La tradición marxista y la historia conceptual de la teoría política

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Descripción

LA TRADICIÓN MARXISTA Y LA HISTORIA CONCEPTUAL DEL PENSAMIENTO POLÍTICO1

Pablo Sánchez León (Universidad del País Vasco)

Ellen M. Wood, Citizens to Lords. A Social History of Western Political Thought from Antiquity to the Middle Ages, London/New York, Verso, 2008; and Ellen M. Wood, Liberty and Property. A Social History of Western Political Thought from Renaissance to Enlightenment, London, Verso, 20122.

Tras haber figurado como toda una línea de literatura académica por derecho propio hasta incluso convertirse en una verdadera moda, en las últimas dos décadas los ensayos titulados o subtitulados “Historia social de…” se han convertido en una rareza, cuando no en una fórmula incómoda. Con el declive de la historia social como paradigma general en la historiografía el subgénero vino a ser visto como pretencioso y pasado de moda, haciendo al lector arriesgarse a tener una experiencia decepcionante. La empresa de Ellen Meiksins Wood puede por tanto aparecer como prescindible a primer vista; no obstante, incluso un lector insensible debería cuando menos reconocer la osadía que encierra la proposición de una historia social sobre un asunto tan vasto y omniabarcador como el “pensamiento político occidental”. Esta historia social del pensamiento político en dos volúmenes no está en cualquier caso escrita a contracorriente de las tendencias académicas actuales; más bien al contrario, muestra desde el principio estar bien familiarizada con la historia intelectual “post-clásica” en curso influida por el giro lingüístico, tal y como es practicada por la llamada “escuela de Cambridge”. Ellen Wood pone de manifiesto hasta qué punto la historia del pensamiento de filiación marxista efectuó su propio ajuste de cuentas con el tipo de historia intelectual que se practicaba en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, inspirada en la propuesta de Leo Strauss, la cual presentaba “a los `grandes´ como mentes puras que flotaban El original en inglés de este texto puede encontrarse en “The Marxist Tradition and Conceptual History of Political Thinking”, Ariadna Histórica. Lenguajes, metáforas, conceptos 4 (2015), pp. 247-266. http://www.ehu.eus/ojs/index.php/Ariadna/article/view/15279/S%C3%A1nchezLe%C3%B3n. Traducción desde el inglés a cargo del autor. 2 Existe una versión en castellano del primero de estos dos volúmenes, con el título De ciudadanos a señores feudales: historia social del pensamiento político desde la Antigüedad a la Edad Media, Barcelona, Paidós Ibérica, 2011. Sin embargo, dado que el segundo no está traducido, y por motivos de coherenbcia, los textuales son tomados de los originales en inglés y traducidos al castellano por el autor. 1

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libremente por encima de las condiciones políticas” (Citizens to Warriors, p. 6) y repudiaba la contextualización por considerar que desembocaba en trivialización, interesándose solo por preguntas y respuestas de carácter transhistórico. Ahora bien, esto no significa que estemos ante otra investigación más sobre las ideas sensible a sus contextos de producción, sino ante lo que se presenta como una aproximación desafiante y crítica con las evoluciones recientes en este campo. De hecho Wood se adentra en el terreno de la historia intellectual poststraussiana ofreciendo una crítica al empleo que la escuela de Cambridge hace del concepto de “contexto”, que identifica con “la matriz social e intelectual” del pensamiento: pues según ella en la práctica para los seguidores de la línea de dicha escuela “resulta que la matriz `social´ tiene poco que ver con la `sociedad´, la economía o incluso la política. El contexto social es él mismo intelectual, o al menos lo `social´ se define por, y solo por, los vocabularios disponibles” (p. 8). Es cierto que, de acuerdo con prestigiosos representantes de la escuela de Cambridge como Quentin Skinner o John Pocock, contextualizar un texto se reduce a situarlo entre otros textos, dentro de un vocabulario, y en el seno de discursos o paradigmas. En consecuencia, los grandes desarrollos y conflictos en la economía o la sociedad no son tomados en consideración. En contraste con esto, la historia social de la teoría política de Wood “parte de la premisa de que los grandes pensadores políticos del pasado se hallaban apasionadamente implicados en las cuestiones de su tiempo y espacio” (p. 11). Los pensadores políticos no se limitaban a involucrarse en tradiciones y vocabularios “sino también en el contexto de los procesos sociales y políticos que conformaban su mundo inmediato”, y a menudo lo hacían en forma de una adhesión partisana a una causa política, hasta el punto de que en ocasiones sus obras son “expresiones bastante transparentes de intereses particulares, los intereses de un partido o una clase en particular” (p. 12). El planteamiento de Wood no es, sin embargo, una reafirmación de la típica dicotomía jerárquica base/superestructura de la tradición marxista, sino más bien una apuesta radical a favor de la contextualidad histórica: desde su punto de vista, establecer la implicación partisana de los autores “no consiste desde luego en decir que las ideas de un teórico pueden ser predichas o `leídas´ de su posición social o su clase” sino una oportunidad para subrayar que las preguntas respondidas por los grandes filósofos políticos les vienen a estos planteadas en formas históricamente específicas: no sólo, como predican los seguidores de la escuela de Cambridge, “por medio de controversias 2

explícitamente políticas” sino también “por medio de las presiones y tensiones que configuran las interacciones humanas fuera de la arena política y más allá del mundo de los textos”. Como ya se ha mencionado, Ellen Wood es una practicante declarada del materialismo histórico, y por consiguiente reflexiona sobre el pasado a partir de la premisa de que existen relaciones de propiedad dadas que establecen las condiciones de la producción y reproducción económicas, cuyo conocimiento resulta esencial para hacer comprensible el establecimiento de la dominación política y el estallido de luchas sociales y otras formas de resistencia. Su historia social del pensamiento político está de hecho fundada en una comprensión del desarrollo a largo plazo de las relaciones sociales, las formas de propiedad y los procesos de formación estatal que de manera episódica erupcionan en forma de controversias ideológicas. Las diversas pautas de relaciones de propiedad y desarrollos estatales se considera que producen diferentes patrones de interrogación teórica que en última instancia conforman las tradiciones de pensamiento aisladas para su estudio por los historiadores de las ideas. Ellen Wood es no obstante también una reputada historiadora activamente implicada en debates acerca del carácter de la sociedad y las relaciones políticas en el mundo antiguo. En este sentido su Peasant-Citizen and State [El ciudadano-campesino y el Estado] ofrece probablemente la alternativa más radical a la ortodoxia marxista del “modo de producción” que considera la esclavitud como la precondición del autogobierno político y la democracia en la Antigüedad3. A contracorriente de una literatura que apela al sentido común —si bien también bastante simplista en su planteamiento lógico, y cronológicamente poco rigurosa— la cual hace derivar la libertad de los antiguos del control privado de mano de obra y de la correspondiente emancipación por parte de los (varones) propietarios domésticos, Wood ofrece una explicación de la semántica de eleutheria —definida como “la libertad de la necesidad de trabajar para otro”, fuera a nivel individual o colectivo— que inscribe este concepto en la cultura de la autosuficiencia económica y la autonomía política desarrollada por los campesinos y artesanos de la Gracia clásica a través de un largo proceso de exitosa ruptura con el predominio de los lazos personales, un resultado histórico singular dado 3

Ellen M. WOOD, Peasant-Citizen and Slave: The Foundations of Athenian Democracy, London, Verso, 1989. Este libro contiene un debate con la monumental obra de E. M. DE STE. CROIX Class Struggle in the Ancient Greek World: From the Archaic Age to the Arab Conquests, Ithaca (NY), Cornell University Press, 1982 [existe traducción en castellano, La lucha de clases en el mundo griego antiguo, Barcelona, Crítica, 1988], la cual despliega la más prolija y directa interpretación del mundo clásico como basado en el predominio de la esclavitud como fuente de excedente para la clases dominantes.

