La vuelta al margen. Reconfiguraciones de lo rural en el cine argentino y brasileño

May 24, 2017 | Autor: Jens Andermann | Categoría: Latin American Studies, Film Studies, Brazilian Studies, Cultural Landscapes, Argentina
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Descripción

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La VUELta aL marGEn: rEconfIGUracIonES dE Lo rUraL En EL cInE arGEntIno y BraSILEño Jens Andermann

Una de las líneas más marcadas del cine latinoamericano más reciente ha sido el redescubrimiento de los márgenes rurales y silvestres como escenarios desde donde enfocar el impacto de las políticas posdictatoriales de ajuste neoliberal y cuestionar los relatos que la modernidad –y especialmente la modernidad cinematográfica– construyó sobre la base de territorios materiales y simbólicos. Las cuatro películas recientes que comparo a continuación se destacan en este corpus por el modo singular en que cada una de ellas vuelve a enfocar al interior rural: Opus (2005) de Mariano Donoso, Viajo Porque Preciso, Volto Porque Te Amo (2009) de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, Los muertos (2004) de Lisandro Alonso, y Serras da Desordem (2006) de Andrea Tonacci. En todas ellas hay una ambigüedad radical entre la puesta en escena del lugar y su captación por la cámara: la indicialidad fotográfica de la imagen perfora ahí a los artificios del montaje y de la puesta en escena. En consecuencia de ese vaivén entre el índice y el artificio, el espacio de la toma permanece en un estado casi constante de indeterminación, como efecto de la crisis del fuera-de-campo: la intractabilidad, por dentro de la imagen, de las relaciones que la asocian a su contorno espacio-temporal (incluyendo el propio punto de observación de la mirada espectadora, esto es, el significado social de la imagen). En términos del procedimiento narrativo, esta relación ambigua entre el espacio de la pantalla y el lugar, del que nunca logra apropiarse del todo, es construida, o bien como un viaje en primera persona que se bifurca y pierde, o bien con la observación

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tensa de un personaje “nativo” (que es también un “viajero”) en su interacción con el ambiente rural. Esto sin proveernos de ninguna clave externa sobre ese lugar y sus habitantes fuera de los actos realizados por el personaje. De esta manera, en los cuatro filmes se produce una crisis del viaje como modo epistemológico y ético de acceder al paisaje; crisis que resulta, en un cuestionamiento radical del espacio y del lugar, tal y como nos fueron legados por la modernidad (cinematográfica) del siglo veinte. En lugar de proponer un análisis detallado de cada película, quisiera concentrarme aquí en los modos en que el paisaje, como relación espectatorial con el espacio y el lugar, es solicitado por la composición de la toma, determinando a su vez la gramática visual de cada filme.

cine moderno e interior rural

El paisaje cinematográfico, sugiere Martin Lefebvre, no debe confundirse con el escenario diegético, ese fondo escénico al que pueden delegarse ciertas funciones de exposición, énfasis o contrapunto respecto de la trama o de los personajes. En cambio, representa lo que excede o desborda a esta función diegética subordinada y que interrumpe, como lugar, a la continuidad narrativa: El paisaje es simultáneamente sometido a la temporalidad del medio cinematográfico y a la de la mirada del espectador, que tiende a oscilar de un momento a otro entre el modo narrativo y el modo espectatorial. Esa existencia temporal doble resulta en la precariedad de un paisaje que casi desaparece cuando predomina el modo narrativo y el espacio cinematográfico vuelve a asumir su función narrativa como escenario (29, traducción propia).

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Esta suspensión de la continuidad narrativa en y por el lugar, según Lefebvre, siempre implica una decisión activa por parte del espectador, quien resuelve detener su mirada para explorar la locación más allá de cualquier necesidad diegética. Una relación “espectatorial” con el paisaje puede ser activamente incitada a través de momentos de inacción o tiempos muertos, o puede ser “descubierta” de manera autónoma por el espectador activo. De cualquier modo, el doble régimen del espacio cinematográfico como escenario y como paisaje incita a una mirada crítica capaz de relacionar al constructivismo del montaje con la duración intrínseca del mundo material contraponiéndolos en un juego dialéctico que se asemeja en mucho al de la historia misma. Ese modo de alternancia crítica de la mirada será, también, la forma en que el ruralismo del “Nuevo Cine Latinoamericano” de los sesentas y setentas volverá sobre las locaciones del cine industrial de la era clásica en los años cuarenta y cincuenta. Desde los comienzos del cine sonoro, e incluso antes, el interior rural y sus enfrentamientos épicos entre gauchos, cangaçeiros y llaneros valientes y crueles habían proporcionado la pantalla de proyección para construir mitos fundacionales de la nación al mismo tiempo que la insertaban en la modernidad cosmopolita de los géneros cinematográficos industriales. Como demuestra Célia Tolentino Ferreira, son los valores y afectos de estos géneros los que caracterizan también a los modos estilizados del habla y la gestualidad de los personajes en el primer cine latinoamericano, así como a la distancia que separa entre el lugar de la acción y aquél que la narración le asigna a nuestra mirada. Mientras que proporcionaba para su público cosmopolita, urbano, una fábula de origen con la que éste podía identificarse, relegaba al interior rural a una lejanía folklórica y prehistórica,

