La vieja fábula del progreso

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Descripción

La vieja fábula del progreso. Hay dos grandes herejías en el pensamiento moderno que oscurecen y frenan cualquier intento de renacer humanístico. No pretendo tratar aquí del valor y la eficacia de las propuestas educativas de los países occidentales y la desastrosa relegación de las bellas artes y de las letras en general a un rinconcito sucio y abandonado en los curricula. Aunque, como sucede con la gran mayoría de las herejías, las dos a las que me refiero han participado implícitamente en este camino de merme formativo. La primera de las herejías es la de la dictadura moral de los procesos y la segunda, más sutil y más peligrosa, la de la antropología situacional. Detrás de ambas se proyecta la eterna paradoja de la filosofía, esa confusa ambigüedad producida por los dos grandes anhelos existenciales del hombre: el de conservar y hacer perdurar, y el de progresar y crecer. Dos nombres aparecen en los albores de la filosofía representando estos dos anhelos: el místico Parménides, predicando una quietud y una totalidad de sabor cuasi budista, y el escéptico Heráclito, observando el continuo flujo del agua del río Caístro y declarando: “panta rei”, “todo fluye”, todo cambia, nada permanece. Todos los hombres experimentamos esta dualidad en la forma de una suerte de tensión vital: nos damos cuenta de que crecemos, recordamos el pasado, la habitación de nuestra infancia se nos hace pequeña. Las ciudades crecen, los paisajes cambian, las casas se derrumban y se vuelven a construir. Pero, a la vez, todos queremos permanecer. Queremos dejar algo más que recuerdos cuando muramos. Conectamos íntimamente con los hombres del pasado por medio de la historia, los libros que escribieron, las obras de arte que compusieron. Este sentimiento es aún mayor en el caso de la religión, de la comunión de los santos, de la realización de los Misterios de la vida de Cristo en los sacramentos. El hombre nace, crece, se reproduce y muerte. A la vez, como bien señalara Chesterton, el hombre es eterno. Al contrario de lo que pudiera parecer a los estudiantes de dogmática y, en general, a cualquier estudiante serio de historia, una herejía nunca nace en una cuna de mala voluntad. Por el contrario una segunda mirada al problema, enriquecida con algo de experiencia moral, muestra cómo los grandes fundadores de herejías fueron y son, en realidad, personas confundidas. Sus presupuestos son siempre vagos, oscuros, con síntomas de radicalismo. Son, en gran parte, críticos de los abusos de su tiempo, enormes pesimistas incapaces de ceder y de conformar. Esa mezcla de presupuestos débiles y crítica ácida pero incierta, ha convertido sus críticas en débiles y sus presupuestos en inciertos. Saben que la cosa está mal e intentan poner el dedo en la llaga. En realidad terminan abriendo una nueva llaga, peor aún que la que pretendían subsanar. Pero el pensamiento resultante nunca parece lo suficientemente convincente porque, aunque aciertan en darse cuenta de que algo está mal, nunca aciertan a explicar exactamente qué es lo que está mal y por qué está mal. Por supuesto, las consecuencias son catastróficas. La mala voluntad surge, no en la cuna de la herejía, sino en su pubertad: cuando el hereje se obceca en el error a pesar de mostrársele la verdad debidamente explicada. Mala voluntad existe en muchos de los seguidores de la herejía -especialmente en el caso de los dirigentes morales- durante la época de su vida adulta y en su inevitable defunción. Llega un momento en el que si se es hereje, o se es un villano, o se es un confundido, o se es ambas cosas. En el caso de la primera herejía se intenta encerrar el flujo existencial de Heráclito en un círculo eterno e incansable. Los profetas de esta herejía fueron Buda y Platón. Según esta visión del mundo, el hombre está encerrado en un proceso histórico circular, un continuo

