La teoría lacaniana como recurso para denunciar la violencia estructural en la sociedad contemporánea: el caso de la matanza y desaparición de estudiantes en Iguala, Guerrero, México

October 4, 2017 | Autor: David Pavón-Cuéllar | Categoría: Jacques Lacan, Mexico, México, Violencia, Violencia Política, Violencia Estructural, Ayotzinapa, Violencia Estructural, Ayotzinapa
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Pavón-Cuéllar, D. (2014). La teoría lacaniana como recurso para denunciar la violencia estructural en la sociedad contemporánea: el caso de la matanza y desaparición de estudiantes en Iguala, Guerrero, México. Lacan Digital. Revista de psicoanálisis 1(3). Disponible en http://lacandigital.com/numero/3/

La teoría lacaniana como recurso para denunciar la violencia estructural en la sociedad contemporánea: el caso de la matanza y desaparición de estudiantes en Iguala, Guerrero, México* David Pavón-Cuéllar Introducción El psicoanalista francés Jacques Lacan se representa la violencia como un aspecto definitorio e inseparable de todas las relaciones que pueden llegar a entretejerse en la sociedad. Lo social presupone así un elemento violento esencial e insoslayable en la teoría lacaniana. Veremos cómo Lacan puede resultar útil para denunciar la violencia estructural en una sociedad contemporánea en la que sigue pretendiéndose ingenuamente confinar cualquier fenómeno violento a la esfera marginal de la criminalidad. Intentaremos demostrar que la violencia no está en los márgenes de la cultura, sino en su constitución misma. Con este propósito, empezaremos por narrar unos hechos sangrientos sucedidos al final del mes de octubre 2014 en México. Estos hechos nos permitirán luego ilustrar y discutir las formas reales, imaginarias y simbólicas de violencia que Lacan distingue y que podrían servirnos para comprender la violencia estructural en la sociedad contemporánea.

El síntoma de Iguala El pasado 26 de septiembre, en la ciudad de Iguala, en México, policías y pistoleros dispararon sus armas contra estudiantes que participaban en una movilización social. Murieron tres estudiantes, además de tres personas que se encontraban en el lugar. Los policías arrestaron además a medio centenar de estudiantes que permanecen desaparecidos hasta hoy. El cadáver de uno de ellos apareció al día siguiente. Había sido torturado. Se le arrancó la piel del rostro cuando aún estaba con vida. El asesinato y desaparición de estudiantes en Iguala desembocó en una ola de protestas en México. Centenares de miles de personas han inundado las calles para exigir la renuncia del Presidente de la República. Se han bloqueado aeropuertos y carreteras. Decenas de universidades y otras instituciones educativas han declarado huelgas y paros de labores. Encapuchados han atacado a policías, además de quemar y destrozar vehículos oficiales y edificios públicos. El ambiente de insurrección resulta evidente para todos. ¿Por qué la sociedad mexicana se ha movilizado como lo ha hecho ante la muerte de 4 estudiantes y la desaparición de otros 43? Estas cifras parecen insignificantes cuando se les compara con las cien mil personas que han muerto y desaparecido en México, durante sólo seis años, por causa de *

Versión castellana de la conferencia magistral en el Simposio Psicoanálisis y Función del Sentido en la Sociedad Contemporánea, en Izhevsk, República de Udmurtia, Federación Rusa, el 3 de diciembre 2014.