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como espacio-tiempo de irremediable otredad y que, tarde o temprano, habría que sucumbir a las fuerzas del progreso cuyos agentes –en películas como Pampa bárbara (Demare y Fregonese 1945) u O Cangaçeiro (Lima Barreto 1953)– invariablemente resultaban victoriosos (Tolentino 65-71; también, Romano 108-13 y Maranghello 69-112). El Cinema Novo y el “Nuevo Cine Latinoamericano”, en cambio, agudizarían el antagonismo entre la cámara y el ambiente rural, a fin de poner en escena, a nivel del argumento y como tensión formal entre aparato cinematográfico y técnica narrativa, la lucha entre opresión neocolonial y liberación nacional-popular. En lugar de un cine industrial comprometido con la mentira y la explotación, en las famosas palabras de Glauber Rocha en su “Eztetyka da Fome”, el nuevo cine elegiría a los márgenes en función de “realizarse en una política del hambre y de sufrir, por eso mismo, todas las debilidades que resulten de su existencia” (67). Para este cine estética y políticamente radicalizado, sostiene Luiz Zanin Oricchio, el interior rural y los márgenes urbanos ya no representaban un origen primitivo sino, por el contrario, el mismo punto focal del presente, “las ‘escenas’ privilegiadas de observación del país. Se esperaba que de la articulación de esta mirada surgiría un paradigma de lo real brasileño, un laboratorio sociológico donde podrían observarse, in vitro e in vivo, las contradicciones que organizaban el funcionamiento del país” (121). De manera parecida, películas argentinas como Juan Moreira (1973) de Leonardo Favio o Los hijos de Fierro (1972-75) de Fernando Solanas buscaban reapropiar a la épica popular del bandidaje social como una alegoría tercermundista del país contemporáneo, enfocada en las contradicciones entre metrópolis capitalista e interior rural. El doble régimen del paisaje como espacio diegético y lugar autónomo

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fue activamente aprovechado en filmes como Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964) de Glauber Rocha, como un modo de dividir a la propia instancia narratorial e introducir una tensión dialéctica y mutuamente crítica entre un punto de vista inmanente y otro distanciado, sin que ninguno de los dos se quede con la última palabra. La alternancia en la pista sonora entre la balada de cordel del ciego Julio y los grandes gestos orquestales de la “Canción del Sertão” de Villa-Lobos ejemplifica esta doble enmarcación, duplicando a la que tiene lugar a nivel de la relación entre cámara y actores, donde una imagen-acción convencional alterna con largos paneos circulares alrededor de poses teatrales, llamando nuestra atención sobre el ambiente al mismo tiempo que resalta su teatralidad (Xavier 112-7). En años más recientes, tras el resurgimiento del cine después de las dictaduras y las crisis financieras, varios filmes argentinos y brasileños volvieron otra vez a las locaciones y a los personajes de los sesentas y setentas, si bien ahora en clave de “reminiscencia nostálgica de alegorías pasadas, de un tiempo en que era posible empezar desde cero, el cine era realmente nuevo y los personajes, en su pulsión revolucionaria, llevarían consigo a las masas” (Nagib 48). En filmes como La película del Rey (1986) de Carlos Sorín y O sertão das memórias (1997) de José Araújo, estas alegorías utópicas ya no son sino citas, reencuentros autoreflexivos con el sur patagónico o con el nordeste sertanejo como espacios ya de antemano cinematográficos (dimensión reflexiva que es más explícita en el filme de Sorín, recuperando un proyecto interrumpido en 1972 y cuya frustración proporciona uno de los ejes diegéticos). Otros, como Central do Brasil (1998) de Walter Salles o Familia rodante (2004) de Pablo Trapero, donde el retorno a un interior romantizado, más “inocente” y “puro”, permite a los protagonistas urbanos

