\"La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: Casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas\"

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Descripción

IKASKETA FEMINISTAK ETA GENEROKOAK MASTERRA MASTER EN ESTUDIOS FEMINISTAS Y DE GÉNERO

Curso académico 2014-2015 Ikasturtea

Ikerketa lana / Trabajo de investigación “LA VIOLENCIA SEXISTA EN COLECTIVIDADES SOCIALES Y POLÍTICAS DE IZQUIERDAS: CASOS Y PROCESOS DE RESILIENCIA DE MUJERES ACTIVISTAS”

Egilea / Autora: Tania Martínez Portugal Tutorea / Tutora: Marta Luxán

Septiembre 2015 / 2015ko Iraila

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“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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INDICE Resumen y palabras clave………………………………………………………………. 4 Algunas consideraciones previas .……………………………………………………… 5 I.MARCO TEÓRICO Y CONCEPTUAL………...…………………………………..7 I.1 CONCEPTUALIZACIONES EN TORNO A LA VIOLENCIA………................. 7 I.1.1 LA VIOLENCIA COMO OBJETO DE ESTUDIO………………………. 7 I.1.2 LAS VIOLENCIAS MENOS HABLADAS.……………………………... 8 I.1.3 DISTINTAS APROXIMACIONES AL FENÓMENO……………………10 a. Ámbito Institucional ……………………………………………….. 11 - Lo institucional cómo excusa para abordar los límites del sujeto político en la investigación…………………………………………………………. 13 b. Ámbito Académico ………………………………………………… 17

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- La expresión violencia de género en la academia……………………. 18

c. El Movimiento Feminista ………………………………………...... 20 - Conceptualizaciones entorno a la violencia desde colectivos feministas……………………………………………………………………….. 21 I.2 LA VIOLENCIA SEXISTA EN LOS ESPACIOS DE TRANSFORMACION SOCIAL ………………………………………………………………………………………….. 24 I.2.1 UNA APROXIMACIÓN DESDE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES…… 24 I.2.1.1 Integrando el feminismo en nuestras organizaciones: de lo políticamente correcto a la subversión feminista………………………………. 26 I.2.1.2 La aniquilación del génesis o la negación del sexismo al interno de los colectivos……………………………………………………………………….. 29 I.2.1.2.1 De-construyendo el sujeto político …………………………… 30 I.2.2 ¿QUÉ NOS APORTA EL ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA SEXISTA EN DESDE LOS COLECTIVOS SOCIALES Y POLÍTICOS DE IZQUIERDA? ………. 33 I.2.2.1 Teoría desde los colectivos y voces activistas……………...…… 33 I.2.3 COLECTIVOS SOCIALES, SEXISMO Y VIOLENCIA ……..………… 35 II.EL DISEÑO METODOLÓGICO EN LA INVESTIGACIÓN ……………………38 II.1 EL OBJETIVO GENERAL Y LOS OBJETIVOS ESPECÍFICOS…………………..38

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II.2 CARACTERÍSTICAS METODOLÓGICAS Y EPISTEMOLÓGICAS DE LA INVESTIGACIÓN………………………………………………………………………. 38 II.2.1 Métodos de investigación utilizados……………………………………... 38 II.2.2 Desarrollo del diseño metodológico……………………………………… 38 II.2.3 El uso de la técnica de las Producciones narrativas (PN) en la investigación .……………………………………………………………………………………….. 41 II.2.4 Las Producciones narrativas (PN) cómo método para estudiar los casos de violencia sexista y procesos de resiliencia de mujeres activistas…………………….. 42 III. ANALISIS DE LOS DATOS.…………………………………………………... 46 III. 1. MUJERES ACTIVISTAS.……………………………………………………….46 III.1.1 La cuestión feminista dentro de sus colectivos de militancia……….. 46 III.1.2 La identidad feminista de las activistas……………………………….. 48 III.2 VIOLENCIA.……………………………………………………………………. 51 III.2.1 HABLAMOS DE VIOLENCIAS MENOS HABLADAS.……………..52

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Cuadro I y II: Sujeción y subordinación............................................ 58 III.2.2 EL CONTROL………………………………………………………… 60 III.2.2.1 El mito del “amor romántico” como reverso ideológico de la dependencia emocional…………………………………………………….…. 62 Cuadro III: La precarización de la subjetividad y toma de conciencia………………………………………………………………………68 III.2.3 EL LENGUAJE………………………………………………………….75 III.2.4 LA AGRESIÓN FÍSICA Y/O SEXUAL………………………………..79 III.2.3.1 La intimidación, el boicot y el chantaje……………………… 81 III.2.3.2 Agresiones sexuales dentro de la pareja…………………..….. 84 III.3 LOS PROCESOS DE RESILIENCIA…………………………..………………...86 III.3.1 LA MIRADA DE LAS “OTRAS”…………………………………….. 87 III.3.2 LOS TIEMPOS ………………………………………………………… 89 III.3.3 LA AUTOCONCIENCIA …………………………………………….. 90 IV. CONCLUSIONES……………………………………………………….……… 92 Algunos límites de trabajo y propuestas de investigación a futuro …………………. 94 BIBLIOGRAFÍA ……………………………………………………………………… 96

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RESUMEN: La gran mayoría de espacios y colectivos, a pesar de tener un carácter transformador o incluso haber adoptado un discurso anti-sexista, constituyen espacios de reproducción del sistema sexo-género-sexualidad. La persistencia de dinámicas generizadas, si bien susceptibles de ser transformadas, contribuyen mientras tanto a crear escenarios en donde las violencias sexistas se desarrollan y se justifican. A lo largo del presente trabajo y a través de los casos de violencia y procesos de resiliencia que han protagonizado 5 mujeres activistas, pretendemos abordar esta cuestión y presentar algunas de las conclusiones extraídas.

PALABRAS

CLAVE:

VIOLENCIA

SEXISTA,

ACTIVISMO, FEMINISMO, VIOLENCIA DE GÉNERO.

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MOVIMIENTOS

SOCIALES,

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Algunas consideraciones previas

Antes de empezar a describir el marco teórico y conceptual del presente trabajo, creo conveniente dedicar algunas líneas a lo que ha marcado su proceso de construcción. Del mismo modo, quisiera hacer explicitas una serie de cuestiones que considero de interés para la futura lectora, con el objetivo de ayudarla a situar –al menos una de las posiciones- desde dónde se configuran el análisis y las motivaciones subyacentes en el proyecto.

Quizás, uno de los previos de carácter más formal del presente trabajo, sea el hecho de que se imbrica en un proyecto mayor de investigación: la realización de una Tesis Doctoral dentro del Departamento de Ciencias Políticas y de la Administración de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Los motivos por los cuales decidí dedicar un periodo largo de estudio en torno al fenómeno de la violencia sexista en colectivos sociales y políticos de izquierda se sostienen en mi propia experiencia vital y mi condición de mujer activista.

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En el momento en el que decidí trabajar un aspecto tan complejo como la violencia sexista, no tenía ningún tipo de formación previa específica, ni en Estudios de Género, ni en feminismo, ni en el propio fenómeno de la violencia como tal. Partía de una experiencia personal –la de haber sido discriminada y maltratada por mi condición de mujer dentro del contexto de un colectivo social- que me había marcado profundamente. Esta experiencia me hizo plantearme muchas cuestiones que no me había hecho hasta entonces. Me hizo buscar respuestas y formarme teórica y políticamente. Y una vez me sentí preparada para ello, compartir lo sucedido y comprobar que a otras mujeres a mí alrededor les habían sucedido historias similares. Más allá, sentí que existía una necesidad compartida de hablar y ser escuchadas, de arrancar de nuestras entrañas aquel sentimiento de honesto enfado (Gwen Hunnicutt, 2009) y erigirlo como elemento dinamizador del cambio social.

Me gustaría expresar cómo mi propio enfoque, lenguaje, y conceptualización sobre –y no solo- la violencia ha ido cambiando y ajustándose a lo largo de toda la investigación. Este periodo abarca, en primer lugar, la documentación y revisión bibliográfica en torno al tema. En segundo lugar, las conversaciones formales e informales en las que he tenido la oportunidad de participar y recibir aportes, contrastes y críticas constructivas. En tercer lugar, las sesiones con las mujeres activistas que han prestado sus experiencias para la

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elaboración de este trabajo, y en las que me detendré adecuadamente en otro capítulo. Y por último, los momentos de dudas, reflexión y toma de conciencia, que van más allá de los libros, las pantallas o las palabras.

Otra de las cuestiones que quisiera hacer notar desde el principio es la de los límites del escenario que he tomado como referencia para desarrollar el trabajo de campo, y que afectan pues al marco teórico y conceptual. Por diversas razones, entre las que se encuentran principalmente aquellas de índole pragmática, la investigación toma como punto de partida la comunidad que conforman los colectivos sociales y políticos que desarrollan su actividad en el País Vasco. De igual manera, las activistas que han participado en este estudio son de origen vasco, o han desarrollado parte de su práctica militante dentro de este territorio. Dicho lo cual, esto no es óbice para que muchas de las características y conclusiones alcanzadas puedan ser externalizadas y compartidas por otras realidades más o menos cercanas.

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Para terminar, decir que he tenido el privilegio de poder dedicarme a este trabajo, si bien no siempre me he sentido privilegiada. Compaginar trabajo y estudios supone lidiar con el límite veinticuatro horas que tienen los días. Sin embargo, mi condición social, y los recursos materiales y personales que me brinda1, han posibilitado que mi compromiso político hiciera el resto. Por último, han sido fundamentales (lo están siendo), los apoyos recibidos a modo de cuidados, prácticos y emocionales. ¡Qué importantes son estos apoyos!

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Me refiero, por ejemplo, a mi doble condición de académica -con un proyecto de investigación reconocido en

el seno de la misma- y activista -con contactos, confianza, y un conocimiento específico de la realidad que me disponía a estudiar-.

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I.

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MARCO TEÓRICO Y CONCEPTUAL

I.1 CONCEPTUALIZACIONES EN TORNO A LA VIOLENCIA I.1.1 LA VIOLENCIA2 COMO OBJETO DE ESTUDIO Lo cierto es que entre los temas que abarcan los Estudios de Género, la llamada violencia de género o violencia sexista es seguramente uno de los menos teorizados y estudiados. Gwen Hunnicutt, en Varieties of patriarchy and Violence against women: Resurrecting “Patriarchy”as a Theoretical Tool, recoge cómo en 1993 Bonnie Fox, socióloga canadiense, argumentaba que la violencia contra las mujeres era el “aspecto más pobremente teorizado entre las desigualdades de género (Gwen Hunnicutt, 2009; 554)”. Casi una década después, en 2001, Jeanne Flavin aplicaba la teoría feminista al estudio y práctica de la justicia criminal en Feminism for the mainstream criminologist: An invitation, y afirmaba que “las perspectivas feministas han trabajado más y mejor en la crítica, que en la construcción de marcos teóricos de interpretación (Jeanne Flavin cit. en Hunnicutt, 2009;

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555)”. Hunnicutt, ya en 2009 concluía diciendo que: “Today, research on violence against women continues to amass an impressive rates, yet theory development remains slow3”. Ese mismo año, Raquel Osborne se congratulaba de la proliferación desde varias ramas del saber de libros en torno a la materia4 en Apuntes sobre violencia de género, y lo hacía significando la diferencia respecto a la década anterior (Osborne, 2009; 9-10).

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Me refiero, por supuesto, a la violencia que he determinado conceptualizar como sexista a la luz de los

planteamientos de otras autoras que presentaré más adelante. Por el momento sin embargo, valga la palabra desnuda hasta reconstruir ésta argumentación. 3

“A día de hoy la investigación acerca de la violencia contra las mujeres continúa siendo muy prolija, sin

embargo, el desarrollo teórico continúa siendo lento” (Traducción propia). 4

Lo cierto es que, a lo largo de la primera década del siglo XXI, se suceden diversos acontecimientos a nivel político y social que catapultan el tema a la agenda pública dentro del Estado español, y paralelamente, se efectúa el desarrollo legislativo vigente hasta nuestros días en torno a la cuestión de la violencia, conceptualizada cómo violencia de género o violencia contra/sobre las mujeres. Me refiero a la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres (vigente hasta el 1 de enero de 2016), o a la Ley 4/2005, de 18 de febrero, para la Igualdad de Mujeres y Hombres del País Vasco, entre otras.

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Coincido con Hunnicut en que efectivamente, y tal y cómo corrobora Osborne, la investigación sobre la violencia contra las mujeres y la publicación de ensayos, estudios, estadísticas, etc., se ha multiplicado y esto resulta, sin duda, un logro a celebrar. Pero que, sin embargo, el enfoque y los marcos de interpretación que han predominado en dichos trabajos no han propiciado el desarrollo teórico deseable. De ahí el interés en profundizar en el análisis de la violencia y el de sus contextos performativos abordados, por un lado, desde una perspectiva que evidencie el carácter instrumental de la misma en el seno del sistema heteropatriarcal de poder. Y, por el otro, a través de estrategias de justificación y validación del conocimiento (propuestas epistemológicas) que integren nuevas actrices y se beneficien de los avances y propuestas que se están desarrollando desde el feminismo y la teoría feminista5. I.1.2 LAS VIOLENCIAS MENOS HABLADAS Tal y como afirma Ana Jónasdóttir, más allá de las formas contractuales de dominación, el

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sistema sexo-género de subordinación femenina actúa mediante la coerción y violencia manifiestas (Ana Jónasdóttir, 1993).

Sin embargo, las violencias no siempre resultan

evidentes ni se materializan de forma física. Y esta es una de las cuestiones que pretendo abordar a lo largo de este trabajo. Sabemos que no todas las violencias son tan visuales como la física, ni se dan dentro del ámbito doméstico, familiar, o de pareja. La violencia psicológica y la simbólica constituyen, si cabe, un mayor reto por las dificultades añadidas que entraña su identificación (dada la naturalización que el sistema de dominación heteropatriarcal hace de ella), la mayor subestimación (Susana Velázquez, 2003; 25-26), y la gran tolerancia que se demuestra frente a las mismas en la gran mayoría de sectores sociales. Una prueba de esto, es que a día de hoy continúa siendo necesario “probar” que se ha sufrido este tipo de violencia y otras, no solo en un proceso judicial, sino en el entorno o en el seno del propio colectivo (Barbara Bigia y Conchi San Martin, 2007). La utilidad de definir las violencias se mide, a mi juicio, en función de su capacidad para visibilizar aquellos comportamientos (individuales, sociales, económicos, políticos,

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Desarrollaré este aspecto dentro del apartado dedicado al diseño metodológico de la investigación.

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simbólicos…) que de otra forma no se identificarían con las relaciones de poder del sistema sexo-género-sexualidad. Por ello, creo que al menos se deben introducir dos cuestiones: en primer lugar, una definición de violencia debe contemplar como tal, todas aquellas expresiones coercitivas o brutales a través de las cuales se manifiesta el ejercicio de sometimiento dentro de un marco social, cultural, y político en dónde, como advierte Pierre Bourdieu, “uno de los géneros (el masculino) posee mayor capacidad y legitimidad para significar y disimular las relaciones de poder que promocionan su fuerza hasta naturalizarla” (Pierre Bourdieu, 1999; 224-225). En segundo lugar, debe visibilizar el carácter instrumental de la misma, señalando a quién beneficia esta instrumentalización. Para analizar y explicar cómo actúa el sistema heteropatriarcal de poder -término al que ya nos hemos referido y en el que nos detendremos más adelante- en la naturalización de la violencia, utilizaremos algunos teóricos que interpelan a la sujeta/o y a la sociedad respecto a su papel reproductor/a y legitimador/a de dicho sistema. Por un lado, utilizaré la noción de habitus de la cual Bourdieu se vale para “dar cuenta del

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modo por el que los agentes sociales encuentran al mundo como evidente en sí mismo, y con ello, constituyen la relación de dominación de la que son parte” (Mónica Calderone, 2004; 2) El habitus, en tanto sistema de disposiciones, es un esquema de pensamiento, visión, apreciación y acción que los agentes incorporan a lo largo de de su vida, naturalizándolo. Este sistema, genera en los agentes prácticas ajustadas -disposiciones- a esos esquemas (Mónica Calderone, 2004). De este modo, siguiendo a Bourdieu, la fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: “La visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla. El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya” (Pierre Bourdieu, 2000; 22).

En segundo lugar, me valdré de la noción de sujeción (subjection) que Judith Butler toma prestada de Michel Foucault, en tanto “proceso de devenir subordinada/o al poder, así como el proceso de devenir sujeta/o” (Judith Buttler, 2001; 12), para completar el análisis. En tercer y último lugar, si bien como decíamos las nombradas mujeres no son las únicas sujetas susceptibles de sufrir este tipo de violencia, sí son las más numerosas y las que más

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han trabajado de forma crítica sobre ella.

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Por ello, son cada vez más aquellas que

(organizadas o no) identifican y visibilizan -a través de la producción de teoría crítica aplicada a su práctica profesional, en forma de artículos, fanzines, charlas, o simplemente trasladando a las demás sus propias vivencias- formas de violencia simbólica, económica, psicológica, y también física y sexual, que antes parecían pasar desapercibidas. En este sentido, tanto el material publicado por diversos colectivos y activistas feministas, como los aportes de las mujeres que han participado en la investigación a través de sus narrativas, serán otros de los recursos a utilizar.

I1.3 DISTINTAS APROXIMACIONES AL FENÓMENO. Consciente de la diversidad de términos y enfoques posibles del tipo de violencia al que nos referimos – así como de las connotaciones que cada uno de ellos conlleva- urgía determinar cuál de ellos y porqué se adecuaba mejor a la aproximación del fenómeno que debía hacer. La conceptualización del término –si abogamos por una coherencia teórica y política-

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conllevaba implícito el posicionamiento y marco de referencia del resto del estudio. Esto me llevaba a otras cuestiones fundamentales para la investigación, al fin y al cabo, ¿en base a qué o a quién debía perfilar mi marco de interpretación? Encontrar aquel conjunto de orientaciones mentales que iban a permitir organizar la percepción y la interpretación6 en relación a mi objeto de estudio -experiencias de violencia de mujeres activistas-, era por tanto tarea primordial, y hacerlo en base a unos criterios epistemológicos y políticos consecuentes – que iré desgranando y explicitando a lo largo de este capítulo- devenía fundamental. En una primera revisión sobre la literatura académica dedicada al análisis y estudio de la llamada violencia de género, encontré numerosas aproximaciones que me atrevería a clasificar en base a dos criterios: en primer lugar, el lugar, institución u organismo desde dónde está escrita; en segundo lugar, la disciplina (o disciplinas) que determinan y

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Definición de “marco de interpretación o representación” acuñada por Goffman, en GOFFMAN, E. (1974)

Frame Analysis, Boston Northeastern University Press, cit. en DE MIGUEL, Ana (2003) “El movimiento feminista y la construcción de marcos de interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres” en Revista Internacional de Sociología nº35 pp. 127-150.

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atraviesan su contenido. No es mi intención aquí realizar una disertación sobre los trabajos que a nivel académico y desde diferentes disciplinas se han realizado sobre la violencia (sociología, ciencias de la salud, psicología, derecho…). Sin embargo, sí creo pertinente contextualizar, aunque sea someramente, los principales espacios –jurídicos, institucionales, académicos y sociopolíticos- que actúan de forma y con capacidad desigual sobre la conceptualización del tipo de violencia al que nos referimos.

Y he aquí que debemos sumar un ámbito de reflexión y acción ineludible a la hora de describir la evolución y las aportaciones a la conceptualización- y no solo- de la violencia. Me refiero a la reflexividad que ha orientado la producción teórica y política del Movimiento Feminista y los diversos colectivos que lo componen. Esta contribución resulta de especial relevancia en muchos aspectos, pero deviene fundamental a la hora de estudiar el fenómeno específico que nos ocupa, la violencia en colectivos sociales y políticos de izquierda.

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Antes de comenzar a enumerar y describir esos espacios, que circunscribiré a tres ámbitos institucional, académico y movimiento feminista- una última apreciación. Dada mi intención de situar nuestra investigación en un lugar y tiempo concretos, me limitaré a enunciar aquellas instituciones y actrices sociales que, de manera más directa o visible, actúan en el contexto y el lugar en dónde he focalizado el estudio, el País Vasco.

a. Ámbito Institucional

Desde una perspectiva jurídica e institucional, las definiciones de violencia de género y su tipificación en las leyes y códigos estatales y autonómicos permean desde las Declaraciones de los organismos e instituciones internacionales al derecho comunitario, y finalmente a las normas jurídicas de carácter estatal y sub-estatal del caso español. En este sentido, la definición que recoge la Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 20 de diciembre de 1993, y que se mantiene en la II Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing) de 1994, es la que rige a día de hoy, palabra por palabra, en la Ley 4/2005 de 18 de febrero para la Igualdad de Mujeres y Hombres promulgada por el Parlamento Vasco.

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La Asamblea de Naciones Unidas entiende por violencia contra las mujeres: “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto en la vida pública como en la privada.” A partir de esta definición promulgada por la Asamblea, se desgranan con mayor o menor nivel de desarrollo conceptual, las definiciones de otras instituciones internacionales y gubernamentales.

Sin embargo, y a pesar de las importantes matizaciones que se han realizado a posteriori, lo cierto es que este tipo de definiciones vacían de contenido político el término, entendiendo por “política” el “conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo7”. En primer lugar, porque adolecen del reconocimiento del carácter estructural y sistémico de este tipo de violencia, y en segundo lugar, porque no visibilizan el carácter instrumental de la misma, obviando cuál o cuáles son los sujetos y sistemas que la ejercen. Es decir, la

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violencia aparece, existe, pero no parece saberse de dónde proviene.

Un ejemplo de esto que acabamos de evidenciar son las Directrices de la UE sobre la violencia contra las mujeres y la lucha contra todas las formas de discriminación contra ellas. En el documento se recoge la definición que de violencia establece la Asamblea de Naciones Unidas y, a continuación, se establecen cuáles han de ser las orientaciones operativas destinadas a luchar y prevenir la misma. Entre ellas comprenden: la promoción de la igualdad entre el hombre y la mujer y la lucha contra las discriminaciones, la recopilación de datos relativos a la violencia contra la mujer y el desarrollo de indicadores, la creación de estrategias eficaces y coordinadas de protección y prevención, y por último, la lucha contra la impunidad de los responsables de las violencias infligidas a las mujeres y el acceso de las víctimas a la justicia. En ninguna de las disposiciones se alude en ningún momento a la proveniencia de la violencia, a quién o quienes la ejercen, ni a su carácter instrumental o sistémico. Se habla, en última instancia y únicamente en la última de las disposiciones, de los “autores de la violencia”, sin que podamos siquiera albergar la esperanza de que se estén

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Definición que acuñara Kate Millett para referirse al uso del vocablo “política” en su ensayo Política Sexual,

en MILLETT, Kate (1969) Política Sexual, Ed. Cátedra, Madrid, pp 67-68.

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refiriendo a “los hombres” como colectivo, dado el carácter sexista del lenguaje y el uso del masculino como genérico, habitual en este y otro tipos de textos8.

Por su parte, Emakunde, el Instituto Vasco para la Mujer, en su IV Plan de Igualdad (2013), enmarca la violencia contra las mujeres de la siguiente manera: “Constituye violencia contra las mujeres todas aquellas formas de violencia que se ejercen contra las mujeres por el mero hecho de serlo, en el marco de una sociedad desigual, sustentada en relaciones desiguales de poder entre mujeres y hombres. En este marco, la violencia contra las mujeres adquiere una función no solo instrumental, por la que se reafirma el poder y el control de los hombres sobre las mujeres, sino también simbólica, por la que se hace saber a todas las mujeres que ellas también pueden ser víctimas de la violencia si transgredes el sistema patriarcal.”

En este caso, y aún siguiendo a la definición de violencia contra las mujeres integrada en la Ley 4/2005 de 18 de febrero para la Igualdad de Mujeres y Hombres promulgada por el

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Parlamento Vasco, que sigue a su vez a la acuñada por la Asamblea de Naciones Unidas en 1993, la violencia sí es considerada un problema estructural de origen sistémico, en dónde las desigualdades que lo caracterizan privilegian a los hombres frente a la las mujeres. También aparece reconocido el carácter instrumental y simbólico de la misma, evidenciando las relaciones de poder que subyacen en el ejercicio de ésta.

-

Lo institucional cómo excusa para abordar los límites del sujeto político en la investigación.

La responsabilidad de las instituciones y códigos normativos es proporcional a su grado de influencia, dado que ordenan y legitiman las acciones, códigos éticos, y las políticas que resultan de su implementación. De ahí que el tipo de sujeta o sujeto político que contemplan determine y ordene quién o quiénes son susceptibles de recibirla, qué es y qué no es violencia, y por lo tanto, las características que implican su reconocimiento. ¿Podemos seguir articulando y normativizando en torno a la violencia sexista sin tener en cuenta

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Me temo que este sarcasmo no es mío. No logro recordar dónde lo he leído exactamente, pero es algo que me

ha venido a la mente al leer hasta el final las citadas directrices.

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conceptualizaciones más amplias que contemplen subjetividades sujetas a la violencia relativa al género? Creo que, tal y cómo argumentaré continuación, es urgente realizar una revisión del sujeto político (o sujeta política) en torno al cual se articulan dichas conceptualizaciones.

Por lo pronto, la apuesta institucional y jurídica aboga por una representación de la sujeta/s política/s basada en tres conceptos básicos profundamente interrelacionados: un sistema sexo/género que distingue entre hombres y mujeres como categorías cerradas y mutuamente excluyentes, el concepto de intereses colectivos, y la idea de la identidad colectiva como Sujeto fuerte9. Los textos institucionales y jurídicos entorno a la violencia no han integrado las aportaciones de los debates feministas en torno al sistema de sexo/género, que definiera Gayle Rubin a finales de la década de los 80 como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cuál se

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satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Gayle Rubin, 1986, 97). Una de las consecuencias inmediatas es el amplio abanico de subjetividades y violencias que resultan relegadas, como es el caso de las violencias tránsfobas, lesbófobas y/o homófobas. En primer lugar, en todas estas definiciones no existe ningún cuestionamiento o problematización de la sujeta política mujer, o mujeres. En el caso del uso del término violencia de género, éste alude a la violencia ejercida en base al género, construcción sociocultural sobre una “realidad” biológica, encarnada en la mujer cómo categoría sexual esencial y universal. Ocurre lo mismo cuándo el término elegido es el de la violencia sobre/contra la mujer.

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Elena Casado Aparicio articula estos tres conceptos básicos en “A vueltas con el sujeto del feminismo”

(1999) en torno a la homogeneización de la conciencia colectiva, cómo crítica a los planteamientos del sujeto político que el llamado feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia defendieran. Considero esta articulación aplicable al planteamiento que las instituciones internacionales y los textos jurídicos a los que nos hemos referido hacen sobre la sujeta perceptora de violencia, en tanto ésta es formulada cómo un ser estático y fruto de una división dicotómica, se oscurecen las diferencias existentes entre las propias mujeres, y por último, perpetúa una impronta determinista, si no biológica, social. CASADO APARICIO, Elena (1999) “A vueltas con el sujeto del feminismo” en Política y Sociedad, 30, Universidad Complutense de Madrid, Madrid

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Me gustaría detenerme un momento aquí para hacer un pequeño paréntesis y explicitar cómo esta cuestión interpela directamente a mi propia posición mujer. Lo cierto es que hasta hace poco no había sido consciente de la necesidad de reflexionar en torno a la conceptualización de la sujeta oprimida mujer en términos de construcción social de la sexualidad, e integrar otras subjetividades con el objetivo de no invisibilizarlas con análisis que reproduzcan las mismas pautas de discriminación. A tal fin, trataré de enmarcar el objeto de estudio – violencias contra activistas socializadas como mujeres y sus procesos de resilienciaofreciendo a la lectora una representación lo más amplia posible de la realidad en la que transitamos10. Retomando la crítica a las conceptualizaciones jurídicas e institucionales, la segunda de las cuestiones a remarcar sería el hecho de que la o las sujetas políticas parecen no presentar fisuras a la hora de requerir o ser requeridas. Son representadas como un sujeto monolítico, con intereses comunes definidos en base a una opresión común, la de género. Sin embargo, sabemos que las socializadas como mujeres no somos un colectivo homogéneo, sino que nos atraviesan otras cuestiones cómo la clase social, la raza, la edad y nuestro contexto

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sociocultural, entre otras. Por lo tanto, nuestros intereses, requerimientos, y circunstancias son variables, están vivas, y necesitan ser reconocidas como tales.

