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Las trampas de la brevedad: estética del fraude en la minificción hispánica contemporánea Paulo Antonio Gatica Universidad de La Laguna

1. Introducción En la primera de sus tres acepciones, el Diccionario de la Real Academia Española define «fraude» como una «acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete». Las otras dos resultan mucho más sugestivas para el tema del presente trabajo: «acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros» y «delito que comete el encargado de vigilar la ejecución de contratos públicos, o de algunos privados, confabulándose con la representación de los intereses opuestos». En este sentido, es posible detectar en el significado de «fraude» un componente legal o prescriptivo que se incumple, ya sea por parte de las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento de la norma como por «terceros». De igual modo, la historia de la literatura también es el relato, en buena medida, de su negación —como ejecuta en su brillante ensayo El libro tachado Patricio Pron— y de su «simulación» o, directamente, falsificación. Como indica Álvarez Barrientos: «la falsificación literaria aparece como la exaltación de la literatura libre, de aquella que, además de atender a la credibilidad que proporcionan las formas y los géneros, crea su propio mundo de relaciones y referencias que remiten tanto a la tradición literaria como a ella misma» (10). En este juego entre lo normativo y lo creativo, la falsificación inquiere críticamente en la tradición, socavando al tiempo que legitima los modelos heredados. Así, el fraude debe ser entendido como un concepto contextualizable, que se va modificando según el devenir histórico de las formas y teorías estéticas. En palabras de Gil-Albarellos: «es interesante constatar cómo los elementos intra y extratextuales que permiten esta interpretación —la separación de lo que es legítimo y de lo que no lo es— cambian según las épocas, los gustos, el canon o los movimientos literarios» (20). Además, no hay que obviar que esta (re)interpretación estética no

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solo supone una relectura del pasado, sino que también propone nuevas vías para la experimentación y apertura del campo cultural (Álvarez, 15-16). Sin embargo, a pesar de esta visión renovadora del fraude, las bellas artes todavía arrastran una consideración neoplatónica que se encarga de mantener la visión pseudorromántica de la actividad artístico-literaria como esfera separada del resto de las actividades humanas. De hecho, intentaré demostrar cómo se sostiene precisamente sobre el mantenimiento de esta metafísica la mayor parte del andamiaje teórico-conceptual del arte y, por supuesto, de las literaturas contemporáneas. En referencia al uso de «fraudulenta», debo matizar que en ningún momento quiero transmitir un «perjuicio» o «prejuicio». Concretamente, me refiero a un fenómeno estético que se manifiesta en algunas corrientes post-artísticas. Según Manuel Ruiz, el post-arte: vendría a señalar a todas aquellas manifestaciones que se están produciendo en este entretiempo en el que el Arte, en su vertiente más metafísica, ha entrado en un imparable proceso de descomposición interna y el arte, en tanto aplicación transversal de cualquier actividad de la cultura, aún no acaba de nacer (13).

Más allá del lyotardiano y mal entendido «fin de los metarrelatos» o del pensiero debole de Vattimo, el relativismo multicultural y la deconstrucción de las jerarquías no suprimen los mecanismos de diferenciación y posicionamiento artísticos. La obra, la crítica y el sistema siguen operando como organismos reguladores de las prácticas «aceptables», pero transformados como consecuencia de las nuevas dinámicas de flujos dominantes de mercado y visibilidad que imperan en la sociedad red: el paso de la prescripción a la recomendación 2.0 y 3.0. En el caso del post-arte, el creador juega de manera cínica con las «categorías metafísicas tradicionales» que perviven en el imaginario social. Lo «otro» estético no se opone a lo anti-estético, generalmente asociado a la idea de lo «real», más bien el post-arte se aprovecha de esta ideología del arte —y de su muerte— para evidenciar que dichos presupuestos no son más que la fetichización y la sublimación de unas convenciones (Ruiz 28). De este modo, el post-artista se aleja de una estética negativa y se aproxima más a una visión intransitiva o, directamente, a la comercialización de su marca personal como artista. Como explica Ruiz Zamora, el post-arte no constituye una analogía del pensamiento posmoderno o una crítica de la modernidad. Frente a los discursos excéntricos, el postartista no elabora su obra desde la materialidad o inmaterialidad, la trascendencia o la intrascendencia, sino desde el «exceso de autoconciencia» (52) y la renuncia a la reflexión. Siguiendo al crítico español: Si hay algo que caracteriza a estas obras es su sentido efímero, cotidiano, puramente empírico y circunstancial. No es posible detectar en ellas ni la más mínima pretensión de pervivencia tan propia de los productos del Arte; no se aprecia tampoco

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ningún diálogo con la tradición ni una adecuación o respuesta a partir de los nuevos tiempos [...]. Es post-arte en el sentido de hacer, al modo del grafiti (70).

