La violencia burocrática como herramienta de desarticulación de la política (2015)

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Descripción

La violencia burocrática como herramienta de desarticulación de la política

Edgar Straehle Universidad de Barcelona (UB) [email protected], [email protected]

Uno de los principales puntos de legitimación de la democracia liberal gravita en la expulsión, o cuanto menos punición, de la violencia física como uno de los requisitos indispensables para el buen desarrollo de la sociedad. Más allá de que este propósito se haya cumplido o no, lo que nos interesa aquí es que eso no conduce a la extirpación de las otras violencias; antes bien, en muchos casos las ha favorecido y ocultado. Como ha apuntado Zizek, nos referimos a violencias conocidas como la simbólica o la sistémica, que se amparan tanto en el margen de maniobra proporcionado por derechos que se corresponden a las libertades privadas como en su invisibilidad o intangibilidad. Por esa razón, porque son violencias que en el seno de la democracia han pasado a primer plano y en su marco actual son prácticamente impunes, podemos calificarlas de violencias democráticas, naturalmente no en un sentido positivo. En este texto queremos reivindicar la importancia de una tercera violencia, la violencia burocrática, que, a pesar de designar una realidad cotidiana bien conocida por todos, prácticamente no ha recibido atención alguna en la academia (salvo puntualmente en estudios recientes que hablan de la burorrepresión estatal) y que es la que permite suturar el triángulo de las violencias. Por violencia burocrática, la cual también es ejercida por las corporaciones privadas, no aludimos a los numerosos actos de violencia propinados desde la administración, si bien no deja de estar íntimamente relacionada con ellos. La entendemos por el contrario como una violencia de carácter inicialmente defensivo o preventivo que opera como un eficiente mecanismo a la hora de disolver o neutralizar las protestas, quejas o reclamaciones de todo tipo, por supuesto incluyendo entre ellas

las de índole político. La violencia burocrática se presenta como un bastión del statu quo, del orden vigente, que procura negar y proscribir cualquier tipo de transformación relevante, y como el mejor remedio a los errores (y no errores) que se cometen. Aunque por extensión también es una violencia cuya utilidad reside en amparar (y a la postre reforzar) los otros actos de injusticia y violencia, de modo que ayuda a que la violencia simbólica y la estructural, e incluso a veces la física, puedan campar a sus anchas sin riesgo de ser castigadas. Aunque en realidad, como probablemente muchos de vosotros hayáis sufrido, no se trata solamente de una violencia estatal, dado que ya hace tiempo que numerosas empresas recurren a los enredos burocráticos para desactivar todo tipo de queja o reclamación, sirviéndose de programas informáticos o deficientes teléfonos de atención al cliente. A tenor de lo comentado, la violencia burocrática se caracteriza por ser impecable desde cierto punto de vista, al ser una violencia propiamente pasiva y aparecer como un crimen sin autor. No es agresiva en su sentido propio, puesto que no se dirige al encuentro del otro sino al revés: en realidad se descubre como aquello nos espera cuando nos atrevemos a realizar algún tipo de protesta. Así, su principal acción y objetivo es la inacción, que su efecto de disuasión tenga éxito y persuada a los demás de no querer entramparse en los laberínticos y frustrantes trámites de la administración. En este sentido, se revela como una suerte de poder disolvente. Se trata de debilitar y desmovilizar al otro, de disuadirlo; de lograr su desistimiento y por eso su símbolo por excelencia es la espera, una espera angustiante, no exenta de conflictos, amenazas o amplios dispendios y sacrificios, donde se desgasta el impulso de justicia. La violencia burocrática explora y explota de manera productiva la eficiencia que extrae de las deficiencias e ineficiencias del funcionamiento de la administración. Para ello puede recurrir a trabas de todo tipo y errores “no intencionados” así como a la opacidad, el misterio, la falta de información, el exceso de papeleo o la eternización del proceso. Se trata de emplazar al otro en una suerte de double bind que evidencia la perversidad del círculo burocrático y que denominamos la dialéctica inclusión/exclusión donde sendas opciones son problemáticas y se excluyen las posibilidades intermedias: o bien uno se adapta a los procedimientos establecidos para canalizar la queja o bien no debe o no puede hacer nada (a no ser que se exponga a saltarse el reglamento jurídico y