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y alienados reconectarse con su ser profundo, nacional y popular, son también vueltas metacinemáticas al archivo nacional, narradas en el repertorio genérico universal del anti-roadmovie (Wim Wenders, Ridley Scott), un “retorno idealizado al origen”, en palabras de Ivana Bentes, que invierte al movimiento histórico y político del interior a la costa del final de Deus e o Diabo, para construir “un happy end melancólico y conciliador que se aleja de la apuesta utópica de trascendencia y libertad” (Bentes 198; también Andermann s/p). En otras películas, sin embargo, este movimiento de retorno, en lugar de operar a través del medio espacial una reconciliación imaginaria, reabre a través del paisaje a la crisis y derrota histórica que separan a nuestro presente del utopismo de los sesentas. El precursor más influyente en este sentido ha sido Cabra marcado para morrer (1984) de Eduardo Coutinho, donde el director vuelve a los lugares y los protagonistas de un proyecto sobre militancias campesinas brutalmente interrumpido por el golpe militar de 1964 y forja a partir de estos reencuentros un nuevo tipo de autorreflexividad documental que también pasa revista a las opciones políticas y estéticas de la izquierda revolucionaria (Jameson 189-91). Veinte años más tarde, el espacio rural nuevamente proporciona la medida del cambio histórico, tras décadas de crisis neoliberal y de su impacto sobre un interior que parece haber recaído en una suerte de arcaísmo poshistórico. En las vueltas cinematográficas más recientes, el paisaje emerge ante nuestra mirada como un enigma, refractario y al mismo tiempo inapelable en su presencia.

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paisajes en retirada

Opus, la película de Mariano Donoso, empieza con un dolly shot, un largo paneo que avanza a través del parabrisas por una ruta desértica al amanecer, seguido de otro paneo por la ventana lateral. En seguida es identificado el portador intradiegético de esta mirada al aparecer detrás del volante en el plano siguiente. No es otro que el mismo Donoso, quien, de esta manera, se desdobla en narrador y protagonista de su propio “documental reflexivo”1, un filme que pone en cuestión la posibilidad misma de conocer un lugar y de transmitir ese saber al espectador. En Opus, el carácter negociado del significado se manifiesta no solo a través “de la presencia intrusiva del director” y su equipo “quienes ponen en acto la noción de que un documental surge solamente cuando está puesto en performance”, como Stella Bruzzi ha caracterizado a los trabajos de Michael Moore o Molly Dineen (186). Aquí, además, es resaltado por el marco metaficcional del texto cinemático: la disputa entre Donoso y su tío norteamericano, el productor de cine Jerry. Al comienzo del filme, Jerry reta a Mariano (en un inglés de fuerte acento estadounidense, yuxtapuesto como conversación telefónica a una pantalla en negro) por no haber abandonado todavía sus esotéricos proyectos sobre la cosmología clásica para dedicarse en cambio a filmar “asuntos reales, gente real”. “You live in Argentina, for God’s sake”, exclama Jerry, “quiero ver paisajes nuevos de tu país, ahí por el Oeste tal vez. Naciste allá, de modo que tienes que saber. ¿Cómo es el Oeste? ¿Hay selvas o pampas?”

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donde “se enfatiza la duda epistemológica” y donde, en consecuencia, el espectador es invitado a observar el carácter construido de la imagen y el impacto que

