La transformación de la naturaleza en patrimonio colectivo

June 14, 2017 | Autor: Oriol Beltran | Categoría: Heritage Studies, Political Ecology (Anthropology), Protected areas, Biodiversity Conservation
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Descripción

La transformación de la naturaleza en patrimonio colectivo1 Ismael Vaccaro McGill University Oriol Beltran Universitat de Barcelona

Introducción Este capítulo trata de las variables económicas y políticas que intervienen en el proceso por el que la naturaleza se ha convertido en un patrimonio público y ha adquirido un valor como mercancía. Nos referiremos, en primer lugar, a la historia de la conservación. El objetivo es mostrar la conservación de la naturaleza como un factor importante en el avance de la modernidad occidental, que se relaciona con el desarrollo del Estado-nación (gubernamentalidad y territorialización) y la consolidación de la economía de mercado (mercantilización). En el contexto de las sociedades postindustriales actuales, la naturaleza se ha erigido como un elemento clave de la emergente economía del ocio. La patrimonialización de la naturaleza no debe analizarse sólo como un fenómeno estructural regulado por el Estado (y de acuerdo con las posibilidades del mercado), sino también como un aspecto fundamental de las nuevas formas que adopta la ruralidad contemporánea (la identidad de las comunidades locales y sus alternativas económicas y culturales). Este libro pretende discutir la concepción del patrimonio como un legado así como identificar los aspectos sociales, políticos y económicos que forman una parte inextricable del proceso por el cual algo se convierte en (o, mejor dicho, es declarado como) patrimonio. Estamos interesados, así, por los procesos de patrimonialización de la cultura y la naturaleza. El objetivo de este capítulo es reflexionar acerca del proceso por el cual la naturaleza es redefinida, pasando de ser una entidad externa y hostil a considerarse como un bien nacional que requiere ser conservado. Nos proponemos examinar tres procesos 73

relacionados que están involucrados en la patrimonialización de la naturaleza: su idealización (variaciones culturales), su mercantilización (cambios económicos) y su institucionalización (transformaciones políticas). Este propósito comportará la revisión de algunos conceptos importantes y el análisis del desarrollo histórico del patrimonio natural y la conservación. El concepto de patrimonio está ligado necesariamente a la idea de herencia, de transmisión transgeneracional de valor. En los tiempos modernos, la naturaleza dejó de ser vista como un espacio baldío y un refugio de alimañas, para convertirse en un bien colectivo, a nivel nacional, al que se atribuye un valor intrínseco y necesita, por ello, de gestión gubernamental y protección. La revalorización de la naturaleza, como veremos, se relaciona con su creciente distanciamiento, su escasez y su progresiva desaparición: sólo aquello que no es común, y que resulta por tanto valioso, merece el interés del mercado y la ley. Este proceso coincide con la consolidación del Estado-nación moderno y su éxito en alcanzar el control de la gestión de los asuntos colectivos (Dean, 1999; Foucault, 2008; Gellner, 2008). La conservación se ha convertido en un aspecto central de las políticas de territorialización, ya que se implementa mediante la designación de territorios concretos como espacios destinados a la protección del medio ambiente y una apropiación de los derechos existentes sobre los mismos: las cada vez más omnipresentes áreas protegidas (Vaccaro y Beltran, 2009; Vandergeest y Peluso, 1995). El Estado consigue asumir el monopolio que reclama sobre la protección de la naturaleza y ésta se convierte, de este modo, en una de las facetas de la gobernabilidad pública moderna (Agrawal, 2005; Hannah, 2000; Sassen, 2006).