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que en cualesquier otras sociedades precapitalistas los productores directos tendían a hallarse políticamente sometidos a las aristocracias terratenientes, los grupos militares y/o las hierocracias. Parte del volumen primero de esta historia social está dedicada a describir los efectos de semejante emancipación colectiva tanto en la creación de la polis —en la cual se instituyó la ciudadanía inclusiva en lugar de mantenerse la habitual cesura gobernantes/gobernados— y en el auge de una cultura política centrada alrededor de la disputa de corte legal y la argumentación para la deliberación colectiva. La perspectiva de Wood se sitúa en esto más allá de Marx y de Weber y entiende la ciudadestado del mundo griego antiguo no solo como un sistema político sino como “una singular organización de las relaciones sociales” (p. 18) en la que los productores —al margen de los esclavos, los cuales por otro lado se limitaban en un principio a ejecutar tareas domésticas— no se veían forzados a transferir excedente económico a las clases dominantes, rasgo estructural este que reconfiguró en profundidad los contornos y contenidos de la sociedad política. Un marco social así de singular dio eventualmente por resultado una democracia que excedía con mucho las versiones modernas de autogobierno en manos de ciudadanos, al incluir entre otras prácticas la participación en asambleas de forma regular y los jurados populares. Desde la perspectiva de la historia conceptual, destaca cómo, al describir la especificidad histórica de la cultura de la Grecia antigua, la autora delinea la semántica de conceptos básicos tales como isonomia —igualdad en relación con las leyes— o isegoria —igualdad en relación con la capacidad de expresión, “la idea más distintiva que surgió de la democracia” antigua (p. 39)—; más relevante para los historiadores conceptuales es la postura de Wood sobre la la condición de disputabilidad consustancial a los conceptos en aquella cultura, que ella vincula a la perduración de definiciones tradicionales pese a los cambios institucionales y culturales, tal y como ejemplifica el caso de diké —o la justicia, que podia ser entendida, bien como adecuación natural al estatus o bien como un estándar de comportamiento correcto sujeto a enjuiciamiento por la comunidad— o nomos —o la ley, entendida o bien como las reglas esenciales no escritas procedentes de las costumbres y el parentesco o bien como las normas formales propias del nuevo orden politico ciudadano—; y a su vez cómo la disputabilidad nació en el contexto de debates epistemológicos acerca de si las instituciones eran naturales o creadas por el hombre, objetivas o convencionales.

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La tesis de Wood es que de esta disputabilidad consustancial de los conceptos es de donde nació de hecho la teorización política. El auge de la disputa, que favorecía la abstracción y la generalización, era no obstante parte de un proceso histórico más amplio marcado por las luchas orientadas a reducir la capacidad colectiva de los pobres —la categoría social más extendida en las ciudades.estado del mundo antiguo— frente al poder de las oligarquías. Lo que convierte el primer volumen de esta historia social en un ensayo de calado es que Wood ofrece una explicación original y profunda acerca de por qué los padres fundadores de la filosofía occidental —de Sócrates a Aristóteles y en adelante, pero en especial Platón— eran tan abiertamente antidemocráticos. En relación con esta cuestión —objeto de recurrente reflexion en la literatura— ella rechaza la tradición interpretativa que se obstina en presentar las ciudades-estado en la fase demótica como sometidas a un proceso de degradación moral e institucional, y en su lugar presenta a Platón como un activo militante a favor de soluciones políticas aristocráticas que se sirvió de sus argumentaciones para cuestionar la autoridad de los ciudadanos normales como pensadores. El planteamiento es que la obra de Platón estaba constituida por un lenguaje relacionado con la economía doméstica y la sabiduría práctica popular, que él podia usar para sus propios fines —aunque sin llegar a prescindir de él ni desbancarlo—, volviendo así la ética del trabajo manual artesano —el cual giraba en torno del concepto de tejné, que contenía una mezcla de lo que en la modernidad son los espacios semánticos separados de las artes y la tecnología— en contra de la democracia. Por medio de un elegante contraste con el discurso democrático de Protágoras, Platón es presentado como un autor que “apelaba a la experiencia y los valores de base familiar de los ciudadanos trabajadores manuales” y que “edificó esta definición de la virtud política y la justicia sobre la analogía con las artes manuals prácticas” (p.63), pero con el fin de contribuir a excluir a los productores directos de la política. La relevancia de la definición de contexto de Wood puede verse de manera operativa cuando resalta que Protágoras y Platón extrajeron sus argumentos de la experiencia democrática de Atenas: ambos situaban “las artes prácticas del ciudadano artesano en el corazón de sus agumentos politicos, aunque para fines contrapuestos” (p. 64). Este marco interpretativo le permite también reivindicar a los sofistas presocráticos como los verdaderos inventores del pensamiento politico, gracias a su forma adversarial de argumentación basada en el empoderamiento colectivo de los ciudadanos medios a través del aumento de sus recursos para la litigación y de la educación, así como merced 5

a su énfasis en la convención frentre a la physis: la autora ensalza su discurso como una modalidad de universalismo práctico que, en contra de la opinión habitual a partir de Sócrates, no era relativista sino más bien se hallaba motivado por la convicción de que la virtud es una capacidad humana universal. El planteamiento de Wood permite también una presentación de la contribución de Aristóteles que subraya más aún hasta qué punto “los contextos históricos y los compromisos politicos se presentan no como respuestas hechas sino como preguntas complejas” (p. 83), de manera que las soluciones ofrecidas por los pensadores resultan impredecibles y solo pueden ser iluminadas a posteriori por medio de una investigación sobre dichas preguntas contextuales: Aristóteles, aunque se mostraba favorable a las soluciones aristocráticas para la ciudad-estado y concebía el orden y la desigualdad como naturales, era bien consciente de la naturaleza conflictiva de un sistema politico basado en la participación y el autogobierno de la mayoría —lo cual volvía endémica la tension entre igualdad y desigualdad—, y dedicó su producción intelectual al estudio de los ciclos politicos y al diseño de combinaciones constitucionales que garantizasen la incorporación del demos y el reconocimiento de los artesanos humildes como agentes politicos, si bien debidamente subordinados al predominio de las aristocracias naturales. Con la secuencia histórica iniciada por Sócrates y su énfasis en la autonomía de la educación moral, y hasta llegar a Aristóteles y su naturalización del orden politico, el aprendizaje popular fue degradado a favor de la erudición, y el conocimiento quedó fuertemente identificado con la revelación de la jerarquía exitente entre lo general y lo particular. Wood no se detiene en las alternativas históricas suprimidas en este proceso sino que más bien se centra en su efecto resultante: el nacimiento de lo que considera “un modo muy particular de pensamiento politico” que, tras emerger en las muy singulares condiciones históricas de la Grecia Antigua, “se desarrolló a lo largo de dos mil años en lo que hoy denominamos Europa y sus enclaves coloniales” (p. 1). Ese particular modo es definido como teoría, es decir, el cuestionamiento analítico sistemático