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Mariano le informa que solo hay desiertos y montañas. “Good”, concluye Jerry, “quiero un niño en una larga caminata para llegar a su escuela en el desierto. Eso funciona, es bonito, ¿no es cierto?”. En Opus, por lo tanto, los travellings sobre la ruta desierta narran los intentos cada vez más desesperados por parte del equipo por cumplir con la misión de transmitir la crisis argentina –la película fue realizada en 2002, inmediatamente después del colapso de la moneda nacional– a través de su impacto sobre una escuela de campo. Como sugiere Jerry en sus instrucciones iniciales, este modo de captar la experiencia de la crisis en su impacto ruinoso sobre el campesinado (un tipo de crónica social practicado, por ejemplo, en Memorias del saqueo [2003] de Fernando Solanas) también le permitiría al filme explotar las convenciones de empatía humanitaria con una víctima convenientemente inofensiva, al mismo tiempo que aprovecharía el placer visual de un entorno natural impactante. El blanco de la crítica de Donoso no es tanto el espectador extranjero caricaturizado, sino más bien el autoexotismo voluntario de ciertos documentales nacionales. Sin embargo, apenas el equipo llegue a San Juan, las cosas empiezan a cambiar de rumbo, debido al cierre de las escuelas provinciales por una huelga indefinida de maestros, y los paneos ruteros del equipo ambulante van encontrando un contrapunto en largas tomas inmóviles de aulas vacías y patios abandonados, terminando con un largo plano de una pizarra donde aún se lee el último mensaje de la maestra a sus alumnos: “3- estudiar para el examen práctico de lengua: sujeto y predicado; 4- mañana no hay clases”. En Viajo porque preciso de Ainouz y Gomes, esa crítica narrativa de la veracidad de la imagen es llevada aún más lejos

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al introducir una instancia narrativa completamente ausente del plano visual pero que lo va subsumiendo por completo al régimen diegético. La gramática alternante de movimiento y éxtasis propia del road movie es atribuida aquí a la voz over de un inspector geográfico, quien, eventualmente, también confiesa aprovechar su viaje por los sertones para huir de un amor frustrado, y cuyo relato, en consecuencia, irá contaminando de melodrama a las imágenes en pantalla (Fig. 1). A partir de esa asociación con una voz, un habla, el paisaje se carga de narratividad. Se va tornando escenario, al servicio de un relato eternamente relegado al fuera-de-campo, pero que desde ahí, precisamente, puede absorber en la diégesis a todas y cada una de las tomas. No hay lapsos o tiempos muertos en un relato compuesto enteramente de ellos. Ese “consumo” voraz de espacio es reflejado, a nivel diegético, por las tareas ejercidas por el narrador-geólogo, quien realiza mediciones preparatorias para la futura construcción de un canal. Esto es, tiene que realizar un informe visual sobre la tierra en preparación de su transformación que subordinará esos lugares a las necesidades hidroenergéticas de los centros lejanos de población y comercio. Consecuentemente, el primer contrapunto a los travellings ruteros lo proveen unos freeze frames del suelo y de formaciones rocosas en primer plano, incluyendo según la convención científica a instrumentos de medición, lápices y cuadernos como referentes de escala. La proximidad física y atención a los detalles de la naturaleza local es aquí contenida por las convenciones científicas, puestas a distancia nuevamente por el lenguaje científico y objetivizador del narrador en la pista sonora. Aquí como en Opus, la escasa resistencia que el ambiente rural opone a su inscripción, como imagen genérica, en el relato de viaje del narrador, señala un debilitamiento del paisaje como otredad, una “apertura hacia lo desconocido”, en palabras de Jean-Luc Nancy (59). Registra la retirada del paisaje como

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otredad que induce a un cambio del “punto de vista”, como en el ruralismo de los sesentas y setentas, donde el encuentro con lo rural se plasmaría en una conciencia revolucionaria emergente.

fig. 1 La superposición de imagen y voz en Viajo Porque Preciso, Volto Porque te amo de Karim aïnouz y marcelo Gomes elimina a lo intrínseco del paisaje en tanto lugar. cada imagen es relegada al estatus de un escenario diegético a pesar de que el actor principal nunca aparece en pantalla

Sin embargo, tanto en Opus como en Viajo Porque Preciso, la instancia narrativa en realidad se divide en dos: por un lado, el narrador-protagonista intradiegético (como voz over, en Viajo Porque Preciso, como auto-performance en Opus); por el otro, el director-auteur a cargo de la composición y edición de las tomas. A diferencia de su doble interno, este último reivindica el carácter ambiguo del espacio cinemático como escenario y a la vez como paisaje. Ahí donde el narrador interno tiende a vincular a la imagen con su propia aventura (como imagen-acción), el trabajo compositivo del director-auteur vuelve a equilibrar el balance entre mirada narrativa y mirada especular, resaltando la singularidad del lugar. Incluso, y especialmente, ahí donde esta singularidad es ya un mero resto o excedente dentro de