El desarrollo histórico del patrimonio natural Con el fin de discutir la patrimonialización y la conservación de la naturaleza en el mundo occidental, partiremos de una breve cronología del proceso de redefinición y reorganización por el cual ésta pasa de ser considerada como una entidad externa (que debe ser desmantelada y eliminada para favorecer el avance de la agricultura y la civilización) a devenir un bien en sí misma: un patrimonio colectivo, a la vez que un derecho y una prioridad social (Arnold, 1996; Cronon, 1996). 74

En la Europa moderna, los primeros intentos por redefinir la naturaleza como un espacio para el disfrute, que conecta con la idea de ocio que actualmente asociamos al turismo, fueron los parques aristocráticos que surgieron entre los siglos xvi y xix por todo el continente con el propósito de recrear unas naturalezas ordenadas (Cooper, 2000; Darby, 2000). En muy poco tiempo, a raíz del rápido crecimiento de las sociedades urbanas, la naturaleza salvaje pasó a ser un bien cada vez más escaso y remoto. En este contexto, las élites comenzaron a desarrollar un gusto por los paisajes espectaculares y lo que genéricamente entendían como fauna silvestre. Los parques de Yellowstone (1872) y Yosemite (1890) en los EE.UU., Banff (1885) en Canadá o Kruger (1895) en el sur de África fomentaron la idea de la conservación a ultranza a la vez que comportaron la expulsión de los shoshones, paiute, makuleke, sioux o pies negros de sus territorios (Mallarach, 1995). Estos primeros parques fueron los precedentes (inquietantes) de una fórmula que se repetiría luego, de manera sistemática, en las décadas siguientes (Brockington, 2002). Durante el primer cuarto del siglo xx, el proceso mencionado adquiere unos matices colonizadores evidentes, especialmente en los parques que se establecen en los territorios coloniales (Griffiths y Robin, 1997; Neumann, 1998). El desarrollo desigual del mundo facilita la imposición de agendas específicas del centro a las periferias (Frank, 1975; Smith, 1984; Wallerstein, 1974). Tanto en las colonias como en las metrópolis, los parques se localizan en lugares periféricos con una baja densidad demográfica o con poblaciones marginales que, en general, ofrecen una escasa resistencia frente a los altos niveles de coerción que sufren. La población aglomerada en las zonas urbanas, por su parte, muestra un amplio apoyo a la declaración de áreas protegidas (Haenn, 2005; Rangajaran y Saberwal, 2003). En su día, la promoción de los parques extra-europeos contribuyó a recrear un mundo colonial de carácter exótico (Grove, 1995; Mitchell, 1991; Said, 2002). La consolidación del paradigma proteccionista favoreció que se ampliara el significado de la conservación ecológica. La protección dejó de ser utilizada exclusivamente para preservar lugares espectaculares para conectarse, cada vez más, con la ciencia (en especial, con las ciencias naturales) y con la idea de la preservación de la biodiversidad. Este hecho contribuyó al desarrollo de una cierta democratización de la conservación. Comenzaron a crearse parques en todo tipo de ecosistemas, no sólo en los más atractivos. Lugares que hasta aquel momento habían sido considerados como desiertos inhóspitos, praderas 75