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lo que se conoce como Guerra del Narco. ¿Por qué estos 100,000 muertos y desaparecidos no habían producido una ola masiva de protestas como la que vemos ahora? Quizá una razón decisiva sea que ahora, en los sucesos de Iguala, no hay duda sobre la participación directa de un elevado número de policías y de otros funcionarios públicos, es decir, agentes y representantes del gobierno, todos ellos vinculados con el narcotráfico. Se ha confirmado así lo que ya se había sospechado o comprobado a menor escala en varias ocasiones: que el Estado Mexicano es cómplice de los narcotraficantes, que sirve sus intereses, que los favorece o colabora con ellos y que resulta por lo tanto responsable de la violencia que sufre México desde hace varios años. Toda la Guerra del Narcotráfico ha sido resignificada por los sucesos de Iguala. Gracias al ataque de policías contra unas pocas decenas de estudiantes, ahora nos percatamos retroactivamente de que el Estado Mexicano tiene una gran dosis de responsabilidad en la muerte de 100,000 personas en los años de supuesta ofensiva contra el narcotráfico. Hemos descubierto, de hecho, que no hay tal ofensiva contra el narcotráfico, sino tan sólo una ofensiva contra los competidores de los carteles de la droga que infiltran y controlan al gobierno. Descubrimos también, lo que es peor, que hay una ofensiva conjunta de los narcotraficantes y de nuestros gobernantes, con sus policías y pistoleros, contra quienes obstaculizan o estorban sus negocios en la sociedad mexicana. Tal es el caso de los estudiantes que murieron o desaparecieron en Iguala, cuyo único delito había sido movilizarse una y otra vez para oponerse al Narco-Estado. Un marxista como yo dirá simplemente que el Estado Mexicano está subordinado a las fuerzas económicas dominantes, entre las cuales, en el caso de México, están aquellas que se dedican a la producción y tráfico de narcóticos, así como a otros sectores del crimen organizado. Estas fuerzas económicas ya no deben limitarse a la violencia ilegal que siempre las ha caracterizado, sino que pueden servirse ahora de la violencia legal del Estado, es decir, en términos weberianos, del “monopolio del uso legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente” (Weber, 1921, pp. 43-44). Los policías y militares están ahí haciendo su trabajo, reprimiendo a la población para mantener el orden capitalista vigente, el dominado por el narcotráfico, y de este modo servir los intereses de sus amos, narcotraficantes y otros. La ilegalidad se legaliza. El dinero se lava. Los muertos se acumulan. La violencia termina institucionalizándose y volviéndose estructural. ¿Pero acaso no había sido siempre estructural? ¿Acaso no había estribado siempre en la estructura económica y política de la sociedad? La violencia estructural siempre había estado ahí, pero sólo ahora, gracias a su intensificación y a los sucesos de Iguala, hemos conseguido verla o al menos verla mejor. Como podíamos preverlo en una perspectiva lacaniana, se ha necesitado el síntoma para llegar a la revelación de la estructura. Sólo hemos podido apreciar toda la violencia estructural a través de la matanza y la desaparición de estudiantes en Iguala. Este acontecimiento ha desgarrado el semblante y nos ha mostrado algo que no es exclusivo del caso mexicano, sino que atañe a la sociedad contemporánea en general. El síntoma de Iguala tiene un valor de verdad que es válido para todo el mundo, lo mismo para Europa y Asia que para Latinoamérica, lo mismo para Udmurtia que para el resto de las repúblicas de la Federación Rusa. ¿De qué se trata? ¿Cómo designarlo? ¿Cómo denunciarlo? Parece 2

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imposible denunciarlo sin interpretarlo. ¿Pero cómo interpretarlo al denunciarlo? Entre los diferentes recursos interpretativos para su denunciación, utilizaré ahora la teoría psicoanalítica lacaniana, la cual, a mi juicio, nos deja ver diversos aspectos cruciales de la violencia estructural que pasan desapercibidos para otras perspectivas teóricas.