Sin entrar en matices dentro del amplio abanico de posibilidades que ofrece el término fraude y sus satélites como plagio o impostura, me centraré en dos posibles líneas dentro de la «estética del fraude»: 1. El fraude es entendido como socavamiento, finalmente artístico, de las convenciones que garantizan su propia condición literaria. Por ejemplo, mediante el empleo de formas procedentes de terrenos extra-literarios o para-literarios. Para Manuel Ruiz, este tipo de fraude resulta más productivo ya que «implica una extensión y renovación no solo de la obra sino, principalmente, del propio concepto de arte [...], la manera a través de la cual el arte reflexiona sobre sus propios límites y posibilidades, es decir, sobre sí mismo» (147). 2. El fraude está ligado a las poéticas de la banalización, la ocurrencia y la postproducción. Se puede apreciar en las manifestaciones literarias y artísticas más actuales una tendencia a la inflación textual y a la consagración de determinadas fórmulas. Parte de esta poética no es mera «graforrea», sino que responde a un reordenamiento general del sistema de la cultura debido a la influencia, entre otros factores, de las nuevas tecnologías digitales y de las redes sociales1. En este último caso, Ruiz Zamora distingue a su vez dos corrientes o reacciones ya post-artísticas que denomina «nihilismo reactivo» y «nihilismo activo o creativo». La primera postura se ajustaría a la caracterización de «post-arte» ya ofrecida arriba —autoconciencia extrema, juego cínico y práctica del fraude como única posibilidad ante el «fin del arte»—, mientras que la segunda se inscribe en la esfera de las prácticas sociales cotidianas, como el diseño o el grafiti, aunque cuentan con un factor de «ejemplaridad paradigmática» —por supuesto, coyuntural— que provoca su relectura como artísticas (135-36). Considero que dicha recontextualización no conduce a las creaciones artísticas al ámbito del post-arte. Al contrario, la relevancia de los «contextos específicos» parecen ser los depositarios últimos de la potencia aurática. Como se desprende del archiconocido ensayo deWalter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el aura es un concepto predominantemente geográfico, no teológico: el «aquí y ahora» de la obra de arte se despliega en la copresencia del objeto

1. En este artículo me centraré principalmente en esta segunda línea. Desarrollaré con mayor profundidad la primera tendencia en un próximo estudio.

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artístico y del receptor en un espacio legitimado. En la práctica, esta legitimación viene dada por la asunción de un «dogma de fe», que garantiza que determinados contextos acaben desprendiéndose de su «mundanidad». Dos ejemplos clásicos se encuentran en el museo o en la página en blanco del libro. De este modo, su visita, recorrido e interpretación vienen en gran parte codificados mediante «ritos de acceso» y consumo. Aun así, recontextualizar implica un devenir, una sujeción a unas coordenadas espacio-temporales desde las cuales se efectúa la relectura. En el caso que nos ocupa, estas coordenadas están marcadas por la fortuna y solera de la cultura librocéntrica, la inminencia y —supuesta— ubicuidad de los medios digitales y la World Wide Web. 2. «Fraude» y minificción Precisamente, el objetivo de mi trabajo es cartografiar el doble movimiento del sistema literario y, en particular, de la minificción entre los polos del fraude y la falsificación. Como afirma Patricio Pron: «el carácter exploratorio de la superchería literaria y su impacto dependen de un conocimiento al menos intuitivo de los límites de aquello que puede ser dicho y un deseo de expansión del campo» (169). En este sentido, la elección de esta forma no tiene nada de accidental o fortuito, ya que pocos géneros han dinamitado de un manera tan flagrante los cimientos de la genealogía desde el surgimiento del poema en prosa, a la vez que demuestran una poderosa (auto)conciencia para violentar las fronteras genéricas. Sin embargo, este componente de reflexión, aunque sea intuitiva, sobre los géneros literarios no proporciona un panorama más diáfano, sino que, al hilo de las teorías de la recepción, va a recaer de manera habitual en el lector —especializado o no— la responsabilidad última para la descodificación de estos textos esquivos. Evidentemente, una reflexión en profundidad sobre la naturaleza genérica de estas formas breves conllevaría un espacio que sobrepasaría con creces el aquí destinado. La multiplicación de las etiquetas que ha ido acuñando la crítica solo es comparable a la plasticidad que demuestran dichas creaciones. Además, por encima de esta confusión terminológica, se ha agudizado la sensación de que, como observara Violeta Rojo, cada especialista ha ofrecido visiones dispares —e, incluso, contradictorias— de un género solamente a partir de un único denominador común: la brevedad (Breve manual 30). No obstante, existe un consenso más o menos estable desde finales del siglo XX y principios del XXI, en torno a dos false friends genéricos que representan, con matices, los cauces expresivos más transitados por los discursos mínimos: el microrrelato y la minificción. En resumen, se observa, por un lado, una consideración «narrativa», adscribible al microrrelato y, por otro, una visión transgenérica/intergenérica/desgenerada, menos ligada a la narratividad, que en el ámbito sobre todo de la crítica latino-