Por último e íntimamente ligado a las anteriores cuestiones, está la defensa de una identidad colectiva como sujeta/o fuerte. En este caso, mujer como categoría sexual esencial y heterosexual perceptora de violencia, frente a su otredad dicotómica, hombre como categoría sexual esencial y heterosexual que ejerce violencia. Pero, ¿qué sucede cuándo la violencia se ejerce, por ejemplo, en un contexto lésbico? Pues sucede, entre otras cosas, que no se les reconoce y que se niega la misma cobertura y atención destinada al resto de mujeres maltratadas (Idoia Arraiza, 2012). Tal y como defiende Chantal Mouffe “la deconstrucción de las identidades esenciales tendría que verse como la condición necesaria para la comprensión adecuada de la variedad de relaciones sociales donde se habrían de aplicar los principios de libertad e igualdad” (Chantal Mouffe, 2001; 3).

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Considero que este punto de partida, en sintonía con las propuestas de investigación feminista, ofrece, siguiendo a Donna Haraway, “una visión del mundo más adecuada, rica y mejor, con vistas a vivir mejor en él y en relación crítica con nuestras prácticas de dominación y con las de otros y con las partes desiguales de privilegio y de opresión que configuran todas las posiciones” Incluida la de las socializadas como mujeres, y que nos movemos dentro de los márgenes de la heterosexualidad.

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Esta cuestión nos remite al concepto jurídico de “igualdad”, en base al cual se legisla. Jasone Astola realiza una reflexión al respecto que nos interesa traer aquí: Si los sistemas jurídicos actuales se basan en la “promoción de la igualdad” entre mujeres y hombres, “las mujeres, en lugar de ser sujetos que constituyen11 en igualdad con los hombres, se convierten en objetos de su ordenamiento jurídico, cuya misión es hacer a las mujeres iguales a los hombres.” (Jasone Astola, 2008:281) La condición femenina, dice Astola, “nos sigue negando la capacidad de ser sujetos libres e iguales y esta negación hace que, a diferencia de los hombres, sujetos, las mujeres seamos consideradas como colectivo vulnerable y, por ende, posible objeto de protección.” Por ello, y entiendo que aquí está la clave de una nueva enunciación a muchos niveles, “…necesitamos ser nombradas. Necesitamos constituirnos en sujeto político con cuerpo, femenino, y conseguir el reconocimiento de nuestra identidad” (Ibídem, 281). Astola ve en los cambios estructurales y legislativos un punto de partida, pero no de llegada. Esta posición, que aboga por la reinscripción de los textos jurídicos, nos resulta más adecuada en tanto obliga a un debate mucho más profundo. Este debate, abarca no solo la

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definición de la clase de sujeta política constitucional que queremos ser las nombradas como mujeres, sino que posibilita el ampliar la sujeción del derecho a subjetividades que no se reconocen dentro de las categorías mujer-hombre, o que transitan. Re-pensar los textos jurídicos desde esta posición permite abordar cuestiones cómo la violencia de género desde una perspectiva integral, haciendo que emerjan formas de violencia, situaciones y relaciones de subordinación y discriminación (relaciones de poder), que van más allá del binarismo, la heterosexualidad como norma y su contextualización dentro del ámbito doméstico.

Si bien el análisis de los límites que derivan de estas conceptualizaciones van más allá de los objetivos del presente trabajo, sirva para señalar también los límites del mismo, en tanto a representatividad del abanico de subjetividades y situaciones susceptibles de reproducir y recibir violencia. Las activistas que han participado en la investigación a través de sus narrativas se perciben a sí mismas socializadas como mujeres, y si bien no todas se mueven dentro de los márgenes de la heterosexualidad, las experiencias narradas están protagonizadas por hombres como perpetradores de la violencia.

11

Refiriéndose a Comunidad Europea, el sistema constitucional español, etc…

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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b. Ámbito académico

A día de hoy convive una terminología diversa en torno al tipo de violencia al que nos referimos dentro de la institución académica, dada su interacción con los distintos sectores sociales, políticos y científicos. Me interesa sobre todo centrarme en el trabajo de las académicas feministas que han apostado por marcos de interpretación de la violencia afines, o incluso por resaltar la contribución del movimiento feminista a la creación de marcos de interpretación (Ana de Miguel, 2005).

Autoras cómo Kate Millet (1969), Nancy Chodorow (1978), Ana Jónasdóttir (1993, 2011), Ana De Miguel (2005), o Raquel Osborne (2009), entre otras, han contribuido al desarrollo de una conceptualización de la violencia que, desde diferentes perspectivas feministas, reivindica su carácter estructural, así como las relaciones de poder que median en el ejercicio de la misma.

17

Kate Millet describía la estructuralidad y el carácter instrumental de la violencia en Política Sexual (1969) de la siguiente manera: “Su sistema socializador es tan perfecto,­ refiriéndose al patriarcado­ la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia. (…) ­sin embargo- al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante.” Millet defendió una definición de patriarcado como sistema basado en un entramado de relaciones entre mujeres y varones. Según este enfoque, las mujeres son parte activa del sistema heteropatriarcal, y no un mero recurso sobre el que se actúa. Son por lo tanto, explica Raquel Osborne, agentes activas en la construcción social, y protagonistas de su propia liberación. Esta última idea es la clave que sustenta el desarrollo teórico y metodológico del presente trabajo.

Más tarde, Nancy Chodorow (1978) haría hincapié en la construcción y reafirmación de la identidad masculina como una de las causas de la violencia. Según Chodorow, la masculinidad es reafirmada a través del prestigio y la autoridad, dentro de un contexto

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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favorable: el sistema de dominación masculina. Éste permitiría a los hombres demostrar que son mejores y diferentes de las mujeres, gracias en gran parte a una socialización jerárquica que potenciaría unos rasgos psicológicos diferenciales entre hombres y mujeres, es decir, “una psicología de la prepotencia para los hombres y una psicología de la debilidad y la derrota para las mujeres”(cit. en ESTEBAN, Mari Luz y TÁVORA, Ana, 2008; 63) en palabras de Carmen Sáez Buenaventura (1993). Sin embargo, aquellos hombres que ven frustradas o bloqueadas las oportunidades de demostrar su superioridad pueden abogar por ejercer violencia contra las mujeres como forma de manifestar y marcar esa diferencia (Hunnicutt, 2009; 560). Ana G. Jónasdóttir, desde una perspectiva post-marxista y a través de diferentes trabajos, ha desarrollado una teoría del patriarcado occidental contemporáneo dentro de las sociedades formalmente igualitarias. Así, Jónasdóttir defiende que: “Incluso con una relativa igualdad formal y socioeconómica, mujeres y hombres constituyen las partes centrales de una particular relación de explotación, en la que los hombres tienden a explotar las capacidades de las mujeres para el amor y transformarlas en modalidades individuales o

18

colectivas de poder sobre las cuales ellas pierden el control” (Jónasdóttir, 2011; 255). La “explotación” es aplicada en este caso más allá del contexto de la clase y el trabajo, para pasar al ámbito socio-sexual. Se trataría por tanto, de una violencia ejercida en términos de explotación del hombre sobre la mujer, que puede ser directa o estructural, y que estaría relacionada con el amor romántico como parte intrínseca de la subordinación de las mujeres, en su vertiente más subjetiva. -

La expresión violencia de género en la academia.

En Apuntes sobre violencia de género (2009), Raquel Osborne identifica hasta cinco formas de nombrar la violencia entre las que se encuentran: violencia doméstica o violencia familiar, terrorismo familiar, feminicidio, violencia contra las mujeres y violencia de género. Me interesa volver a detenernos en esta última –la violencia de género- en primer lugar, porque el concepto sociológico difiere del actual concepto jurídico12, en segundo

12

Si bien el término “violencia de género” da título a la Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre de Medidas

de protección Integral contra la violencia de género, dicha Ley solo tiene en cuenta la violencia familiar de pareja, y de hombre a mujer, dejando más allá de su competencia cualquier otra expresión. El término

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lugar, por ser la más extendida, y finalmente, para explicar por qué no me he decantado por ella en el presente estudio.

Siguiendo a Osborne, “el concepto de género ha acabado de ser aceptado, con más o menos convicción, en la universidad y en las instancias oficiales, y alude a los valores diferenciales que se adscriben socialmente a cada uno de los sexos a la vez que implica pensarlos de manera relacional” (Osborne, 2009; 13). Sin embargo, en primer lugar, en el término no se inscribe necesariamente la construcción social del sexo cómo elemento que forma parte del esquema de dominación, y por lo tanto, del análisis de las causas de la instrumentalidad de la violencia. En segundo lugar, y tal y cómo apunta Hilario Saéz, sociólogo y miembro del Foro de Hombres por la Igualdad de Sevilla “se ha conseguido que cuando hablemos de género, miremos siempre a las mujeres y nos olvidemos del género que está más presente en la sociedad, que es el masculino”13. Es decir, puede suceder que la relación de poder que subyace y su carácter sistémico queden invisibilizadas.

19

Por lo tanto, hablar de violencia de género en el siguiente trabajo – si bien es un término que, tal y cómo veremos más adelante, es ampliamente utilizado desde posiciones sociopolíticas muy críticas con los aspectos que acabamos de detallar- no termina de satisfacer las pretensiones del mismo.

Esto no quiere decir que no se haya dado una problematización y reflexión en torno al término y sus connotaciones a la hora de significar la violencia. Un reciente trabajo en red de dimensiones europeas, “Gap work against gender related violence14”, ha dado lugar a una

sociológico, sin embargo, resulta más amplio. En OSBORNE, Raquel (2009) Apuntes sobre violencia de género, Barcelona, Ediciones Bellaterra, p. 30. 13

“Violencia

machista

en

los

movimientos

sociales”,

Periódico

Diagonal,

(19/11/13)

[Visto el 15/06/2015] 14

“GAP work against gender related violence” coordinado por la Universidad Brunel de Londres

(http://sites.brunel.ac.uk/gap), y co-financiado por el Programa europeo Daphne III.

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2015

interesante reflexión respecto a lo que ellas llaman el paradigma de las violencias de género. Ante la variedad de términos entorno a la violencia, las investigadoras han decidido adoptar esta expresión en plural: “Con ella pretendemos, en primer lugar, poner el acento en la multiplicidad de formas que esta violencia puede asumir, y que, sin embargo, tienen una base común: el sistema heteropatriarcal. (…) Esta expresión incluye claramente la violencia hacia las mujeres en relaciones de pareja heterosexuales pero subraya que es una de sus expresiones y que en ningún caso se trata de un problema privado o aislado. Visibiliza las diferentes formas o expresiones de estas violencias y permite denunciar que el género en sí mismo se configura como una violencia en cuanto fuerza a asumir roles, actitudes y comportamiento estereotipados pena la discriminación social” (Biglia, 2015; 28). No puedo dejar de estar de acuerdo con el enfoque de esta propuesta, sin embargo,

dadas las

características específicas de la investigación y tal como veremos más adelante, abogaré por un término aún más ajustado.

c. El Movimiento Feminista

20

Las activistas de los movimientos sociales y colectivos feministas

han identificado la

necesidad de crear y han creado nuevos marcos de interpretación, teorizando desde la praxis entorno a la participación política de las mujeres, las relaciones de género o la violencia dentro de los movimientos sociales y colectivos políticos (entre otros). Este ejercicio, realizado desde la conciencia militante, se lleva a cabo a través de espacios de reflexión en dónde la práctica colectiva y la teoría, los discursos más académicos y los más políticos, funden sus miradas. De esta forma, se pone de relieve la interdependencia entre teoría y práctica que reivindican la mayoría de las propuestas epistemológicas feministas. En palabras de Erica Burman, “La investigación feminista es una praxis, una teoría que conecta experiencia y acción” (cit.en BIGLIA, Bárbara, 2012). Mientras la definición institucionalizada sobre violencia de Beijing parece (al menos a este nivel de interlocución) haberse estancado15, el discurso del Movimiento Feminista (MF) ha

15

Comisión de Seguimiento del Acuerdo Interinstitucional, “La violencia contra las mujeres. Propuestas

terminológicas.”

Vitoria-Gasteiz

25/11/2005

[Consultado el 16 de febrero de 2015] 16

Nos remitimos al análisis de la documentación (artículos en prensa, programas oficiales, ponencias,

entrevistas, actas y documentos de síntesis) realizada para un trabajo previo sobre análisis del discurso sobre violencia del Movimiento Feminista Vasco entre 1994 y 2008, según y gracias a la documentación recopilada por el Centro de Documentación de Mujeres Maite Albiz16 en Bilbao. [Sitio web del Centro de Documentación de Mujeres Maite Albiz: http://www.emakumeak.org/es] 17

Ver bibliografía.

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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violencia estructural, hablamos de pautas generalizadas de dominación que atraviesan la experiencia de ser mujer y todas las esferas de la cotidianidad: las relaciones personales, la percepción y el uso del espacio público, el trabajo, la autoridad reconocida, la percepción de los propios derechos o la ausencia de ellos, la relación con el propio cuerpo y la sexualidad, y así un largo etcétera. La violencia estructural es un mecanismo de control sobre las mujeres, pero no solo como forma extrema, amenaza de castigo omnipresente que necesita ser provocada o desencadenada, sino que es una forma de relación normalizada y naturalizada y que por tanto puede ser ejercida sin necesidad de justificación” (Las Afines, 2007). En este caso, se aboga por un/a sujeta/o fuerte mujer que responde a la necesidad de fijar posiciones dentro de un contexto político determinado. En todo caso, lo que nos interesa destacar es la conceptualización de la violencia en base a su instrumentalidad como mecanismo de control, no solo de forma directa o extrema, sino también simbólica. A finales de 2014 vio la luz el fanzine Antifeminismo y agresiones de género en entornos antiautoritarios y espacios liberados, (Santurtzi), editado por Rechazodistro. En él se alude a la violencia principalmente en clave de agresiones: “Una agresión de género es un ataque

22

respaldado en la supremacía del rol masculino

contra

la

autonomía

e

integridad

moral, emocional, física y/o sexual de otra persona (mujer, homosexual, trans o varón); aunque se produce principalmente de los hombres hacia las mujeres debido a la imposición social de la familia y de la heterosexualidad. Se diferencian del resto de agresiones por el uso del sistema género ­y no otro elemento de poder, como podría ser la raza­ como herramienta de dominación” (A., 2014). Valga especificar, tal y como se hace en el fanzine, que cuando menciona a “mujeres y a hombres”, no lo hace en defensa de los sexos ni del género, sino porque “vivimos en un rol que nos condiciona socialmente”. El colectivo Bilgune Feminista en su ponencia “Haciendo frente a la violencia sexista”, presentada en las IV Jornadas Feministas de Euskal Herria (2008), conceptualiza la violencia sexista en los siguientes términos: “La violencia sexista es la consecuencia más violenta del sistema patriarcal y abarca un gran espectro de niveles e intensidades: desde una mirada o una mísera pero a la vez ofensiva palabra, hasta el asesinato, puntos negros en las ciudades, chistes misóginos… La violencia es un instrumento que utiliza el patriarcado para mantener a las mujeres ligadas a la “identidad femenina”, desarrollando dicho rol siendo consideradas por tanto ciudadanas de segunda categoría” (Bilgune Feminista, 2008).

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Esta definición conceptualiza como sexista la violencia contra las mujeres, y coincide en el análisis, que no en los tiempos, con un trabajo dedicado a la terminología y definiciones de violencia de una red de Técnicas de igualdad y feministas de Gipuzkoa (2015). Partiendo de la consideración del esquema sexo-género-sexualidad como categorías no esenciales a los cuerpos, éstas consideran que: “El paradigma social se asegura a través de múltiples mecanismos de que los cuerpos sigan el esquema sexo-genero-sexualidad (hombre/mujermasculino/femenino-heterosexualidad), entre estos mecanismos se encuentran diferentes tipos de violencias, o las violencias machistas y sexistas18.” En esta diferenciación estarían, por un lado, las violencias machistas, aquellas ejercidas sobre los cuerpos que “no performan o actúan como corresponde al paradigma masculino o femenino –y- son objeto de violencia machista en forma de transfobia. A su vez, los sujetos que ya por distorsionar la asignación de género, distorsionan la práctica de la sexualidad hegemónica (la heterosexual) o que simplemente distorsionan la práctica sexual hegemónica son objeto de violencia machista a través de lesbofobia y/o homofobia.” En el caso de las violencias sexistas, la especificidad vendría de la consideración de

23

las dos ficciones objeto del esquema sexo-género-sexualidad –hombre y mujer­. En este sentido, “Toda técnica o violencia que se da para mantener esta relación de poder, de hombres sobre mujeres, serán técnicas o violencias sexistas.” Dentro de este marco se situaría, por ejemplo, la violencia de género que recoge la Ley de Medidas Integrales contra la violencia de género cuando hace referencia a la violencia sexista que se da en el marco de la pareja, la violencia sexual contra las mujeres, las agresiones contra las mujeres fuera del marco de la pareja, y la explotación sexual de mujeres (niñas o adultas), entre otras. Las autoras hacen hincapié en otras dos cuestiones entorno a estas definiciones. Por un lado, en su lectura en el marco de la interseccionalidad (raza, clase, adultismo, validez/invalidez, etc.): “Un claro ejemplo -concluyen- es la lesbofobia, en el que vemos la interseccionalidad entre la definición anterior (violencias machistas) y las de violencias sexistas”. Por el otro, en la necesidad de entender que, si bien son las mujeres las que padecen las violencias sexistas de manera estricta, los cuerpos que transitan de sexo y género nos deben hacer ver esta cuestión de manera flexible.

18

Red de Técnicas de Igualdad de Gipuzkoa/ Gipuzkoako Berdintasun Teknikarien Sarea (2015) “Definiciones

sobre violencia desde una perspectiva feminista”, Documento de trabajo sin publicar.

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Esta última definición, la de violencia sexista, es a mi juicio la que mejor se adapta al escenario y objeto de estudio que nos ocupa en la presente investigación, dado que lo que me interesa precisamente, es subrayar el carácter intrínsecamente instrumental y político19 de la violencia que se ejerce contra las socializadas como mujeres y que desafían el sistema heteropatriarcal de poder.

Considero que el debate sobre la conceptualización de la violencia es fructífero, siempre y cuando nos ayude a visibilizar la estructuralidad de la violencia y nos acerque más al reconocimiento y comprensión de sus causas, evitando que la semántica del término se desplace hacia posicionamientos metafísicos que no nos permitan identificarla en nuestro entorno más inmediato. Valga de ejemplo esta definición repleta de verdad e ironía: “Violencia de género: esa expresión que utilizamos cuando vemos una brutalidad en la tele, o leemos el periódico pero que sentimos que nada tiene que ver con nosotrxas ni nuestro mundo.” (VVAA, Flyer sacado durante la campaña del 25 de noviembre de 2007, en Tijeras para todas, 2009; 53)

24 I.2 LA VIOLENCIA SEXISTA EN LOS ESPACIOS DE TRANSFORMACION SOCIAL I.2.1 UNA APROXIMACIÓN DESDE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Dentro del País Vasco existen espacios sociales, foros de encuentro y colaboración muy importantes, donde las activistas confluyen y se interrelacionan. Un ejemplo de esto son las numerosas plataformas y asambleas que se han creado en los últimos años, y que agrupan una gran diversidad de colectivos y organizaciones. Estos espacios han construido y construyen lugares comunes de los que forman parte asociaciones, sindicatos, partidos políticos, plataformas, y también, movimientos sociales.

19

Volvemos al significado que da Kate Millet al vocablo “política” como: “conjunto de relaciones y

compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo.” En MILLETT, Kate (1969) Política Sexual, Ed. Cátedra, Madrid, pp 67-68.

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2015

En el caso de Bizkaia, y centralizadas en Bilbao, han sido varias las iniciativas que han posibilitado esta interrelación del tejido social, asociativo y político, que ilustra el escenario en el que nos vamos a mover dentro de esta investigación. Pondré solo algunos ejemplos cercanos. La Plataforma “Kalea guztiona da” (2010) contra la Normativa de ordenación del espacio público en Bilbao y conformada por más de sesenta agentes sociales, políticos y sindicales20, es el primero. “Bilbogune, Kolektiboen gunea” (2011) es otro. En este caso, se trata de la agrupación de hasta 30 colectivos, entre los que se encuentran juventudes de partidos políticos, sindicatos, radios libres, colectivos internacionalistas, ONGDs y asociaciones o colectivos feministas21, entre otras. “Bilbogune” surgió con el objetivo de sacar a la calle el trabajo que se venía realizando desde los mismos, e interactuar directamente con el resto de la ciudadanía22. Por otro lado, Gipuzkoa tiene una larga tradición participativa, en torno a figuras como el “auzolan23. Un ejemplo de colaboración entre colectivos de diversa índole, es la que se dio a finales de 2011 entre varias Asociaciones de vecinos de los barrios de Altza e Intxaurrondo (Donostia) y la iniciativa popular “Donostiako piratak24”, con el objetivo de limpiar y acondicionar una zona degrada

25

que separaba los dos barrios25. Otro ejemplo reciente es la iniciativa “Gora Gasteiz!26” (2015), en la que han participado numerosos colectivos de la ciudad- sin siglas-, con el objetivo de reivindicar, de manera festiva, un modelo de ciudad diferente, más justa y

20 “La iniciativa «Kalea guztiona da» presenta una moción al pleno municipal de Bilbo”, Gara (13/05/2010) Más información en: KALEAK ASKE [Visto el 13/07/2015] 21

BILBOGUNE, KOLEKTIBOEN GUNEA [Visto el 13/07/2015]

22

La de la capital bilbaína es sin duda de una de las realidades y dinámicas de trabajo que mejor conozco, dada mi participación en iniciativas cómo ésta última, y mi activismo en algunos de los colectivos que las han hecho posibles. 23

Literalmente “trabajo vecinal” en euskera.

24

DONOSTIAKO PIRATAK http://www.donostiakopiratak.eus/ [Visto el 13/07/2015]

25

He tenido noticia de esta experiencia gracias a mi participación en el trabajo de campo (marzo-abril 2015) de

otra investigación “TRANSGOB. The role of participatory urban governance in times of crisis and austerity”, en el marco de una entrevista realizada a varias de las personas integrantes de ambos colectivos. 26

GORA GASTEIZ http://goragasteiz.com/ [Visto el 13/07/2015]

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2015

solidaria. Como último ejemplo, y a nivel de País Vasco, se encuentra la plataforma GUNE (2012) que reúne a una cincuentena de organizaciones sociales y sindicales,27 en torno a la reivindicación de derechos sociales y políticos. Se trata de una pluralidad de colectividades, con estrategias políticas, estructuras internas, dinámicas de trabajo y gestión y autogestión diferentes entre sí, que abogan por una transformación social orientada a un modelo de sociedad más justa y equitativa. En estos espacios de confluencia y de lucha política, surgen, se desarrollan, y/o finalizan relaciones sexo-afectivas, entre ellas, aquellas que nos relatan las activistas que han participado en esta investigación. Tal y como advierten desde el colectivo Las Afines (2007), “el discurso contra la violencia contra las mujeres forma parte implícita y también explícita de discurso político en general” y “por supuesto, también los movimientos sociales recogen estos planteamientos y muestran abiertamente su discurso anti-sexista” (Las Afines, 2007; 27). Sin embargo, resulta de especial interés analizar cómo en este tipo de espacios, que cumplen un papel

26

importantísimo en la creación y visibilización de otras formas de organizarse y relacionarse socialmente, se siguen reproduciendo y justificando dinámicas sexistas que posibilitan y justifican la violencia contra las mujeres y otras subjetividades genéricas. I.2.1.1 Integrando el feminismo en nuestras organizaciones: de lo políticamente correcto a la subversión feminista. La diferentes reivindicaciones y luchas propias de la especificidad de cada colectivo ecologismo, antimilitarismo, internacionalismo, feminismo, sindicalismo o aquellas que se agrupan en torno a la herrigintza, entre otras- han interseccionado entre sí a lo largo de años de trabajo, creando vínculos y relaciones que tienden a enriquecer la actividad política de cada colectividad, y por ende la identidad política de las personas activistas. Un ejemplo es la “Bizi martxa contra la industria y el gasto militar”28. Una marcha ciclista contra la industria militar convocada por colectivos ecologistas, antimilitaristas y de

27

“La plataforma Gune

se manifestará contra los

recortes el 16

de marzo” (18/02/2013)

http://www.eitb.eus/es/noticias/economia/detalle/1261600/manifestacion-plataforma-gune-bilbao-manifestacion-16-marzo-2013/ [Visto el 13/07/2015]

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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solidaridad internacionalista. Esta acción aúna las sensibilidades de los movimientos que participan. Y, si bien su reivindicación principal se centra en el cese de las actividades militares, es diseñada en coherencia con los principios ecológicos que defienden un transporte sostenible; y en segundo lugar, es consciente de la implicación que la industria militar estatal tiene en otros países, naciones y culturas. De un modo parecido, algunos colectivos mixtos han querido dotar a sus reivindicaciones de un carácter feminista, o incluso participar en la lucha. Para ello, se han adoptado discursos anti-sexistas y feministas, o se han creado grupos de trabajo cuya función es trabajar el tema de género dentro del movimiento u organización. Sin embargo, resulta necesario problematizar ambos mecanismos para entrever algunos de sus límites y potencialidades. Pili Alvarez, refiriéndose a los grupos feministas dentro de los gaztetxes, dice: “Estos grupos mantienen un papel activo de concienciación para impulsar el debate y trabajar aspectos que la mayoría de la gente no se plantea. Son también esenciales a la hora de articular una respuesta conjunta para hacer frente a una agresión sexista”. Sin embargo, continúa: “Es más

27

difícil determinar si en un gaztetxe en concreto el grupo en cuestión va a ser una fuente de satisfacción, por evidenciar cómo se van superando ciertas actitudes sexistas o, por el contrario, un motivo de desgaste, al constatar que se siguen dando muchas otras” (Álvarez, 2010; 129). Vaya por delante el gran trabajo y esfuerzo que se realiza desde los mismos, sin embargo, son igualmente conocidos los límites y efectos perversos que se originan. Siguiendo a Alvarez: “Aunque en las Asambleas de los gaztetxes se valore la presencia de un grupo feminista, existe el peligro de que se cree un vínculo de dependencia y dejadez, relegándole al grupo todo lo que concierne al género.” (Alvarez, 2010; 130) Esta cuestión se reproduce en muchos colectivos (agrupaciones sindicales, estudiantiles, partidos políticos…) que generan un área o grupo de trabajo específico integrado en la estructura de la organización. Por otro lado, la adopción de un discurso anti-sexista, o la creación de un área de género en la organización, se está convirtiendo en algo “políticamente correcto”. Según recoge Pablo Castaño Tierno en un artículo publicado en torno a la celebración del 8 de marzo de este mismo año: “Decirse feminista se ha convertido en requisito indispensable para cualquiera

28

INSUMISSIA < http://www.antimilitaristas.org/spip.php?article5379> [Visto el 4/07/2015]

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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que esté en un movimiento social o partido de izquierdas”29 En el caso de estos últimos, Eva Irazu Pantiga, Secretaria de Acción Social y Mujer de la CGT en Asturias, va más allá al afirmar que “los partidos políticos recurren al feminismo cuándo les interesa dar buena imagen, desacreditar al contrincante o ganar votos” (Rojo y Negro, mayo 2015). Algunas compañeras activistas reconocen con cierto enfado y hastío que “está de moda” ser feminista –yo misma lo advertía en un artículo de opinión publicado en 2012 (ver Martínez Portugal, Tania, 2012) – y denuncian que son muchos los compañeros que se apropian de este discurso de forma más estética que real, reproduciendo roles y comportamientos sexistas de forma aún más perversa. Resulta interesante a la par que divertido repasar el material audiovisual que feministas cómo Irantzu Varela (Faktoria Lila) y Alicia Murillo (Pikara Magazine) le han dedicado a este tema en espacios cómo “El tornillo” y “El conejo de Alicia”30. Una de las conclusiones más obvias, es que la apropiación del discurso feminista o la generación de espacios parcelados en dónde trabajar el sexismo sin el debido

28

cuestionamiento personal y grupal de las estructuras y dinámicas del colectivo, no consiguen por si solas combatir las representaciones y reproducciones discriminatorias, ni transformar valores y conciencias. El carácter sistémico del heteropatriarcado formula y construye en base a características y valores naturalizados que determinan las dinámicas y espacios en dónde habrán de moverse las activistas, y tal y cómo afirma Silvia Piris: “Asumiendo que también existen experiencias de interés en la construcción de otro tipo de organizaciones y militancias, sí que creemos que a día de hoy todavía podemos afirmar que son espacios construidos desde y para los valores, actitudes y roles tradicionalmente masculinos; desde una visión masculina de la política y la participación; desde una disociación total entre las esferas pública y privada; desde culturas organizativas basadas en la centralidad de lo masculino, y en definitiva, desde la definición de organizaciones que no resultan

habitables

para muchas mujeres (y tampoco para algunos hombres que escapan del modelo

hegemónico)” (Silvia Piris, 2015;19).