Violencia imaginaria Lo primero que nos hace ver Lacan es que la agresividad permea todas las relaciones imaginarias que establecemos con nuestros semejantes. En la teoría lacaniana, cuando hablamos de relaciones imaginarias, nos referimos particularmente a los vínculos de comunicación, mutua comprensión, entendimiento, compenetración, compasión o empatía que podemos establecer entre nosotros. Estos vínculos, aparentemente los más cordiales y armoniosos a los que podemos aspirar, no pueden excluir el elemento agresivo, el cual, aunque disimulado, no deja de operar en ellas y las constituye por dentro. Ya Freud mostraba cómo puede odiarse al amar. En la escuela freudiana de la sospecha, no hay buenos sentimientos que valgan para probar la inocencia del sujeto. Es aquí en donde el psicoanálisis muestra mejor su coincidencia con la crítica hegeliana de la ley del corazón. Las corazonadas y las demás emanaciones de nuestros corazones tienden a resultar demasiado convincentes y penetrantes como para no ser imaginarias, y, por lo tanto, diferentes de lo que pretenden ser y sumamente peligrosas para el otro. No es casualidad que se haya destruido tanto con buenas intenciones. Basta que una intención esté segura de ser buena para que haya razón de pensar que no es tan buena, o más bien, si se prefiere, que su bondad es puramente imaginaria. Ni siquiera nuestra piedad y caridad hacia quien sufre nos asegura que nos liberemos de una hostilidad que puede hacernos agravar su dolor o al menos gozar de él. Sabemos que la peor agresión consigue satisfacerse a través de la más tierna compasión. Los sentimientos más afectuosos hacia el otro suelen ser profundamente destructivos cuando tienen ese carácter claro y luminoso, hondo y coloreado, penetrante y sensible, seguro y decidido, por el que se caracteriza todo lo que se refleja en el espejo de lo imaginario. Cuando entendemos demasiado bien lo que sentimos hacia el otro y lo que necesita de nosotros, entonces podemos tener la certeza de que estamos en lo imaginario y de que no debemos dar crédito ni a nuestro entendimiento ni a nuestro sentimiento. Hay que desconfiar de quienes tienen ideas claras, demasiado claras, acerca de sus semejantes y de su relación con ellos. ¿Cómo confiar, por ejemplo, en los políticos o en los gobernantes que se imaginan que nos comprenden perfectamente, y que, por ende, comprenden también perfectamente nuestras necesidades y nuestros deseos, nuestras aspiraciones y expectativas, lo que les permite, por último, conocer los mejores medios para satisfacernos y resolver nuestros problemas? Tal comprensión, que permite ganar elecciones, tan sólo puede fundarse en una “relación imaginaria” con la sociedad: una relación en la cual, según Lacan (1954), no puede faltar el elemento “mortal y destructor” (p. 276). Una paradoja de la actual democracia occidental es que las formas de hacer política son tanto más peligrosas, tanto más susceptibles de favorecer formas imaginarias de agresividad y destructividad, cuanto más cautivadoras y atractivas resultan para los votantes. La seducción 3

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especular por la que se asegura el triunfo del candidato es la misma por la que se incita su violencia como gobernante. El tirano empieza por ser un demagogo, renunciar a la “política del deseo” y hacer una “política del sueño” cuyo peligro potencial fue destacado por Jacques-Alain Miller (2011, p. 72). Es algo que ya sabían muy bien los antiguos y que ha seguido siendo evidente para los modernos. En México, por ejemplo, estamos acostumbrados a quienes toman el poder con mentiras y luego lo ejercen con matanzas como la de Iguala. Tanto al destruir como al seducir, los gobernantes mexicanos actuales tienden a mantener una peligrosa relación imaginaria con los gobernados. Esta relación es el fundamento mismo de sus respectivas identidades. Unos son lo que son por ser los otros de los otros. Unos se elevan al disminuir a los otros. Los primeros son más entre menos sean los segundos. Hay aquí una distinción tajante y al mismo tiempo una dependencia mutua. Cada uno, como nos lo explicaría Lacan (1954), sólo se reconoce como lo que es en su “rival” (p. 276). Su rivalidad, la “relación agresiva” entre uno y otro, es “constituyente” de ambos (1956, p. 107). El gobernante lo es contra el gobernado. Cada uno es lo que es por la “hostilidad” que lo separa del otro (1960, p. 809). La “agresividad” es así la “estructura formal del yo” de cada uno (1948, p. 109). La identidad se adquiere en la agresividad. Es contra el otro, a diferencia del otro, que soy lo que soy. El actual gobernante mexicano sólo puede identificarse como tal cuando se distingue tajantemente del gobernado, cuando se pone muy por encima de él, cuando lo oprime y reprime agresivamente.