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americana se ha descrito como minificción. Asimismo, como señala Tomassini y Colombo (85), además de signarse por criterios estrictamente literarios, como la brevedad o la elipsis, la minificción promueve «un tipo particular de interacción […] cuya naturaleza no es ajena a la dinámica de los mass media en la cultura de nuestra época». En relación a lo anterior, la «estética de la falsificación» ofrece un punto de vista novedoso y muy revelador para el estudio de la minificción. La «falsificación» no conlleva el vaciamiento categorial del arte. A través de la simulación de lo que no se es, la producción «falsa» remite ineludiblemente a la condición de un original previo «verdadero», a una dialéctica del aparecer y desaparecer de las marcas genéricas. Manuel Ruiz realiza una oposición interesante al respecto entre las nociones de «fraude» y «falsificación». Si se aplican las ideas del pensador español, la primera línea señalada en el primer apartado devendría en una «estética de la falsificación», que incide en la subversión productiva de los referentes de legitimación tradicionales como la autoría o la originalidad; dicho de otro modo, se produciría a la postre una reasimilación por parte del sistema de las fórmulas nacidas aparentemente para desestabilizarlo. En cambio, la segunda tendencia conformaría propiamente la «estética del fraude» en su vertiente más «cínica»: «ese abismo frente al que el juego del arte está siempre a punto de encontrarse con la tragedia que significa dejar de serlo» (111). 2. 1. La «estética de la falsificación» En una célebre carta de Julio Torri a su colega Pedro Henríquez Ureña, fechada el 13 de diciembre de 1916, el escritor mexicano hablaba en los siguientes términos de su opera prima: «Es libro de pedacería, casi de cascajo» (Zaïtzeff 14). Esta casi autodenigración de su primer libro Ensayos y poemas (1917) revela claramente el estrecho margen entre los archigéneros ensayístico y lírico, por el que discurría Torri para calificar sus textos. Como explicaba el autor en una entrevista a Carmen Galindo: «Estilo sencillo, lo más sencillo posible y procurando comunicar lo que me parece menos tonto» (Zaïtzeff 19). Sin embargo, la obra de Torri, que en mi opinión inaugura —con las necesarias reservas y puntualizaciones— la serie que dará lugar a la minificción, se alza justamente contra todo lo fácil y consabido, contra las modas y etiquetas y, por supuesto, contra la extensión. En palabras del creador coahuilense: «Prefiero los gérmenes a los desarrollos voluminosos, agotados por su propio exceso verbal [...]. El árbol que desarrolla todas sus hojas, hasta la última, es un árbol agotado, un árbol donde la savia está vencida por su propia plenitud» (Zaïtzeff 31). Aquí resulta pertinente aclarar una confusión continua en buena parte de la literatura científica sobre el tema: la igualación de lo poético con la intensidad, con la brevedad quintaesenciada. Teóricos como Lagmanovich (122) o Miguel Gomes

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han señalado la relación de «vecindad» entre minificción —o microrrelato— y la poesía, especialmente, con el poema en prosa y la epigramática (39-40)2. Por otro lado, Guillermo Samperio en cierto modo «prescribe» la aplicación de modelos poéticos a la ficción breve para «sintetizar significados, dándole su toque de ambigüedad» (66). Ciertamente, en estos posicionamientos, se observa la conservación de una determinada ideología del arte en la que los géneros líricos todavía disfrutan de un estatus privilegiado. No obstante, es de rigor puntualizar que estas apropiaciones de los recursos líricos por parte de la narrativa redefinen dichos recursos al someterlos a una recontextualización en la que no queda claro qué género pierde qué cosa, sino qué gana el conjunto. Como explica Zavala acerca de la «diversidad», una de las seis problemáticas de la minificción: No existe una forma única de minificción [...]. Esta naturaleza inestable y paradójica lleva a la alegorización de varios géneros breves, cada uno de ellos con una dominante genérica de distinta naturaleza, ya sea poética (poema en prosa); narrativa (fábula, mito, parábola, confesión, crónica); argumentativa (ensayo, editorial, artículo de opinión); elíptica (palíndromo, grafito, solapa, aforismo, escritura oracular); pedagógica (definición, instructivo, enigma, adivinanza), o alegórica (bestiarios y otras formas de teratología) (133).

En esta dirección parece profundizar la obra de uno de los mejores lectores de Torri: Juan José Arreola. Sin embargo, con esa afirmación no quisiera establecer una paternidad literaria ni caer en la provocación, sino insistir en la continuidad y renovación de estos hallazgos literarios aún «tentativos». Así, al igual que Torri, los cascajos pasan a formar parte de la «varia invención», cuyos textos siguen dejando sin resolver —muchos se preguntarían para qué— un problema taxonómico que se escapaba hasta nominalmente de las categorías genéricas tradicionales. En «De l’Osservatore», una de las composiciones más celebradas, Arreola emplea la retórica del anuncio por palabras de los periódicos: A principios de nuestra Era, las llaves de San Pedro se perdieron en los suburbios del Imperio Romano. Se suplica a la persona que las encuentre, tenga la bondad de devolverlas inmediatamente al Papa reinante, ya que desde hace más de quince siglos las puertas del Reino de los Cielos no han podido ser forzadas con ganzúas (32).

