Ladrones de grasa contra canibales o la invencion del monstruo. El miedo del \"otro\" y las relaciones de poder en Bolivia

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Descripción

LADRONES DE GRASA CONTRA CANÍBALES O LA INVENCIÓN DEL MONSTRUO. EL MIEDO DEL “OTRO” Y LAS RELACIONES DE PODER EN BOLIVIA

Radosław Powęska

Streszczenie: Tekst podejmuje temat narracji o „innym” w Boliwii. Wychodzę z założenia, że wykluczające narracje stworzone przez różne grupy na temat „innych” mają charakter uniwersalny i opierają się na dychotomii my/oni i skrajnych przeciwieństwach kultura/barbarzyństwo i ludzki/nieludzki. Proponuję jednak spojrzenie z punktu widzenia relacji władzy między skolonizowanymi i kolonizującymi. Oskarżenia o kanibalizm czy kradzież ludzkiego tłuszczu funkcjonują w ramach relacji dominacji między kreolskimi elitami i Indianami. Mają one konkretne cele - uzasadnienie dominacji, eksploatacji ekonomicznej, wykluczenia, lub obrona własnej społeczności przed intruzami kulturowymi. Słowa kluczowe: relacje międzykulturowe, władza, dyskurs, kategorie inności, kanibalizm, kharirisi, Boliwia. Abstract: The text tackles with the topic of narratives about the “other” in Bolivia. I start with the assumption that the excluding narratives constructed by different groups about the “others” have a universal character and are based upon a dichotomy we/they and upon extreme oppositions of culture/savagery and human/nonhuman. Yet I propose to approach this from the angle of power relations between the colonised and colonisers. The accusations of cannibalism or fat stealing function as part of relations of domination between the creole elites and Indians. They have specific purposes to justify domination, economic exploitation, exclusion, or to defend own community against cultural intruders. Keywords: intercultural relations, power, discourse, categories of otherness, cannibalism, kharisiri, Bolivia.

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Radosław POWĘSKA Cuanto más se describe a un enemigo como salvaje, tanto mejor para el asunto. William Arens, El mito del canibalismo. Antropología y antropofagia

L’enfer c'est les autres. Jean Paul Sartre

“No somos come gente” – aseguró públicamente en octubre 2014 el presidente del Gran Consejo Chimán, desmintiendo el informe del comandante de la policía según el cual un indígena chimán habría matado cinco meses antes a un piloto después de estrellarse en su avioneta en el territorio de ese pueblo amazónico. El supuesto asesino fue acusado de comer su corazón y lengua. “Yo voy a pedir a este señor [de la policía, R.P.] la prueba (…) no vamos a aceptar calumnias que nos hacen a nosotros como si fuéramos come gente”, aseveró el líder indígena. Igualmente, el responsable de la Secretaría Indígena de la Gobernación del Beni de entonces defendió la buena imagen de los chimanes, de hecho las acusaciones se dieron aunque aún no se ha encontrado ni avioneta ni cuerpo del piloto. No conozco ningún pueblo indígena que haya practicado este tipo de actos, ni en ritual (...) por tanto, conminamos a demostrar a este comandante lo que está diciendo, caso contrario debe ser procesado porque está mellando la dignidad de un pueblo indígena – declaró el secretario (“Indígenas chimanes…”, .2014).

La firme y decidida defensa de los activistas indígenas ante las acusaciones del canibalismo no es nada sorprendente. La etiqueta de antropófagos produce un estigma social que desde la perspectiva de otros echa a individuos o grupos enteros hacia fuera del margen de la humanidad e imposibilita cualquier grado de confianza en el contacto intercultural. No se confía en, no se habla y no se negocia con los caníbales, porque por sus

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costumbres animalísticas no son humanos plenos. En Bolivia las acusaciones como estas tienen larga historia y actualmente pueden verse como unas reminiscencias de un discurso bien desarrollado y bastante común en el pasado. Se admite que las acusaciones del canibalismo parecen tener un carácter universal en el mundo. Se basan en una dicotomía entre “nosotros” y “otros”, creada para diferenciar un grupo propio de los demás sobre el criterio de (no) poseer la cultura. No obstante, se puede detectar también otras funciones de estas acusaciones. Los estudios muestran que muy frecuentemente las etiquetas excluyentes ayudaban a legitimizar concretas formas de injusticias, ejercidas por unos grupos sobre los otros. En Bolivia, las narraciones de este tipo se manifestaban en el campo de las relaciones de poder entre diferentes estratos sociales y étnicos o culturas coexistentes en el país. En este texto mostraré que los mitos sociales, como los llamo, no fueron producidos sólo por la cultura dominante. También los grupos sometidos utilizan esta herramienta discursiva. Las narraciones sobre personajes monstruosos sirvieron para la defensa cultural del poder ajeno.

El caníbal como “otro” y la excusa Según Arens las acusaciones del canibalismo pueden ayudar a construir y mantener fronteras culturales. Se trata de la elaboración de identidad sobre la oposición entre “nosotros” y “otros” diferentes (Arens, 2010: 195)1. Esta diferencia entre “nosotros” y “ellos” está erigida en la línea limítrofe entre “civilizados” y “bárbaros”, donde “nosotros” siempre tenemos el 1 Si “ellos” no son suficientemente diferentes, la requerida diferencia se puede construir socialmente.

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monopolio de la cultura. En todas partes del mundo las diferentes culturas acusaron a otros grupos que eran caníbales (Arens, 2010): El canibalismo ha sido un tropo esencial en la construcción del discurso acerca del otro, ha servido para fijar los límites entre lo humano y lo no humano. Que haya servido de bandera discursiva en la expansión de la sociedad europea occidental, no supone que sea exclusiva de ese proceso histórico. Pareciera que en todo proceso de relaciones interculturales, interétnicas o simplemente vecinales, el tropo del canibalismo aparece para demarcar o disolver esas diferencias (...). El caníbal siempre es el otro, los hombres crueles son los grupos que están situados inmediatamente después. El vecino se carga de rasgos odiosos que lo sitúan en el ámbito de la bestialidad, de lo demoníaco (Franco, 2008: 54, 56).

El canibalismo funciona en el imaginario colectivo como “la aberración máxima de la condición humana, supone la disolución de los límites entre lo humano y la bestialidad, entre la naturaleza y la cultura” (Franco, 2008: 40). El canibalismo sugiere un reverso del orden moral, un comportamiento antisocial (Arens, 2010). En la antigüedad se registran los primeros relatos escritos sobre el canibalismo de los “otros”. Heródoto escribe que la costumbre de comer la carne humana fue practicada por los pueblos ajenos a la cultura griega. En los tiempos de la conquista española América “será «inventada» por los europeos como Canibalia: tierra de caníbales” (Franco, 2008: 39). Sin embargo, hablar de los “otros” como antropófagos es común para todas las culturas del mundo y los mismo indígenas, muy frecuentemente presentados por los europeos como tales, creyeron o creen exactamente lo mismo sobre europeos u otros grupos nativos. Los huaorani del Oriente de Ecuador estuvieron seguros que todos los no-huaorani comían gente y cazaban a los miembros de su tribu. Ellos mismos se consideraron humanos genuinos porque no comían a los otros. A los principios de los

