicho fenómeno. El resultado de
dichos encuentros fue la monumental publicación de cinco volúmenes
colectivos que ahora representan un trabajo académico de primera magnitud
en este campo (Marty y Appleby, 1991, 19931, 1993b, 1994 y 1995). Otros
trabajos destacados son Armstrong 2001, para la perspectiva histórica; y
Brasher 2001, y Kaplan 1992, para una perspectiva comparada.
[28] Bruce 2000: 13.
[29] Véase, también, Garaudy 1990.
[30] Bruce 2000: 94ff; Marty y Appleby 1991, 1993a, 1993b, 1994 y 1995;
Macedo 1995: 479; y Barber 1996: 205-208.
[31] Véase Bruce 2000: cap. 2; la misma idea en Garaudy 1990: cap. 1.
[32] Marty y Appleby 1993b: 3.
[33] Bruce 2000: 8 y 94; Garaudy 1990: cap. 1; y Barber 1996.
[34] Bruce 2000: 33.
[35] Bruce 2000: 13.
[36] Bruce 2000: 13.
[37] Como he mencionado anteriormente, la palabra 'fundamentalismo' tiene
su origen en la lengua inglesa a inicios del siglo XX. Y, según Garaudy, el
término francés 'intégrisme' no fue reconocido por los diccionarios hasta
los años sesenta (Garaudy 1990: cap. 1).
[38] Lo cual conduce al fundamentalista a una variante del dilema del
Eutifrón: lo expresado en el texto (bajo una determinada interpretación
literal), ¿es verdadero porque infaliblemente refleja lo que es "realmente"
verdadero según un estándar independiente de verdad, o es verdadero
simplemente porque ha sido afirmado u ordenado por Dios, ya que no existe
dicho estándar independiente de verdad? Si el dilema original del Eutifrón,
tal y como fue imaginado por Platón en el diálogo del mismo nombre,
concernía la propiedad de la bondad de los ordenado por Dios, aquí
estaríamos ante una variante que afectaría a la verdad de sus palabras.
[39] Esta observación fue realizada por Avishai Margalit en las discusiones
sobre el fenómeno del fundamentalismo que tuvieron lugar en el seno del
Tampere Club en septiembre de 2007, y que dieron origen a este trabajo.
[40] Stolzenberg 1993. Algunos autores, como Stephen Macedo, no comparten
la idea de que el principio de intolerancia sea definitorio del
fundamentalismo, y por ello concluyen que el fundamentalismo podría ser
compatible con el liberalismo, siempre que se convirtiera en una doctrina
comprehensiva razonable en los términos de John Rawls (Macedo 1995:
especialmente 479 y 480). En mi opinión, sin embargo, es claro que el uso
común del término fundamentalismo asocia a dicha doctrina un principio
semejante de intolerancia, y no veo ningún motivo para apartarnos del uso
común a este respecto. Especialmente porque asociar dicho principio
práctico al fundamentalismo nos permite distinguirlo de otras formas no
políticas de fanatismo religioso, éstas sí tal vez compatibles con los
principios liberales básicos. Las críticas que Macedo lanza a Stolzenberg
se sostienen en el presupuesto de que es posible pensar en un
fundamentalismo religioso liberal. Pero a mí me parece que hablar de
fundamentalismo liberal es un oxímoron, porque no veo cómo dicha doctrina,
si nos atenemos al significado habitual de la palabra, podría abrazar los
principios de neutralidad, respeto y tolerancia, y una suerte de
'abstinencia epistémica', que el liberalismo exige. De todos modos, la
discrepancia con Macedo aquí es puramente terminológica.
[41] Según he señalado anteriormente, la mayor parte de los especialistas
en este tema consideran al fundamentalismo como una doctrina y/o una
actitud. Aunque en este trabajo estoy analizándolo básicamente como
doctrina, no creo que se haya ninguna dificultad en trasladar el mismo
esquema a la idea de actitud.
[42] Un paso todavía más contundente es el que da el catolicismo
contemporáneo, al menos a partir del Concilio Vaticano Segundo, cuando
sostiene que las creencias en otras religiones son también planes de vida
valiosos. No es sólo que se deban tolerar, sino que debe reconocerse su
valor. Esto convierte a esta doctrina en un firme candidato a ser
compatible con una concepción liberal de la política y la justicia (Rawls
1993: xxxix-xlii, 144-154).
[43] Véanse Barber 1996; Bruce 2000; Garaudy 1990; y Stolzenberg 1993. Con
alguna excepción, como la de Macedo, que ya ha sido comentada en el
apartado anterior (Macedo 1995). Por otra parte, en el texto me refiero a
valores liberales en sentido amplio, tal y como pueden ser compartidos por
otras teorías políticas como el republicanismo, el multiculturalismo,
cierto tipo de feminismo, etc.
[44] No es necesario ser subjetivista o no-cognoscitivista en meta-ética
para dar valor a la democracia, puesto que un objetivista admite también
que nadie posee una epistemología como ésta. Sea por una razón o por otra,
valorar la democracia implica valorar la autonomía de las personas, incluso
cuando el ejercicio de dicha autonomía lleva a tales personas a cometer
errores. En todo caso se tratará de sus propios errores. Véanse Mill 1859,
y Waldron 1999: 226-227, 293, 310-312.
[45] Branick 1984, citado por Stolzenberg 1993: 626; la misma posición en
Carter 1987: 978.