Sin duda, esta composición es uno de los ejemplos más claros de minificción fraudulenta por la vía de la falsificación: literaturización de una forma no literaria. 2. Para Gomes parece tratarse de una tendencia general de la literatura del siglo XX: «Desde la aparición del poema en prosa en el horizonte genológico del siglo XIX, se han multiplicado los tipos literarios que aprovechan las posibilidades estéticas de infringir las viejas barreras interpuestas entre lo considerado como poético y otros discursos […]. Si la poesía ha acudido a la prosa, también ocurre el fenómeno contrario: géneros narrativos modernos se han apropiado de elementos tradicionalmente asociados al verso o han enfatizado la semejanza de su repertorio formal con el de la poesía» (35).

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Igualmente, la literatura misma se ofrece como archivo intervenible, como significados vivos. Asimismo, en «Balada» (67-68) Arreola manipula el horizonte de expectativas del lector mediante el empleo de las convenciones del género lírico en la minificción. En principio, aquí no hay narratividad, no se puede hablar de microrrelato o minicuento; se utiliza incluso la barra para separar los supuestos versos y si se dispone el texto como poema, se detectan regularidades en la medida de los versos y en las rimas. [...] En el coro de abandonados soy el cuerno que tocas. / Unicornio solista, que embiste, recula y se estrella, / fui a dar al escudo blindado la falsa doncella. / Yo sé que hay prudentes pero me tocaron las locas / discípulas evangélicas del tenebroso. / Soy candil de la calle, dame para mi aceitito. / Después de cumplir como bueno el pavoroso rito, / desde el foso de las leonas sulfuroso y viscoso, / soy este chivo emisario solitario en las rocas… No me dejes caer en el garlito.

*** En el coro de abandonados soy el cuerno que tocas. (15A) Unicornio solista, que embiste, recula y se estrella, (16B) fui a dar al escudo blindado la falsa doncella. (16B) Yo sé que hay prudentes pero me tocaron las locas (15A) discípulas evangélicas del tenebroso. (14C) Soy candil de la calle, dame para mi aceitito. (15D) Después de cumplir como bueno el pavoroso rito, (15D) desde el foso de las leonas sulfuroso y viscoso, (16C) soy este chivo emisario solitario en las rocas… (15A) No me dejes caer en el garlito. (11D)

Serge Zaïtzeff postula que, a partir de la obra inclasificable de Julio Torri, «los géneros literarios salen transformados y enriquecidos» y en sus textos vienen prefiguradas las principales corrientes del cuento mexicano actual (91-92). No obstante, aun aceptando la maestría de Torri, los géneros literarios siguen siendo entidades reconocibles. De este modo, aunque aparezcan «vestidos» como lo que «no son» —poema, ensayo, aforismo, palíndromo o bestiario—, las propiedades discursivas de estas composiciones siguen operando como clave hermenéutica para la interpretación. 2. 2. El fraude post-artístico Como ya se ha comentado, la perspectiva del fraude ayuda a trazar un mapa de lugares posibles en un tiempo específico. En la era de las TIC, este campo se amplía gracias en buena medida a la generalización de la Red, que diluye las fronteras

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analógicas, bien controladas por leyes de paso, entre los dominios de lo verdadero, lo trascendente, lo estético y los dominios de lo falso, lo intrascendente y lo anti-estético. Para Derrida no hay texto sin género, pero esto no significa una pertenencia. El género institucionaliza el límite, a la vez que, como todo espacio fronterizo, fluctúa como consecuencia de fuerzas centrípetas y centrífugas, que tratan de arrastrarlo a la «centralidad» o a la «exterritorialidad», respectivamente. En este sentido, la digitalidad no conlleva la desaparición de las fronteras ni la desterritorialización absoluta; en cambio, plantea nuevos centramientos y nuevas formas de desestabilización, como las producciones p2p o, muy en relación con el fraude, la piratería y las estrategias apropiacionistas como prácticas culturales valorizadas. Como explica Pron: Que la red está poniendo en cuestión nuestras acepciones de ‘lo verdadero’ y ‘lo falso’, así como del tipo de prácticas aceptadas y aquellas que caen del lado de la transgresión, resulta evidente [...]. En ese marco, la falsificación y el plagio no solo parecen ser inevitables [...], sino también el ámbito idóneo para la intervención del tipo de escritor que prefiera la falta de certezas a las opiniones consuetudinarias, la exploración a la recurrencia de los ámbitos ya conocidos, la marginalidad a la centralidad, la apropiación de la ‘creación’, el plagio a la originalidad, la falsificación a la ilusión de verdad, la multiplicación de la identidad a la ficción de una identidad unitaria (174-75).