29

CASTAÑO TIERNO, Pablo, “Los hombres y el feminismo” eldiario.es (6/3/2015)

< http://www.eldiario.es/zonacritica/hombres-feminismo_6_362273809.html> [Visto el 4/7/2015] 30

Ver especialmente “Machunos II” y “Los hombres feministas”, o “Tú no eres feminista” de Irantzu Varela y

“Machirulos Infiltrados” de Alicia Murillo.

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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Una experiencia interesante de re-construcción organizacional es el trabajo realizado por la ONGD Mugarik Gabe (MG). En esta organización mixta llevan años apostando por procesos transformadores dentro de sus diferentes áreas de trabajo, tanto a nivel global, como en una realidad más cercana. Desde MG han entendido que: “esta transformación debe pasar por la incorporación de una perspectiva feminista, no sólo en la agenda de trabajo sino también en las prácticas y procesos organizativos. Como parte de este compromiso llevamos más de una década revisando la reproducción de prácticas sexistas

en la

organización e investigando y “practicando” nuevas formas que fomenten relaciones y modelos más equitativos”. Una de las apuestas de la organización -en permanente debate, revisión y reinvención- ha sido el Trabajo en equipo no Patriarcal (TenP). MG ha entendido que si bien el trabajo en equipo crea una buena base para la generación de procesos más colectivos y horizontales, estos deben incorporar una perspectiva feminista para poder promover relaciones y prácticas igualitarias. En 2013 compartieron esta experiencia con otras organizaciones en un encuentro celebrado en Gasteiz, y poco después editaron la sistematización de este intercambio bajo el título: “El Trabajo en Equipo no Patriarcal:

29

Herramienta de cambio hacia organizaciones con una apuesta feminista de transformación social”. I.2.1.2 La aniquilación del génesis o la negación del sexismo al interno de los colectivos. En otro extremo, pero en convivencia con lo que acabo de exponer, están aquellas actitudes y posicionamientos que niegan la necesidad de trabajar y articularse para combatir el sexismo dentro y fuera de sus filas. Amigo Vespa denuncia la afirmación que dentro de un grupo anarquista se hizo en contra de la formación de un grupo (de autodefensa) solo de mujeres. Según los compañeros, esta “no mixidad” sería sexista, por constituir una discriminación contra los hombres (Amigo Vespa, en Tijeras para todas, 2008; 40). En este sentido, Irantzu Varela (Faktoria Lila) identifica entre los activistas de grupos mixtos a aquellos que creen que viven en un sistema de dominación, pero no creen que sea el patriarcado: los que “no reconocen otro sistema de dominación que el capitalismo”31. Varela enumera algunas de las características y argumentos utilizados desde este tipo de

31

Ver “Machunos II”, El Tornillo, < https://www.youtube.com/watch?v=wDratm-6GB0> [Visto el 6/7/2015]

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posicionamientos, como por ejemplo, creer que la visibilización de la desigualdad “despista” de la lucha principal, provoca división, y guerra de sexos. Del mismo modo, aquellos que esgrimen este tipo de argumentos, dice, se sienten atacados por cualquier medida que busca la equidad, y tienden a la ridiculización de cualquier aportación feminista. I.2.1.2.1 De-construyendo el sujeto político. Formularé como pregunta -e intentaré dar una respuesta- a una de las cuestiones que esta activista plantea a la hora de denunciar las resistencias de algunos hombres y mujeres activistas frente al feminismo: ¿Por qué nos resulta más fácil empatizar con la lucha obrera, o internacionalista (por ejemplo), sin tener porqué formar parte del grupo oprimido –la clase obrera u otra cultura, pueblo, o nación en conflicto- mientras que resulta mucho más complicado empatizar con la lucha feminista e interiorizar aquellas cuestiones y prácticas que frenan su reproducción? Quizá la respuesta comience por fijarse en las diferencias entre los ismos: Si bien el internacionalismo o el clasismo abogan por revertir uno de los aspectos que atraviesan en mayor o menor medida el orden constitutivo de una o más sociedades, el

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feminismo pretende revertir lo supuestamente neutral y establecido, la estructura de poder sobre y a partir de la cual se construyen el resto de enunciaciones y relaciones posibles. En primer lugar, el sistema heteropatriarcal y sus relaciones de poder -basadas en el esquema sexo-género-sexualidad- se ha configurado como uno de los sistemas de discriminación más profundamente arraigado, universal (que no universalizable) y, por lo tanto más complejos de erradicar. Durante siglos, la naturalización y esencialización de este orden jerárquico y las características y funciones asignadas ha sido legitimado y reconstruido, de manera discursiva, por los estamentos e instituciones que el propio sistema ha ido erigiendo como autoridad a lo largo de la historia y en el seno de las distintas culturas y sociedades (la religión, la naturaleza, la ciencia…). Las ideologías de emancipación y liberación del hombre, comenzando por las ideas que acompañaron al concepto de ciudadanía durante y tras la Revolución francesa, han sido definidas en base a la exclusión de la mujer, y construidas sobre y a partir de parámetros y valores masculinizados. Así, hoy en día la definición de lo que es público y político se hace de acuerdo con los cánones del universal masculino (Las Afines, 2007), y en pos de una supuesta neutralidad. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que a lo largo de la historia y en las diferentes sociedades y culturas las mujeres se hayan conformado con el papel de meras observadoras.

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Son muchas las mujeres que conocemos –y otras tantas que no habremos podido conocerque han visibilizado esta exclusión y discriminación, y que han realizado valiosísimos aportes dentro y fuera de lo que desde cierto punto de la historia se ha venido llamando feminismo –en tantas ocasiones colonizados por otros hombres- constituyéndose como referentes históricas y políticas. Es gracias al trabajo, lucha y referencialidad de estas mujeres y del propio movimiento feminista, que a día de hoy tenemos la posibilidad de articular discursos y construir nuestra identidad feminista. De ahí que seamos capaces de rechazar la supuesta neutralidad de las construcciones del universal masculino y establecer una subjetividad feminista. En segundo lugar, estaría el necesario abandono de la concepción del sujeto como estable y racional. En palabras de Chantal Mouffe “Solo cuando descartemos la visión del sujeto como un agente al mismo tiempo racional y transparente para sí mismo, y descartemos que también la supuesta unidad y homogeneidad del conjunto de sus posiciones, tendremos posibilidades de teorizar la multiplicidad de las relaciones de subordinación.” (Chantal Mouffe, 2001; 3-4). Si por el contrario, partiéramos de una concepción racional del sujeto, lo

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lógico sería que un sujeto que desea la emancipación de una comunidad extranjera –en el caso del internacionalismo- actuara del mismo modo con cualquier otro proceso de emancipación, como el de otras subjetividades genéricas. Del mismo modo, deberíamos suponer que alguien que aboga por el respeto al medio ambiente y a todas las criaturas vivas, debería exigir y demostrar el mismo respeto hacia cualquier ser viviente, incluidas las llamadas mujeres. Sin embargo, si esto fuera así -entre otras cosas- me quedaría sin objeto de estudio. La concepción acerca de la supuesta racionalidad del sujeto y la que, por el contrario, nos descubre su inestabilidad y multiplicidad conviven a día de hoy, no solo en los debates más académicos sino en la más próxima realidad que me he propuesto analizar. Así, para las mujeres activistas una de las dificultades para reconocer, identificar y actuar frente a la situación de maltrato y violencia es la persistencia de la concepción racional del sujeto. En palabras de Irene, “Lo veía, lo identificaba pero estaba paralizada...Creo que me parecía tan absurdo lo que me estaba pasando....que una persona que es un referente de militancia, de sabiduría, me tratara así es lo que me dejó sin capacidad para reaccionar” (Irene, 2015; 2-3). Nos encontramos, por lo tanto ante el agente social que Mouffe concibe como una entidad constituida por un conjunto de “posiciones de sujeto” que no pueden estar nunca totalmente

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fijadas en un sistema cerrado de diferencias; una entidad construida por una diversidad de discursos entre los cuales no tiene que haber necesariamente relación, sino un movimiento constante de sobredeterminación y desplazamiento. –cómo consecuencia- La “identidad” de tal sujeto múltiple y contradictorio es siempre contingente y precaria” (Chantal Mouffe, 2001; 4). Al mismo tiempo, el sujeto -siguiendo a Jacques Lacan- aunque representado dentro de una estructura, aparece como el sitio vacío que al mismo tiempo subvierte y es la condición de la constitución de cualquier identidad. Si, como dice Alain Touraine “el sujeto es el deseo del individuo de ser un actor”, es éste el que se apropia de la realidad, e incide en ella transformándola, modificando su entorno material (Liliana Tique Calderón, 2012; 6). Desde esta posición de sujeto que se sabe agente social y por lo tanto parte activa en la construcción de su subjetividad, entiendo el proceso de construcción de la identidad feminista. Me interesa, y mucho, reiterar la importancia del propio proceso de construcción identitaria y las características, experiencias, que lo conforman y hacen posible: un proceso voluntario, a veces circunstancial, pero siempre vivencial, que requiere un compromiso

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político y una responsabilidad activa. En tercer lugar, adoptar el internacionalismo, la lucha de clases, o el ecologismo como parte de la identidad supone reconocer la existencia de algunas relaciones de subordinación que operan a nivel sistémico. Sin embargo, la construcción de una identidad feminista requiere la deconstrucción completa de una subjetividad ancestral –en el sentido de que ya estaba antes que nosotras- , que le ha sido transmitida a través de todos los agentes socializantes, y que continúa refrendada por las instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, que intervienen en nuestra cotidianidad más íntima. Hablando del feminismo como práctica y movimiento, Silvia Piris hace hincapié en la complejidad que entraña la apuesta por una identidad feminista: “…el feminismo coloca en el centro del debate las relaciones de poder entre hombres y mujeres, las desigualdades, los privilegios, el entramado social, económico y político que los sostiene. Pero sobre todo, politiza lo personal, lo cotidiano, nos cuestiona a todas y todos, nos hace revisarnos no sólo como algo hacia afuera, sino fundamentalmente hacia lo que somos, nos atraviesa, y esa es una de las mayores potencialidades de la propuesta feminista, pero también una de sus mayores complejidades, porque atacamos un sistema del cual formamos parte. La revolución, de esta manera, no es algo que pasa ahí afuera, sino que empieza por la construcción de nuestras propias identidades, relaciones y vidas” (Silvia Piris, 2015; 13).

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La renuncia consciente del opresor a su posición/es de privilegio pasaría, por lo tanto, por la superación de la dicotomía público/privado, o lo que es lo mismo, por la politización de aquello que hasta ahora ha considerado “lo privado”. Por otro lado, esta renuncia debería operar relación directa con la responsabilidad activa y el compromiso político que mencionábamos antes.

I.2.2 ¿QUÉ NOS APORTA EL ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA SEXISTA EN DESDE LOS COLECTIVOS SOCIALES Y POLÍTICOS DE IZQUIERDA? No se trata de atravesar ninguna “última frontera” en lo que al sexismo se refiere. Es decir, no pretendo simplemente decir “cuidado, porque también aquí entre nosotras, se reproduce el sexismo”. El sexismo ya estaba ahí, antes que cualquier colectivo social que conozcamos. Se trata, por el contrario, de analizar el funcionamiento de los mecanismos de reproducción del sistema sexo-género-sexualidad desde un ámbito privilegiado de reflexión y praxis. De

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los casos y procesos de gestión de violencia sexista en y desde los colectivos sociales y políticos de izquierda, resultan aportes fundamentales para comprender cómo se reproduce y cómo podemos combatir el sexismo. En primer lugar, por la viveza y riqueza que ofrece su reflexividad y producción teórica, así como la de las prácticas que las acompañan. Y en segundo lugar, porque el análisis de las resistencias dentro de este escenario nos permite identificar algunas de las estrategias y expresiones más sibilinas de la reproducción del sexismo y la justificación de la violencia sexista, e incorporarlas a nuestras propias estrategias de lucha contra-hegemónica. Por otro lado, partimos de un entorno habituado a cuestionar las estructuras sociales, las injusticias, y los sistemas de opresión. También es habitual el contacto o incluso el compartir espacios, trabajo, y reflexiones con colectivos feministas y de mujeres. Por lo tanto, se trataría a priori de uno de los escenarios más propicios para emprender el proceso de construcción de subjetividades feministas que devengan en una identidad colectiva antipatriarcal. I.2.2.1 Teoría desde los colectivos y voces activistas. La co-existencia de estrategias políticas, estructuras internas y dinámicas de trabajo diferentes dentro de los colectivos que quiero interpelar, me hacen estar de acuerdo con

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Bárba Biglia cuándo dice que: “Los Movimientos Sociales (MMSS) no pueden ser definidos ni teorizados como un conjunto heterogéneo, y los estudios que intentan ser generalizables tienden a reproducir simplificaciones sobre el modelo de MS que la(s) autora(s) conocen más directamente.” Esta es una de las razones por la cual, a la hora de dar forma a este proyecto, parto de la propuesta epistemológica formulada por Barbara Biglia, en la que defiende la pertinencia de no dedicarse a formular, confirmar, o refutar teorías sobre los movimientos sociales, para pasar a construir y hacer aflorar discursos ya presentes, teoría, desde los movimientos sociales (Bárbara Biglia, 2007; 8). Otra de las razones por las cuales considero apropiada esta propuesta es la necesidad de contribuir a la construcción y puesta en valor del conocimiento colectivo, producido desde y para los espacios de transformación social. Coincido con el colectivo Las Afines (2007) en que “lo peor del sexismo se reproduce en los movimientos sociales. Pero no estamos asumiendo las responsabilidades colectivas para hacer una gestión adecuada de la violencia de género. Es evidente, pues, la necesidad de colectivos feministas así como de recoger el trabajo y las aportaciones que estos grupos vienen haciendo (Las Afines, 2007)”

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En este sentido, nuestro marco de interpretación resulta del diálogo entre las voces que desde la academia han querido influenciar en la praxis, y las que desde los colectivos sociales han sentido la necesidad de expresarse teóricamente. De esta forma, pretendo poner de relieve la interdependencia entre teoría y práctica que reivindican la mayoría de las propuestas epistemológicas feministas. Se trataría, a fin de cuentas,

de observar esta

interrelación y advertir que no se trata de categorías separadas, sino que beben y se retroalimentan la una de la otra. Una de las consecuencias obligadas de este tipo de trabajos, y más aún desde este enfoque, es tener en cuenta que cuando investigamos y teorizamos partimos del trabajo hecho por otras personas, y vivimos en contacto con una realidad social que nos atraviesa e influye. De esta manera nos enriquecemos, y producimos conocimiento junto con otras voces, por lo tanto, aquello que creamos debería poder ser siempre compartido. En palabras de Celia Amorós “Nadie piensa en el vacío y mucho menos una feminista” (cit. en Ana de Miguel, 2005). Una de las formas más sencillas de poder reproducir el fruto de este trabajo, sería poder difundirlo en aquellos lugares en donde sea susceptible de crear interés. Mientras, otro

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recurso al cual recurrir son las diferentes licencias Creative Commons, formato en el que presentaré el siguiente trabajo una vez finalice.

I.2.3 COLECTIVOS SOCIALES, SEXISMO Y VIOLENCIA Durante una conversación informal con una activista feminista en Bilbao, ésta me relataba como en uno de estos espacios de encuentro entre colectivos, un activista daba por sentada la ausencia de sexismo en el seno de su grupo social-activista. Al ponerlo ésta en duda de una manera sosegada, notó como éste se ponía nervioso, e incluso agresivo.

Las organizaciones y colectivos sociales de izquierda nos encontramos ante la necesidad de mirar hacia dentro y realizar un ejercicio crítico menos indulgente –e ingenuo- en lo que respecta al sexismo. Siguiendo a Silvia Piris: “La primera cuestión, casi como premisa, sería reconocer que las organizaciones mixtas transformadoras, ya

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sean movimientos sociales, partidos políticos, sindicatos… han sido tradicionalmente espacios hostiles para la participación de las mujeres. En este sentido los datos evidencian la menor participación de las mujeres, que enfrentan obstáculos específicos para poder acceder y mantenerse en espacios de participación y toma de decisiones, sobre todo si esta participación se hace desde una apuesta feminista, crítica y cuestionadora del orden establecido, donde se encuentran dificultades y barreras añadidas.” (Piris, 2015,16)

La gran mayoría de espacios y colectivos, a pesar de tener un carácter transformador o incluso haber adoptado un discurso anti-sexista, constituyen espacios de reproducción del sistema sexo-género. La persistencia de dinámicas generizadas (Les Tenses, 1998; Biglia, 2006; Alvarez, 2010; A., 2014), si bien susceptibles de ser transformadas (Bárbara Biglia, 2003), contribuye mientras tanto a crear escenarios en donde las violencias sexistas se desarrollan y se justifican. Por poner algunos ejemplos cercanos a nuestra realidad, el Colectivo Feminista del Centro Social Ocupado L´Hamsa, “Les Tenses”, formulaban la siguiente pregunta en un texto escrito en 1998: “Per què parlem de sexisme als espais alliberats?” para a continuación enumerar y denunciar las actitudes sexistas que habían identificado dentro de los espacios liberados y denunciar que, “…mentre continúa la desigualtat de sexes, l`homofòbia i, en definitiva, la perpetuació de rols sexistes; mentre seguim patint el sexisme fins i tot als

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espais alliberats, encara hi ha qui no veu l’antisexisme com una lluita colectiva, necesària, urgent.” (Les Tenses, 1998). Desde el Colectivo Las Afines (2007), evidenciaban su preocupación frente a la multitud de agresiones y la incongruencia de los discursos políticos: “Nosotras nos preguntamos por qué hay tantas agresiones dentro de los movimientos sociales y por qué tanta incapacidad para gestionarlas colectivamente. Nos preocupa el nivel de tolerancia que hay en los espacios políticos ante las agresiones y la naturalización/normalización de ciertas formas de violencia. Nos inquieta la incongruencia entre discurso y práctica y la falta absoluta de sensibilidad al respecto.” (Las Afines, 2007). El fanzine “Antifeminismo y Agresiones de género en entornos antiautoritarios y espacios liberados” (2014), denuncia la existencia de agresiones sexistas y la nula o insuficiente capacidad de gestión por parte de los colectivos frente a las mismas, a la vez que propone algunas posibles respuestas. En este texto se realiza igualmente un análisis de la actitud respecto al sexismo que observa dentro del movimiento mixto: “Haciendo una radiografía

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de nuestros espacios nos encontramos con un antifeminismo ferviente no reconocido, una mezcla entre un feminismo de la “igualdad” incrustado y la creencia de que el gueto se salva de las actitudes de mierda que se reproducen fuera de él. Se cree estúpidamente que por negar la existencia de la opresión patriarcal y los roles de género se consigue que desaparezcan.” Con estas afirmaciones, no pretendo contribuir a la deslegitimación de los movimientos sociales y las diversas colectividades interpeladas en este estudio. Cualquier interpretación en este sentido resultará de la simplificación de una perspectiva crítica, y dista mucho de comprender la finalidad última de este trabajo: contribuir a la visibilización y erradicación de la violencia sexista y su justificación, cualquiera que sea el escenario en el que se reproduce. Muy al contrario, este trabajo pretende formularse como parte del proceso por el que los colectivos sociales llegan a definir como injusto y objeto de cambio social una situación generalmente legitimada por la tradición cultural y la costumbre.

Un proceso que

podríamos denominar como una de las contribuciones más importantes de los movimientos al cambio social (Ana de Miguel, 2003).

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No partimos de cero. Este proceso cuenta con un previo y largo recorrido en las voces y las acciones de activistas y teóricas feministas. Sin embargo, comparto la afirmación de las autoras y recopiladoras de “Tijeras para todas. Textos sobre violencia machista en los movimientos sociales”, cuando dicen que a pesar de que se han planteado trabajos en este sentido, se ha avanzado muy poco (desde luego no lo suficiente) a la hora de llevarlo a la práctica, de politizar las agresiones y tener posicionamientos colectivos y acciones de respuesta a éstas (Tijeras para todas, 2009).

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II.EL DISEÑO METODOLÓGICO EN LA INVESTIGACIÓN II.1 EL OBJETIVO GENERAL Y LOS OBJETIVOS ESPECÍFICOS Objetivo general: Analizar las violencias sexistas contra mujeres activistas, así como las resistencias y los procesos de resiliencia y empoderamiento que éstas protagonizan. Objetivos específicos: 1. Identificar y analizar aquellas expresiones de violencia menos visibles que sufren las mujeres activistas. 2. Analizar los procesos de resiliencia y contestación desarrollados por las mujeres activistas frente a las violencias sexistas.

II.2 CARACTERÍSTICAS METODOLÓGICAS Y EPISTEMOLÓGICAS DE LA INVESTIGACIÓN.

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II.2.1 Métodos de investigación utilizados. En primer lugar, y a lo largo del proceso de investigación, se ha realizado una revisión bibliográfica de la teoría desarrollada en torno al objeto de estudio,

tanto de autoras

referentes dentro de la academia, como de la producción teórica que desde las colectividades sociales se ha realizado. En segundo lugar, se ha trabajado con 5 narrativas de mujeres activistas que han sufrido violencia dentro de colectividades sociales y políticas (colectivos sociales, partidos políticos, sindicatos y organizaciones de izquierda) dentro del Estado. Para ello he utilizado la técnica de las producciones narrativas, que persigue realizar una textualización conjunta de los casos, presentarlos como parte de la documentación teórica, y ponerlas en diálogo con las referencias bibliográficas.

II.2.2 Desarrollo del diseño metodológico. -

El periodo en la jaula

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Dos han sido las cuestiones más complejas a las que me he enfrentado en este proyecto. Una es el focalizar satisfactoriamente el objeto y enfoque de la investigación. La segunda es el diseño metodológico que había de vertebrarla. Desde el principio, la investigación ha estado marcada por la preocupación sobre la idoneidad de un primer diseño metodológico, con límites que apenas intuía y a los que no me resultaba sencillo poner palabras. Por un lado, me chirriaban algunas cuestiones consecuencia del enfoque positivista impreso en propuesta: ¿cómo podía omitir el hecho de que yo misma era una potencial sujeta de estudio? y ¿qué sentido tenía defender, abanderada por el método científico, mi objetividad respecto a los conocimientos producidos? Por otro lado, a la hora de aproximarme a los marcos de interpretación y las principales teorías sobre los movimientos sociales que había consultado, descubrí que difícilmente se ajustaban al contexto social específico en el cuál deseaba investigar las violencias sexistas. Si transigía en hablar de las características de los colectivos y movimientos sociales y políticos que conforman la comunidad a la que yo deseaba interpelar a través de cualquiera

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de estos paradigmas, significaba que debía digerir el hecho de tergiversar el escenario objeto de estudio para poder introducirlo dentro de los parámetros aceptados en el proceso de validación del conocimiento. Fruto de la imposición curricular de la lógica de la ciencia clásica y androcéntrica32, la epistemología y metodología afín emergían como dos pilares centrales que difícilmente sustentaban un escenario rebelde, una argumentación encarnada, y una posición subjetiva. Aquel oscuro lugar –el método33- en dónde se debía justificar y legitimar la producción de conocimientos, parecía servir más bien al fin contrario: deslegitimar los discursos y

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Para hacer esta afirmación me baso en las críticas y aportaciones de autoras cómo Sandra Harding, (1987)

Donna Haraway (1991) o Britt-Marie Thuren (1992) entre otras, y en mi propia experiencia como alumna entre 2002 y 2008 de Ciencias Políticas y de la Administración en la Universidad del País Vasco (UPV-EHU), en dónde dentro de los contenidos de las asignaturas ligadas a Metodología de la Investigación no se contemplan enfoques epistemológicos alternativos. 33

HARAWAY, Donna (1997/2004) cit. en GARCÍA FERNANDEZ, Nagore y MONTENEGRO MARTÍNEZ,

Marisela (2014) “Re/pensar la Producciones Narrativas como propuesta metodológica feminista: Experiencias de investigación en torno al amor romántico” Athenea Digital nº14(4), (pp. 63-88) UAB.

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conclusiones que se pudieran llegar a alcanzar, en base a su falta de objetividad y rigor científico. Si la pretendida objetividad debía otorgármela la metodología, urgía encontrar una estrategia alternativa de justificación del conocimiento que se ajustara mejor a mi objeto de estudio, y a la aproximación científica que creía conveniente. En otras palabras -las de Bárbara Bigliano dejarme encerrar en una nueva “jaula metodológica”, sino constituir un posible punto de partida o tránsito adaptado a las características de la investigación, así como a las peculiaridades de las subjetividades que las habitan” (Biglia, 2007; 13). -

El tránsito adaptado

El largo recorrido hasta la técnica de las producciones narrativas (PN), supuso para mí el descubrimiento de las estrategias de justificación del conocimiento (epistemologías) formuladas desde la Teoría Feminista, y las críticas a la ciencia social tradicional (Sandra Harding, 1987). Las pautas metodológicas y aportes que desde la década de los setenta habían defendido distintas autoras feministas me interpelaban ahora a mí, e interpelaban el

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proceso y objeto de la investigación, teniendo en cuenta que, “contemporary generations read, or more often re-read older texts, resulting in “new” readings that do not fit the dominant reception of these texts34.” (Rick Dolphjin e Iris Van der Tuin, 2011; 14). Si Harding proponía definir las problemáticas desde la perspectiva de las experiencias femeninas, y ofrecer a las mujeres las explicaciones de los fenómenos sociales que ellas quieren y necesitan, Haraway apostaba por una objetividad feminista basada en la parcialidad de la(s) miradas, a través de los conocimientos situados. Finalmente y a través de la tesis doctoral de Barbara Biglia, “Narrativas de mujeres sobre relaciones de género en movimientos sociales” tuve mi primer contacto con la técnica de las producciones narrativas, y la propuesta de once supuestos básicos a tener en cuenta a la hora de realizar una investigación feminista (para profundizar en la IACF, tal y como ella la denomina, ver Biglia, 2012). Por supuesto son muchas más las autoras gracias a las cuales he tenido la oportunidad de sentirme arropada y legitimada a la hora de justificar

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“Las generaciones contemporáneas leen, o más frecuentemente re-leen, textos antiguos de los que resultan

nuevas lecturas que no concuerdan con la recepción predominante de estos textos.” (Traducción propia).