Violencia real y simbólica La violencia es necesaria como signo de poder. El poderoso está demostrando que lo es o lo que es al violentar al otro. La matanza y desaparición de estudiantes en Iguala, por ejemplo, no sólo remite a las tendencias agresivas de quien detenta el poder, sino también, para empezar, manifiesta simplemente que es él quien tiene el poder y que es un poder de matar y desaparecer. Se trata de una carta de presentación y de una prueba de fuerza. Es una amenaza probada y firmada. Es la evidencia de lo que es capaz quien forma parte de los gobernantes y no de los gobernados, de los fuertes y no de los débiles, de los vivos y no de los muertos, de los asesinos y no de sus víctimas. Cierto poder tiránico, asesino y torturador, es lo primero que se pone en evidencia en la realidad de los sucesos de Iguala. Quizá lo primero que salte a la vista sea el carácter descarado e impúdico del ataque policial contra los estudiantes. Pero esto no quiere decir, desde luego, que el ataque revele algún cinismo posmoderno como los estudiados por Sloterdijk (1987), Zizek (1989) y Bewes (1997). Lo que vemos, por el contrario, es un poder soberano pre-moderno, imponente y espectacular, tal como se muestra en el suplicio estudiado por Foucault (1975). Al igual que en la explicación foucaultiana, se trata de mostrar públicamente el poder supremo de hacer morir o dejar vivir. Este poder es lo dicho literalmente por los sucesos de Iguala. Basta leerlos para captar el mensaje y saber que debemos tener cuidado con el gobierno, que es capaz de asesinarnos, desaparecernos, torturarnos y desollarnos.

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Sucesos como los de Iguala nos recuerdan el origen violento de cualquier poder político. Son como un ritual para no olvidar la violencia constitutiva del Estado. Se trata de recordarnos, como reza la famosa inversión foucaultiana del aforismo de Clausewitz, que “la política es la continuación de la guerra por otros medios” (Foucault, 1976, p. 29). Este recordatorio es vivido periódicamente en México. Las matanzas de civiles por militares y policías se han sucedido prácticamente sin interrupción desde hace varias décadas. Los asesinados en estas matanzas se cuentan por centenares: 300 estudiantes en Tlatelolco en 1968, 100 estudiantes en la Ciudad de México en 1971, 30 indígenas en Oaxaca en 1977, más de 1000 militantes políticos entre 1971 y 1982, 200 miembros de un partido de izquierda entre 1987 y 1993, 17 campesinos en Aguas Blancas en 1995, 45 indígenas en Acteal en 1997, 11 personas en El Charco en 1998. Al igual que las matanzas anteriores, la de Iguala no sólo responde a circunstancias históricas precisas, sino que parece corresponder también a una inmolación mágica y ceremonial, esencialmente expresiva, que sólo pretende recordarnos una vez más el poder mortífero del Estado. Este aspecto simbólico ritual de la matanza nos hace pensar en “la guerra” concebida por Lacan (1955) en su aspecto protocolar, codificado y repetitivo, y con sus “resortes de juego” que operan de manera totalmente independiente de “lo real” (p. 410). No habría nada real en el juego consistente en la realización periódica de guerras o matanzas cada cierto intervalo de tiempo. Se trataría más bien de rituales expiatorios como aquellos sacrificios humanos que los aztecas realizaban para mantener el universo. Ahora se buscaría mantener el orden establecido mediante las reiteradas matanzas simbólicas de subversivos. Desde luego que no deja de ser desconcertante que lo simbólico se valga de matanzas para su funcionamiento. ¿Acaso el símbolo no debería ser la negación de lo real de la violencia? El propio Lacan reconoció en más de una ocasión que no hay lugar para los actos violentos en el ámbito de lo simbólico, del lenguaje y de la palabra, del discurso y del diálogo. Como nos lo dice el propio psicoanalista francés, “el diálogo parece en sí mismo constituir una renunciación a la agresividad” (Lacan, 1948, p. 105). Habría incluso una mutua exclusión entre la agresividad y el diálogo. Habría que elegir, según el mismo Lacan (1958), entre “la violencia o la palabra” (p. 460). Si el gobierno mexicano decidió atacar a los estudiantes en Iguala, habría sido también porque decidió no dialogar con ellos. El valor simbólico de las palabras habría podido sustituir la fuerza real de las balas. Aquí el problema, al que ya nos hemos referido, es que las balas pueden llegar a dispararse por su valor simbólico más que por su propio sustento literal. Por otro lado, acentuando el carácter problemático de la situación, lo simbólico, tal como lo observa Lacan (1957), todavía no ha sido “completamente integrado” por los seres humanos, sino tan sólo “articulado” (p. 237). Esto haría que la violencia real estallara precisamente ahí en donde falla la integración de lo simbólico. Los sucesos en Iguala, por lo tanto, manifestarían cierta desintegración de lo simbólico además de la simbolización de la violencia. Además de ser un ritual para mantener el orden establecido, el ataque de los policías podría estar indicando cierto problema de integración del valor simbólico del estudiantado en el sistema simbólico a través del cual se le concibe. Ahora bien, más allá de lo simbólico desintegrado y de la violencia simbolizada, no debe olvidarse que “el símbolo se manifiesta primeramente como la muerte de la cosa” (Lacan, 1953, p. 317). La