de

los

principios

politicos,

lo

cual

incluye

definiciones,

contraargumentaciones, discurso adversativo y otras técnicas retóricas que presuponen la aplicación de la razón crítica a la cuestión de “qué es lo que conforma el ordenamiento correcto y adecuado de la sociedad y el gobierno”. Esta historia social no es por consiguiente del pensamiento politico en sentido amplio, sino más bien de la “teorización política” como producto histórico, y sobre las condiciones que han convertido a la teoría política en una tradición. 6

Esta última dimensión de la conversion en tradición debe mucho a la experiencia de Roma como ciudad-estado eventualmente extendida hasta adquirir los confines de un vasto imperio, proceso éste que abortó desde temprano la evolución hacia la democracia, si bien fijando en cualquier caso en el sistema politico la tension entre la aristocracia terrateniente enriquecida y las clases subalternas. En un contexto en el que los patricios de la Península itálica no llegaron nunca a ser desafiados tanto como lo fueron sus homólogos del Peloponeso —menos aún todavía tras la derrota de las luchas por la reforma agraria—, la herencia de la teoría política griega fue recepcionada y refinada, si bien para ser parcialmente reorientada con el fin de adaptarla a los requisitos de una comunidad política singular en la que la propiedad era el principal recurso para la acción política y donde una “ciudadanía jerárquica” —basada en la premisa de la esclavitud masiva por conquista y comercio— era constantemente recreada junto con la expansión militar. En un sentido general, la contribución de Roma a la historia de la teoría política no fue tan impresionante. Siguiendo la tendencia hacia “la introversion de la ciudadanía activa” (p. 105) desarrollada en el periodo helenístico, la cultura política de la República se vio muy conformada por cuestiones relacionadas con la ética y la acomodación de la desigualdad en el sistema politico; de esta manera, autores como Cicerón encarnaron más una síntesis de viejos tópicos de la Grecia clásica orientados hacia la preservación del orden y la moralidad en el servicio público. Wood se muestra en cualquier caso capaz de presentar la obra de Cicerón como enmarcada en el lenguaje heredado de la ciudadanía popular y movido por su percepción del declive de la aristocracia republicana, y por tanto dispuesto a “combinar lo que parecían principios democráticos de igualdad aristocrática con una noción aristocrática de igualdad “proporcionada”” (p. 142). Otros autores como Polibio tomarían aportaciones de Aristóteles con objeto de destilar el ideal de la constitución mixta, que funcionaría como matriz a partir del cual la teoría política seguiría floreciendo a lo largo de siglos. Por mucho que el pensamiento politico del Imperio romano se mantuvo cautivo del peso de la filosofía griega, aportó de su cosecha una distinción epistemológica, teórica y jurídica fundamental para el futuro de una tradición de teoría política: la distinción entre público y privado, que en su contexto remitía a los campos semánticos de dominium e imperium respectivamente. Esta novedosa cesura de hecho escondía la abrumadora centralidad de la propiedad en el mundo romano: a diferencia de los griegos, que no poseían una concepción clara de ella, la propiedad conformaba no solo 7

la vida política y la producción jurídica de Roma sino toda su “formación cultural” como un todo (p. 120). No es esta desde luego una reflexion original; no obstante, además de hacerla depender de la estructura de las relaciones sociales de explotación, Wood extrae de ella una conclusion que funciona como la tesis subyacente al resto de su historia social: que la experiencia social y cultural de los tiempos clásicos fijó la autonomía relativa de los sistemas politicos respecto de las relaciones de propiedad. En otras palabras, la propiedad y el estado se separaron desde la Antigüedad en adelante, de manera que la tension entre apropiadores y productores no volvió a ser ya nunca más sinónimo de tension entre gobernantes y gobernados4. Debería estar a estas alturas claro que la historia social de Ellen Wood se aleja bastante del cliché plano y simplista con el que los historiadores académicos normalmente desprecian a los practicantes confesos del materialismo histórico. Wood no solo ofrece una perspectiva ajena a los supuestos de la separación base/superestructura sino que incluso desafía los habituales relatos de “historia desde arriba”: tal y como resume, “[l]a polis democrática representó un caso tal vez único en la historia precapitalista en el cual una clase propietaria por diversas razones históricas no poseía ni el predomonio militar ni el politico necesarios para mantener su propiedad y su poder de apropiación” (p. 194). Esto es realmente interesante, no solo dada la vinculación de Wood con la tradición marxista, sino porque muchos historiadores del pensamiento de hoy se muestran mucho más deterministas cuando tartan de dar cuenta de la oferta de lenguaje, discurso y significado en los contextos históricos que estudian. Para los objetivos de esta crítica, la autonomía relativa de lo económico tendría efectos radicales sobre la producción de teoría en el largo plazo: conforme los apropiadores y los productores comenzaron a confrontarse entre sí “en primer término no como gobernantes y gobernados”, se creó “una yuxtaposición sin precedentes y nuevas tensiones entre la desigualdad económica y la igualdad civil”, la cual eventualmente quedó establecida con un grado de complejidad tal que convirtió la teorización política en una necesidad social. Fue este el legado que recibió la Edad Media del mundo antiguo; y que se prolongraía y extendería, si bien en un contexto diferente en el que la Cristiandad introducijo sus propias cuestiones, empezando por la tension entre las dimensiones temporal y espiritual del poder, aunque tratando de

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WOOD se beneficia aquí de reflexiones teóricas previas que son ahora extendidas hasta ofrecer una perspectiva y narración histórica completa. Véase especialmente su “The Separation of the Economic and the Political in Capitalism”, New Left Review 127 (1981), pp. 66-95.