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metodológicamente mi investigación, pero estas tres son, seguramente, las que he tenido la fortuna de poder leer y más me han influenciado. El proceso de investigación dio comienzo cuándo explicité más o menos públicamente mi intención de analizar el fenómeno de la violencia sexista dentro de los colectivos sociales. Para ello elegí algunos escenarios sensibles a la reflexión sobre estas cuestiones: las Jornadas Feministas “Vidas que merezcan la alegría ser vividas”, (Txirbilenea, Sestao, octubre 2013), la Asamblea de Mujeres de Bizkaia (septiembre 2014), Asamblea Mujeres del Mundo (diciembre 2014), cursos de formación sobre metodología feminista, violencia simbólica… así como a mujeres y hombres activistas de referencia (y de mi confianza) dentro de diversas colectividades sociales y/o feministas. Del mismo modo, trasladé mi voluntad de intercambiar con ellas opiniones sobre el propio objeto de estudio, pero también sobre el proceso de investigación. Como resultado de una primera fase surgieron 4 entrevistas, que me aportaron los primeros datos y reflexiones sobre el fenómeno por parte de otras mujeres activistas. Más tarde,

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cuando decidí intentar trabajarlas como producciones narrativas, decidí descartar 3 de ellas por los siguientes motivos: 2 eran historias contadas sobre una tercera persona, y la tercera daba cuenta de una situación que dado el esquema cerrado que (yo) manejaba me parecía que no terminaba de encajar en este apartado de la investigación: buscaba que la violencia hubiera tenido algún tipo de contestación o reacción por parte de las personas que hacían parte del colectivo y/o personas allegadas a la activista para poder tratar esta cuestión, tema que no aparecía, en parte porque tras un breve periodo de participación la activista había dejado de acudir al espacio por razones ajenas a las expresiones de violencias que había identificado. II.2.3 El uso de la técnica de las Producciones narrativas (PN) en la investigación. En primer lugar, explico a la participante en que me gustaría que consistiera nuestro trabajo. No se trata de una mera entrevista, sino que trabajaremos en varias sesiones, a través de las cuales iremos “reconstruyendo” su experiencia, teniendo en cuenta que “las narrativas que surgen en el proceso de investigación son producto de la actividad entre investigadora y participante con relación al fenómeno investigado. En este sentido, las narrativas son un producto de la interacción, y no deberían interpretarse como relatos veraces de relatos pasados de la experiencia o visión de la persona que participa en la investigación.” (Marcel

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Balasch y Marisela Montenegro, 2003; 45). Es decir, que las narrativas van a ser utilizadas como material empírico, sino como material para elaborar interpretaciones conjuntas, enriqueciendo estas interpretaciones con la bibliografía consultada. Tras una primera sesión, que grabamos, realizo una textualización con mis propios recursos lingüísticos, cogiendo y ordenando las ideas que creo interesantes para la investigación. Este primer borrador se lo paso a la participante para que haga sus aportes y amplíe la visión del relato, al tiempo que introduzco otras cuestiones y aclaraciones. Esta forma de proceder, “permite contrarrestar los efectos del procedimiento parecidos a los de la entrevista (…) Este aspecto tiene como objetivo que la participante pueda aparecer con su propia narrativa en el reporte y que pueda hablar directamente con la lectora.” (Ibídem, 45). Nos pasamos el texto (narrativa), hasta que la participante decide que ésta responde a como desea que sea leída su visión del fenómeno/experiencia. La narrativa resultante servirá, como hemos dicho antes, para realizar el análisis del fenómeno en cuestión, la violencia sexista en el contexto de los colectivos sociales y políticos, y los procesos de resiliencia que

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las activistas han protagonizado. II.2.4 Las Producciones narrativas (PN) cómo método para estudiar los casos de violencia sexista y procesos de resiliencia de mujeres activistas. Las mujeres activistas se encuentran, cómo no, con dificultades a la hora de releer y trabajar con una narrativa que pretende reconstruir lo que para ellas ha sido una situación o un periodo de doloroso aprendizaje en su vida. Los miedos, las inseguridades, la rabia y otras emociones reaparecen a lo largo de las lecturas y relecturas, al mismo tiempo que les obligan a reflexionar una y otra vez sobre la historia, las personas que tomaron parte, y su propio papel en ella. Entonces, ¿por qué se muestran dispuestas a hacerlo? Más allá de los motivos individuales, existen causas comunes con un componente político fundamental. En primer lugar, las mujeres que participan en nuestro estudio están politizadas, poseen conciencia feminista, y han llevado a cabo su propio proceso de resiliencia respecto a su vivencia violenta. Estas tres cuestiones contribuyen al hecho de que ellas mismas hayan identificado la necesidad de poner sobre la mesa el tema, en calidad de reivindicación política.

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En este sentido, la participación a través de su experiencia en un estudio que aborda esta temática desde una perspectiva crítica, supone una oportunidad para exponer lo vivido y lo aprendido en clave política, denunciarlo, y que sirva de ayuda a otras mujeres y colectivos en los que tales dinámicas se puedan dar. Cuando en octubre de 2014 tuvimos una activista y yo nuestra primera sesión para realizar una narrativa (Estela), en realidad mi objetivo era el explicarle la metodología de trabajo, y saber si estaba dispuesta a participar. Aceptó y expresó seguidamente su voluntad de comenzar con la primera sesión. Esta duró algo más de dos horas, la grabamos, y quedamos en que a lo largo de la siguiente semana le enviaría mi textualización, tras lo cual, ella debería hacer sus aportaciones y reenviarme el texto en el plazo de un mes. Alrededor de tres semanas más tarde, su correo de vuelta expresaba que creía que mi textualización reflejaba muy bien lo que sentía, y aportaba algunos datos más. Además, continuaba diciendo que había sido un placer y un aprendizaje. Podía contar con ella para completarla, o lo que necesitara.

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Éste no es un caso aislado. Prácticamente todas las activistas a las que he tenido la oportunidad de entrevistar se han mostrado dispuestas a volver a contactar conmigo para completar la sesión y seguir al tanto de la investigación. Incluso aquellas que tras haberlas entrevistado previamente, han querido volver a implicarse ante mi nueva propuesta de trabajar esta vez a través de PN. Mi más sincero agradecimiento y reconocimiento hacia ellas. A día de hoy, se han realizado y se están realizando diversas investigaciones que incluyen la técnica de las PN en temas que, dependiendo del contexto y lugar, pueden crear mayor o menor conflicto, como son el Trastorno de Identidad Sexual o la multiplicidad transgénero (Antar Martínez Guzmán y Marisela Montenegro, 2010)35, la anorexia o la discapacidad, y el amor romántico (Nagore García, 2014), entre otros. A pesar de las aparentes dificultades, me he empecinado en utilizar las producciones narrativas, convencida de que no existía otra técnica mejor para hablar de violencia sexista dentro del contexto político y social específico en el que se enmarca la investigación. La

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posibilidad de colocar a las participantes como interlocutoras directas y productoras de conocimiento, son principios que estimo coherentes y honestos con la forma en la que deseo investigar este fenómeno. La idea de construir conjuntamente y textualizar los casos, presentarlos como parte de la documentación teórica y ponerlos en diálogo, constituye un ejercicio de reivindicación y dignificación que reconoce y se desarrolla a partir de la agencia de las mujeres activistas. Desde el comienzo, el simple hecho de que contaran su historia ya me parecía un ejemplo de empoderamiento que se contraponía a un enfoque victimista del fenómeno. Más tarde me he dado cuenta de la necesidad de explicitarlo de manera más específica, si no central. Siguiendo a Bhaktin (Balasch y Montenegro, 2003), considero igualmente que la acción humana es dialógica por naturaleza, en el sentido de que cualquier enunciación se produce en un contexto social, hace referencia a un contexto social y es constituida por el mismo. De esta forma, la contextualización de los casos de violencia sexista aporta significados que posibilitan una mejor comprensión de los escenarios que dan cobertura a estos episodios. Como cualquier fenómeno social, este no obedece a explicaciones unicausales o enunciados

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independientes del lugar desde donde se produce el conocimiento, sino que son fruto de interacciones que interseccionan entre si y que producen realidades complejas. Las PN integraban esta perspectiva y más aún, la explicitaban. Quedaba la cuestión de la influencia de la investigadora, y las relaciones de poder resultantes en el proceso de producción del conocimiento, las jerarquías, los apellidos en mayúsculas. La técnica de las PN también ponía en cuestión los procesos de validación del conocimiento y las relaciones de poder que existen en el proceso de investigación, dos cuestiones que consideraba afines a mi propia idea de cómo se debe dar cuenta de los fenómenos sociales. Por supuesto, la técnica de las PN también tiene sus límites, y resulta necesario señalarlos, tal y como lo han hecho otras investigadoras a raíz de su uso e interacción con ella. Itziar Gandarias y Nagore García identifican dos líneas dentro de lo que ellas han decidido denominar limirretos (límite + reto). Por un lado, aquellos que se derivan de lo narrativo y, por otro, los relacionados con el aspecto político de la metodología. Dentro del primer grupo, sitúan la necesidad del dominio lingüístico y de escritura, señalando que lejos de ser insalvables, estas situaciones sencillamente requieren de una atención especial. También apuntan al grado de implicación y compromiso que la técnica exige por parte de las

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participantes, el cual sin embargo también influye positivamente en el proceso y resultados de la investigación. Por último, estas investigadoras también nos advierten de la incapacidad de incorporar el lenguaje no verbal dentro de las textualizaciones, lo que sin duda aportaría una información sustancial (Nagore García e Itziar Gandarias, 2015; 107 en, Irantzu Mendia et al., 2015). Retomando la cuestión de la influencia de la investigadora y las relaciones de poder entre investigadora y participante, Marta Luxán y Bárbara Biglia nos recuerdan que estas no llegan a subvertirse del todo, entre otras cuestiones, porque continúa siendo la investigadora aquella que posee un mayor grado de control sobre todo el proceso de investigación. Para terminar, y aunque parezcan obvias, me gustaría apuntar algunas de las cuestiones en torno al uso de esta técnica en la investigación y que he vivido como dificultades. Principalmente, aunque por motivos diversos, los tiempos. Por un lado, los tiempos que escapan a tu control, es decir, aquellos que la participante utiliza para trabajar su narrativa. Si bien gran parte de los contactos ya estaban hechos a la hora de confeccionar este Trabajo

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Fin de Master (TFM), trabajar con narrativas teniendo un tiempo ajustados resulta un riesgo, y las prisas, como en cualquier otro caso, dificultan el sacar el mayor partido posible a esta técnica. En segundo lugar, se trata de pedir a otras mujeres que utilicen un tiempo, salpicado durante algunos meses, para revisitar y dar forma a algo doloroso. A mí me ha costado pedir ese tiempo, y de hecho en el caso de la mayoría de las participantes, han sido ellas las que se han ofrecido. En todo caso, no me hubiera atrevido a proponérselo si no hubiera estado yo dispuesta a hacer lo mismo.

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III. ANALISIS DE LOS DATOS III. 1. MUJERES ACTIVISTAS Las activistas que han participado en esta investigación han sido socializadas como mujeres, tienen entre 20 y 40 años, y son de origen vasco y español. Si bien, tal y como advertíamos más arriba, no todas se mueven en los márgenes de la heterosexualidad, las 5 narrativas sobre violencia que hemos confeccionado relatan su experiencia de violencia con un maltratador hombre. Todas las activistas han cursado estudios superiores, aunque su situación laboral es variada y variable: algunas atraviesan situaciones de precariedad, y otras mantienen un empleo más o menos estable, o realizan varios trabajos al mismo tiempo. En todo caso, todas son en mayor o menor grado mujeres económicamente independientes. Se trata de activistas con un gran compromiso político y social. A lo largo de su trayectoria militante, se han involucrado en más de un colectivo, con un alto grado de implicación: dos

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de ellas han ocupado el cargo de liberadas dentro de sus respectivos grupos, y al menos tres han viajado y vivido en los contextos de opresión en torno a los cuales se articulaba el discurso y denuncia de sus colectivos. III.1.1 La cuestión feminista dentro de sus colectivos de militancia. Lo cierto es que, la militancia de las activistas se desarrolla en colectivos mixtos que, tal y como advierten todas ellas, se han apropiado del discurso e identidad feminista sin la necesaria reflexión interna. Esto trae consigo dinámicas impostadas, con un transfondo más políticamente correcto que de cuestionamiento y trabajo real. En palabras de Miren, Sofía e Irene: “Había una reflexión más bien “de refilón” acerca de que vivíamos en un sistema patriarcal, pero ésta no estaba ni en nuestras acciones, ni en las prácticas y reflexiones del colectivo. Respecto a la relación entre el Feminismo y el colectivo en el que yo militaba, digamos que esta se fundamentaba en el concepto de coeducación (hezkidetza). La coeducación siempre había sido un objetivo y tema transversal… pero lo cierto es que únicamente en los carteles, o en su respectivo parrafito dentro de un folleto interno. Al principio no sabíamos ni lo que significaba. Era algo que se entendía que nosotras ya teníamos superado, y que se dirigía principalmente a la educación primaria. No creo que nunca se haya trabajado realmente, más allá de algún taller en fechas significativas, tipo 8 de marzo, 25 de noviembre... Y ni siquiera lo organizábamos directamente

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nosotras, sino que se trataba de algo implícito que venía desde más arriba, de la organización a la cual pertenecía nuestro colectivo.” (Miren, 2015)

“El colectivo no tiene una reflexión sobre el feminismo, sobre las actitudes que se tienen en las reuniones y fuera de ellas. Si bien es cierto que ha colaborado con la Asamblea de Mujeres en la organización de algún evento, la realidad es que no tiene un análisis ni un debate sobre los procesos de autonomía para las mujeres...más allá del apoyo a las comunidades zapatistas en su autonomía o a grupos de América Latina...apoyo verbal pero nada de reflexión interna. Hay tres personas en el comité que, por sus otras militancias, se han acercado al feminismo (una chica y dos chicos) pero en general la broma sobre las feministas, está presente en las reuniones, infelizmente” (Irene, 2015) “En teoría éramos una ONG feminista. Sin embargo, la actitud de mis compañeros dejaba bastante que desear. Mis intervenciones en las reuniones eran coreadas con bromitas y chistes por parte del coordinador, y en una ocasión en la que me atreví a insinuar que había machismo en la oficina, me cortó de forma abrupta, diciendo que ni se me ocurriera decir algo así, que no tenía ni idea de lo que era el machismo, y que debía irme a El Salvador para ver cómo estaban las mujeres allí, que eso sí era discriminación” (Sofía, 2015).

La advertencia de Sofía e Irene (2015), coincide en el análisis que realiza A. (2014) cuándo identifica la consideración que algunos colectivos hacen del feminismo y las feministas:

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(…) Además, -al feminismo- se lo somete a una crítica severa, cosa que no ocurre con tanta frecuencia con otros frentes políticos. Ese es uno de los logros patriarcales dentro de los movimientos sociales: conseguir caricaturizar y aislar a las compañeras feministas” (A., 2014)

Este modo de ejercer violencia dentro de los colectivos nos da cuenta de la variedad y perversidad de los mecanismos empleados para minusvalorar y atacar los posicionamientos feministas, así como de las cuestiones que guardan relación con la discriminación relativa al género. La broma, la caricaturización o los chistes persiguen relegar la reivindicación feminista y la denuncia de la discriminación y las relaciones de poder subyacentes a cuestiones tangenciales, marginales o de escaso valor, convirtiendo a la persona o el colectivo que las defiende en estereotipos a los que se les otorga escasa credibilidad. ¿Cómo hacer entender que la risa puede ser violencia, que la risa puede ser política? A esta pregunta le sumaré otra aún más determinante, que plantea A. Brah: “¿Cómo podría un movimiento movilizarse como una fuerza política transformadora si no comienza interrogándose acerca de los valores y las normas internamente asumidos que pueden legitimar la dominación y la des-igualdad neutralizando «diferencias» particulares?” (A. Brah, 2004; cit en Bliglia y San Martin, 2007,111).

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Tal y como advierten Irene (2015) y Miren (2015), la cuestión feminista se contempla como algo implícito dentro de la identidad del propio colectivo, y las actitudes sexistas o de violencia, como algo ajeno a las dinámicas y relaciones que se establecen entre las personas que lo conforman: “Cuando lo propuse, alguno me dijo “bueno, pero si el comité es internacionalista...es que también es feminista”. Qué decepcionante cuando ves las actitudes en el grupo y en lo personal... y lo mucho por hacer que nos queda.” (Irene, 2015) “que ésta –la violencia- se diera dentro del colectivo era impensable. Aquello era más bien algo que sucedía fuera, y de hecho nadie había denunciado algo así nunca desde dentro; no, al menos, en nuestro entorno, ya que más tarde sí supe que alguna que otra mujer había iniciado algún proceso para denunciar alguna agresión machista, pero, como he dicho, no en nuestro entorno. Las agresiones entonces eran otras. Aquellas asociadas a las reivindicaciones concretas del colectivo y del movimiento” (Miren, 2015)

Cuándo Miren dice que las agresiones que identifica y frente a las que reacciona el colectivo son otras, apunta a la “jerarquización de las luchas” según la cual, combatir el sexismo queda postergado hasta la consecución del resto de reivindicaciones en torno a las cuales se

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articula. Sin embargo, identificar ciertas agresiones no nos impide poder seguir identificando y denunciando otras, incluidas aquellas que se generan en el seno de nuestro movimiento u organización. El grupo de afinidad Anacondas subversivas propone en un comunicado limpiar la casa antes de barrer el patio: “Dicen por ahí que el enemigo más difícil de combatir es el que vive en casa. ¡Qué cierto es y que cerca lo vemos cuando hablamos de sexismo! Pero claro, “nosotr@s” somos peñita del rollo, gente políticamente más o menos correcta y el tema del patriarcado lo tenemos bastante currado. Si bien es verdad que de vez en cuando decimos ¡coño! o llamamos a un madero “hijo de puta” pero son pequeñeces que un día limaremos. Algunas nos hemos hartado de oír esto, de soportar la hipocresía, de creernos en nuestro mundillo, microcosmos, rollito alternativo, las caras más duras del sexismo no se manifiestan, o más bien no existían. (…) El problema es colectivo. La respuesta debe ser también colectiva. Limpiemos la casa antes de barrer el patio” (Anacondas subversivas, 2009: 49).

III.1.2 La identidad feminista de las activistas. A través de sus narrativas, la mayoría de las activistas nos advierten de su interés por la política desde edades muy tempranas, principalmente en torno a los años previos o durante sus años de universidad. Al mismo tiempo, su conciencia feminista se va fraguando desde lo intuitivo y vivencial, previa en muchos casos a cualquier militancia política formal, para la cual, como decíamos, eligen colectivos mixtos. Estela, Miren e Irene nos hablan de su

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subjetividad feminista como algo que siempre ha estado ahí, percibido desde niñas, incluso antes de saber exactamente su significado (Estela, 2014 y Miren, 2015). “Cuando era pequeña y veía las películas de indios y vaqueros, no me gustaba cómo se representaba a las mujeres y me daba mucha rabia cuándo de repente el personaje de la chica se caía.” (Estela, 2014) “Siempre me he considerado feminista ¡desde que era niña y sin saber exactamente lo que era!” (Miren, 2015) “La conciencia que he ido desarrollando se ha basado primero en intuiciones, y después en certezas que se han visto reforzadas una vez empecé a leer autoras, teoría feminista o a conocer más de cerca el propio movimiento.” (Sofía, 2015; 1)

El entorno y las experiencias discriminatorias también son señaladas como elementos que contribuyen a la adquisición de una conciencia y posterior identidad feminista. En el caso de Irene, se trata de su entorno familiar y muy especialmente la influencia ejercida por personas referenciales para ella: sus hermanas mayores. En el caso de Sofía, ésta se apropia de su identidad feminista tras una experiencia dentro del ámbito laboral –una ONG de izquierda- y en ello interviene otra mujer referencial para ella:

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“Fue una amiga la que me abrió los ojos y me hizo reinterpretar una situación de angustia, culpabilidad, y miedo, en términos de discriminación por mi condición de mujer. O, mejor dicho, por no querer comportarme como se supone que las mujeres se deben comportar…” (Sofía, 2015)

La subjetividad e identidad feminista de las activistas ha sido, en el caso de todas ellas, un proceso vivencial y gradual. El pensamiento y la forma de entender el feminismo han cambiado a lo largo de sus vidas, tal y cómo lo expresan Maren (2015) y Estela (2014): “He crecido con la certeza de que mujeres y hombres somos iguales, tenemos las mismas capacidades y derechos. Menudo chasco me llevé cuando comencé a ser consciente de todas las diferencias y condicionamientos que supone tu condición de mujer. Al principio no era capaz de reconocer el sexismo, lo atribuía a diferencias personales, o de caracteres.” (Maren 2015) “Ya en la universidad tuve contacto con un primer grupo feminista autónomo, que entonces me parecieron demasiado radicales por estar constituido solo por chicas. ¡Algo que a día de hoy entiendo perfectamente!” (Estela, 2015)

El proceso de subjetivación feminista, también se distingue por su carácter autodidacta y autogestionado. Todas las activistas se expresan de forma parecida a la que lo hace Miren (2015):

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“Mi formación feminista la inicié yo misma y de manera autodidacta, a través de libros, textos… ¡he leído un montón!”

En el caso de Irene (2015) y Estela (2014), las dos tienen o han tenido un empleo relacionado con mujeres y sus procesos de empoderamiento. En ambos casos, las activistas identifican cómo esta cuestión ejerce una influencia directa en ellas. Tal y como plantea Estela, el hecho que de que parte de su trabajo consista en dar formación en temas de género, “te pone en contacto con mujeres que están en un proceso de cuestionamiento de su vida y consecuentemente, tú también te cuestionas la tuya.” Es interesante señalar la conexión entre los procesos que explicitan las activistas y las prácticas que desde finales de los 70 incorpora el Movimiento Feminista Vasco como metodología principal para la generación y circulación del conocimiento: los grupos de autoconciencia (Mari Luz Esteban, 2015; 66 en Irantzu Mendia et al., 2015). Estos grupos, “funcionaban desde la filosofía de la autoconciencia, es decir, de la relación entre la teoría y la propia experiencia pero, al mismo tiempo, con una visión muy politizada y activista del

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feminismo36” (Mari Luz Esteban, 2015). Igualmente interesante es entender cómo esta práctica va ligada a la filosofía de “lo personal es político”, y comprobar que efectivamente, existe una correspondencia con los procesos de subjetivación feminista de las activistas, a pesar de que, excepto una, ninguna otra ha militado activamente dentro un grupo feminista. Tal y como ejemplifica Estela, la autoconciencia ocupa un lugar principal como impulsora de sus procesos de emancipación y resiliencia: “Mi vida personal, laboral y militante siempre ha estado guiada por lo que primero fue intuición y más tarde un proceso de formación entre autodidacta y académico, en torno a temas ligados con la cuestión de género, el sexismo y el feminismo. Sin embargo, me ha costado encontrarme enteramente a gusto dentro de los diferentes grupos feministas (…) Yo nunca habría sido tan feminista, ni lo viviría desde la perspectiva que lo vivo si no me hubiera pasado esto. Lo de que “lo personal es político” no me lo necesito tatuar porque lo llevo en las entrañas” (Estela, 2015)

La autoconciencia, como explica Marta Malo, no se considera una mera fase del desarrollo feminista, previo a la acción, sino como “una parte esencial de la estrategia feminista global”

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Esteban nos explica como surgen los grupos de autoconciencia a finales de 1960, en el seno del feminismo

radical estadounidense, siendo Kathie Sarachild la que, en 1967, comenzó a utilizar esta terminología, en el marco de las New York Radical Women.

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(Malo 2004: 23, cit. en Esteban, 2015). Tal y como veremos más adelante, la autoconciencia es el germen que posibilita y acompaña los procesos de resiliencia de las activistas. Por otro lado, que las activistas hayan desarrollado una subjetividad feminista previa a los casos de violencia por los que atraviesan, las ha colocado en la agridulce posición de sujetos subalternos dentro de su propio contexto sociocultural: la de tener voz, pero no ser escuchadas. Una vez las activistas han identificado el origen de la violencia y han realizado una relectura de lo vivido en términos políticos, se encuentran con la frustrante situación de enfrentarse al hecho de verse representadas, no ya por otro sujeto físico, sino por el conjunto de percepciones e ideas que conforman el imaginario específico del colectivo que niega o no ha trabajado el sexismo de forma estructural. Profundizaremos en esto cuando abordemos las resistencias de los colectivos a la hora de identificar y gestionar la violencia sexista en el seno de los mismos.

III.2 VIOLENCIA

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A lo largo del marco teórico, he mencionado algunas de las cuestiones que considero intrínsecas al análisis de la violencia sexista, como son la estructuralidad y la dimensión simbólica. Así mismo, he insistido en subrayar el carácter instrumental y político de la violencia que se ejerce contra las socializadas como mujeres, entendiendo “política” según la definición que Kate Millet hiciera del término, es decir, como el “conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo37”. El poder al que alude Millet se sostiene en la fuerza que le otorga el sistema de dominación heteropatriarcal. Esta fuerza se articula de diferentes formas, y actúa a través de mecanismos de carácter discursivo y simbólico, menos visibles que otras expresiones violentas, pero igualmente efectivos en lo que se refiere a su papel instrumental. A la expresión que adquiere esta fuerza en su dimensión simbólica, la denominamos violencia simbólica.

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Definición que acuñara Kate Millett para referirse al uso del vocablo “política” en su ensayo Política Sexual,

en MILLETT, Kate (1969) Política Sexual, Ed. Cátedra, Madrid, pp 67-68.