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una imagen inexorablemente genérica, ese segundo narrador busca las huellas de una presencia. Ambas películas, en el fondo, trabajan sobre esa resistencia del paisaje contra su propia crisis, dejando que los lugares resurjan al mismo tiempo que someten a una crítica feroz las lógicas de su producción cinematográfica. En Opus, hay un ejemplo elocuente de cómo que lo real atraviesa la misma imagen que lo contiene y enmarca (Fig. 2). Aparece en una secuencia aproximadamente por la mitad del filme, que revela cómo fue producida la toma panorámica de la ciudad de San Juan que cierra la secuencia inicial del filme, superimpuesta en la pista sonora con estadísticas de pobreza y desempleo. Esta “toma establecedora”, revela Donoso, fue filmada desde la obra –abandonada hace mucho tiempo– del palacio gubernamental. La imagen de la crisis no está, entonces, en la toma panorámica, aparentemente capaz de incluir “todo San Juan” –la panóptica que el Estado compartió alguna vez con el documental

fig. 2 Una toma de Opus, de mariano donoso, donde la relación entre cineasta y paisaje en un momento de crisis histórica es incorporada en la propia construcción de la imagen, el modo en que ésta es enmarcada por la carcasa arruinada del palacio gubernamental

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clásico de índole griersoniana– sino que es la propia plataforma arruinada de visión. En la última imagen de la secuencia, esta obra de una modernidad inacabada, cautiva en un eterno futuro pretérito, literalmente enmarca a la relación entre cineasta y ciudad. Lo real, aquí, se plasma en esta materialización al mismo tiempo alegórica y tangible de la propia forma cinematográfica.

su espesor surja de la pura observación – como si, delante de la presencia carismática de Paty, el filme y su narrador no pueden sino reconocer, aunque solo fuera por un instante, a una densidad vital irreductible.

Pero a pesar de reconocer el carácter inevitablemente “enmarcado” de la imagen documental por sus propias convenciones genéricas, ni Opus ni Viajo Porque Preciso dan completamente por perdido el lugar. En ambos filmes lo local acaba perforando el marco narrativo cada vez que un personaje nativo –una voz, un rostro– aparece en pantalla. Aquí el ejercicio fílmico de la duda epistemológica llega a su límite al enfrentarse con un “otro” (límite que es también, como veremos, el punto de partida de las películas de Alonso y Tonacci). En Viajo Porque Preciso, las dos instancias en que personas locales aparecen con nombre y voz propia sobrevienen solo hacia el final de la película: la primera, en una larga secuencia de entrevista con Paty, una bailarina de cabaret con quien, en la ficción diegética, el narrador habría pasado un día y una noche olvidándose de sus desencuentros amorosos. La secuencia se centra en una entrevista en tiempo real filmada entre puestos de mercado (las preguntas del entrevistador se escuchan dobladas por Irandhir Santos, la voz que “interpreta” al personaje principal), para terminar con una serie de tomas medias de Paty posando en remera minúscula y hot pants, despertando la admiración de los transeúntes. Tras un corte seco, todavía vemos a Paty y otra chica filmadas en cámara lenta, bailando un forró sensual en la pista de un bar, animando a las otras parejas a acompañarlas. Aquí, algo como una ventana documental se abre por dentro de la diégesis: el narrador permaneciendo por una vez en silencio y así, dejando que el lugar en

La otredad imaginada

La otra dupla de películas que quisiera comparar –Los muertos de Lisandro Alonso y Serras da Desordem de Andrea Tonacci– lleva al propio centro de la composición fílmica aquello que en Opus y en Viajo Porque Preciso había formado su borde exterior: la voz y el cuerpo de un “otro” si bien inexorable enigmáticamente vinculado con la localidad. En lugar de la división por dentro de la instancia narrativa entre el narrador en primera persona y el autor-director, aquí tenemos una constelación –un diálogo y a la vez un antagonismo– que enfrenta al directornarrador con el protagonista. Esa estructura dialógica resulta en una composición diferente respecto de la narrativa e incluso de las tomas individuales, una forma que es reducida a su esencia mínima por Alonso y complicada por Tonacci a través de una nivelación compleja de temporalidades y enmarcaciones metanarrativas del performance central. En ambos filmes, la otredad del paisaje no es eliminada sino, en cambio, activamente destacada por la construcción narrativa que tiene a un héroe “nativo” (el isleño Argentino Vargas, en Los muertos; el indio Awá-Guajá Carapiru, en Serras) realizando un “viaje de retorno”. Como resultado, la experiencia y el conocimiento del entorno por parte del personaje contrastan con nuestra propia extranjería, relegando a nuestra mirada a una posición de exterioridad que requiere de una constante observación activa.