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años noventa del siglo XX, entre los huaorani circularon chismes que unos ingenieros europeos habían matado a unos jóvenes de la tribu y habían enviado su carne a Europa para la producción de comida para mascotas (Krysińska-Kałużna, 2002: 61, 63). Arens argumenta que las acusaciones del canibalismo fueron solamente una excusa ideológica, la cual fue utilizada para la justificación de unas formas muy concretas de la explotación humana en el mundo (Arens, 2010: 238), o para desacreditar algunos grupos o rivales (Arens, 2010: 137). El antropólogo menciona un ejemplo de los árabes que explicaron que es justo esclavizar a los habitantes del Congo y que ellos lo merecen porque son caníbales (Arens, 2010: 125). Aunque Arens es conocido como el demascador más famoso del mito del canibalismo, sin embargo fue un investigador venezolano Julio César Salas que hizo los primeros pasos hacia este rumbo. Ya casi sesenta años antes que Arens, en su Etnografía Americana propuso ver a los relatos de antropófagos americanos como una malinterpretación intencional, una leyenda legitimizadora de la conquista y de la esclavización de los indígenas caribeños. Salas muestra que los indígenas que se defendían de la invasión española eran considerados caníbales y por tanto, potenciales esclavos (Salas, 1921: 103). El primero que propuso abiertamente la esclavitud de los caribes bajo el pretexto de su canibalismo fue el mismo Cristóbal Colón. Insistió en esto en su carta a los Reyes: “non sería sino bien, porque quitarse ya han una vez de aquella inhumana costumbre que tienen de comer hombres, e allá en Castilla (...) muy más presto recibirán el bautismo” (citado en Lucena Salmoral, 2002: 49). Después la acusación de comer carne humana “fue asignada a todos cuantos indígenas habían resistido al poder espa-

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ñol” (Salas, 1921: 141). Durante y después de la conquista española de América, el término “caribe” fue sinónimo de “caníbal” (Franco, 2008: 41). En periodos más tardes de la conquista del interior de América del Sur, la etiqueta de caníbales servía para conseguir “permiso” de la administración colonial española para esclavizar a los que se rebelaban (Lucena Salmoral, 2002). Muy rápido las justificaciones de la conquista y la suerte de los indígenas bajo el dominio español fueron producidas por los intelectuales. Así fue en el caso de la conquista de México. Pedro Mártir de Anglería, el historiador de Isabel la Católica y Fernando de Aragón y el miembro del Consejo de Indias, en su Décadas de Orbe Novo justificó la conquista mexicana y la introducción del régimen colonial por los argumentos que los aztecas eran caníbales, sodomitas y no usaban la ropa. En otras palabras, que los aztecas no conocían la cultura. Anglería argumentó también que los aztecas no tenían inteligencia que les permitiera el desarrollo (Arens, 2010: 118). Las similares justificaciones del sometimiento de los aztecas fueron producidos por los intelectuales del Occidente hasta el siglo XX, un ejemplo puede ser W.H. Prescott y su The Conquest of Mexico de 1909 (Arens, 2010: 119-120). Como postulan Bourdieu (1974) o Freire (2000) una de las herramientas más importantes y eficaces de la reproducción discursiva y de las estructuras sociales es la educación. Ésta a la vez “provee aparente justificación de las desigualdades sociales y da el reconocimiento a la herencia cultural, es decir, a un producto social tratado como algo natural” (Bourdieu, 1974: 32). Es interesante ver un ejemplo de este trabajo discursivo sobre los indígenas y los caníbales, realizado a nivel escolar en América Latina. En Historia de Colombia. La independencia y la

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república de Granados (1962), un texto adaptado al Programa Oficial del sexto año en Colombia, aún unas décadas atrás, podemos leer, que “La conquista de nuestro territorio (...) [sirvió para] derrocar en América el reinado de la barbarie y erigir sobre sus ruinas el alcázar de la civilización cristiana” (Granados, 1962: 7). Según el autor, la evangelización permitió que los nativos: (…) abandonaron sus costumbres depravadas al abrazar la moral purísima y sublime del evangelio cristiano (...) el pueblo que estaba sentado en las sombras de la muerte fue iluminado por la luz esplendorosa de la verdad que llenó de consuelo las almas de los infelices indígenas (Granados, 1962: 9).

Según el autor, la conquista de América y la imposición del poder europeo con su nueva ideología y religión sólo se puede apreciar como un efecto positivo para el bien de los originarios, porque eran caníbales y la invasión europea les trajo consigo la salvación de la barbaridad. Así escribe sobre las costumbres aztecas: (…) sacado por los ministros el corazón humeante de la víctima humana, lo arrojaban a los pies de la gran pirámide y era ávidamente devorado por la muchedumbre; el canibalismo crecía de día en día en proporción espantosa; de los aztecas pasó a las demás tribus; en la mesa de Moctezuma la carne de niños tiernos era el bocado predilecto (Granados, 1962: 13).

Sobre los antepasados de los nativos de su propia patria, Granados nos asegura que: (…) todas las tribus colombianas se saciaban con carne humana; Tribus habían que engordaban a los hijos para comerlos (...) Con las libaciones se desarrollaba la sed de sangre (...) Su sangre [de los prisioneros], bebida con avidez, y sus crudas carnes servían de pasto a esos desgraciados (Granados, 1962: 17).

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Y aún más: “El pueblo de Carnicerías (...) recibió este nombre porque los conquistadores hallaron allí venta pública de carne humana” (Granados, 1962: 17). Para terminar su breve descripción de la barbaridad indígena, cita al obispo de Santa Marta, fray Tomás Ortiz que proporciona a un lector una visión hiperdrástica y repugnante de los indígenas colombianos, una visión que muestra una negación total de la humanidad, falta completa de rasgos humanos y cualquiera conducta moral, yendo en contra del orden natural del mundo como se lo imaginaban los españoles: (…) comían carne humana (...), andaban desnudos, no tenían vergüenza, eran como asnos, abobados, alocados, insensatos, y que no tenían en nada matarse ni matar (...), se preciaban de borrachos (...), eran bestiales en vicios (...), ninguna obediencia ni cortesía tenían hijos a padres (...), no eran capaces de doctrina ni castigo (...), eran traidores, crueles y vengativos (...), haraganes, ladrones, mentirosos (...), eran hechiceros (...), cobardes como liebres, sucios como puercos; comían piojos, arañas y gusanos crudos doquiera que los hallaban (...), los enfermos no usaban piedad ninguna y los desamparaban a tiempo de la muerte (...). No creó Dios gente más cocida de vicios y bestialidades sin mezcla de bondad o policía (citado en: Granados, 1962: 18).

Los mitos y contramitos Arens habla del canibalismo como un mito, porque cree que nunca existió como una práctica culturalmente aprobada2; además siempre servía como una leyenda ideológica (Arens, 2010: 236). Se trataría entonces de un mito social, aunque en el 2

Esto se desmintió porque sí existen relatos y estudios que confirman la existencia del canibalismo ritual o de guerra, por ejemplo, entre algunos pueblos amazónicos (Vilaça, 2006) pero no únicamente. También en la región andina, como veremos más adelante, se reportaron costumbres que niegan (al menos parcialmente) la tesis de Arens.

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sentido diferente que en su momento propuso el pensador anarcosindicalista Sorel (mito social como una narración unificante del pueblo y conmovedora que podría movilizar a las clases explotadas a luchar por la revolución). Sowa evoca la noción del mito social como una leyenda legitimizadora de las relaciones de dominación y existente orden social-político. En breve, un mito social como éste forma parte del discurso colonial más amplio (Sowa, 2011: 276). Sin embargo, propongo ver mito social como una narración que puede ser construida también por los subordinados. Entonces, entiendo el mito social de manera más general, es decir, como una narración simplificadora que ayuda a un grupo a organizar simbólicamente sus relaciones con su entorno social. Sería entonces un elemento que construye la sociovisión del grupo (para diferencias de la cosmovisión). Para Kilgour, la figura del caníbal, como una construcción que diferenciaba entre “nosotros buenos humanos” y los “otros” bestias que comen carne humana, por lo tanto, no son gente como nosotros (una prueba obvia de la falta de la naturaleza humana plena, así que son una especie algo diferente, seguro inferior), ayudaba a mantener los discursos racistas. Estos, como tales, servían para justificar las empresas coloniales, la dominación y explotación de las poblaciones no-europeas (Kilgour, 1998: 242). El racismo parece entonces un elemento clave de todo el discurso colonial3. Según Bhabha, se trata de: (…) un aparato que subraya y refuerza las diferencias raciales/culturales/históricas. Su principal función estratégica es crear un espacio para los «pueblos sometidos». Se la realiza produciendo el conoci3

Todo lo que se dice aquí sobre “discurso colonial” se refiere igualmente a Bolivia poscolonial, porque en todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX se mantuvieron entre las élites blanco-mestizas y la población indígena las relaciones del colonialismo interno.