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III.2.1 HABLAMOS DE VIOLENCIAS MENOS HABLADAS “Por la mañana, casualidades de la vida, yo había ido a una charla de Miguel Lorente en la que dijo algo que me removió: no hay distintos tipos de maltratadores, solo maltratadores que lo hacen bien, es decir, los que no necesitan pegar, y los chapuceros que sí necesitan pegar. Me vino a la cabeza en qué condiciones había vivido yo los últimos años con ese tío, que casi arranca la cabeza de un puñetazo a una de mis amigas el día que la conoce, y que sin embargo a mí nunca me había puesto la mano encima”. (Estela, 2014)

Tal y como advierte Miren (2015), la violencia se descubre en todos los aspectos ligados a lo simbólico y relacional: “La violencia sexista es algo que se percibe constantemente, pueden ser actitudes, formas de contestar, qué expectativas tienen de ti, como te tratan en base a éstas, las distinciones que hace la gente, que confianza te doy a ti y en qué, y qué confianza y en qué se la doy a otro,… empezando por ahí… y dentro de cualquier ámbito.” Las razones que subyacen en el carácter coercitivo y violento de tales acciones, obedecen a su inscripción en un sistema de dominación en el que, como ya hemos dicho al principio,

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“uno de los géneros (el masculino) posee mayor capacidad y legitimidad para significar y disimular las relaciones de poder que promocionan su fuerza hasta naturalizarlas38” (Pierre Bourdieu, 1999; 224-225). Las narrativas de las activistas nos descubren cómo se escenifican y actúan en lo cotidiano estas relaciones de poder. Irene nos relata cómo su maltratador políticamente correcto adopta una actitud de imposición naturalizada que no comprende ninguna reciprocidad, objetualizando a Irene y asentando de esta manera las bases de una relación desigual: “Aprovechábamos para quedar cuándo él se desplazaba a dar una conferencia o por trabajo. Él establecía las normas sobre cuándo y cómo podíamos estar juntos. Yo podía entender perfectamente que hubiera un diálogo sobre en qué circunstancias nos podía venir mejor a los dos encontrarnos, pero aquello se trataba de una imposición en toda regla, y de forma agresiva además. En la que sería nuestra primera cita, habíamos quedado en una ciudad que no era la suya ni la mía. Me dijo que solo había reservado habitación para uno, por lo que debía marcharme del hotel a las seis de la mañana. Yo volví a casa en el autobús alucinando, pensaba, ¿cómo he podido aceptar que me trate así? No fue la última vez que me hizo algo así.

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BOURDIEU, Pierre (1999) Meditaciones Pascalianas, Ed. Anagrama, pp.224-225.

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Sin embargo, cuando vino a mi ciudad y le dije que no podía venir a casa porque estaba con mi pareja, estuvo tres o cuatro meses sin hablarme, sin cogerme el teléfono, ni contestarme los correos que le mandé pidiéndole disculpas. Y cuándo finalmente lo hizo, me dijo: “Te he perdonado”” (Irene, 2015)

Maren y Estela analizan otras actitudes en donde se escenifican las prácticas que buscan asentar una diferenciación basada en la asimetría de las relaciones de poder. Ambos hombres persiguen reafirmar su masculinidad a través de la búsqueda del prestigio y la autoridad (Chodorow, 1978), y lo hacen de formas muy diferentes: la escena que nos describe Maren tiene que ver con la ocupación del espacio, mientras que Estela analiza una actitud más sutil que persigue igualmente dejar clara su superioridad frente a ella. “Trabajaba, cuando podía, como educador sexual, y es perfecto, porque le encanta “subirse al púlpito” y predicar. Además, dirigía un programa de radio sobre sexualidad en una radio libre. Y digo dirigía, porque aunque nadie le otorgara ese papel, él se lo procuraba. Las formas en las que ejercía eran muy simbólicas: sus dos compañeras sentadas, y él a los controles de pies y gesticulando.” (Maren 2015) “Descubrimos que teníamos inquietudes políticas comunes, un pasado afín incluso, salvando la distancia generacional y la experiencia que la diferencia de edad le otorgaba, algo que a mí me resultaba por aquel

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entonces muy atractivo. Jugaba un papel políticamente correcto, pero siempre dejando entender que él sabía más de la vida que yo” (Estela, 2015)

La violencia, en cualquiera de sus formas, sirve de instrumento para la dominación y posee una doble función: en primer lugar, la de legitimar y reproducir las relaciones de poder que sostienen el sistema de dominación heteropatriarcal, que incluye el binomio sexual y los roles/valores socialmente atribuidos a cada uno. En segundo lugar, la de sancionar y castigar a quienes deciden desafiarlo. Miren (2015) identifica dos ejemplos de cómo la violencia simbólica se reproduce en su colectivo, a través de mecanismos de invisibilización y desvalorización de las activistas: “Creo que en el caso de las mujeres, las diferencias que podíamos percibir al ser tratadas por el resto del colectivo las comentábamos entre nosotras y ya está. Por ejemplo, algo muy típico, ¿no? Que no se nos escuchaba igual. Podías exponer una idea en las reuniones y nadie te hacía ni caso. Sin embargo, esa idea era expuesta inmediatamente después por un chico, y a lo mejor era finalmente lo que se hacía… Otro ejemplo eran las reuniones entre representantes de los colectivos. La persona que representaba nuestro colectivo era mujer, pero a la hora de reunirse con el representante del otro, que era un hombre, ella reconocía que se sentía mal. Si alguna vez se comentaba el tema, la repuesta era que no lo habíamos sabido exponer adecuadamente, o directamente que estábamos diciendo chorradas.” (Miren, 2015)

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A través de la invisibilización de las activistas y de sus aportes, se escenifica cínicamente la legitimación de la posición de poder de uno de los géneros (el masculino) frente a la subordinación de otro (el femenino). Pensemos en las consecuencias y en cuál es el mensaje que recibe la activista que aún no ha realizado una lectura de lo ocurrido en términos de la diferencia sexual, dado que, además, se encuentra a priori en un espacio exento de sexismo. Quizás piense que no se ha expresado correctamente, o que el otro se ha expresado en términos más precisos. Puede que refuerce la percepción que tiene de sí misma de no estar suficientemente preparada o formada para intervenir de forma pública, redundando en el papel socialmente atribuido según el sistema sexo-género-sexualidad. La invisibilización, junto con la socialización diferenciada y los valores asociados a cada sexo-género según dicho esquema, ejercen de esta manera una función controladora y perpetuadora del “orden establecido”. Por otro lado, Sofía relata cómo su transgresión frente a la construcción social de los roles de género es sancionada. Una “llamada al orden” que busca la humillación y la reprobación por su actitud. Las consecuencias en este caso, también son el cuestionamiento personal y la

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auto-represión: “…no era sumisa, no me cortaba al hablar, y evidenciaba las carencias del trabajo de mis compañeros, tal y como ellos hacían con el mío si era necesario. En una de éstas me dieron un toque de atención bastante gordo, tanto como para denunciar la que se suponía era mi terrible actitud a los superiores: se empeñaron en que lo que lo que hacía era intentar destacar y me convirtieron en una amenaza para la organización. Si bien mis superiores entendieron en aquel momento la situación y me tranquilizaron, aquello me generó un poso de malestar muy grande. Aumentó mi inseguridad, y ya no quise dar pábulo a ninguna especulación del estilo. Durante una temporada procuré mantenerme en un segundo plano, negándome a tener ningún tipo de protagonismo y evitando las intervenciones públicas. En general, hizo que la situación en mi puesto de trabajo fuera desagradable. Sentía como mis compañeros (y algunas compañeras) me habían colgado el papel de problemática, y eso me cohibía muchísimo.” (Sofía, 2015)

A través de las formas sutiles e invisibles que hemos mencionado (invisibilización, desvalorización, humillación, desprecio, culpabilización, humor sexista…) y otras, la violencia o fuerza simbólica cumple con su papel represor. Tal y como nos recuerda Bilgune Feminista (2008) “la violencia es un instrumento que utiliza el patriarcado para mantener a las mujeres ligadas a la “identidad femenina”, desarrollando dicho rol siendo consideradas por tanto ciudadanas de segunda categoría”. Así, el juicio sobre la actitud de Sofía obedece a una doble vara de medir que hunde sus raíces en la división sexual del

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trabajo. Al respecto escribí en un artículo de 2012 publicado en la revista on­line Pikara magazine: “…las mujeres podemos ser trabajadoras técnicas deseables: cuidadosas, puntuales, detallistas, afables, eficientes. Sin embargo cuesta reconocer que además de todo eso, podemos pensar con una clarividencia excepcional. Me refiero a la “manera de hacer” de pensar, de tomar decisiones en el ámbito estratégico y político general. Cuesta mucho obtener el reconocimiento, incluso entre compañeros, de que somos animales sociales y políticos aún fuera del movimiento feminista. ¿Cuántas veces sucede que estas habilidades quedan sin desarrollar, relegadas, acalladas, debido a la negativa incidencia que ejercen el entorno y las condiciones laborales así cómo la interiorización de los roles tradicionales de género? Los hombres, incluso aquellos que se tienen por feministas, se sienten amenazados cuándo su trabajo es cuestionado por una mujer. (…) En una situación en la que se toma la iniciativa partiendo de la ingenuidad que otorga la inexperiencia, ésta no es recibida de igual manera que si la misma proviniese de una mujer o de un hombre: en el caso de éste último, esta actitud es vista con naturalidad, incluso puede llegar a generar satisfacción y despertar la duda en los planteamientos iniciales. Cuándo se trata de una mujer, puede suceder que el atrevimiento genere un precedente peligroso, que se la tache de querer llamar la atención, e incluso, de “trepa”. ” (Tania Martínez Portugal, 2012)

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Dentro de las organizaciones, la presencia del sexismo se entrelaza con las jerarquías de las estructuras organizacionales formales e informales. La diferencia entre las organizaciones de izquierdas que se han declarado o llevan implícito el carácter feminista y las otras, es que a las primeras se les presupone una sensibilidad y un trabajo previo al respecto. Sin embargo, si en estas últimas no se han creado las condiciones necesarias para enfrentar el sexismo, se contribuye a la generación de situaciones aún más perversas. Entre otras cuestiones, una mayor indignación y frustración por parte de las agredidas, así como una dificultad añadida a la hora de identificar la discriminación y las agresiones en términos sexistas. A las dificultades del contexto, se suman aquellas que entraña la identificación de algunas de las agresiones en términos de violencia sexista, envueltas en el manto invisible de la fuerza simbólica. Se trata de mecanismos sibilinos, que actúan durante un tiempo prolongado minando la autoestima y estabilidad emocional de las mujeres: “Ha pasado el tiempo y algunas cosas las he olvidado… no sé, eran cosas que iban poquito a poco… Y no me hacían sentir cómoda, pero al mismo tiempo tampoco las identificaba con agresiones sexistas, o relaciones de poder. No sabía tampoco muchas cosas… pero llegó un momento, no recuerdo exactamente cuándo, en el que yo estaba completamente anulada.” (Miren, 2015) “Era ese desgaste continuo que te hace diminuta… me cuesta encontrar anécdotas concretas que argumenten todo el proceso, porque era más una forma de hacerte sentir que de hacer simplemente” (Estela, 2014)

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“Un día mientras intentaba animarlo, me dijo que mi energía le saturaba, que no podía con ella. Hay otras cosas, sutiles, que no recuerdo, pero que me iban restando fuerza y anulando” (Sofía, 2015)

Según Bourdieu, “la fuerza simbólica es tanto más poderosa en la medida que se ejerce, en lo esencial, de manera invisible e insidiosa, a través de la familiarización insensible con un mundo físico simbólicamente estructurado y de la experiencia precoz y prolongada de interacciones penetradas por unas estructuras de dominación” En este sentido, Bourdieu alude a la inscripción en los cuerpos de esta “ley social convertida en ley incorporada” para insistir en las dificultades que supone su identificación y anulación (Pierre Bourdieu, 2000; 55). Esta “ley incorporada” afín al “orden de las cosas”, encuentra parte de sus posibilidades subjetivas de realización en lo que Judith Buttler (retomando a Louis Althusser39, Michel Focault o Georg Wilhelm Friedrich Hegel) deviene en llamar “sujeción” (subjection). La “sujeción”, en palabras de Butler, es “el proceso de devenir subordinada/o al poder, así como el poder de devenir sujeto” (Judith Butler, 1997; 12). Así, uno de los argumentos

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centrales de la teoría de Butler y otros autores, es que el sujeto se forma en la sujeción, mediante “una sumisión primaria al poder” que se configura a través de la interpelación discursiva. De esta forma, “el poder, que en un principio aparece como externo, presionado sobre el sujeto, presionando al sujeto a la subordinación, asume una forma psíquica que constituye la identidad del sujeto” (Butler, 1997; 13). Sin embargo, esta idea o razonamiento se pliega a interpretaciones interesadas: Butler advierte de que “la idea de que el sujeto está apasionadamente pegado a su propia subordinación ha sido invocada cínicamente por quienes intentan desacreditar las reivindicaciones de los subordinados. El razonamiento es el siguiente: si se puede demostrar que el sujeto persigue o sustenta su estatuto subordinado, entonces la responsabilidad última de su subordinación quizás resida en él mismo” (Butler, 1997; 13). Si trasladamos este razonamiento al caso de las mujeres maltratadas, no es difícil encontrar paralelismos en términos de responsabilidad. Tal y como critican Biglia y San Martín: “El imaginario creado en torno a los maltratadores se constituye como un mito que

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Al mencionar -no sin reservas- el nombre de este filósofo marxista, considerado de izquierda radical, debo

recordar que éste estranguló a su pareja, Hélène Legotien, y que nunca fue procesado por ello. Althusser “jamás aceptó la propiedad de sus acciones y mucho menos cualquier sentimiento de culpa por el homicidio” (para profundizar sobre este caso: Guillermo Rendueles Olmedo, 2007; 263-269, en Biglia y San Martín, 2007)

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los perfila como seres irascibles, toscos, con problemas de drogas o alcohol, de bajo nivel educativo, ignorantes, violentos, faltos de habilidades sociales, trastocados, fracasados y/o que han recibido maltrato de niños: sujetos más allá de la bienpensante normalidad. Así las cosas, las mujeres que inician una relación con ellos deberían saber o por lo menos intuir lo que les va a tocar aguantar y por tanto, podrían considerarse parcialmente responsables de su propio maltrato” (Biglia y San Martín, 2007; 107). Ya sea por causas subjetivas (el proceso de devenir subordinado del sujeto), u objetivas (el imaginario en torno a los maltratadores), parece que la responsabilidad de su situación recae siempre en el sujeto subordinado. Miren ilustra a través de su experiencia cómo sus compañeras activistas y amistades terminan por responsabilizarla a ella de la situación de maltrato: “Yo vivía junto con otras compañeras de militancia en un piso, y él se quedaba a menudo a dormir. Ellas escuchaban las tremendas broncas que teníamos. En ellas había empujones, insultos y amenazas que iban desde “te voy a dejar” hasta “te voy a matar”. Entre otras cosas me decía que le iba a decir a todo el mundo lo que yo hacía en la cama, porque yo era una puta,…de todo. Al final mis compañeras se enfadaron conmigo, porque nuestras broncas no las dejaba vivir. (…) Él era muy manipulador, y amigo de mis compañeras. De hecho,

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llegó un momento en el que él era su amigo, no yo… yo era una pringada, una tonta… En mi cuadrilla, pues había contacto entre ellas, me decían lo mismo. Me responsabilizaban a mí por no poner freno a la situación. Al final, me quedé sin amistades.” (Miren, 2015)

En el caso de Irene y Estela, son personas a priori sensibilizadas con su situación las que incurren en responsabilizarlas por no haber sido conscientes de lo que les estaba sucediendo: “Cuando se lo conté a un compañero lo entendió perfectamente e incluso me dijo “menudo gilipollas, ¿cómo no te diste cuenta antes?” (Irene, 2015) “Una militante feminista que le conocía muy bien, cuando lo supo, me dijo que me tenía que haber dado cuenta antes, y que si hubiera militado antes en el feminismo no me hubiera pasado. El feminismo en el que yo creo y trabajo no es así.” (Estela, 2014)

Responsabilizar y culpabilizar a las personas que han sido perceptoras de violencia sexista, no es sino un ejemplo de cómo continuamos considerando el maltrato expresión de relaciones privadas (Biglia y San Martín, 2007; 118). Siguiendo a Butler: “El apego al sometimiento es producto de los manejos del poder, y que el funcionamiento del poder se transparenta parcialmente en este efecto psíquico, el cual constituye una de sus producciones más insidiosas” (Butler, 1997, 17). Este “efecto psíquico” que deviene de los manejos del poder opera a su vez en la “transformación duradera de los cuerpos” –y las mentes, en tanto conformación psíquica del sujeto- a la que nos remite Bourdieu cuando

habla de la

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producción de las disposiciones permanentes necesarias para las condiciones de realización de la fuerza simbólica: “la fuerza simbólica es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos y como por arte de magia, al margen de cualquier coacción física; pero esta magia –advierte- solo opera apoyándose en unas disposiciones registradas, a la manera de unos resortes, en lo más profundo de los cuerpos” (Pierre Bourdieu, 2015; 54). Estas “disposiciones registradas” son consecuencia de la naturalización e incorporación de los esquemas de pensamiento que resultan a su vez producto de la diferencia sexual y las relaciones de poder del sistema de dominación heteropatriarcal. Este inmenso “trabajo previo” de inculcación y asimilación posibilita que las disposiciones actúen con un bajo coste energético (Pierre Bourdieu, 2015), frente al coste que supone la construcción de elementos que confronten y cuestionen las estructuras y relaciones de poder del sistema. Estela (2014) y Miren (2015) parecen dialogar con Judith Butler (Butler, 1997; 18) cuando refieren lo siguiente: Cuadro I y II: Sujeción y subordinación

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I. ESTELA: No le hacía falta pegarme, porque yo siempre le obedecía… JUDITH: En tanto que condición para devenir sujeto, la subordinación implica una subordinación obligatoria. ESTELA: En realidad, tuvimos muy pocas peleas, casi nunca discutíamos. Prácticamente no le rebatía, y aprendí a eludir el conflicto hasta límites patológicos y muy dañinos. II. JUDITH: El deseo de supervivencia, el deseo de “ser”, es un deseo ampliamente explotable. Quien promete la continuación de la existencia explota el deseo de supervivencia. MIREN: El me decía: Sé que soy un monstruo, sé que... no sé si te estoy maltratando pero…. Él lo sabía, y me pedía disculpas. Entonces, yo pensaba que si él era consciente, había más posibilidades de que cambiara. JUDITH: “Prefiero existir en la subordinación que no existir”: esta sería una de las formulaciones del dilema (en donde también hay riesgo de muerte). MIREN: Él lo creaba todo… pero también era quién me tranquilizaba. Había un “retorno bonito”, y yo no tenía a nadie más…

A la hora de hacer entender en su entorno que han vivido una relación de maltrato, las activistas se vuelven a enfrentar al imaginario colectivo que asocia el maltrato con la agresión física, y a la mujer maltratada con una mujer débil y desamparada. Esta situación obliga a las activistas, entre otras cuestiones, a justificarse y justificar la gravedad de la situación que han vivido:

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“Yo sí aparecí a las dos reuniones que se hicieron y en dónde se iba a tratar el tema, a pesar del ataque de ansiedad que había tenido en casa, la vergüenza, la rabia, todo. Pero aquel cobarde no dio la cara. Algunas personas pensaron que si yo estaba ahí era porque no había sido tan grave, y que lo que quería era “vengarme”. Yo quería justicia, no ya por lo que me había hecho, sino por todas las mentiras que había ido diciendo después de mí. Ahora me veo ilusa, pero sí, en aquel momento de veras creí que el colectivo era un lugar en el cual poder hacer justicia” (Maren, 2015)

“Cuando cuento esta historia en mi entorno, gente sensibilizada con este tema por lo general, lo hago con pocos detalles. Primero y sobretodo porque me da vergüenza, y segundo porque a la gente le incomoda mucho. Cómo no lo puedo hacer entender si no cuento algunos detalles, cuento la historia “general”. Entonces la gente casi siempre me pregunta: “pero… ¿te pegó?”. Y a veces me gustaría contestar que sí. Porque la gente entendería que no estoy hablando de que yo tengo mucho carácter y tuve un ex con el que me llevo fatal y por eso le llamo “el innombrable”, si no que viví seis años de una puta mierda que me hizo muchísimo daño, que me llevó a extremos en los que no voy a volver a estar nunca, y de algunos de los cuales me ha costado mucho salir. Y no le hacía falta pegarme, porque yo siempre le obedecía. Sin embargo hizo algo peor que darme un puñetazo, porque si lo hubiera hecho creo que me habría ido, o alguien que me hubiese visto el ojo morado me habría hecho reaccionar.” (Estela, 2014)

59 Es necesario dejar a un lado el imaginario que concede el status de mujer maltratada únicamente a aquellas que son agredidas físicamente, ya sea a través de palizas, golpes, y/o mediante agresiones sexuales. No pretendo, ni mucho menos, minimizar la gravedad de la violencia física, si no llamar la atención acerca de los efectos negativos que puede llegar a tener una jerarquización simplista de las diferentes expresiones violentas mediante las que actúa el sistema de dominación heteropatriarcal. Para Estela (2014) y para las otras, esto supone, en primer lugar, otra dificultad a la hora de identificar la situación de maltrato, que deriva finalmente en la autoinculpación (algo en lo que nos detendremos más adelante): “He visto alguna película en la que en la segunda escena él ya agarra a la mujer por el cuello. En muchos casos será así, pero a mí me pareció caricaturesco: él era sibilino, sutil, me parecía que hasta tenía talento para la manipulación. Y yo acababa tachándome de exagerada” (Estela, 2014)

A través de los cuerpos de las activistas, las consecuencias del maltrato se hacen visibles. Los cuerpos de Sofía, Estela y Maren, cambian, se endurecen, se encojen y enferman:

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“Yo fui relativamente consciente del proceso: notaba como cambiaba mis costumbres para por adecuarme a las suyas. Notaba la ansiedad y el miedo que me producía su desaprobación, sus cambios de ánimo que irremediablemente afectaban al mío. Recuerdo la sensación de rigidez y tensión constante en el cuerpo, y aquel punto de dolor, en medio del pecho. Como cambiaba mi entorno, mi físico, todo cuesta abajo. Ya no tenía ganas de relacionarme con nadie. Creo que intenté revelarme, rescatar la Sofía de otro tiempo, pero quedaba desdibujada, me parecía falsa, y solo veía ante mí todos los problemas que suponía ser una persona como yo. Esto me generaba mucha ansiedad.” (Sofía, 2015) “Al principio de conocernos, con los nervios que me producía la relación a tres y nuestras idas y venidas, adelgacé mucho en muy poco tiempo. Me asusté, tanto yo como mi entorno, y fui al médico. Él sin embargo me dijo que estaba mejor delgada, mucho mejor que cuándo me había conocido. Jugamos entonces a cuidarnos los dos, pero en realidad lo que él hacía era controlarme la comida. (…) Llegué a adelgazar tanto que me quedé sin regla.” (Estela, 2014) “Por aquella época yo sólo tenía dos estados: dolor de cabeza o dolor de cabeza insoportable. Padecía insomnio y tenía problemas de estómago y asma. Vivía en tal estado de ansiedad que en alguna ocasión llegué a tener miedo de estar volviéndome loca. En mi maleta de fin de semana no podían faltar ibuprofeno, Almax, el medicamento para el asma y orfidal (un tranquilizante).” (Estela, 2014)

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Pero también se niegan a tragar con aquello que no es suyo: “…tuvimos una conversación por teléfono, en la que él me echó en cara, muchísimas cosas, con mucha rabia, porque no le daba lo que él me pedía. (…) utilizó todas las cosas que sabía que podían hacerme daño, hasta que me entraron arcadas. Tuve que colgar y vomitar” (Maren, 2015)

Hasta aquí he intentado esbozar algunas de las cuestiones que considero fundamentales sobre violencia sexista, y en concreto, acerca de su expresión simbólica. Tras este previo y a lo largo de las siguientes líneas, abordaré con mayor precisión algunos de los mecanismos y efectos a través de los cuales se expresa la violencia dentro de los contextos sociales y políticos formalmente igualitarios.

III.2.2 EL CONTROL “Hacíamos todo juntos, pero porque él no quería que yo hiciera nada en lo que él no estuviera, así que cuando empezamos como pareja él se metió en el mismo partido político que yo.” (Estela, 2014)

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La violencia sexista se convierte en “un mecanismo de control sobre las mujeres, pero no solo como forma extrema, amenaza de castigo omnipresente que necesita ser provocada o desencadenada, sino que es una forma de relación normalizada y naturalizada y que por tanto puede ser ejercida sin necesidad de justificación” (Bilgune Feminista, 2008). El control tiene que ver directamente con el sometimiento a la norma heteropatriarcal, y haya sus condiciones de realización en la interiorización de la dogmática de la diferencia sexual y los roles tradicionales de género. En este sentido, y en el contexto que nos ocupa, controlar significa mantener la subordinación social y política de la mujer.

Las formas de ejercer el control pueden ser muchas, desde las más manifiestas, como las que relatan Irene, Estela y Miren: “Aprovechábamos para quedar cuándo él se desplazaba a dar una conferencia o por trabajo. Él establecía las normas sobre cuándo y cómo podíamos estar juntos.” (Irene, 2015)

“Yo aprovechaba para quedar con mis amigas y poner todas las citas que no le incluían el día que él trabajaba

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24 horas de seguido, de esta manera podía estar siempre con él. Pero un día me dijo que no le gustaba que yo saliera mientras él estaba trabajando. Que si quería salir que saliera, pero cuando él estaba en casa y así podía saber a qué hora volvía.” (Estela, 2014)

“Se metía con mi ropa, decía que vestía “como una puta”, o como “una tía buena”, que para él significaba lo mismo (…) Estábamos en el gaztetxe de juerga en un concierto, y yo llevaba falda. Cuando bailaba, la falda se me iba cayendo, y debajo solo llevaba un tanga. Yo me la volvía a subir, pero la falda seguía cayéndose. Entonces él vino hacia a mí y me dijo que le estaba poniendo en ridículo delante de todo el mundo, y que lo estaba haciendo a posta porque yo era una puta” (Miren, 2015)

Pasando por la crítica y el chantaje, tal y como advierte la propia Miren: Y me hacía chantaje: según él, si yo era feminista no podía vestirme así. También me lo hacía con la depilación: “¿por qué te depilas si dices que eres feminista?”” (Miren, 2015)

Hasta fórmulas mucho más insidiosas, que contemplan la advertencia y la amenaza velada: “Me puso a parir a varias de las chicas con las que había estado. Que si eran tontas del culo, estúpidas, que si una le había armado un numerito en la calle, y que a él lo que menos le gustaban eran los numeritos…insistía en ello. Luego entendí que de alguna manera, me estaba advirtiendo. (Maren, 2015)

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Sin embargo, para que el control sobre la subordinación sea efectivo, es necesaria la existencia de mecanismos mucho más sofisticados, que actúan previa inscripción en los cuerpos y la conformación de la subjetividad de las mujeres. Entre estos mecanismos o “esquemas de pensamiento incorporados” (Bourdieu, 2000) se encuentra la forma de entender y convivir con el amor en nuestras vidas, de amar y de ser amadas.

III.2.2.1 El mito del “amor romántico” como reverso ideológico de la dependencia emocional. “Desde el principio fue todo como un culebrón: los dos estábamos comprometidos con otras personas, pero habíamos sentido un flechazo brutal. Nos parecía que lo nuestro era único, dos personas elegidas” (Estela, 2014)

Me gustaría realizar un inciso antes de comenzar este apartado, en relación al análisis y argumentación que me dispongo a realizar. Las explicaciones entorno al funcionamiento de la fuerza o violencia simbólica y sus condiciones de posibilidad en relación a los procesos de

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subjetivación de las mujeres, pueden ofrecernos una visión homogénea de la categoría mujer, y transmitir, sin pretenderlo, una visión excesivamente simplista del los propios procesos de subjetivación. Tal y como advertíamos en nuestro marco teórico, la idea de un sujeto múltiple y contradictorio (Mouffe, 2001) en el que conviven una diversidad de discursos, su sobredeterminación y desplazamiento, se ajusta más a nuestro escenario que aquel que reivindica una supuesta unidad y homogeneidad del conjunto de sus posiciones. En los procesos de subjetivación intervienen por tanto, diversos esquemas de pensamiento que fluctúan entre sí, y ejercen una influencia desigual en la conformación subjetiva e identitaria de las mujeres, dando lugar a múltiples itinerarios posibles. Sin perder de vista esta cuestión –la complejidad y relatividad estos procesos-

intentaré explicar el

funcionamiento de las “disposiciones”, pero también de las estrategias que suponen una ruptura con las prescripciones establecidas.