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conservar la distinción entre imperium y dominium heradada de la Antigüedad latina. En este sentido, la historia social del pensamiento politico de Ellen Wood no considera el final del Imperio romano como una cesura histórca sino como una experiencia de “transformación” en la que algunas tendencias sociales e intelectuales pasaron a destacarse a continuación de forma aún más marcada. Esto fue así desde su perspectiva en gran medida debido a la centralidad del feudalismo en el medievo, un tipo de orden social en el que los productores no se confrontaban con los propietarios en tanto que ente colectivo respaldado por el estado sino en forma de una relación mucho más directamente personal, es decir, como propietarios individuales de tierra en rivalidad con otros propietarios o con el estado. En semejante mundo “las relacuones económicas de apropiación se hallaban vinculadas de forma inextricable con las relaciones políticas” (p.167), pero dada la fragmentación de la soberanía y que el poder tenía que ser ejercido personalmente por los señores y sus séquitos militares, se configuró un tipo de propiedad “políticamente constituida” que presuponía la herencia de la propiedad romana. De nuevo esto puede resultar una manera convencional de calificar la Edad Media, pero Wood continua hasta discernir que, en comparación con imperios anteriores en la historia, la fragmentación coincidía aquí con un fortalecimiento sin precedentes de la propiedad, y esto confirió a la nobleza medieval de Occidente un grado de autonomía frente a la monarquía que resulta determinante para comprender la dinámica de la teorización política en los siglos siguientes. Dadas esas condiciones, el discurso dominante en el período medieval surgiría de la necesidad de negociar las jurisdicciones en la teoría y la práctica. Semejante orientación era una respuesta no solo a la crecciente complejidad entre imperium y dominium sino además al hecho de que las dimensiones política y económica estaban ambas volviéndose más difíciles de aislar tanto a nivel jurídico como analítico: conforme la línea que separaba la propiedad de la posesión se volvía más difícil de trazar, la distinción entre poder público y propiedad también se emborronaba. No obstante, lo que se nos ofrece en este punto no es una historia de ruptura con el pasado: el argumento de Wood es que durante la Edad Media la definición de nuevas y radicales concepciones de propiedad —p.e. como un derecho común o un hecho natural— referían en última instancia a los recursos heredados del derecho privado romano. La ruptura con la tradición se marcaba sin duda más en el nivel discursivo, pues en el complejo sistema politico resultante la litigación se amoldaba mejor al 9

derecho canónico y civil que a la producción filosófica. En un mundo que instituía de manera tan manifiesta la desigualdad jurídica, la percepción de las relaciones sociales por medio de clases dejó se plantearse como objeto central del discurso politico, girando éste en su lugar “alrededor de la naturaleza y la ubicación del poder mismo, junto con las relaciones entre los diversos y solapados reclamos de poder” (p. 195). En conjunto esto era a la vez un reflejo y un factor de la transformación profunda en los contenidos de la identidad cívica: “Las relaciones sociales constitutivas del feudalismo impedían el tipo de acomodo civil que subyacía a la polis Antigua y su teoría política” (p. 195), declara Wood al hilo de una interesante comparación entre las nociones medieval occidental y griega antigua de ciudadanía activa (pp. 194-195). En un mundo presidido por el privilegio, la temática principal de la filosofía política no podia ser ya “la vida cívica de los ciudadanos en una comunidad autogobernada” (p. 199). Esto no quiere decir que en ocasiones la comunidad civil no se afirmase a sí misma frente al poder señorial, pero incluso en tales situaciones el núcleo de la reflexion era en principio la autoridad y la jurisdicción, en ausencia de una esfera política definida de manera clara. En esta interpretación hay espacio para dar cuenta de la innovación semántica e intelectual: apoyándose en Janet Coleman, Wood relata la transformación de la formula quod omnes tangit, que entonces pasó a asumir la existencia de un cuerpo deliberativo que daba consentimiento a las leyes —posibilidad esta que no había sido explorada en la Antigüedad (p. 193)—. La interpretación es empleada como un medio para defender que —incluso tras la recepción de la tradición clásica de la constitución mixta— el pensamiento politico medieval no fue el precursor del republicanismo moderno. A través de una revision de la obra de Tomás de Aquino, Juan de París, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham, Wood sintetiza las innovaciones producidas en el seno de un marco conceptual que concedía “una importancia abrumadora [al] derecho en general” (p. 210): el ejercicio del poder en consonancia con el bien común, la relevancia del consentimiento y la representación y la participación de los sujetos colectivos en la soberanía, pero asimismo también el derecho a la desobediencia y una noción de justicia más preocupada por la coherencia legal que por el igualitarismo social. Siguiendo el esquema empleado para el estudio de la antigüedad clásica, la argumentación es presentada no en forma de una tendencia general sino como adoptando formas y dinámicas diferentes en las diversas regiones y principados occidentales dependiendo de las relaciones de la nobleza y sus príncipes entre sí y con otros grupos sociales y entidades jurisdiccionales que, en el caso de las comunas 10

urbanas, vendrían a ser aún más específicas y complejas. En este sentido, el relato que Wood hace del mundo medieval destaca entre los de los historiadores politicos por la manera en que subraya la singularidad y diversidad de los procesos históricos, no solo en el tiempo sino también en el espacio. Esta perspectiva es desplegada de modo más sistemático en el segundo volumen de esta historia social del pensamiento politico occidental. Tras establecer que, a la altura de la Edad Media, Europa occidental había establecido y definido la propiedad “como espacio distintivo de poder” dotado de “un grado inusual de autonomía del estado” (Liberty and Property, p. 3) en comparación con otras culturas tradiciones — como la China— Wood dedica otro estudio al tipo de teorización política desarrollado desde el siglo XIV en adelante “conforme los ingresos extraidos de los campesinos se volvieron más azarosos y la competencia entre señores por el acceso a la producción y la fuerza de trabajo de los productores se hizo más intensa” (p. 7). Con el auge de monarquías más centralizadas, las condiciones de sujeción y dominación se alteraron — al igual que lo harían eventualmente las relaciones de explotación económica en un área particular de Occidente, Inglaterra—. Si en el primer volumen Wood se nutre de debates sobre las relaciones sociales dominantes en la Grecia clásica, en el segundo se beneficia de las contribuciones de lo que puede aún hoy ser considerada la explicación y análisis marxista de más calidad acerca de la transición del feudalismo al capitalismo. Los planteamientos a día de hoy insuperados de Robert Brenner figuran en este caso como la tesis principal subyacente a la interpretación de Wood sobre “las diferentes vías a la formación del estado” en Europa5. Partiendo de la sociología histórica de Brenner sobre los caminos divergentes seguidos por Francia e Inglaterra, Wood consigue cuestionar el supuesto defendido por Quentin Skinner de que en la Edad Moderna se produjo algo así como una distinción nítida y generalizada entre el poder del gobernante y el poder del estado, lo cual a su vez es considerado de manera convencional como precondición para la conceptualización del estado en sentido moderno. El contraargumento de Wood es que Inglaterra salió de la Edad Media dotada de “una clase dominante más o menos unificada” y con un grado bastante elevado de La referencia aquí son esencialmente los artículos de Robert BRENNER “Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe“ y “The Agrarian Roots of European Capitalism”, ambos en Trevor H. ASTON y Charles E. H. PHILPIN (eds.), The Brenner Debate. Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, pp. 10-63 and 213-328 [existe traducción al castellano, El debate Brenner. Estructura de clases agrarian y desarrollo económico en la Europa preindustrial, Barcelona, Crítica, 1988]. 5