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En Los muertos, el carácter enigmático del héroe y del paisaje que habita es tanto el efecto de las actuaciones lacónicas y de la locación remota como lo es de la propia composición de la toma. La cámara de Alonso casi siempre permanece a una distancia media, reclamando nuestra observación detenida de la interacción entre Argentino Vargas y su entorno inmediato. Así como nunca se acerca lo suficiente como para revelar las respuestas emotivas del personaje –la imagen-afecto– tampoco se aleja de éste como para inscribir sus actos en un contexto social mayor. La otredad de la locación y del protagonista es también, por lo tanto, efecto de una retórica visual que los vincula de un modo inextricable, forzándonos a inferir la “verdad” del uno de su relación con la otra (Fig. 3).

fig. 3 argentino Vargas en Los muertos de Lisandro alonso. aquí el bosque subtropical solo se revela como “lugar” a través de las acciones que el protagonista viene realizando en y sobre su entorno, del mismo modo en que es esa misma interacción que proporciona alguna “clave” para comprender a ese personaje enigmático y taciturno

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A pesar de que, en casi todo el filme de Alonso, la imagen permanece dentro de los parámetros formales de un cine de acción (con el protagonista ocupando el centro de la toma), su carácter es más bien de una constante suspensión de la narración. Así, en Los muertos, la explosión de violencia sugerida por la toma onírica del comienzo en su paneo tambaleante sobre cuerpos sangrientos en el bosque nunca se materializa. Pero la narración se encuentra suspendida, además, por un tipo de imagen que impulsa a la mirada narrativa a deslizarse hacia el tipo de visión especular que Lefebvre atribuye al paisaje cinemático. Aquí, en cambio, esta mirada es solicitada a través de un progreso narrativo eternamente postergado, mantenido en suspenso, con el efecto de que la imagen, o más bien nuestra relación espectatorial con ella, permanece a medio camino entre lo narrativo y lo especular. En Serras da Desordem, la construcción de la trama es similar: narra la huida reescenificada del personaje central, Carapiru, unos veinte años antes de filmarse la película, después de que fazendeiros invasores masacraran a su tribu. Por varios años, Carapiru recorría los sertones del norte brasileño antes de encontrar refugio en un pueblo del interior de Bahía, a más de mil kilómetros de su área natal. A través del FUNAI (la agencia de asuntos indígenas), será eventualmente reunido con los sobrevivientes de su clan y su familia. Tonacci enmarca la fuga de Carapiru a través de distintos tipos de comentario, incluyendo secuencias de entrevistas y footage documental de la vida presente de los pueblerinos y sertanistas que intervinieron en la aventura “original” (cuya “reconstrucción” suele estar filmada en blanco y negro, mientras que los tramos pertenecientes al presente de enunciación están en color). También hay “secuencias de sueños” vagamente atribuidas al propio Carapiru,

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sobreimpuestas a imágenes propias y al material de archivo, que ilustra el proceso de avance modernizador y destrucción de las culturas indígenas. Sin embargo, complicando toda distinción neta entre “marco externo” e “historia interior”, Tonacci confunde sistemáticamente al pasado reconstruido con el presente de enunciación y a la reminiscencia atribuida al personaje central con el discurso omnisciente del narrador en tercera persona. Crucialmente, además, la verdad testimonial de la presencia de Carapiru en pantalla es complicada por la incapacidad del personaje (o la nuestra) a comunicarse salvo por monosílabos, indeterminación que cuestiona el grado de su “participación” en el filme. “Si el testimonio está basado en la transmisión de la experiencia pasada de una persona –pregunta Ivone Margulies– ¿qué pasa cuando la conciencia del personaje central es inaccesible, cuando la memoria y sentido del propio ser de Carapiru permanecen opacos a lo largo del filme? ¿Qué es entonces la función de la presencia reactuada, si él no puede hablar o ser entendido?” (Margulies en Andermann y Fernández Bravo s/p). Si en Alonso el carácter impenetrable del protagonista y su entorno surgen como efecto de una intensidad –del performance actoral y de su observación cinemática– aquí emergen de una autocrítica brechtiana de la veracidad de la imagen. Al centro del rompecabezas que presenta la vertiginosa construcción fílmica de Tonacci, el cuerpo elusivo de Carapiru bloquea nuestro acceso a la “experiencia real” hacia la que no dejan de apuntar estos múltiples marcos exteriores de esa enunciación muda. Aquí como en Los muertos, esa naturaleza enigmática del protagonista desvía nuestra mirada hacia su entorno en busca de claves. En ambos filmes, la veracidad del performance se sostiene ante todo en la identidad de locaciones, “entonces y ahora” que Tonacci enfatiza a través del montaje alternante entre secuencias