En una gran síntesis de su funcionamiento, Bourdieu explica la capacidad de actuación de la fuerza simbólica en los cuerpos de las mujeres: “Las conminaciones constantes, silenciosas e invisibles que el mundo socialmente jerarquizado en el que están confinadas les dirige, preparan a las mujeres, en la medida por lo menos en las que las llaman explícitamente al

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orden, a aceptar como evidentes, naturales y obvias unas prescripciones y proscripciones arbitrarias que, inscritas en el orden de las cosas, se imprimen insensiblemente en el orden de los cuerpos” (Bourdieu, 2000; 75)

Lo que me gustaría analizar a continuación es cómo y en qué medida el mito del “amor romántico” ha influenciado las relaciones de maltrato de las activistas, teniendo en cuenta que parten de una posición crítica al respecto, y que la mayoría de las relaciones rompen con algunas de las premisas básicas que estructuran el mito. Para ello, repasaré, aunque sea someramente, parte de la dogmática del mismo, y me valdré de algunas de las conclusiones alcanzadas por un estudio que nos acerca, entre otras, a la relación que establecen con el amor las mujeres feministas.

Marcela Lagarde explica como las mujeres “somos construidas como seres del amor”. Esta construcción es propia de las sociedades occidentales, “que son aquellas que colocan este tipo de amor, el conyugal, como el centro de aspiraciones en la vida de las mujeres. Crecer, hacer cosas, estudiar, trabajar, y muchas cosas que tenemos por delante hoy en día las

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mujeres, adquieren un sentido secundario o paralelo, a encontrar el amor. Un amor idealizado, fantaseado, y construido con una enorme cantidad de mitos, de leyendas, de ideologías que permean nuestra conciencia y educan nuestros afectos” (Marcela Lagarde, 9/12/2013)40. A esta construcción, al servicio de la subordinación social y la explotación de las mujeres, se le ha llamado “mito del amor romántico”.

Una de las especificidades de esta ideología del amor es que presenta como objeto principal y hegemónico de posibilidad de amor la relación conyugal, monógama y heterosexual. De esta unión amorosa se habrán de desprender el resto de los afectos (maternales, familiares), estableciendo una jerarquía entre estos y otros que pueden surgir y habitar, con carácter secundario, alrededor de la pareja. Por supuesto, esta construcción no contempla los mismos roles para hombres y mujeres, si no que resulta, reproduce, y perpetúa la dominación masculina a través de la esencialización de los valores y deberes que establece para las mujeres dentro del vínculo amoroso: la de objetos deseados (y no a la vez que deseantes), y sostenedoras y garantes del cuidado de los hombres (Esteban y Távora, 2008). Tal y como

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Conferencia grabada de Marcela Lagarde (9/12/2013) [Visto el 2/09/2015]

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expresa Lagarde, “en el caso de las mujeres, se trata, principalmente de ser amadas” (Marcela Lagarde, 9/12/2013). Y solo serán merecedoras de este amor cuando hayan cumplido satisfactoriamente con dichos roles. La tensión existente entre amor y razón se evidencia en los resultados de las entrevistas a mujeres feministas que Mari Luz Esteban, Ana Távora y Rosa Medina Doménech obtuvieron en la investigación: “Salud, amor y desigualdad: identidades de género y prácticas de mujeres”. En ellas, se desprende el hecho de que el amor (como constructo social) continúa ocupando un lugar central en su visión del mundo, si bien está presente la conciencia sobre sus contraindicaciones y perjuicios: “En los discursos de las mujeres feministas ha quedado también de manifiesto la tensión entre el amor y la razón, la idea del amor como algo que escapa al control humano y obliga a perder los papeles (…) al mismo tiempo, todas son conscientes de las desventajas de las mujeres para vivir como iguales en nuestra sociedad y han insistido una y otra vez en las trampas culturales de una determinada ideología amorosa que da lugar a relaciones desiguales y a una profunda insatisfacción en la vida de muchas mujeres, como ha quedado reflejado

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también en estudios empíricos a gran escala, como los de Shere Hite (2002)” (Mari Luz Esteban y Ana Távora, 2008; 70).

En las narrativas de las activistas se da cuenta de relaciones sexo-afectivas dispares. La narrativa de Estela contempla una convivencia continua y que abarca algunos años. Sofía también llega a convivir con su pareja, pero de forma discontinua y en un periodo de tiempo más breve, pues la relación de rompe en menos de un año. En el caso de Miren, la relación dura un poco más. Se trata de parejas heterosexuales, socialmente reconocidas como tales, (novia-novio), y en las que se presupone cierta exclusividad afectiva.

Las relaciones de Irene y Maren continúan siendo heterosexuales, sin embargo, no hay una convivencia y no existe una exclusividad afectiva, ni el deseo de ser

reconocidas

socialmente como pareja: “El caso es que volvimos a coincidir, y hubo muy buen rollo. Un día quedamos. A partir de ahí me fue llamando, volvíamos a quedar, y fui dejando que entrara en mi vida. Su presencia me daba fuerza, o eso creía. No nos veíamos todos los días, quizás una vez al mes, o cada dos meses, o viajábamos juntos… no era una relación, era algo más liviano: teníamos “un rollo”” (Irene, 2015)

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2015

“Desde el principio le dije que no quería una relación con él. Nos gustábamos, nos íbamos a la cama, algún plan más y punto”. (Maren, 2015)

Vemos como la adscripción de las activistas contempla algunas fisuras que refrendan el origen cultural y de construcción social del mito. En las prácticas de Irene y de Sofía, por ejemplo, se evidencia una ruptura con la concepción tradicional del amor, monógama y conyugal: “Mantengo desde hace años una relación abierta con un hombre con el que a día de hoy tengo un hijo. Durante este tiempo, he tenido relaciones con otros hombres, algunas verdaderamente bonitas y especiales” (Irene, 2015)

Irene distribuye sus afectos y construye su propia relación con el amor, rompiendo así con algunos de los mitos que prescribe el amor romántico. Esta forma de relacionarse, fruto de la capacidad emancipadora del feminismo y la experiencia que adquiere en su relación con otras mujeres, hace que anteponga su bienestar, sus necesidades, y decida terminar con la relación que la agrede:

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“Y si me fui dando cuenta, poco a poco. En los periodos que pasábamos separados me daba tiempo para reflexionar acerca de sus actitudes. Claro, yo tenía hecho un trabajo previo, por haber vivido e intentado entender a mi ama, que también ha sufrido violencia, y por el entorno feminista en el que me había movido. Finalmente y después de pensar en todo aquello me dije, “Hasta aquí. Déjalo ya, esto te está desgastando demasiado…” (…) Creo que si hubiera sido una relación del día a día, a lo mejor no hubiera aguantado tanto. Hubiera encontrado estrategias para romper con ello antes.” (Irene, 2015)

Al inicio de su relación, Sofía mantiene varias relaciones sexo-afectivas a la vez. Una de las prioridades para ella es disfrutar del sexo y de las personas con las que lo comparte, sin que medie conflicto interno o externo: “Por aquel entonces yo disfrutaba del amor y del sexo sin compromisos. Salía un montón, y conocía a mucha gente. Mantenía varias relaciones a la vez, al mismo tiempo que seguía abierta a lo que pudiera surgir. Esto hizo que pasara algún tiempo hasta que aceptara volver a quedar. No sé porqué, pero esta segunda cita fue bastante mejor, y yo me ilusioné bastante. Sin embargo, aún pasaron algunos meses hasta que yo decidiera mantener una relación solo con él.” (Sofía, 2015)

Más adelante, cuándo Sofía decide centrar sus afectos en la relación que degenerará en maltrato, no puede evitar verse afectada por la construcción social del amor que la atraviesa y le asigna roles como el de cuidadora-satisfactora:

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“Empezó a tener cambios de humor repentinos. Podía estar excesivamente alegre o ilusionado con algo, y al de cinco minutos perder el interés y caer en la depresión más absoluta. Esto me desestabilizaba un montón… las mañanas, a la hora de levantarse de la cama, eran terribles para él… y para mi, que lo veía sufrir por no querer enfrentarse al día. Yo intentaba consolarle, darle ánimos, curarle. Pero nunca acertaba a hacerlo de la manera correcta, o suficiente como para que él se sintiera reconfortado. Llegó un momento en que yo vivía pendiente del teléfono para ver cómo le estaba yendo el día, como se encontraba… me destrozaba enfrentarme al hecho de que estuviera de bajón y yo no supiera qué hacer para poder consolarlo. Sentía que no estaba a la altura en muchos aspectos” (Sofía, 2015)

Tal y como indican Esteban y Távora, “la adscripción al poder afectivo llevará a las mujeres a establecer un tipo de relaciones íntimas que van a convertirse en la principal fuente para construir sus identidades”, así, el amor se convierte en parte intrínseca del proceso de individuación y sujeción de las mujeres de modo que “el interés de las mujeres no giraría alrededor de sus propias emociones o intereses, sino en el descubrimiento de las necesidades de otros, creyendo que en la medida que atienda lo que los otros necesitan va a tener garantizado su amor” (Esteban y Távora, 2008, 64). Sofía se responsabiliza del estado

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emocional de su compañero y termina culpabilizándose por no ser capaz de “sostener y garantizar” su cuidado, como contrapartida de su propia estabilidad y felicidad, que fundamenta en la reciprocidad afectiva. Para ella, la imposibilidad de cumplir con su rol es fuente de frustración y sufrimiento. “También me llamaba la atención como debíamos revestir todos nuestros planes de cierta “espectacularidad”. De esta manera, yo comenzaba el día nerviosa por ver si se me ocurría algún plan genial, y lo terminaba jodida porque finalmente no cumplía las expectativas. Él se sentía decepcionado, y todo se iba a la mierda… No me daba cuenta de que jamás llegaría a satisfacerlo por completo.” (Sofía, 2015)

Estela relata una escena muy parecida a la de Sofía: “Llegue a odiar los fines de semana. A mí me gusta dormir hasta mediodía, leer el periódico, improvisar… Nosotros nos levantábamos a las nueve de la mañana, desayunábamos y entonces él me preguntaba “¿Qué hacemos?”. Yo tenía que buscar una respuesta que le satisficiera, que no tenía por supuesto nada que ver con lo que me apetecía a mí. Pretendía que adivinara qué es lo que le apetecía hacer, y claro, no acertaba. Entonces, fallado aquel examen, ya empezábamos mal el fin de semana” (Estela, 2014)

Las dos situaciones tienen en común el rol que se les adjudica a ambas como satisfactoras de deseos y necesidades ajenas, y el castigo al que son sometidas por no ser capaces de cumplir

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con las expectativas que imponen sus parejas. Este castigo es percibido de forma externa (a través de los in­put negativos que reciben de sus parejas y/o su entorno) e interna (dadas las “disposiciones registradas” en los cuerpos de las activistas derivadas de su proceso de sujeción), pero se origina como consecuencia de su ubicación en un mismo sistema de poder y subordinación. De hecho, no me interesa que permanezca la idea de que existen estímulos que operan desde dentro y desde fuera a modo de mecanismos de represión, ni redundar o reforzar cualquier otra dicotomía. Me gustaría insistir en que la forma en la que actúan los mecanismos de control y subordinación es a modo de finísimo engranaje. Estela nos da cuenta, a través de su narrativa, de cómo actúan estos mecanismos en la precarización de su subjetividad: “En una ocasión en la que él volvió a viajar a los campamentos, me llamó desde Madrid avisándome de que iba a llegar para cenar en mi casa. Entonces yo me preparé ilusionada, compré un buen vino e hice una cena estupenda. Pasaron las horas, y él no aparecía. Llamé a un compañero que había hecho el viaje con él para ver si ya habían llegado, y sorprendido, me dijo que sí, que hacía ya un rato. Me armé de valor y le llamé, pero tenía el teléfono apagado. Era una noche de sábado y hasta el miércoles no tuve noticias de él. Fueron unos

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días terribles. En aquel momento fue cuándo me pregunté por primera vez a mi misma qué hacía yo con un hombre que tenía tan poco respeto hacia mí. Sin embargo, siempre había sido un tira y afloja: por un lado dejaba muy claro que sentía por mi algo que nunca jamás había sentido por nadie, y que eso solo le pasaba a cuatro elegidos en el mundo y una de ellas era yo. Pero por otro lado siempre había un no. Lo que por la mañana era de una manera por la tarde se convertía en otra, así que desarrollé una capacidad para estar alerta y escrutar su estado de ánimo constantemente. Era un “juego” perverso que logró desequilibrarme” (Estela, 2014)

Este juego perverso del “tira y afloja” que identifica Estela, es otro de los mecanismos mediante los cuales se ejerce violencia, con el objetivo de desestabilizar y someter. Tal y como explica Coral Herrera Gómez: “Son muchos los que saben que combinar el cariño con el maltrato hacia una mujer sirve para destrozar su autoestima y provocar su dependencia; por lo tanto, utilizan el binomio maltrato/ buen trato para enamorarlas perdidamente y así poder domarlas (…) numerosos novios y maridos tratan a las mujeres como yeguas salvajes que hay que domesticar para que sean fieles, sumisas y obedientes” (Coral Herrera Gómez, 2015; 13). Estela continúa con la lectura que hace de su experiencia: “En nuestra relación, así como durante la convivencia, nunca hubo etapas, aquello fue una montaña rusa constante. Había momentos en los que yo me sentía exagerada y seguramente irrealmente bien, y otros en los que me sentía fatal; lo que me generaba una ansiedad constante. Por eso yo siempre le digo a la gente que una

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relación no puede ser un juego de compensación. No puede ser “a veces estamos mal pero otras estamos bien, y eso compensa.” (Estela, 2014)

Si pensamos la sumisión “como el deseo de reconocimiento a través de otro lo bastante poderoso como para otorgarlo” (Esteban y Távora, 2008; 65, siguiendo a Jessica Benjamín, 1996), podemos empezar a escudriñar los entresijos de este particular engranaje. Este deseo de reconocimiento, que no es otro que el deseo del amor y del ser amadas, llega a poner en peligro la subjetividad de las mujeres. Como resultado, se genera una subjetividad precaria o la “renuncia a desarrollo de una misma como sujeto” (Ibídem, 65), dado que, como dice Estela, “Lo primero que hacen estos señores, que cuanto más listos son más listas les gustan sus víctimas, es hacerte olvidar lo que deseas, quién eres”. La precarización de la subjetividad de las mujeres activistas les resta, inevitablemente, capacidad de agencia: “Para entonces yo había perdido la naturalidad y me costaba tomar decisiones respecto a cómo comunicarnos. No hacía nada sin medir el impacto que ello tendría en nuestra relación” (Estela, 2014)

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Entre las narrativas de Sofía y Estela se entreteje un diálogo que da cuenta de su proceso de toma de conciencia, los sentimientos y las respuestas que encuentran al recordar y hacer una re-lectura de su vivencia. Cuadro III: La precarización de la subjetividad y toma de conciencia. III. ESTELA: Te olvidas de lo que tú quieres, de lo que te gusta, y entonces te olvidas de cuidarte. Es lo que dice Marcela Lagarde (cuándo lo leí se me cayó el corazón al suelo) “Cuándo no sabes lo que deseas te conviertes en territorio de deseos ajenos”. SOFÍA: Creo que intenté revelarme, rescatar la Sofía de otro tiempo, pero quedaba desdibujada, me parecía falsa, y solo veía ante mí todos los problemas que suponía ser una persona como yo. Esto me generaba mucha ansiedad… ESTELA: Lo primero que hacen estos señores, que cuanto más listos son más listas les gustan sus víctimas, es hacerte olvidar lo que deseas, quién eres. SOFÍA: Creo que tardé un mes en dejar de echarle de menos, y varios años en dejar de sentir rabia. Rabia por la mierda que había dejado que me echara encima, y rabia por cómo dejé que lo hiciera. Me sentía “usada”. Y si bien hacia dentro podía sentir algo de alivio cuándo me dejó, hacia afuera me sentía como una fracasada. ESTELA: Es sintomático de que has perdido el norte en una relación el hecho de que cosas de mierda te parezcan normales. Por eso una vez tomas conciencia, ya con perspectiva, echas la vista atrás y te preguntas cómo es posible que hayas tolerado ciertas historias. SOFÍA: Poco a poco me fui sintiendo mejor, a resituarme y a hacer una lectura en términos políticos.

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Recordemos como Anna Jónasdòttir afirma que “incluso con una relativa igualdad formal y socioeconómica, mujeres y hombres constituyen las partes centrales de una particular relación de explotación, en la que los hombres tienden a explotar las capacidades de las mujeres para el amor y transformarlas en modalidades individuales o colectivas de poder sobre las cuales ellas pierden el control” (Anna Jónasdóttir, 2011; 255). Las activistas identifican los efectos perversos de esta singular explotación, a través del uso del concepto “dependencia emocional”: “El me decía “Sé que soy un monstruo, sé que... no sé si te estoy maltratando pero…”. Él lo sabía, y me pedía disculpas. Entonces, yo pensaba que si él era consciente, había más posibilidades de que cambiara. Y creo que realmente estaba convencida de que podía cambiar a aquel tío. Así que le daba otra oportunidad, creyendo que él me quería y que yo lo quería a él. Pero realmente creo que solo le quise al principio… después era dependencia emocional.” (Miren, 2015)

La dependencia emocional es fruto de las relaciones de poder desiguales que se generan

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como consecuencia de este constructo ideológico del amor, a través de la influencia que ejerce en el proceso de individualización y subjetivación de las mujeres, y por ende, en la construcción de sus identidades. Ser mujer como categoría de género y adscripción a una serie de prescripciones culturales, deviene en que “no tener pareja se percibe y se experimenta, por lo general, como una carencia” (Esteban y Távora, 2008; 69), que, como en el caso de Sofía, pasa por pretender cubrir otras carencias afectivas: “Era algo así cómo: “En el trabajo todo es una mierda, prácticamente no tengo vida social, pero, al menos, mi vida de pareja está bien”. Pensé que la que necesitaba ir al psiquiatra era yo. Así que, como la pescadilla que se muerde la cola, la necesidad de apoyarme en él se agudizó, creando una relación de dependencia insana” (Sofía, 2015)

Para construir esta

particular relación de poder o de “dependencia” en las relaciones

amorosas, el objeto amado ha de convertirse en la fuente y receptor principal, si no único, de nuestros afectos. Esta hegemonía amorosa, unida a la jerarquización de los afectos, deviene al menos en dos cuestiones fundamentales íntimamente relacionadas entre sí. En primer lugar, en el aislamiento social y la consecuente evaporización de las potenciales redes de apoyo y contraste. Este aislamiento puede ser provocado de diferentes formas. En la narrativa de Estela, ella describe como su pareja selecciona a las personas con las que puede relacionarse, que resultan ser aquellas que no ponen en peligro su hegemonía:

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“Siempre he sido una persona muy sociable. Tenía y tengo a día de hoy una red enorme de amistades. Él seleccionó entre ellas a quienes tenían su visto bueno. Un amigo homosexual que vivía en otra ciudad y mis padres. Hacia afuera el aislamiento no fue muy evidente, porque coincidió con la época entorno a los treinta, en la que la gente se va a vivir con su pareja y se produce un pequeño distanciamiento. Además, siempre que nos encontrábamos con alguien él se mostraba encantador. Nadie me percibió infeliz, y no saltó ninguna alarma. Sin embargo, en aquel periodo acabé cortando muchas de mis amistades (…) El aislamiento, sumado a la amenaza del abandono y una relación tóxica de dependencia, había hecho qué prácticamente el centro de mi vida fuera hacer feliz a esa persona y obtener su aprobación” (Estela, 2014)

Para Miren, el hecho de no encontrar comprensión suficiente en su entorno hacia su situación, hace que sea ella misma la que rechace su compañía y vuelva a refugiarse en su relación: “Me responsabilizaban a mí por no poner freno a la situación. Al final, me quedé sin amistades. No me juntaba con la gente porque no las sentía amigas mías. Los fines de semana que regresaba a casa de mis padres, estallaba con ellos. Entonces la relación también se convirtió en mala. Acabé aislada. (…) Él lo creaba todo…

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pero también era quién me tranquilizaba. Había un “retorno bonito”, y yo no tenía a nadie más, así que confiaba en él y en que iba a cambiar.” (Miren, 2015)

En el caso de Sofía, el inmenso coste energético que conllevaba cubrir las necesidades de su pareja le dejaba exhausta y sin motivaciones ni autoestima para relacionarse con nadie más: “Yo conocía y saludaba a mucha gente, hablaba con todo el mundo, y creo que eso también le atrajo de mí. En aquel momento sin embargo, no me iban las cosas demasiado bien, ni en la relación con mis compañeros y compañeras de curro, ni con mi cuadrilla. Aún me quedaban algunas personas en las que podía apoyarme, pero casi no las veía, y cuándo hablaba con ellas les decía que todo iba bien en mi relación. (…)Ya no tenía ganas de relacionarme con nadie. Creo que intenté revelarme, rescatar la Sofía de otro tiempo, pero quedaba desdibujada, me parecía falsa, y solo veía ante mí todos los problemas que suponía ser una persona como yo.” (Sofía, 2015)

En segundo lugar, y como consecuencia de esta primera cuestión, se refuerza la posición de poder del dominante frente al dominado. Las palabras del dominante, sus juicios, valoraciones y necesidades, adquieren una significación mayor, e incluso llegan a establecerse en la conciencia del dominado, que se convierte en el “regulador de su propia angustia” (Esteban y Távora, 2008; 65), consiguiendo así que sean las propias dominadas las que se autorepriman:

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“Él enunciaba los requisitos de lo que era una mujer perfecta y yo no los cumplía ni de lejos. Me echaba en cara, por ejemplo, que yo no era una buena ama de casa. Y yo, ni lo he sido, ni lo quiero ser. En una ocasión le dije que me sentía como una niña que estaba constantemente presentándose a un examen que nunca aprobaba, y que encima no sabía el porqué. Para él sin embargo, reservaba una capacidad de autoindulgencia sin límites. Y yo le cuestionaba muy poco, con el tiempo cada vez menos” (Estela, 2014)

“Un día mientras intentaba animarlo, me dijo que mi energía le saturaba, que no podía con ella. Hay otras cosas, sutiles, que no recuerdo, pero que me iban restando fuerza y anulando. Pero ésta sí. Recuerdo como algo se rompió por dentro cuando me lo dijo. Y dejó un poso con el cual yo ya no me sentía legitimada para demostrar mi vitalidad o buen humor si veía que él no se sentía de igual manera” (Sofía, 2015)

Hegel da cuenta de este fenómeno que denomina “conciencia desventurada”, a través de lo que para nosotras resultan dos figuras metafóricas: el amo y el esclavo. Butler utiliza esta descripción cuando habla del problema de la sujeción, es decir, de cómo el sujeto se forma en la subordinación: “el amo, quien al principio parece ser externo al esclavo, re-emerge como la próxima conciencia de este” (Butler, 1998; 13).

71 Los celos

Estela describe cómo se instaura en ella esta “conciencia desventurada” a partir de la hegemonía amorosa en su relación. Además, incorpora otra de las expresiones legitimadas por la construcción ideológica del amor; los celos, fruto de la necesidad de reafirmación de la identidad masculina y el sentido de pertenencia: “En la situación en la que estaba, él era para mí el único hombre en el mundo. Pero se mostraba celoso de todos los hombres y mujeres del planeta. Según él yo me quería follar a todo Euskadi, y lo había hecho, de hecho. Incluso estando él delante, después de que algún conocido se parara en la calle a hablar con nosotros, me decía: “tú a este tío te lo quieres tirar, él quiere follarte y tú le has dado cuerda”. De esta manera me daba aún más argumentos para la autorepresión: Cómo el hecho de que hablara con determinadas personas le hacía sospechar y ponerse celoso, ponerse celoso generaba uno de sus días cruzados, y sus días cruzados me hacían sentir una puta mierda… yo prefería no dar motivos” (Estela, 2014)

En la narrativa de Miren, los episodios de celos y las agresiones se dan de forma repetida, pero siempre fuera del espacio de militancia, y dentro de lo que tanto el maltratador como las personas que lo rodean tienden a considerar el ámbito de privacidad de la pareja, un

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“asunto nuestro” como relata Miren. La dicotomía público/privado funciona tanto en la mentalidad del maltratador como en la de las activistas que son partícipes de las escenas, dando cuenta del efectivo funcionamiento de la fuerza simbólica a través de las “disposiciones registradas” en los cuerpos, y creando un filtro a través del cual justificar acciones violentas que de darse en cualquier otro contexto serían reprobadas: “Si veía que algún chico guapo llegaba a la universidad se ponía nervioso y celoso, sobre todo si estaba en nuestro entorno. Eso sí, siempre tenía una justificación para todo lo que hacía. En las reuniones no se comportaba así, pero en las movilizaciones o en el “poteo” sí, no se cortaba. (…)… si estaba hablando con algún otro chico, él se metía en medio y empezaba a cargar contra él. Me decía de todo, y yo acababa llorando a veces. Esas agresiones la gente las veía, porque eran evidentes. Pero nadie decía ni hacía nada, no al menos al principio. Para las personas que nos veían, aquello era un asunto nuestro, así que nadie se metía. ” (Miren, 2015)

Tal y como resume la activista feminista Irantzu Varela, “querer a alguien no significa tener control sobre su libertad (…) sospechar, desconfiar, y pretender interferir en los otros afectos de la persona a la que quieres, no es amor, es violencia.” (Irantzu Varela,

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31/10/2014)41 La culpa

Siguiendo con la metáfora del amo y el esclavo de Hegel, que utiliza Buttler (1997) en su explicación sobre la subordinación y el proceso de devenir sujeto, ésta explica cómo “la desventura de la conciencia emergente es su propia autocensura, el efecto de la transmutación del amo en realidad psíquica. Las auto-mortificaciones que pretenden corregir la insistente corporeidad de la autoconciencia instituyen la mala conciencia” (Butler, 1998; 13). La mala conciencia, las auto-mortificaciones, o “la culpa” están presentes en las narrativas de todas las activistas, así como en diferentes momentos de sus procesos. Han sido culpabilizadas y se han sentido culpables por no satisfacer las necesidades de sus parejas, como en el caso de Sofía (2015) y Estela (2014):

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“El amor”, El Tornillo (31/10/2014) https://www.youtube.com/watch?v=BeEp8BcTBME [Visto el

29/08/2015]

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“Él no me lo decía abiertamente, pero me culpabilizaba por el hecho de que nuestra relación fuera una mierda. Y yo también me culpabilizaba a mí misma. Sentía que lo había decepcionado, y yo me sentía una persona decepcionante” (Sofía, 2015)

“Con el tiempo entendí que era inútil, pero al principio le preguntaba qué le pasaba, qué porqué estaba así, que qué había hecho yo. El me respondía, “por nada” o “nada” o peor: “Tú sabrás”. Esta última respuesta dejaba claro qué él no estaba bien y que la responsabilidad de que no lo estuviera era mía. Entonces comenzaba a “auto-examinar” mi comportamiento en busca de aquél que podía haberle ofendido.” (Estela, 2014)

Culpables por su forma de quererles, por las decisiones que toman o han tomado, por cómo consideran que son o se han comportado ellas mismas, tal y cómo expresa Estela (2014): “Me sentía culpable por la forma en la que yo consideraba que le quería: demasiado obsesiva, demasiado dependiente. Me sentía culpable por haber dejado a mi marido, un tío maravilloso que se había portado de una manera excelente cuándo yo le había dicho que estaba enamorada de otra persona. Me sentía lo peor del mundo, la malvada que había roto el corazón de aquel buen chico, la malvada que le estaba robando el tío a otra mujer que ya tenía preparado el vestido de novia, y la “cutre” que no era capaz de retenerle del todo a él,

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pues sentía constantemente el peligro de que me abandonara. Vivía una situación de angustia, sin autoestima y en el miedo, que es desde dónde se construyó nuestra relación” (Estela, 2014)

Y finalmente, por haber soportado las vejaciones que les ha supuesto la relación, o incluso, por no querer soportarlas:

“Me criticaba duramente a mí misma por haber dejado entrar a esa persona en mi vida.” (Irene, 2015) “…hay algunas cosas que me chocaron: una es que primero me dijera que yo era como una enfermera que había venido a curarle (…) Relacionado con lo de la enfermera, creo que está la escena en la que se quedó a comer un día y le serví un plato, un plato del que solo comió las cosas que podía masticar, porque las drogas le habían dejado la dentadura hecha una mierda. Después de ver cómo apartaba con asco los trozos que no podía comer, me miró exigiéndome más (que no había). Estas escenas me generaban mala conciencia y rechazo. Mala conciencia porque veía en la situación que estaba, y que a mí no me salía quererle ni ayudarle como él quería, satisfacer sus deseos. Y rechazo porque yo no quería ser ni su enfermera ni su cuidadora, y él no tenía por qué exigirme nada” (Maren, 2015)

Para profundizar en las raíces de este particular “festival de la culpa”, diferentes autoras apelan a los modelos de relación dependientes que se establecen primordialmente a través de la educación tradicional de las niñas (Nora Levinton, 2000 cit. en Ana Távora y Mari Luz Esteban, 2008; Belén Nogueiras García, 2012), en las que se les asegura que un “buen comportamiento” logrará que sean aceptadas y gratificadas. Este “buen comportamiento”

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por supuesto, viene definido por el marco social y cultural en el que habitan, atravesado por las relaciones de género, y se corresponde con el sometimiento al cumplimiento de los roles asociados al sistema sexo-género- sexualidad, que incluyen: la responsabilidad de mantener la armonía en las relaciones, el estar atentas a las necesidades afectivas de los demás, cuidar, agradar, o estar siempre disponible, entre otros. Todas estas disposiciones requieren, por otro lado, sacrificio y abnegación, la renuncia personal, y el olvido de nosotras mismas (Nogueiras García, 2012). Según esta misma autora, “estos valores y actitudes producen en las mujeres sentimientos de culpa, fracaso, dependencia, inseguridad, así como comportamientos de sumisión” (Ibídem; 42).