a ser castigado por ello). De esta manera se demarcan los límites de la protesta legítima y uno se encuentra a menudo ante la paradójica tesitura de tener que elevar una reclamación ante los mismos organismos que han procedido de manera injusta con él. Por supuesto, seguir las vías marcadas, especialmente por la asimetría que se suele dar en los recursos judiciales, no es garantía alguna de tener éxito. Ahí es donde se destapa la falsa dicotomía que plantea, dado que las dos posibilidades ofrecidas conducen con frecuencia a lo mismo: al fracaso o la desactivación de la protesta, la disolución del conflicto. La violencia burocrática se presenta así como una violencia legal que ilegaliza las otras formas de protesta, una violencia legítima que deslegitima las maneras alternativas de oposición. Se plantea lo que en muchos casos no es más que un simulacro de solución o de canal de protesta que a la postre sirve de bien poco. Allí donde la ineficacia de la burocracia, a menudo deliberada, favorece a la eficacia de la institución que se encuentra detrás de ella. El mensaje de la violencia burocrática básicamente se reduce a lo siguiente: solamente se van a reconocer unas formas específicas de quejarse, de reclamar o de protestar los casos de injusticia que uno tenga la intención de denunciar, de modo que o bien se adapta a los procedimientos establecidos en conformidad con el aparato legal o bien no debe o puede hacer nada. Y si una persona damnificada se atreve a escapar de esta disyuntiva y recurre a otro tipo de medios, se expone a que le caiga encima la espada de la justicia. Y por supuesto, ante tal eventualidad, esta persona justamente debería apelar a otras instancias burocráticas con arreglo a intentar protegerse dentro de los cauces de la legalidad y así ad infinitum. Por así decirlo, no habría un más allá o un afuera del círculo burocrático. Sin embargo, en el caso de que se tratara de una administración democrática, transparente y no corrupta nos hallaríamos ante una situación discutible pero ciertamente comprensible y quizá inevitable. El problema reside en que esta posición persista a pesar de los flagrantes ejemplos de corrupción, injusticia y desgobierno que se han instalado casi con total impunidad en buena parte de las administraciones españolas y en que no se constituyan auténticas instituciones de supervisión y control. Por falta de tiempo tan sólo voy a citar un ejemplo, que creo que es bastante esclarecedor, extraído del diario El País: a lo largo de 2012 el Servicio de Reclamaciones del Banco de España atendió 14.313 quejas y emitió 2.838 informes que

daban la razón a los denunciantes. Sin embargo, una vez conocido el veredicto tan sólo en 519 casos (el 18% del total) los bancos rectificaron finalmente su decisión inicial. Por eso, en consonancia con lo explicado más arriba, escribió en esta noticia el periodista Iñigo de Barrón: “En el 82% de las situaciones la entidad decidió mantener su posición, pese a que el Banco de España le dio la razón al cliente, consciente de su capacidad jurídica y potencia económica ante el pequeño cliente”. Por supuesto, frente a tales situaciones, siempre se puede acudir a los tribunales, aunque eso se trata de una alternativa a la que muchas veces no se recurre por sus costes materiales y monetarios o asimismo por una razonable falta de esperanza. En este sentido, la OCU ha denunciado continuamente la indefensión de los ciudadanos frente a numerosas corporaciones. Y es que la violencia burocrática contribuye a generar un aura de impunidad en quien se aprovecha de ella y a postrar al ciudadano en la indefensión comentada; a hacerlo más débil y vulnerable. Gracias a la creación de numerosos mecanismos de exasperación se facilita la impunidad de las acciones que se cometen. Además, y este punto es fundamental, a que sea uno mismo el causante final de que uno renuncie a lo que considera justo. En última instancia, uno pasa a ser el responsable último de su inacción y en cierto modo desresponsabiliza así a los culpables. Esta renuncia, además, se funda en una sensación o intuición a la postre indemostrable, entre otras cosas espoleada por rumores que, al extender la mala reputación de la burocracia o la inanidad de presentar quejas y denuncias, no repercuten sino en un incremento de la eficacia y la omnipresencia de la violencia burocrática. Uno de los principales refugios de ésta yace en que, si bien a nivel general se nos presenta como una certeza, no suele ser demostrable en los casos particulares, lo que explicaría la ausencia de estudios sobre el tema. La misma incertidumbre que se promueve, como han analizado Michel Crozier o Zygmunt Bauman, no deja de ser una fuente de poder que juega con las emociones, los temores y la racionalidad de sus víctimas. En este sentido, ha escrito Bauman en Globalización: “Las unidades con mayor poder son aquellas que constituyen fuentes de incertidumbre para los demás. La manipulación de la incertidumbre es la esencia de lo que está en juego en la lucha por el poder y la influencia en cualquier totalidad estructurada, ante todo, en su forma más acabada: la organización burocrática moderna, en especial la burocracia estatal moderna (Bauman, 2001: 47)”.