monótonas, selvas impenetrables o marismas insalubres, pasaron a sumarse, en virtud de su biodiversidad excepcional, abundante o amenazada, al repertorio de las áreas protegidas. Esta ampliación de la noción de espacio protegido se produjo tanto en el Primer Mundo (Heatherington, 2010) como en el Sur global postcolonial (Guha, 2000a; West, 2006). Junto con el valor intrínseco de la protección del medio ambiente, los Estados, a ambos lados de la división colonial, no tardaron en identificar el potencial gubernamental de la conservación. Desde una perspectiva interna, ésta legitima la territorialización y la administración pública de los recursos naturales (Scott, 1998; Sparke, 2005). Desde un punto de vista externo, a su vez, la preservación ecológica constituye un tipo de actividad gubernamental que genera ingresos y favorece el reconocimiento de un Estado por parte de otros así como de las instituciones internacionales, en su mayoría de carácter occidental (Santamarina, 2009). El monopolio de la protección se apoya en el poder coercitivo y la legitimidad que se atribuye a sí mismo el Estado, pero también en la autoridad conferida por el uso de la ciencia como discurso y como herramienta. El prestigio y la legitimidad proporcionados por los expertos científicos se hallan en oposición y se sitúan en una posición de dominio en relación con los conocimientos y usos locales (Adas, 1989; Fisher, 2002). De esta manera, se consolida una situación en la que individuos procedentes de fuera del contexto local, formados en universidades urbanas, son los más proclives a quedar al cargo de la implementación y la gestión de las políticas de conservación (Guha, 1997; Lowe, 2006). La expansión de la protección a todos los ambientes y países se produce al mismo tiempo que la aceleración del proceso de globalización (Appadurai, 1991a; Hannerz, 1996; Igoe y Brockington, 2007; Pred y Watts, 1992). La conservación pasa a formar parte los aspectos que caracterizan la interacción conflictiva entre lo local y lo global, entre la gente y los valores (Tsing, 2005; Zimmerer, 2006). Los valores culturales y de consumo circulan a través de un mundo cada vez más hipermóvil (Charles y Lipotevsky, 2005; Harvey, 1989; Jameson, 1992): el consumo excesivo se exporta fuera de Europa y EE.UU., pero también lo hace la propia agenda conservacionista. En este contexto, la conservación adoptará unas nuevas morfologías (Biersack y Greenberg, 2006; Peet y Watts, 2004). La inclusión de entornos que habían sido inicialmente olvidados por parte del empeño conservacionista no 76

se detiene en los desiertos y humedales remotos. En el siglo xx, la mayor parte de los potenciales consumidores de la naturaleza vive hacinada en ciudades a menudo contaminadas. Las áreas protegidas suelen ser inaccesibles para ellos. La expansión de la noción de naturaleza hasta incluir los espacios periurbanos (tierras agrícolas o degradadas) así como la restauración ambiental, manifiestan una intención de acercar la naturaleza a las sociedades postindustriales por medio de la declaración sistemática de parques agrarios y cinturones verdes (Sorace, 2001). Al mismo tiempo, a finales del siglo xx y principios del xxi, la naturaleza se ha constituido en un factor de negociación en la arena geopolítica internacional. El proceso de patrimonialización de la naturaleza ha ido más allá de las fronteras nacionales y la noción de patrimonio se ha expandido hasta convertirse en un concepto global. En todas partes, el medio ambiente ha pasado a considerarse como algo a proteger, tanto por parte de los individuos y las organizaciones como del Estado en los países ricos (Guha, 2000b), mientras que los del Tercer Mundo comienzan a negociar protección a cambio de recursos (Goldman, 2006).

Idealizar lo natural La transformación experimentada por la naturaleza de ser el mero contexto de las actividades humanas a convertirse en un icono necesitado de protección institucional no habría sido posible sin un cambio paralelo en los modos de conceptualizarla. En el curso de la modernización de las sociedades occidentales, la naturaleza deviene en algo que es a la vez valioso, público, puro y auténtico. Estas nuevas cualidades, como veremos, tienen unas consecuencias importantes en las maneras cómo ésta será percibida y administrada. La consolidación de las sociedades capitalistas occidentales, entre el siglo xviii y principios del xx, favoreció que la mayoría de la población (urbana e industrial) se alejara tanto física como emocionalmente de la naturaleza. Para una parte cada vez mayor de la población, la vida y el trabajo no tenían lugar en montañas, campos o bosques. Hasta entonces, el sentido de lugar, la construcción cultural, social y emocional del espacio circundante, estaba íntimamente asociado a una interacción con las características biofísicas del medio ambiente (Feld y Basso, 1996; Low y Lawrence-Zúñiga, 2003). El progresivo 77