Esta “sumisión primaria al poder” –modelos de relación basados en la dependencia que se establecen con las niñas- que se configura a través de la interpelación discursiva (Butler, 1997) y su inserción en un marco social y cultural atravesado por las relaciones de género, tiene un probado efecto duradero que actúa apoyándose en las “disposiciones registradas en los cuerpos” (Bourdieu, 2000), y que a su vez son resignificadas mediante los procesos de

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subjetivación feminista de las activistas. Es decir, que la subjetividad feminista interviene como elemento desestabilizador, y más tarde emancipador. De este modo, a pesar de la postura crítica de las activistas hacia este constructo ideológico y el contexto social específico en dónde se desarrollan las diferentes relaciones de maltrato, algunos de los mitos del amor romántico siguen actuando, con mayor o menor intensidad, como inscripción previa y paralela a la subjetivación feminista de las activistas. En la narrativa de Estela, esta tensión se expresa claramente. Por un lado, dice Estela: “En ningún momento nos cuestionamos si el tipo de relación que estábamos viviendo era coherente o no con nuestras ideas políticas. El discurso era más bien otro: éramos dos privilegiados a los cuales les está pasando algo que el resto de la gente sueña durante toda la vida que le pase. Lo que sentíamos era único y merecía la pena todo el sufrimiento.” (Estela, 2014)

Y al mismo tiempo, su proceso de empoderamiento y subjetivación feminista cumple un papel fundamental a la hora de decidir poner fin a la relación de maltrato: “No podía seguir leyendo acerca de mi libertad y autonomía, y tener a esa persona al lado” (Estela, 2014)

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Estela va adquiriendo una conciencia cada vez más profunda de su situación al sentirse interpelada por las ideas que aparecen durante la lectura de textos feministas.

III.2.3 EL LENGUAJE “La cosa estalló porque se puso furioso y finalmente no pudo contenerse. Me llamó “puta imbécil” delante de otras personas, en mi puesto de trabajo. Entonces volví a denunciar lo sucedido, pero esta vez lo puse en conocimiento de toda la asamblea del colectivo” (Maren, 2015)

El lenguaje, a través de las palabras (aquellas que se dicen, y aquellas que se callan), los gestos, y también los silencios, se hacen presentes en las narrativas de las activistas y son utilizados como armas arrojadizas con las cuales herir, humillar y someter. Al mismo tiempo, el lenguaje adquiere una vital importancia a la hora de transmitir la situación de violencia por la que se está o se ha atravesado, a la hora de significar la vivencia y trasladarla a las demás. “La violencia solo la pueden entender las personas que hablan tu

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mismo lenguaje”, dice Irene (2015) cuándo advierte de la complejidad que entraña comunicar lo vivido. Y el lenguaje, que va más allá de las palabras, también se convierte en la herramienta con la que las activistas conforman su propio discurso, y comienzan a reescribir su experiencia de forma resiliente. En este proceso haber hablado, leído o intercambiado con las otras cumple un papel fundamental.

-

Insultos y palabras

El maltratador políticamente correcto42 de Irene tiene un pasado de militancia en grupos anti-autoritarios, pero desde hace algunos años trabaja como profesor en una universidad: “sabe de un montón de cosas, tiene muy buena oratoria, se le invita a dar conferencias, tiene una gran capacidad para hacer una buena síntesis de la realidad en tres minutos… y a mí todo eso me fascinaba” relata Irene (2015). A día de hoy, continúa colaborando mucho con los movimientos sociales, incluido el feminista, y es una persona referente para muchos colectivos de izquierdas.

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Tomo prestado este término para referirme a los militantes maltratadores, del trabajo de Barbara Biglia y

Conchi San Martín (2007), si bien no puedo asegurar que haya sido acuñado por ellas.

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La “fascinación” por estos supermilitantes, o por aquello que representan, constituye otra constante en las narrativas de las activistas, principalmente al inicio de sus relaciones43. Desde esta posición, doblemente privilegiada, insulta y desvaloriza a Irene: “Nunca ha sido muy cariñoso, pero al principio, cuando nos enrollábamos o estábamos delante de más gente no me trataba mal. A solas sin embargo, me menospreciaba y me agredía verbalmente: “eres una ignorante, tú no tienes ni idea…” cosas así. Tiene mucha relación con un economista que yo admiro mucho, y cuando en una ocasión se me ocurrió comentarle que me encantaría conocerle, su respuesta fue tajante: “Tú no tienes nada que decirle, tú no tienes nada que aportarle.” (Irene, 2015)

El maltratador de Maren se enorgullece de ser un supermilitante. Su actividad de ocio, su entorno social, y su propia identidad vienen determinadas por la militancia. “Aunque esto le hacía ser bastante conocido, no tenía muchos amigos realmente, aunque de esto me di cuenta más tarde” (Maren, 2015). Maren y él coinciden en hasta dos colectivos, en uno de los cuales ella ejerce la figura de “liberada44”.

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“Me gustó por su sentido del humor y cómo hablaba de política. La verdad, era la cosa que más me atraía, sobre todo al principio, lo admiraba (…) habíamos sido compañeros de militancia y yo la verdad es que me abrí mucho con él. Le conté acerca de mi relación anterior, los problemas que había tenido en otro trabajo, y otras cosas que me hacían sufrir. El luego aprovecharía toda esta información para usarla en mi contra” (Maren, 2015)

Cuándo Maren decide terminar con la relación, la situación se vuelve tensa. Uno de los recursos que utiliza el maltratador para proyectar su frustración y rabia, además del chantaje, es el insulto y la agresión verbal: “Un día me montó una bronca tremenda por teléfono, mientras yo estaba en la oficina de la asociación. Le llamé para hablar de un proyecto que teníamos que gestionar y del que éramos los dos responsables. Sin venir a cuento, me empezó a llamar de todo: porque eres una mierda, mala, que te den por el culo… y me dijo que no

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La unión con esta especie de guerrero o gudari rojo, aparece como deseable en sus biografías. Este

espejismo, promete un escenario en el que sus necesidades de afecto se ven satisfechas, mientras que su desarrollo personal, sus inquietudes y las opciones de vida que ellas elijan serán respetadas gracias a una relación en igualdad. Así, el mito de “la media naranja” persiste, aunque maquillado para el contexto. 44

La figura de “liberada” o “liberado” en un colectivo, es aquella que a sueldo por la organización, que realiza

generalmente, labores de coordinación y mantenimiento.

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podríamos seguir en el proyecto, pero lo hacía como amenaza, como chantaje, no porque no le interesara continuar con él. Le colgué mientras seguía insultándome al otro lado. Entonces me vino a la mente que teníamos que sacar aquello adelante, y volví a llamarle. Terminó insultándome de nuevo.” (Maren 2015)

El celo por su trabajo que demuestra Maren será más tarde utilizado en su contra. Cuando el maltratador arremete públicamente contra ella, tergiversa lo ocurrido, intenta boicotearla y critica su trabajo como gestora acusándola de ser la culpable de la mala marcha de la asociación. Sin embargo, lo que en verdad nos interesa resaltar en este apartado, es la utilización de cualidades y calificativos que pretenden adquirir una significación peyorativa por el hecho de estar dirigidos hacia una mujer. El “supermilitante”, considera que Maren es “ambiciosa” en su trabajo, y que demuestra un exceso de celo por él, que resulta “sospechoso”. Así, el uso de las palabras, en apariencia inofensivas, pueden ocultar un trasfondo perverso: “Él sabía que llamarme “mala” tenía para mí un significado simbólico a través del cual podía hacerme daño” (Maren, 2015)

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“Siempre he sido una mujer grandota. (…) Llegué a adelgazar tanto que me quedé sin regla. Pero nunca era suficiente: me hacía comentarios disfrazados de cariño sobre mis cachas, o me decía que había echado tripilla. Sabía perfectamente que aquél era mi punto más débil, por eso en las ocasiones en las que discutimos y quiso humillarme a conciencia, me soltaba con toda su rabia un: “¡Gorda!”.” (Estela, 2014)

“Mala” y “Gorda” son palabras que, de forma descontextualizada, podrían pasar por formas de agresión menores. Sin embargo, la biografía específica de las activistas les confiere una carga simbólica mayor, cuyo origen mantiene una estrecha relación con los roles, valores y estereotipos que social y culturalmente se les atribuye a las mujeres. Éstas deben “ser buenas”, tal y como hemos mencionado más arriba, a cambio de ser correspondidas con los afectos que tanta incidencia han tenido en el desarrollo de su subjetividad. La “representación fallida” de este papel puede llegar a poner en entredicho la misma, generando angustia, frustración, sensación de fracaso… Por otro lado, la feminidad entendida como construcción social de la identidad establece ciertos parámetros según los cuales las mujeres deben constituirse para ser percibidas y miradas, es decir, dependientes de la aprobación externa. De este modo, la utilización del cuerpo permanece subordinada al punto de vista masculino (Bourdieu, 2000), nos puede llevar a “un estado de permanente inseguridad corporal, y simultáneamente, de alienación simbólica” (Dio Bleichmar, 2000; 195 cit. en Esteban y Távora, 2008). Finalmente, la

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imposición de ciertos estereotipos de belleza en la sociedad occidental, como la extrema delgadez, por ejemplo, confieren a la palabra “gorda” el carácter de calificativo peyorativo. Por último, las narrativas de Estela y Maren dan cuenta de la utilización consciente por parte de los maltratadores de estas palabras, con el objetivo explícito de desestabilizarlas y humillarlas.

Los silencios “El que no me hablara, por ejemplo, yo no lo identificaba como violencia. Como es una cuestión que me ha atravesado mucho, empecé a leer a Marie-France Hirigoyen, cuando habla de los silencios. Se trata de cuando una persona se enfada y te somete al silencio, no te contesta aunque sabe que te hace sufrir, y esa situación te genera angustia, porque desconoces la razón de su enfado. Y el silencio ha sido matador en esta relación para mí” (Irene, 2015)

Frente al imaginario que identifica el maltrato y el maltratador con la violencia explícita,

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las discusiones y los gritos, tal y como advierte Irene (2015), más allá de las palabras, los silencios también adquieren una significación en términos de violencia. Los maltratadores de Sofía, Estela e Irene se caracterizan por castigarlas no contestándoles, no dando explicaciones, evadiendo las discusiones y dejándoles con la palabra en la boca. “A veces se enfadaba conmigo por chorradas, y se ofendía muchísimo. Recuerdo que un día se llevó un disgusto y un rebote enorme porque no había preparado “proteínas” para cenar. En ocasiones como esa, no es que me gritara ni nada de eso, su forma de recriminarme era sumirse en un estado de apatía y no querer saber nada más. Yo intentaba hablarle, preguntarle qué le pasaba y porqué, pero no me contestaba. En cierto modo, sentía que le encantaba el drama. Más tarde, entre las recriminaciones que me hizo antes de dejarme, me diría que yo le gritaba. Pero en realidad, ¡no discutíamos nunca! Y eso a mí se me hacía raro porque soy muy discutidora, pero cuando hacía el amago, él me retiraba la mirada o se iba” (Sofía, 2015) “Ni siquiera discutíamos, porque si discutes puedes sacar lo peor que lleva dentro. Pero ni ese margen tenía. Como mucho por correo electrónico. (…) Imagínate lo que es estar con una persona cenando, y que te tires una hora sin que te responda a nada… Pues cuándo se enfadaba actuaba así. Ni siquiera me decía por qué se había enfadado. Y él sabía perfectamente que de esa manera me estaba haciendo daño, porque yo le transmitía la angustia que me creaba aquello. Vamos, que me volví sola y llorando en el avión, pensando de nuevo en cómo una persona que había sido referente durante tanto tiempo podía comportarse así conmigo” (Irene, 2015)

Me interesa traer aquí una de las ideas de Bourdieu con la que prácticamente abríamos este trabajo: “La visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de

“La violencia sexista en colectividades sociales y políticas de izquierdas: casos y procesos de resiliencia de mujeres activistas”

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enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu, 2000; 22). El comportamiento de los maltratadores, que desdeñan la petición de explicaciones por parte de sus parejas, se hace carne en estas palabras. Bourdieu continúa, “El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya”. Y efectivamente, sin que medie apenas un intercambio de palabras o razonamiento, Estela asume que lo sucedido es culpa suya: “En realidad, tuvimos muy pocas peleas, casi nunca discutíamos. (…) Cuando íbamos a tener un momento malo, yo intuía que le pasaba algo y aunque no sabía qué le pasaba, asumía que era culpa mía. Él no me decía casi nada, pero me lo dejaba muy claro: una de las formas era la mirada que ponía. Cuándo yo veía esa mirada, sabía que mi día se había ido a la mierda, que no había nada que se pudiera hacer, que era imposible que no me afectara y que por supuesto, era culpa mía.” (Estela, 2014)

Por último, me gustaría señalar cómo en las relaciones de maltrato de las activistas hay otros silencios muy significativos, en este caso aquellos que guardan ellas mismas. Tanto Sofía como Estela se niegan durante un tiempo a hablar con nadie de lo que sucede en su relación: “Estuvimos seis años juntos. Pero hasta que no se me cayó todo el equipo, yo no dije ni compartí nada con

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nadie. Creo que nunca conté los fallos de mi relación de pareja, primero porque me costaba a mí verlo, segundo porque significaba aceptar que por estar con este señor yo había abandonado al hombre “perfecto”. Habría sido admitir que la persona que yo había elegido contra viento y marea, era una mierda…” (Estela, 2014)

III.2.4 LA AGRESIÓN FÍSICA Y/O SEXUAL Las agresiones físicas o sexuales, a priori, podrían resultar expresiones de la violencia sexista más visibles y, por lo tanto, más difíciles de soslayar. Sin embargo, las colectividades de izquierda no son ajenas a este tipo de comportamiento, y tampoco a su justificación. Tal y como denuncian Unas/LasOtras, grupo catalán de autodefensa feminista, el hilo argumentativo que persigue silenciar este tipo de agresiones se adecúa al contexto y utiliza algunas de sus especificidades como “atenuantes”, mientras en el trasfondo persiste la dicotomía público-privado: “Las agresiones sexistas, los baboseos, las violaciones, son formas de opresión patriarcal que ocurren constantemente en nuestra cotidianidad y en nuestros espacios políticos y se amparan en múltiples paraguas que tienen que ver con las inercias sociales como el buen rollo, el contexto festivo, las drogas y la idea de que lo que ocurre en estos contextos forma parte de un ámbito privado y no político en el que todo vale. Este cóctel de elementos funciona como legitimador de las conductas de los agresores, y por lo tanto deslegitimador de los

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de los posibles sentimientos de malestar, protesta o respuesta de la agredida y permite que estas formas de violencia queden silenciadas (…) este tipo de acciones no son anécdotas aisladas sino que forman parte de violencia estructural y por tanto ejercerlas es ejercer una forma de violencia amparada en un privilegio social. Denunciarlas y combatirlas es una forma de hacer política. Aceptarlas y justificarlas también es por tanto un posicionamiento político en el sentido opuesto.” (Unas/LasOtras, en Tijeras para todas, 2009; 51)

Las narrativas de las activistas dan cuenta de este tipo de agresiones y otras, que suceden en contextos festivos, o de “poteo45”. Recordamos las palabras de Miren en dónde señalaba cómo el comportamiento de su agresor en este tipo de espacios era considerado un “asunto suyo”, y cómo, pese a las evidentes agresiones, ninguna compañera llegaba a intervenir: “En ocasiones fueron empujones, a veces me pegaba, quizás no directamente a mí, pero si tenía el trago en la mano le pegaba un manotazo y me lo tiraba al suelo… si estaba hablando con algún otro chico, él se metía en medio y empezaba a cargar contra él. Me decía de todo, y yo acababa llorando a veces. Esas agresiones la gente las veía, porque eran evidentes. Pero nadie decía ni hacía nada, no al menos al principio. Para las personas que nos veían, aquello era un asunto nuestro, así que nadie se metía. Además, él era “muy majo”…y muy “buen militante” y pertenecía a una organización superior, algo que se valoraba mucho.” (Miren, 2015)

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Las agresiones pueden venir motivadas por diferentes causas. En el caso de Maren, su maltratador tiene miedo de que ella haga públicos ciertos aspectos que motivaron la ruptura de su relación, y que podrían perjudicar su imagen de “supermilitante”. El ambiente, la confusión, y el alcohol harán que este episodio pase prácticamente desapercibido: “…tiempo más tarde cuándo ya le había dejado de ver, nos encontramos por casualidad de copas. Estaba con un compañero que acababa de dejarlo con su compañera, y a mí me salió decirle que él tampoco se había portado muy bien cuando decidí dejarlo. Recuerdo que me agarró del brazo con fuerza y me dijo entre dientes que no se me ocurriera decir esas cosas delante de los demás” (Maren, 2015)

Más allá de las agresiones que se dan teniendo como escenario de fondo el contexto festivo, la relación de pareja que mantienen las activistas permite que los maltratadores tengan acceso e influencia a diferentes ámbitos de sus vidas, como puede ser el laboral-militante o

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Tomar “potes” o tomar “copas”, ir “de poteo”, generalmente en grupo o cuadrilla, actividad que suele darse

después de la reunión, asamblea, o trabajo, es decir, aquellos ámbitos o espacios que son considerados dentro de la esfera pública y política según el sistema de ordenación heteropatriarcal. Se trata de espacios informales de militancia, pero se distingue por el ambiente festivo, relajado e informal, que, a diferencia del anterior y según la misma ordenación, pertenecería al ámbito de “lo privado”.

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el doméstico, entre otros. En el caso de las narrativas de las activistas, los mecanismos más utilizados en el primero de ellos son, la intimidación, el boicot y el chantaje.

III.2.3.1 La intimidación, el boicot y el chantaje “Te das cuenta de que tu relación de pareja es una puta mierda cuando en un momento que es importante para ti, tu pareja, no solo no está a la altura, sino que intenta boicotearte” (Estela 2014).

Tal y como relata Raquel Osborne, “la violencia contra las mujeres solo puede ser entendida dentro de una concepción de la mujer como una propiedad masculina, que cabe usar del modo que al varón apetezca (…) otra variante de la mujer como propiedad considera que una mujer pertenece a un determinado varón, criterio suficiente para catalogarla como “buena” o “mala” mujer. Las malas en sentido estricto son las promiscuas, las prostitutas, las lesbianas, y todavía en muchas sociedades las que se separan o divorcian” (Osborne, 2009; 69). Las malas añadiría, son, en general, aquellas que no se adecúan o performan

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según el ideal femenino y la construcción social del rol de la mujer. Una vez catalogadas como malas mujeres, son susceptibles de ser castigadas y humilladas sin que medie ninguna otra necesidad de justificación.

Por otro lado, el sentido de pertenencia, estrechamente ligado al control y a la obediencia, hace que aquellos que se consideran “dueños” de ellas, se presupongan los más legitimados para actuar y castigar. Cuando Estela decide comenzar a “contestar” a su maltratador, reivindicándose a ella misma en pequeñas cuestiones que atañen a su autonomía, su pareja realiza una lectura de estas acciones en términos de desobediencia y pérdida del control sobre ella. Esto hace que las estrategias de sometimiento y control que utiliza se vuelvan más abruptas y visibles: “Cuando empecé a darme cuenta de que yo esa mierda no la quería, todo fue peor, porque se sintió amenazado. Comencé por “desobedecerle” en cosas nimias: no estaba siempre super-preparada y ni depilada, no me metía con él en la cama cuándo a él le parecía que había que irse a dormir, no cogía el teléfono siempre e independientemente de dónde estuviera… es decir, tonterías. Pero él lo pilló enseguida. Se le empezó a acabar la paciencia y sus mecanismos de control y agresión se volvieron menos sutiles, del mismo modo, sus desquites más obvios. Pero cuanto más obvio era, más convencida estaba yo de que no era eso lo que quería en mi vida.” (Estela, 2014)

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Esta legitimidad que otorga el sistema heteropatriarcal para castigar a las malas mujeres aquellas que desoyen los deseos y prescripciones dictadas por el varón- hace que los maltratadores se conviertan en férreos “guardianes” del “orden de las cosas”46 de forma aún más explícita. Dentro del contexto que nos ocupa, los maltratadores reaccionan impidiendo la felicidad y tranquilidad de las activistas, evitando que cosechen ningún tipo de éxito, más aún en aquellos ámbitos que tradicionalmente les han sido vetados a las mujeres, y en los que podrían encontrar una autonomía emocional y material. Estela nos da cuenta de la secuencia de escenas que ilustra, en primer lugar, cómo su entonces pareja intenta boicotear un acto de vital importancia en su carrera profesional, procurando desestabilizarla: “El día anterior a irme de casa tuvimos mi socia y yo un evento clave en nuestra carrera. Yo estaba nerviosa e ilusionada. Entonces él me llamó por teléfono y me armó un pollo tremendo pocas horas antes de la presentación en público. Llegó la hora, y se sentó entre los asistentes junto a mis padres, como si nada. Cuando terminó, decidimos ir a celebrarlo con unos amigos. El hizo varios comentarios que nos hicieron

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sentir violentos respecto a uno de los chicos solteros que nos acompañaba y yo. Insistía en que quería follármelo. En un momento dado dijo “nos vamos”. No era tarde, y yo quería quedarme, así que después de discutir un poco él se fue y yo me quedé.” (Estela, 2014)

La autonomía que demuestra Estela es leída en términos de desobediencia por parte de su maltratador, que, desestabilizado a su vez, y dentro del ámbito doméstico, vuelve a agredir a Estela, esta vez con mayor brutalidad: “Cuando regresé a casa me soltó “Qué, ¿¿ya te lo has follado??”, le contesté que claro que no, e intenté entablar una conversación lo más serena posible con él. Pero él se dio la vuelta y no me contestaba. A las tres de la madrugada me despertó bruscamente y me gritó “¡¡Confiesa que te lo has follado!!”. En ese momento reaccioné y me enfrenté a él, aunque era mucho más grande que yo y hacía boxeo. Entonces se incorporó de rodillas sobre la cama y me puso su puño en la cara… Yo estaba alucinando. “¿Me vas a pegar?” le pregunté… Aquella noche, dormí con el spray de pimienta que él me había regalado debajo de la almohada.” (Estela, 2014)

Por último, y a tenor de sus hechos, intenta hacer aflorar sentimientos de culpa en ella:

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Expresión que utiliza Bourdieu para referirse al “orden masculino”.

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“Al día siguiente, cuándo se levantó para ir a trabajar, me dijo: “Ahora vas y les dices a tus amigas las putas feministas que soy un cabrón y un maltratador y que te he querido pegar.” “Es que me ibas a pegar, tenías el puño en mi cara y me querías pegar”. “Pero cómo eres tan hija de puta…”” (Estela, 2014)

A lo largo de la narrativa de Maren, el chantaje, la intimidación y el boicot son algunas de las estrategias que su maltratador utiliza con más frecuencia. Esta forma de actuar se recrudece una vez la activista decide romper con la relación sexo-afectiva que mantiene con él, es decir, cuando contraviene los deseos de su maltratador haciendo gala de su capacidad de decisión, su autonomía emocional y personal. A partir de este momento, para su maltratador Maren será merecedora de todo tipo de castigo, y para castigarla utiliza la información que tiene de ella y los espacios comunes, como los de militancia. En uno de ellos, además, trabaja Maren: “Aquello fue un calvario, porque él se propuso que lo fuera. Entraba sin saludar en el local, creaba situaciones

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de tensión, se iba dando portazos, buscaba el enfrentamiento… y yo rebajaba mi tomo para no darle motivos a que estallara, me hacía “pequeñita”. Yo me asustaba, porque no sabía por dónde podía salir. Era una especie de terrorismo. Esas situaciones también las había vivido mi antiguo compañero de trabajo, que en ocasiones tuvo que alargar su jornada de trabajo para evitar que me quedara a solas con este individuo.” (Maren, 2015)

Hemos mencionado con anterioridad como el celo que Maren demuestra por su trabajo, es utilizado en su contra por el maltratador. En esta ocasión, intenta chantajearla y boicotear su trabajo, responsabilizándola de la pérdida de fondos para el proyecto, habiendo sido él el único responsable del cese del flujo de dinero: “Algún tiempo más tarde, me envió un correo diciendo que la asociación a la pertenecía y que abonaba una cuota de 600 € anuales a la asociación dejaría de hacerlo, aunque él seguiría participando. Y me daba las “gracias” por ello, responsabilizándome. Me puse en contacto con la asociación para saber los motivos, y desde allí me dijeron, que este personaje se había dado de baja, así que, aunque aún no se lo habían planteado, suponían que eso quería decir que tampoco iban a seguir de socias” (Maren, 2015)

El sentido de pertenencia y la legitimidad que otorga el sistema heteropatriarcal para castigar a las mujeres que contravienen el ideal femenino y no demuestran sumisión, atraviesa no solo las expresiones de violencia que hemos apuntado en este epígrafe, sino todas las demás. Un claro ejemplo son las agresiones físicas y sexuales.