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Radosław POWĘSKA miento, que después se utiliza para la construcción de los mecanismos de vigilar y control complejos (...) el conocimiento sobre colonizador y colonizado sigue siendo estereotípico, pero en ambos casos se basa en las valoraciones opuestas. El propósito del discurso colonial es presentar – a través de los criterios raciales – a los colonizados como degenerados, que permite justificar la conquista y organizar el sistema de administración y de disciplina (Bhabha, 1994: 70).

Casáus Arzú mantiene que el racismo no es sólo discriminación, sino un sistema de explotación (2002). Yendo hacia el mismo rumbo, Buck-Morss se pregunta ¿por qué la Revolución Francesa con su famoso lema de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” mostró tanta inconsecuencia frente a la Revolución Haitiana y el problema de la esclavitud en general? Buck-Morss mantiene, que la esclavitud como sistema de producción basado en mano de obra negra no asalariada, fue considerada indispensable para los intereses económicos del imperio colonial francés. El nuevo Estado – producto de la revolución no pudo realizar sus ideales de manera universal porque esto hubiera destruido el propio Estado. La diferenciación de derechos ciudadanos condicionada por criterio de raza era un mecanismo de combinar la libertad “dentro” y la esclavitud “afuera” (Buck-Morss, 2014: 52-53, 67). Cuánto más se intensificaba la esclavitud y cuánto más se rebelaban los negros en las colonias, tanto más recurrían los franceses a los argumentos racistas para mostrar que los negros merecen ser esclavos. La esclavitud, concluye Buck-Morss (2014: 103-104), no es producto del racismo, sino al revés, fue necesario crear racismo para legitimizar la esclavitud. El desarrollo de la clasificación racial y la creación de los discursos que la soportaban no tuvieron un efecto reducido solamente a la justificación de la conquista y la explotación de mano de obra autóctona. Se trata de la re-estructuración de la

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sociedad colonizada ajustándola al nuevo poder y a la dominación de una casta colonizadora, según sus intereses económicos y políticos. Esto significa la introducción del sistema de división de trabajo basado en las diferencias de raza, o étnicas, etc. Según Quijano: La clasificación racial de la población y la temprana asociación de las nuevas identidades raciales de los colonizados con las formas de control no pagado, no asalariado, del trabajo, desarrolló entre los europeos o blancos la específica percepción de que el trabajo pagado era privilegio de los blancos. La inferioridad racial de los colonizados implicaba que no eran dignos del pago de salario. Estaban naturalmente obligados a trabajar en beneficio de sus amos. No es muy difícil encontrar, hoy mismo, esa actitud extendida entre los terratenientes blancos de cualquier lugar del mundo (Quijano, 2000: 291).

Eso es lo que Wallerstein llama “etnificación de la fuerza de trabajo” (Wallerstein, 1991: 130). Para el investigador el proceso está directamente relacionado con la emergencia del capitalismo y el sistema-mundo moderno en Europa occidental. “La raza, y por tanto el racismo, es la expresión, el motor y la consecuencia de las concentraciones geográficas asociadas a la división axial del trabajo” (entre el centro y las periferias) (Wallerstein, 1991: 126). Pero si Wallerstein ve la raza como un criterio que introduce la división entre las regiones central y periféricas, dentro de las fronteras de Estados particulares el sistema de la división de trabajo se basa en el criterio de grupos étnicos (Wallerstein, 1991: 129-130). No obstante, en el caso boliviano, históricamente, el sistema de división introducida por el poder externo era ante todo racial que étnico: (…) la distinción entre poblaciones como indígenas tiene que ver con que se ha naturalizado la explotación sobre ciertos grupos somáticamente diferenciados de los no indígenas. Ello condiciona la formación estatal, pues quienes están “biológicamente” destinados a proveer fuerza de trabajo no son quienes monopolizan la gestión de los recursos públicos, ni la administración política en general. De

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Radosław POWĘSKA hecho la racialización forma fronteras que hacen posible que quienes son considerados biológicamente distintos permanezcan a una prudente distancia de quienes así los catalogan, por ello se los incluye de manera diferenciada como “indígenas” (Macusaya, 2015: 7).

La construcción de discursos racistas que tratan de justificar las relaciones desiguales entre diferentes sectores de la sociedad y que circulan en diferentes esferas de la cultura y generalmente en el espacio público, es lo que Galtung (1990: 292) denomina como violencia cultural. En la perspectiva de Galtung, la violencia cultural forma un triángulo de violencia junto a la violencia directa y la violencia estructural, que ocurre cuando estructura social o instituciones crean la situación de injusticia social y no permitir realizar a algunos grupos de la población sus necesidades básicas. La violencia cultural permite legitimizar las manifestaciones de otros tipos de violencia, facilitando su aceptación por la sociedad (Galtung, 1990). ¿Pero si realmente los procesos discursivos tienen la influencia tan omnipotente en una sociedad (pos)colonial como Bolivia? Tenemos que empezar con la discusión de los conceptos de discurso y la (re)producción discursiva. Según Foucault, los discursos poseen la habilidad de generar relaciones entre “instituciones, procesos económicos y sociales, formas de comportamiento, sistemas de normas, técnicas, tipos de clasificación, y maneras de caracterización” (Foucault, 2006: 73-74). Además, Foucault mantiene que “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos” (Foucault, 1980: 11). Se puede entender, entonces, el discurso como un producto y reflejo de las relaciones de poder. El problema con la propuesta foucaultiana es que según él mismo, “el poder está en todas partes; no es que lo englobe todo, sino que viene de todas partes (...). El poder no es una institución, y no es una

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estructura” (Foucault, 2005a: 113). No hay distinción o separación entre “poder” y los sujetos de la sociedad que lo reproducen. El sistema es fluido y reconstruido constantemente, es invisible y mantenido por el conjunto de actores sociales, no a través de coerción, sino por inculcación-asimilación de esquemas interpretativos, creencias, “verdades” sociales. El funcionamiento de poder se basa en el autocontrol de actores sociales (Foucault, 2005b). Esta visión de relaciones de poder no es compatible con la de Gramsci y su concepto de hegemonía. Gramsci ve la estructura más centralista, donde el centro de poder es visible y está controlado por grupos bien identificables, es decir, las clases privilegiadas. Pero si estas dos visiones parecen muy distintas, los demás elementos de la hegemonía gramsciana, es decir, el entendimiento de cómo se produce “la verdad” aparentemente objetiva en la sociedad, son similares. Gramsci habla de la dominación de la clase dirigente sobre las demás a través de la manipulación de la cultura para que la visión de clase dominante se imponga y sea aceptada como norma universal justificando el status quo como algo natural, inevitable y legítimo. Es un concepto de poder cuya legitimización se basa no tanto en la coerción, sino en la aceptación por parte de los dominados (Gramsci, 1971). Para completar la presentación de conceptos que introducen el problema de la (re)producción de relaciones de poder a través del trabajo discursivo, cabe mencionar a Bourdieu y su violencia simbólica, mediante el mecanismo de imponer percepciones, creencias, valores etc. como legítimas y naturales, disimulando las relaciones de fuerza en que esta imposión simbólica se funda. Es la forma de violencia ejercida con el consentimiento de un sujeto inconsciente del carácter verdadero de