distanciamiento de la población en relación con las áreas rurales rompe el vínculo entre las comunidades y la naturaleza. Esta separación, paradójicamente, permitió una reconstrucción de la naturaleza, entendida hasta entonces como el contexto adverso para el desarrollo social, para pasar a ser considerada como un bien valioso en sí misma. Como ya se ha afirmado, su lejanía y su creciente escasez provocaron su propia reconceptualización. Este proceso tendrá lugar en el momento en que los Estados nación modernos tratan de tomar el control de sus territorios. El espacio nacional, con sus paisajes, su naturaleza y sus bellezas, se integra en las identidades nacionales emergentes (Anderson, 2006) por medio de los romanticismos que proporcionan una base ideológica y literaria a este proceso: Wordsworth, Coleridge y Blake (Inglaterra), Thoreau y Whitman (EE.UU.), Novalis, Hölderlin, Schelling y Goethe (Alemania), Hugo y Stendhal (Francia), Espronceda, Bécquer y Larra (España), Verdaguer (Cataluña) y de Castro (Galicia), entre otros. Una vez que los ideales románticos pasan a ser los valores dominantes, el siguiente paso es automático. Estos ideales sostienen la conversión de la naturaleza (y de la cultura) en un bien colectivo nacional, por lo que la necesidad de protegerla pasará a ser un derecho y un deber del Estado (su monopolio). De ello se deduce, además, que el derecho a disfrutar de ella constituye también un derecho colectivo de la ciudadanía (el acceso a la naturaleza nacional debe democratizarse). Esto tendrá unas consecuencias importantes para quiénes viven cerca de esta naturaleza que debe protegerse: aunque probablemente hayan desempeñado a través de los siglos un papel en la conservación de la misma y sean los responsables de su estado actual (en virtud de sus prácticas de gestión), en un momento dado, cuando esta naturaleza se percibe como valiosa, les es enajenada. A causa del origen de esta revalorización romántica (esencialización), el concepto moderno de naturaleza no puede ser separado de la idea de autenticidad (Frigolé, 2010). El enfoque patrimonial conecta la naturaleza con un pasado ideal y, a través del mismo, con las nociones de pureza y virginidad. A pesar de que los últimos siglos no han dejado demasiados lugares intocados, el empeño por proteger una naturaleza ideal, que en su mayor parte ha desaparecido o ha sido transformada, fuerza a los responsables de su gestión a restaurarla o recrearla (Barrett y White, 2001; Castree, 1995). Esta idealización tiene un efecto colateral interesante: dado que la naturaleza auténtica es 78

percibida como virgen y salvaje (Braun y Castree, 1998; Cronon, 1996), su protección se acompaña a menudo de esfuerzos de restauración que pretenden simular una naturaleza pre-humana. Los parques, en distintos grados, se orientan a reproducir una naturaleza idealizada (Baudrillard, 2009). La idealización de la naturaleza no sólo afecta a bosques, pantanos y montañas deshabitados. Su protección se logra, muy a menudo, mediante la reorganización de las zonas rurales a distintos niveles: administrativo (creación de límites jurisdiccionales), infraestructural (servicios, viviendas y accesos necesarios para la gestión del turismo), demográficos (alteraciones de los flujos de población) y económicos (cambios de las estructuras productivas en favor de una economía terciaria). La proliferación de las áreas protegidas favorece una urbanización del mundo rural (Lefebvre, 1974; Williams, 2002). Las nuevas zonas rurales son el resultado de la interacción entre distintas fantasías colectivas y mercados emergentes (Vaccaro y Beltran, 2007). En el nuevo orden mundial, estas zonas rurales «naturales» agregan valor a su producción agrícola, que se comercializará en los mercados de alimentos orgánicos y tradicionales a través de añadir una marca natural y cultural a la misma (Acosta, 2009; Vaccaro, 2010).