retorno tan estimado por todas las sectas gnósticas. En un mundo así el hombre no crece ni decrece, no amerita ni yerra. Simplemente existe. Esta perspectiva tan carcelaria de la vida proclamada desde lo alto del monte en el nacimiento del Rey León, fue denunciada una y otra vez por Chesterton, que advirtió además -y de forma profética- de sus repercusiones tan peligrosas para el pensamiento occidental. Pero el corazón de esta herejía está quieto. No late. Su motor espiritual es un espiritualismo pesado, muy material. Es la espiritualidad de los adoradores de los árboles y los devotos de los animales, de aquellos que, en definitiva han regresado a los orígenes más bestiales del fenómeno religioso y se postran, llenos de temor reverencial, frente a la naturaleza. La paradoja, algo cruel, es la de quienes han llamado a una de las principales ramas de esta herejía “Nueva Era”. Chesterton también advirtió que, en cuanto se deja de creer en Dios se comienza a creer en cualquier cosa. Este panteísmo, mucho más irracional y virulento que la doctrina superada de Spinoza, es mayoritariamente ateo. Pero el humo de los inciensos quemados en sus pebeteros hippies se ha colado en las mentes de las personas más respetables y mejor formadas. El gran mérito de ver la vida como un camino consiste en su linealidad. Se trata siempre de un camino con un punto de partida y un punto de llegada, no de una rotonda interminable. El mundo no es un ciclo sin fin. Ni siquiera se trata de una línea sin fin. Si no queremos sumirnos en la más profunda de las pesadumbres a causa de un absurdo existencial, no tenemos más remedio que admitir que hemos venido de un lugar fuera de este mundo y que estamos destinados a un lugar más allá de los confines de este mundo. En definitiva: el mundo y las vidas de los hombres atadas a él son finitos. Empiezan y terminan. Tan terrible como el materialismo es la profunda desesperanza que debe embargar el corazón de estos herejes. Y su lectura de la historia es poco más que inexistente. El pasado es tan irrelevante como el futuro. Los errores que se han hecho se volverán a hacer y cualquier hombre sobresaliente, cualquier persona que surja sobre el resto de los hombres como una montaña es mirada con una mezcla de temor e incomprensión. Casi como si fueran extranjeros que no respetan las normas del lugar, ilusos que aspiran a algo imposible. Es una herejía de que deshumaniza porque reduce al hombre a poco más de un puñado de células del mismo valor o menos aún que el de algunos animales o plantas. En este sentido el asesinato a sangre fría de miles de niños abortados a la semana no resulta en absoluto incongruente. Como tampoco resulta extraño que algunos animales de compañía se hospeden en hoteles de cinco estrellas gran lujo cuando millones de seres humanos se mueren de hambre. Es una herejía que deshumaniza porque le arrebata al hombre la capacidad de crecer, de progresar, de volar. La Nueva Era no es más que un ancla vieja que impide a los hombres ser personas, crecer en el espíritu, aspirar a ser algo más que animales. La segunda doctrina herética es la de la antropología situacional. Darwin puso al ser humano como un episodio más en la historia del cosmos, como una “situación”. Concretamente la situación inmediatamente posterior a la de los chimpancés. No todos son evolucionistas, al menos no explícitamente. Pero son todos grandes filósofos de la historia y, a la vez, grandísimos pesimistas.

Para estos intelectuales Heráclito se disfraza de Parménides. El resultado tampoco es halagüeño. Cualquier indicio de estabilidad no es más que un indicio. La historia no se frena en su curso dialéctico porque de lo contrario se e frenaría el progreso. Y si hay algo importante para esta gente, mucho más importante que la gente misma, es el progreso. Por supuesto, y dada su naturaleza más esquiva, esta herejía ha tenido rostros muy diversos incluso aparentemente contradictorios. Para algunos de los principales herejes, especialmente en el contexto romántico del siglo XIX, el pasado fue mejor. Son los legítimos defensores de que la vaca que murió era la que más leche daba. Son los cuentacuentos del buen salvaje rousseauniano, de las glorias inmorales de la Roma precristiana y del afán libertario de las revoluciones burgueses primero y comunistas después. Con los marxistas sucede una paradoja extraordinaria en este sentido. Teóricamente suponemos que la utopía socialista aún no ha llegado porque el capitalismo impera en la gran mayoría del mundo occidental y en buena parte del oriental. En ese sentido sus esperanzas históricas yacen en un futuro cada vez más imposible. El problema de esas esperanzas es que su momento histórico ha caducado de forma definitiva. El destino histórico prometido por la izquierda hegeliana -falsos intérpretes de un profeta falso-, ha perdido su rumbo. Hoy en día no se ven ya trabajadores explotados con identidad de clase y sed de guerra contra la clase opresora. El paisaje ha sido sustituido por un puñado de indignados -un buen porcentaje de los cuales pertenecientes a la remunerativa clase social de los “vagos” o “ninis”-, hijos de la clase burguesa trabajadora -esa inmensa clase media trabajadora, los grandes oprimidos hoy en día, cuya única sed revolucionaria consiste en sustituir una clase política desvergonzada e ineficaz para poder tomar ellos mismos el poder. En definitiva, la oportunidad histórica del comunismo fracasó de forma estrepitosa y los marxistas teóricos genuinos han perdido el interés por las utopías del futuro y han decidido canalizar sus fuerzas en recrear una utopía del pasado irreverentemente fantástica. Por último podemos contar entre las líneas de esta herejía a los grandes apóstoles del progreso por el progreso, a los intelectuales fascinados por la novedad. No por el contenido de aquello que se presenta como novedoso, sino simplemente en el hecho de que aparece como algo nuevo. Se mofan del conservadurismo en general y de sus afanes moralistas, y apuestan por su parte por todo aquello que lleve sobre sí la etiqueta de “nuevo”. Pocas veces se ponen a reflexionar si es mejor o peor, si realmente merece la pena o si no es más que una enorme pérdida de esfuerzos y si las consecuencias son ruinosas. Entre otras cosas se distinguen por ser los grandes denostadores de los valores -cada vez más demostrados por la historiografía seria- del arte y la cultura medievales; del proceso de conquista y evangelización del Nuevo Mundo por parte de la España católica; de cualquier posibilidad de bienestar social moral y económico en la España de Franco y un largo etcétera. La paradoja de los apóstoles del progreso es que las posturas que defienden corresponden, en su inmensa mayoría, a situaciones -de hecho- ya superadas a lo largo de la historia. De forma muy particular parece que estamos volviendo a rescatar los aspectos más degenerados de la moral y de la política de las sociedades decadentes del bajo Imperio Romano o del fin del Imperio Bizantino. El daño que hace esta herejía es deshumanizador por partida doble: porque privilegia el mito del progreso sobre el genuino progreso del espíritu humano (que debe ser hacia el bien moral