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esta relación. Este trabajo discursivo está realizado por los que dominan la cultura sobre los dominados (Bourdieu, Wacquant, 2001), o de acuerdo con la teoría de la acción de Bourdieu, por los que manejan más capital (económico, social, cultural, simbólico) y están en posiciones más privilegiadas dentro de la estructura social. Los privilegiados reproducen las relaciones sociales/de poder que les benefician (Bourdieu, 1977). Para analizar la (re)producción discursiva de relaciones de poder en sociedades coloniales y (pos)coloniales como Bolivia, caracterizadas por profundas divisiones étnico-culturales y raciales, es mejor utilizar los conceptos que proponen ver las estructuras relativamente bien detectables y grupos más o menos identificables (ante todo Gramsci y un poco menos Bourdieu). Lo anterior es porque en sociedades de este tipo, donde primero se introdujo el régimen colonial con su ideología de clasificación racial y después se envigoró la ideología basada en el racismo y la discriminación para mantener el sistema oligárquico de poder, la división entre los privilegiados y los sometidos, o entre los que controlaban todo el aparato de poder y la economía y los privados de cualquier grado de influencia política y dominados, tanto económica como culturalmente, siempre fue clara y evidente. Sin embargo, esto no resuelve completamente el asunto. Scott generalmente acepta las propuestas de ver en los procesos discursivos y las construcciones de narraciones legitimizantes una herramienta clave de la reproducción de relaciones de poder y del mantenimiento del orden social, político, económico en una sociedad. Por lo tanto, contesta contundentemente la idea de la hegemonía gramsciana (y en consecuencia todos los conceptos similares Bourdieu o Foucault que prevean el autocontrol y consentimiento de sujetos dominados). No se puede admitir, según Scott, que los grupos subalternos como campesinos

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realmente aceptan la ideología de las clases dominantes como suya y que auténticamente incorporan las narraciones sobre el mundo y la realidad social producidas por los que controlan el orden. Scott propone ver los grupos subalternos que, por su posición más débil en relación al poder, solamente disimulan el consentimiento pero en verdad no comparten la ideología dominante. Existe un conflicto entre discurso oficial y discurso oculto de los subalternos, que constantemente tratan de defenderse ante el control de poder y existentes injusticias sociales y económicas (Scott, 1976, 1990). Igualmente, Prakash (1997) mantiene que si hablamos de las sociedades coloniales controladas por poder foráneo, estamos frente a la situación en que las élites ejercen dominación pero no hegemonía sobre sectores subalternos4. Por eso propongo ver las relaciones Estado-indígenas en Bolivia como caracterizadas históricamente por relaciones de dominación aunque no de hegemonía (Powęska, 2014). Se mantiene que los indígenas a través de los siglos eran capaces de mantener una porción considerable de sus propios sistemas culturales, de creencias, valores, cosmovisión (Rivera, 1990a). La habilidad de las culturas autóctonas de producir sus contranarraciones y contradiscursos (operables a través de las tradiciones, leyendas, mitos pero también instituciones informales propias), aunque históricamente invisibilizados en la esfera pública y limitados al nivel local, permitieron a los indígenas defenderse o al menos aliviar el alcance directo del poder estatal. 4

Es exactamente la perspectiva que yo propuse para análisis de discursos y contradiscursos en el campo de la cultura política y el mismo sistema político en Bolivia (Powęska, 2014). Ver también Fraser (1990) quien propone que grupos subalternos crean sus propios espacios deliberativos y discursivos de carácter alternativo a la estructura dominante en cuales sentidos e interpretaciones propios y opositorios pueden ser producidos.

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Un ejemplo muy interesante de un mito que en el nivel de comunidades indígenas en la zona rural andina contradecía el dominio cultural criollo-mestizo y ayudaba a fomentar la comunidad indígena frente a la cultura foránea, es el mito de kharisiris o degolladores que atacan a los comuneros indígenas para extraer la grasa de sus cuerpos. Lo discutiremos en detalle más adelante. Por ahora nos limitaremos a mencionar que el mito de kharisiri se parece mucho a toda clase de historias de diferentes partes del mundo en cuanto a su función de crear por parte de los grupos subalternos una imagen monstruosa o nohumana de los poderosos y culturalmente ajenos. Arens menciona que en Tanzania funcionaban historias de mchinja-chinja o chupasangres5, típicamente asociados por los extranjeros blancos. Se hablaba que los mchinja-chinja extraían la sangre de los nativos para transportarla a un hospital, donde los europeos la consumían para poder sobrevivir en África (Arens, 2010: 39-40). En Sierra Leone hubo creencias que los políticos conquistan el poder sobre la población gracias a una sustancia mágica preparada de la grasa humana (Arens, 2010: 135-136). Siempre se trata en tantas historias de mostrar que el poder y el dominio externo se deben a la extracción de fuerzas vitales del pueblo. Si colocamos estas historias junto a las acusaciones del canibalismo producidas por el poder para justificar algún tipo de injusticia etc., vemos que se trata de un juego de narraciones y contranarraciones (o mitos y contramitos) sobre quién es más humano y justo, y quién debe ser concebido como un peligro, amenaza del orden; cuyos intereses y visión del orden social son más legítimos.

5 Cabe recordar que chupasangres es una palabra frecuentemente usada para llamar así a los explotadores económicos.

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La refundación de la oligarquía y la invención del monstruo En 1899 en Bolivia estalló una guerra civil entre el gobernante Partido Conservador6 y el aspirante al poder Partido Liberal7. El conflicto fue provocado por la decadencia de la minería de la plata y la vigorosa emergencia de las nuevas élites económicas (Irurozqui, 1993). La Guerra Federal fue la conclusión de un proceso de “la refundación de la oligarquía” (Zavaleta, 2008), que era estrictamente vinculado también con la cuestión indígena y la visión tanto de la nación como del Estado. Tres décadas antes el gobierno empezó el acelerado desmantelamiento de las tradicionales comunidades indígenas y sus tierras fueron usurpadas por los latifundistas criollos. Desde 1880 en Bolivia tuvo lugar un gran debate sobre qué hacer con los indígenas y qué lugar les debía pertenecer en el proyecto estatal boliviano (Irurozqui, 1997). Los liberales montaron una alianza con los indígenas aymaras, que reclamaban la devolución de sus tierras comunales, y les utilizaron como ejército auxiliar en contra de los conservadores. Muy pronto los aymaras sacaron ventaja del conflicto intraelitista e iniciaron su propia rebelión por su autodeterminación. Sin embargo, la ruptura entre los aymaras y los liberales culminó con la masacre de Mohoza. En esta comunidad paceña los habitantes aymaras torturaron y mataron a 120 desarmados soldados del ejército liberal (Condarco, 1982; 6 Partido Conservador está asociado con los viejos terratenientes y propietarios mineros de la plata del eje Potosí-Chuquisaca, simpáticos del estado centralista. 7 Partido Liberal, o sea, los federalistas, representaba ante todo con la nueva minería del estaño del eje La Paz-Oruro, y el comercio, además del sector terrateniente, que era inherente a la oligarquía independientemente de los colores partidarios