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III.2.3.2 Agresiones sexuales dentro de la pareja

Según la definición de Raquel Osborne, por agresión sexual se entiende, “cualquier tipo de actividad sexual cometida contra el deseo de una persona, ya sea con la utilización efectiva o amenaza de utilización de la fuerza, o por imposición de la voluntad del agresor por cualquier otro medio” (Osborne, 2009; 55). La palabra “fuerza” en esta definición queda relegada al espectro de la violencia física; sin embargo, en una segunda parte, la autora alude a la “imposición de la voluntad del agresor por cualquier otro medio”. Podríamos aventurar aquí que esta segunda parte pretende además dar cuenta de la trascendencia que la fuerza simbólica posee en este tipo de situaciones violentas, así como de su capacidad para explicar el amplio abanico de agresiones sexuales que resultan menos visibles. Pero lo cierto es que tal y como está formulada dicha definición, no nos ayuda a identificar aquellas agresiones que están más naturalizadas, y que al mismo tiempo, son también las más extendidas.

A pesar de que son cada vez más las voces y estadísticas que rompen con el imaginario

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colectivo que relaciona la violación con la siguiente escena: “una joven camina sola de noche, un desconocido la asalta y la fuerza brutalmente” (June Fernández, 2012), esta secuencia continúa influenciando nuestra mirada. Tal y como advierte Norma Vázquez “las agresiones sexuales que no se asimilan a ese imaginario de violaciones de película se normalizan, se las considera ‘otra cosa’, o se culpa a la víctima (que le provocó, que no dijo que no con la suficiente insistencia…)” (cit. en June Fernández, 2012). Vázquez sitúa el límite en la coacción: “si hay presiones, si el hombre no ha respetado el ‘no’ de la mujer”. Pero “reconoce que, a menudo, cuando el agresor es conocido, la línea que separa una relación consentida de una forzada es difusa” (Ibídem, 2012).

En la narrativa de Estela, encontramos un episodio que da cuenta de los condicionantes que convierten en “difusa” la línea del consentimiento, pero que sin embargo, leída desde la perspectiva de la actuación de la “fuerza simbólica” y el proceso de sujeción o subordinación, resulta bastante clara: “En una ocasión, sucedió que yo tenía que ausentarme quince días por trabajo. Debía coger dos aviones, y debido a un retraso, perdí el segundo. La compañía nos dio la opción de quedarnos en un hotel a pasar la noche, o volver a nuestra casa para coger el mismo avión a la mañana siguiente. Yo estaba muy enamorada y decidí volver a casa y pasar aquella noche con mi pareja. Durante ese viaje de vuelta, comencé a sentir un dolor

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espantoso debido a la menstruación, me sentía fatal. Cuando llegué a casa por la noche él quería tener sexo. No nos íbamos a ver en quince días y de alguna manera el tener sexo antes de marcharme parecía algo obligado. No podía aguantar la penetración por la vagina debido a los dolores, asique tuvimos sexo anal. Aquello no fue en contra de mi voluntad expresamente, pero lo cierto es que no me apetecía en absoluto. Me da mucha vergüenza contar esto, y no porque me avergüence de tener sexo anal, ni mucho menos. Fue por cómo me sentí en aquella ocasión, cómo me hizo sentir” (Estela, 2014)

Según Bourdieu, “la violencia simbólica se instituye a través de la adhesión

que el

dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o imaginarse a sí mismo o, mejor dicho para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural” (Bourdieu, 2000; 51). Estela no desea tener sexo, su pareja sí. Entonces, Estela considera que las circunstancias hacen que tenerlo parezca algo obligado. Al fin y al cabo aquello que Estela y su pareja comparten son los esquemas mentales asociados a un mundo simbólicamente estructurado, a un sistema de dominación

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heteropatriarcal. Siguiendo a Robert Christin, “una sociología del acto sexual revelaría que como siempre ocurre en una relación de dominación, las prácticas y las representaciones de los dos sexos no son en absoluto simétricas (…) el mismo acto sexual es concebido por el hombre como una forma de dominación, de apropiación, de “posesión”” (cit. en Bourdieu, 2000; 33-34). La representación que se le adjudica a Estela es otra, y está inscrita en las “disposiciones registradas” en su cuerpo. Cuando estas se activan, ella termina dejando a un lado sus deseos y necesidades, plegándose y satisfaciendo la voluntad de su pareja, no sin un coste para ella.

Más allá de estos determinantes, nos encontramos ante un ejemplo o expresión del modelo androcéntrico de sexualidad, centrado, tal y como su nombre indica, en el varón. Este modelo, adquiere, siguiendo a Osborne (2009) los siguientes rasgos:

- Coitocéntrico: Orientado hacia la penetración cómo forma central de obtención del placer, del mismo modo, no tiene en cuenta que la mujer puede obtener su placer tanto por esta como por otras vías. - Centralidad del deseo sexual masculino. - Se prima la cantidad por encima de la calidad del encuentro sexual.

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- Considera el deseo sexual masculino incontinente, fruto de un impulso irrepremible e irrefrenable. - Negación del derecho al placer femenino y/o total directividad del varón en la relación.

Este modelo atraviesa la relación sexual que Estela mantiene con su pareja, y resulta muy significativo a la hora de analizar lo sucedido en términos de desigualdad y violencia. A través de esta vivencia, podemos intuir claramente cómo las líneas entre la llamada violencia física o sexual se desdibujan respecto a la violencia simbólica, lo que nos da cuenta, tal y como hemos mencionado más arriba, de la escasa utilidad de ciertas simplificaciones en términos de jerarquía. La violencia sexista adquiere múltiples expresiones que actúan sobreponiéndose entre ellas, dentro de un marco estructural que promueve su reproducción y legitima su papel instrumental. Llegadas a este punto, dejamos a un lado el análisis de la violencia en las narrativas de las activistas, para pasar al análisis de sus procesos de resiliencia. Esto no quiere decir, ni

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mucho menos, que durante este proceso no se hayan detectado ni hayan sido afectadas por la violencia: no existen líneas que separen completamente una etapa y otra. Sin embargo, la lectura en términos políticos de su experiencia de maltrato, y la visualización de apoyos que acompañen su decisión y proceso, resultan factores fundamentales para terminar, confrontar la relación, y hacerlo en términos de resiliencia.

III.3 LOS PROCESOS DE RESILIENCIA. Las narrativas de las activistas dan cuenta de sus procesos de resiliencia respecto a su relación de maltrato, y lo hacen en términos preeminentemente políticos. Por lo tanto, lo que nos interesa destacar y visibilizar a continuación, son los factores que intervienen en la adquisición de conciencia de las relaciones de poder que han atravesado la experiencia de las activistas, y que éstas trasladen lo vivido del plano personal o privado al público y político, superando la dicotomía inscrita en sus cuerpos. Entre los factores que he identificado, destacan tres: la interpelación de otras mujeres o experiencias; los tiempos, como elemento transversal y necesario para la re-configuración del discurso y re-fortalecimiento de la subjetividad precarizada de las activistas; y el feminismo como espacio de encuentro y reflexión.

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III.3.1 La mirada de las “otras”. “En una ocasión en la que iba conduciendo yo y me equivoqué de camino, le dio tanta rabia que se enfadó. Bajamos del coche, y mientras íbamos paseando me agarró de la oreja, medio en broma, medio en serio, pero con la misma actitud altanera... Creo que estaba tan alucinada que no pude reaccionar. En otra ocasión en el Casco Viejo, me agarró con fuerza del hombro. Recuerdo como una chica nos miraba… y cómo yo no me sentí agredida en el momento, sino hasta que vi aquella mirada. Aquel fue uno de los momentos claves en los que dices: algo no va bien” (Irene, 2015)

A lo largo del apartado dedicado al análisis de las narrativas de las activistas hemos tenido la oportunidad de comprobar cómo, tanto el trabajo conjunto con mujeres, sus experiencias, y el contacto y la interpelación de aquellas más cercanas, han tenido una especial influencia en el proceso de subjetivación feminista de las activistas. Tal y como explica Marcela Lagarde “Juntas, vamos construyendo un modelo, porque de la experiencia de una mujer nos

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beneficiamos todas. Aunque ni lo sepamos, cambios que hacemos en nuestras vidas los hemos tomado de otras” (Marcela Lagarde, 2009; 2). La política de la sororidad, en palabras de esta misma autora, conlleva “un principio de reciprocidad que potencia la diversidad. Implica compartir recursos, tareas…” (Ibídem; 4), de enfrentar la misoginia y empoderar a las mujeres respetando su diversidad. Esta “política” vuelve a estar presente, y con una significación central, en su proceso de toma de conciencia. Tal y como explica Irene (2015): “Había trabajado con mujeres que han sufrido violencia en otros países y he tenido que escuchar y leer muchas cosas. Tengo mucha documentación y empecé a empaparme, solo que en vez de pensar en ellas, empecé a pensar en mí. Y empecé a identificar en aquellos relatos muchas de las cosas que me estaban pasando a mí.” (Irene, 2015)

En el caso de Miren (2015), que otra mujer ponga palabras a su vivencia deviene fundamental, sin embargo, no menos determinante es el hecho de que finalmente visualice cierta empatía y se sienta apoyada por su entorno: “Fue una compañera de piso la que un día ató cabos y definió aquello como una agresión sexista. Igual todas lo sabíamos, pero a veces pasa que necesitas verlo escrito para darte cuenta ¿no? Pues ella hizo eso. Ella era la responsable de nuestro colectivo y me dijo que iba a hablar con los jefes de la organización que estaba por encima de nosotras para que le echaran. Yo también debía que poner de mi parte y dejarlo, pero ya no era una exigencia como en veces anteriores. En aquella conversación pude ver un apoyo. Que me dijeran, “si lo dejas,

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le echamos”… y en una semana yo lo había dejado con él. Y de la manera más tonta. Estábamos en el gaztetxe de juerga en un concierto, y yo llevaba falda. Cuando bailaba, la falda se me iba cayendo, y debajo solo llevaba un tanga. Yo me la volvía a subir, pero la falda seguía cayéndose. Entonces él vino hacia a mí y me dijo que le estaba poniendo en ridículo delante de todo el mundo, y que lo estaba haciendo a posta porque yo era una puta. Entonces le dije: “Te dejo”. Já. Y sabía que esta era la definitiva. Al día siguiente, ya no era como otras veces. No sentía su falta. Cero.” (Miren, 2015).

El apoyo brindado por el entorno, y en la mayoría de los casos por aquellas mujeres con las que mantienen lazos de afinidad y amistad, resulta además un buen dispositivo de contraste, a través del cual las activistas refuerzan su propia lectura de lo sucedido: “Mi pareja me apoyó, pero sobretodo fueron mis amigas.” (Irene, 2015)

“…pasaron unos meses más antes de que, acompañada, fuera a recoger mis cosas. Aquel día le vi más fuera de sí que nunca, pero me gustó el hecho de que yo ya no le tenía miedo. Sin embargo, para las personas que me acompañaban y que le conocían, aquello fue un shock. Acabó empujando a una de ellas y lanzando un puñetazo (que afortunadamente paró) a otra, que era la primera vez que veía. A mí me lanzó a la cara el dinero que me debía y por supuesto me gritó ¡Gorda! Mi amiga, que tiene cierta experiencia en esto, bajaba las

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escaleras repitiendo “Este tío es un maltratador, este tío es un maltratador…”. Fue la primera vez que gente de mi entorno presenciaba cómo yo había vivido con un maltratador. También fue la primera vez que yo tomé conciencia real de ello” (Estela, 2014).

Por otro lado, es necesario explicitar también cómo frente a la política de la sororidad entre mujeres, coexisten otros vínculos o expresiones que actúan en favor de la misoginia. Esta “mirada de las otras” adquiere un reverso perverso cuando son precisamente mujeres que pertenecen a grupos feministas o al mismo colectivo, las que agreden o hacen gala de un particular analfabetismo político. Este es el caso de Miren, Estela, y Maren; “A pesar de haberle echado, en su ciudad natal seguía teniendo apoyos. Y aunque se suponía que no debía estar, me lo encontré de nuevo en una fiesta de la organización que se celebraba allí. Su hermana mayor, que milita (o militaba, no sé) en un grupo feminista, fue la primera que se me acercó gritándome: “¡¿Qué mi hermano es un maltratador?! ¡Tú no sabes lo que es un maltratador! ¡Fuera de aquí! ¡¡Este es nuestro espacio!!”. Nos insultaron, nos pusieron zancadillas…” (Miren, 2015). “Una militante feminista que le conocía muy bien, cuando lo supo, me dijo que me tenía que haber dado cuenta antes, y que si hubiera militado antes en el feminismo no me hubiera pasado.” (Estela, 2015)

“Cuando se inició la discusión por correo electrónico, a través de la cual el contó su versión tergiversada de los hechos, y yo le rebatí, una compañera del colectivo contestó diciendo que aquello parecía un patio de colegio,

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y que lo que teníamos que hacer es dejar a un lado temas personales para trabajar por sacar la asociación adelante. Cuándo lo leí, me sentí humillada, me llené de rabia, y me dio un ataque de ansiedad.” (Maren, 2015)

III.3.2 Los tiempos “Pasó un año y yo volvía a sentirme yo misma, a emerger.” (Miren, 2015)

Los tiempos, el tiempo, se revela como uno de los elementos transversales y necesarios para la re-configuración del discurso y fortalecimiento de la subjetividad precarizada de las activistas. Por un lado, encontramos que hay un tiempo necesario para dejar de sentir vergüenza, para dejar de sentir culpa y fragilidad, y paralelamente hacer una re-lectura de lo vivido en términos políticos. Así lo expresan Maren e Irene: “Tarde un tiempo en darle otro sentido a mi historia. Al principio era más una intuición la que me decía que estaba atravesada por cuestiones de género, pero el “plano” completo lo he visualizado después. Cómo y porqué se comportaron, tanto él como algunas de las personas del colectivo, de aquella manera. Ha sido un

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proceso doloroso y un aprendizaje a la vez. Me da vergüenza reconocerlo, pero al principio me daba miedo encontrarme lo por la calle, y en más de una ocasión me he escondido. Mi pareja me decía “¿De qué tienes miedo?, es un cobarde, ¿no lo ves? no ha dado la cara nunca, va de víctima”. Ahora sí. Ahora le veo como lo que es, un cobarde, un misógino, una miseria de persona. Y también reconozco que en más de una ocasión he fraguado en mi mente planes para pincharle las ruedas de la bici, ¡cabrón!” (Maren, 2015) (…) Al principio me daba hasta vergüenza pensar en mi misma aguantando todo aquello. Pensar en lo que soy yo, una mujer con carácter y firme en mis planteamientos… pero con él, o cuando pensaba en él, no sentía esa fortaleza. Lo que primero tuve que hacer es un trabajo personal.” (Irene, 2015)

Para Sofía, si bien es su pareja quien decide poner fin a la relación, la ruptura resulta ser una liberación, algo que percibe casi de inmediato: “A la mañana siguiente cuando me desperté sola en mi cama de 1,60… me sentí extrañamente bien. Me sentí, inexplicablemente más yo. (…) Creo que tardé un mes en dejar de echarle de menos, y varios años en dejar de sentir rabia. Rabia por la mierda que había dejado que me echara encima, y rabia por cómo dejé que lo hiciera. Me sentía “usada”.” (Sofía, 2015)

Tal y como advertíamos más arriba, el sentido de pertenencia legitima la postura del maltratador de Sofía, que la utiliza como paño de lágrimas. Por otro lado, la rabia que siente Sofía, constituye un estadio ineludible y adscrito al sentimiento de honesto enfado que actúa

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como dinamizador del cambio social. En este caso, la re-lectura en términos políticos de su vivencia y el afianzamiento de su subjetividad feminista. En las narrativas de las activistas también aparecen otro tipo de tiempos, aquellos que sirven para recuperar la memoria de las cosas que les gustan, tal y como relata Estela: “Una de las cosas que más me costó recuperar, fue la memoria de las cosas que me gustaban. A mí no me gusta echarme la siesta y no me gustan los yogures de piña. Sin embargo, había llegado a creer que me gustaba echarme después de comer y hasta meses después de dejarle, estuve comprando yogures de piña que luego tiraba porque se me caducaban. A mí me gusta el sexo por la mañana y echarle vinagre a las ensaladas. Llegué a pensar que no me gustaba el sexo por la mañana y pasaron meses antes de que volviera a comprar vinagre.”

Por último, nos encontramos con la sensación del tiempo perdido. Algunas de las activistas, y en especial Estela, no pueden evitar sufrir al pensar en el tiempo que han perdido junto a estas personas: “Todas estas cosas pueden parecer tonterías, pero lo cierto es que sucedió lo mismo con la decisión de no tener hijos. Yo compartí mi vida con esta persona de los 29 a los 35, un periodo clave para decidir esa cuestión. Sin

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embargo yo llegué a convencerme de que no quería tenerlos. Me horroriza pensar que he perdido todos esos años junto a él. Todas estas cosas pueden parecer banalidades, pero lo que demuestran es hasta qué punto te anulas.” (Estela, 2014)

Estas cuestiones nos dan cuenta de la importancia de este elemento, y la necesidad de respetar el tiempo que cada mujer necesita para confrontar su vivencia, que, tal y como indica esta activista, no puede evitar dejar secuelas: “Aún tengo ciertas “secuelas”. Ya casi no me siento culpable, pero a día de hoy tengo una intolerancia muy grande a que me griten, y más a que me grite un hombre. Tampoco me gusta que me llamen con diminutivos, chiquitina, nena, princesa… resulta ridículo además llamarme a mi “pequeñita” cuándo soy una mujer grande. Ya no me medico, no tengo problemas de estómago, ni asma.” (Estela, 2014)

Algunas de estas secuelas son sin embargo, muy positivas. Tal y como explicaremos en el siguiente apartado, durante el tiempo que emplean las activistas en resituar su vivencia y resituarse ellas mismas a través de los procesos de autoconciencia que inician, su subjetividad feminista se ve reforzada, actuando –el feminismo- de palanca de transformación y espacio de encuentro para todas ellas.

III.3.3 La autoconciencia: el feminismo como punto de encuentro, reflexión y subjetivación.

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La autoconciencia, tal y como advertíamos, es uno de los mecanismos que acompaña la comprensión y re-lectura en términos políticos de las relaciones de maltrato, y en consecuencia, aquella que posibilita la resiliencia. Uno de de los elementos centrales que inciden en el proceso de resiliencia de las activistas es, sin duda, su relación con el feminismo y su propio proceso de subjetivación feminista. Tal y como hemos avanzado antes, y retomando el esquema de Butler (1997), la “subordinación primaria” ejercida a través de la interpelación al inicio del proceso de sujeción de las mujeres, es re-significada en términos de resiliencia, a través del poder emancipador de la teoría y praxis feminista. La gran mayoría de las activistas coinciden en afirmar que su experiencia ha supuesto un reforzamiento

de su identidad feminista,

siguiendo con la idea de que lo vivencial actúa de forma más profunda y duradera en la conformación del sujeto. Así lo expresan Sofía y Estela: “La relación que tuvimos hizo que me acercara más al feminismo, que me pusiera a reflexionar entorno a mi experiencia y los porqués. Me ha costado mucho identificar aquello como violencia psicológica, y a él como

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un misógino. Lo primero que me decía a mi misma era si no estaría exagerando, o hasta qué punto no tuve yo también la culpa de cómo sucedieron las cosas. Pero enfocarlo desde una perspectiva feminista me ha ayudado a comprender y comprenderme. Por eso creo que es necesario que los tíos sean conscientes de cómo nos atraviesan los mandatos de género, y se responsabilicen de la parte que les toca.” (Sofía, 2015) “Yo nunca habría sido tan feminista, ni lo viviría desde la perspectiva que lo vivo si no me hubiera pasado esto. Lo de que “lo personal es político” no me lo necesito tatuar porque lo llevo en las entrañas. En los talleres y en mis trabajos, con las mujeres con quién más conecto son las que están atreviéndose a decir que son feministas, no con las feministas ya convencidas. Y esto me parece maravilloso, porque lo que tenemos que hacer es proselitismo y ser cada vez más.” (Estela, 2014)

Por último, y tal como advierte Miren, “El feminismo le está diciendo a la gente que entre nosotras también pasan estas cosas, que no somos islas. Y también creo que ha habido un cambio de estrategia y que el feminismo está más presente que nunca. Pero aún queda mucho por hacer” (Miren, 2015). En este sentido, Estela apunta a la conveniencia de trabajar estas vivencias de forma colectiva, pero también advierte de las resistencias que encuentra dentro y fuera del movimiento. Estas resistencias no son sino otra de las expresiones de la persistencia de la dicotomía público-privado dentro de nuestros espacios:

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“Creo que dentro del mundo feminista podría ser “terapéutico”, podría legitimar nuestro discurso, el hecho de contar que nosotras también hemos sido víctimas de violencia. Pero resulta complicado entrar en detalles personales, en testimonios, cuando lo que te piden es una charla política.” (Estela, 2015)

IV. CONCLUSIONES En general, dentro de los colectivos sociales y políticos de izquierdas se da una continuidad en las causas y formas de ejercer la violencia sexista respecto a casos de violencia en otros contextos sociales, dado que dentro de los colectivos persisten las mismas lógicas que posibilitan la violencia y su justificación que en cualquier otro contexto social y cultural. Por eso, una de mis obsesiones ha sido hacer hincapié en las violencias menos habladas, y en cómo estas actúan precarizando la subjetividad de estas mujeres, minando su autoestima y su capacidad de agencia, para intentar explicar cuáles son las condiciones de posibilidad de este maltrato y estas relaciones de subordinación. Pero también hay características específicas que rodean estos casos de violencia que tienen que ver con su condición de activistas, de feministas, y con el entorno que les rodea. La negación del sexismo en el seno de los

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colectivos significa la negación de la historia de las activistas, la relación de maltrato que han vivido, y la posibilidad de hacer una relectura de lo vivido en términos políticos, lo que sin duda afecta a sus procesos de resiliencia. Negar el sexismo conlleva además no crear las condiciones necesarias para enfrentarlo, contribuyendo a la generación de situaciones aún más perversas. Entre otras cuestiones, una dificultad añadida a la hora de identificar la discriminación y las agresiones en términos sexistas y actuar frente a las mismas, que deviene en una mayor indignación y frustración por parte de las agredidas. Dentro de los colectivos mixtos se da una jerarquización de las diversas luchas, según la cual, combatir el sexismo queda postergado hasta la consecución del resto de reivindicaciones en torno a las cuales se articulan. En consecuencia, la violencia política será aquella que se ejerce frente y sobre los intereses y demandas de la organización, mientras que la violencia sexista es relegada al ámbito de lo privado, en dónde actúan las mismas disposiciones que en otros contextos, y por ende, los mismos mecanismos de justificación y evasión de responsabilidades.

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Para las mujeres activistas una de las dificultades para reconocer, identificar y actuar frente a la situación de maltrato y violencia es la persistencia de la concepción racional del sujeto, frente a un sujeto múltiple y contradictorio (Mouffe, 2001). Esta última concepción de sujeto nos acerca más al abandono del imaginario colectivo que otorga una serie de cualidades y características específicas a los maltratadores, o que coloca la posibilidad de maltrato en unos espacios y no en otros. Resulta significativo el hecho de que la mayoría de las activistas señale cómo su vinculación con el feminismo se ve reforzada tras su experiencia. Así, el feminismo aparece como un escenario de encuentro y reflexión común a todas ellas. A lo largo de las narrativas se pone en evidencia la tensión entre la “subordinación primaria al poder” (Butler, 1997) y el proceso de subjetivación feminista de las activistas. Esta subordinación primaria, que se ejerce al inicio del proceso de devenir sujeto de las activistas a través de la interpelación discursiva, y se configura en base a los valores asociados al esquema sexo-género-sexualidad. La inscripción en los cuerpos de ésta actuará

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a través de las “disposiciones registradas” (Bourdieu, 2000) que son reforzadas a su vez por todos los agentes socializantes, y refrendadas por las instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, que intervienen en nuestra cotidianidad más íntima. Frente a las mismas, los procesos

de subjetivación feminista de las activistas

intervienen como

elemento desestabilizador, y más tarde emancipador, al tener la capacidad de re-significar la experiencia vivida. El proceso de subjetivación feminista de las activistas, es percibido como un proceso voluntario, a veces circunstancial, pero siempre vivencial, en el que intervienen con especial relevancia los espacios para la “autoconciencia” y la mirada de “las otras”. La lucha que emprenden las activistas para visibilizar y politizar su experiencia de maltrato comienza en el momento en el que adquieren conciencia de las relaciones de poder que atraviesan su experiencia, y trasladan lo vivido del plano personal o privado al público y político, superando la dicotomía inscrita en sus cuerpos. En ese momento de inflexión, previo incluso a la externalización de lo sucedido, comienza la revolución silenciosa capaz de subvertir las disposiciones de la “fuerza simbólica”.

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Algunos límites de trabajo y propuestas de investigación a futuro

A lo largo del presente trabajo he ido señalando aquellos límites que he identificado como tales. En primer lugar, planteaba como la procedencia y/o ámbito de militancia de las activistas que han participado a través de sus narrativas en este trabajo, circunscribía los resultados y las conclusiones alcanzadas a un contexto sociocultural concreto, aquel en el que las vivencias son leídas. Se trata además de mujeres residentes en el País Vasco, blancas, sin diversidad funcional, con estudios superiores, económicamente independientes y que dan cuenta de su vivencia violenta con un sujeto hombre. Estas características comunes, si bien pudieran ser representativas del ámbito de investigación de la violencia sexista que nos ocupa, no incluyen otras categorías sociales (raza, origen étnico, lengua, edad, diversidad funcional, patrimonio, orientación sexual, etc.) que atraviesan a las mujeres y que pueden configurar diferentes niveles de discriminación o desigualdad social, afectando a sus posibles casos de violencia. En este sentido, una de las posibles líneas para investigación podría ser la inclusión de estos otros perfiles de activistas, y analizar cómo las mencionadas

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categorías sociales interseccionan entre sí.

En segundo lugar, y en este mismo sentido, advertía de los límites asociados a la no inclusión de otras subjetividades genéricas susceptibles de ser receptoras de violencia, lo cual nos da cuenta de nuevo de manera parcial de las características de la violencia relativa al género. Tal y como mencionaba en el párrafo anterior, la inclusión de estos otros perfiles dentro y fuera de las colectividades sociopolíticas de izquierdas podría ser otro campo de investigación posible.

En tercer lugar, se sitúa el límite asociado a la no inclusión de los procesos de gestión colectiva de los casos de violencia por los que atraviesan las activistas y que son denunciados al interno de sus respectivos colectivos. Se trata de una cuestión fundamental para completar el análisis de la violencia sexista en colectividades políticas de izquierdas.

En cuarto lugar, considero necesario abordar en mayor profundidad cuales son las características específicas que envuelven al maltratador políticamente correcto, y cómo su situación estratégica dificulta la identificación y gestión del caso. En definitiva, considero que el análisis de su figura, unido al análisis del contexto en el que se sitúa, nos sirve para

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poner el tela de juicio algunas de las disposiciones con las que a día de hoy enfrentamos la violencia sexista dentro y fuera de los espacios de transformación social, como son, el imaginario asociado al maltratador, la dicotomía público-privado, y el esquema víctima agresor, entre otras.

Estas dos últimas cuestiones, el análisis de los procesos de gestión de violencia sexista al interno de los colectivos, y la asociada a las características de los maltratadores políticamente correctos, serán abordadas dentro del proyecto de Tesis Doctoral en el que se imbrica el presente Trabajo Fin de Master (TFM), del cual dábamos cuenta al inicio de su redacción.

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