De ahí que también se hayan ideado prácticas estratégicas más agresivas como la llamada burorrepresión, que podemos retratar como el reverso activo de la violencia burocrática. La burorrepresión ha sido tratada hace poco en un libro titulado Burorrepresión, coordinado por Pedro Oliver, y sería catalogable como un tipo de infrarrepresión o de una represión velada y de baja intensidad; más leve, menos visible y mediática, más propia del orden de las micropenalidades. Pedro Oliver la ha descrito sucintamente con las siguientes palabras: “La burorrepresión, en su sentido estricto y duro, es la utilización, por parte de distintas instituciones de control y de orden público, del arsenal de sanciones administrativas que están disponibles en el entramado de leyes, normas y ordenanzas de las distintas administraciones del Estado, con el fin de criminalizar, reprimir, penalizar y, en definitiva, desactivar la protesta de los movimientos sociales, políticos y ciudadanos” (Oliver, 2013: 27).

Así pues, la burorrepresión se sirve estratégicamente del derecho administrativo y no del penal, con lo que intenta eliminar la molesta y a fin de cuentas imprevisible figura del juez, mostrándose como un nuevo y más sofisticado mecanismo de represión. El objetivo de este tipo de práctica no consiste en encerrar, torturar o golpear sino más bien, amparándose en el discurso de la seguridad ciudadana o en una concepción voluntarista de civismo, en vigilar, castigar y sancionar con multas de una cantidad desproporcionada con el fin de disuadir a los ciudadanos de ocupar el espacio público de una manera no deseada, poniendo de este modo en entredicho derechos fundamentales de la democracia como los de reunión o de manifestación. De allí que la policía haya penalizado con cantidades de 300 o 600 euros a ciertos activistas simplemente por hacer uso del megáfono en una concentración autorizada o por repartir octavillas en la calle, acusados respectivamente por las autoridades de la emisión de ruidos molestos o de arrojar basura a la vía pública. Se trataría de sustituir la represión violenta por una administrativa y de índole económica. Eso es lo que explica el interés de los gobiernos por los nuevos modelos punitivos presentes en las denominadas leyes mordaza, como la Ley de Seguridad Ciudadana. El problema yace en que el éxito de la violencia burocrática es lo que contribuye a la persistencia e incluso la multiplicación de los actos de injusticia y de violencia, no solamente la burocrática, pues aparece como una coraza administrativa o una garantía de impunidad. Ahí es donde se constata la (indirecta) capacidad productiva de la violencia burocrática. Además, la burocracia reivindica para sí una continua presunción

de inocencia que de entrada vuelca la culpabilidad sobre los otros. En este sentido, la violencia burocrática se aprovecha de la legalidad, o de las lagunas y las negligencias de ésta, para promover un escenario que entra en contradicción con los ideales del Estado de derecho.

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