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Mendieta, 2000, 2010; Irurozqui, 2000, Larson, 2004). Como asevera Saavedra, los comuneros les arrancaron los ojos a los soldados, cortaron sus lenguas y mutilaron los testículos “para comerlos con placer”, después también bebieron su sangre (Saavedra, 1903: 185). Después los indígenas atacaron además a las cercanas haciendas y mataron sus propietarios. Según el testimonio del hijo de un terrateniente hacendado, los aymaras bebieron la sangre de su padre, además le cortaron la lengua y la probaron (Egan, 2011: 109-110). Los acontecimientos de Mohoza llevaron al famoso Proceso Mohoza que duró hasta 1905. El juicio oficial sobre 288 indígenas supuestamente involucrados en la masacre, ampliamente relacionado y comentado por la prensa nacional, fue la expresión de la regeneración ideológica de las elites bolivianas. Sirvió como una oportunidad de reforzar las narraciones de la inferioridad racial y bestialidad indígena, que sustentaban las relaciones de dominación blanco-mestiza sobre los originarios. Fue una “invención del monstruo”, la creación de “la imagen monstruosa/inhumana del aymara”, “la construcción mitológica, o al menos para exagerar esta imagen bárbara con el propósito de mellar al indio y así menguar el potencial político e ideológico de los aymaras” (Tórrez, 2014). No era casualidad que especialmente por la ocasión del proceso judicial el presidente de la república autorizó un grupo de científicos franceses para tomar fotos y medir cráneos de los acusados aymaras y hacer estudios sobre sus características raciales, mostrándoles como ejemplares de una especie degenerada e inferior, biológicamente predestinada al crimen (Egan, 2011: 107-108; Larson, 2004: 239). Lo interesante es que en las primeras etapas del proceso no se puso mucha atención a los supuestos actos del canibalismo donde además el hijo del hacendado muerto fue el único testigo

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sobre el caso, además presentó su testimonio dos años después de los eventos, lo que puede poner alguna sombra sobre su autenticidad. Pero ya en la fase final del proceso las acusaciones del canibalismo se repitieron de manera constante y generalizada, hasta como una figura retórica (Egan, 2011: 109-110). El periodo de los fines del siglo XIX y los comienzos del siglo XX fue especialmente intenso en cuanto a la producción narrativa de carácter racista y sustentada en el socialdarwinismo y su “racismo científico” adoptados de Europa. Cabe recordar que el pensamiento social-darwinista y el racismo científico se convirtió en un elemento constitutivo del positivismo boliviano. Se puede hablar de un carácter ambivalente del positivismo latinoamericano, porque por un lado pretendía la modernización de las estructuras del viejo orden señorial-colonial y al mismo tiempo trataba de impedir la conversión del liberalismo en democracia igualitaria (Cappelletti, 1997; Herrera Zúñiga, 2009), la cual permitiera también la incorporación de los indígenas. Especialmente en Bolivia, un Estado fundado sobre el poder terrateniente y la explotación de la mayoría autóctona, privada de cualquier derecho ciudadano era clave para las élites a modernizar el país sin tocar los fundamentos de su propia dominación y privilegios. Así que paradójicamente la ideología asociada mundialmente con los procesos de modernización y liberalización, en Bolivia sirvió a los intereses de naturaleza conservadora y del colonialismo interno basado en la discriminación étnica8. Además, este tipo de pensamiento sobre “el problema indio” se convirtió en una vertiente ideológica abiertamente 8

O en palabras de René Zavaleta, “el único negocio estable en Bolivia eran los indios. Dígase a la vez que la única creencia ingénita e irrenunciable de esta casta fue siempre el juramento de su superioridad sobre los indios, creencia en sí no negociable, con el liberalismo o sin él” (Zavaleta Mercado, 2008: 87).

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soportada, utilizada y promovida por el Estado boliviano y sus más altos funcionarios. Basta mencionar, por ejemplo, las palabras del reporte oficial escrito por funcionarios estatales después de la realización del censo general de la población del país en 1900: (…) ateniéndonos a las leyes progresivas de la estadística, tendremos a la raza indígena, si no borrada por completo del escenario de la vida, al menos reducida a una mínima expresión. Si esto puede ser un bien, se apreciará por el lector, que si ha habido una causa retardataria en nuestra civilización, se la debe a la raza indígena, especialmente refractaria a toda innovación y a todo progreso (República de Bolivia, 1901: 35-36).

Las descripciones y opiniones de la inferioridad indígena y su falta de valores típicos para humanos propiamente desarrollados, fueron producidas por intelectuales bolivianos desde hace mucho más tiempo. En el siglo XIX creer que el indígena carece de virtudes morales tan normales entre los de descendencia europea era muy común y constituía un armamento ideológico regular de los sectores criollos de la población. Por ejemplo, en los años sesenta de aquel siglo un autor dice: El indio es vijilante en su negocio, i perezoso en el ajeno; no conoce el bien, i pondera más de lo que es el mal; siempre procura engañar (...) es hijo del interés i padre de la envidia (...) vive por vivir, i duerme sin cuidado; no conoce ningún sacramento, i de todo hace sacramento: cree todo falso, i repugna todo lo verdadero; enferma como bruto, i muere sin temor de Dios (Cortés, 1861: 303-304).

Mariano Baptista, presidente de Bolivia en los años 1892-1896, describió a los indígenas de manera similar: “No hay gesto en esta cara; ni solo un grito que pueda llamarse humano”, “bestia de férreos contornos (...) silenciosa, amenazadora”, “No hablan en sus buecos: gesticulan apenas como imbéciles” (citado en: Condarco, 1982: 40). Las descripciones como estas presentaban a los indígenas como una negación total de la

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cultura y moralidad criolla. Los indígenas, según opiniones similares, eran desposeídos del carácter humano, siempre cuando el ejemplo del desarrollo de la cultura humana fue la cultura de los sectores dominantes. Así se crea una narración típica de negación del “otro” en diferentes sociedades y culturas, según cuales el “otro” siempre es algún tipo de contradicción, un reverso de los estándares y normas culturales y sociales representadas por portadores de la calidad apropiada, pertenecientes a la cultura propia, a “nosotros”. Este tipo de narraciones sobre el “otro” se desarrollaron al extremo en el periodo de la Guerra Federal y el Proceso Mohoza. El nivel de repugnancia hacia lo indígena como “otro” ya era lo máximo, dados los actos del canibalismo que automáticamente empujaron a los condenados afuera de cualquier sentido de la comunidad humana. Durante el mismo Proceso de Mohoza los acusados indígenas fueron defendidos por un abogado de oficio Bautista Saavedra, quien era conocido publicista y autor de estudios sociológicos, miembro importante del Partido Liberal y que más tarde sería también el presidente de la república boliviana (1921-1925). Es interesante qué estrategia de defensa empleó aquel hombre ilustre y seguro uno de los más destacados de las élites bolivianas en aquellos tiempos. Cabe recordar que Saavedra tenía que jugar un doble rol y maniobrar entre justificar los excesos indígenas que eran aliados de los Liberales durante la guerra civil, y a la vez condenarlos de una manera aplastante, para dar argumentos al poder estatal renovado (ahora bajo el liderazgo Liberal) para reprimir a sus ex aliados (Irurozqui, 1994: 149). Una tarea contradictoria. ¿Cómo salir de este rincón sin salida? Así durante el proceso, Saavedra argumentó que los bárbaros actos de violencia cometidos por los indígenas aymaras fueron señales de su carácter

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atávico, hasta degenerado y puramente determinista. Se puede entender, que los indígenas a veces reaccionan brutalmente como animales que se defienden ante un daño, porque los terratenientes y las élites bolivianas en general siempre trataban a los indígenas como bestias que se explota: ¿Qué ha sido del indio para nuestros antepasados y qué es para nosotros, no obstante las fraternales e igualitarias doctrinas del cristianismo que se dice profesar? Apenas una bestia de carga, miserable y abyecta, a la que no hay que tener compasión y a la que hay que explotar hasta la inhumanidad y lo vergonzoso (Saavedra, 1987: 145).

Toda la inclinación de los indígenas a la brutalidad sangrienta no era su culpa, pues no la podían controlar de manera similar con los animales no pueden controlar a su instinto, tanto como sus acciones, de manera consciente. La culpa era de su inferioridad racial, de sus predisposiciones biológicas, y no de ellos: Los procesados de Mohoza no son justiciables... porque este delito colectivo es el resultado de cierta perversidad ingénita en complicidad del medio ambiente, circunstancias que han contribuido al levantamiento de las indiadas (Saavedra, 1987: 155).