En sus inquisiciones sobre el cuento, Andrés Neuman asevera que los géneros literarios, más que hibridarse, tienden hacia la disolución «en tanto que objetos definidos» (160). Este matiz no es menor, ya que el género, como categoría pragmática institucionalizada, condiciona unos modos de producción y el horizonte de expectativas. Así, estos frames o packs de convenciones (Aparicio 99) no se anclan a la voluntad del creador, sino que se abren al receptor para que, desde su propia competencia genérica, interprete y decida a qué tipo de texto se está enfrentando. Además, esta competencia está condicionada por el archivo previo que, a diferencia de los repertorios y normativas clásicas, no se supedita exclusivamente al arbitraje de la Academia, sino que en la actualidad está «regulado» por lógicas económicas y de prestigio como el bestsellerismo o la celebrity digital, cuyo éxito no se rige por las ventas, ni siquiera por la siempre sospechosa «calidad», sino por su visibilidad, seguimiento y exposición pública3. Para Javier Aparicio, este fenómeno supone la consagración del autor sin obra, la prevalencia de la marca sobre la creación (18-19). 3. Confróntese esta visión con la siguiente minificción de Julio Torri: «Cómo se deshace la fama de un autor. Se comienza por elogiarle equivocadamente, por lo que no es principal ni característico en él; se le dan a sus ideas un alcance y una interpretación que él no sospechó; se le clasifica mal: se venden sus libros, que todos exaltan sin leerlos; se le aplican calificativos vacuos: el inevitable, el estimable, el conocido, el inolvidable, etc. Poco a poco disminuyen en revistas y libros las menciones y referencias a lo suyo. Finalmente se le cubre con la caritativa sombra del olvido. ¿Resucitará?» (184).

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Asimismo, los «me gusta», favs y demás mecanismos de gratificación y recompensa en el ciberespacio representan el paso de lo cuantitativo a lo cualitativo. La plaza pública ha sido tomada por una miríada de comunidades de intereses fragmentados. Ahora bien, frente al alarmismo tecnofóbico que clama contra una especie de neo-anarquismo del gusto hiperindividualizado, percibo que «se trata de un proceso dialéctico y ambivalente, que permite desarrollos futuros donde articular mejor libertad e información» (Innerarity n. p.). No obstante, Daniel Innerarity apostilla que la libertad y desjerarquización de la Red no comporta la supresión de los filtros, sino la reformulación de su rol social, debido a la imposibilidad de gestionar toda la información4. En el plano creativo, Aparicio realiza un elocuente diagnóstico de este proceso: el «síndrome de la ansiedad de la confluencia» , una «suerte de tendencia al deseo de integrarse […] en redes creativas que aumenten la proyección de sus miembros […] por una mera estrategia de mercado que genera alianzas —con frecuencia efímeras— y promociones colectivas que pretenden una difusión unísona» (126). En oposición a la visión pesimista de Aparicio, Leticia Bustamente asocia el comportamiento social del cibernauta en la web —dado a la extimidad— a las respuestas de un «lector ideal» de microrrelatos: «activo, avezado, competente y cómplice» (46). Es más, el género hallaría en las TIC un medio favorable a lo híbrido, que estimularía la aparición de formas breves audiovisuales (45). Sin embargo, la especialista española no se deja llevar por la utopía digital y objeta que, en plataformas de nanoblogging como Twitter, «existe un riesgo mayor de ofrecer como nanorrelatos lo que solo son ocurrencias ingeniosas que cumplen, eso sí, con la máxima de la brevedad» (54). Por ello, del mismo modo que el primer tipo de fraude contribuye al afianzamiento de su naturaleza eminentemente artística, las poéticas post-artísticas banalizadoras, en tanto tendencia sistémica del arte en curso de reordenamiento, desdibujan los principios ideológicos que avalaban su propia artisticidad. Así, las minificciones masivas que circulan en Internet, con notables excepciones como Alberto Chimal, José Luis Zárate o Mauricio Montiel, no suelen aprovechar las virtudes de los nuevos medios; al contrario, fomentan el desconocimiento del género al publicar acríticamente toda una serie de microtextualidades cuyo único objetivo consiste en epatar a los usuarios para lograr la ansiada visibilidad: el «selfie artístico» (Aparicio 207). Dentro de la miríada de blogs y perfiles centrados en la difusión y publicación de formas breves que alberga el hiperespacio, como Ciudad Mínima (@C_Minima), Microficción (@miqrocuento) o la revista Sea breve, por favor (@sea_breve), es posible encontrar una cuenta en Twitter que ejemplifica de modo singular la cuestión: 4. Esta circunstancia queda demostrada por el auge de comunidades de prescriptores culturales 2.0 como los booktubers o las cada vez más frecuentes listas de recomendaciones proporcionadas por complejos algoritmos en las redes sociales.