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cooperación entre señores y monarcas que favorecía “una division del trabajo entre el estado central y la propiedad privada (p. 10-11). Aunque los nobles carecían de poder coercitivo sobre los campesinos, controlaban el estado a través del parlamento y estaban por tanto en disposición de adquirir las mejores tierras y organizar la producción por medio de una “explotación puramente económica”. Este proceso, que eventualmente asentó “una economía movida únicamente por los requisitos de la producción competitiva, el aumento de la productividad del trabajo, la maximización del beneficio y la constante acumulación de capital” (p. 8) —en resumen, el capitalism agrario— hizo de Inglaterra un reino marcadamente distintivo respecto de sus homólogos continentales en que la coercion extraeconómica o las modalidades de propiedad privada políticamente constituida ahormadas en el privilegio, los derechos señoriales y la jurisdicción no se encontraban ya en el núcleo de su funcionamiento y reproducción. Por contra, en Francia la parcelación inicial de la soberanía fue finalmente superada por medio de la centralización monárquica pero a costa de transferir a los campesinos y productores urbanos las condiciones jurídicas de su reproducción económica, lo cual dejó como única opción a la monarquía la edificación de un sistema fiscal centralizado que eventualmente desvinculó a la nobleza del control directo de la tierra pero dejando a la vez intacta toda la estructura de jurisdicciones solapadas. La monarquía luchó por la centralización, pero “la clase dominante siguió dependiendo en buena medida de la propiedad políticamente constituida (…) derivada de poderes politicos, militares y judiciales” —normalmente ahora en forma de cargos y oficios estatales— que reproducían “el estatus extra-económico y el privilegio” (p. 14). De esta manera, incluso aunque la centralización fomentaba la actividad commercial, Francia asistiría al auge de una destacada burguesía pero no en cambio al predominio de las relaciones sociales capitalistas. De nuevo lo que importa de este relato en clave de materialismo histórico sobre dos vías divergentes es que las grandes diferencias entre los dos países se plasmaban en la naturaleza de sus estados “y en las formas de `discurso´ a que dieron lugar” (p. 9). Pero Wood lleva el asunto más lejos. Estas tendencias divergentes de la Edad Moderna son ilustrativas de que “no ha habido algo así como una sola trayectoria histórica generalizada sino más bien varias `transiciones´ en el paso a la modernidad en Europa occidental que han conformado tradiciones divergentes de pensamiento politico” (p. 27). Por consiguiente, la filosofía política en la Edad Moderna no siempre tomaría cuerpo en el contexto de la formación del estado modern sino “en formas sociales y 12

políticas muy diferentes y no conspicuamente modernas” tales como ciudades-estado, imperios y reinos con rasgos estructurales muy singulares. Wood sugiere que conviene adoptar una perspectiva diferente, de carácter prospectivo, capaz de no asumir la teleología de la modernidad: el título del capítulo introductorio de este segundo volumen es de hecho “Transiciones” en plural, y sin el añadido de “a la modernidad”. Con este marco de fondo el libro trata de mostrar que “[l]os lenguajes heredados de la teoría política occidental han resultado ser señaladamente flexibles en su adaptación a variadas circunstancias contextuales” hasta el punto de que no solo “cada forma histórica específica ha planteado sus propios problemas distintivos” sino también que “las mismas tradiciones de discurso han sido movilizadas no solo para ofrecer respuestas diferentes sino para dar respuesta a preguntas distintas” (p. 4). En la práctica la perspectiva planteada da resultados variables dependiendo de la estrategia desplegada por la autora para dar cuenta de los diversos casos bajo consideración y del elenco de autores elegido para cada caso, y que van desde los humanistas italianos a los clásicos de la Ilustración francesa como Montesquieu y Rousseau pasando por las figuras de la neoescolástica escuela de Salamanca del Imperio hispánico de los Austrias, los principales teólogos de la Reforma protestante y los filósofos morales holandeses como Grocio y Espinoza, y por ultimo los principales intelectuales que escribieron en el contexto de la Revolución Inglesa y sus secuelas, como Hobes y Locke, llegando hasta David Hume y Adam Ferguson. En general la postura de Wood consiste en subrayar la continuidad y perduración de las pautas premodernas y sus efectos sobre los límites de la transformación semántica a pesar de las innovaciones discursivas. Este es el caso cuando se aborda el caso de los humanistas de la Italia renacentista, que son presentados como encarnando la continuidad en las relaciones de poder y los rasgos estructurales en las ciudades-estado entre la Edad Media y la Moderna. Wood afirma que los mayores cambios que se operaron en el discurso politico entre autores del siglo XIII y el XVI “tienen que ver con sus diferentes relaciones con respecto a los conflictos sociales de su tiempo” (p. 38) más que con un cambio significativo en el lenguaje de la política. Esto no implica negar que entre los tiempos de Marsilio de Padua y los de Maquiavelo no mediaran importantes cambios en la composición de los sistemas politicos urbanos, y que las orientaciones contextuales en el pensamiento politico fueran bastante diversas, pero su planteamiento es que ambos autores escribían desde un mismo lenguaje “profundamente enraizado en la ciudad-estado itálica”, el cual por su parte era más una herencia del mundo medieval 13

que un aporte precursor del estado moderno: la idea de estado de Maquiavelo —lo stato— se hallaba de hecho inscrita en el universo corporativo del mundo medieval, y desde ese punto de vista no puede ser equiparada con el concepto moderno de estado como orden impersonal y legal sino más bien con el concepto tradicional de dominium. La Italia urbana reproducía de hecho formas de soberanía parcelada, cuya organización favorecía el control oligárquico de las instituciones y las actividades comerciales, lo cual no implicaba una diferencia significativa respecto de las pautas económicas feudales: la competencia económica se hallaba enmarcada en la rivalidad política, e incluso la organización gremial seguía los principios corporativos de proteger los intereses de sus miembros. Tal y como recuerda Wood, cuando los artesanos del entonces llamado popolo minuto fueron capaces de tomar el poder —como sucedió en el caso de la rebelión de los Ciompi de fines del siglo XIV—, por lo que luchaban era por privilegios para acceder al espacio politico, en general monopolizado por familias del llamado popolo grasso. Se produjeron cambios en este marco general, de manera que mientras para Marsilio el ideal de una sola jurisdicción unitaria que superase la fragmentación de la soberanía funcionaba como el leit-motiv principal, a la altura del tiempo de Maquiavelo lo que estaba en juego era la supervivencia misma de la comuna urbana como entidad independiente ante el auge de los estados monárquicos. Esta última situación llevó a los humanistas a reflexionar sobre el poder militar en tension con las percepciones tradicionales sobre la virtud. La interpretación que ofrece Wood en este extremo le permite posicionarse en debate sobre la cultura política del llamado “Humanismo cívico” alumbrada en las comunas urbanas de Italia, lo cual hace recordando que la preferencia entre los humanistas era por los tópicos y temas de la Antigüedad romana —no la griega—, con su hincapié en la dimension moral de la ciudadanía pero también su obsesión con las cuestiones militares, que en cambio no eran un rasgo nuclear del discurso en la democracia ateniense. Desde sus orígenes las comunas urbanas tuvieron que apoyarse en la fuerza armada, y no solo con objeto de controlar su hinterland sino debido a que los conflictos entre ricos y pobres adquirían “el carácter de luchas de poder siempre el borde la violencia” (p. 43). Sobre la base de esta tradición, la preferencia de Maquiavelo por la libertad republicana nacía de su convicción de que ésta producía mejores ejércitos, pues a los soldados se les daba cabida en la organización política y ello aseguraba su lealtad tanto a sus líderes militares como a las instituciones urbanas de autogobierno. El modelo de la milicia urbana así diseñado sería, no obstante, superado por las nuevas 14