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simbolización, en otras palabras, constituye una violenta desrealización o destrucción de lo real. Aquí lo real debe entenderse como aquello que todavía no se ha dejado asimilar al sistema simbólico económico-político del capitalismo actual. Para asimilarlo, hay que destruirlo mediante su explotación y simbolización, y si resiste a la asimilación, también hay que destruirlo, pero de modo más directo, a través de su muerte o de su exclusión, marginación y segregación. Este segundo caso podría ser el de los estudiantes asesinados y desaparecidos en Iguala. Se les debía limpiar, eliminar, porque resistían a su asimilación y aparecían como algo demasiado real para el sistema simbólico del orden establecido con su capitalismo y su Estado Burgués.

Conclusión En su Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, los estudiantes mantenían una vida comunitaria que prefiguraba el comunismo por el que luchaban y que les permitía entablar todo tipo de vínculos reales no mediatizados por el factor simbólico-económico del capital y por tanto excluidos en el exterior capitalista. Desafiaron así el capitalismo que hace que nos relacionemos unos con otros a través de las cosas que representamos y encarnamos en el mercado (Marx, 1844). Renunciando a esta mediación del sistema, los estudiantes normalistas se atrevieron a establecer relaciones menos enajenadas y a protestar contra el acoso del sistema enajenante. Su comunidad contradecía nuestra sociedad contemporánea con su constitución individualista, con su estructura significante centrada en el dinero y con una violencia estructural que resulta indisociable de la existencia misma de la civilización humana de hoy en día. Esta violencia, que remite a las ideas freudianas de la pulsión de muerte y del malestar en la cultura, fue la misma que pudo volverse derivativamente contra los estudiantes que habían osado mantenerse fuera del sistema simbólico de la cultura capitalista dominante. Una vez que el sistema se torna un universo, ya no hay lugar para nada en su exterior. Es el momento de la globalización y del pensamiento único democrático liberal y capitalista. Si alguien se mantiene afuera, debe integrarse o desaparecer. La falta de integración y la resultante desaparición parecen resumir el destino de los estudiantes comunistas en Iguala. Se les atacó también porque eran comunistas, porque formaban una comunidad y porque no aceptaban las reglas del juego individualista capitalista. Debían ser individuos interesados y se atrevieron a renunciar a sus intereses individuales y a constituir una comunidad solidaria. No hay lugar para algo semejante en el sistema. Digamos que está de más, que sobra y desborda el marco de la existencia posible, autorizada. Quizá la mejor forma lacaniana de conceptualizarlo sea la noción del objeto pequeño a, petit a, el objeto insignificante que no corresponde a ninguno de los significantes disponibles. No conformándose con ninguna de las identidades que les ofrecía el sistema, los estudiantes de Ayotzinapa se pusieron en la posición de objeto inasimilable por el sistema. Fue también por esto que fueron víctimas mortales de la violencia estructural que hemos denunciado a través de la teoría lacaniana.

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