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Academia Hiperbreves (@hiperbreves_). La descripción señala su objetivo: «Esta Academia es un sitio destinado para crear, escribir y plasmar microcuentos, poesía, haikus y mucho más. Agrega el #HBreves para compartir la historia». Así, sin entrar a valorar la confusión teórica en torno al término «hiperbreve», la cuenta agruparía bajo su hashtag casi cualquier microtexto que se etiquete con #HBreves. Aunque en ocasiones se proponen «retos», certámenes en forma de ejercicios literarios —acompañado de una explicación somera y un reducido muestrario— como los «Piropos» o «Leyes de Murphy» planteados para el mes de noviembre5, los 1500 followers pueden publicar con absoluta libertad sus textos: –

«Los pares de calcetines van de dos en dos antes de entrar a la lavadora y de uno en uno al salir de ella. #HBreves» (@Elficarosa).



Será la lluvia / como sonrisa y beso / entre tus labios #Haiku #HBreves #Poemia» (@EstebanPerezsan).



«Te robaría cada mirada, cada gesto, cada sonrisa y cada beso para regalármelos. Nada me haría más feliz. #microcuento #HBreves #MiRegalo» (@marian_mol).

Estos tres «hiperbreves» revelan claramente, en primer lugar, la difuminación de los géneros literarios como conceptos «productivos» o clarificadores para la mayor parte de los usuarios activos de dicha cuenta; en segundo lugar, a través de la práctica del tagging, se pretende establecer una filiación y unas coordenadas para su lectura e interpretación. Sin embargo, como advierte Aparicio a partir de las iluminaciones de Genette sobre la ficción del siglo XX, se aprecia una progresiva «hipertrofia de los paratextos» (162), que, en mi opinión, sustenta en buena medida la «literariedad» de la Academia. En este sentido, la textualidad se inscribe dentro de un contexto ya de por sí no marcado por su carácter estético, así como precisa del soporte complementario de hashtags que relacionen el tuit con un determinado género, su aparición en una cuenta cuyo objetivo es la divulgación de aportes literarios y el incremento de la «relevancia-valor» basado en una mayor presencialidad. Como afirma categóricamente Kenneth Goldsmith: «la interfaz de Twitter ha recontextualizado el lenguaje ordinario para hacerlo ver extraordinario» (254). Considero que Leticia Bustamante acierta en su diagnóstico de los «peligros» de la Red para la minificción, aunque bien podría extenderse al ámbito analógico y a la totalidad de los microtextos. En su opinión, dichos factores se resumen, por un lado, en el «desconocimiento» y sus peligrosas ramificaciones como consecuencia de la generalización de «falsas ideas sobre la facilidad, velocidad e instantaneidad en los procesos de creación y recepción»; y, por otro lado, la inmediatez de los nuevos medios favorece la expresión libérrima y sin filtros y la elevación del receptor a 5. Los hiperbreves ganadores o seleccionados son publicados en el blog de la Academia: https:// academiahiperbreves.wordpress.com.

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la categoría de productor al menos en potencia de contenidos (58). No obstante, hay en sus valoraciones cierto determinismo tecnológico que provoca que el fenómeno no sea apreciado en toda su complejidad. Evidentemente, las innovaciones tecnológicas conllevan un cambio cuantitativo y cualitativo en el sistema literario. Este reconocimiento no debe entenderse tanto como «impacto» exógeno, sino como resultado de un proceso más intrincado que emana de la misma sociedad. A diferencia de los estudios literarios, las investigaciones en el terreno de la estética y la historia del arte se muestran menos «impactadas» por el factor tecnológico y más ecuánimes en sus enfoques y presupuestos. Es más, nociones como postproducción, sampler o cut-ups se emplean sin menoscabo de sus respectivos campos —y privilegios— disciplinarios para analizar fenómenos que han sido asociados tradicionalmente a la aparición y arraigo de tecnología digital. En palabras de Goldsmith: «la mayoría de la escritura hoy en día continúa como si Internet jamás se hubiera inventado. El mundo literario todavía se escandaliza por los mismos episodios de fraudulencia, plagio y engaño que causarían risa en los mundos del arte, la música, la computación o la ciencia» (28)6. En esta línea, se desarrolla parte de la producción minificcional de la escritora canaria Belén Lorenzo. En su blog Todas las palabras cuentan, se localizan algunos microtextos que trabajan con la misma materialidad de una obra previa: «Al fin»7

6. Un claro ejemplo de este «conservadurismo» de la literatura frente a otras disciplinas artísticas se puede observar en la consagración internacional del siempre polémico Jeff Koons. Su trabajo con las ideas de plagio y propiedad intelectual resulta muy pertinente para comprender el concepto de estética del fraude aquí esbozado. 7. Texto base «original» de Ramón Betancor, Colgados del suelo.