Según el abogado hay que aceptarlo, porque los aymaras son “una raza degradada (...) próxima a llegar a las últimas fases de su desaparición” (Saavedra, 1987:155). De este modo los Liberales tampoco son culpables políticamente (como aliados de guerra de los aymaras) de lo ocurrido en Mohoza9. 9

Hay que ver esta parte de la supuesta “defensa” de los indígenas no solamente como excusa de los Liberales, sino de toda la parte criollo-mestiza de la sociedad boliviana, que explotaba la mano de obra indígena y que basaba su posición político-económica y social sobre la dominación sobre los originarios. Será útil ver mi análisis de la obra de Alcides Arguedas, un escritor y publicista (además político) más relevante para la cultura boliviana de la primera parte del siglo XX. En su Raza de bronce de 1919 Arguedas escribió sobre los aymaras rebeldes como seres atávicos, brutales y violentos que nor-

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Pero esta constatación no termina el asunto. El proceso de Mohoza sirvió para condenar no solo los autores directos de la masacre de 1899, sino a todos los indígenas del país, toda la “raza indígena”. Las acusaciones del canibalismo sirvieron perfectamente para completar la imagen de los indígenas brutos, torpes, violentos, sangrientos etc., que por esta razón merecen su posición marginada: (…) y no sólo son estos sucesos los únicos signos del forcejeo generalmente inútil, que aquella raza despliega para sacudirse del yugo del blanco y del mestizo: ahí están las frecuentes sublevaciones parciales de los comunarios que vendieron sus tierras, y que en desquite de ese despojo, se engullen a los nuevos propietarios en festines y orgías de un canibalismo sin límites (Saavedra, 1987: 145).

El canibalismo de los indígenas es un nivel más alto que se puede imaginar de la barbaridad. Como caníbales son más animales que humanos o al menos no son humanos que merecen un trato igualitario. La tesis de su inferioridad racial no puede ser confirmada de mejor manera. A los antropófagos no se les pudo aceptar de ninguna manera como ciudadanos ni miembros de la misma nación. El status quo de las relaciones de poder en Bolivia, con todas sus consecuencias en la estructura socio-económica del país, es así defendida y mantenida. El racismo “científico” hasta empezó a proponer la eliminación física de todos los habitantes originarios de Bolivia. Dada la opinión que ellos no representaban en verdad la humanidad propiamente entendida (si pertenecían a la raza inferior condenada por el proceso de la evolución a la extinción, no constimalmente siendo pasivos y apáticos, completamente indiferentes sobre el mundo y todo lo que les rodea, saben reaccionar solamente al excesivo de la opresión de parte de sus patrones en haciendas. Así el problema no eran las relaciones entre los indígenas y las élites, la explotación, exclusión, racismo etc., sino el exceso de esta explotación y un trato a veces demasiado brutal de “recursos humanos” (Powęska, 2010: 26-27).

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tuían la misma raza que abarcaba a los blancos), esta solución le parecía a las élites no tan drástica o impensable. Durante el Proceso Mohoza, Saavedra propuso: Si una raza inferior colocada junto a otra superior tiene que desaparecer, como dice Le Bon, (y si)... hemos de explotar a los indios aymaras y quechuas en nuestro provecho o hemos de eliminarlos porque constituyen un obstáculo y una rémora en nuestro progreso, hagámoslo así franca y enérgicamente (Saavedra, 1986: 146).

José Manuel Pando, el presidente de Bolivia en 1899-1904, irónicamente, ex-aliado de los aymaras en la Guerra Federal, argumentó así: “El problema de esta raza de salvajes, parece negativamente resuelto: el cerebro exiguo del indio no puede, ni aún por el cultivo intelectual, desarrollar como un músculo”. Entonces, “¿Cuánto dinero se necesitará para una tarea educativa necesaria? ¿Qué tiempo será suficiente? ... La tarea sería impracticable. Mucho más práctico sería, entonces, eliminarlos”, pues “Los indios son seres inferiores y su eliminación no es un delito, sino una «selección natural», dura y repugnante tarea, pero que es impuesta por las necesidades de la industria” (citado en Zavaleta, 2008: 140)10. Es interesante, que como prevén las teorías sobre el discurso que sirve a construir algún tipo de ideología (o como diría Foucault, “regímenes de la verdad”) que explica y sanciona la realidad social, económica y política en un estado, sociedad, etc. (Foucault, 2006, 2005b; Bourdieu, 1977; Bourdieu, Wacquant, 2001; Gramsci, 1971; Galtung, 1990; Bhabha, 1994), las 10

Aunque esta radicalización del discurso se nota a finales del siglo XIX y al comienzo del siglo XX, las menciones sobre la exterminación de los indígenas empiezan a circular desde los años sesenta del siglo XIX. “Si la extinción de los inferiores es una de las condiciones del progreso universal, como dicen nuestros sabios modernos, y como lo creo, la consecuencia, señores, es irrevocable, por más dolorosa que sea. Es como una amputación que duele, pero que cura la gangrena y salva de la muerte” (Moreno, 1987: 117).

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narraciones ejemplificadas arriba no se limitaban solamente a un campo, por ejemplo la prensa, sino se popularizaban a través de la prensa, producción literaria ensayística, estudios científicos, novelas, documentos y reportes oficiales de la administración estatal, o como vemos en el ejemplo del Proceso Mohoza, en el ámbito del sistema judicial. Para dar algún ejemplo de la producción novelística que formaba parte de esta reproducción de imaginario colectivo sobre los indígenas caníbales, basta tomar Wuata Wuara de Alcides Arguedas, escrito en 1909: La sangre fluía en abundancia de la horrible herida, pero no llegaba a caer toda al suelo pues las mujeres, las infernales arpías, recogiéndola en el hueco de las manos, se la sorbían y la paladeaban con fruición (citado en: Paz-Soldán, 2006: XXXIV).

Pero como muestra Paz-Soldán, no es solamente una “prueba” de la inferioridad indígena y el argumento a favor de su continuada explotación de acuerdo a los intereses de las élites. “En el imaginario criollo, la escena de canibalismo se convierte en la expresión visceral del miedo a una venganza indígena” (Paz-Soldán, 2006: XVI). Así que el caníbal produce temor entre los blancos, es un “otro” monstruoso que por su existencia y posibles acciones violentas amenaza al orden establecido a la vida pacífica de una sociedad noble. El proceso discursivo que asocia lo indígena con el canibalismo y condena a todos los indígenas como un elemento con cual no se puede construir una sociedad común, lleva también a una deshumanización de los indígenas. Si ellos no pueden ser considerados por las élites como plenamente humanos, porque no saben comportarse como humanos (son come gentes), su falta de la naturaleza humana plena permite también a tratarles entonces como nada más que unos animales peligrosos. Reciben lo que merecen, esto es lo que parecen mostrar los

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intelectuales. Alcides Arguedas lo especifica de manera muy poco sofisticada en su polémica de prensa, escrita en respuesta a algunas observaciones de un ciudadano sobre el tratamiento inhumano de los pongos (los que trabajaban bajo la servidumbre) en las haciendas y la costumbre de vender a los pongos junto con las propiedades agrícolas como si fueran cosas o animales (la polémica fue impresa en Palabras Libres en 1905). Arguedas argumenta: (…) las bestias y los indios (conste que no establezco diferencia entre ellos) no piden otra cosa que satisfacer sus necesidades orgánicas... justo es también no establecer gradaciones entre ellos y ofrecer los servicios de unos y otros en igual forma... el indio es bruto como cualesquiera de los brutos que pastan en la pradera. (...) en cierta época del año, cuando aumenta la corriente del río, es costumbre en la Municipalidad hacer servir a los canes bocaditos de pan con estricnina dentro, para de un modo fácil, cómodo, barato, higiénico y edificante, librarnos de la plaga dañosa e inútil. Propongo que con los indios se use igual procedimiento (citado en: Piñeiro Iñíguez, 2004: 121).