[46] Esto no quiere decir que no busque extender socialmente sus creencias,
ni tampoco que no pueda ser exitoso al hacerlo. Más bien, como cuestión de
hecho, parece que encuentra métodos suficientes para extender sus ideas de
una manera efectiva. Puede ser considerado, por tanto, como un útil
"mecanismo de generación de consenso y de exigencia de lealtad entre sus
seguidores" (Bruce 2000: 112). Pero dicho mecanismo no está basado en la
aceptación racional y libre de sus argumentos por parte de dichos
seguidores, sino en la manipulación de sus creencias o en la simple
imposición de ideas. El fundamentalismo, en este sentido, presupone una
epistemología irracionalista, al menos según la mayoría de los estudiosos
de este fenómeno.
[47] Garaudy 1990. Bruce es uno de los pocos autores que se ha opuesto a
esta imagen de irracionalidad del fundamentalismo, aunque admite que se
trata de "una larga tradición en ciencias sociales" (Bruce 2000: 112-117).
Sus dos argumentos principales contra dicha imagen tradicional son los
siguientes. Primero, que aunque el fundamentalismo sea hoy en día
considerado como algo estadísticamente anormal, ha sido en realidad la
norma durante buena parte de los siglos pasados. Segundo, el
fundamentalismo "es perfectamente consistente con la lógica de la tradición
religiosa de la que emana" y tiene una razón de ser: "El fundamentalismo no
es más que la respuesta racional de gente que es religiosa de un modo
tradicional a los cambios sociales, políticos y económicos que degradan y
constriñen el lugar de la religión en el mundo público" (Bruce 2000: 116
and 117; Stolzenberg 1993 y Levinson 1990 comparten la visión de que el
fundamentalismo puede ser explicado en esto términos, sin abandonar por
ello la visión tradicional que identifica a esta doctrina como
irracionalista). El primer argumento confunde no obstante que algo sea
racional con que sea estadísticamente normal. No hay ningún problema en
admitir que históricamente ha habido varios momentos en los que las
ideologías o sistemas de creencias dominantes se parecían al
fundamentalismo, y por ello presuponían también epistemologías
irracionalistas. No hay ninguna necesidad de presuponer que todo momento
histórico ha sido igualmente irracional en este sentido. Y el segundo
argumento confunde el que un movimiento social o doctrina tenga una razón
de ser describible externamente por un observador, el que cumpla con una
función u objetivo, con que se trate de un movimiento o doctrina
racionalista en términos epistemológicos. Identificar externamente dicha
razón de ser es simplemente comprender los motivos que explican la
aparición o el desarrollo de ciertos sistemas de creencias en un momento
determinado. Pero cuando se dice que el fundamentalismo es una doctrina
irracionalista lo que se quiere decir es que es una doctrina no dispuesta a
revisar sus presupuestos por medios racionales, y no que no se pueda
comprender externamente los motivos por los que algunas personas adoptan
una doctrina de este tipo.
[48] Véanse Habermas 1981; Elster 1998; Mansbridge 1983; Cohen 1989;
Gutmann y Thompson 1996 y 2004; Fishkin y Laslett 2003: 2.
[49] Véanse Gutmann y Thompson 1996 y 2004.
[50] Para una caracterización general de la democracia deliberativa, véanse
Elster 1998; Bohman y Rehg 1997; Macedo 1999; Fishkin y Laslett 2003;
Besson y Martí 2006.
[51] Manin 1987: 352; Cohen 1989; Bohman 1996 y 1998; Elster 1998: 8.
[52] Manin 1987: 353.
[53] Cohen 1989: 17; y Elster 1995: 239 y 1998: 5-8; y Martí 2006a y 2006b.
Dicho procedimiento se basa en el principio de la argumentación –y no en
principios alternativos como el de la negociación o el voto. La
argumentación consiste en el intercambio de razones en favor o en contra de
una determinada propuesta, con el objetivo de convencer racionalmente a los
demás, y se opone a una participación de carácter estratégico que se dirige
a modificar de manera no racional o simplemente imponer las preferencias o
deseos de los demás. Véanse Manin 1987: 352 y 353; Cohen 1989: 21; Estlund
1993 y 1997; Gutmann y Thompson 1996 y 2004; Christiano 1996: 53-55;
Fishkin y Laslett 2003: 2.
[54] En una democracia pluralista, en cambio, los fundamentalistas todavía
pueden cumplir el papel de defender fuertemente sus creencias frente a
otros grupos y sistemas de creencias en el equilibrio de poderes e
intereses que definen el juego democrático; pueden por ejemplo tratar de
negociar con estos otros grupos con el objetivo de asegurar su
supervivencia y contribuir al objetivo último de extender sus creencias al
resto de la población. La democracia pluralista no exige de los ciudadanos
ningún esfuerzo epistémico ni ninguna actitud dialogante o racional. Pero
en una democracia deliberativa los ciudadanos no pueden perseguir objetivos
incompatibles con la propia idea de razón pública o justificación mutua
racional.
[55] Sunstein 2002: 176; véase también Sunstein 2000 y 2001.
[56] Sunstein 2002: 176-177. Esto tiene que ver con otro problema existente
en la formación de preferencias, el de las "preferencias en cascada"
(Sunstein 1991, 2000, 2001 and 2002).
[57] Zuber 1992.
[58] Sunstein 2002: 177.
[59] Ibid.
[60] Sunstein 2002: 187-191.
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