La integración de la naturaleza en el mercado La patrimonialización institucional de la naturaleza se desarrolló al mismo tiempo que se producía una mercantilización de la misma. La lógica que sustenta ambos procesos es, de hecho, similar. En las sociedades industrializadas de finales del siglo xix, cada vez más especializadas en la producción en serie y con unos elevados niveles de contaminación urbana, la naturaleza se ha convertido en un elemento escaso y remoto: un objeto que las capas acomodadas de esas sociedades ya han comenzado a apreciar. El turismo, en su sentido moderno, empieza a extenderse como un fenómeno generalizado. En este contexto, la naturaleza, como un espacio para el descanso o la aventura, pasa a considerarse como un lugar que se desea visitar, algo por lo que merece pagar dinero. La naturaleza, al generar valor, se transforma en una mercancía y se integra en el mercado. Y las mercancías, en su creación, gestión y concepción, desarrollan una vida social propia y compleja (Appadurai, 1991b). Los grupos acomodados de las sociedades industriales, la clase ociosa, desarrollaron un estilo de vida consumista donde la inversión de capital se 79

dedicaba sólo marginalmente a la subsistencia y en su mayor parte a señalar su estatus (Plumb, 1973; Veblen, 2010). En los primeros años del turismo moderno se crearon importantes redes de infraestructuras turísticas así como se desarrollaron nociones relativas a una valoración de la belleza y la salud (Fitzgerald, 1934; Mann, 1929). La revolución fordista y la idea de que la producción en serie debía comportar un consumo igualmente masivo favorecieron la apertura de la economía del ocio hacia un mayor número de grupos sociales (MacCannell, 1999). La democratización del acceso al ocio coincidió con el crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial. Después de los años sesenta y setenta, en muchas zonas urbanas ricas se comienza a prestar atención a la idea de calidad de vida así como a la necesidad de hacer frente a la contaminación y la protección del medio ambiente. El nacimiento y consolidación del ambientalismo moderno, como rasgo ideológico de las sociedades occidentales, está asociado al surgimiento de una sociedad donde los alimentos y la vivienda dejan de ser una necesidad permanentemente cuestionada. La industrialización se externaliza a las zonas periféricas o a los países del Tercer Mundo, mientras que algunas de estas sociedades occidentales se convierten en postindustriales y pasan a estar dominadas por valores postmaterialistas (Bell, 2012; Inglehart, 1998). Estas nuevas prioridades surgen en los sistemas caracterizados por la abundancia, en contextos posteriores a situaciones de escasez (Galbraith, 2012; Giddens, 1983). La aparición del ecologismo y la consolidación de la concepción de la naturaleza como algo que merece ser visitado (los turistas) o que debe ser protegido (los Estados y las ONG) se relaciona con cambios significativos en las preferencias y los valores de todos los grupos sociales contemporáneos (Bourdieu, 2000). Estos cambios, combinados con la expansión del consumismo, permitirán la transformación de la naturaleza en una mercancía de primer orden, capaz de generar beneficios a través del turismo, el comercio y la industria del ocio (Baudrillard, 1998; Cross, 1993; Stearns, 2001). De este modo, la naturaleza, en su estado patrimonial, constituye una mercancía susceptible de aportar valor por ella misma y a través del mercado (Marx, 2000; Smith, 2011). Las zonas rurales periféricas tienen la oportunidad de poder ofrecer un producto solicitado por parte de las poblaciones urbanas y que suscita una gran demanda: la naturaleza. Estas zonas están, por consiguiente, conectadas e integradas tanto en los mercados regionales como en los internacionales (Ensminger, 1992; Peters, 1994). La integración mencionada, no obstante, 80