¿Nosotros caníbales? Son ellos que nos matan por la grasa Ahora bien, dejemos al lado la pregunta si los actos canibalísticos de Mohoza fueron hechos reales o solamente unas historias inventadas por los criollos. Szeminski proporciona los relatos sobre la antropofagia durante el levantamiento anticolonial de Túpac Amaru II (1780-1781). Aunque el investigador mantiene que en los Andes el canibalismo es normalmente condenado, en unos contextos particulares es posible que la gente cometa este tipo de actos. Szeminski escribe sobre los sublevados de un lugar cercano de Cuzco, sacando el corazón, la lengua y los ojos de un español, comiéndolos y bebiendo su sangre. En otro pueblo sobre la orilla del lago Titicaca los indígenas bebie-

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ron la sangre de los españoles muertos. Se lo puede explicar, dice Szeminski, por la creencia de los andinos que los españoles no fueron plenamente humanos, sino más bien unas bestias (Szeminski, 1989: 25-26). El tratamiento de los humanos como si fueran animales, limitado a unos contextos específicos, parece la costumbre relativamente común en la tradición andina. Se mantiene que en el imperio incaico se permitía a comer ostensiblemente unas partes del cuerpo de un enemigo para manifestar que no se le considera un ser humano. Cuando el enemigo no aceptaba las reglas de política o de conducir guerras (que normalmente fueron unos procesos bastante ordenados y regulados por las normas, por eso de carácter relativamente previsible), cuando a un enemigo se veía como falso, traidor o tramposo, es decir que no respetaba las reglas sociales o culturales de los incas, entonces se le consideraba como animal que no merecía a ser tratado de manera civilizada. Con los animales no se negocia ni se pacta (Szemiński, Ziółkowski, 2006). Estas creencias crean una situación opuesta a lo que normalmente está vinculado con las acusaciones del canibalismo. Típicamente al acusado de comer carne humana no se le percibe como humano, porque comiendo a otros humanos niega los mínimos estándares de la cultura. En casos mencionados arriba es al revés. Se permite a comer a alguien porque no se le considera humano. El acto de comerla en algún sentido confirma o ratifica la naturaleza animal de la víctima. Una interpretación similar encontramos en el análisis del canibalismo reportado durante la rebelión de Chayanta en Bolivia en 1927. Los indígenas sublevados mataron a un hacendado que antes se había apoderado por fraude de una parte de las tierras comunales. En otra ocasión el terrateniente había for-

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zado a unos comuneros a trabajar en su hacienda sin pago alguno. Después de matar al hombre, el grupo de comuneros comió una parte de su cadáver. El resto de su cuerpo enterraron en el pico de un cerro local como sacrificio para un espíritu protector de la comunidad. Es importantísimo subrayar aquí, que los comuneros vieron a su víctima como una persona usurpadora, que abusaba de poder, fue injusta y, generalmente dicho, mala. Desde su punto de vista cultural el hacendado fue un tipo antisocial que contradecía las normas indígenas de convivencia humana, basadas en la justicia, equilibrio y reciprocidad. Era alguien que por su comportamiento negaba el orden social adecuado. Alguien que por eso no era realmente humano ni mereció ser tratado como igual. Así por el canibalismo y el sacrificio los indígenas rechazaron y eliminaron totalmente a un elemento antisocial y desestabilizador del orden de su espacio, reestableciendo el orden y a la vez defendiendo y confirmando su territorio (Langer, 1990: 238-246). El hecho de sacrificar a un cuerpo humano como en el caso de wilancha (un sacrificio tradicional de animal en los Andes) también asimila la victima a un estatus de bestia. Será útil en este lugar recordar que en la cultura aymara existe una clara y fuerte clasificación separadora entre los jaqi (en aymara gente; la gente son todos que comparten su cultura), y los q’ara, como llaman a todos los no-indígenas, blancos, extranjeros, generalmente los que no comparten su cultura. Q’ara significa literalmente “desnudo” o “pelado” y señala a una persona improductiva, infértil y parasitaria11, que no po11

Mróz presenta los cuentos quechuas según cuales los no-indígenas son percibidos como mulas y las relaciones sexuales entre indígenas y noindígenas no pueden servir a la reproducción (Mróz, 1992: 38-39). O como dicen Ansión y Sifuentes, la “intermediación entre el mundo indígena y el de los gringos sólo trae muerte y no vida” (1989: 103).

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see nada que proviniera de su propio trabajo y vive de los esfuerzos de otros. Q’ara sugiere a alguien que carece de la ética (según la visión aymara), explota a los indígenas y roba sus recursos. Es entonces una persona antisocial, una fuerza opositora a la cultura indígena (sus valores, normas, etc.) (Albó, 2002: 80; Thomson, 2002: 216, 219). Es una antítesis de los principios generales aymaras como reciprocidad y complementariedad (Harris, Bouysse-Cassagne, 1988, Platt, 1986, Albó, 2002). Para comparar, Miyashita señala que en quechua hay una misma palabra para “pobre” y “huérfano” (wakcha). En las comunidades del Perú sureño la gente considera a uno como pobre cuando no tiene buenas relaciones sociales y no puede contar con la ayuda de otros comuneros y familia. No importa tanto si uno tiene muchos o pocos recursos materiales (Miyashita, 2009). Una característica muy similar de lo antisocial y opuesto a los valores indígenas podemos encontrarlo en el mito de kharisiri que existe entre los aymaras en Bolivia. El mito habla de unos personajes más temibles en los Andes. El kharisiri es conocido también como lik'ichiri, kharikhari o khariri y en el Perú es llamado ñakaq o phistaku (Fernández Juárez, 2006: 52)12. Según las interpretaciones lingüísticas, kharisiri significa “el que corta o degüella en su provecho”, pero también hay otras interpretaciones que lo traducen como “el que miente, que abusa de las personas” (de k’arisiña = mentir o no cumplir lo prometido; k’arintaña = calumniar) (Riviére, 1991: 26). El personaje ataca a los viajeros solitarios en los caminos. Les adormece con un polvo, corta el cuerpo y con una maquinita u otro objeto misterioso (puede verse hasta como cámara, dictáfono 12

Para consultar la versión peruana del mito, ver Ansión (1989), Mróz (1992), Vergara Figueroa (2009).