y no hacia una supuesta situación socio-política más avanzada), y porque produce una profunda fractura en el ser humano. Aristóteles, varios siglos antes del nacimiento de Cristo y del punto de arranque de nuestra era, tenía muy claro que el ser humano es único. Su búsqueda de la felicidad la alcanza en la contemplación de la Verdad por medio de la Ciencia Primera, pero tal búsqueda de la felicidad implica también necesariamente el cumplimiento de lo que le es conveniente por naturaleza: la búsqueda del bien por medio de las virtudes. Así, en un sistema epistemológico de simplicidad fascinante, convergen en la razón humana tanto las ciencias de la física, como la matemática, la antropología, la política y el derecho e incluso las bellas artes. Un edificio sólidamente asentado sobre los cimientos de la metafísica y de la ética. Lo que queda claro es que para la inmensa mayoría de los pensadores de la Antigüedad y de la Escolástica el ser humano era uno y sobre esa integridad se podían construir las bases morales de una sociedad sana. En cualquier caso este proyecto no puede llevarse a cabo si no se da tal unidad. El hombre político, para ser capaz de guiar a los demás miembros de la polis, tenía que ser antes un buen ecónomo (un buen guía para su familia, en su hogar) y un hombre ético. Ante todo, un buscador incansable del bien y la verdad. El personaje histórico sobre el que recae el honor de haber producido la ruptura de forma literariamente explícita fue Maquiavelo con “El Príncipe”. Maquiavelo postuló la posibilidad política de un “homo fractum”, un hombre que podía conservar una situación moral individual independiente de su situación moral pública o política. Para el florentino, a quien el título de humanista le debe ser negado, tal fractura es la clave del progreso en el Estado Moderno. Lo que, en realidad, no resulta encomiástico para los Estados Modernos. Las posibilidades de inmoralidad abiertas de par en par por una justificación absurda, tomaron un impulso definitivo con el pensamiento dialéctico de la ya mencionada izquierda hegeliana. La moralidad del individuo pasó de ser algo que debía guardarse en casa, a ser algo que debía ponerse a disposición del Estado Totalitario, del gobierno de la dictadura del proletariado o, ya en las actuales democracias occidentales, al arbitrio de las mayorías. Y tales dictaduras y tales mayorías compuestas, a fin de cuentas, por hombres con el mismo pecado original y con la misma tendencia a los vicios que los hombres de todas las épocas; han caído una y otra vez en el pecado de arrebatarle al hombre las alas de la fe y la razón para volar a las alturas a las que está llamado. Son estas las herejías del falso progreso que, a lo largo de la historia pero con nuevo empuje en las últimas décadas y en los últimos años, le han impuesto al espíritu humano un freno inaguantable para el verdadero progreso: el progreso de la virtud, de la razón y del espíritu.

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