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«Vivir soñando»8

Como se deduce, Belén Lorenzo somete el texto «base» a un proceso de postproducción propio de la cultura del DJ o del programador (Bourriaud 7-8). En estas composiciones la distinción entre obra original o copia queda en suspenso. Su poética no se fundamenta en la singularidad de lo creado, sino en la recontextualización de una cadena de sentido a través de la selección e intervención directa9: «el contexto es el nuevo contenido» (Goldsmith 24). Igualmente, hay que señalar que la estética de la postproducción revaloriza prácticas institucionalmente «fraudulentas» como el plagio. Como describe Maurel-Indart, «el plagio es una noción de contornos móviles» (285) que sobrepasa stricto sensu el ámbito literario. La hiperabundancia textual no responde a una lógica pre-digital sustentada en la posesión y disfrute de bienes culturales escasos. Así, se impone una revisión de los productos estéticos a partir de unos valores menos restrictivos acerca de la autoría o la originalidad; en oposición al paradigma romántico del genio creador, se afianza una «estética terciaria»: «retraimiento de la producción cultural, construcción de recorridos dentro de los flujos existentes; producir servicios, itinerarios, en el interior de protocolos culturales» (Bourriaud 105). Por otra parte, la estética del fraude debe contar con la «credulidad ideológica» del receptor. Dicho de otro modo, la credulidad supone una «parte fundamental de la dimensión metafísica del Arte» (Ruiz 141), circunstancia ejemplificada cíclica8. Texto base «original» de Gioconda Belli, El intenso calor de la luna. 9. Katherine Hayles realiza un estudio muy interesante sobre una obra que emplea recursos similares: A Humument. A Treated Victorian Novel, de Tom Phillips. Como subtitula el autor, la obra toma como materia prima la novela victoriana de William Mallock A Human Document. En opinión de Hayles, la técnica no consiste en la creación de nuevas palabras, sino en el «olvido» o silenciamiento de las ya existentes (81).

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mente en polémicas bienales y exposiciones de arte contemporáneo, en las que el visitante «coteja» su experiencia estética con unas propuestas que desafían su legibilidad. Según Manuel Ruiz, las producciones adscritas a la corriente del nihilismo post-artístico, por medio de proposiciones cínicas, «pueden permitirse el lujo de declarar sus verdaderos objetivos porque alberga la certeza de que esa confesión va a ser recibida como una suerte de boutade deliciosa de carácter esencialmente artístico» (141-42). Los siguientes ejemplos extraídos de la antología de Aloe Azid, Mil y cuentos de una línea, no han sido seleccionados por su «cinismo», sino para resaltar el componente ideológico que sostiene el antaño sólido edificio de la literatura: –

Rafael Pérez Estrada, «Ley»: «Newton: La gente que come manzanas cae más aprisa» (33).



Ricardo Labra, «El resistente»: «Soy un transgresor. Cumplo todas las normas» (33).



Pía Barros, «Excrecencias»: «Quítame la piel, desóllame, deja que tu recuerdo escueza hasta el rasquido, haz de mí tu llaga que sucumbe y se devasta, pero no me dejes, amor, no me dejes» (213).



Carlos Iturra, «Grandes ambiciones»: «—¡Si pudiera escribir aforismos! —se quejaba el novelista» (305).

En mi opinión, se colige del muestrario la continuidad de la autoría y el libro de papel como garantes de la literariedad de los microtextos. Este proceso es equiparable al denominado por Laura Pollastri «efecto de lectura», que produce el «desplazamiento de las referencias genéricas» (18-19) de los microrrelatos, en virtud del cual un mismo texto puede ser «leído» de distinto modo en función de las series genéricas a las que se incorpora. La presencia de unos índices reconocibles y su difusión en un soporte legitimado inscriben las obras en el metaconcepto «literatura»: los paratextos ubican la obra dentro del género cuento, a pesar de la brevedad extrema de las composiciones —caben perfectamente en un tuit— y de sus aproximaciones a géneros y registros tan dispares como la greguería, la imagen lírica o el juego lingüístico. Sin embargo, dicha inscripción desaparece en las redes sociales y solo mediante la resemantización sería posible incorporar al acervo las realizaciones ejecutadas sin marcadores de legitimidad tradicionales. Precisamente, en esa divisoria navegan las minificciones digitales. Como declara Violeta Rojo: «pareciera que este maremágnum hubiera alejado a la minificción de la literatura» («La minificción», 22). 3. Conclusiones A lo largo de este artículo, he intentado realizar un estudio comprensivo de la minificción a partir de su condición de escritura intersticial, umbral y puente entre