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o cosa similar) extrae la grasa (las versiones más contemporáneas tratan también de sangre). La víctima no se da cuenta del ataque (la herida hecha por el corte es pequeña y no se la nota fácilmente) hasta que después de algún tiempo flaquea, pierde energía y fuerza y por fin lentamente muere (Riviére, 1991; Canessa, 2000). Se cree que este mito tiene su origen ya en los tiempos de la conquista española y empezó con las observaciones que los conquistadores usaron grasa de los indígenas muertos para curar sus heridas después de batallas (Oliver-Smith, 1969: 364, Morote Best, 1952). Las víctimas son los indígenas que habitan las tradicionales comunidades andinas, los jaqi. Y en cuanto a los kharisisi, estos son generalmente no-indígenas. Pueden ser mestizos, blancos, extranjeros, o cualquiera persona que no puede ser considerada como jaqi. En las versiones más antiguas se sospechaba a los sacerdotes o monjes católicos, o generalmente a los españoles. Siempre se trata de las personas ajenas a la cultura indígena y, con más frecuencia, vinculadas con el poder, riqueza y el mundo externo. Pueden ser representantes del gobierno o generalmente administración pública, los empleados de las ONG’s, trabajadores de los puestos médicos u hospitales, ingenieros (Riviére, 1991; Canessa 2000; Fernández Juárez, 2006; Rivera, 1990b). Según varias versiones de este mito que cambian con el tiempo y están constantemente actualizadas a los cambios que ocurren en el mundo, se mantuvo que los kharisiri recolectan la grasa humana para producir santos oleos, jabón, velas, pomadas de uso médico, fabricación de grasa para las máquinas, aleación de las campanas; después se creía que la grasa sirve para pagar deuda externa del Estado, producir medicinas para los gringos, o hasta para producir combustible para cohetes en los Estados Unidos (Canessa, 2000: 713; Riviére,

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1991: 26-27). Es importante añadir, que en la creencia indígena la grasa es la esencia vital. Es responsable por mantener la vida y fuerza de los humanos. Existe entonces una connotación clara entre el mito del kharirisi y la explotación económica realizada sobre los indígenas por fuerzas externas: (…) el proceso de extracción de grasa expresa, dentro del pensamiento mítico andino, una relación con el mundo del blanco, en la que el hombre del campo pierde todo (pues pierde la vida) y sufre por tanto una explotación radical. La grasa representa la fuerza vital de la persona, que es su bien más preciado. Por eso, la extracción de grasa por un foráneo, enviado por gente de la ciudad, por curas, o por el mismo gobierno, es una manera de representar la extracción de plustrabajo y la explotación del campesino. (...) existe clara conciencia de los vínculos internacionales, y la explicación andina dio cuenta desde la Conquista de la situación descrita (...) por la teoría de la dependencia (Ansión, Sifuentes, 1989: 75).

Además, la grasa juega un rol importante en el caso de los sacrificios de animales (Canessa, 2000, Fernández Juárez, 2006). Los sacrificios sirven para trasmitir la energía o sustancia vital a las deidades y para mantener las buenas relaciones de reciprocidad entre los humanos y seres sobrenaturales con quienes son interconectados en su vida. Los humanos también reciben energía bajo la forma de diferentes dones y ayudas de las deidades. Así la energía vital así circula en el mundo y mantiene el orden cósmico que garantiza también el orden del mundo humano. Y por lo tanot el robo de la grasa humana rompe la regla fundamental de la reciprocidad, viola las normas sociales indígenas de la convivencia y la visión indígena del mundo. Por consecuencia, el kharisiri obstaculiza la reproducción de la comunidad y amenaza a su existencia (Canessa, 2000). En las versiones más contemporáneas del mito no sólo los no-indígenas pueden ser kharisiri. Igualmente se sospecha a los comuneros que:

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Entonces, siempre se trata de unos enemigos culturales, los que contradicen la cultura propia. Hay que eliminarlos de su propio espacio cultural. Esto lleva muy frecuentemente a linchamientos que culminan con la muerte de un sospechoso. Está claro, que a los kharisiri no se les puede tratar como humanos porque no obedecen a las reglas de la verdadera vida humana. Riviére describe un caso de un comunero que fue acusado de ser kharirisi. Los vecinos le mataron, pero no le enterraron. Quemaron su cadáver frente a su casa y de esta manera el kharirisi “fue «expulsado» del mundo de los «hombres», material y simbólicamente” (Riviére, 1991: 33-34). Los caníbales y ladrones de grasa en los tiempos del “poder indígena” Ambos tipos de narraciones sobre el “otro”, la de los caníbales y la de los ladrones de grasa tratan de construir una dicotomía entre “nosotros” y “ellos” basada en la oposición de lo humano y no humano. Como vimos, en una sociedad poscolonial como Bolivia tantos mitos pueden tener unas funciones muy concretas que se vinculan directamente con el funcionamiento de las relaciones de poder y la posición de los grupos sociales en la estructura. Aunque ambos mitos tienen mucho en común, existe también una diferencia importante. Las acusaciones del canibalismo parecen tener un carácter agresivo, aunque aparentemente defensivo. Las élites construyeron sus narracio-

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nes desde la posición dominante y las utilizaron para justificar las entonces existentes relaciones de poder. No obstante, disimularon la naturaleza verdadera de estas relaciones, dando un sentido defensivo de sus narraciones – “tenemos que defendernos de estos monstruos”. Entretanto, el mito de kharisiri tiene un carácter claramente defensivo. Los dominados lo usan para defenderse de los dominantes. Esta diferencia es probablemente típica para las relaciones de poder como estas que se desarrollaron históricamente en Bolivia. El mito de ladrones de grasa sirve a los subalternos como un arma simbólica (pero que puede tener resultados muy concretos y trágicos) para fortalecer la comunidad y defender el grupo de las influencias desestabilizadoras desde fuera y las injerencias directas del poder. El mito es la resistencia. Hoy en día no se nota las acusaciones abiertas del canibalismo, pero como mostré en la apertura de este texto, todavía pueden existir sus reminiscencias. Ya no funcionan como parte de la ideología oficial del poder, aunque continua existiendo en los prejuicios y esquemas mentales sobre la percepción de los indígenas en la sociedad poscolonial. Cuando un antropólogo contó a una mujer de la vieja élite boliviana que quería ir a Achacachi para estudiar la cultura aymara, ella le advirtió del peligro de convivir con esas “hordas de caníbales” (Fernández Juárez, 2006: 62). Además, aunque si hoy ya no se usan las connotaciones abiertas al canibalismo, es todavía son muy frecuentes en Bolivia las quejas sobre los brutos indígenas que no saben comportarse bien. Incluso, en los años noventa y durante la década pasada hubo casos públicos de acusar a los indígenas que no saben hacer política de manera moderna, son políticamente arcaicos y locos y forman un obstáculo para el futuro de la democracia (Powęska, 2010: 31-32, 2014: 276-277). Aparte,

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cuando fui por primera vez a Bolivia, escuché de una familia cochabambina criolla que sus vecinos “indios” se comieron a su gatito, una querida mascota de casa de esta familia. En enero de 2015 en La Paz se discutió mucho sobre las reacciones racistas de los habitantes de Zona Sur, un barrio de los “ricos”, quienes se quejaron de los indígenas de El Alto que vienen por teleférico al barrio y ensucian y arruinan el cine. Uno de los descontentos propuso: “Si kieren parar el problema deben evitar que el teleférico baje desde el alto y matarían al perro y también a la pulgas” (sic!) (“Descolonización critica…”, 2015)13. En breve, “estos bárbaros no saben comportarse como civilizados”. Claro que no es el mismo calibre que ser caníbal, aunque si quisiéramos decir de manera irónica, podríamos llamarlo “caníbales de peluche” o “caníbales light”, unos bárbaros que ya no son tan espantosos, pero destruyen nuestro orden público. En el caso del mito de kharisiri, lamentablemente no existen los estudios más recientes del periodo de Evo Morales en el poder. Sería muy útil poder ver si con la conquista de la presidencia por una persona de origen aymara y proveniente de las clases bajas ha cambiado algo en el imaginario sobre los kharisiris, siempre relacionados con el poder ajeno. ¿Tal vez en este nuevo periodo histórico del “poder indígena” ya no hay lugar para este mito? ¿O se transformó en una diferente versión actualizada a la nueva realidad? Es un tema de investigación pendiente que vale la pena realizar. 13

Una reacción que se puede entender como provocada por la pérdida de los privilegiados de su dominio espacial que nunca antes no era contestado (la reciente construcción del teleférico en la aglomeración de La Paz permite el viaje rápido desde un punto extremo al otro de la urbe paceña; un viaje que antes consumía muchísimo tiempo y salía caro; así el teleférico disminuyó la distancia tanto espacial como social entre los grupos). Además, se trata del cine, un sitio cultural.

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