maquinarias monárquicas conformadas por tropas mercenarias: como concluye Wood “es por tanto su compromiso con una forma política condenada en la práctica a desaparecer lo que para muchos estudiosos aparecen como las ideas políticas más `modernas´” (p. 53). Por otro lado, sin embargo, la reivindicación de una vía intermedia a la romana entre aristocracia y democracia era en el caso de Maquiavelo una alternativa a la reflexuón en la tradición de la constitución mixta y las transiciones cíclicas entre formas de gobierno y a favor de una comprensión más sutil sobre los efectos funcionales de las fricciones entre ricos y pobres a la hora de garantizar la paz y el buen gobierno. En conjunto, sin embargo, fue más bien el problema de la supervivencia del estado contra las amenazas militares externas lo que motivó las innovaciones teóricas de Maquiavelo, que Wood —a través de una adecuada comparación con la obra clásica de Sun Tzu— resume como la adaptación de la reflexión tradicional sobre estrategia militar al campo de la política. En otros casos las reflexiones no son tan incisivas, y el relato amenaza caer en la reiteración y la simpleza. Cuando aborda el pensamiento politico en la República holandesa, Wood parece estar más interesada en subrayar hasta qué punto la emprendedora Holanda seguía siendo una “sociedad comercial políticamente constituida” (p. 119) que en aislar la especificidad de la cultura política de los Países Bajos en la Edad Moderna, que ella reduce a una amalgama de tradiciones cívicas sobredeterminadas por la centralidad de los intereses corporativos de los comerciantes encarnada entre otras en la East India Company. Ciertamente, su interpretación de la obra de Hugo Grocio a partir de su implicación personal como portavoz del regimen politico holandés a comienzos del siglo XVII —en cuyo seno se entremezclaban cuestiones relacionadas con la tolerancia confesional, los límites a la autoridad política y las ganancias comerciales internacionales— ayuda a entender el contexto en el que se apoyó en nociones heredadas de los derechos naturales para producir una nueva comprensión de ellos que dejaba fuera consideraciones teológicas. Pero Wood se resiste a conceder que esto comportase una transformación radical hacia una definición moderna de los derechos individuales defendiendo que se trataba más bien de una concepción aún enmarcada en el interés y la agencia colectivos, tras lo cual yacía “una ideología adecuada a las estrategias `extraeconómicas´ para el establecimiento de la supremacía commercial” (p. 121). Grocio aparece pues como un innovador no en cuanto a nociones de propiedad sino en cuanto a la de jurisdicción —que incluía la legitimación de asaltar barcos 15

extranjeros— pero esta interpretación deriva menos de una refinada hermenéutica que del supuesto de que la altamente comercializada economía commercial no estaba basada en relaciones capitalistas sino en una mezcla de producción independiente de base familiar con los intereses corporativos de las compañías comerciales. Por contra, su análisis de la compleja relación con la “democracia” en Espinoza se apoya en una semántica histórica refinada que aisla los cambios en los usos del concepto en el contexto específico holandés. Esto permite a Wood rebatir recientes reinterpretaciones de Espinoza procedentes tanto de intelectuales marxistas como Toni Negri cuanto de académicos expertos como Jonathan Israel, que son criticados por dar demasiado por descontado el contexto singular en el que se produjeron las apelaciones de Espinoza a la soberanía popular. Esta histotia social del pensamiento politico se muestra más abierta cuando aborda los debates morales y filosóficos planteados en los procesos históricos que desafiaron el cambio cultural, tales como la Reforma protestante. El tratamiento que hace Wood de las argumentaciones teológicas y políticas de Lutero y Calvino se centra en mostrar que “la escala y las consecuencias de la ruptura tuvo en su caso menos que ver con la originalidad y la relevancia o los objetivos revolucionarios por parte de las ideas de Lutero, y más con los conflictos geopolíticos y sociales en los que dichas argumentaciones fueron insertadas” (p. 59). Fue la singularidad del contexto lo que permitió que la doctrina de la obediencia a los príncipes fuera reformulada en dirección contraria. Esto estuvo sin duda precondicionado por la rompedora reflexión moral y teológica de Lutero, pero fue la revuelta de los campesinos en la región de Munster lo que en última instancia hizo posible que los ataques a la autoridad de la Iglesia se reorientasen hacia las autoridades seculares, lo cual se logró sirviéndose del lenguaje teológico disponible para presentarlos como gobernantes “impíos” (p. 71). El contraejemplo de esta operación es que la doctrina de la rebelión legítima desarrollada poco después por los monarcomacos no derivó de estos discursos radicales sino de la afirmación de poderes en el ámbito confesional por parte de las autoridades seculares. Por otro lado, sin embargo, la historia social de Wood no se muestra tan renovadora y convincente cuando aborda el tipo de teorización política desarrollado en contextos sociales y politicos más convencionales. Es el caso de su tratamiento del pensamiento politico francés desde la perspectiva de su inserción en la continuidad del Antiguo regimen y el absolutismo a lo largo de la Edad Moderna. Aquí se ofrece la más directa aplicación del concepto de “formas políticamente constituidas de propiedad” a 16

un caso histórico bastante bien conocido, partiendo de la constatación de que el desarrollo del estado en Francia, o el proceso de “acumulación política” encarnado en el absolutismo francés, ciertamente no era “una expresión de su fuerza o de su `racionalización´ moderna” (p. 147): la monarquía vivía de la venta de oficios y de los elevados niveles impositivos, que establecían límites a su legitimidad y ponían en marcha ciclos de desorden social y politico que terminaban en procesos de negociación de paz y estabilidad a cambio de privilegios. A partir de este cuadro general Wood acierta al señalar que las preocupaciones politico-filosóficas estaban en Francia ahormadas por la tension existente entre las dimensiones pública y privada de la acción política y la legitimidad, así como por la necesidad de asegurar un equilibrio entre los estamentos privilegiados y las corporaciones territoriales que gozaban de algún grado de reconocimiento en el orden constitucional. Aprovechándose de una tradición de imágenes orgánicas sobre el cuerpo politico, los pensadores politicos franceses producirían así de un lado toda una reflexión constitucional que se adecuaba bien “a una estructura política aun organizada sobre principios feudales, corporativos” (p. 164); y de otro reflexionarían a partir de la tradición de la economía política aristotélica con el fin de suavizar la tension entre las “raíces corporativas” del interés privado y “una economía de dimensiones crecientemente nacionales” (p. 166). Sin embargo, esta interpretación general inspira una reflexión sobre autores relevantes, de Juan Bodino a Montesquieu y Rousseau, que insiste en que su obra refleja más la estructura del cuerpo politico tradicional y los límites a la hora de establecer una distinción clara entre lo público y lo privado que el reclamo universal de constutucionalismo moderno que le ha sido acreditado. Parte de este problema procede de la opción misma de autores escogidos en esta historia social del pensamiento politico. Ellen Wood se presenta a sí misma como una obstinada vindicadora de un canon de autores para cualquier historia de la teoría política occidental. De hecho critica a la escuela de Cambridge por “eludir la idea misma de `canon´ y reemplazarla por contextos discursivos que incluyen una serie de escritores no tan canónicos que habrían contribuido de distintas maneras a situaciones de lenguaje” (p. 19). En el intento de distinguir a los autores canónicos del resto, se argumenta que “[l]os grandes pensadores son, de hecho, aquellos de los que puede esperarse que hayan arrojado luz sobre su contexto histórico al pensar acerca de este desde un ángulo imprevisible, y a menudo incompatible tanto con el de sus aliados como el de sus enemigos” (p. 27-28). No es, sin embargo, la originalidad o la capacidad polémica lo 17