también da lugar a transformaciones infraestructurales, económicas y culturales (Castells, 2002; Hannerz, 1996) que, en ocasiones, conllevarán procesos de gentrificación (Duncan y Duncan, 2004; Phillips, 2005; Williams, 2002). La integración de las zonas rurales y su naturaleza en el mercado se produce a la vez que su integración en el Estado. El Estado ampliará el control administrativo ejercido sobre el conjunto de su territorio: territorializará la nación mediante una homogenización de su espacio (Craib, 2004; Winichakul, 1997). En España se produce una conexión genealógica evidente entre las políticas pioneras de control territorial y administrativo (municipalización, desamortización, expropiación) y la posterior oleada de reorganización del territorio que dará lugar a la creación de áreas protegidas (Vaccaro, 2005). Las políticas de creación de parques y reservas favorecen la nacionalización y la modernización del espacio y la naturaleza, a menudo a través de criminalizar anteriores derechos y usos locales de los recursos naturales. La promoción de redes de parques nacionales forma parte del esfuerzo institucional por construir comunidades nacionales imaginadas (Anderson, 2006; Castells, 2001). La naturaleza, como patrimonio, es utilizada para definir la identidad colectiva (Carruthers, 1995; Darby, 2000; Ranger, 1999).

Conclusión El proceso de patrimonialización de la naturaleza puede ser descrito como un proceso de modernización de las relaciones entre el Estado (Estado-nación) y la sociedad (capitalista e industrial / postindustrial) con el medio ambiente. La patrimonialización del paisaje nacional comporta la nacionalización de una parte del territorio y sus recursos. Curiosamente, el paisaje nacional, el de todos los ciudadanos, se moderniza a partir de subrayar su calidad silvestre y no sus rasgos agrarios (los derivados de procesos antropogénicos). En un mundo globalizado los productos agrícolas provienen de todas partes y pertenecen al campo del mercado privado. El turista de procedencia urbana está más interesado en visitar los bosques maduros y las montañas alpinas que los campos cultivados de trigo o de maíz. La naturaleza se convierte en parte de la cultura y la identidad de una sociedad por medio de los parques. La cultura se integra como parte del espíritu, de la naturaleza de una sociedad, mediante la conexión entre cultura, 81

historia y esencia. En otras palabras, la patrimonialización de la naturaleza y la cultura se produce por medio de una naturalización de la cultura a través de los museos y una culturalización de la naturaleza a través de los parques. Esta patrimonialización de la naturaleza y la cultura tiene lugar al mismo tiempo que ambas experimentan un proceso de mercantilización. La conclusión es un buen lugar para introducir otro argumento que ha estado omnipresente, aunque de un modo implícito, en estas páginas. La modernidad tiende a disociar, a separar, la naturaleza y la sociedad (Descola, 2012). La urbanización de las comunidades modernas, el énfasis en la producción en serie, así como la despersonalización de la actividad económica, han permitido esta división. Para las comunidades rurales tradicionales, por el contrario, la naturaleza no constituía una entidad aislada, un lugar remoto a visitar: era el espacio de la vida y el trabajo. Unas palabras finales sobre la idea de sostenibilidad. La sostenibilidad se define a menudo en términos ambientales: se verificaría allí donde los usos antropogénicos del territorio no comprometen la viabilidad ecológica de éste a largo plazo. La sostenibilidad ecológica y social, sin embargo, no siempre coinciden. Una de las afirmaciones más habituales de las comunidades locales próximas a las áreas protegidas sostiene que el ecoturismo respetuoso, de baja escala e impacto limitado, puede ser una actividad económica sostenible desde un punto de vista ambiental, pero no siempre contribuye a atraer población y garantizar la reproducción social de estas comunidades. Puede no ser, por tanto, sostenible socialmente. El análisis del proceso histórico que dio lugar a la transformación de la naturaleza en un patrimonio colectivo y las características actuales del esfuerzo conservacionista permiten explicar la conservación y la conceptualización de la naturaleza como fenómenos con un claro componente ecológico, pero que no pueden separarse, en última instancia, de consideraciones de carácter cultural, político y económico.

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Notas 1

Este trabajo se enmarca en el proyecto Patrimonialización y redefinición de la ruralidad. Nuevos usos del patrimonio local financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (CSO2011-29413).

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