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diferentes poéticas que subvierten, en primer lugar, su genericidad, entendida como marcos o matrices de producción e interpretación literarias. Así, las minificciones se definen por su indefinición, por su mudanza y capacidad de apropiación de los diferentes géneros discursivos. En este caso, la práctica del fraude dentro de lo que se ha denominado «estética de la falsificación» resulta una transgresión productiva (Pron 168), que impide la esterilización del campo cultural como consecuencia de la hiperabundancia y solapamiento de algunas recetas. En segundo lugar, la minificción contemporánea no se libra de la «automatización de la creatividad» tecnologizada que deriva en la spamización e hipervisibilidad de los contenidos (Aparicio 348). A tal efecto, hemos analizado dentro de la «estética del fraude» la paradójica canonización de poéticas de la banalidad —«Aceleración creativa + hiperproductividad artística + sobrevaloración = banalización» (Aparicio 239)— y de estrategias apropiacionistas, de reciclaje y/o postproducción. Como subraya Aparicio Maydeu, entre los modelos de creación narrativa para imaginaciones coartadas sobresale la «condensación» por su «potencialidad larvada» que transfiere la responsabilidad del acto (re)creativo al lector (219). De esta forma, microrrelatos y minificciones evadirían la desafiante «completitud textual» de la narrativa realista con la excusa de interpelar al receptor. Análogamente, Julio Prieto llama a estos dos vectores el modelo borgiano y el modelo comercial, que, en su opinión, confluyen en su «dinámica de eficacia y aceleración […] amoldada a las leyes del rendimiento económico del mercado» (99). Sin embargo, Prieto cortocircuita las simplificaciones al observar una tercera vía que infringe la lógica aceleracionista del mercado por medio del cultivo de la «mala escritura» como «táctica de interrupción» (99). A mi juicio, este camino intermedio abre una posibilidad poco explorada en el terreno de las letras: el «arte estúpido». Siguiendo a Ruiz Zamora: «la estupidez, por más letal que pueda resultar aparentemente para la pervivencia efectiva de una obra de arte concreta, introduce, sin embargo, una posibilidad de perpetuación, si bien provisional, en la vida del Arte» (118). No ha de entenderse este elogio de la estupidez como una mera boutade neovanguardista destinada a ofrecer amparo «legal» a cualquier ocurrencia grafomaniaca; al contrario, si se valora el arte estúpido en sentido amplio, se puede comprobar su talante propositivo como una suerte de «enseñanza» a contrario: «la estupidez pone de manifiesto una degradación absoluta, una perversión de todas las posibilidades, un camino inverso al que hay que recorrer» (Ruiz 130). Así, mediante este tour de force para la inteligencia, la estupidez obliga a reconsiderar los conceptos que han articulado y articulan los discursos estéticos, incluso en sus planteamientos teóricamente más lesivos. Sin lugar a dudas, como perfila Rogelio Guedea, la minificción es un «animal elástico y anfibio que cambia de hábitat a la menor provocación» (9). El carácter escurridizo de los textos, reacio a cualquier taxonomía, provoca que la crítica haya

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adoptado un perfil bajo, más centrado en el examen textual o en la sistematización de sus variantes que en las implicaciones estéticas que acarrea. No obstante, considero que sin el estudio de sus fundamentos socio-estéticos, los análisis adolecerán de la condición provisional y, hasta cierto punto, arbitraria de las antologías, instrumentos de gran utilidad para la canonización del corpus, pero que van heredando sucesivamente las definiciones ofrecidas por cada curador. Referencias bibliográficas ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín, ed. Imposturas literarias españolas. Salamanca: Universidad, 2011. . «Presentación. Original y falso: una historia de la literatura por hacer». Imposturas literarias españolas. Joaquín Álvarez Barrientos, ed. Salamanca: Universidad, 2011. 9-16. APARICIO MAYDEU, Javier. La imaginación en la jaula. Razones y estrategias de la creación coartada. Madrid: Cátedra, 2015. ARREOLA, Juan José. Confabulario. México DF: FCE, 1996. AZID, Aloe. Mil y un cuentos de una línea. Barcelona: Thule, 2007. BENJAMIN, Walter. «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica». Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1973. 15-60. BOURRIAUD, Nicolas. Postproducción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2009. BUSTAMANTE VALBUENA, Leticia. «La brevedad en la red: el microrrelato en la era de la globalización». Plesiosaurio. Primera revista de ficción breve peruana 5 (2013): 43-61. GIL-ALBARELLOS, Susana. «Que no hay tan diestra mentira/que no se venga a saber. Teorías de la falsificación literaria». Imposturas literarias españolas. Joaquín Álvarez Barrientos, ed. Salamanca: Universidad, 2011. 17-32. GOMES, Miguel. «Los dominios de lo menor. Modulaciones epigramáticas de la narrativa hispánica moderna». Escritos disconformes. Nuevos modelos de lectura. Francisca Noguerol Jiménez, ed. Salamanca: Universidad, 2004. 35-44. GOLDSMITH, Kenneth. Escritura no-creativa. Gestionando el lenguaje en la era digital. Buenos Aires: Caja negra, 2015. GUEDEA, Rogelio. El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana. Guadalajara: Arlequín, 2013. HAYLES, Katherine. Writing Machines. Cambridge: MIT Press, 2002. INNERARITY, Daniel. «Algoritmos del gusto». Babelia. 8 de feb. 2014. Web. 14 nov. 2015. . LAGMANOVICH, David. El microrrelato. Teoría e historia. Palencia: Menoscuarto, 2006. LORENZO, Belén. «Al fin». Todas las palabras cuentan (blog). 15 oct. 2015. Web. 25 nov. 2015. . «Vivir soñando». Todas las palabras cuentan (blog). 19 jun. 2015. Web. 25 nov. 2015. . MAUREL-INDART, Hélène. Sobre el plagio. México DF-Buenos Aires: FCE, 2014.

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