que su historia social realmente valora en las obras de estos sino más bien su adecuación al diseño general de continuidades y transformaciones sociales y políticas de su esquema. De hecho, la interpretación y evaluación de los autores varía enormemente dependiendo de la manera en que sirven al propósito de asentar la tesis general de una creciente autonomía en el largo plazo de la esfera económica respecto de la política. El supuesto implícito es que los autores canónicos son aquellos que se han mostrado capaces de penetrar la realidad social de su tiempo, y de una manera que puede ser recuperada y aprehendida por medio de una buena hermenéutica inspirada por el materialismo histórico. Pero la noción misma de contexto ofrecida por Wood se muestra en este punto problemática: deja fuera el hecho de que si determinados autores se han convertido en clásicos ello ha sido debido a su posteridad, es decir, a la manera en que han sido empleados y referidos por otros autores, en contextos diferentes a aquellos en los que vivieron y escribieron. De hecho, autores que Wood considera “no modernos” han entrado en el canon por considerarse que han contribuido a los fundamentos filosóficos de la modernidad. Toda la cuestión de la inter-contextualidad se da tan por descontada que apenas es objeto de reflexion en esta historia social. Por otro lado, la reafirmación del canon que efectua Wood no resulta particularmente revolucionaria. En ausencia de una teoría explícita acerca de la formación del canon como proceso histórico, la elección de autores termina apuntalando y subrayando una selección de lo más convencional de figuras reputadas destiladas desde una perspectiva bastante tradicional sobre la historia del pensamiento. De hecho Wood reconoce al inicio del segundo volumen que se enfrenta a “grandes pensadores cuyo estatus en el canon del pensamiento politico ha considera aceptado por convención” (p. 27). En la práctica, la combinación entre lo convencional y lo adecuado a su tesis favorece poner el foco sobre las figuras más reaccionarias: en el primer volume Platón recibe mucha más atención que Aristóteles; en el segundo lo hacen todos los autores que sirven mejor a la visión general de Wood sobre los límites a la modernidad durante la Edad Moderna. Esta selección dentro del canon está gobernada por lo que se presenta como una clasificatoria bastante rígida que distingue entre toda una serie de órdenes politicos premodernos de un lado —que sin duda aseguran un esbozo de una Europa políticamemte multicultural durante la Edad Moderna—, y el orden verdaderamente “moderno” del otro. Esta estrategia interpretativa y narrativa se contradice con otro supuesto metodológico de esta historia social del pensamiento politico que defiende 18

que, además de una concepción diferente de lo que es un contexto, es importante “aprehender procesos históricos” (p. 29). En realidad, sin embargo, todas esas “transiciones” que, según señala el libro, no lo son necesariamente a la modernidad terminan apareciendo como vías fallidas hacia ninguna parte. Este desenlace se origina en gran medida en el estatus concedido a la trayectoria de Inglaterra en la historia occidental. El capítulo final de la obra de Wood, dedicado a la tension característica de la Edad Moderna entre libertad y propiedad, se centra en el singular protagonismo de Inglaterra. Nos encontramos aquí con un relato dinámico que por otro lado sintetiza las trayectorias generales a largo plazo en materia de evolución social y desarrollos politicos en otras partes de Europa con objeto de aislar el contorno de un escenario profundamente singular y rompedor. Tras beneficiarse de una larga historia de centralización regia y unificación de su nobleza terrateniente, Inglaterra entró en la Edad Moderna habiendo superado la estructura de jurisdicciones corporativas parceladas que definían a sus homólogos continentales: de esta manera, “una unidad fundamental de objetivos y prácticas entre la monarquía y las clases propietarias como socios en un estado singularmente centralizado” (p. 215) fomentó la producción de “una tradición de pensamiento politico en el que los individuos, sin mediación de entes corporativos, eran concebidos como elementos constitutivos básicos del estado” (p. 216). Esto no solo hizo posible definir el estado como una entidad impersonal —tal y como aparece ya en la obra del obispo John Pone en su Shorte Treatise of Politike Power de 1556— y la comunidad como una `commonwealth´ unificada —siguiendo la original acuñación a cargo de Sir Thomas Smith, embajador en Francia, en 1583— sino que además enmarcó el pensamiento politico en la tradición de la constitución mixta, si bien ya no para subrayar los efectos moderadores de los cuerpos intermedios sino más bien para abogar por el equilibrio de poderes entre los diferentes principios encarnados por cada una de sus partes constitutivas. Dicho consenso en relación con la cuestión del equilibrio fue roto a comienzos del siglo XVII por la orientación de los Estuardo hacia el absolutismo. Con la denuncia que hizo el Parlamento de la violación del acuerdo de monarquía compuesta por parte del Rey se desataron debates constitucionales sin parangón: en ausencia de corporaciones fuertes que encarnasen derechos colectivos, por primera vez pudo perfilarse una demanda de inclusion, en tanto que individuos, de los sujetos no directamente representados en el Parlamento pero sin cuyo consenso podia 19

argumentarse ahora que no había soberanía verdaderamente legítima. El estallido de la Guerra civil eventualmente abrió paso a un período “de destacado fermento intelectual” en el que las condiciones sociales heredadas “situaron las ideas radicales en la agenda política de un modo sin precedentes” (p. 224). En particular, la creación del New Model Army —que se convirtió con rapidez no solo en una eficaz maquinaria política sino también en “una fuerza política militante”— urgió la necesidad de nuevos acuerdos en materia de concepciones básicas del poder, como consentimiento, ciudadanía activa y propiedad, y por primera vez se perfiló una tension en la definición de los derechos entre opciones naturales o convencionales. Wood reconstruye los debates entre los Levellers [niveladores], que insitían en la extension de la franquicia del voto a todos los Englishmen [adultos varones nacidos en suelo inglés], y posiciones más moderadas que reducían los contornos de la soberanía a los representados en el Parlamento. Llama la atención aquí que el relato que se ofrece de las figuras intelectuales principals de la época, como Hobbes y Locke, se funda en la capacidad que se atribuye a estos de “apropiarse de algunas de las ideas más democráticas” de su tiempo (p. 255), si bien para producir en ellas importantes reorientaciones que eventualmente servirían como baluartes contra el desarrollo de un sistema politico realmente democrático a la vez que ofrecían perspectivas sobre la soberanía y los derechos de propiedad de apariencia universal y abstracta. Un problema de esta incisiva y rigurosa narrativa se manifiesta cuando Wood aborda sus secuelas en el siglo XVIII, pues ella ancla las condiciones conceptuales del debate sobre la sociedad commercial en los acuerdos discursivos de finales del siglo XVII; y a su vez estas son explicadas en última instancia remitiendo a las transformaciones que se hallaban bien avanzadas ya a comienzos del siglo XVII, si no antes. Las condiciones sociales de la Ilustración escocesa son de esta manera presentadas como en lo esencial dadas ya desde al menos doscientos años antes. Por otro lado, en esta narrativa histórica de largo plazo la singularidad de Occidente queda aún más reducida a la excepcionalidad de Inglaterra, lo cual acarrea el problema de que, si la primera tiende a ser identificada con una perspectiva eurocéntrica, la historia social de Wood puede ser tachada de reductivamente anglo-céntrica. Una forma de eludir este riesgo hubiera sido ofrecer una reflexión acerca de cómo, aunque sean producidas y resulten de contextos geográficos específicos, las ideas también viajan y son más nomádicas que nacidas para permanecer sedentarias. En la práctica, no obstante, Wood tiene esto en cuenta cuando por ejemplo rastrea la importación de las ideas de Hobbes 20