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en blanco y negro y en color. Al mismo tiempo, el performance actoral introduce también una dimensión de ficcionalidad, de teatralidad, en el paisaje que desafía la presencia indicial de la locación. En entrevistas, ante la pregunta por el carácter de la participación de Carapiru en la película, Tonacci ha insistido en que éste, a pesar de responder siempre a sus instrucciones (o las del traductor), nunca mostró demasiado interés en revivir para la cámara una experiencia que solo lo concernía a él, y que participaba en la película “solo como presencia”2. Estos son también los términos en los que Alonso suele explicar su interacción con los actores de sus películas (Quintín 3). Ese silencio enigmático de un testimonio suspendido también va convirtiendo los lugares en una suerte de voz ausente: no en sentido de que en estos se encuentre la “explicación” de ese silencio, al proveer un contexto donde inscribirlo, sino más bien al desviar nuestra mirada hacia las interacciones físicas entre personaje y ambiente como saturadas de sentido. Como ha sugerido Edgardo Dieleke, esa teatralización del “escenario natural” es tanto el efecto de la puesta en escena como del avance real de la “civilización” sobre los últimos reductos de “naturaleza alambrada” (cit. por Andermann y Fernández Bravo s/p). En la última secuencia de Serras, tras la reconstrucción del reencuentro con su tribu, Carapiru se desviste y parte hacia el bosque, en blanco y negro “biográfico” y con la cámara siguiéndolo por el monte. De repente, ambos se encuentran con Tonacci y su equipo quienes estaban esperándolo para filmar la

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Stephanie dennison and maurício Lissovsky, entrevista a andrea tonacci en el simposio rary argentine and Brazilian Cinema, Birkbeck college, London, 28 de noviembre de 2009. Ver también caetano 120.

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con la camiseta nacional –un “fetiche de la mercancía”–, cuya presencia deshace la sensación de un estado prístino, incontaminado, de pura exterioridad “natural”.

serras da Desordem, de andrea tonacci, donde el paneo desde abajo hacia arriba de la reserva awá-Guajá revela el avance de la “civilización” sobre el reducto indígena, inscribiéndole así una dimensión teatral, o dioramá-

secuencia inicial del filme, que lo mostrará reavivando al tizón tribal (y así, reinstaurando la continuidad del tiempo histórico interrumpido por el asalto de los fazendeiros) (Xavier 7-18). El encuentro, entonces, cierra el círculo narrativo, al mismo tiempo que perfora la ficción biográfica interior. Justo antes de ese “encuentro” entre Carapiru y el cine, sin embargo, Tonacci inserta un plano americano del color de la casa comunal en un claro del bosque: la cámara paneando lentamente hacia arriba hasta revelar la estrechez del área tribal recortado por sembrados y pastizales y cruzado, en ese preciso instante, por una cuadrilla de helicópteros, mientras en la distancia se aleja un tren de carga (Fig. 4). De manera similar, al final de Los muertos, cuando Argentino ha vuelto a encontrar a su nieto en las profundidades del bosque, la cámara de Alonso los abandona al entrar en la choza familiar, paneando lentamente hacia abajo hasta encontrar en el polvo a la pequeña muñeca de un futbolista, vestido

No obstante, esa toma a la deriva, que por un lapso breve pierde de vista a su protagonista, también tiene en ambos filmes otra función adicional: no tanto de aportar un punto de vista superior, totalizante (como podría indicar el plano americano de Tonacci, donde la cámara está literalmente “por encima” de los habitantes de la reserva) sino de construir otro tipo de relación con el “espacio liberado de acontecimientos” que Lefebvre asocia con el paisaje cinemático (22). Sin la presencia del protagonista, el paisaje emerge en la pantalla sin claves para afrontar su otredad enigmática. Un ejemplo brillante en Los muertos de esta aparición súbita del paisaje desde el punto de vista de una cámara a la deriva, perdiendo su anclaje en la acción narrativa, es el largo paneo de Argentino en su canoa, con la cámara flotando a su lado y a la misma velocidad, hasta que las corrientes se dividen y la cámara deriva hacia otro brazo del río, forjando una imagen autónoma del paisaje que perdura por un rato largo después de que Argentino haya desaparecido del plano. Esta deriva del punto de vista y su autonomía respecto de la instancia narrativa en Los muertos, abre en la propia película un modo de inmersión en la naturaleza, un horizonte al mismo tiempo utópico y temido de amalgamiento entre ésta y el aparato cinemático que el filme debe suprimir casi inmediatamente para volver al modo más clásico de composición de la toma, enfocando la acción desde una distancia media. En las primeras tomas del filme, los paneos en círculo y en espiral de la cámara parecen confundirse con el propio ritmo del entorno selvático, como si fueran una visión de reptil o de insecto, y casi no pres-