en el medio politico-intelectual holandés; mas ella opera de esta manera principalmente para subrayar el diferente papel desempeñado por las ideas de Hobbes en contextos diversos. Una aproximación más sistemática a esta cuestión de las transferencias semánticas hubiera producido probablemente una casuística más compleja, pues lo que en última instancia subyace a la edificación del canon occidental de pensamiento politico parece ser la relative convergencia en las pautas de interpretación de obras clásicas, no solo en el tiempo sino también en el espacio. La vieja historia intelectual podia ser criticada por su compromiso con un enfoque transhistórico, pero la alternativa debería evitar una comprensión reductiva de la contextualidad especial. Las relaciones entre estados son una dimensión importante en cualquier historia social de la teoría política, y especialmente para la historia moderna de Europa occidental: conforme las guerras de religion dieron paso al auge de la competencia por la hegemonía entre estados, la recepción y adopción de conceptos, discurso e ideología quedaron insertadas en todas las culturas y esferas públicas. Para comprender la relevancia de este argumento empírico es obligado un diálogo con la propuesta de Reinhardt Koselleck según la cual los conceptos no son mero reflejo de escenarios institucionales y sociales sino también factores activos en su transformación. El libro se cierra con una postura a favor de una comprensión de la modernidad como no equiparable con la Ilustración sino más bien al capitalismo. El debate es ciertamente de interés, y Wood contribuye a ofrecer distinciones que no son siempre tenidas en cuenta por los historiadores e intelectuales en general, los cuales tienden a servirse de la autorreferencialidad ideológica de la modernidad como herramienta analítica. En este sentido la diferenciación que ofrece Wood entre una Ilustración fundada sobre el perfil cultural de la burguesía que vivía bajo condiciones sociales precapitalistas, frente a una cultura del capitalismo propiamente dicha, solo generada en un principio en las condiciones socio-institucionales de Gran Bretaña, resulta a la vez apropiada y útil. Mas el problema subsiste: está lejos de estar claro que el capitalismo produzca una sola ideología o cultura de su cuño, y más bien parece que lo que hace es incorporar también tradiciones de su pasado reciente, como es el caso de la Ilustración. El abordaje adecuado de esta cuestión debería partir de una teoría acerca del estatus del pensamiento politico en la sociedad y sus cambios en el tiempo. Pues la impresión es que, en tanto que fenómeno histórico, la Ilustración tiene que ver con el auge en la autonomía de las ideas, al punto de que en adelante estas pueden influir directamente sobre el cambio en los contextos históricos. Desde una perspectiva materialista, una 21

manera de evitar aquí caer en el idealismo es de nuevo discutir con la aproximación a la historia conceptual de raigambre koselleckiana. En conjunto Ellen Wood se desempeña como una muy buena historiadora contextualista del pensamiento y de los conceptos, y ello es así no a pesar sino gracias, al menos en parte, a su destilado, refinado y exigente marxismo. Muchas de las argumentaciones e interpretaciones de esta historia social deberían incitar a la investigación tanto como al debate. Incluso aunque su definición de la teorización política no resulte tan radicalmente histórica como gustaría a los historiadores de los conceptos, es indudable que esta aproximación al pensamiento politico plantea cuestiones de relevancia, no solo en relación con los supuestos de la historia del pensamiento politico tras el giro lingüístico sino también con la práctica real de la historia conceptual. En particular, esta historia social del pensamiento politico muestra la importancia de las cambiantes —y crecientemente complejas— concepciones sobre la propiedad a la hora de dar cuenta de las transformaciones semánticas a largo plazo acaecidas con el desarrollo del estado moderno y la economía capitalista. Al poner de modo implícito en evidencia el vacío que se arrastra a este respecto, el marximso de Wood está de hecho señalando la manera convencional con que los historiadores conceptuales vienen desarrollando su actividad profesional, que manifiesta así ser demasiado dependiente de las preferencias y limitaciones de los historiadores del pensamiento politico. Aunque se beneficia de un materialismo histórico de mejor calidad, la historia de Ellen Wood no llega a constituir sin embargo un nuevo paradigma; con todo, consigue poner de largo una historia social del discurso politico adecuada a este tiempo posterior al giro lingüístico. Ello le permite despachar la obra de Quentin Skinner como “otra manifestación de historia textual, otra historia más de las ideas” (p.9), a la vez que denuncia la visión de la historia de John Pocock como “escasamente atenta a los procesos sociales” e interesada en las transformaciones históricas “tan solo en cuanto que cambios visibles en el lenguaje de la política” (Citizens to Lords, p. 10). Resulta llamativo que un practicante del materialismo histórico se muestre capaz de criticar el nuevo paradigma de la historia intelectual por no resultar suficientemente histórico: al cuestionar su método y epistemología Wood recuerda que “[h]istorizar es humanizar, de manera que desligar las ideas de su contexto material y práctico de producción conlleva perder nuestros puntos de contacto humano con ellas” (p. 14). Esta afirmación viene seguida por la habitual advertencia contra los riesgos de presentismo —“Si abstraemos 22

una teoría política de su contexto histórico, en la práctica lo que hacemos es asimilarla al nuestro”—; no obstante, el argumento es vinculado de un modo más radical a sus consecuencias extra-intelectuales: la importancia de una historia del pensamiento politico no consiste solo en que permite “una distancia crítica respecto de nuestros supuestos no analizados” (p. 80) sino en que impide “vaciar las teorías políticas históricas de su propio significado politico” (p. 15). Para llegar a convertir esta historia social en una verdadera alternativa quedan aun importantes desafíos metodológicos que requieren ser confrontados y resueltos, empezando por comprender cómo la dimension no textual de los contextos se vuelve inteligible o es traducida al lenguaje y el discurso y en última instancia insertada en las obras de los autores. Una teoría de la capacidad y los límites del lenguaje de dotar de significado a los procesos sociales y económicos objetivos continua aún por edificar, pero sin duda contribuiría a una major comprensión de la separación histórica producida a largo plazo entre la esfera de la economía y la de la política en Occidente y en el resto del mundo.

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