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tan atención alguna a los cuerpos sangrientos de niños que van encontrando entre hierbas y arbustos. La secuencia editada, tras un fundido a verde, contra una toma estable de distancia media mostrando a Argentino despertándose en su último día de prisión, fue leída por la crítica como una “pesadilla” del antiguo asesino, así como, en Serras da Desordem, la secuencia onírica de la vida tribal anterior a la masacre, editada en secuencia con una toma de Carapiru adormeciendo, fue interpretada como un sueño del propio protagonista, una ventana abierta hacia una subjetividad inaccesible en el resto del filme. Pero tal vez la misma lógica de composición de ambos filmes nos lleva más bien a pensar que el sujeto soñante en estas secuencias no sea tanto el protagonista y sí el narrador cinemático, quien está imaginando una visión de la naturaleza por fuera de su asociación con el protagonista, que, en el resto de ambos filmes, es tanto una vía de acceso como un obstáculo que mantiene en estado enigmático al mundo silvestre. El escenario de ambos filmes es un espacio de frontera precisamente porque carece de profundidad de campo, porque solo se vuelve accesible en breves lapsos de acción suspendida. Es una profundidad a la que ya no accede una “naturaleza alambrada”, donde apenas unas manchas aisladas interrumpen a la intemperie de tierras dilapidadas, deforestadas y semiurbanizadas, de un modo no disimilar a las interrupciones de continuidad diegética por esas tomas a la deriva. Como Opus y Viajo Porque Preciso, entonces, también Serras da Desordem y Los muertos afrontan ese apogeo del paisaje como un lugar de otredad y resistencia frente al orden social existente, donde el ruralismo politizado de los Sesenta y Setenta todavía podía proyectar una potencialidad revolucionaria. En los cuatro filmes, sin embargo, la dimensión de opacidad insiste, como si fuera desde los márgenes de la toma, y reinscribe en

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este espacio la negatividad que le es propia a la forma-paisaje y la desmarca de la naturaleza a secas. El paisaje, según Nancy, no es sino ese espacio de crisis relegado a los bordes de lo social, el límite donde el vínculo social termina o donde sus limitaciones surgen a la superficie: “allí no hay más comunidad, ni vida civil, pero no es simplemente “la naturaleza”. Es la tierra de los desterrados, de los que se han vuelto siniestros y despaisados, que no son más un pueblo, que son al mismo tiempo los que han perdido su camino y los que están contemplando lo infinito –quizás su alienación infinita– (61, traducción propia). Pero entonces el paisaje no es el más allá, la pura inmersión en la naturaleza que sugieren las tomas a la deriva de Tonacci y Alonso como una línea de fuga. Por el contrario, es la negación o “suspensión de un pasaje y ese pasaje acontece entonces como una separación, un vaciamiento de la escena o del ser: ni siquiera un pasaje de un punto a otro o de un momento a otro, sino el paso mismo que abre una distancia” (Nancy 61). Esa es, efectivamente, la manera en que los cuatro filmes recurren al paisaje como una figura del umbral, de crisis y apertura crítica: apertura de una forma previa de ruralismo politizado, pero también del proceso histórico de ecocidio, represión dictatorial y dilapidación neoliberal que forzó su declive. El paisaje es aquí la misma denegación de lugares, “la alienación y el desarraigo incesante” invocados por Nancy, como resultado de realidades políticas y socio-económicas concretas. Pero es también, y crucialmente, una forma de mirar: la mirada itinerante o errante solicitada por estos lugares-en-crisis y, por lo tanto, una forma de experiencia histórica al que ningún modo de expresión sabe acceder como el cine a nivel de sus propios procedimientos formales y protocolos narrativos.

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